Capítulo 21

Charles, Maxine y sus tres hijos volaron de Nueva York directamente a Niza. Cuando salieron de la casa, Jimmy seguía berreando.

Fue un vuelo agradable. Tres miembros de la tripulación de Blake y el capitán les esperaban en el aeropuerto de Niza y los llevaron al barco en dos coches. Charles no esperaba nada en concreto, pero le sorprendieron un poco los uniformes almidonados y la profesionalidad de la tripulación. Evidentemente no se trataba de un barco cualquiera. Blake Williams no era un hombre cualquiera. El barco se llamaba Dulces sueños. Maxine no se lo contó a Charles, pero Blake había hecho construir el barco para ella. Realmente ella era un sueño muy dulce. Se trataba de un velero de sesenta metros de eslora; Charles no había visto ninguno así en su vida. La tripulación estaba formada por dieciocho personas, y los camarotes eran más bonitos que las habitaciones de la mayoría de las casas u hoteles. Una fortuna en obras de arte colgaba de las paredes de madera bruñida. Los niños lo pasaban siempre en grande en el velero. Corrían por todas partes como si fuera su segunda casa, y en cierto modo lo era.

Saludaron encantados a todos los miembros de la tripulación, que también se alegraron de volver a verlos. Esas personas se dedicaban exclusivamente a satisfacer todas las necesidades imaginables y a mimarlos de todas las formas posibles. Ninguna petición se desatendía por pequeña o insignificante que pudiera parecer. Era la única época del año en que Maxine se sentía colmada de atenciones y podía relajarse por completo. La tripulación cuidaba de los niños y planificaba los entretenimientos cada vez que se detenían. Había fuerabordas, veleros en miniatura, lanchas y balsas e incluso un helipuerto para las visitas de Blake. Además, disponían de un cine de verdad para distraerse por la noche, de un gimnasio totalmente equipado y de un masajista.

Cuando el enorme velero soltó amarras, Charles se sentó en cubierta, atónito. Una azafata le ofreció una copa y otra un masaje. Rechazó las dos cosas y contempló cómo Mónaco se alejaba y ponían rumbo a Italia. Maxine y los niños estaban abajo deshaciendo las maletas y poniéndose cómodos. Por suerte, ninguno de ellos se mareaba en el mar, y el barco era tan grande que Charles supuso que él tampoco. Estaba observando la costa con los prismáticos cuando Maxine subió a buscarlo. Llevaba una camiseta rosa y unos pantalones cortos. A Charles ya le habían pedido educadamente que no se paseara por la cubierta de teca con zapatos de calle. Cuando apareció Maxine estaba tomando un Bloody Mary. Él le sonrió y ella se sentó a su lado y le besó en el cuello.

– ¿Estás bien?

Parecía feliz, relajada y más guapa que nunca.

El asintió y sonrió un poco avergonzado.

– Siento haberme puesto tan pesado con lo del barco. Ahora entiendo por qué os gusta tanto. Es evidente. Pero me disgustaba que fuera de Blake. Es como vivir su vida. Pone el listón demasiado alto. ¿Cómo voy a poder impresionarte si has tenido todo esto?

Su sinceridad y humildad conmovieron a Maxine. Era agradable ir de vacaciones con él, aunque fuera en el velero de Blake. Estaba con Charles, no con Blake. Era lo que ella quería y con quien quería estar.

– No tienes que impresionarme con nada. Tú me impresionas. No olvides que me alejé de todo esto porque quise.

– La gente debió de pensar que estabas loca. Yo lo pienso.

– No lo estaba. No nos conveníamos. El nunca paraba en casa. Era un marido nefasto. No se trata de tener cosas, Charles. Y le quiero, pero es un desastre. No era el hombre que me convenía, o al menos no lo era al final.

– ¿Estás segura? -Charles parecía dudar-. ¿Cómo se puede ser un desastre y ganar tanto dinero como para tener todo esto?

En parte tenía razón.

– Está dotado para los negocios. Y está dispuesto a arriesgarlo todo para ganar. Es un buen jugador, pero eso no lo convierte en un buen marido o en un buen padre. Al final jugó conmigo y me perdió. Pensó que podía ausentarse cuando quisiera, hacer lo que le diera la gana, aparecer sin más, y no perderme. Al cabo de un tiempo, para mí ya no merecía la pena. Quería un marido, no solo un apellido. Pero eso era lo único que tenía.

– No es un mal apellido -comentó Charles terminando su copa.

– Preferiría tener el tuyo -susurró ella.

El se inclinó para besarla.

– Soy un hombre muy afortunado.

Lo dijo con el rostro resplandeciente de felicidad.

– ¿Aunque tenga tres hijos que te lo hacen pasar mal, una consulta que me ocupa todo el tiempo, un ex marido loco y una niñera que ha adoptado un bebé drogadicto avisando con cuatro días de antelación? -preguntó mirándolo a los ojos.

