Minutos después, mientras los invitados se arremolinaban en el vestíbulo y la novia y su madre se hacían fotografiar en la salita con el espejo, Michael distinguió a dos conocidos que se aproximaban.
– ¡Barb y Don! -exclamó con una enorme sonrisa.
Abrazó a la pareja, que habían sido padrino y dama de honor de su boda y unos amigos excelentes antes de que se divorciara de Bess. Luego, por alguna razón se había sentido fuera de lugar e indigno y se había alejado de ellos. Hacía más de cinco años que no los veía. Al abrazar a Barb se emocionó, y el apretón de manos con Don no le bastó, por lo que lo estrechó en un fuerte abrazo que fue correspondido.
– Te hemos echado de menos -le susurró Don al oído.
Apretó con tanta fuerza a Michael que casi le cortó la respiración.
– Yo también os he extrañado… a los dos.
Las palabras estaban impregnadas de pesar por los años perdidos y de placer por el reencuentro.
– ¿Qué ocurrió? ¿Cómo es que no hemos vuelto a saber de ti?
– Ya sabes lo que sucede… Caramba, no lo sé…
– Bueno, esta separación debe terminar.
No hubo tiempo para más, pues enseguida se acercaron a Michael antiguos vecinos, tías y tíos de las dos partes, algunos compañeros de Lisa de la escuela secundaria, y Joan, la hermana de Bess, y su esposo, Clark, que habían viajado en avión desde Denver.
Minutos más tarde los invitados se sentaron en los bancos, y las voces se acallaron. La novia se preparaba para hacer su entrada. Mientras Maryann estiraba la cola del vestido de Lisa, Michael murmuró a Bess:
– Don y Barb están aquí.
La sorpresa y la alegría iluminaron el rostro de Bess, quien echó un vistazo a los presentes sin lograr localizarlos. Pronto empezaría la ceremonia. Los sacristanes extendieron la alfombra blanca en el pasillo. El sacerdote y los acólitos esperaban en el altar. El órgano comenzó a sonar, y los acordes de Lohengrin llenaron la nave. Bess y Michael, que flanqueaban a Lisa, observaron cómo Randy se dirigía a la nave central con Maryann cogida de su brazo.
Cuando les llegó el turno, avanzaron despacio por la blanca alfombra, embargados por la emoción. A Bess le flaqueaban las rodillas, Michael temblaba por dentro. No reconocieron ninguno de los rostros que se volvían para mirarlos. Lisa se situó junto al novio, y ellos permanecieron a su lado a la espera de que se formulara la pregunta tradicional.
– ¿Quién entrega a esta mujer?
– Su madre y yo -respondió Michael.
Entonces se encaminó con Bess hacia la primera fila de bancos, donde tomaron asiento.
En un día cargado de emociones intensas, esa hora fue la peor. El padre Moore sonrió a los novios y comenzó a hablar.
– Conozco a Lisa desde la noche en que llegó a este mundo. La bauticé cuando tenía dos semanas de vida, le impartí la primera comunión a los siete años y la confirmé cuando tenía doce. De manera que considero muy adecuado que sea yo quien conduzca hoy esta ceremonia. -El padre Moore hizo una pausa mientras miraba a los congregados-. Conozco a muchos de los que han venido hoy para ser testigos de estos votos. -A continuación posó la vista en los novios-. Yo os doy la bienvenida en nombre de Lisa y Mark y os agradezco que estéis aquí. Con vuestra presencia, no sólo honráis a esta joven pareja que se apresta a embarcarse en una vida de amor y fidelidad, sino que también expresáis vuestra fe en la institución del matrimonio y la familia, en la tradición, enriquecida por el tiempo, de un hombre y una mujer que se prometen fidelidad y amor hasta que la muerte los separe.
Mientras el sacerdote proseguía, Michael y Bess lo escuchaban con suma atención. El párroco contó la historia de un hombre rico que, en ocasión de su boda, sintió un deseo tan intenso de demostrar el amor que profesaba a su novia que adquirió cien mil gusanos de seda y, en la víspera de la ceremonia, los soltó en una alameda de moreras. En las horas previas al amanecer, los árboles estaban entrelazados como resultado del esforzado trabajo de las hilanderas nocturnas y, antes de que el rocío se secara sobre las fibras de seda, el novio ordenó esparcir polvo de oro sobre la arboleda. Allí, en esa glorieta dorada, con la cual el hombre rico pretendía manifestar su amor, él y su prometida pronunciaron los votos mientras el sol sonreía sobre el horizonte e iluminaba el lugar en un resplandeciente despliegue de magnificencia.
El sacerdote se dirigió entonces a la pareja nupcial.
– Un regalo adecuado, sin duda, éste que el hombre rico ofreció a su flamante desposada, pero el oro más precioso que un esposo puede dar a su esposa, y una esposa a su esposo, no es el que se esparce sobre fibras de seda, ni el comprado en una joyería, ni el que se luce en la mano. Es el amor y la fidelidad que se brindan mientras envejecen juntos.
Bess vio con el rabillo del ojo, que Michael volvía la cabeza para observarla. Al cabo de unos segundos se atrevió por fin a mirarlo. La expresión de Michael era solemne. Bess bajó la vista mientras él seguía escrutándola. Notó entonces que perdía la capacidad de concentración y que no prestaba la menor atención a las palabras del sacerdote.
Trató de dejar vagar la mirada, pero siempre volvía a Michael, a la costura lateral de su pantalón, que rozaba el borde de su falda; a los puños de la camisa y las manos, que reposaban sobre su regazo; esas manos, que la habían acariciado tantas veces, que habían sostenido a sus hijos recién nacidos, que habían abrazado a Lisa e intentado en varias ocasiones tocar a Randy. ¡Cuánto le gustaban todavía!
