Sergei frunció el ceño y miró las fotografías por enésima vez en la mañana. Después de estudiar los informes sobre Alissa Barlett, a quien estaba esperando, había llegado a la conclusión de que no le convenía en absoluto.
Él nunca había sido un hombre indeciso, pero ya no tenía claro que la decisión de casarse con aquella mujer fuera una buena idea. Por lo visto, sus abogados no habían hecho bien su trabajo. Alissa Barlett cumplía todos los requisitos que había impuesto, incluidos los físicos, pero sólo tuvo que echar un vistazo a las transcripciones de las entrevistas y a su perfil psicológico para saber que no le gustaba. Era egoísta, extremadamente voluble, fría como el hielo desde un punto de vista emocional y, a pesar de su educación universitaria, algo estúpida.
En otras circunstancias, no le habría importado; a fin de cuentas, nunca había querido nada serio con una mujer. Pero lo de Alissa Barlett resultaba inadmisible: toda una acumulación de defectos de carácter. Además, Yelena no era idiota y sólo tendría que mirar su cara para saber lo que llevaba en el corazón.
De hecho, Sergei había cambiado sus planes originales y había decidido conocerla antes de la boda porque no quería dejar cabos sueltos ni llevarse sorpresas desagradables en el último minuto. Y ahora, mientras esperaba, se maldijo para sus adentros y deseó que faltara a la cita; así podría romper el contrato y poner fin a aquella locura.
Alissa suspiró y se miró en el espejo con inseguridad.
– Ésta no soy yo -objetó.
– Ni tienes que serlo. Se supone que soy yo quien se casa -le recordó Alexa-. Además, no puedes presentarte con andrajos cuando se supone que debía comprarme todo un vestuario nuevo antes de la boda. Tendré que darte toda mi ropa si queremos que salgas con bien de esta farsa.
– No quiero tu ropa No es de mi estilo…
– ¿De tu estilo? Tú no tienes estilo, hermana -declaró con ironía-. Lo único que haces es ponerte ropa cómoda, ancha y barata. Sí quieres ganarte la aprobación del ruso, tendrás que ser elegante.
– ¿A esto lo llamas elegancia? Parezco un arbolito de Navidad -dijo, mortificada con su aspecto.
Alissa se movió inquieta y la falda corta del vestido negro dejó ver la enagua de encaje rosa que llevaba debajo y que le producía picor en las piernas. Además, los zapatos de tacón alto le hacían daño y el cuerpo del vestido le apretaba más de la cuenta porque tenía bastante más pecho que su hermana.
– ¡Es demasiado pequeño para mí! -protestó.
– Te queda bien, Alissa. Es cierto que yo estoy más delgada y que me sienta mejor a mí, pero qué se le va a hacer… de todas formas, me alegro de que te quedes con mi ropa. Dentro de poco mi embarazo será evidente y no podría lucirla de todas formas. Ah, y asegúrate de no dejar el abrigo en cualquier sitio; el mundo está lleno de ladrones -comentó Alexa.
Un hombre enormemente alto y de hombros casi tan anchos como su altura, llamó a la puerta de la casa para anunciar que el coche la estaba esperando abajo. Alexa se escondió para que no la viera y su hermana le preguntó su nombre, cuánto tiempo llevaba trabajando para Sergei y adónde iban. El hombre era extranjero y apenas conocía su idioma, así que no se entendieron; pero cuando ya habían subido al coche, se giró hacia el asiento de atrás y dijo:
– Borya.
– Encantada… yo me llamo Alissa -declaró ella.
El vehículo se detuvo frente a un club famoso, con docenas de personas de aspecto elegante que esperaban entrar. Borya la escoltó hasta el vestíbulo; ella se detuvo en recepción y se quitó el abrigo para dejarlo en el vestidor a pesar de la advertencia de su hermana.
Al ver que la recepcionista tosía, se interesó por su estado.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó.
– Sí, es que me he acatarrado -contestó la joven.
Alissa lo sintió mucho por ella. Cuando estudiaba en la universidad, había tenido que hacer trabajos como ése para sobrevivir, incluso estando enferma.
Encontró a Sergei en una sala privada, rodeado de sus ayudantes y de todo un equipo de seguridad; estaba viendo un partido de fútbol en una pantalla de televisión gigantesca, pero se giró inmediatamente en cuanto Borya y Alissa entraron.
