Capítulo 6

Max no estaba de humor para salir con Blake y los niños el viernes por la noche. El la llamó por la tarde, y Maxine le contó lo sucedido la noche anterior. Blake se mostró comprensivo y la felicitó una vez más por lo que hacía. Sin embargo, ella no creía merecerlo en aquel momento. Blake le dijo que aquella tarde se llevaría a los niños de compras y la invitó a acompañarlos. Insistió en que lo pasarían en grande, pero a ella no le apetecía y Blake se dio cuenta de que estaba deprimida. De hecho, él tenía pensado llevar a los niños a comprar los regalos de Navidad para ella, y Tiffany y Cartier estaban en su lista, pero no se lo comentó. En cambio, la invitó a cenar, pero ella también se excusó. Blake lamentaba verla tan triste por la muerte de su paciente, así que susurró a los niños que fueran muy amables con ella cuando les pasó el teléfono para que pudieran hablar.

Maxine habló con Sam, y le pareció que estaba feliz y contento. Cuando el niño le suplicó que fuera a cenar con ellos, Max prometió que iría al día siguiente. Se lo estaban pasando de maravilla con Blake. Los había llevado al 21 a desayunar, que les encantaba, y después a dar una vuelta en helicóptero, uno de los pasatiempos favoritos de Blake. Les prometió que saldría con ellos al día siguiente, y al colgar ya estaba un poco más animada.

Llamó a Thelma Washington y le contó cómo había acabado todo; su amiga no se sorprendió. Maxine le agradeció su ayuda y después llamó a los Anderson. Como era de esperar, estaban destrozados, y todavía conmocionados. Tenían que hacer los preparativos para el funeral, llamar a amigos y a abuelos, toda esa pesadilla por la que se debe pasar cuando se pierde a un ser querido. Maxine les dijo de nuevo cuánto lo sentía y ellos le agradecieron su ayuda. Pero incluso sabiendo que había hecho todo lo posible, Max seguía teniendo una sensación abrumadora de derrota y de pérdida.

Blake volvió a llamar mientras ella se estaba vistiendo para salir a dar una vuelta. Solo quería saber cómo estaba. No se lo dijo, pero él y los niños le habían comprado un hermoso brazalete de zafiros.

Maxine le aseguró que estaba bien y se sintió conmovida por la llamada. Aunque no se pudiera confiar en él, siempre era compasivo y considerado, como ahora.

– Por Dios, no sé cómo lo consigues. Yo estaría encerrado en un psiquiátrico si hiciera lo que haces tú cada día.

Sabía que Maxine se tomaba muy a pecho que uno de sus pacientes muriera, pero, dado su trabajo, le ocurría a menudo.

– Me afecta -reconoció-, pero es inevitable que suceda de vez en cuando. Siento mucha pena por sus padres; era su única hija. Creo que me moriría si les pasara algo a los nuestros.

Había visto demasiadas veces la aflicción desgarradora que causaba la muerte de un hijo. Era lo que más temía en la vida y rezaba para que nunca les sucediera a ellos.

– Es terrible.

Blake estaba preocupado por Maxine. A pesar de que lo afrontaba bien, sabía que no tenía una vida fácil, en parte por culpa suya. Y ahora quería serle de alguna utilidad. Pero no podía hacer mucho. Además, Hilary era su paciente, no su hija.

– Creo que necesito un día libre -dijo Maxine con un suspiro-. Me apetece veros a ti y a los niños mañana. -Blake los llevaba al estreno de una obra aquella noche, y al día siguiente irían todos juntos a cenar-. Además tienes que pasar tiempo a solas con ellos, sin que yo os siga a todas partes.

– Me gusta que nos sigas a todas partes -dijo él sonriendo, aunque también le gustaba estar a solas con sus hijos.

Siempre se le ocurrían cosas divertidas que hacer con ellos. Pensaba llevarlos a patinar al día siguiente, y ella dijo que quizá los acompañaría. Pero en ese momento, con los hijos ocupados y en buenas manos, prefería estar sola. Blake le pidió que llamara si cambiaba de opinión, y ella prometió hacerlo. Era agradable tenerlo en la ciudad y que cuidara de los niños.