Salió de sus cavilaciones al darse cuenta de que todos se ponían en pie. Se levantó a su vez y su codo chocó con el de Michael cuando él se incorporó e hizo un ligero movimiento con la rodilla derecha para que la raya del pantalón cayera recta. Era uno de esos pequeños detalles que la conmovían, un gesto que él había realizado numerosas veces en el pasado, cuando un acto semejante no significaba nada. De pronto adquiría un significado desmedido.
Volvieron a sentarse y Bess percibió el brazo de Michael contra el suyo. Ninguno de los dos se apartó.
El padre Moore volvió a tomar la palabra al tiempo que miraba a su auditorio.
– Durante el intercambio de votos, la novia y el novio invitan a todos aquellos que están casados a tomarse de las manos y reafirmar sus promesas conyugales.
Lisa y Mark se miraron y unieron sus manos.
Mark habló con voz clara.
– Yo, Mark, te tomo, Lisa…
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Bess y formaron dos manchas oscuras sobre la chaqueta de su traje. Michael sacó un pañuelo y se lo tendió antes de buscar con disimulo la mano de Bess. Se la estrechó, y ella le devolvió el apretón.
– Yo, Lisa, te tomo, Mark…
Lisa, su primogénita, en quien habían depositado tantas esperanzas que se habían visto cumplidas y quien tan felices los había hecho mientras reinó como el centro de su mundo, había logrado que volvieran a cogerse de la mano.
– Por el poder que me es conferido por Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.
Mientras Lisa levantaba la cara radiante de felicidad, Michael apretó con tal fuerza la mano de Bess que ella temió que se le quebraran los huesos.
¿Para consolarla?
¿Arrepentido?
¿Con afecto?
No importaba mucho, ya que ella también le apretaba la mano, porque necesitaba ese vínculo, la firme presión de sus dedos entrelazados. Miró a Randy, de espaldas a ella, y rezó para que terminara de una vez su animosidad hacia Michael. Contempló cómo la cola del vestido de Lisa se deslizaba por tres escalones cuando junto con Mark se acercó al altar para encender la vela que simbolizaba la unión. Una voz clara de soprano cantaba Él te ha elegido para mí, y la mano de Michael todavía apretaba la de Bess, pero ahora su pulgar giraba sobre su palma.
El cántico acabó y el órgano siguió sonando en sordina mientras Lisa y Mark caminaban hacia sus madres, cada uno con una rosa roja de tallo largo en la mano. Mark se aproximó a Bess y Michael le soltó la mano. Mark la besó en la mejilla.
– Gracias por estar juntos aquí. Han hecho muy feliz a Lisa. -Luego estrechó la mano de Michael y agregó-: Procuraré que siempre sea dichosa. Lo prometo.
A continuación Lisa besó a sus padres en la mejilla.
– Te quiero, mamá. Te quiero, papá. Miradnos a Mark y a mí y os enseñaremos cómo se hace.
Cuando se fue, Bess tuvo que usar el pañuelo de Michael una vez más. Poco después, cuando estaban arrodillados, él le dio un ligero codazo y tendió la mano. Ella le entregó el pañuelo y se concentró en la ceremonia mientras Michael se secaba los ojos y se sonaba la nariz antes de guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón.
Recibieron la comunión como lo habían hecho en el pasado y trataron de interpretar el significado de que se hubieran cogido de la mano durante los votos. Cuando en el órgano resonaron los acordes del himno final, ambos salieron sonrientes de la iglesia, detrás de sus hijos. Michael llevaba a Bess del brazo.
Lisa había insistido en que no se les felicitara dentro del templo. Así pues, cuando el cortejo nupcial cruzó las puertas dobles de St. Mary, los invitados lo siguieron, y los abrazos y felicitaciones que se sucedieron en la escalinata fueron espontáneos, acompañados por una lluvia de arroz y una rápida retirada hacia las limusinas.
Los novios subieron a toda prisa al automóvil y el fotógrafo disparó algunas instantáneas.
– ¡Randy y Maryann! -llamó Michael-. ¡Podéis venir con nosotros!
– Me gustaría -repuso Maryann con pesar-, pero he venido en mi coche.
– Entonces te acompañaré -se ofreció Randy-. Nos veremos después -añadió dirigiéndose a sus padres.
Bess tocó el brazo de Michael.
– Tengo que recoger las cosas de Lisa de la salita. Le prometí que se las llevaría a la recepción.
– Iré contigo.
Entraron de nuevo en la iglesia y se dirigieron a la salita. Todas las luces estaban encendidas, reinaba un silencio absoluto y estaban solos. Bess recogió los zapatos y los artículos de maquillaje. Mientras los introducía en la maleta, le embargó una inmensa melancolía. Se tapó los ojos y enseguida empezó a buscar un pañuelo de papel en el bolso mientras reprimía el sollozo.
– Eh… eh… ¿qué pasa? -preguntó Michael, que la obligó a volverse y la tomó en sus brazos con dulzura.
Bess sorbió por la nariz y luego se sonó con el pañuelo.
– No lo sé… Tengo ganas de llorar…
– Supongo que es lógico. Eres su madre.
– Me siento como una imbécil.
– No importa. Sigues siendo su madre.
– ¡Michael, ya se ha casado!
– Lo sé. Era nuestra niñita y ya no nos pertenece.
Bess cedió a la tremenda necesidad de dejar correr las lágrimas. Rodeó los hombros de Michael con los brazos y rompió a llorar mientras él le frotaba la espalda. Ella se sentía menos imbécil en sus brazos. Cuando por fin se hubo calmado, permaneció junto a él.
– ¿Recuerdas las actuaciones que nos ofrecía cuando era pequeña?
– Sí. Nosotros estábamos convencidos de que sería la próxima Barbra Streisand.
– Acostumbraba sentarse sobre el mostrador cuando yo preparaba pasteles y trataba de ayudarme.
– ¿Te acuerdas de aquella vez que colocó un trapo sobre la bombilla de su casa de juguete y casi incendia todo el edificio?
