La noche del sábado Bess se esmeró en su peinado. El cabello le llegaba casi hasta los hombros y tenía una amplia variedad de matices rubios. Lo rizó lo suficiente para darle más volumen y lo recogió detrás de las orejas. Su maquillaje era discreto, pero aplicado con extremo cuidado. Sus ojos parecían más grandes, y sus labios, más sensuales. Se miró al espejo, primero con expresión seria, luego sonriente, después seria otra vez.
Esa noche quería impresionar a Michael; había en ello una buena dosis de orgullo. Hacia el final de su matrimonio, cuando compaginaba los estudios con las tareas domésticas, él le había dicho durante una de sus peleas: «Mírate un poco; ya ni siquiera te arreglas. Siempre vistes tejanos y cazadoras, y llevas el pelo desgreñado. ¡No eras así cuando me casé contigo!»
¡Cómo le había herido su acusación! Había trabajado de firme para conseguir lo que deseaba, pero Michael se había negado a reconocer que era necesario sacrificar algunas cosas para que el tiempo le rindiera. Solía llevar el cabello liso, las uñas sin pintar, y nunca se maquillaba. Los tejanos y las cazadoras eran lo más fácil de lavar, de modo que se convirtieron en su uniforme habitual. Cada día, después de seis horas en la universidad, realizaba las tareas de la casa, ya que se obstinaba en encargarse de ellas. Había crecido en una familia tradicional, en la que el trabajo de las mujeres era precisamente ése, en la que los hombres no pelaban patatas, ni lavaban la ropa, ni pasaban el aspirador. Cuando Bess sugirió que Michael le ayudara, él le recomendó que se matriculara en menos asignaturas y asumiera los deberes que había acordado cumplir cuando se casaron.
Su intransigencia la había enfurecido.
Con el tiempo, su desaliño personal y su negligencia en el hogar lo alejaron de ella. Entonces encontró una mujer de hermosos cabellos ondulados, que todos los días lucía zapatos de tacón y trajes de Pierre Cardin, se pintaba las uñas, le servía café y hacía las llamadas telefónicas a sus clientes.
Bess había visto a Darla alguna vez, casi siempre en las reuniones de Navidad de la compañía. En tales ocasiones exhibía lentejuelas y zapatos de raso a juego, y el carmín de sus labios casi brillaba tanto como los pendientes que llevaba. Si Michael sólo la hubiera abandonado, Bess tal vez habría accedido a mantener con él una relación cordial, pero la había dejado por otra mujer y, para colmo, de una asombrosa belleza.
Después de obtener su título, una de las primeras cosas que hizo fue desembolsar trescientos dólares en un curso de belleza. Bajo la tutela de un profesional, aprendió qué colores le quedaban mejor qué ropa realzaba su figura, qué tonos de maquillaje debía usar y cómo aplicarlos. Le habían enseñado incluso la forma de los bolsos y zapatos que convenían a su constitución y qué estilo de pendientes le favorecían más. Se había teñido el pelo castaño de rubio, se lo había ondulado y lucía un peinado de apariencia descuidada. Se dejó crecer las uñas y se cuidaba de que el color del barniz combinara con el del lápiz de labios. En pocos años había renovado su vestuario de acuerdo con los criterios de sus asesores de imagen.
Esta noche, cuando Michael Curran la viera, no habría manchas en su blusa ni un cabello fuera de lugar.
Eligió un traje de noche rojo, de falda recta y chaqueta asimétrica, con una solapa negra de forma triangular que partía de un solo botón negro en la cintura. Se puso unos pendientes dorados muy grandes, que resaltaban su peinado y la línea bien definida de sus mandíbulas.
Una vez abotonada la chaqueta, se apretó el abdomen con las manos y se miró en el espejo de perfil. Necesitaba adelgazar unos cinco kilos. Era una lucha permanente, pero pasados los treinta años parecía mucho más rápido acumularlos que desprenderse de ellos. Había rebajado los dos kilos que había ganado durante las vacaciones, pero le bastaba con mirar un postre para recuperarlos.
