Capítulo 13

Las tres primeras semanas de enero Tanya se las arregló para volver a casa cada fin de semana. Parecía que las cosas entre ella y Peter volvían a la normalidad. Sabía que su marido estaba haciendo esfuerzos por enmendar el error, y cada semana comprobaba con alivio que Alice todavía no había regresado. No quería volver a ver a su amiga nunca más, aunque iba a resultar imposible viviendo puerta con puerta. Pero no cabía duda de que su ausencia ayudaba a llevar la situación y, cuanto más tiempo estuviera lejos, más posibilidades había de romper el hechizo y de que ellos rehicieran su matrimonio.

El cuarto fin de semana Tanya tuvo que quedarse en Los Ángeles. Peter le dijo que no se preocupara; él estaba preparando un juicio, las chicas tenían planes con sus amigos y había hecho un tiempo tan espantoso durante toda la semana -con tormentas incesantes-, que lo más probable era que hubiera retraso o cancelaciones en los vuelos. Así que lo mejor era que no volase. Además, Tanya tenía muchísimo trabajo: había que añadir más cambios al guión y le esperaban duras semanas de rodaje en distintas localizaciones. Faltaban unas seis o siete semanas para terminar la película y Tanya ardía en deseos de que llegara ese día. Al acabar, tendría un descanso de dos semanas antes de regresar nuevamente a Los Ángeles para trabajar en la posproducción con Max y el equipo.

En aquellos momentos, Tanya llevaba ya cinco meses en Los Ángeles y, probablemente, tendría que pasar cuatro meses más en Hollywood. Sentía que se había dejado la piel en aquella película, o, peor aún, su matrimonio. No podía negar que las cosas, poco a poco, habían ido mejorando con Peter y sabía que les había ido muy bien pasar aquellos últimos fines de semana juntos.

A la semana siguiente Tanya sufrió una terrible gripe intestinal o algún tipo de intoxicación y, como consecuencia, no pudo ir a Marin. Faltaba una semana para San Valentín y, afortunadamente, en aquella fecha tan señalada pudo escaparse de Los Ángeles. Para Peter había comprado una corbata con corazones y una caja de sus bombones preferidos, y para las mellizas unos camisones monísimos y unas camisetas de Fred Segal. Llegó a casa cargada con todos los regalos en su bolsa de viaje, pero al bajar del taxi vio que Peter y Alice salían de casa de ella. La llevaba cogida por la cintura y estaban riéndose. Tanya quería darle una sorpresa a su marido, así que no le había avisado de la hora en la que llegaría. Se quedó paralizada al verles. Cuando Peter levantó la vista, se encontró con los ojos de su mujer atravesándole. Después, Tanya se recompuso, bajó la mirada y entró en casa a toda prisa. Peter la siguió y la encontró temblando en la cocina. Su marido la miró, asustado.

– Veo que Alice ha vuelto -dijo Tanya mirándole.

No le estaba acusando, pero no se le había escapado que Peter y Alice estaban muy relajados juntos y que Alice se había cambiado de peinado.

– ¿Cuándo ha vuelto? -preguntó.

– Hará unos diez días -dijo Peter, muy serio.

Sabía lo que Tanya estaba pensando, pero entre Alice y él no había vuelto a ocurrir nada. Habían estado hablando de lo sucedido dos meses atrás. Ambos seguían sin entenderlo muy bien y querían averiguar qué significaba, si había sido un accidente o algo más trascendente para alguno de ellos.

– Alice tiene buen aspecto -dijo Tanya con voz queda.

Quería preguntarle si se había acostado con ella, pero no se atrevió. Sin embargo, era tan evidente lo que Tanya estaba pensando, que Peter pudo oír su pregunta sin necesidad de que la formulara.

– No ha pasado nada, Tan. Está enferma -dijo en el mismo tono trascendente-. Al volver, se hizo un chequeo y le han encontrado un bulto en el pecho. La operaron la semana pasada y empezará la radioterapia en unos días.

Tanya miró a su marido al percibir preocupación en el tono de su voz.

– Lo siento mucho por ella. ¿Eso cambia las cosas entre nosotros de nuevo? -preguntó Tanya sin rodeos.

Quería saber a qué atenerse y no vivir en una montaña rusa emocional. Una vez había sido más que suficiente.

– Solo me da pena -dijo Peter con sinceridad, después de negar con la cabeza.

