Cuando Bess llegó a su casa, vio que estaban encendidas todas las luces, incluso las de su dormitorio. Frunció el entrecejo y estacionó ante la entrada, pues estaba demasiado nerviosa para perder el tiempo aparcando en el garaje. Tan pronto como abrió la puerta Randy bajó a toda prisa por las escaleras.
– Mamá, ¿dónde has estado? ¡Pensaba que nunca llegarías!
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó asustada.
– Nada. ¡He conseguido una audición! El viejo petimetre de la abuela, Gilbert, lo ha arreglado todo para que una banda llamada The Edge me haga una prueba.
Bess exhaló un suspiro de alivio.
– ¡Gracias al cielo! Pensaba que había sucedido alguna desgracia.
– No. Resulta que Gilbert fue una vez el propietario del salón de baile Withrow y conoce a todo el mundo, grupos, agentes, dueños de clubes, y desde la boda de Lisa ha hablado a todos de mí. ¿No te parece estupendo?
– ¡Es maravilloso, Randy! ¿Cuándo es la audición?
– Todavía no lo sé. La banda participa en un festival de jazz en Bismarck, Dakota del Norte, pero regresará mañana. Los llamaré por la tarde. Por cierto, ¿dónde has estado, mamá? He pasado toda la noche esperándote.
– He estado con tu papá.
El entusiasmo de Randy desapareció.
– ¿Con papá? ¿Por cuestiones de negocios?
– No. Me invitó a su apartamento y preparó la cena.
– ¿Papá cocina?
– Sí, y debo reconocer que lo hace muy bien. Ven, sube conmigo y cuéntamelo todo.
Bess se dirigió a su dormitorio. El televisor estaba encendido y dedujo que Randy había estado acostado en su cama. Debía de haberse sentido muy inquieto para invadir su habitación. Buscó una bata y entró en el cuarto de baño. Mientras se cambiaba, exclamó:
– ¿Qué clase de música toca esa banda?
– Básicamente rock.
Siguieron hablando hasta que Bess salió del baño con el cabello recogido por una diadema. Se había lavado la cara y se aplicaba una loción al cutis. Randy estaba sentado sobre el colchón con las piernas cruzadas. Parecía fuera de lugar en el dormitorio de su madre, con el empapelado de rayas y rosas en color pastel y las sillas tapizadas en raso. Bess se sentó en una, apoyó los pies desnudos sobre el lecho y se tiró del albornoz para taparse las rodillas.
– ¿Tú lo sabías, mamá? ¿Te lo contó la abuela?
– No. Ha sido toda una sorpresa.
De la mesita de noche, Bess cogió el mando a distancia, bajó el volumen del televisor y se quitó la diadema.
– El viejo Gilbert… ¿Puedes creerlo? -Randy meneaba la cabeza con asombro.
– Sí, puedo creerlo…, por la manera en que baila.
– Y todo porque toqué en la boda.
– Basta un poco de coraje para triunfar.
Randy sonrió con satisfacción.
– ¿Estas asustado? -preguntó su madre.
– Bueno… -Se encogió de hombros-. Sí; supongo que un poco.
– Yo también estaba asustada cuando monté mi negocio. Sin embargo, todo ha salido bien.
Rándy la miró a los ojos.
– Sí, supongo que todo ha salido bien. -Se quedó pensativo y al cabo de unos minutos preguntó-: Bien, ¿qué hay entre tú y el viejo?
– Tu padre, quieres decir.
– Sí… perdón… papá. ¿Qué hay entre vosotros?
Bess se levantó y se acercó al tocador donde arrojó la diadema y con dedos nerviosos toqueteó algunos frascos y tubos antes de coger uno y destaparlo.
– Somos amigos, eso es todo.
Vertió en un dedo un poco de crema y se la aplicó al rostro mientras se miraba en el espejo.
– Mientes fatal, mamá. Te has acostado con él, ¿verdad?
– ¡No es asunto tuyo!
Bess lanzó el tubo con furia.
– Te has ruborizado -observó él-. Lo he visto en el espejo.
Bess contempló su propio reflejo.
– Te repito que no es asunto tuyo y me molesta tu impertinencia.
Randy alzó las manos y se levantó de la cama.
– ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Lo que ocurre es que no te entiendo. Primero te divorcias de él, después le decoras el apartamento, y ahora… -Se interrumpió e hizo un gesto de resignación.
Ella se volvió hacia él.
– ¿Por qué no respetas mi vida privada como yo respeto la tuya? Nunca te he preguntado por tu vida sexual, y me gustaría que no me interrogaras al respecto. ¿De acuerdo? Los dos somos adultos, conocemos las consecuencias de nuestros actos.
Randy la miró de hito en hito, desgarrado por sentimientos contradictorios. Por un lado le complacía la posibilidad de que sus padres volvieran a vivir juntos; por otro, le asustaba la idea de tener que hacer las paces con Michael.
– Nunca te mostraste tan quisquillosa con respecto a Keith -comentó Randy antes de salir de la habitación.