De todos modos estaba satisfecha con los resultados de toda una hora de acicalamiento. Apagó la luz del dormitorio y bajó los dos tramos de escalera hasta la habitación de Randy. Cuando tenía dieciséis años, él había elegido refugiarse en una pieza en el nivel intermedio, porque era dos veces más grande que las del superior y daba al patio interior de modo que los vecinos no se quejarían cuando tocara los tambores.
Ocupaba todo un rincón su valiosa batería Pearls, doce piezas de brillante acero inoxidable, iluminadas por media docena de focos. Detrás, las dos paredes de cemento estaban pintadas de negro, y sobre una de ellas, desplegados en abanico, había pósters de sus ídolos: Bon Jovi, Montley Crüe y Cinderella. Una de las paredes restantes era blanca, y la otra estaba recubierta de corcho, que aparecía lleno de fotos de antiguas amigas, de etiquetas de cerveza y programas de actuaciones de bandas de rock. Como la habitación no tenía armarios, la ropa de Randy colgaba de una barra de acero suspendida del techo con dos cadenas. Sobre el suelo, desparramadas en absoluto desorden, se veían varias ediciones anuales de la revista Car & Driver, docenas de discos compactos, envoltorios vacíos de hamburguesas, zapatos y facturas vencidas de alquiler de vídeos.
Había además un aparato de música, un televisor, un reproductor de vídeos, un micrófono y un equipo de grabación bastante sofisticado. En medio de todo eso, la cama de agua parecía un accesorio secundario con las sábanas de rayas como la piel de un leopardo desordenadas.
Cuando Bess abrió la puerta, la voz de Paula Abdul atronaba con Opposites attract desde el reproductor de discos compactos y Randy se ajustaba delante del espejo el nudo de su corbata de cuero gris. Vestía pantalones anchos con pinzas y una americana informal cruzada de tonos púrpura, gris y blanco. Se había aplicado brillantina al pelo y, a pesar de que se lo había cortado según lo prometido, todavía le caía en bucles hasta el cuello.
Bess se estremeció al verlo, por una vez, tan elegante. Era tan apuesto y encantador cuando se lo proponía. Sin embargo la actitud rebelde que había elegido alzaba demasiados obstáculos entre ellos. Observó que cada día se parecía más a su padre y, a pesar de su animosidad contra Michael, debía reconocer que era muy atractivo. El aroma de productos de tocador masculino la envolvió cuando entró en la habitación. Echaba de menos esos olores desde la partida de Michael. Por un instante imaginó que volvía a tener un marido y un matrimonio feliz.
– Prometí a Lisa que me lo cortaría y lo he hecho, pero no estoy dispuesto a llevarlo más corto -afirmó Randy sin volverse hacia su madre.
Bess se acercó al equipo de música y miró la luz titilante del panel de control.
– ¿Cómo se baja el volumen? -exclamó.
El joven se aproximó y se inclinó con gracia para apagar el aparato. Cuando se enderezó, dibujó una media sonrisa mientras observaba a Bess.
– Estás despampanante, mamá.
– Gracias. Tú también estás muy guapo. ¿Ropa nueva? -preguntó al tiempo que le retocaba el nudo de la corbata.
– Es una ocasión importante…
– ¿De dónde has sacado el dinero?
– Tengo un trabajo, mamá.
– Sí, claro. He pensado que podríamos ir juntos.
– Muy bien.