Aunque Tanya sabía que aquello era muy peligroso, no había nada que pudiera hacer. Lo que Peter sintiera por Alice era algo que solo dependía de él y Tanya sabía que ella no podía evitar perderle si él lo deseaba. Al fin y al cabo, quizá no tuviera nada que ver con su estancia en Los Ángeles. No podía tener siempre a su marido atado a ella y si Peter decidía que quería separarse, encontraría el modo de hacerlo.

Mirándole, allí, en medio de la cocina, Tanya se sintió derrotada. Había vuelto a perder.

– No voy a cometer ninguna estupidez, Tan -dijo él con delicadeza.

Tanya asintió todavía con lágrimas en los ojos, recogió su bolsa y subió a su habitación. Todo había cambiado de nuevo con el regreso de Alice. Era lo que Tanya sentía. Podía palpar su miedo y el de su marido.

Al día siguiente, Peter -que lucía la corbata que su mujer le había regalado para San Valentín- y Tanya salieron a cenar. Su marido le obsequió con un jersey de cachemir. Ella agradeció el regalo, pero no pudo evitar estar todo el fin de semana nerviosa. La presencia de Alice en la casa de al lado se le antojaba como una visita del diablo. No sabía cómo ganar aquella partida, pero también sabía que si su marido decidía marcharse, no había nada que pudiera hacer ella para retenerle o para cambiar el destino.

Por su parte, las mellizas -a pesar de que eran conscientes de que entre Alice y su madre había ocurrido algo- se alegraban de su regreso. Ninguna de las dos mujeres hablaba de ello, y cuando las mellizas les preguntaban, ambas evitaban mirarlas a los ojos. Alice únicamente les explicó que necesitaban un descanso en su relación, pero en el caso de Tanya, era evidente que no soportaba ni oír el nombre de Alice.

Cuando el domingo por la noche Peter acompañó a Tanya al aeropuerto, la tensión y el silencio se hicieron insoportables.

– No permitiré que pase nada, Tan -dijo Peter enfrentándose abiertamente al problema-. He hablado con Alice y ella sabe que no quiero poner en peligro nuestro matrimonio. ¿Por qué no confías en mí y te marchas a Los Ángeles tranquila?

– ¿Por qué será que la única frase que me viene a la cabeza es «el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones»? -repuso Tanya con una sonrisa irónica.

– Confía en mí -dijo Peter tras sonreír ante el acertado comentario de su esposa.

Sin embargo, Tanya sentía que ya había confiado en ellos en el pasado y el resultado había sido nefasto. Era pedirle demasiado que volviera a depositar la confianza en ellos cuando estaban tan cerca el uno del otro.

– Si quieres, puedes ponerme un localizador o una alarma -bromeó Peter intentando quitarle hierro al asunto.

– ¿Y qué te parece un chip de identificación en los dientes? -propuso Tanya con una sonrisa apesadumbrada.

– Si tú quieres… Le he dicho a Alice que, si me necesita, la acompañaré a las sesiones de radioterapia. Pero eso será lo único que haga.

– ¿Acaso no puede pedirle a nadie más que la acompañe? -repuso Tanya, a quien le había dado un vuelco el corazón al oír lo que pretendía hacer su marido-. Tiene muchísimos amigos.

Alice era una mujer muy sociable y todo el mundo la encontraba encantadora; atraía a la gente como un imán.

– Si puede arreglárselas sin mí, lo hará. Pero parece ser que sus amigos están muy ocupados.

– Tú también -señaló Tanya-. Volverá a echarte el guante.

Los ojos de Tanya estaban llenos de angustia y desesperación. Sentía que no había modo alguno de separarles y, precisamente, que Alice necesitara ayuda de Peter era lo que más asustaba a Tanya y lo que habría querido evitar a toda costa. La mejor forma de conquistar a Peter era despertar en él simpatía, compasión, preocupación, lástima… Tanya sabía perfectamente cómo funcionaba su marido, y por lo visto Alice también.

– No te preocupes, Tan. Todo irá bien -afirmó con seguridad Peter.

Al detener el coche junto a la acera, Tanya miró a Peter de nuevo con preocupación y sintió un repentino terror.

– Tengo miedo -dijo con voz queda.

– No lo tengas. Alice vuelve a ser lo que siempre fue: solo una amiga. Lo otro fue un error.