A veces Maxine se preocupaba por la capacidad de Charles para encajar en su vida. Era mucho más desordenada que la que él estaba acostumbrado a llevar. No tan disparatada como la de Blake, pero mucho más animada que lo que él había conocido hasta entonces. Al mismo tiempo, estar con Maxine era emocionante y, a pesar de sus quejas, Charles estaba loco por ella. Maxine lo sabía.

– Déjame que lo piense un momento -dijo él en respuesta a la lista que había enumerado Maxine-. No, a pesar de todo, te quiero, Max. Pero necesito más tiempo para acostumbrarme. Sobre todo a los chicos. Todavía no me siento cómodo con ellos. -Era honesto por su parte-. Nunca pensé que me enamoraría de una mujer con tres hijos. De todos modos, dentro de unos años se marcharán.

– No será pronto -le recordó ella-. Sam solo tiene seis años. Y los otros dos aún no han empezado el instituto.

– A lo mejor se saltarán algún curso -dijo él bromeando.

A Maxine no le gustó que estuviera ansioso por ver crecer y marcharse a sus hijos. Era lo que más le inquietaba de él, porque era importante para ella. Hasta ahora, Maxine había vivido con sus hijos y no pensaba cambiar este estado de cosas por nadie, ni siquiera por Charles.

Entonces le habló del orfanato de Blake en Marruecos, y le pidió que no se lo comentara a los niños. Su padre quería que fuera una sorpresa.

– ¿Qué va a hacer con cien huérfanos?

Charles parecía asombrado. ¿Quién querría hacer algo así? Incluso con el dinero de Blake, le parecía una locura.

– Alojarlos, educarlos, cuidarlos. Mandarlos a la universidad algún día. Está creando una fundación para el orfanato. Es una buena obra. Una oportunidad para esos niños. Puede permitírselo; para él no supone un gran dispendio.

Eso sí podía creerlo; solo hacía falta ver el velero y todo lo que se había escrito acerca de Blake. Tenía una de las mayores fortunas del mundo. A Charles todavía le sorprendía que Maxine no se hubiera quedado nada de él, y estaba contento de que tuviera una vida más sencilla. Pocas mujeres habrían resistido la tentación de quedarse con parte de su dinero. Sospechaba que esta era una de las razones de que Blake y ella siguieran siendo amigos: él sabía que Maxine era una gran persona. Charles también era consciente de ello.

Se quedaron un rato en cubierta; luego, los niños subieron para almorzar. Aquella noche tenían pensado echar el ancla cerca de Portofino. El velero era demasiado grande para entrar en el puerto, y los niños no tenían mucho interés en desembarcar. Desde allí irían a Córcega a pasar unos días y, a la vuelta, pasarían por Cerdeña, Capri y Elba. Habían planificado un bonito viaje, y pasarían casi todo el tiempo en el velero, echando el ancla donde quisieran.

Para sorpresa de Maxine, aquella noche Charles jugó a las cartas con los niños. Nunca le había visto tan relajado. Sam ya no llevaba el yeso y las costillas se estaban soldando, así que podía moverse por el barco sin problemas. Al día siguiente Charles lo llevó a practicar esquí acuático. El mismo disfrutó como un niño. Después hizo una inmersión con algunos miembros de la tripulación, aprovechando que tenía la titulación pertinente. Y después de almorzar estuvo nadando con Maxine. Fueron hasta una playa y se tumbaron en la arena. Jack y Daphne los observaban con los prismáticos, pero la niña los apartó asqueada cuando vio que se besaban. Todavía le hacía la vida imposible a Charles, pero en el barco le resultaba difícil evitarlo. Por fin se relajó, sobre todo cuando él le enseñó algunos trucos de esquí acuático que la ablandaron un poco. Se le daba bien.

Maxine estaba encantada de ver que Charles empezaba a pasarlo bien con los niños. Había costado, y ellos no se lo habían puesto fácil, excepto Sam, que se llevaba bien con cualquiera y le encontraba simpático. Opinaba que Daphne estaba siendo mala con Charles y así se lo dijo.

– Eso crees, ¿eh? -contestó Charles, riendo.

Estaba de muy buen humor desde que habían embarcado. A pesar de su reticencia inicial, reconoció que eran las mejores vacaciones de su vida. Maxine no le había visto nunca tan relajado.

Blake les llamó el segundo día de travesía. Solo quería asegurarse de que todo iba bien; después le dijo a Maxine que saludara de su parte a Charles. Ella le transmitió el mensaje, pero los ojos de Charles se nublaron de nuevo.

– ¿Por qué no te lo tomas con más calma? -insinuó.

Charles asintió y no dijo nada. Por mucho que ella intentara tranquilizarlo, seguía sintiendo unos celos terribles de Blake. Maxine lo entendía, pero le parecía una tontería. Estaba enamorada de Charles, no de Blake.