– ¿Y cuando se fracturó el brazo mientras patinaba sobre hielo y el doctor tuvo que escayolárselo? ¡Oh, Michael, hubiera dado cualquier cosa por habérmelo roto yo en lugar de ella!
– Lo sé. Yo también.
Se tranquilizaron al compartir sus recuerdos. Con el correr de los minutos se dieron cuenta de que se sentían bastante cómodos en ese abrazo prolongado. Entonces Bess se apartó.
– Es probable que te haya manchado el esmoquin.
Le pasó la mano por los hombros mientras él aún la ceñía por la cintura.
– La hemos educado bien, Bess. -La voz de Michael era serena y sincera-. Se ha convertido en una verdadera ganadora.
Bess lo miró a los ojos.
– Lo sé, y no dudo de que será feliz con Mark, de modo que prometo que no volveré a llorar.
Disfrutaron unos minutos más de la cercanía, hasta que ella se obligó a retroceder.
– Aseguré a Lisa que ordenaría esta salita. ¿Te importaría cerrar las cajas de flores mientras yo me retoco el maquillaje?
Michael apartó las manos de la cintura de Bess.
– No me importa en absoluto.
– ¡Dios mío! -exclamó Bess cuando se vio en el espejo-. ¡Qué horror!
Michael la miró por encima del hombro mientras guardaba los arreglos florales. Bess abrió su estuche de cosméticos y empezó a maquillarse. Michael dejó la caja sobre una silla, cerró la maleta de Lisa y se situó detrás de Bess para observarla.
– No me mires -ordenó al tiempo que levantaba la cabeza para que le diera bien la luz.
– ¿Por qué?
– Me pone nerviosa.
– ¿Por qué?
– Es algo personal.
– Te he mirado mientras hacías otras cosas mucho más personales.
Bess interrumpió su tarea para mirarlo en el espejo. Era media cabeza más alto que ella. Enseguida reanudó su labor. Se aplicó unos puntos de sombra verde en los párpados y la extendió con la yema de un dedo. Mientras tanto, él seguía detrás, con las manos en los bolsillos del pantalón, desafiando su orden y estudiando cada movimiento que hacía. Bess echó la cabeza hacia atrás para ponerse rímel en las pestañas.
– No recuerdo que antes te arreglaras tanto.
– Hice un curso.
– ¿Sobre qué?
– Sobre cosmética.
– ¿Cuándo?
– Después de divorciarnos. En cuanto empecé a ganar dinero.
Michael esbozó una sonrisa.
– Pues debo admitir que aprendiste mucho, Bess.
Sus miradas se encontraron en el espejo y ella hizo un enorme esfuerzo por mantenerse imperturbable. Cuando ya no pudo vencer por más tiempo su turbación, introdujo el rímel en el estuche y lo cerró de un golpe.
– Michael, ¿estás flirteando conmigo? -Levantó la barbilla y se colocó el pelo detrás de la oreja izquierda.
Michael la tomó del codo sin dejar de sonreír.
– Vamos, Bess, hemos de celebrar la boda de nuestra hija.
La recepción y el baile se realizaban en el club Riverwood, en Wisconsin, al otro lado del río. Viajaron hasta allí en la limusina. Ya había oscurecido y, cuando descendieron por la colina hacia el centro de Stillwater las luces de la calle se colaban por las ventanillas del automóvil. De vez en cuando se miraban con disimulo y, cuando las farolas les iluminaban la cara, se volvían con estudiada indiferencia.
Cruzaron el puente y dejaron atrás Minnesota cuando ascendieron por la pendiente empinada hacia Houlton.
– Bess.
Ella se volvió. Habían dejado atrás las luces de la calle y avanzaban por una zona rural.
– ¿Qué Michael?
Él respiró hondo y vaciló.
– Nada -respondió por fin.
Bess descargó su desilusión con un suspiro.
El club Riverwood se alzaba en la orilla del río, en medio de robles añosos. Se accedía a él por un camino en forma de herradura, y el edificio recordaba una mansión del siglo XVII. Las dos escalinatas curvas de la entrada abrazaban un jardín en forma de corazón, con arbustos de hojas perennes, y conducían a seis columnas estriadas de dos pisos de altura, sobre las que se destacaba el majestuoso mirador de la fachada.
Michael ayudó a Bess a bajar de la limusina, la tomó del brazo cuando subieron por las escalinatas de la izquierda, abrió la pesada puerta, cogió el abrigo de ella, lo entregó en el guardarropa junto con el suyo y se guardó el número en el bolsillo.
En el vestíbulo de entrada había una araña muy grande y una magnífica escalera que conducía al salón de baile en el primer piso.
– Así que esto es lo que estamos pagando -comentó Michael mientras subían-. No sé tú, pero yo tengo la intención de sacar partido a mi dinero.
A la entrada del salón de baile habían dispuesto una mesa cubierta con un mantel blanco sobre el que se elevaba una pirámide de copas. Michael tomó una de la parte superior.
– ¿Tu también quieres champán? -preguntó.
– Dado que pagamos por él, ¿por qué no?
A continuación se dirigieron hacia la multitud de invitados para mezclarse con ellos. Bess se encontró siguiendo a Michael a todas partes. Se detenía cuando él lo hacía, conversaba con quien él hablaba, como si todavía estuvieran casados. Cuando se percató de ello, se fue en otra dirección. Sin embargo, a partir de entonces se dedicó a buscarlo con la mirada por encima de las mesas redondas con manteles en color damasco, dispuestas en círculo alrededor de la pista de baile. Sobre ésta colgaba una araña idéntica a la del vestíbulo. Cada mesa tenía una vela, y sus llamas se reflejaban en una pared de vidrio con vistas al río, donde las luces de Stillwater iluminaban el cielo hacia el noroeste. A pesar de la amplitud de la estancia, a Bess no le costaba nada localizar a Michael entre el gentío; su esmoquin claro y sus cabellos oscuros le hacían señas desde cualquier lugar en que él se encontrara.
Lo observaba con atención cuando Stella se acercó a ella.