Al verla, se sorprendió un poco. Era la mujer de las fotografías, pero no parecía la misma. En persona era mucho más atractiva; de rasgos delicados y unos ojos preciosos, entre azules y verdes, profundos y misteriosos como el mar, resultaba enormemente femenina. Tenía un cabello largo y rubio y llevaba un vestido ajustado que enfatizaba su minúscula cintura y la generosidad inesperada de sus senos. En cuanto le miró el escote, se excitó. Y en ese mismo instante, todas sus dudas desaparecieron.
Por su parte, Alissa se quedó tan helada al ver a Sergei que tuvieron que empujarla para que se acercara a él. Medía poco menos de metro noventa, tenía un cuerpo perfecto y profundamente masculino y la mirada de sus ojos, de color dorado oscuro, era tan intensa que casi daba miedo. Al contemplar su cabello negro, su nariz recta y su poderosa mandíbula, se estremeció.
– Ven, siéntate -murmuró Sergei, cuyo acento ruso aumentaba su atractivo-. Estaba viendo un partido de mi equipo. ¿Te gusta el fútbol?
– No, nada de nada -admitió Alissa, sin dejar de mirarlo.
Sergei llevaba una camisa de rayas y pantalones de traje, de rayas; había dejado la chaqueta en una silla y la corbata, en la mesita. Alissa pensó que seguramente sería un hombre desordenado y con poca tolerancia hacia cualquier tipo de imposición en tal sentido.
– ¿No te gusta el fútbol? -preguntó él, extrañado con la sinceridad contundente de su respuesta.
Alissa se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente y la dejó a un lado para poder sentarse. Adoptó una posición tan rígida, en el borde del sofá y manteniendo las distancias con él, que Sergei se preguntó a qué vendría tanto nerviosismo.
– Bueno, la verdad es que no he tenido ocasión de saber si me gusta o me disgusta -puntualizó-. Me temo que en el colegio no fui de las que jugaban… no me gustaban mucho los deportes.
A Sergei no le extrañó en exceso; su cuerpo era de aspecto tan frágil y delicado, que no pudo imaginarla pegando patadas a una pelota.
Chasqueó los dedos y un segundo después apareció un camarero con una botella de vodka. Alissa aceptó la copa que le ofrecieron y probó un sorbito, pero le resultó tan fuerte que hizo una mueca de asco.
– ¿Tampoco te gusta el vodka? -preguntó él.
Consciente de haber empezado con mal pie. Alissa se bebió el resto de un trago; quería estar a la altura de las expectativas del ruso. Pero el camarero se acercó entonces con otra botella y otras dos copas.
– Espero que el whisky le guste más que el vodka -dijo él-. Es escocés…
Alissa se aferró a su copa vacía para dificultar que le pusieran una más.
– La verdad es que no bebo mucho -se excusó.
– Deberías disfrutar del alcohol mientras puedas.
Alissa se preguntó qué tipo de consejo era ése y qué pretendería decir con esa afirmación: incluso consideró la posibilidad de que tuviera intención de prohibirle el alcohol cuando se casara con él. Pero olvidó el asunto cuando el resto de los hombres, que seguían viendo el partido, se pusieron a gritar.
– Oh, vaya, han marcado un gol, ¿verdad? -dijo Alissa, intentando demostrar alegría para encajar mejor-. Qué estimulante…
– Alissa, el equipo que ha marcado no es el nuestro, es el otro -afirmó Sergei, muy serio.
Ella se ruborizó.
– Ah…
En ese momento, Sergei la tomó de la mano y tiró de ella hasta que se quedó sentada junio a él.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Alissa, asustada.
Sergei alzó una mano y le apartó el cabello de la cara con seguridad absoluta. Alissa se puso tan nerviosa, que se le aceleró la respiración, lo cual dejó perplejo al ruso, no era la reacción que esperaba de una mujer experta y supuestamente acostumbrada a coquetear.
– ¿Qué crees que estoy haciendo? -respondió con humor.
Ella lo miró a los ojos y sintió un calor tan repentino en la parte baja del vientre, que su incomodidad aumentó. Además, sus pezones se endurecieron. Era obvio que su cuerpo se sentía atraído por él, y no le gustó nada de nada: pero intentó convencerse de que el deseo era una cuestión puramente física, sin ninguna relación con la mente.
Sergei acarició la curva voluptuosa de su labio inferior La reacción de Alissa lo había excitado mucho.