Cuando se hubo marchado, Bess reconoció que Randy tenía razón. Se sentó en el borde de la cama, con las manos entre las rodillas, y trató de encontrar un sentido a lo que había sucedido. Al cabo de unos instantes se tendió de espaldas, con los brazos extendidos, y se preguntó cuáles serían las consecuencias de esa noche. Se protegía porque estaba asustada; por esa razón había escapado de Michael y se había enfadado con Randy. El riesgo de comprometerse era tan grande… ¡Caramba!, ya estaba comprometida otra vez con Michael; se engañaba si pensaba lo contrario. Los dos estaban comprometidos y, con toda probabilidad, otra vez enamorados. ¿Y cuál era la conclusión lógica de enamorarse, sino el matrimonio?
Bess se tumbó de costado, con las rodillas dobladas, y cerró los ojos.
«Yo, Bess te tomó a ti, Michael, para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte nos separe.»
Habían creído en ese voto en el pasado, y mira cómo habían acabado; la angustia de destrozar la familia, el hogar, las finanzas conjuntas, dos corazones. La idea de arriesgarse de nuevo se le antojaba temeraria.
La audición estaba programada para el lunes a las dos de la tarde, en un club llamado Stonewings. La banda tenía todo su equipo preparado para el recital de esa noche y estaban probando el sonido cuando Randy entró con un par de palos de tambor en la mano. El local estaba a oscuras, con excepción del escenario, iluminado por focos. Un guitarrista repetía ante un micrófono «uno, dos, probando», mientras otro, agachado en el fondo, escudriñaba la pantalla anaranjada de un sintonizador electrónico de guitarra.
Randy se acercó.
– Hola -saludó cuando llegó al cono de luz.
Cesaron todos los sonidos. El guitarrista principal le echó un vistazo. De rostro macilento, se parecía a Jesucristo tal como se le representa en las estampas sagradas. Sostenía una guitarra Fender Stratocaster azul brillante, con un cigarrillo encendido clavado detrás de las cuerdas, cerca de las clavijas.
– Eh, muchachos, nuestro hombre está aquí. ¿Eres Curran?
Randy se aproximó y le tendió la mano.
– Así, es. Me llamo Randy.
El hombre apoyó la guitarra contra el estómago y se inclinó para estrecharle la mano.
– Pike Watson -dijo, y dio media vuelta para presentar al bajo-. Este es Danny Scarfelli.
El teclista avanzó para saludar a Randy.
– Tom Little.
Le siguió el guitarrista rítmico.
– Mitch Yost.
Había también un hombre encargado del sonido y las luces, que se movía en las sombras y ajustaba los focos encaramado en una escalera de mano.
– Ese que está allí es Lee; está arreglando las luces -indicó Watson, que a continuación ahuecó las manos en torno a la boca y exclamó-; ¡Eh, Lee!
Desde las tinieblas llegó una voz áspera.
– ¡Hola!
– Este es Randy Curran.
– A ver cómo toca -repuso Lee.
– Bien, ¿qué sabes? -preguntó Watson.
Randy agitó los palos como si fueran limpiaparabrisas y respondió:
– Cualquier cosa. Di tú… Algo con algunos toques de música beat o rock puro… No importa.
– De acuerdo. ¿Qué tal Blue Suede Shoes?
– Fantástico.
La batería era sencilla, de cinco elementos. Randy se ubicó detrás de ellos, encontró los pedales del bajo, dio unos golpes rápidos a los tambores y ajustó la altura de los platillos. Adelantó el taburete unos dos centímetros, volvió a probar la distancia y alzó la mirada.
– Listo -anunció-. Cuento yo. Arrancamos en la cuarta.
Pike Watson expulsó una bocanada de humo hacia el techo y volvió a colocar el cigarrillo junto a las clavijas de la guitarra.
– Adelante -exclamó.
Randy dio el golpe inicial en el canto del tambor pequeño y la banda atacó la canción, con Watson como vocalista.
Para Randy, tocar era una terapia que le permitía olvidar cualquier preocupación. Tocar era vivir en total armonía con dos palillos de madera y un equipo de instrumentos de percusión, sobre los que parecía ejercer una especie de control misterioso. Tenía la impresión de que la batería hacía brotar el sonido dirigido por sus pensamientos, más que por sus manos y pies. Cuando terminó la pieza, estaba sorprendido, pues apenas recordaba haberla tocado; parecía que la melodía hubiera salido de él mismo.
Apretó los platillos para silenciarlos, apoyó las manos sobre los muslos y alzó la mirada.
Pike Watson estaba complacido.
– Muy bien, tío. -Randy sonrió.
– ¿Qué tal otra más?
Interpretaron un blues y luego tres canciones más.
– Bonitas improvisaciones -opinó Scarfelli cuando terminaron.
– Gracias.
– ¿Sabes cantar? -preguntó Watson.
– Un poco.
– ¿Armonía?
– Sí.
– ¿Primera voz?
– También.