– Es con diferencia el hombre más apuesto de esta fiesta -dijo-. Gil está de acuerdo.
– Mamá, eres incorregible.
– ¿Os cogisteis de la mano durante los votos?
– No seas ridícula.
Entonces llegó Heather con su esposo.
– ¡Me ha encantado la ceremonia, y este salón es precioso! -exclamó-. Me alegro mucho de que nos hayas invitado.
Cuando Heather y Stella se marcharon, apareció Hildy Padgett.
– ¡Gracias a Dios que no tengo que pasar por esto todos los días!
– Lloró durante toda la ceremonia -explicó Jake, que estaba a su lado.
– Yo también -admitió Bess.
Llegaron Randy y Maryann y empezaron a conversar con el grupo. Se acercaron Lisa y Mark, cogidos de la mano, y recibieron abrazos y besos de todos. Bess no se había percatado de que Michael estaba detrás de ella hasta que Lisa lo abrazó.
– ¡Mmm, papá, estás apetitoso como un postre! Por cierto, creo que la cena ya está lista. Mamá y papá, estaréis a la cabecera, con nosotros.
Una vez más Michael y Bess se encontraron sentados uno al lado del otro. El padre Moore se puso en pie para bendecir la mesa, y enseguida se sirvieron platos de lomo en salsa de vino, arroz blanco y brécol. Después se acercaron los camareros para llenar las copas de champán y Randy, en calidad de padrino, se levantó para ofrecer un brindis.
– ¡Atención!
Se abotonó la chaqueta del esmoquin y esperó a que se apagaran los murmullos. Algunas personas golpearon sus copas con las cucharas, y por fin se hizo el silencio.
– Bueno, hoy he asistido a la boda de mi hermana mayor -dijo Randy. Hizo una pausa y se rascó la cabeza-. ¡Estoy contento! Ella siempre consumía la última gota de agua caliente y me dejaba con…
Las carcajadas lo interrumpieron. Cuando cesaron, reanudó el discurso.
– No, en serio, Lisa, me alegro mucho por ti, y también por ti, Mark. Ahora tendrás que compartir el baño con ella y pelearte para que te deje el espejo.
Los invitados echaron a reír.
– Lisa, Mark -prosiguió Randy-, creo que los dos sois extraordinarios. -Levantó su copa hacia ellos y agregó-: Con este brindis os deseo amor y felicidad en el día de vuestra boda y durante el resto de vuestra vida. Espero que tengáis mucho de las dos cosas.
Todos bebieron y aplaudieron, y Randy volvió a sentarse al lado de Maryann, quien le dedicó una sonrisa.
– Te ha salido muy natural.
Randy se encogió de hombros.
– Supongo que sí -repuso.
– Creo que no te costará mucho hablar sobre un escenario, cuando subas a él.
Randy bebió un poco de champán y sonrió.
– ¿Crees que nunca subiré a uno?
– No lo sé. Nunca te he oído tocar.
Comieron en silencio. Al cabo de unos minutos Randy dijo:
– Bien, háblame de lo que haces en la escuela. Ya me contaste que juegas en el equipo de baloncesto, y supongo que obtienes unas notas excelentes.
– Por supuesto.
– Y editas tu anuario.
– El diario de la escuela.
– Ah… perdón, el diario de la escuela. -La miró fijamente y preguntó-: ¿Y qué haces para divertirte?
– ¿Qué quieres decir? Todo es divertido. Me encanta el instituto.
– Me refiero aparte de las clases.
– Realizo muchas actividades con el grupo de mi parroquia. Este verano viajaré a México para ayudar a las víctimas de los huracanes. La iglesia se ocupa de todos los trámites. Pueden ir cincuenta personas, pero tenemos que juntar el dinero para pagarnos el pasaje.
– ¿Cómo lo conseguiréis?
– Hacemos colectas.
Randy estaba perplejo. ¿Grupo de la parroquia? ¿Huracanes? ¿Colectas?
– ¿Y qué harás en México?
– Trabajos muy duros -respondió Maryann-, como mezclar cemento, colocar tejados… Tendré que dormir en una hamaca y bañarme sólo una vez a la semana.
– Perdona, pero si vas por ahí sin bañarte, los mejicanos te expulsarán antes de que pase una semana.
Maryann se tapó la boca con la servilleta para reír.
– Esta noche hueles bien -observó Randy en su estilo más galante.
Maryann dejó de reír. Bajó la servilleta, con el rostro encendido, y clavó la vista en el plato.
– ¿Es así como te comportas con todas las chicas?
– ¿Qué chicas?
– Supongo que no te costará conquistarlas. Después de todo, eres bastante atractivo.
Randy decidió ser sincero.
– La última chica con quien salí en serio fue Carla Utley. Entonces estábamos en décimo curso.
– ¡Oh, vamos! No esperarás que me lo crea.
– Es la verdad.
– ¿Decimo curso?
– He salido con otras chicas después, pero con ninguna en serio.
– ¿Significa eso que tienes muchas aventuras de una sola noche?
Randy la miró a los ojos.
– Para ser tan hermosa, eres bastante malvada.
Maryann volvió a ruborizarse, lo que satisfizo a Randy.
Jamás había tenido el placer de pasar una noche con una criatura tan bella y natural como ella; Randy pensó con cierto asombro que sería la primera vez en años que besaría a una chica sin arrojarla sobre la cama.
Alguien empezó a golpear una copa de champán con una cuchara, y los demás invitados captaron el mensaje y llenaron de repiqueteos el salón de baile.
Mark y Lisa se pusieron en pie y cumplieron con el ritual con gran placer. Ofrecieron a sus convidados un apasionado beso que duró cinco segundos.
Randy miraba a Maryann, que observaba a la pareja con los labios entreabiertos y una expresión extasiada.
Cuando los novios se sentaron, todos prorrumpieron en aplausos. Todos menos Maryann, que ensimismada bajó la vista. Después, al notar el insistente escrutinio de su compañero, le lanzó una rápida mirada de desconcierto, que por un instante se posó en los labios de Randy.