Bess dejó que él condujera y se sintió embargada por un secreto placer maternal al tener de acompañante a su hijo adulto, algo con lo que había fantaseado cuando él era un adolescente y que rara vez sucedía desde que se había convertido en hombre. Tomaron la carretera 96 hacia White Bear Lake, que se hallaba a más de dieciséis kilómetros al oeste. Atravesaron campos cubiertos de nieve, pasaron por fincas donde se criaban caballos y por zonas que carecían de alumbrado. El lago parecía una sábana azul grisácea a la luz tenue de un octavo de luna, y el resplandor de las casas que lo bordeaban semejaba un collar de ámbar. Compartía su nombre con la ciudad que se extendía a lo largo de la curva noroeste y palidecía el cielo nocturno con la aureola de sus luces.
Cuando se acercaban a la población, a cuya izquierda el lago formaba una bahía, Randy habló por fin.
– Ahí es donde vive el viejo.
– ¿Dónde?
– En esos apartamentos.
Bess miró por encima del hombro y vislumbró unas luces, árboles altos y esqueléticos y un edificio imponente que había admirado a menudo cuando pasaba con el coche.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Bess.
– Me lo dijo Lisa.
– Tu padre también acudirá a la cena.
Randy siguió con la vista fija en la carretera.
– Trata de actuar con naturalidad con él, por favor.
– Sí, madre.
– Por el bien de Lisa.
– Sí, madre.
– Randy, si dices “sí, madre” una sola vez más, te daré un puñetazo.
– Sí, madre.
Bess le dio un puñetazo y los dos rieron.
Los Padgett vivían en la zona oeste de la ciudad, en un barrio residencial de clase media. Randy encontró la casa sin dificultad y escoltó a su madre a lo largo de un camino lleno de automóviles estacionados hasta una vereda que discurría entre montículos de nieve y conducía a la puerta principal.
Tocaron el timbre y esperaron.
Les recibieron Mark y Lisa, seguidos de una mujer baja que lucía un vestido azul con falda plisada y cuello blanco. Tenía el cabello castaño y rizado y una sonrisa que le formaba seis hoyuelos en las mejillas y hacía desaparecer sus ojos.
Mark le pasó un brazo por la espalda y la presentó.
– Esta es mi madre, Hildy.
– Esta es mi madre, Bess, y mi hermano Randy -dijo Lisa.
Hildy Padgett les estrechó la mano con fuerza, como un estibador.
– Encantada de conoceros. ¡Jake, ven aquí! -llamó. Tenía voz de contralto.
Se les unió el padre de Mark, un hombre alto, de cabello ralo, sonriente y con un audífono en la oreja izquierda. Vestía pantalones marrones y una camisa de cuadros, con el cuello desabrochado y los puños doblados. No llevaba americana.
Bess comprendió que los Padgett no se darían ínfulas, ni siquiera en la boda. Sintió una instantánea simpatía por ellos.
Se dirigieron al salón, que estaba decorado en un estilo rústico, con un empapelado de cuadros azules y blancos y una moldura que recorría todo el perímetro de la habitación, unos treinta centímetros por debajo del techo. Los muebles eran macizos y parecían cómodos. La estancia estaba llena de gente. Entre ella, cerca de la arcada que daba al comedor, estaba Michael Curran, que al oír el timbre se dio la vuelta y vio entrar a Bess, vestida muy a la moda, y a Randy, que le sorprendió por su estatura. El muchacho lucía un abrigo holgado y llevaba el cuello levantado. Al verlo Michael se enterneció. ¡Dios, cómo había crecido Randy! Lo había visto por última vez unos tres años atrás, por Pascua, en un centro comercial atestado de gente que se había decorado como una granja en miniatura, con cabritas, pollos y patos. Michael acababa de comprar una chaqueta y salía de J. Riggings cuando, en medio del gentío, reconoció a Randy, que caminaba hacia él mientras mantenía una animada conversación con un muchacho de más o menos su edad. Michael le había sonreído y se había dirigido hacia él pero, cuando Randy lo vio, se detuvo, se puso serio, tomó del brazo a su amigo y giró de pronto hacia la derecha para entrar en una tienda de ropa femenina.