Fue a dar una vuelta por el parque y por la tarde se quedó en casa; luego se preparó una sopa para cenar.

Sam la llamó antes de salir para acudir al teatro, entusiasmado ante la perspectiva de ir con su padre.

– Diviértete con papá esta noche. Mañana iré con vosotros a patinar -prometió Maxine.

En realidad le apetecía ir, y se encontraba mejor, a pesar de que cada vez que pensaba en los Anderson y en su abrumadora pérdida le dolía el corazón. Estaba pensando en ellos, y comiendo una sopa en la cocina, cuando llegó Zelda.

– ¿Va todo bien? -Zelda la miró con ojos preocupados. La conocía demasiado.

– Sí, todo bien. Gracias, Zelda.

– Pone cara de funeral.

– De hecho, ha muerto una de mis pacientes. Una niña de quince años. Ha sido muy triste.

– Detesto lo que hace -dijo Zelda con vehemencia-. Me deprime. No sé cómo lo consigue. ¿Por qué no puede hacer algo alegre, como atender partos?

Maxine sonrió.

– Me gusta ser psiquiatra, y a veces hasta consigo que sigan con vida.

– Eso está bien -concedió Zelda, y se sentó con ella a la mesa de la cocina. Sentía que Maxine necesitaba compañía, y no se equivocaba. Tenía mucho instinto para saber cuándo debía hablar con ella y cuándo dejarla sola-. ¿Cómo les va a los niños con su padre?

– Muy bien. Los ha llevado a dar una vuelta en helicóptero, de compras, a almorzar y a cenar, y esta noche van a un estreno en el teatro.

– Parece Santa Claus en vez de un padre -comentó Zelda sabiamente, y Maxine asintió mientras terminaba la sopa.

– Tiene que compensarlos por todas las veces que no está -dijo con ecuanimidad.

No era una crítica, era un hecho.

– Eso no se puede compensar con un paseo en helicóptero -sentenció Zelda con sensatez.

– Lo hace lo mejor que sabe. Es incapaz de estarse quieto, por nadie. Ya era así incluso antes de ganar tanto dinero. Únicamente empeoró cuando tuvo los medios para darse caprichos. Siempre ha habido hombres como él en el mundo. En la antigüedad, se hacían capitanes, aventureros, exploradores. Probablemente, Cristóbal Colón dejó un puñado de hijos en casa. Algunos hombres sencillamente no están hechos para ser maridos y padres normales.

– Mi padre también era un poco así -reconoció Zelda-. Abandonó a mi madre cuando yo tenía tres años. Se apuntó a la marina mercante y desapareció. Años después, mi madre se enteró de que tenía otra esposa y cuatro hijos en San Francisco. Nunca se tomó la molestia de divorciarse de ella, o de escribirle. Simplemente se marchó y nos dejó a mi madre, a mi hermano y a mí.

– ¿Volviste a verle alguna vez? -preguntó Maxine con interés.

Zelda no le había contado nunca esta parte de su vida. Era bastante reservada con su intimidad, y respetuosa con la de los demás.

– No, murió antes de que pudiera hacerlo. Quería ir a California y conocerle. Mi hermano lo hizo. No quedó muy impresionado. Mi madre murió con el corazón roto. Bebió hasta matarse; yo tenía quince años. Fui a vivir con mi tía, y ella murió cuando yo tenía dieciocho. Desde entonces soy niñera.

Aquello explicaba que hubiera encontrado su lugar trabajando con familias. Le ofrecían la estabilidad y el amor que nunca había tenido cuando era niña. Maxine sabía que su hermano había muerto en un accidente de moto hacía años. Zelda estaba prácticamente sola, exceptuando a la familia para la que trabajaba y las demás niñeras con las que había hecho amistad con los años.

– ¿Llegaste a conocer a tus hermanastros? -preguntó Maxine amablemente.