Cuando la cena terminó, la banda empezó a marcar el compás. Michael empujó su silla hacia atrás.
– Ven, vamos a levantarnos -indicó a Bess.
Se mezclaron con los invitados y se encontraron con parientes del otro a quienes no habían visto después del divorcio, viejos amigos, amigos nuevos, vecinos cuyos hijos habían jugado con Lisa y Randy… Un salón lleno de gente conocida, que con toda prudencia se abstenían de preguntarles por su situación sentimental.
Por último se acercaron a Barb y Don Maholic, que se levantaron de sus sillas. Los hombres se estrecharon la mano, las mujeres se abrazaron.
– Oh, Barb, qué alegría volver a verte -exclamó Bess emocionada.
– Ha pasado demasiado tiempo.
– Unos cinco años, quizá.
– Por lo menos. Nos alegró mucho recibir la invitación. Lisa está preciosa. ¡Enhorabuena!
– ¿Verdad que está hermosa? Es difícil reprimir las lágrimas cuando tus hijos se casan -reconoció Bess-. Háblame de los tuyos.
– Ven, sentémonos y pongámonos al día.
Los hombres se alejaron en busca de bebidas y cuando regresaron tomaron asiento para charlar los cuatro. Conversaron sobre sus hijos, los negocios, los viajes, los amigos comunes y los padres. Cuando la banda empezó a tocar, alzaron la voz y se acercaron un poco más para poder oírse.
En el fondo del salón, el director de la orquesta llamó a la pareja de novios a la pista cuando el grupo arrancó con Could I have this dance. Lisa y Mark se situaron bajo la lámpara de araña y, mientras bailaban, captaron la atención de todos, incluidos Bess y Michael.
El director exclamó:
– ¡A ver, que se unan a ellos los demás miembros del cortejo nupcial!
Randy se volvió hacia Maryann.
– Supongo que se refiere a nosotros.
Jake Padgett se puso en pie y se dirigió a su esposa.
– ¿Hildy?
Por encima de los hombros de Mark, Lisa divisó a Michael y le indicó con un gesto que sacara a bailar a Bess.
Michael miró a su ex esposa, que con los brazos cruzados sobre la mesa contemplaba a Lisa con una sonrisa en los labios.
– ¿Bailas, Bess? -preguntó Michael.
– Creo que deberíamos salir -respondió ella.
Él le retiró la silla y, mientras la seguía a la pista de baile, reparó en la amplia sonrisa de Lisa, le dedicó un guiño y se dio la vuelta para abrir sus brazos a Bess, que avanzó hacia él contentísima. Habían bailado juntos durante dieciséis años, con un estilo que despertaba gran admiración. Esperaron el compás fuera de la pista y entraron en el ritmo de tres tiempos con una gracia sin igual. No dejaron de sonreír mientras dibujaban amplios giros.
– Siempre se nos ha dado bien, ¿verdad, Michael? -preguntó ella.
– Desde luego.
– ¿No es maravilloso tener por pareja a alguien que sabe bailar?
– En efecto. Ya nadie sabe cómo se baila el vals.
– Keith seguro que no.
– Tampoco Darla.
Ellos lo hacían a la perfección. Si hubiera habido serrín en el suelo, habrían trazado una guirnalda de pequeños triángulos sobre él.
– Se está bien, ¿eh?
– Hummm… Acogedor.
Llevaban un buen rato danzando cuando a Michael se le ocurrió la pregunta.
– Por cierto, ¿quién es Keith?
– El hombre con quien he estado saliendo.
– ¿Es una relación seria?
– No. En realidad ya terminó.
Siguieron bailando, separados por un considerable espacio, felices y sonrientes.
– ¿Cómo están las cosas entre tú y Darla? -inquirió Bess.
– Los divorcios de mutuo acuerdo se resuelven con bastante rapidez en los tribunales.
– ¿Os habláis?
– Claro que sí. Nunca nos quisimos lo suficiente para terminar nuestro matrimonio con una guerra.
– ¿Cómo nos sucedió a nosotros?
– Hummm…
– Nos mostramos tan intransigentes porque todavía nos amábamos, ¿acaso quieres decir eso?
– Es posible.
– Qué curioso, mi madre me dio a entender que así había sido.
– Tu madre está sensacional. Es dinamita pura.
Los dos rieron y permanecieron en silencio hasta que terminó la canción. Después se quedaron en la pista para ejecutar otra pieza, y otra, y otra. Por fin decidieron descansar un rato.
Sonaban melodías más alegres a medida que avanzaba la noche. Entre los invitados predominaba la gente joven, que pedía más ritmo. La orquesta respondió a sus deseos. Las baladas -Wind beneath my wings, Lady in Red- dieron paso a una música más animada que impulsó incluso a los dubitativos de edad madura a salir a la pista. Reinaba el buen humor.
– ¿Te importaría que baile una pieza con Stella? -preguntó Michael.
– Desde luego que no -respondió Bess-. A ella le encantará.
– Ven aquí, muñequita -dijo Michael a Stella-. Quiero bailar contigo.
Gil Harwood bailó con Bess, y al final de la pieza el cuarteto cambió de pareja.
– ¿Te diviertes? -preguntó Michael al recuperar a Bess.
– ¡Lo estoy pasando en grande! -exclamó.
A continuación evolucionaron al ritmo de una música rápida, vertiginosa, y cuando terminaron Bess jadeaba.
– Ven, necesito quitarme la chaqueta -dijo Michael.
Llevó a Bess a rastras hasta la mesa en que habían dejado sus copas y colgó la chaqueta en el respaldo de una silla. Bebían con avidez un trago de champán cuando la orquesta atacó Old time rock and roll. Michael dejó la copa en la mesa al instante.
Condujo a Bess a la pista de baile. Ella caminaba detrás y de pronto lo cogió de los tirantes y los soltó con un chasquido contra la camisa húmeda de sudor.