Ahora estaba allí, tres años después, más alto que su madre y muy bien parecido. Guardaba un gran parecido con él, aunque Randy era mucho más apuesto. Michael advirtió con un estremecimiento que su pelo oscuro era idéntico al suyo. Observó cómo estrechaba la mano de los anfitriones y entregaba su abrigo. De repente Randy reparó en él. Entonces se acarició la corbata y su sonrisa se desvaneció.
Michael sintió una opresión en el pecho. Se hallaban a años luz de distancia, uno en cada extremo de la habitación, mientras el pasado desfilaba a toda prisa ante ellos para separarlos aún más. Qué sencillo sería, pensó Michael, cruzar el salón, pronunciar su nombre y abrazar a ese joven que de niño lo había idolatrado, lo había seguido como una sombra mientras segaba el césped, barría el sendero de entrada a la casa o cambiaba el aceite del coche. «¿Puedo ayudarte papaíto?»
Sin embargo Michael se había quedado paralizado, con un nudo en la garganta, atrapado en los errores pretéritos.
Jake Padgett se interpuso entre ellos, y en ese instante Bess se volvió hacia Michael. Forzaron una sonrisa, mientras él permanecía bajo la arcada. Podría haberse aproximado a Randy mientras Bess estaba cerca para actuar de amortiguador, pero el dolor por el último desaire se lo impidió. Además los reproches que Bess le había hecho en el apartamento de Lisa aún resonaban en sus oídos: «Randy necesita a su padre.»
El salón estaba lleno de gente: los otros cuatro hijos de los Padgett, todos más jóvenes que Mark, la abuela, el abuelo… Los dos recién llegados debían recorrer la estancia para saludar a todos los presentes, pero Randy se aseguró de mantenerse lejos de Michael. Bess, sin embargo, estrechó una mano tras otra hasta que por fin se acercó a su ex esposo.
– Hola, Michael -dijo con frialdad, como si la breve tregua nunca hubiera tenido lugar.
– Hola, Bess.
Desviaron la vista hacia los invitados con el fin de evitar mirarse. Se esforzaron por encontrar algunas palabras triviales de cortesía, pero no lo lograron. Michael observó con disimulo su atuendo, su pelo, sus joyas, sus uñas.
¡Cómo había cambiado! Tanto como Randy, sino más.
Bess, que sostenía bajo el brazo un elegante bolso de charol negro, comentó sin mirar a Michael:
– Randy ha crecido mucho, ¿verdad?
– Ya lo creo. No podía creer que fuera él.
– ¿Piensas saludarle o te quedarás aquí parado?
– ¿Crees que querrá hablarme?
– Inténtalo y así lo sabrás.
Ambos recordaron cómo Randy, de pequeño, entraba los sábados por la mañana en su dormitorio con sumo sigilo y subía a su cama. «Los dibujos, papi», susurraba, y Michael abría los ojos y se inclinaba para darle un beso. A continuación los dos salían de la habitación y encendían el televisor para ver los dibujos. Mientras lo evocaba, Michael deseó besarlo, estrecharlo en un abrazo paternal y decirle: «Lamento haberte defraudado; perdóname.»
Hildy Padgett salió de la cocina con una bandeja de canapés. Mientras, tanto, Jake servía copas de ponche de sidra y Lisa, acompañada de Mark, mostraba a los abuelos su pequeño anillo de diamantes. Randy se hallaba al otro extremo de la estancia, con las manos en los bolsillos del pantalón, decidido a mantener las distancias con su padre, a quien de vez en cuando miraba de reojo.
Uno de los dos tenía que dar el primer paso.
Aunque le costó un esfuerzo supremo, Michael cruzó la habitación.
– Hola, Randy.
– Hola -repuso el joven sin mirarle.
– No estaba seguro de que fueras tú; has crecido mucho.
– Sí.
– ¿Cómo te va todo?
Randy se encogió de hombros.
– Tu madre me ha comentado que todavía trabajas en el almacén.
– Sí.
– ¿Te gusta?