– Eres muy sexy -dijo con voz aterciopelada-. Ven conmigo esta noche… No hay razón por la que debamos esperar.
Alissa lo miró con sus ojos azul turquesa muy abiertos, aunque parpadeó enseguida en gesto defensivo. Acababan de conocerse y le estaba pidiendo que se acostara con él.
Si su hermana se hubiera encontrado presente, la habría estrangulado por meterla en ese lío. Ya ni siquiera estaba segura de que el acuerdo con Sergei se limitara a la boda: conociendo a Alexa, era capaz de haber admitido otras cosas, como acostarse antes con él. Y en tal caso, se encontraría en una situación muy difícil: si él llegaba a tocarla, notaría su inexperiencia y sabría que ella era una impostora.
El ambiente se tensó como las cuerdas de un instrumento musical. Mientras Alissa intentaba encontrar una solución, Sergei la atrajo hacía sí y la besó en la boca. Ella sintió una descarga de energía increíblemente intensa, una emoción mucho más fuerte y profunda que las que había experimentado hasta entonces.
Cuando Sergei introdujo la lengua entre sus labios y se los separó para entrar en su boca, Alissa se estremeció de placer. La temperatura de su entrepierna aumentó varios grados. Llevó las manos a su cabello negro y se lo acarició, pero no le pareció suficiente; necesitaba mucho más, necesitaba estar más cerca de él, necesitaba apretarse contra su cuerpo.
– Ya basta, milaya moya -dijo Sergei.
El se apartó y contempló su rubor y su mirada algo perdida con un gesto de satisfacción. Acababa de demostrarle que era una mujer apasionada, y a él le gustaban las mujeres apasionadas. Ya podía imaginar su cuerpo lascivo entre las sábanas de su cama. Por lo visto, tener un hijo con ella iba a ser un proceso mucho más excitante y divertido de lo que había imaginado.
Desorientada, Alissa sacudió la cabeza. No podía creer que se hubiera dejado llevar de ese modo.
– El partido -murmuró él, como si en ese momento sólo importara el fútbol.
Alissa sintió la tentación de alcanzar una de las botellas de la mesa y de golpearle con ella. Después de haberla besado, después de haberla excitado, se apartaba de ella y se ponía a ver un partido.
– Me gustan los hombres que tienen claras sus prioridades -dijo ella con voz exageradamente dulce.
Sergei habría notado el sarcasmo si no hubiera estado acostumbrado a mujeres capaces de hacer cualquier cosa y soportar cualquier cosa con tal de impresionarle y ganarse su atención.
– Te llevaré al club cuando termine el partido -afirmó.
Alissa se ruborizó todavía más y deseó que su equipo perdiera. No sabía qué era más irritante, sí haberse entregado a un hombre al que acababa de conocer o que ese hombre prefiriera el fútbol a besarla. Todo aquello era sorprendente, incluso su propia irritación; sabía que se estaba comportando como una adolescente celosa e insegura.
En cuanto a Sergei, notó que se había enfadado y se enfadó a su vez. Además, su equipo estaba perdiendo; a pesar de todos los millones que había invertido en él, jugaban verdaderamente mal.
Intentó explicarle algunas cosas del juego y se llevó otra sorpresa al descubrir que Alissa padecía de una ignorancia completa en ese aspecto; no conocía ni los términos más populares. Pero eso no fue tan grave como el desinterés que demostró durante sus explicaciones; no hizo el menor esfuerzo por entenderlo, por aprender algo de las cosas que le gustaban, y ese detalle no auguraba nada bueno para el futuro de su relación.
Sin embargo, estaba seguro de que lo satisfaría en la cama. Y también de que podría moldear sus gustos con tanta facilidad como si fueran de cera.
Cuando el partido terminó. Alissa lo acompañó al ascensor.
– Este lugar es enorme -dijo,
– Lo ampliamos para abrir salas privadas. Es un sitio muy popular. Los camareros reciben la formación necesaria para ofrecer el servicio que los rusos esperan -le informó él.
Sergei aprovechó los espejos del interior del ascensor para admirar el cuerpo de ella desde todos los ángulos. Aunque no fuera precisamente alta, sus curvas eran tan perfectas como deliciosamente generosas.
– ¿El club es tuyo? -preguntó ella, sorprendida.
– Sí. No había ningún club en Londres que estuviera a la altura de mis expectativas -respondió.