Tanya asintió y le dio un beso. Desde la acera, se volvió y levantó una mano en señal de despedida, sujetando la bolsa de viaje con la otra. Peter hizo un gesto de adiós, sonrió y arrancó. Al entrar en la terminal, Tanya sintió una nueva oleada de pánico que la acompañó durante todo el vuelo hasta Los Ángeles y se llevó consigo hasta la puerta del hotel. No hacía más que pensar en cómo proteger a Peter de Alice, hasta que, finalmente, se dio cuenta de que no había nada que ella pudiera hacer y que la decisión le correspondía a él.

Al llegar al hotel, llamó inmediatamente a su marido al móvil pero saltó el buzón de voz. Cuando Peter le devolvió la llamada a las once de la noche, la ansiedad de Tanya era tal que tenía ganas de vomitar. No quería preguntarle dónde había estado, pero podía adivinarlo.

– ¿Qué tal la tarde? -preguntó finalmente.

Le había dejado un estúpido mensaje en el contestador que no dejaba lugar a dudas sobre lo que de verdad quería saber Tanya.

– He ido al cine con las chicas. Acabamos de llegar.

– ¿Habéis ido con Alice? -inquirió Tanya después de que el alivio inicial se transformase en terror ante semejante posibilidad.

Se odiaba por hacer aquella pregunta, pero no podía evitarlo. Se le hacía insoportable que Alice hubiera regresado, y que estuviera tan cerca de Peter era una auténtica pesadilla. El miedo la carcomía y no le dejaba otra opción que preguntar.

– No, no se lo hemos dicho.

– Lo siento, Peter -se disculpó Tanya, que empezaba a verse como una desconocida y, sobre todo, como alguien que no quería ser.

– Está bien. Lo comprendo. ¿Qué tal el vuelo?

– Bien. Te echo de menos.

Habían estado prácticamente a un paso de recuperar su relación, tal como era antes de la aventura de Peter con Alice. Pero con su regreso, las aguas volvían a agitarse y el pánico y el rencor volvían a aflorar en Tanya. La traición era demasiado reciente y todavía estaba furiosa.

– Yo también te echo de menos. Duerme un poco. Te llamaré mañana.

Aquella noche, Tanya pasó muchas horas despierta en la cama. Se preguntaba si Peter se habría metido sigilosamente en casa de Alice o si ella estaría en su cama y se odiaba a sí misma por aquella obsesión. Era consciente de que a su marido tampoco le resultaba agradable. A nadie podía gustarle. Pero si había algún culpable, no era ella. Peter y Alice habían provocado aquella situación desagradable que ahora los tres tenían que sufrir. Tanya era solo la inocente espectadora, la víctima estúpida, la esposa traicionada; y ninguno de aquellos papeles era satisfactorio.

El mes siguiente, el frenesí fue continuo. La película entró en la recta final, en su momento culminante y las últimas tomas tenían que salir bien a toda costa. Tanya no pudo viajar a Marín en ningún momento. Se pasaban día y noche en reuniones de producción y reescribiendo el guión cien veces.

Cuando Max -que parecía tan exhausto como el resto del equipo- alzó la mano y gritó: «¡Corten!» por última vez, seguido de las palabras mágicas: «¡Toma válida, chicos!», habían entrado en la tercera semana del mes de marzo. El alborozo general se apoderó del plató de rodaje y todos se pusieron a dar saltos de alegría. Los miembros del equipo se abrazaban y se besaban los unos a los otros y las botellas de champán pasaban de mano en mano. Jean y Ned todavía estaban juntos, pero seguían las apuestas entre los compañeros de rodaje sobre cuánto duraría su relación. El actor empezaba su siguiente película en mayo y se iba a trasladar a Sudáfrica para rodar durante seis largos meses. Tanto Douglas como Max tenían nuevos proyectos a corto plazo y Tanya… Tanya solo quería volver a casa. Llevaba cuatro semanas sin ver a su familia y Peter tampoco había podido viajar a Los Ángeles.

Iba a disfrutar de dos semanas de descanso que coincidirían con las vacaciones de primavera de las mellizas. Después, tendría que regresar a Los Ángeles para la posproducción que duraría de seis a ocho semanas y terminaría a punto para la graduación de sus hijas, hacia finales de mayo o principios de junio. No había estado con ellas durante el curso escolar, pero tenía el consuelo de que cuando las chicas recibieran las cartas de aceptación o rechazo de las universidades solicitadas, ella estaría en casa. Por lo menos, podría compartir ese momento con ellas.