– Vamos, colega, deja que te escuchemos.
Randy pidió el último éxito de Elton John, The dub at the end of the Street y, aunque la banda no lo había interpretado nunca, lo ejecutaron como expertos.
– ¿Con quién has tocado? -preguntó Watson cuando terminó la canción.
– Con nadie. Esta es mi primera audición.
Watson arqueó una ceja, se frotó la barba y miró a sus compañeros.
– ¿Tienes un equipo de percusión?
– Sí, un Pearls completo.
– Debe de gustarte el heavy metal.
– Pues sí.
– Nosotros casi nunca lo tocamos.
– Soy versátil.
– Muchos escenarios son más pequeños que éste. ¿Te importaría dejar en casa algunas piezas de tu Pearls?
– No.
– ¿Eres casado?
– No.
– ¿Planeas casarte?
– No.
– ¿Tienes hijos?
Randy le sonrió con sorpresa.
– Bueno -agregó Watson-, nunca se sabe.
– No tengo hijos.
– Entonces ¿puedes viajar?
– Sí.
– ¿Ningún otro empleo?
Randy rió entre dientes y se rascó la nuca.
– Empaqueto frutos secos en un almacén.
Los demás se echaron a reír.
– Si me aceptáis en vuestro grupo, no dudaré en dar un beso de despedida a ese empleo.
– ¿Qué clase de jefes tienes?
– Eso no es ningún problema.
Lo era, pero él lo afrontaría si llegaba el caso.
– ¿Perteneces a algún sindicato?
– No, pero me afiliaré si es necesario.
– Si te contratamos tendrás que ensayar durante seis días, porque nuestro batería se va el próximo fin de semana.
– No hay problema. Puedo despedirme de ese palacio de los frutos secos con una llamada telefónica.
Pike Watson consultó a los demás con una mirada y se volvió hacia Randy.
– De acuerdo. Ya te avisaremos, ¿de acuerdo?
– Muy bien.
Randy asintió y se levantó para estrechar la mano a los músicos.
– Gracias por dejarme tocar con vosotros. Sois muy buenos. Daría cualquier cosa por unirme a vuestro grupo.
Minutos después salió al sol de la media tarde. Necesitaba algo que lo ayudara a relajar la tensión. Cerró los ojos, respiró hondo y se encaminó hacia su coche al tiempo que se golpeaba los muslos con la palma de una mano y el par de palillos. Había sido estupendo tocar con verdaderos músicos. Deseaba pasar el resto de su vida dedicado a la música en lugar de empaquetar nueces. La comparación era ridícula. No obstante era consciente de sus escasas posibilidades. Sin duda los Edge habían oído a otros tipos con experiencia, que habían tocado con bandas bien conocidas. No podía competir con ellos.
Subió al automóvil y bajó las ventanillas. Sin aire acondicionado, el interior era como una sauna. Tras poner una casete de Mike and the Mechanics salió del aparcamiento.
De pronto le pareció que una piedra golpeaba su coche.
– Caramba, ¿qué ha sido eso? -masculló.
Frenó y volvió la cabeza. Era Pike Watson, que asestaba puñetazos sobre el maletero. Cuando Randy se detuvo, se asomó por la ventanilla.
– Eh, Curran, no tan rápido.
Randy bajó el volumen del estéreo.
– ¿Eras tú? Pensé que había atropellado a alguien.
– Era yo. Oye, queremos que seas nuestro batería. -Randy se quedó asombrado.
– ¿Hablas en serio?
– Lo sabíamos antes de que te marcharas, pero acostumbramos hablar antes de tomar una decisión. ¿Te apetece ensayar un par de horas?
Randy abrió los ojos como platos.
– Ostras… -susurró y, tras una breve pausa, agrego-: No puedo creerlo.
Watson meneó la cabeza.
– Eres muy bueno, tío, pero sólo disponemos de seis días para practicar. Y bien, ¿qué dices?
– Espera que aparque -pidió Randy con una sonrisa.
Cuando bajó del coche le flaqueaban de tal modo las rodillas que se preguntó cómo conseguiría mover los pedales. Pike Watson le estrechó la mano cuando entraron de nuevo en el club.
– Debes afiliarte al sindicato lo antes posible.
– De acuerdo -repuso Randy, y caminó junto a él hacia el paraíso.
Habían pasado tres días desde que Michael invitó a Bess a cenar. En el trabajo estaba siempre distraído. En el coche conducía con la radio apagada. En casa se pasaba el tiempo sentado en la terraza, con los pies sobre la baranda y la mirada clavada en los veleros.
Allí estaba el martes por la noche cuando sonó el teléfono.
Descolgó el auricular y oyó la voz de Lisa.
– Hola, papá. Estoy abajo, en el vestíbulo. Déjame entrar.
Él la esperaba en el umbral de la puerta cuando ella salió del ascensor. Parecía un globo aerostático con sus pantalones cortos azules y una blusa blanca muy holgada.
Se dieron un fuerte abrazo.
– Cada día estás más redonda.