– No, tenía la sensación de que eran responsables de la muerte de mi madre. Nunca quise conocerlos.

Maxine sabía que antes había trabajado nueve años para otra familia, hasta que los niños se marcharon a la universidad. Se preguntaba si Zelda lamentaba no tener sus propios hijos, pero no quería preguntárselo.

Se quedaron charlando en la cocina mientras Maxine cenaba y después cada una se fue a su habitación. Zelda salía muy pocas veces por la noche, ni siquiera en sus días libres. Y Maxine también era bastante casera. Aquella noche se acostó temprano, pensando todavía en la paciente que había perdido aquella mañana y en la angustia que estarían sufriendo sus padres. Era un alivio quitárselo de la cabeza y dormir.

Al despertar al día siguiente se sentía mejor, aunque todavía estaba un poco baja de ánimo. Se encontró con Blake y los niños en el Rockefeller Center y estuvo patinando con ellos. Después tomaron un chocolate caliente en el restaurante de la pista de patinaje y a continuación volvieron al piso de Blake. Los niños fueron directamente a la sala de proyección a ver una película antes de cenar; parecían muy cómodos con su padre. Siempre se readaptaban con rapidez cuando él aparecía. Daphne había invitado a dos amigas. Le encantaba enseñar el lujoso ático y a su atractivo padre.

Maxine y Blake charlaron tranquilamente un rato y después fueron a ver la película con los niños. Ni siquiera se había estrenado todavía. Pero Blake tenía amistades por todas partes y disfrutaba de privilegios que pocos tenían. Ahora se lo tomaba como algo normal. Le dijo a Maxine que de Nueva York se iría a Londres. Había quedado con unos conocidos suyos para ir a un concierto de rock. También era amigo de los cantantes. A veces a Maxine le parecía que conocía a todo el mundo. Varias veces había presentado a sus hijos a actores y estrellas de rock muy famosos, y allí adónde iba le invitaban entre bastidores.

Cuando acabó la película, Blake los reunió a todos para salir a cenar. Había reservado en un restaurante nuevo de sushi que había abierto hacía solo unas semanas, y era el local de moda en la ciudad. Maxine no había oído hablar de él, pero Daphne lo sabía todo acerca de ese local. Cuando llegaron les dieron tratamiento de VIP. Cruzaron el restaurante principal, y les instalaron en un comedor privado. Fue una cena excelente, en la que se lo pasaron todos bien. Después acompañaron a Maxine a casa y Blake se fue con los niños a su piso.

Los llevaría a casa de Maxine al día siguiente a las cinco, antes de marcharse. Como siempre que estaba sola, Maxine dedicó el día a trabajar. Estaba frente al ordenador, trabajando en un artículo, cuando llegaron los niños. Blake no subió, porque se iba directamente al aeropuerto, pero los chicos rebosaban entusiasmo cuando entraron en casa. Sam estaba particularmente contento de verla.

– En Año Nuevo nos llevará a Aspen -anunció-, y ha dicho que podemos llevar cada uno a un amigo. ¿Puedo llevarte a ti, mamá?

Maxine sonrió.

– No lo creo, cariño. Papá querrá llevar a alguna amiga, y sería un poco raro.

– Dice que ahora no tiene ninguna -replicó Sam con sentido práctico, decepcionado de que su madre rechazara su oferta.

– Pero para entonces puede que la tenga.

Blake nunca tardaba demasiado en encontrar una nueva. Las mujeres caían en sus manos como la fruta madura.

– ¿Y si no la tiene? -insistió Sam.

– Ya hablaremos.

A Maxine le gustaba cenar con Blake cuando estaba en la ciudad, y patinar con él y los niños. Pero ir de vacaciones con su ex marido era pasar más tiempo con Blake de lo que le apetecía, y sin duda también más de lo que quería él. Cuando les prestaba el velero cada año, para las vacaciones de verano, él no iba con ellos. Aunque era su tiempo para estar con los niños. Aun así, era enternecedor que Sam la invitara.