Alissa no había conocido a un hombre tan seguro de sí mismo en toda su vida. Esperaba lo mejor y no se conformaba con menos; hasta había comprado un club para cambiarlo y sentirse más cómodo en él.
Supuso que un hombre tan exigente habría encontrado inadmisible el fracaso de su primer matrimonio. Pensó que tal vez fuera ése el motivo por el que quería plantear su segundo matrimonio como un negocio, con contrato y condiciones. Pero después se acordó de que el acuerdo sólo contemplaba dos años de vida en común, al cabo de los cuales, se divorciarían.
Si quería casarse otra vez, sería por otra cosa. Y no imaginó por qué.
– Estás muy callada -dijo él cuando el ascensor se abrió.
A partir de ese instante, ya no tuvieron ocasión de hablar. En cuanto entraron en la sala de baile, Sergei se vio rodeado por una nube de mujeres entusiastas. Alissa no había visto nada igual en su vida. La empujaron, se la llevaron por delante y la apartaron para tocarlo, coquetear abiertamente con él y hasta hacerle pasos de baile como si fueran bailarinas intentando convencer de sus habilidades a un director de escena.
Alissa empezó a entender su seguridad. Estaba acostumbrado a ser el centro de atención. Y por su forma de actuar, supo que las habría dejado plantadas a todas, con total tranquilidad, si ése hubiera sido su deseo.
Sergei la llevó hasta una mesa donde ya se encontraba Borya. Los siguieron dos mujeres bellísimas, que no se apartaron en ningún momento de él ni perdieron palabra de lo que decía. Parecía estar en su elemento. Y lo estaba. Para unos, Sergei Antonovich era un mujeriego; para otros, un profundo conocedor de la naturaleza femenina.
A lo largo de los años había aparecido una y otra vez en las portadas de las revistas, siempre en compañía de alguna belleza y siempre en un club de moda, un yate o cualquiera de los edificios impresionantes que poseía en Londres. Sus relaciones amorosas nunca duraban mucho, pero era tan poderoso, que las mujeres se lo rifaban de todas formas.
Sergei miró a su alrededor y se llevó la enésima sorpresa del día al ver que Alissa se había marchado y se había sentado sin más. Era la primera vez que una mujer lo trataba con tanta indiferencia, y eso que sólo faltaba una semana para que se casaran. Además, él no había organizado aquel acto público para que se mantuviera al margen. Tenía que fingir que estaba enamorada de él. Tenía que asumir el papel que le correspondía.
Alissa echó un trago de vodka mientras él se alejaba para bailar con sus admiradoras. Si Sergei estaba enfadado con ella por su falta de habilidades sociales, ella lo estaba con él porque le parecía inaudito que coqueteara con otras mujeres cuando iban a casarse.
De haber sido una cita normal, lo habría dejado plantado y se habría marchado a casa. Pero no era una cita normal. Estaba condenada a quedarse allí y hacer el ridículo mientras él la dejaba en mal lugar buscando otras compañías.
Empezó a dar golpecitos, nerviosa, y decidió que sólo le concedería diez minutos más; pero se llevó una sorpresa enorme cuando un rubio terriblemente atractivo se plantó delante de la mesa y le pidió que bailara con él.
Alissa aceptó sin dudarlo. Era una perspectiva más agradable que seguir sola y aburrida.
Cuando Sergei la vio con el rubio, su irritación aumentó sustancialmente. No podía creer que estuviera bailando con aquel tipo y que bailara de un modo tan aparentemente sensual y provocativo.
Sus ojos dorados, fríos como los de un lobo siberiano, se clavaron en la curva de sus caderas y en sus largas piernas. Después, caminó hacia la pareja e hizo un gesto al rubio para que se marchara de inmediato. En cuanto se quedaron a solas, puso las manos en los hombros de Alissa y dijo:
– ¿Se puede saber a qué estás jugando?
Alissa se quedó asombrada con su tono de voz, profundamente agresivo. Le molestó tanto que le apartó las manos de mala manera y caminó hacia la salida, dispuesta a marcharse de allí. Aunque su hermana hubiera firmado un contrato con aquel hombre, no iba a soportar su compañía ni un minuto más.
Sergei reaccionó a su desaire con asombro y perplejidad. Ninguna mujer lo había tratado nunca de ese modo.
La siguió y respondió una llamada telefónica mientras caminaba. Era el dueño de una de las empresas de detectives con las que trabajaba de forma habitual: al parecer, las cosas se habían complicado un poco y no podría entregarle el informe completo sobre la vida de Alissa hasta varios días después.