Lisa se llevó una mano al vientre.
– Sí. Parezco la cúpula de la catedral de St. Paul.
– Esta sí es una grata sorpresa -comentó Michael-. Entra.
Se sentaron en la terraza y tomaron cerveza sin alcohol mientras contemplaban cómo el crepúsculo doraba las copas de los árboles. El agua del lago estaba plateada y el olor dulce del trébol silvestre subía desde los bordes del camino.
– ¿Cómo estás, papá?
– Muy bien.
– Hace tiempo que no sé nada de ti.
– He estado muy ocupado.
Le habló del proyecto en la esquina entre Victoria y Grand y de los problemas que habían planteado los vecinos. Le contó que había salido a navegar, que había visto la película Dick Tracy, que asistía a un curso de cocina y que disfrutaba en él.
– Me he enterado de que preparaste una cena para mamá el sábado por la noche.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Randy me llamó y lo mencionó por casualidad.
– Supongo que no se mostró muy complacido.
– Randy tiene otras cosas en que pensar. Se ha presentado a una prueba para una banda llamada The Edge y lo han contratado.
La cara de Michael se iluminó.
– ¡Magnífico!
– Está entusiasmado. Ensaya toda la mañana con cintas grabadas y por la tarde con la banda.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Ayer. ¿No te ha llamado mamá para explicártelo?
– No.
– Pero si estuvisteis juntos el sábado por la noche y… -Lisa se interrumpió.
– La cosa no salió demasiado bien.
Lisa se levantó y se acercó a la baranda.
– ¡Maldita sea! -masculló.
Michael le miró la espalda, el cabello recogido con una cinta azul.
– Lisa, no debes hacerte ilusiones. Me temo que tu madre y yo no volveremos a vivir juntos.
Lisa se volvió hacia él con evidente irritación y apoyó la espalda contra la baranda.
– ¿Por qué? Tú te has divorciado, ella es libre, los dos estáis solos. ¿Por qué?
Michael se levantó, le pasó un brazo por el cuello y la hizo volverse hacia el lago.
– No es tan sencillo. No es fácil olvidar lo que sucedió entre nosotros.
– ¿A qué te refieres? ¿A que la engañaste?
Lisa jamás había aludido a ese episodio, por lo que a Michael le sorprendió que de pronto lo sacara a relucir.
– Tú y yo nunca hemos hablado de eso…
Lisa se encogió de hombros.
– Siempre lo he sabido.
– Sin embargo nunca me lo has reprochado como los demás.
– Supe que tenías tus razones.
Michael no estaba dispuesto a explicárselas ahora, después de tanto tiempo.
– Siempre he oído la versión de mamá -agregó Lisa-, pero recuerdo que las cosas no marchaban bien en casa por aquel entonces, y en parte era por culpa de ella.
– Gracias por otorgarme el beneficio de la duda.
– Papá, si te hago una pregunta, ¿la responderás con sinceridad?
– Depende de la pregunta.
Michael advirtió que su parecido con Bess era notable.
– ¿Todavía amas a mamá, aunque sea un poquito? -inquirió Lisa llena de esperanza.
Michael dejó caer el brazo con que le había rodeado el cuello y suspiró.
– Oh, Lisa…
– ¿La amas? La forma en que os comportasteis durante mi boda indicaba que hay algo entre vosotros.
– Tal vez lo haya, pero…
– Entonces, por favor, no te des por vencido.
– No me has dejado terminar. Tal vez sea así, pero los dos somos más cautelosos ahora. En especial tu madre.
– Creo que te quiere, y mucho, pero comprendo que no se atreva a demostrártelo. Es una actitud lógica, puesto que la abandonaste por otra mujer. No te enfades conmigo por haberlo dicho. Yo no tomé partido cuando dejaste a mamá, pero ahora tomo partido por los dos, porque deseo con toda mi alma veros otra vez juntos. -Se volvió hacia él con los ojos empañados por las lágrimas-. Dame la mano, papá -rogó.
Él advirtió qué haría en cuanto accediera a su petición. En efecto, Lisa puso la palma de su mano contra su vientre y añadió:
– Es tu nieto el que está aquí dentro, y con toda probabilidad se parecerá un poco a ti y a mamá. Quiero que tenga lo mismo que todos los niños, y eso incluye unos abuelos a cuya casa ir en Navidad, que le lleven al circo o al parque de atracciones y asistan a sus fiestas escolares, o… o… ¡Oh, ya sabes a qué me refiero! Por favor papá, no te des por vencido con mamá. Fuiste tú quien la dejó, de modo que debes ser tú quien vuelva y la convenza de que todo fue un error. ¿Lo intentarás?
Michael la abrazó con fuerza.
– Es peligroso idealizar tanto las cosas.
– ¿Lo harás?
Michael no respondió.
– No idealizo nada. Os he visto juntos -añadió Lisa-. Sé que había algo entre vosotros el día de mi boda. Por favor, papá…
Había sido muchísimo más fácil prometerle que le costearía siempre la mudanza del piano.