Le contaron todo lo que habían hecho y visto con su padre los últimos días; los tres estaban muy animados. No se les veía tan tristes como otras veces cuando él se marchaba, porque sabían que le verían al cabo de un mes en Aspen. Maxine se alegraba de que hubieran hecho planes y esperaba que no se quedaran muy decepcionados si a él se le presentaba algo mejor, o se distraía con otra cosa. A los niños les encantaba ir a Aspen con él, o a cualquier parte. Blake convertía todo lo que hacía en una aventura y diversión para ellos.

Mientras cenaban, Daphne comentó que su padre le había dicho que podía utilizar su piso cuando quisiera, incluso si él no estaba. Maxine se quedó sorprendida. Nunca se lo había ofrecido, y se preguntó si Daphne lo habría malinterpretado.

– Ha dicho que podía llevar a mis amigos a ver películas en la sala de proyección -dijo ella, feliz.

– Tal vez para una fiesta de aniversario o algo especial -apuntó Maxine cautelosamente-, pero no creo que debas ir a menudo por allí.

No le gustaba en absoluto la idea de que un grupo de preadolescentes fueran al apartamento de Blake, y no se sentía cómoda yendo ella si él no estaba en la ciudad. Aquella cuestión nunca se había planteado. Daphne se enfadó por su respuesta.

– Es mi padre y ha dicho que podía. Además, es su piso -dijo Daphne mirando a su madre con indignación.

– Es verdad. Pero no creo que debas ir cuando él no está.

En aquel piso podía pasar de todo. Y le preocupaba que Blake fuera tan despreocupado e informal. De repente se dio cuenta de que tener adolescentes con un padre como Blake podría llegar a ser desesperante. No le apetecía nada. De momento no había sido un problema, pero podía llegar a serlo. Y Daphne parecía dispuesta a batallar por el privilegio que él le había ofrecido.

– Hablaré con él -se limitó a decir Maxine mientras Daphne se marchaba airadamente a su habitación.

Lo que Maxine pensaba decir a Blake era que no se dejara manipular por sus hijos y no provocara un desastre dándoles demasiada libertad ahora que entraban en la adolescencia. Solo esperaba que estuviera dispuesto a colaborar con ella. De lo contrario, los próximos años serían una pesadilla. Lo único que le faltaba era que Blake le diera a Daphne las llaves de su piso. Solo de pensar en las cosas que podían ocurrir allí sentía escalofríos. Sin duda tendría que hablar de ello con Blake. Y sin duda a Daphne no le haría ninguna gracia. Como siempre, Maxine tenía que ser la mala.

Terminó el artículo aquella noche mientras los niños veían la tele en sus habitaciones. Estaban cansados después de tres días de emociones sin freno con su padre. Estar con él era como acompañar a unos acróbatas por el cable más alto. Siempre tardaban un tiempo en calmarse.

A la mañana siguiente el desayuno fue un caos. Todos se levantaron tarde. Jack esparció los cereales por toda la mesa, Daphne no encontraba su móvil y se negaba a ir a la escuela sin él, Sam se echó a llorar cuando descubrió que había olvidado sus zapatos favoritos en casa de su padre, y Zelda tenía dolor de muelas. Daphne encontró su teléfono en el último momento, Maxine prometió a Sam que le compraría unos zapatos exactamente iguales durante el almuerzo -rezó por encontrarlos-, y se marchó a la consulta a visitar pacientes mientras Zelda llamaba al dentista. Fue una de aquellas mañanas en las que querrías arrancarte los pelos y dar marcha atrás para empezar el día de nuevo. Zelda acompañó a Sam a la escuela antes de ir al dentista. Y, para colmo, se puso a llover mientras Maxine iba caminando al trabajo. Llegó empapada, y su primer paciente ya la estaba esperando, algo que le sucedía muy pocas veces.