– Me levanto por la mañana y me limito a hacer lo que me mandan. Seguiré con ese empleo hasta que encuentre algún grupo con el que tocar.
– ¿Un grupo?
– Sí, toco la batería, ¿sabes?
– ¿Eres bastante bueno?
Por primera vez Randy lo miró a los ojos. Adoptó una expresión insolente y dejó escapar un resoplido sarcástico.
– Déjame en paz -espetó antes de alejarse.
Michael notó que se le encendía el rostro y le costaba respirar. Miró a Bess y advirtió que lo observaba. Tiene razón; soy un fracaso como padre, pensó.
Lisa se aproximó a él, lo tomó del brazo y lo condujo hacia el otro extremo del salón.
– Papá, el abuelo Earl me ha preguntado por tu cabaña de caza. En un tiempo fue un gran cazador, y le he explicado que este otoño capturaste un ciervo. Le encantaría charlar contigo.
Earl Padgett era un hombre corpulento, con triple papada y cara sonrosada. Tenía una voz potente e infinidad de historias de caza que contar. Gesticulaba mucho mientras las narraba y cuando apuntaba con una escopeta invisible, era fácil imaginarlo vestido con un chaleco caqui con hileras de cartuchos. Sus relatos sedujeron a Jake tanto como a todos los muchachos Padgett, que habían comenzado a participar en cacerías tan pronto como tuvieron edad suficiente para tomar clases de tiro. De los hombres que había en la habitación, sólo Randy permanecía apartado.
Michael escuchaba y de vez en cuando refería alguna anécdota personal sin apartar la vista de Randy, que charlaba con Bess.
Cuando su hijo tenía doce años, le había comprado una 22 y soñaba con enseñarle todo sobre los bosques y llevarlo consigo a las partidas de caza, pero su divorcio había echado por tierra ese sueño. Mientras escuchaba a los Padgett, cuyo entusiasmo por la caza se había transmitido de generación en generación, se entristeció al pensar en lo que él y Randy se habían perdido.
Hildy Padgett entró en el salón para anunciar que la cena estaba lista.
En el comedor indicaron a Michael y Bess que se sentaran juntos en una cabecera de la mesa, mientras Hildy y Jake se acomodaban en la opuesta. Mark y Lisa tomaron asiento en el centro de uno de los costados. En un gesto mecánico, Michael retiró la silla de Bess, quien vaciló un instante mientras le lanzaba una mirada de soslayo antes de aceptar aquella muestra de cortesía. Michael advirtió que Randy lo miraba mientras se sentaba.
– Creo que a Randy no le gusta verme a tu lado -susurró a Bess.
Ella se colocó la servilleta sobre el regazo y miró a su hijo con el rabillo del ojo.
– Me temo que no -repuso-. ¿Te ha dicho algo al respecto?
– No; sólo me ha mirado cuando te he retirado la silla.
– Lisa, en cambio, está muy contenta. Les he asegurado a los dos que procuraremos guardar las apariencias, de modo que… ¡adelante! A ver si logramos representar bien nuestro papel en honor de nuestros hijos.
Bess levantó su copa de agua, Michael hizo lo propio y brindaron. Enseguida empezó a servirse la cena. Comenzaron a circular entre los comensales fuentes de jamón, verduras y hortalizas, panecillos calientes, manteca, ensalada de tocino ahumado y lechuga y arroz blanco.
– Si hace una semana alguien hubiera pronosticado -comentó Michael a Bess- que cenaría contigo dos veces en una semana, habría dicho que era imposible.
– Hildy ha acertado tus gustos -observó Bess al ver que Michael se servía una buena ración de patatas con salsa de cereales.
– En efecto. Este plato me encanta.
Siempre le había gustado, recordó Bess con nostalgia. Su madre solía decir: «Es un placer cocinar para Michael; él sabe comer.»