– Lisa, no puedo prometer semejante cosa. Si la velada que pasamos juntos hubiera ido mejor…
Desde aquella noche, Michael consideraba necios y tristes todos sus actos. Las palabras de Lisa no hacían más que llevar su desencanto a un grado de total confusión. Si Bess lo amaba, como Lisa suponía, tenía una extraña manera de demostrarlo. Si no lo amaba, su comportamiento resultaba aún más extraño.
Lisa se apartó de los brazos de su padre con semblante triste.
– Bueno, debía intentarlo -dijo-. Creo que es mejor que me vaya.
Michael la acompañó hasta la puerta y bajó con ella en el ascensor. En el vestíbulo del edificio, Lisa se detuvo y lo miró.
– Hay otra cosa más que quisiera preguntarte, papá.
– Adelante.
– Tiene que ver con el nacimiento del bebé. Tal vez te gustaría venir el día del parto. Pensamos invitar también a los padres de Mark.
– Y a tu madre, sin duda.
– Por supuesto.
– ¿Otra tentativa para unirnos, Lisa?
Ella alzó los hombros.
– ¿Por qué no? Podría ser la única oportunidad de… -Dejó la frase inconclusa.
– Gracias por pedírmelo. Lo pensaré.
Cuando Lisa se fue, los pensamientos de Michael se centraron en Bess y lo sumieron en un limbo de indecisión.
Desde la noche del sábado, al ver un teléfono, sentía la tentación de descolgar el auricular, marcar el número de Bess y decir que se arrepentía y necesitaba su absolución. Sin embargo llamarla significaba colocarse en una posición de vulnerabilidad aún mayor. Así pues, resistía el impulso.
Al día siguiente, no obstante, telefoneó a su casa a las once de la mañana con la esperanza de que contestara Randy.
Para su sorpresa fue Bess quien respondió.
Se inclinó en la silla de su escritorio y notó que se ruborizaba.
– ¡Bess! -exclamó-. ¿Qué haces en casa a esta hora?
– Me preparo un bocadillo y recojo unos catálogos antes de salir para una cita que tengo a las doce.
– No esperaba que estuvieras ahí. Llamaba para hablar con Randy.
– Lo siento, no está.
– Quería felicitarlo. Me he enterado de que lo ha contratado una banda.
– Es cierto.
– Supongo que estará entusiasmado.
– Muchísimo. Ha dejado el trabajo en el almacén de frutos secos y practica aquí todas las mañanas y con el grupo por las tardes. Ha salido para comprar una camioneta de segunda mano. Dice que la necesita para transportar el equipo.
– ¿Le han pagado algún anticipo?
– Es probable que no, y yo no le he dado dinero.
– ¿Qué opinas? ¿Debería ofrecérselo yo?
– Eso es asunto tuyo.
– Te estoy pidiendo un consejo, Bess. Es nuestro hijo y quiero hacer lo que consideres que será lo mejor para él.
– Está bien. Creo que lo mejor es dejar que luche y se las arregle por su cuenta para conseguir una camioneta. Si tan grande es su deseo de obtener ese empleo, y sin duda lo es, lo logrará.
– De acuerdo.
Se produjo un breve silencio. Fin de un tema, campo abierto para otro.
Michael cogió una grapadora, la cambió de sitio en su escritorio y volvió a dejarla donde estaba.
– Bess, acerca del sábado por la noche… Durante toda la semana he deseado llamarte para pedirte disculpas.
Permanecieron callados varios minutos. Michael continuaba jugueteando con la grapadora.
– Bess, creo que tenías razón, que lo que hicimos no fue muy inteligente.
– No. Sólo complica la situación.
– Supongo que no deberíamos volver a vernos, ¿verdad, Bess?
Ella no respondió.
– Sólo conseguiríamos que Lisa abrigara vanas esperanzas -añadió Michael-. Quiero decir que eso no conducirá a nada.
Michael notaba que el corazón le latía muy deprisa.
– Bess, ¿estás ahí? -susurró.
Ella habló con un hilo de voz.
– Lo cierto es que no disfrutaba tanto desde la última vez que hicimos el amor cuando todavía estábamos casados. Debo reconocer que me gusta acostarme contigo, que todo resulta muy natural a tu lado. ¿A ti te ocurre lo mismo?
– Sí… -respondió él con voz ronca.
– Eso es importante, ¿verdad?
– Por supuesto.
– Sin embargo no es suficiente. Es la clase de razonamiento que suelen hacer los adolescentes, y nosotros ya no lo somos.
– ¿Qué estás diciendo, Bess?
– Estoy asustada, Michael. Desde el sábado por la noche sólo pienso en ti y temo dar rienda suelta a mis sentimientos. Tengo miedo de volver a salir herida.
– ¿Y crees que yo no?
– Para un hombre es diferente.
– Oh, Bess, vamos…
– Michael, cuando entré en tu cuarto de baño para buscar el cepillo, encontré en un cajón una caja entera de preservativos. ¡Una caja entera!