– ¡Eh, Curran! -exclamó.
Michael se dio la vuelta y ahuecó la mano en la oreja para captar lo que ella decía.
– ¿Qué?
– Estás muy atractivo con ese esmoquin.
– ¡Vaya! -repuso él tras soltar una carcajada-. ¡Trata de controlarte, mi amor!
Se abrieron paso a codazos entre el gentío y se sumergieron una vez más en la alegría que les brindaba la música.
Era fácil olvidar que estaban divorciados, entregarse al júbilo, levantar las manos sobre la cabeza y batir palmas, rodeados de viejos amigos y familiares que hacían lo mismo y entonaban el estribillo de la canción.
I like that old time rock and roll…
Cuando la pieza terminó, estaban acalorados y exultantes. Michael se llevó dos dedos a la boca y silbó. Bess aplaudió y alzó un puño al aire.
– ¡Más! -exclamó.
Sin embargo la orquesta se tomó un descanso, de modo que regresaron a la mesa con Barb y Don, donde los cuatro se derrumbaron en sus sillas al mismo tiempo. Agotados y alborozados, se enjugaron el sudor de la frente y bebieron champán.
– ¡Qué bien toca esta banda!
– Es fantástica.
– Hacía años que no bailaba así.
Los ojos de Barb destellaron.
– Es maravilloso veros juntos otra vez. ¿Salís… con frecuencia?
Michael y Bess se miraron.
– No; en realidad no -contestó ella.
– ¡Qué lástima! Sobre la pista de baile parecía que nunca os hubierais separado.
– Lo estamos pasando muy bien.
– También nosotros. ¿Cuántas veces fuimos los cuatro a bailar?
– ¿Quien sabe?
– Me gustaría saber qué ocurrió, por qué dejamos de vernos -declaró Barb.
Se observaron los cuatro mientras recordaban el afecto que los había unido en el pasado y aquellos meses terribles cuando el matrimonio se derrumbaba.
Bess expresó en voz alta sus pensamientos.
– Yo sé por qué dejé de llamaros. No quería que os sintierais obligados a tomar partido, a elegir entre uno de nosotros.
– Eso es ridículo.
– ¿Lo es? Vosotros erais amigos de los dos. Yo tenía miedo de que pensarais que buscaba vuestra compasión y, en cierto modo, es probable que así hubiera sido.
– Supongo que tienes razón, pero te echamos de menos y nos hubiera gustado ayudaros.
– A mí me sucedió más o menos lo mismo -intervino Michael-. Temía que creyerais que quería que os pusierais de mi parte, de modo que opté por alejarme.
Don, que había permanecido en silencio, se inclinó y dejó su copa sobre la mesa.
– ¿Puedo hablar con toda franqueza?
Todos se volvieron hacia él.
– Por supuesto -contestó Michael.
– ¿Queréis saber qué sentí yo cuando os separasteis? Pues bien, me sentí traicionado. Sabíamos que teníais vuestras diferencias, pero nunca dejasteis entrever que fueran tan graves. De pronto un día nos llamasteis y nos dijisteis: «Estamos tramitando el divorcio.» Por muy egoísta que pueda sonar ahora, debo reconocer que experimenté una furia tremenda porque de repente vosotros disolvíais una amistad que había durado muchos años. Lo cierto es que nunca culpé a ninguno de vuestra ruptura. Tanto Barb como yo sufríamos por vosotros, y es probable que en esos días estuviéramos más cerca de vosotros que ninguna otra persona. Como quiera que sea, cuando nos anunciasteis que os divorciabais fue como si os divorciarais de nosotros.
Bess puso una mano sobre la de Don.
– Oh… Don…
Después de haberse sincerado se mostraba avergonzado.
– Sé que parezco un cerdo egoísta.
– No; no lo eres.
– Es muy posible que nunca hubiera dicho esto de no haber bebido algunas copas de más.
– Creo que es bueno que hablemos con franqueza -intervino Michael-. Siempre lo hicimos; por eso éramos tan buenos amigos.
– En realidad nunca se me ocurrió considerar nuestra separación desde el punto de vista que has planteado -afirmó Bess-. Supongo que yo habría sentido lo mismo si Barb y tu os hubierais divorciado.
– Ya sé que habéis dicho que no salís juntos… Pero ¿hay alguna posibilidad de que volváis a uniros? -inquirió Barb con cautela-. Si consideráis indiscreta la pregunta decidme que me calle.
Se hizo el silencio. Al cabo Bess dijo con tono amable:
– Cállate, Barb.
Randy y Maryann habían bailado durante toda la noche. Apenas habían hablado, pero no habían dejado de intercambiar miradas. Cuando terminó la segunda tanda de bailes, ella se abanicó con la mano mientras él se aflojaba la corbata y se desabrochaba el botón del cuello.
– Hace mucho calor aquí -dijo Randy-. ¿Quieres que salgamos para tomar un poco de aire fresco?
– Buena idea.
Abandonaron el salón de baile, bajaron por la magnífica escalera y recogieron sus abrigos en el guardarropa.
Fuera brillaban las estrellas. De los campos de labranza les llegaba el olor de la tierra fértil en deshielo. Se oía el gorgoteo de los torrentes formados por la nieve derretida que bajaban hacia la campiña. El aire estaba cargado de humedad, que volvía resbaladizo el suelo del mirador.
Randy tomó a Maryann del brazo y la condujo hacia el extremo opuesto, desde donde contemplaron el camino para los coches y los arbustos, de los que emanaba una fragancia acre.
No se te ocurra decir «joder», pensó Randy.
Soltó a Maryann del brazo y apoyó la espalda contra una columna estriada.
– Eres un buen bailarín -afirmó ella.
– Tú también.
– Oh, no. Soy bastante discreta, pero una bailarina discreta luce mucho más cuando tiene como pareja a alguien muy bueno.