Sergei miró las piernas de la mujer que se había atrevido a desafiarlo y dijo a su interlocutor que olvidara el informe. Quería acostarse con ella. La deseaba con toda su alma. Ya no le importaba si era o no era quien decía ser.
Alissa se detuvo al llegar al vestidor, con intención de recuperar el abrigo que su hermana le había prestado.
– ¿Adonde crees que vas? -preguntó Sergei.
– A casa. Yo no salgo con neandertales -respondió ella con seguridad-. Tu lugar no está entre los seres humanos, sino metido en una cueva.
A Sergei le divirtió el comentario de los neandertales, pero estaba muy ofendido por su actitud.
– Esto no es una cita -le recordó él, antes de girarse hacia la recepcionista-. ¡Muévase y traiga el abrigo de la señorita! ¡Tenemos prisa!
– No seas tan grosero -protestó Alissa-. La pobre está enferma… no es justo que le grites como si fuera un soldado en un ejército.
Sergei suspiró e intentó calmarse un poco. Borya y el resto del equipo de seguridad, que ya estaban junto a la puerta, contemplaban la escena con asombro. Jamás habían visto a una mujer que se atreviera a rechazar a su jefe, criticarlo y amenazarlo con dejarlo solo y marcharse a casa.
Justo entonces, Sergei miró otra vez a la recepcionista, que se afanaba por encontrar el abrigo, y tuvo una revelación. Sólo había una clase de mujer que se preocupara por la suerte de una empleada sin importancia: una mujer buena, una mujer tan altruista como Yelena, que siempre estaba ayudando a sus vecinos. Al parecer había encontrado a la mujer perfecta para ser su esposa; a una mujer capaz de darle un hijo y de estar a la altura de las exigencias de su abuela.
Alissa, por su parte, estaba tan enfadada que deseó que la joven recepcionista se enfrentara a Sergei y le dijera unas cuantas cosas: pero naturalmente, no lo hizo; si se enfrentaba a él, perdería el trabajo.
Cuando por fin encontró el abrigo. Sergei lo alcanzó, le dio las gracias, dejó el dinero encima del mostrador y puso la prenda sobre los hombros de su futura esposa.
Ella metió los brazos en las mangas y se quedó helada cuando el llevó las manos a su cabello y se lo sacó de debajo del abrigo, donde había quedado atrapado. El suave contacto de sus dedos contra la piel de la nuca prendió en su excitación como una cerilla en un montón de paja seca.
Alissa recordó inmediatamente el beso que le había dado y notó el calor y la humedad entre sus piernas. Pero no estaba acostumbrada a reaccionar de esa forma ante un hombre, y no pudo hacer otra cosa que quedarse inmóvil y estremecerse con su cercanía.
Sergei se inclinó después sobre su oído y murmuró:
– La prensa está esperando afuera. Es hora de empezar a fingir que eres feliz conmigo…
Alissa no salía de su asombro. No se le había ocurrido que la prensa los estuviera esperando. Si hubiera estado en su lugar, Alexa se habría sentido la mujer más feliz del mundo; pero ella no era como su hermana.
– Entonces, supongo que no te puedo abofetear -dijo.
Él soltó una carcajada.
– No.
– Ni me puedo enfurruñar…
– No sería lo más conveniente, milaya moya. Como tampoco lo ha sido que te hayas dedicado a bailar con otro hombre cuando se supone que eres mía y sólo mía -añadió con tranquilidad absoluta-. Si vamos a estar juntos, tendrás que respetar ciertos límites. ¿Lo has entendido? ¿O tengo que explicártelo mejor?
Alissa se estremeció de nuevo, intimidada por su tono de voz; pero sacó fuerzas de flaqueza y se enfrentó a él.
– ¿De dónde has salido, Sergei? ¿Siempre has sido tan avasallador? ¿O es que practicas delante del espejo?
Sergei la miró fijamente, atónito. En comparación con él, Alissa resultaba tan diminuta como una muñeca; y no obstante, se enfrentaba constantemente a él y demostraba una valentía admirable.
– ¿No dices nada? -continuó ella-. Entonces, tendré que llegar a la conclusión de que te sale de forma natural.
Hasta ella estaba sorprendida con su actitud. Se preguntó si su empeño en criticarlo de un modo tan descarado no sería una consecuencia de los vodkas que se había bebido. Pero también cabía la posibilidad de que la irritara porque Sergei parecía despreciar sus sentimientos.