– ¿Por eso te pusiste de tan mal humor y te marchaste?
– ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar? -preguntó ella con irritación.
– ¿Te fijaste en cuántos había usado? -Como Bess no contestó, Michael agregó-: ¡Uno!, que me guardé en el bolsillo antes de que llegaras esa noche. Bess, yo no ando fornicando por ahí.
– Esa palabra es muy ofensiva.
– Está bien, entonces llamémoslo hacer el amor. No lo hago, y tú lo sabes.
– ¿Cómo puedo saberlo si hace seis años, o mejor dicho siete, eso provocó que nuestro matrimonio se rompiera?
– Ya hemos hablado de lo que sucedió y coincidimos en que ambos tuvimos nuestra parte de culpa. Ahora empezamos de nuevo; nos acercamos, hacemos una vez el amor y tú ya me estás lanzando acusaciones. No estoy dispuesto a oír reproches sobre lo que hice el resto de mi vida.
– Nadie te ha pedido que lo hagas.
Después de un prolongado silencio, Michael habló con un tono de ira contenida.
– De acuerdo. No hay nada más que añadir. Di a Randy que lo he llamado, por favor, y que volveré a telefonearle más tarde.
– De acuerdo.
Michael colgó sin una palabra de despedida.
– ¡Mierda! -masculló. Cerró la mano y la descargó sobre la grapadora-. ¡Mierda, mierda, mierda!
La golpeó tres veces más, con lo que consiguió que saltaran las grapas. Se quedó mirándola con el entrecejo fruncido y los labios apretados.
– Mierda -repitió más calmado, acodado sobre el escritorio, con las manos juntas y los pulgares apoyados contra los ojos.
¿Qué quería Bess de él? ¿Por qué debía sentirse el único culpable, cuando ella había estado tan dispuesta y anhelante como él el sábado por la noche? ¡No había hecho nada malo! ¡Nada! Había seducido a su ex esposa con su consentimiento, y ahora Bess se lo reprochaba. ¡Malditas mujeres!
El fin de semana siguiente fue a su cabaña. Se lo comieron los mosquitos y deseó que hubiera sido la temporada de caza, que alguien lo hubiera acompañado, que hubiera un teléfono cerca para llamar a Bess y decirle qué pensaba de sus acusaciones.
Regresó a su apartamento de muy mal humor el sábado por la noche, descolgó el auricular y volvió a colgarlo sin siquiera marcar el número.
El martes por la noche asistió a otra reunión de la Asociación de Ciudadanos para abordar una vez más el asunto de Victoria y Grand. Salió de ella más furioso que nunca, porque le habían pedido que plantara veinticuatro árboles a lo largo de Grand Avenue para convertirla en alameda. Cualquiera que fuese el propósito, no tenía nada que ver con el edificio que quería levantar, pero era evidente que pretendían chantajearlo: si abonaba veinticuatro mil dólares para los árboles le concederían el permiso de edificación y no habría más protestas.
Había telefoneado a Randy en tres ocasiones para felicitarlo y nunca lo había encontrado en casa, lo que también lo irritaba.
Cada vez que pasaba por la galería, con el pedestal vacío todavía, a la espera de una pieza escultórica, despotricaba contra Bess por no haber terminado su trabajo.
Ella era la causa de su descontento con la vida en general, y Michael lo sabía.
Transcurrieron dos semanas y su humor no mejoró. Una noche de fines de julio, después de cocinar a la parrilla unas ostras frescas que acabaron chamuscadas; de cerrar las puertas de la terraza para no oír el rugido de las lanchas; de comprobar que no había nada interesante en la televisión; de permanecer dos horas sentado a la mesa de dibujo sin conseguir hacer nada, se dirigió con paso decidido al cuarto de baño, cogió la caja de preservativos, bajó furioso en el ascensor, subió a su coche, condujo hasta la casa de Bess, tocó el timbre y esperó.
Al cabo de unos segundos se encendió la luz del vestíbulo, se abrió la puerta y apareció Bess. Estaba descalza, vestía una especie de albornoz blanco, tenía el pelo mojado y olía muy bien.
– ¿Qué diablos haces aquí?
– He venido para hablar contigo.
Entró y cerró la puerta.
Ella se miró la muñeca para consultar el reloj de pulsera, pero no lo llevaba puesto. Era evidente que acababa de salir de la ducha.
– ¡Son las diez y media de la noche!
– Me importa un bledo, Bess. ¿Estás sola?
– Sí. Randy ha salido para tocar con la banda.
– Bien. Vamos a la sala de estar -indicó con resolución al tiempo que se encaminaba hacia allí.
– ¡Vete a la mierda, Michael Curran! -exclamó Bess-. Irrumpes en mi casa y empiezas a dar órdenes. ¡No tengo por qué soportarlo! ¡Lárgate y cierra la puerta cuando salgas!
Tras estas palabras empezó a ascender por la escalera.