Consiguió recuperar el tiempo perdido, ver a todos los pacientes de la mañana y encontrar los zapatos de Sam en Niketown, lo que la obligó a saltarse el almuerzo. Zelda llamó para decir que tenían que hacerle un empaste aquel día. Maxine estaba intentando devolver algunas llamadas cuando su secretaria le dijo que Charles West estaba al teléfono. Max se preguntó por qué la llamaría y si quizá querría derivarle un paciente. Descolgó y habló en un tono ligeramente tenso y exasperado. Había sido un día de locos de principio a fin.

– Doctora Williams -dijo bruscamente.

– ¿Qué tal? -No era el saludo que Maxine esperaba de él, y no le apetecía ponerse a charlar. Estaba a punto de entrar un paciente y tenía apenas quince minutos para devolver algunas llamadas.

– Hola. ¿Qué se le ofrece? -preguntó sin más, sintiendo que era un poco grosera.

– Solo quería decirle que sentí mucho lo de su paciente cuando nos vimos el viernes.

– Ah -dijo ella, sorprendida-, es muy amable. Fue muy angustioso. Haces todo lo que puedes para evitarlo, y a veces los pierdes de todos modos. Me sentí muy mal por sus padres. ¿Cómo está de la cadera su paciente de noventa y dos años?

El médico se maravilló de que Maxine se acordara. No estaba seguro de que lo hiciera.

– Se va a casa mañana. Gracias por su interés. Es asombrosa. Tiene un novio de noventa y tres años.

– Pues le va mejor que a mí -dijo Maxine riendo, lo que a él le dio la posibilidad que quería.

– Sí, y que a mí. Cada año tiene un novio nuevo. Caen como moscas, y juraría que dentro de unas semanas tendrá otro. Todos deberíamos envejecer así. Me preocupé un poco cuando contrajo neumonía, pero salió adelante. La quiero mucho. Ojalá todos mis pacientes fueran como ella.

La descripción que hizo de la mujer hizo sonreír a Maxine, pero todavía no entendía por qué la había llamado.

– ¿Puedo ayudarle en algo, doctor? -dijo. Sonó un poco desalentador y formal, pero estaba ocupada.

– La verdad es que me gustaría saber si querría ir a almorzar conmigo algún día -dijo él, un poco nervioso-. Todavía siento que le debo una disculpa por los Wexler. -Era la única excusa que se le había ocurrido.

– No diga tonterías -dijo Maxine, mirando el reloj. Menudo día había elegido para llamarla. Iba contrarreloj desde buena mañana-. Fue un error comprensible. El suicidio adolescente no es su especialidad. Créame, yo no sabría qué hacer con una señora de noventa y dos años con problemas de cadera, neumonía y un novio.

– Es muy generoso por su parte. ¿Qué me dice del almuerzo? -insistió.

– No es necesario que lo haga.

– Lo sé, pero me gustaría. ¿Qué hace mañana?

Maxine se quedó en blanco. ¿Por qué la invitaba a almorzar ese hombre? Se sentía tonta. Nunca robaba tiempo de su horario profesional para salir a comer con otros médicos.

– No lo sé… es… es que tengo un paciente -dijo, buscando un pretexto para rechazar la invitación.

– Entonces, ¿pasado mañana? En algún momento tiene que comer.

– Sí, bueno, sí… cuando tengo tiempo. -Que no era a menudo. Se sintió como una idiota balbuceando que estaba libre el jueves. Echó un vistazo a la agenda-. Pero no es necesario.

– Lo recordaré -dijo él, riéndose.

Propuso un restaurante que estaba cerca de la consulta de Maxine, para que fuera más práctico para ella. Era pequeño y agradable y a veces Maxine había comido allí con su madre. Hacía años que no se tomaba un rato libre para almorzar con amigas. Prefería visitar pacientes, y por la noche se quedaba en casa con los niños. La mayoría de las mujeres que conocía estaban tan ocupadas como ella. Hacía años que apenas tenía vida social.