– Tal vez eres tú quien me hace parecer bueno.
– No; no lo creo. Debes de haber heredado esa habilidad de tus padres. Bailan muy bien.
– Sí; supongo que sí.
– Además, tú eres batería, de modo que es lógico; tanto un músico como un bailarín poseen un buen sentido del ritmo.
– En realidad no suelo bailar.
– Yo tampoco.
– ¿Quizás porque estudias demasiado para obtener las notas más altas?
– A ti eso no te gusta, ¿verdad?
Randy se encogió de hombros.
– ¿Por qué? -insistió Maryann.
– Me asusta.
– ¡Te asusta! ¿A ti?
– No te sorprendas tanto. Hay cosas que asustan a los muchachos.
– ¿Por qué tendrían que asustarte mis calificaciones?
– No es sólo eso, sino más bien la clase de chica que eres.
– ¿Qué clase de chica soy?
– Santurrona. Eres miembro del grupo de la parroquia. No suelo relacionarme con chicas como tú.
– ¿Con qué clase de chicas te relacionas?
Randy rió entre dientes y desvió la vista.
– No te gustará saberlo.
– No, supongo que no.
Permanecieron un rato en silencio, mirando el camino en forma de herradura. La luna era tan delgada y blanca como el pétalo de una margarita, y las sombras de los árboles caían como encaje negro sobre los prados. Randy se volvió hacia ella y sus miradas se encontraron.
– Un tipo como yo no intenta conquistar a una chica como tú.
– ¿Ni siquiera si ella quiere?
La señorita Maryann Padgett, con su decoroso abrigo azul marino, sus elegantes zapatos y las manos sobre la balaustrada, esperaba la respuesta. Randy apartó la espalda de la columna y se acercó a ella, sin tocarla. Maryann se volvió hacia él.
– He pensado mucho en ti desde que te conocí -admitió él.
– ¿Sí?
– Sí.
– Bueno ¿entonces…?
Las palabras de Maryann encerraban una invitación que él se aprestó a aceptar. Inclinó la cabeza y la besó como acostumbraba hacer cuando estaba en séptimo curso; sólo en los labios. Ella le puso las manos sobre los hombros pero guardó la distancia. Randy la abrazó con cautela y dejó que ella eligiera cuánto debían aproximarse sus cuerpos. Eligió cerca, pero no demasiado. Él le ofreció la lengua, y ella aceptó con timidez. Randy saboreó la fragancia que emanaba de su boca; fresca, sin rastros de alcohol ni tabaco. Randy notó que le invadía una gran dulzura y recordó las emociones inocentes de los primeros besos, mientras cobraba conciencia de que lo que deseaba de esa chica era más de lo que merecía o, tal vez, más de lo que debía atreverse a soñar.
Alzó la cabeza y se mantuvo cerca de ella.
– Menuda locura, ¿eh? Tú y yo, Lisa y Mark -comentó Randy con una sonrisa.
– Sí, desde luego.
– Me gustaría haber traído mi coche; así podría llevarte a casa.
– Yo he venido en el mío. Tal vez pueda acompañarte yo a ti.
– ¿Es una invitación?
– Sí.
– Entonces, acepto.
Maryann hizo ademán de apartarse, pero él la detuvo.
– Otra cosa más.
– ¿Qué?
– ¿Te apetece salir conmigo el sábado? Podríamos ir al cine o a cualquier otro lado.
– Déjame pensarlo.
– De acuerdo.
Ahora fue él quien intentó apartarse, pero ella le retuvo la mano.
– Ya lo he pensado -dijo sonriente-. Sí.
– ¿Sí?
– Sí. Con el permiso de mis padres, claro está.
– Por supuesto. Entonces ¿qué te parece si bailamos un poco más? -agregó.
Volvieron al salón, donde la banda empezaba a tocar Good lovin’. Los padres de Randy estaban en la pista y disfrutaban como en los viejos tiempos en compañía de los Maholic, la abuela Stella y su acompañante, que había resultado un tipo muy agradable. Era evidente que Stella y el viejo dandi se divertían. Randy y Maryann no dudaron en unirse al grupo.
Cuando terminó la pieza, Randy oyó la voz de Lisa por los amplificadores, se dio la vuelta y quedó sorprendido al verla sobre el escenario con un micrófono en la mano.
– ¡Atención! -Cuando se hizo el silencio, añadió-: Esta es una noche especial para mí, de modo que puedo pedir lo que quiera. Pues bien, quiero a mi hermanito aquí arriba… Randy, ¿dónde estás? -Con la mano sobre los ojos escrutó el salón-. Randy, sube aquí, por favor.
Randy recibió algunos codazos cordiales mientras el pánico se desataba dentro de él. ¡Ostras, no! ¡No sin haberme colocado primero!, pensó. Sin embargo todo el mundo lo miraba y no había manera de escabullirse para fumar un canuto a escondidas.
– Muchos de vosotros no sabéis que mi hermanito es uno de los mejores percusionistas de los alrededores. De hecho es el mejor. Jay, ¿te importa que Randy toque una pieza con vosotros? -preguntó al guitarrista principal antes de dirigirse de nuevo a la concurrencia-. Lo he oído golpear los tambores en su dormitorio desde que sólo tenía tres meses…, bueno, es posible que al principio lo que oyera fueran sus talones contra la pared junto a su cuna… Apenas ha actuado en público y es un poco tímido, de modo que, después de que lo encadenen y lo traigan hasta aquí, apoyadle, ¿de acuerdo?
Randy se sentía turbado mientras un grupo de muchachos de su misma edad que los habían rodeado a él y a Maryann lo alentaban a subir al escenario.
– ¡Vamos Randy, hazlo!
– ¡Sí hombre, ve a golpear esos tambores!
Maryann lo tomó de la mano.
– Adelante, Randy, por favor…
Con las manos sudorosas, se quitó la chaqueta del esmoquin y se la entregó.
– De acuerdo, pero no te escapes.