– ¿Nos echarás de menos, Tanny? -le preguntó Max, sirviéndose una copa de champán y una segunda para su perro.

A su alrededor, podía ver a Douglas dando la mano a todo el mundo; se respiraba un ambiente propio de una noche de Fin de Año. Habían llegado a puerto. Actores y actrices bajaban del barco y solo los editores y el equipo de producción seguirían trabajando con Max. Repasarían meticulosamente los resultados finales para hacer cortes, empalmes, añadir voces aquí y allá, cortar un sinfín de escenas. El montaje de la película era un arte que requería una gran precisión. Pero antes, Tanya podía regresar a casa.

Sin embargo, cuando llegó al bungalow aquella noche para hacer las maletas, ya era demasiado tarde para coger ningún vuelo. Regresó a Marin al día siguiente, con unas ganas enormes de estar dos semanas seguidas con Peter y las chicas. Desde las vacaciones de Navidad -que habían resultado un desastre- no había pasado un período tan largo en casa. Había estado trabajando como una mula y se sentía como si regresara de la guerra. Consideraba que se había ganado el sueldo y lo único que quería era volver a su hogar, así que tener que regresar una vez más a Los Ángeles le parecía insoportable.

Cuando entró en la cocina de su casa en Ross, todo a su alrededor tenía un aspecto formidable. Más que formidable, era un hogar. Esbozó una amplia sonrisa y se alegró de haber llegado antes de que sus hijas regresaran del colegio. Cuando estas llegaron, se encontraron con que su madre les había preparado su cena preferida; incluso Megan se mostró feliz de tener a su madre en casa. Después, preparó la mesa y encendió unas velas cuando Peter llegó. Le parecía imposible llevar más de un mes sin verle. Cuando su marido se asomó a la puerta y vio la mesa puesta, sonrió.

– Qué bonito, Tan. Qué buena idea -dijo dándole un fuerte abrazo.

Por la noche, mientras subían juntos a la habitación, Tanya albergaba la esperanza de hacer el amor con su esposo. Pero Peter estaba agotado y, antes de que Tanya acabara de quitarse la ropa, ya estaba profundamente dormido. A pesar de la decepción, decidió que no había prisa y que la aguardaban dos largas semanas en casa.

Cuando Tanya se despertó el sábado por la mañana, Peter ya se había levantado y estaba en la cocina con el desayuno listo. Las mellizas se habían marchado temprano. Mientras Tanya terminaba de recoger la mesa, su marido le propuso ir a dar un paseo. Fueron en coche hasta el pie del Mount Tam y comenzaron la caminata.

Por la forma como Peter la miraba, Tanya empezó a sentir una desazón que pronto se convirtió en pánico. Caminaron durante diez minutos en silencio, hasta que encontraron un banco y Peter propuso que se sentaran. La miró como si fuese a decirle algo; antes de que pronunciara una sola palabra, Tanya lo supo. Le habría gustado echar a correr y esconderse, pero sabía que no podía hacerlo. Aunque estaba tan aterrorizada como si fuera una niña de cinco años, debía aparentar, por lo menos, que era una persona adulta.

– ¿Por qué será que tengo la sensación de que no va a gustarme lo que me vas a decir? -preguntó Tanya con el estómago encogido.

Peter se miró los zapatos, se inclinó y se puso a juguetear con unos guijarros del suelo. Cuando levantó la vista de nuevo, Tanya pudo ver un profundo dolor en sus ojos.

– No sé qué decir. Creo que ya lo sabes. Jamás pensé que ocurriría algo así. Todavía no sé cómo ha pasado ni por qué, pero ha ocurrido, Tan.

Peter quería decírselo de la forma más rápida y menos dolorosa posible, pero al empezar se había dado cuenta de que no existía tal forma y de que, dijera lo que dijese e hiciera lo que hiciese, iba a ser horrible.

– Alice y yo hemos vuelto a estar juntos durante su enfermedad, durante las sesiones de radioterapia. Sé que parece una locura, pero creo que quiero casarme con ella. A ti también te quiero. No tiene nada que ver con tu estancia en Los Ángeles o con tu ausencia durante este último mes. Creo que esto habría sucedido de todos modos. Tengo la sensación de que ha sido el destino.

Tanya se sentía como si acabasen de golpearla con un hacha y la hubieran partido en dos. La cabeza le daba vueltas y sentía el corazón roto.