A continuación se maldijo por rememorar una vez más el pasado, pero era difícil no hacerlo mientras estaba sentada al lado de un hombre con quien había compartido miles de comidas, cuyos modales en la mesa conocía tan bien. Era inevitable anticipar cada uno de sus movimientos; la manera en que sostenía el tenedor y dejaba el cuchillo, el orden en que probaba los alimentos, la forma en que se secaba la comisura de la boca con la yema del pulgar derecho después de tomar un trago, cómo apoyaba la muñeca en el borde de la mesa.
– ¿Has hablado con Lisa? -preguntó Michael.
Bess se volvió y observó que Michael la miraba mientras masticaba con la boca cerrada, como el hombre bien educado que era. Sus labios eran muy sensuales. Bess apartó la vista y respondió:
– Sí. Fui a su apartamento la noche después de la cena.
– ¿Te sientes mejor ahora?
– Sí.
– Mírala -indicó Michael mientras sostenía en la mano un vaso de té helado.
Bess observó a su hija, que reía con alegría mientras charlaba con su prometido. Saltaba a la vista que ambos se sentían muy felices.
– Míralos a los dos -corrigió Bess-. Lisa me convenció de que Mark es el hombre de su vida. Me emocionó tanto esa noche que casi me hizo llorar.
– ¿Y qué hay de tu vestido de novia?
– Se lo pondrá.
Bess advirtió que Michael la observaba y se rindió al impulso de mirarlo a los ojos. Se sintieron embargados por la tristeza y la inquietud.
– Cuesta aceptar que ya tiene edad suficiente para casarse, ¿verdad? -dijo él.
– Sí. Parece que fue ayer cuando nació.
– Lo mismo ocurre con Randy.
– Es verdad.
– Sospecho que nos está mirando y se pregunta que ocurre aquí.
– ¿Ocurre algo aquí? -inquirió ella.
– Estás espléndida esta noche, Bess.
La mujer se estremeció y notó que se sonrojaba mientras cortaba un trozo de jamón.
– ¡Por Dios, Michael, esto es absurdo!
– Bueno, pero es cierto. ¿Qué hay de malo en que te lo diga? Has cambiado mucho desde que nos divorciamos.
El comentario la enojó.
– Estás muy lisonjero, Michael. ¿Cuánto hace que te separaste de tu esposa? ¿Un mes? ¿Dos? Y ahora sales con que estoy espléndida. ¡No me insultes, Michael!
– No era ésa mi intención.
En ese momento Jake Padgett se levantó con el vaso de té helado en la mano.
– Creo que deberíamos hacer un brindis. No se me da muy bien, de modo que tendréis que ser pacientes conmigo. -Se frotó la ceja izquierda antes de agregar-: Mark es el primero de nuestros hijos que se casa y, como es natural, esperábamos que eligiera a alguien que nos gustara. Es evidente que nuestro deseo se cumplió cuando trajo a Lisa a casa. Nos sentimos muy dichosos y sabemos que hará a Mark el hombre más feliz de Minnesota cuando se case con él. Sólo quiero añadir que nos alegramos de teneros a ti, Lisa, y a tu familia con nosotros esta noche. -Dedicó una inclinación de la cabeza a Michael y a Bess y después a Randy. A continuación alzó su copa hacia la pareja de novios-. Por Lisa y Mark, para suavizar el camino que tienen por delante. Nosotros estaremos siempre a vuestro lado.
Todos se unieron al brindis. Jake tomó asiento, y Michael y Bess se comunicaron con la mirada, algo que sólo las parejas que llevan muchos años juntas saben hacer.
«Alguien tendría que hacer un brindis por nuestra parte.»
«¿Vas hacerlo tú?»
«No, tú.»
Michael se levantó, se ajustó la corbata y elevó su copa.
– Jake, Hildy, gracias por invitarnos. No hay mejor manera de que una pareja inicie su andadura que con sus familias unidas para ofrecerles su apoyo. La madre de Lisa y yo estamos orgullosos de ella y satisfechos de que haya escogido a Mark como su futuro esposo. Lisa, Mark, tenéis todo nuestro cariño. ¡Buena suerte!