Quedaron el jueves a mediodía y Maxine colgó, estupefacta. No sabía con seguridad si era una cita o una simple cortesía profesional, pero en cualquier caso se sentía un poco tonta. Apenas recordaba cómo era él. El viernes por la mañana estaba tan angustiada por Hilary Anderson que lo único que recordaba era que le pareció alto y que tenía el cabello rubio y canoso. El resto de su aspecto era borroso, aunque tampoco importaba mucho. Lo apuntó en su agenda, realizó un par de llamadas rápidas e hizo pasar a su siguiente paciente.

Aquella noche tuvo que preparar la cena para los niños, porque Zelda estaba en la cama con analgésicos. El día acabó como había comenzado, tenso y con prisas. La cena se le quemó y tuvo que pedir unas pizzas.

Los dos días siguientes fueron igual de estresantes, y no fue hasta el jueves por la mañana cuando recordó de repente que tenía una cita para comer con Charles West. Se quedó mirando su agenda, como hipnotizada. No podía imaginar por qué había aceptado. Ni le conocía ni le apetecía hacerlo. Lo último que deseaba era almorzar con un desconocido. Miró el reloj y vio que ya llegaba cinco minutos tarde, así que cogió el abrigo y salió corriendo de la consulta. Ni siquiera tuvo tiempo de pintarse los labios o cepillarse el pelo, pero le daba igual.

Cuando Maxine llegó al restaurante, Charles West ya la estaba esperando sentado a una mesa. Se levantó al verla entrar, y ella le reconoció. Era alto, tal como recordaba, y guapo, parecía rondar los cincuenta. Le sonrió.

– Siento el retraso -dijo Maxine, un poco acalorada.

El se dio cuenta de su expresión reticente. Conocía lo suficiente a las mujeres para detectarlo. A diferencia de su paciente de noventa y dos años, esta mujer no buscaba novio. Maxine Williams parecía distante y en guardia.

– He tenido una semana de locos en la consulta -se excusó.

– Como yo -dijo él amablemente-. Creo que las vacaciones vuelven loca a la gente. Todos mis pacientes pillan una neumonía entre Acción de Gracias y Navidad, y estoy seguro de que a los suyos tampoco les va muy bien durante las vacaciones.

Parecía muy tranquilo y relajado cuando el camarero les preguntó si querían algo para beber. Maxine dijo que no y Charles pidió una copa de vino.

– Mi padre es cirujano ortopédico, y suele decir que la gente se rompe siempre la cadera entre Acción de Gracias y Año Nuevo.

Charles parecía intrigado, como si se preguntara quién sería su padre.

– Arthur Connors -añadió Maxine y Charles reconoció el nombre al instante.

– Le conozco. Es fantástico. Le he derivado varios pacientes.

En realidad Charles parecía el tipo de hombre que el padre de Maxine apreciaría.

– En Nueva York todo el mundo le manda los casos más difíciles. Tiene la consulta más concurrida de la ciudad.

– ¿Y qué la llevó a decidirse por la psiquiatría en lugar de trabajar en la consulta con él?

Charles la miró con interés mientras tomaba un sorbo de vino.

– La psiquiatría me fascina desde que era niña. Lo que hace mi padre siempre me ha parecido un trabajo de carpintería. Lo siento, sé que suena fatal. Pero me gusta más lo que hago. Y me encanta trabajar con adolescentes. Se tiene la impresión de que hay más posibilidades de obtener resultados. Cuando son mayores, todo está demasiado arraigado. No puedo imaginarme con una consulta psiquiátrica en Park Avenue escuchando a un puñado de amas de casa aburridas y neuróticas, o a corredores de bolsa alcohólicos que engañan a sus esposas. -Aquello era algo que solo podía decir a otro médico-. Lo siento. -De repente se sintió incómoda y él rió-. Sé que suena mal. Pero los chicos son más sinceros, y parece que valga más la pena salvarlos.

– Estoy de acuerdo. Pero no estoy seguro de que los agentes de bolsa que engañan a sus mujeres vayan al psiquiatra.

– Probablemente es verdad -reconoció Maxine-, pero sus esposas sí. Tener una consulta así me deprimiría:

– Ah, ¿y los suicidas adolescentes no? -dijo en tono desafiante.