El percusionista se levantó de su asiento y permaneció de pie mientras Randy subía al escenario. Mantuvieron una breve charla sobre los palos y Randy escogió un par. Se sentó a horcajadas en el banco giratorio, dio unos golpes rápidos al bombo, hizo una escala desde las flotas altas a las bajas en los cinco tambores, comprobó la altura de los platillos y se dirigió al guitarrista principal.
– ¿Qué tal George Michael? ¿Conocéis Faith?
– ¡Sí! Estupendo. Adelante, muchachos.
Randy les dio el tono y arrancó con los golpes enérgicos y sincopados de la canción.
En la pista de baile, Michael se olvidó de seguir el compás mientras bailaba con Bess, que le propinó un ligero codazo. Él hizo un vano intento por seguir el ritmo que imponía la batería. Michael se meneaba con aire ausente mientras observaba, extasiado, cómo su hijo se zambullía en la música, concentraba su atención de un tambor a otro, del címbalo al tambor, inclinado, estirado, haciendo girar un palillo hasta dibujar un trazo borroso en el aire. En algún momento los demás músicos se interrumpieron para dejar que Randy tocara un solo.
La mayoría había parado de bailar y observaba al grupo con entusiasmo al tiempo que batía palmas. Los que seguían bailando lo hacían de cara al escenario.
– Es bueno, ¿no crees? -dijo Bess a Michael.
– ¡Dios mío! ¿Cuándo aprendió a tocar así?
– Empezó cuando tenía trece años. Es lo único que le interesa.
– ¿Qué diablos hace trabajando en el almacén?
– Tiene miedo.
– ¿De qué? ¿Del éxito?
– Es posible, pero lo más probable es que tema el fracaso.
– ¿Se ha presentado a alguna prueba?
– No, que yo sepa.
– Tiene que hacerlo, Bess. Anímale.
– Anímale tú.
El solo de batería terminó, y la banda interpretó los últimos acordes mientras, en la pista, Michael y Bess bailaban. Se produjo un aplauso atronador cuando Randy golpeó los platillos por última vez y acabó la pieza. Apoyó las manos sobre los muslos y sonrió con timidez.
El batería de la banda volvió al escenario y le estrechó la mano.
– Muy bien, Randy. ¿Con quién tocas?
– No toco.
El batería quedó perplejo, lo miró de hito en hito y se sentó a horcajadas en su asiento.
– Tienes que conseguirte un representante, tío.
– Gracias. Tal vez lo haga.
Maryann lo esperaba sonriente. Le ayudó a ponerse la chaqueta, luego le cogió del brazo y apoyó el pecho contra él.
– Hasta te pareces a George Michael -comentó con una sonrisa de orgullo-. Supongo que tus amigas ya te lo habrán dicho.
– Ojalá supiera cantar como él…
– Tú no necesitas cantar. Tocas la batería de maravilla. Eres muy bueno, Randy.
La aprobación de Maryann le satisfizo más que la ovación que había recibido.
– Gracias.
Randy se preguntó si sentiría lo mismo si llevara tocando veinticinco años… como Watts con los Stones… ¡el entusiasmo, el júbilo, la satisfacción!
De repente apareció su madre, que lo besó en la mejilla.
– Suena mucho mejor aquí que en tu habitación.
Su padre también se acercó. Le dio unas palmadas en la espalda y le estrechó la mano al tiempo que sonreía con orgullo.
– Tienes que dejar el almacén, Randy. Eres demasiado bueno y no debes malgastar tu talento.
Randy sabía que, si se movía hacia su padre, se encontraría en sus brazos y su felicidad sería absoluta. Sin embargo, ¿cómo podía hacer eso en presencia de Maryann, su madre, la mitad de los invitados y Lisa, que se aproximaba sonriente de la mano de Mark?
Cuando todos cuantos le conocían y algunos a quienes no había visto en la vida le hubieron felicitado, Randy pensó que necesitaba fumar un poco de hierba para celebrar su éxito. ¡Caramba, sería grandioso!
Miró alrededor y vio que Maryann no estaba.
– ¿Dónde está Maryann? -preguntó.
– Ha ido al tocador. Volverá enseguida.
– Escúchame, Lisa, estoy algo acalorado. Necesito salir un rato para tomar el aire.
Lisa le propinó un puñetazo cariñoso en el brazo.
– Muy bien, hermanito, y gracias por tocar.
Randy se encogió de hombros, la miró con una sonrisa y le dedicó un saludo militar.
– A tus órdenes.
Salió al mirador y se dirigió a un extremo. Aún se percibía el olor de la tierra húmeda y se oía el sonido de los arroyuelos. Sacó la pequeña pipa, la encendió, aspiró una bocanada y retuvo el humo en sus pulmones. Cuando entró de nuevo en el salón en busca de Maryann, estaba convencido de que era Charlie Watts.
La joven estaba sentada a una mesa con sus padres y algunos tíos.
– Maryann, vamos a bailar -propuso.
Ella lo miró con severidad.
– No, gracias.
Si no hubiera estado bajo los efectos de la marihuana, Randy habría actuado con sensatez y se habría retirado. En lugar de eso, la agarró del brazo.
– Eh, ¿qué quieres decir?
Ella se soltó con un movimiento brusco.
– Creo que lo sabes muy bien.
– ¿Qué he hecho?
Todos lo miraban. Maryann parecía odiarlo cuando se puso en pie. Randy dedicó una sonrisa torpe al grupo.
– Disculpen…
Siguió a Maryann hasta el vestíbulo y se detuvieron en lo alto de las elegantes escaleras.
– Yo no salgo con drogadictos, Randy.
– Eh, espera… yo no…
– No mientas. Fui a buscarte y te vi. ¡Y sé qué contenía la pipa! Por cierto, la cita del sábado por la noche queda cancelada. Ve a fumar marihuana y sigue siendo un fracasado. A mi no me importa.
Se recogió la falda, dio media vuelta y se alejó a toda prisa.