– ¿Así de simple? -espetó mirándole con incredulidad-. ¿Se acabó? Estoy cinco semanas sin verte y tú decides que Alice y tú estabais destinados a estar juntos, ¿así, sin más? ¿Cómo diablos has llegado a esa conclusión?

Tanya estaba casi tan enfadada como dolida.

– Al verla enferma, me he dado cuenta de cuánto la quiero. Ella me necesita, Tan. Y no estoy seguro de que tú me necesites. Tú eres una mujer fuerte y ella no lo es. Ha sufrido mucho y necesita a alguien que la cuide.

– Oh, Dios mío… -musitó Tanya apoyando su cuerpo contra el respaldo del banco.

No podía llorar. Era tal su dolor que era incapaz de derramar lágrimas. Estaba conmocionada. Había temido que estuvieran acostándose de nuevo, pero nunca había imaginado que Peter quisiera casarse con Alice o la viera como su «destino». Para Tanya, era inconcebible y sospechaba que nunca iba a ser capaz de hacerse a la idea.

– En una ocasión escribí una escena para una telenovela. El productor la encontró demasiado cursi y me obligó a quitarla. Jamás habría sospechado que yo llegara a protagonizarla. La vida imitando al arte o una estupidez parecida.

Después, mirando de nuevo a su marido con incredulidad, le preguntó:

– ¿Y qué es toda esa mierda de que yo soy fuerte y Alice te necesita? Alice es mucho más dura que yo. Creo que lo que ha hecho es cazarte, Peter. Decidió que quería que fueras para ella y, en cuanto me di la vuelta, te preparó la trampa. Creo que es mucho más fuerte de lo que tú crees.

Peter era un completo estúpido, y los dos juntos, unos auténticos cerdos. Eso era lo que Tanya pensaba. El hecho de que la vida que había conocido durante los últimos veinte años estuviera a punto de saltar por los aires le parecía mucho menos importante que la artera traición de aquellas dos personas a las que tanto había querido. Se sentía estafada, engañada y traicionada por los dos, pero sobre todo por su marido. Por segunda vez en tres meses. Cuando Peter hablaba de destino, tal vez se refería a que era ella la destinada a ser traicionada por ambos. Qué buen trabajo habían hecho.

– ¿Así que eso es todo? -preguntó Tanya mientras copiosas lágrimas resbalaban por sus mejillas-. Se acabó. Quieres separarte y vas a casarte con ella. ¿Qué piensas decirles a nuestros hijos? ¿Que solo cambias de dirección y te vas a vivir a la casa de al lado? ¡Qué oportuno!

El tono de Tanya era de una profunda y comprensible amargura.

– Ella quiere a nuestros hijos -replicó Peter.

Le resultaba espantoso ver a Tanya en ese estado. Su tez había perdido el color por completo. Pero llevaba dos semanas esperando el momento de decírselo. En cuanto Alice y él volvieron a verse y una vez él comenzó a acompañarla a las sesiones de radioterapia, lo había visto claro. No había querido decirle nada a su mujer por teléfono. Peter se daba cuenta de que los temores de Tanya habían sido fundados.

– Sí, quiere a nuestros hijos -asintió Tanya enjugándose las lágrimas con la manga de la camisa y sin preocuparle en absoluto su aspecto-. Y, al parecer, tú la quieres a ella y ella a ti. Qué dulce. ¿Y yo? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Qué hace en estos casos la mujer abandonada, Peter? ¿Apartarse amablemente y desearte buena suerte? ¿Continuamos siendo vecinos y compartimos a los niños como una gran familia feliz? ¿Qué es lo que quieres de mí?

– Alice venderá su casa y nos iremos a vivir a Mili Valley. Pero llevará su tiempo. No creo que deba trasladarme a la casa de al lado. Generaría una situación complicada para los chicos.

– Cuánto me alegro de que hayas pensado en eso. También sería complicado para mí, claro está. ¿Cuándo has pensado decírselo a nuestros hijos?

A pesar de que la cabeza le daba mil vueltas y su mente iba en mil direcciones al mismo tiempo procurando asimilar lo que su marido acababa de decirle, Tanya tuvo la claridad de pensar en lo más adecuado.

– Creo que no deberíamos contárselo hasta junio, después de la graduación -propuso-. Faltan menos de tres meses y yo no estaré de vuelta hasta finales de mayo, cuando acabe la posproducción. Así que solo tendremos que vivir juntos dos semanas.

Peter había tenido la misma idea.