Ella vaciló antes de contestar.

– Me entristecen, pero no me deprimen. En general, me siento útil. No creo que pudiera hacer mucho por los adultos normales que solo quieren que alguien les escuche. Los chicos que veo necesitan ayuda realmente.

– Es un buen argumento.

Le preguntó por su trabajo sobre los traumas y resultó que había comprado su último libro, lo que la impresionó. A medio almuerzo le dijo que estaba divorciado. Le contó que habían estado casados veintiún años, y que hacía dos años su mujer le había dejado por otro. A Maxine le asombró que lo dijera con tanta naturalidad. Él le confesó que no había sido una sorpresa, porque su matrimonio ya hacía años que no funcionaba.

– Qué lástima -dijo Maxine, mostrándose comprensiva-. ¿Tiene hijos?

El negó con la cabeza y dijo que su esposa no había querido tenerlos.

– De hecho, es lo único que lamento. Ella tuvo una infancia difícil y decidió que no se sentía capaz de criar hijos. Y para mí ya es un poco tarde para empezar. -No parecía demasiado afectado, más bien como si lamentara haberse perdido un viaje interesante-. ¿Usted tiene hijos? -preguntó, cuando llegaba la comida.

– Tengo tres -contestó ella con una sonrisa.

No se imaginaba la vida sin ellos.

– Eso debe de tenerla muy ocupada. ¿Tienen custodia compartida?

Por lo que sabía él, era lo que hacía la mayoría de la gente. Maxine rió.

– No. Su padre viaja mucho. Solo les ve unas pocas veces al año. Los tengo siempre conmigo, y estoy encantada.

– ¿Cuántos años tienen? -preguntó con interés. Había visto cómo se le iluminaba la cara cuando hablaba de sus hijos.

– Trece, doce y seis. La mayor es una chica, los otros dos son varones.

– No debe de ser fácil criarlos sola -dijo con admiración-. ¿Cuánto hace que está divorciada?

– Cinco años. Nos llevamos bien. Es una gran persona, pero como marido y como padre no sirve. El también es un niño. Me cansé de ser la única adulta. Es más como si fuese el tío simpático y alocado. No ha crecido y no creo que lo haga nunca. -Lo dijo con una sonrisa. Charles la miró intrigado. Era inteligente y simpática, y el trabajo que hacía le parecía extraordinario. Había disfrutado leyendo su libro.

– ¿Dónde vive?

– Por todas partes. En Londres, en Nueva York, en Aspen, en Saint-Barthélemy. Acaba de comprarse una casa en Marrakech. Lleva una vida de cuento de hadas.

Charles asintió, pero se preguntaba con quién se habría casado Maxine, aunque no se atrevió a verbalizarlo. Le interesaba ella, no su ex marido.

Hablaron animadamente durante todo el almuerzo, hasta que Maxine dijo que tenía que volver con sus pacientes, y él que también debía irse. Le dijo a Maxine que había disfrutado y que le gustaría volver a verla. Maxine todavía no había decidido si se trataba de una cita o de cortesía profesional entre médicos. Pero él se lo aclaró invitándola a cenar. Al principio ella se asustó.

– Pues… yo… -balbuceó, ruborizándose-. Creía que solo era un almuerzo… por… por lo de los Wexler.

Él le sonrió. Parecía tan sorprendida que se preguntó si estaría saliendo con alguien y creía que él ya lo habría adivinado.

– ¿Está saliendo con alguien? -preguntó discretamente.

Ella se puso todavía más nerviosa.

– ¿Quiere decir salir con un hombre?

– Pues sí, salir. -Se echó a reír.

– No.

Hacía un año que no salía con nadie, y no se acostaba con un hombre desde hacía dos. Pensar en ello era francamente deprimente, así que en general intentaba no hacerlo. Hacía mucho tiempo que no conocía a nadie que le gustara, y a veces se preguntaba si sencillamente no lo deseaba. Después de separarse de Blake había salido con algunos hombres y se había cansado de las decepciones. Parecía más fácil olvidarse del asunto. Las citas a ciegas a las que había acudido, obligada por sus amigos, habían sido particularmente horribles, y las otras, con hombres que había conocido por casualidad, no habían sido mucho mejores.