– ¡Espere señora! -Subió por los peldaños de dos en dos y la atrapó a mitad de camino-. No vas a ninguna parte hasta que…
– ¡Quítame las manos de encima!
– No me pediste eso la otra noche en mi apartamento. Entonces te gustó que te tocara, ¿no es así?
– Conque has venido para echármelo en cara.
– No. He venido para decir que desde entonces todo es una mierda. Estoy siempre de mal humor, me enfado con gente que no lo merece, y ni siquiera puedo conseguir que mi hijo conteste el teléfono para que lo felicite.
– Y yo soy la responsable de todo eso, ¿verdad?
– ¡Sí!
– ¿Qué he hecho?
– ¡Me acusaste de fornicar por ahí y no es cierto! -Le cogió la mano y puso en ella la caja de preservativos-. ¡Ten, cuéntalos!
Bess miró la caja boquiabierta.
– Falta uno, sólo uno. ¡Los compré ese día! ¡Te he dicho que los cuentes!
Ella trató de devolverle la caja.
– ¡No seas estúpido! No pienso hacerlo.
– Entoncés ¿cómo sabrás que digo la verdad?
– No tiene importancia, Michael, porque no volverá a suceder.
– ¡Eso ya lo veremos! Si no los cuentas tú, lo haré yo. -Le arrancó la caja de la mano, se sentó en un escalón, la abrió y empezó a sacar los preservativos-. Uno… dos… tres…
Los arrojaba al suelo a medida que los extraía, hasta que los once que quedaban estuvieron esparcidos como pétalos a los pies de ella. Miró a Bess, que estaba un peldaño más arriba.
– Ahí tienes, ¿lo ves? Falta uno. ¿Me crees ahora?
Ella estaba apoyada contra la pared, se tapaba la boca con una mano y reía.
– Deberías verte. Estás ridículo, sentado ahí, contando condones.
– Eso es lo que hacéis las mujeres. Jugáis con nosotros y nos obligáis a comportarnos como imbéciles. ¿Me crees ahora, Bess?
– Sí, te creo, pero, por el amor de Dios, recoge todo eso. ¿Qué ocurrirá si Randy regresa?
– Ayúdame -pidió Michael al tiempo que la agarraba del tobillo.
– Suéltame -ordenó ella.
Michael no obedeció y con la mano libre le levantó el borde del albornoz.
– ¿Qué llevas debajo? -inquirió.
Bess trató de adherir la tela a sus muslos.
– ¡Michael basta!
– ¡Caramba Bess, no llevas nada debajo!
– ¡Suéltame el tobillo!
– Tú también tienes ganas, Bess, estoy seguro. ¿Por qué no me invitas a subir a nuestro antiguo dormitorio y utilizamos uno de estos adminículos?
– Michael, no…
Él se puso en pie, con un preservativo en la mano, se acercó a Bess y la recostó contra la baranda.
– Bess, los dos nos deseamos. Lo descubrimos aquella noche en mi apartamento.
Bess se esforzaba por mantenerse firme en su resolución. Michael estaba tan seductor, y su actitud era tan provocativa.
– Quiero que te vayas. Estás loco de remate.
Michael la besó en el cuello y se apretó contra ella.
– Está bien, estoy loco; loco por ti, preciosa. Vamos, ¿qué dices?
– Y después ¿qué? ¿Una repetición de las dos últimas semanas? Porque yo tampoco lo he pasado muy bien.
Michael la besó en la boca y luego le susurró algo al oído.
Bess soltó una risita.
– ¡Qué vergüenza! ¡Eres un viejo verde!
– Vamos, sé que te gustará.
Michael no dejaba de frotarse contra ella, a quien cada vez le resultaba más difícil resistirse.
– Me vas a quebrar la pelvis contra esta baranda.
– Pero vas a gemir tan fuerte que ni siquiera vas a oír el ruido de la fractura.
– Michael Curran, eres un vanidoso.
Él le levantó la falda y colocó las manos sobre sus nalgas al tiempo que la besaba. Bess le abrazó, y pronto su respiración se hizo agitada.
– De acuerdo, tú ganas -musitó ella.
Mientras los sobres de estaño quedaban diseminados sobre los escalones, subieron por las escaleras, recorrieron el pasillo y entraron en el dormitorio al tiempo que caían al suelo la camisa de él, el cinto de ella, los zapatos de Michael, el albornoz de Bess. Se tendieron desnudos en la cama riendo a carcajadas. De pronto la risa fue reemplazada por una mirada de intensa pasión.
– Bess…, Bess… -susurró él-. Te he echado tanto de menos…
– Yo también, y deseaba que vinieras a mí, que ocurriera esto. -Respiró hondo y exclamó-: ¡Ah!
Alternaban la entrega con la voracidad, la ternura con el desenfreno.
Con las manos y las bocas recorrieron el cuerpo del otro.
– Hueles tal como lo recordaba -susurró Michael.
– Tú también…
¡Ah!, los olores, los sabores.