– Pero no sé cómo resolver estas dos semanas -continuó Tanya-. No puedes irte a vivir con Alice, pero yo no quiero compartir la habitación contigo.

De repente, Peter se había convertido en un extraño. Tanya había vuelto ilusionada por pasar aquellas dos semanas con su familia y Peter la recibía con semejante noticia… Era difícil de digerir.

– Si quieres, puedo dormir en la habitación de Jason -dijo con calma Peter.

– ¿Y cómo vas a explicárselo a las chicas? -inquirió Tanya con razón.

Peter vaciló sin saber muy bien qué decir.

– Quizá no quede más remedio que sacrificarse y compartir la habitación -concluyó su mujer.

Era lo que menos le apetecía a Tanya, ahora que Peter pertenecía a otra mujer. Había puesto fin a veinte años de su vida y, como en un programa de televisión con poca audiencia, ella había sido expulsada para siempre. Hizo un esfuerzo para no recordar que ella seguía amándole, porque, de haberlo hecho, se habría dejado caer a los pies de Mount Tam y habría empezado a aullar.

De pronto, se asustó al pensar que quizá estaba teniendo un ataque de nervios. Pero era un lujo que no se podía permitir. Aunque se sintiera morir, debía mostrarse como una persona madura. Por un instante, le pareció que se estaba muriendo, como si su marido le hubiera disparado. Repasó mentalmente las palabras de Peter, pero seguían sin tener sentido, igual que cuando las había oído en su boca. Peter la dejaba a ella para casarse con Alice. ¡Qué sinsentido! Tal vez habían perdido todos el juicio. Todo lo que estaba sucediendo era de locos.

– Dormiré en el suelo -dijo Peter volviendo a sus problemas de dormitorio, que eran, desde luego, los más superfluos.

Ella asintió. Le parecía un buen castigo.

– Se lo diremos después de la graduación -sentenció Tanya.

Peter asintió.

– Bien, decidido entonces. ¿Hay algo más que debamos discutir? ¿Tengo que vender la casa? -preguntó Tanya sin ocultar la desesperación ni el horrible peso de su corazón, que le parecía cargado de plomo.

– Si no quieres, no es necesario -respondió él con voz grave.

Aunque Tanya no se había derrumbado, sus palabras le parecían una locura. O quizá era todo lo contrario y aferrarse a los detalles la ayudaba a saber a qué tenía que enfrentarse y a mantener ocupada su mente para no perder por completo el norte.

– No necesito limosna. Creo que tú deberías pagar la universidad. Supongo que eso es todo, ¿no? ¿Cuándo será la boda?

– Tan, no hables así. Sé que es muy duro pero no he querido alargar esta situación. Podríamos haber esperado para ver si estábamos o no equivocados, pero no he querido engañarte. Alice y yo necesitamos tiempo para saber si esto es lo que queremos y si puede funcionar, pero prefiero decidirlo viviendo con ella y no contigo. No quiero seguir fingiendo ni mintiéndote como hasta ahora.

– Por supuesto, mentir no está nada bien -replicó Tanya mientras las lágrimas seguían cayendo por sus mejillas-. Claro, deberías irte a vivir con Alice. Pero no quiero ir a la boda.

Había intentado evitarlo, pero se dio cuenta de que estaba gimoteando. Peter intentó abrazarla, pero Tanya le rechazó y se puso en pie. Quería conservar la poca dignidad que le quedaba. Era espeluznante pensar que tendrían que simular seguir casados durante aquellas dos semanas en las que las mellizas, a su vez, estarían de vacaciones. Para Tanya, ya no estaban casados. Ahora -y desde hacía varios meses- Peter pertenecía a Alice.

Regresaron a casa en silencio. Tanya seguía secándose las lágrimas con la camisa y mirando fijamente por la ventana. Repetía las palabras de Peter en su cabeza una y otra vez. Peter la estaba dejando, se iba a vivir con Alice… con Alice… ya no iba a vivir con ella. Tanya iba a vivir sola con sus hijos, pero sus hijos ya no estarían tampoco. En septiembre estaría totalmente sola, sin marido y sin hijos. Llevaba todo el invierno deseando, más que nada en el mundo, volver a casa. Pero no había hogar al que regresar. La historia de Tanya no iba a tener un final feliz. Ella jamás habría escrito un final así, pero Peter y Alice lo habían escrito en su lugar. En realidad, Peter la había despedido. Al bajarse del coche frente a su hogar, Tanya solo quería morirse.

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