Hablaron de la boda, y Maxine recibió algunos correos electrónicos del restaurador y de la persona encargada de la organización. Todo iba según lo previsto.

Se bañaron en hermosas cuevas en Córcega y se tumbaron en playas de arena blanca. Después fueron a Cerdeña, que era más animada, y había otros grandes yates anclados. Maxine y Charles bajaron a cenar a tierra, y al día siguiente se marcharon a Capri. Allí los niños siempre lo pasaban bien. Pasearon en un carruaje de caballos y fueron de compras. Charles le regaló a Maxine un brazalete de turquesas precioso que a ella le encantó. De vuelta en el barco le repitió lo mucho que estaba disfrutando de aquel viaje. Ambos parecían felices y relajados. Blake les había hecho un gran regalo prestándoles el barco. Los niños empezaban por fin a estar a gusto con Charles y ya no se quejaban tanto de él, aunque Daphne todavía lo consideraba un estirado. En comparación con su padre, todo el mundo lo era. Charles era un hombre maduro de pies a cabeza. Aun así lo pasaba bien, contaba chistes y una noche bailó en cubierta con Maxine, al son de una música maravillosa que puso la tripulación.

– ¿No te molesta estar en el velero de Blake con otro hombre? -preguntó Charles.

– En absoluto -respondió ella-. El ha estado a bordo con la mitad de las mujeres del planeta. Lo mío con Blake se acabó hace mucho tiempo. No me casaría contigo de no ser así.

Charles lo creía, pero tenía la sensación de que dondequiera que fuera, Blake miraba por encima de su hombro. Había fotografías de él por todas partes, algunas de Maxine, y muchas de los niños. Todas ellas en preciosos marcos de plata.

Las semanas pasaron volando; de repente, era la última noche. Habían echado el ancla en Saint-Jean-Cap-Ferrat y al día siguiente irían a Montecarlo, donde tomarían un avión de regreso a casa. Era una noche magnífica, con un luminoso claro de luna. Los niños estaban viendo una película, y ella y Charles estaban en cubierta, hablando en voz baja.

– Qué pena volver a casa -lamentó Maxine-. Marcharse del velero es siempre como ser expulsado del Jardín del Edén. El regreso a la realidad es como una ducha de agua fría. -Se echó a reír, y él estuvo de acuerdo-. Las próximas semanas serán una locura, hasta la boda -comentó ella.

Pero Charles no parecía preocupado ni inquieto.

– Me lo imagino. Pero si se pone feo, iré a esconderme a alguna parte.

Maxine había pensado trabajar un par de semanas, ya que tenía mucho que hacer en la consulta y muchos pacientes a los que visitar antes de tomarse parte del mes de agosto libre, para la boda y la luna de miel. Thelma la sustituiría en la consulta, como siempre.

Cuando llegaran a casa faltarían cuatro semanas para el gran día. Lo estaba deseando. Maxine y los niños se instalarían en la casa de Southampton el primero de agosto, y Charles también. Lo mismo que Zellie y su bebé. Maxine esperaba que no fuera problemático. Para Charles sería una fuerte dosis de realidad, pero él le dijo que se sentía preparado. Estaban los dos muy animados con la perspectiva de la boda. Los padres de Maxine también pasarían con ellos el fin de semana, así Charles tendría a alguien con quien hablar y Maxine podría ocuparse de los últimos detalles. De todos modos, la última noche, antes de la ceremonia y después de la fiesta, Charles no la pasaría con ellos. Maxine había pedido que reservara una habitación en un hotel, para no verle durante la mañana de la boda. Era supersticiosa con esto, aunque él dijera que era una tontería. Pero estaba dispuesto a darle ese gusto por una noche.

– Puede que sea la única noche que logre dormir como es debido, con tanta gente en la casa.

Era un grito de añoranza de su casa de Vermont. Maxine nunca quería ir porque no podían llevarse a los niños. En cambio en la antigua y laberíntica casa de los Hamptons cabían todos y aún quedaba sitio para invitados.

A la mañana siguiente, temprano, el capitán entró el velero en el puerto de Montecarlo. Ya habían amarrado cuando se despertaron. Desayunaron por última vez a bordo, antes de que la tripulación los acompañara al aeropuerto en coche. Antes de marcharse, Maxine se quedó un momento contemplando el hermoso velero desde el puerto.

– Te encanta, ¿verdad? -preguntó Charles.

– Sí -dijo Maxine, con voz queda-. Me da siempre mucha pena marcharme. -Le miró-. Lo he pasado muy bien contigo, Charles.

Se inclinó para besarlo, y él le devolvió el beso.

– Yo también -dijo él.

Le rodeó la cintura con un brazo y juntos se alejaron del Dulces sueños y subieron al coche. Al final habían sido unas vacaciones perfectas.

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