– Tus manos… -murmuró, Bess-. ¡Me encantan! Aquí… aquí es donde deben estar…
– Todavía te gusta esto, ¿verdad? -musitó él unos minutos después.
– Ohhh… -Bess suspiró con los ojos cerrados-. Sí.
Lo que compartían era universal. ¿Por qué, entonces, lo sentían como algo único, algo que nadie había experimentado jamás? Michael la penetró y la apretó contra su pecho, mientras hundía la cara en la cavidad de su cuello.
– Creo que he vuelto a enamorarme de ti, Bess -le susurró.
Ella guardó silencio y notó que su corazón latía muy deprisa.
– Creo que yo también me he enamorado de ti.
Durante ese estremecedor instante tuvieron miedo de hablar, de moverse. Michael tenía los ojos cerrados, la mano en la nuca de Bess. Por fin se retiró y le apartó los cabellos de la cara con ternura.
– ¿De veras? -preguntó él con una sonrisa.
– De veras -respondió ella.
Se besaron con dulzura, se tocaron, y cada caricia se convirtió en una reiteración de las palabras que habían pronunciado.
– Estas dos semanas han sido terribles -susurró él-. No volveremos a separarnos nunca más.
– No -convino ella con un hilo de voz.
Lo que había empezado de manera tan obscena terminó en belleza; un hombre y una mujer fundidos en uno solo.
– Quédate -pidió Bess cuando hubieron acabado al tiempo que le cogía de la mano.
Más tarde se tendieron de costado, abrazados. La lámpara de la mesita de noche estaba encendida y un insecto zumbaba junto a la cortina. El pelo de Bess impregnaba de un aroma a flores la almohada. La colcha había quedado enredada entre sus piernas, y Michael la alisó con los pies.
Entonces suspiró. Bess notó los labios de él sobre sus cabellos y cerró los ojos para gozar del maravilloso abandono, de la felicidad que la colmaba.
Pasaron muchos minutos antes de que él, en voz muy baja, volviera a hablar.
– ¿Bess?
– ¿Hmmm? -musitó ella al tiempo que abría los ojos.
– ¿Estás lista para oír esa palabra que empieza por M?
Bess reflexionó antes de contestar.
– No lo sé.
– Creo que deberíamos hablar del asunto, ¿no te parece? -sugirió él.
– Supongo que sí.
Se tendieron de espaldas.
– De acuerdo, vayamos al grano, si volviéramos a casarnos, ¿crees que nos iría mejor que la otra vez? -preguntó Michael.
A pesar de estar prevenida, Bess se estremeció.
– Ultimamente me lo he planteado -reconoció-. Creo que en la cama no tendríamos ningún problema.
– ¿Y fuera de ella?
– ¿Tu qué piensas?
– Considero que la mayor dificultad sería la confianza, porque los dos hemos tenido otras parejas y…
– Otra -interrumpió Bess-. Sólo una, al menos en mi caso.
– Sí, también en el mío. De todas formas la confianza será un factor muy importante.
– Supongo que sí.
– Los dos dirigimos un negocio, de modo que tenemos que citarnos con nuestros clientes, a veces incluso por la noche. Si yo te dijera que debo asistir a una reunión en el ayuntamiento de la ciudad, ¿me creerías?
– No lo sé -contestó ella-. Cuando encontré esa caja de preservativos, pensé… Bien, ya sabes lo que pensé.
Michael cruzó las manos detrás de la cabeza.
– Sí, sé lo que pensaste, pero no podemos pasarnos la vida contando preservativos, Bess.
Ella rió entre dientes y se tendió de costado para mirarlo, con la mejilla apoyada en una mano.
– Lo sé. Sólo pretendo ser sincera contigo, Michael.
– ¿Crees que no podrías volver a confiar en mí?
Ella lo observó mientras reflexionaba al respecto.
– He pensado mucho en nosotros -añadió Michael al ver que ella no respondía-. Soy consciente de que tú también trabajas y estoy dispuesto a compartir las tareas domésticas. Es lógico, pues los dos estamos en la misma situación y debemos colaborar.
Bess sonrió.
– Ahora tengo una asistenta.
– ¿También cocina?
– No.
– Bien, entonces nos turnaremos para preparar la comida.
– Me gusta que me convenzan -afirmó Bess-. Continúa, por favor.
– También he reflexionado sobre mis salidas de caza. Tú solías enfadarte cuando me marchaba, pero ahora tengo la cabaña, de manera que podrás acompañarme, encender la chimenea, llevar un buen libro… ¿Qué te parece?
– Humm…
– Te conviene alejarte del negocio, relajarte un poco más…
– Humm…
– Bess, ¿estás dormida?
Su respiración era regular, sus pestañas reposaban quietas sobre las mejillas. Michael se incorporó y la arropó con la colcha. Luego le puso una mano en la cintura, dobló una rodilla sobre sus piernas y se acurrucó en su costado.
Me quedaré media hora más, pensó. Es tan agradable estar aquí, a su lado. Dejaré la luz encendida y así no me dormiré.