Terminado el brindis, Michael se sentó. Bess estaba emocionada. No había habido una sola palabra discordante en su discurso. Sí, era la mejor manera de que una pareja comenzara su vida en común, pero qué agridulce resultaba ver reunida a su familia por primera vez sabiendo los sentimientos que latían en el interior de cada uno. Antes, al observar que Michael cruzaba el salón para saludar a Randy, se había sentido esperanzada, pero cuando su hijo dio media vuelta y se alejó quedó desolada. La había invadido la nostalgia al sentarse junto a Michael, después la amargura y ahora se sentía sencillamente desconcertada.
Era una mujer divorciada e independiente. Había demostrado que podía vivir sola, crear un negocio, mantener una casa y un coche. Sin embargo, en esa ocasión tan especial, debía reconocer que le faltaba lo principal. El brindis que Michael había pronunciado les había proporcionado a ambos una fuerte sensación de seguridad, aunque fuera falsa, y había despertado en ellos un deseo vehemente de lo que habían perdido: una familia unida, lo que habían anhelado cuando concibieron a sus hijos.
Al notar que lo observaba Michael volvió la cabeza, y Bess se apresuró a desviar la mirada.
Se sirvieron el café y el postre, un bizcocho relleno de frutas. Bess observó que Michael miraba a Randy, quien no prestó la menor atención a su padre y siguió charlando con la hija de diecisiete años de los Padgett.
– Ha sido precioso el brindis que has ofrecido -comentó Bess para romper el hielo. Mark ensartó un trozo de bizcocho con el tenedor y lo sostuvo en alto.
– Todo este asunto está resultando más penoso de lo que pensaba.
Ella resistió el impulso de ponerle la mano en el brazo.
– No te des por vencido con él, Michael. Por favor.
Rodeados de gente que acababan de conocer, los dos adoptaron una expresión serena.
– Me siento dolido -admitió Michael.
– Lo sé. A él le ocurre lo mismo. Por eso no puedes darte por vencido.
Michael dejó el tenedor sobre la mesa y levantó la taza mientras miraba a su hijo.
– En realidad me odia.
– Creo que quiere odiarte, pero le cuesta.
Michael tomó un trago de café y se volvió hacia Bess.
– ¿Por qué de repente pretendes que Randy y yo nos reconciliemos? -preguntó.
– Porque eres su padre. Comienzo a ver el daño que hemos causado al forzar a los chicos a tomar parte en la guerra fría que emprendimos.
Él depositó su taza sobre la mesa, exhaló un suspiro de cansancio y se recostó contra la silla.
– Está bien, Bess, lo intentaré.
Randy se mostró huraño durante el camino de regreso a casa.
– ¿Quieres decirme de una vez qué te pasa? -inquirió Bess.
El muchacho le lanzó una mirada fugaz.
– ¿Randy? -insistió ella.
– ¿Qué ocurre contigo y con el viejo?
– Nada, no lo llames «el viejo». Es tu padre.
Randy miró un instante por la ventanilla del coche.
– ¡Mierda! -masculló.
– Desea llevarse bien contigo -explicó Bess-. ¿No te das cuenta?
– ¡Fantástico! -exclamó Randy-. De repente ha recordado que es mi padre y espera que le bese el trasero. No olvides, mamá, que durante estos últimos seis años no has disimulado lo mucho que le odias.
– Bueno, quizá me equivoqué. Me temo que no debí haberte impuesto mis sentimientos.
– Tengo mis propios criterios, mamá. Soy lo bastante inteligente para darme cuenta de que se comportó como un sinvergüenza. ¡Se acostaba con otra mujer y destrozó nuestro hogar!
– ¡De acuerdo! -vociferó Bess-. De acuerdo -repitió más calmada-, lo hizo, pero a veces es preciso perdonar.