O quizás, porque lo encontraba inmensamente atractivo a pesar de su forma de ser.
Sergei llevó las manos a su cintura y la atrajo hacía él.
– Cuando termine contigo, adorarás el fútbol.
Alissa mantuvo su mirada.
– Ni lo sueñes.
– Y cuando te acostumbres a mí -insistió-, me adorarás tanto como todas las mujeres que he conocido.
Ella apretó los puños.
– Me temo que hay un problema, Sergei. Resulta que yo no soy como las mujeres que has conocido.
Los ojos de Sergei brillaron.
– Basta ya, Alissa -ordenó-. ¿Tengo que recordarte por qué estás aquí? ¿Es que lo has olvidado?
Alissa parpadeó, nerviosa. Sergei había acertado sin darse cuenta: efectivamente, lo había olvidado. Estaba allí porque Alexa había firmado un contrato con él y no tenía más remedio que seguir con la farsa y cumplirlo.
Al ver que no hablaba, él sonrió y dijo:
– Así está mejor.
Después, se inclinó sobre ella con intención de besarla.
Durante una fracción de segundo, Alissa se resistió al impulso de entreabrir los labios y dejarse llevar por el deseo que había destruido sus defensas y acelerado su corazón. Sin embargo, echó la cabeza hacia atrás y permitió que la probara, que la saboreara.
Al sentir la lengua de Sergei en su boca, tuvo un escalofrío y se apretó contra él instintivamente, deseando más.
– Ya podemos salir-dijo él.
Los flashes de las cámaras y las preguntas de los reporteros se sucedieron durante los segundos siguientes mientras se abrían paso entre la multitud. Sergei la llevaba de la cintura, protegidos ambos por los guardaespaldas.
Alissa contuvo la respiración hasta que entraron en la limusina y encontró la protección de las ventanillas ahumadas. Estaba mareada; era incapaz de creer que la hubiera besado por segunda vez, que se lo hubiera permitido y que le hubiera gustado tanto.
– Me ha dado la impresión de que no disfrutas con la atención de la prensa -comentó él-. Parece que te asuste… ¿Por qué?
– Supongo que soy poco exhibicionista -respondió.
– No es lo que me pareciste cuando leí los informes sobre ti.
Alissa se había sentido segura hasta entonces porque pensaba que los informes sólo incluían cuestiones más o menos generales sobre su personalidad; pero evidentemente, se había equivocado. Sergei esperaba a una mujer como Alexa, abierta y desinhibida.
– Bueno, todo el mundo intenta causar la mejor impresión cuando lo entrevistan para un trabajo -se excusó.
Sergei no dijo nada al respecto, pero notó que ocultaba algo y se preguntó qué podía ser.
– Tendrás que aprender a relajarte. Falta menos de una semana para que subamos a un avión y nos casemos en Rusia.
– En Rusia… -repitió ella con debilidad.
Cada vez estaba más nerviosa. Tenía miedo de no ser capaz de llegar hasta el final, de no poder seguir con la farsa.
De repente, Sergei le dio un paquete pequeño.
– Esto es para ti -dijo-. Así podremos estar comunicados… lamento haberme mantenido alejado durante todo el proceso, milaya moya.
El paquete permaneció cerrado durante veinte minutos, hasta que Alissa llegó a casa y cayó en manos de su hermana, que se moría de curiosidad. Contenía un teléfono móvil.
– ¡Dios mío! ¡Mira esto! ¡Te ha regalado uno de los teléfonos más caros de todo el mercado! Tiene diamantes de verdad…
– ¿Ah, sí?
Alissa lo dijo sin entusiasmo alguno. Además, le parecía absurdo y pretencioso que decoraran un teléfono móvil con diamantes.
– No sé si eres consciente de ello, pero este teléfono vale varios miles de libras esterlinas. ¡Y tengo más derecho que tú a quedármelo! -declaró, mirándola con resentimiento-. Fui yo la que eche la instancia, yo la que conseguí el trabajo… y ahora, tú le quedas con todos los regalos que deberían ser para mí.
Alissa hizo caso omiso de los comentarios de su hermana. Estaba mucho más preocupada por la boda.
– ¿Por qué crees que Sergei quiere una esposa? -le preguntó-. ¿No sientes curiosidad?