– Creo que no salgo con hombres -dijo avergonzada-. Al menos últimamente. No me llevaba a ninguna parte.

Sabía que había gente que se había conocido a través de internet, pero no se podía imaginar haciéndolo ella, así que había dejado de intentarlo y de salir con hombres. No lo había planificado, las cosas habían ido así y estaba demasiado ocupada.

– ¿Le apetecería salir a cenar? -preguntó él amablemente.

Costaba creer que una mujer de su edad y tan guapa no saliera con nadie. Se preguntó si estaría afectada por su matrimonio o por alguna relación posterior.

– Me parece bien -contestó como si se tratara de una reunión.

El la miró incrédulo y divertido.

– Maxine, dejemos algo claro. Me da la sensación de que cree que la estoy invitando a un encuentro interdisciplinario o algo así. Me parece estupendo que ambos seamos médicos. Pero si le soy sincero, no me importaría si fuera gogó o peluquera. Me gusta. Creo que es una mujer hermosa. Es agradable hablar con usted y tiene sentido del humor, y no parece odiar a los hombres, lo que hoy en día ya es bastante. Su currículo avergonzaría a muchos hombres y mujeres. Pienso que es atractiva y sexy. La he invitado a comer porque deseaba conocerla, como mujer. Y la invito a cenar porque quiero conocerla mejor. Es una cita. Cenamos, charlamos y nos conocemos mejor. Salir. Algo me dice que no es una de sus prioridades. No me imagino por qué, y si existe alguna razón, debería decírmela.

Ella sonreía, todavía ruborizada, mientras él hablaba.

– Sí. Claro. Creo que he perdido la práctica.

– No entiendo cómo ha podido ocurrir, a menos que vaya por ahí con un burka. -Le parecía preciosa, y la mayoría de los hombres estarían de acuerdo con él. De algún modo se había apartado del mercado y había renunciado a salir-. Entonces, ¿qué día le apetece quedar?

– No lo sé. Estoy bastante libre. El miércoles de la semana que viene tengo una cena de la asociación nacional de psiquiatras, pero aparte de eso no tengo planes.

– ¿Qué le parece el martes? La recojo a las siete, y vamos a algún sitio bonito.

A Charles le gustaban los buenos restaurante y los vinos caros. Era el tipo de velada de las que Maxine no disfrutaba desde hacía años, excepto con Blake y los niños, y esas veladas no resultaban muy adultas. Cuando quedaba con sus amigas casadas no iban a restaurantes, sino a cenar en la casa de alguno de los matrimonios. Y esto también lo hacía cada vez menos a menudo. Su vida social se había reducido por falta de atención e interés. Charles le acababa de recordar, sin querer, que había sido demasiado holgazana con su tiempo libre. Todavía estaba sorprendida con la invitación, pero aceptó quedar el martes. No se apuntó la cita en la agenda, convencida de que se acordaría. Le dio las gracias y se marcharon.

– ¿Dónde vive, por cierto?

Maxine le dio su dirección y dijo que conocería a sus hijos cuando fuera a buscarla. El le aseguró que le apetecía mucho. Mientras la acompañaba a la consulta, ella pensó que le gustaba caminar al lado de él. Había sido un almuerzo agradable. Le dio las gracias otra vez por la comida y entró en su consulta un poco aturdida. Tenía una cita. Una cita para cenar como Dios manda, con un médico de cuarenta y nueve años muy atractivo. Le había dicho su edad durante el almuerzo. No sabía qué pensar pero decidió que, al menos, su padre estaría contento. Se lo contaría la próxima vez que hablaran. O quizá después de la cena.

Y entonces dejó de pensar en Charles West de golpe. Josephine la esperaba en su consulta. Maxine se quitó el abrigo y se apresuró a empezar la sesión.

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