– No, ninguna en absoluto. Pero ahora que lo preguntas, supongo que querrá casarse porque sacará algún beneficio económico o fiscal de estar casado, o tal vez porque una esposa mantendría alejadas al montón de mujeres que lo persiguen allá donde va -respondió.
– No sé… Sergei no me parece de la clase de hombres que se quieren casar. Incluso me ha pedido que pasara la noche con él.
Alexa la miró boquiabierta.
– ¿Te lo ha pedido? ¿Te ha encontrado atractiva? Dios mío, le habrás sentido como si te hubieran dado al mismo tiempo todos los regalos de Navidad de toda tu vida… Pero, ¿por qué diablos has vuelto a casa? ¿Por qué no te has marchado con él? Eres un caso perdido, Alissa.
Su hermana no hizo el menor caso.
– ¿Por qué me lo habrá pedido? -se preguntó, en voz alta-. ¿Es que el sexo forma parte del acuerdo matrimonial?
Alexa, que seguía jugando con el teléfono móvil, miró a Alissa con una mezcla de sarcasmo y asombro.
– Piensa lo que estás diciendo, hermana. Vas a casarte con él. Y cuando la gente se casa, mantiene relaciones sexuales.
– Yo pensaba que el acuerdo consistía en otra cosa, que sólo tenía que acompañarlo a sus actos sociales y cosas así.
– No es posible que seas tan ingenua. Es obvio que querrá que lo acompañes a esos actos y que te comportes como una esposa feliz, pero eso no tiene nada que ver… Sin embargo, supongo que en lo que pase entre vosotros, en la intimidad de vuestro dormitorio, podrás elegir.
– ¿Insinúas entonces que no estoy obligada a acostarme con él?
– Por supuesto que no lo estas. ¿Por quién me has tomado? -preguntó Alexa-. Pero si pones a una mujer y a un hombre atractivo en la misma habitación, la naturaleza suele seguir su curso -observó.
Al ver que Alissa no decía nada, su hermana la miró fijamente y comprendió lo que sucedía.
– No puede ser ¡No me digas que sigues siendo virgen!
Alissa se ruborizó.
– Bueno, ¿qué tiene eso de malo? -dijo a la defensiva-. Es que todavía no he conocido a la persona adecuada…
– Me parece increíble que tú y yo seamos hermanas gemelas. Somos completamente distintas -declaró, frustrada-. ¿Por qué te da miedo el sexo? No me extraña que estés sola. Ningún chico con dos dedos de frente se acercaría a ti, Alissa… Esto va a ser un desastre. No va a funcionar.
– ¿Qué quieres decir?
– Que tú no puedes ser la esposa de Sergei. No tienes ni la actitud ni el carácter necesario para ello. Y como no puedo devolverle el dinero, no tendré más remedio que abortar -contestó.
Alissa se levantó de la silla, horrorizada.
– No puedes hacer eso -dijo.
– ¿Es que tengo otra opción? O te casas con él o tendré que abortar y acatar el contrato que firmé.
– Pero me voy a casar con él.
Alexa la miró con enfado.
– ¿Casarte con él? Si te asusta hasta la menor tontería… hasta tienes miedo de hacer el amor con tu futuro esposo.
– Yo no diría que acostarme con un desconocido sea una tontería -se defendió.
– Adelante, sigue insultándome, sigue insinuando que las mujeres que tenemos una vida sexual sana somos una especie de prostitutas -bramó Alexa, indignada con ella-. Sí, es verdad que me he acostado con muchos hombres. ¿Y qué? ¿Crees de verdad que tienes derecho a sentirte superior porque tú no has tenido el valor de acostarle con ninguno?
– ¡Yo no me siento superior! -protestó.
– Pues si no te sientes superior, será mejor que tomes una decisión rápidamente. ¿Quieres ayudar a mamá? ¿O no?
Alissa consideró cuidadosamente la situación. El día anterior había conocido a Harry, el prometido de Alexa, y le había gustado mucho; era obvio que estaba sinceramente enamorado de ella. Si se negaba a casarse con Sergei y Alexa se veía obligada a romper su compromiso, no se lo perdonaría nunca: además, tendría que abortar y ella no podría ser tía.
Casarse con un desconocido podía ser un error, pero no tenía más remedio. Era la única forma de asegurar la felicidad de su madre y de su propia hermana.
Por fin, respiró a fondo y contestó:
– Por supuesto que quiero ayudar a mamá. Seguiré adelante con esto. Cueste lo que cueste.