– ¡No puedo creer lo que oigo! Te ha reconquistado con sus artimañas. Te retira la silla, hace un brindis y te colma de atenciones después de que su mujer lo haya abandonado. ¡Me da asco!
Bess sintió remordimientos por haberle inculcado tanto odio sin pensar en los efectos que tendría sobre él. La amargura que el muchacho experimentaba podía embrutecer sus sentimientos.
– Randy, lamento mucho que pienses de esa manera.
– Tú has cambiado de opinión con bastante rapidez -reprochó él-. Hace menos de una semana estabas de acuerdo conmigo. Me duele ver cómo te engaña por segunda vez.
Se sintió irritada con su hijo por expresar lo que ella misma había pensado, al tiempo que se recriminaba los chispazos de deseo que le habían asaltado durante la cena.
Al día siguiente era domingo. Por la mañana había misa, precedida por una batalla para obligar a Randy a levantarse y acudir a la iglesia. Después comieron pechugas de pollo con patatas asadas sin apenas conversar. Randy se marchó tan pronto como hubo acabado a casa de su amigo Bernie, según explicó, para ver un partido de fútbol en la televisión.
El silencio invadió el hogar cuando se fue. Bess limpió la cocina, se puso un chándal y se dirigió a la planta baja, donde las estancias silenciosas y solitarias contagiaban una melancolía amplificada por el día brillante que se veía tras las ventanas. Intentó dibujar algún plano, pero le resultaba difícil concentrarse, de modo que se levantó de la mesa del comedor y empezó a caminar de una ventana a otra, contempló el jardín, el río helado, un nido de ardillas en el roble del vecino, las sombras azules de las ramas del arce sobre la prístina nieve. Se sentó para reanudar el trabajo, pero desistió una vez más, perturbada por los pensamientos sobre Michael y su familia dividida. Se dirigió al salón, pulsó la tecla del “do” en el piano y la mantuvo apretada hasta que la nota se apagó.
De nuevo se situó junto a la ventana, con los brazos cruzados.
Observó que en un jardín cercano un grupo de niños jugaba con un trineo.
Cuando Randy y Lisa eran pequeños, Michael y ella los habían llevado, en una tarde de domingo muy parecida a ésa -brillante, deslumbradora- al parque Theodore Wirth de Mineápolis. Habían cogido trineos de plástico rojo en forma de bote, suaves y veloces, y elegido una colina con nieve fresca, intacta. Cuando Michael se deslizó por la pendiente, el trineo dio un giro de ciento ochenta grados, y realizó el resto del trayecto de espaldas. Al llegar abajo chocó contra un ventisquero, saltó del vehículo y rodó por el suelo. Ese año se había dejado crecer la barba y el bigote, que al igual que su pelo quedaron blancos. El gorro de lana había desaparecido. Sólo por milagro tenía las gafas en su lugar, pero detrás de los cristales se agolpaba la nieve.
Cuando por fin logró incorporarse, parecía un ser desvalido. Entonces los demás echaron a correr hacia él sin dejar de reír, cayeron de culo y gritaron hasta quedar sin aliento.
Años más tarde, cuando el matrimonio empezó a perder su solidez, Michael había dicho desconsolado:
«Ya nunca nos divertimos, Bess. Jamás nos reímos.»
Se apartó de la ventana y se acercó a la chimenea, que estaba apagada. La edición dominical del Pioneer Press Dispatch yacía desparramada sobre el sofá. Con un suspiro, cogió las distintas secciones y empezó a ordenarlas. Desconsolada, abandonó la tarea y se dejó caer en una silla.
Permaneció sentada en silencio.
Con mil preguntas.
Marchita.
Consumida.
No le resultaba fácil llorar. Su soledad, empero, era tan abrumadora que notó cómo las lágrimas asomaban a sus ojos. En un impulso descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de su madre.
Stella Dorner contestó con su jovialidad habitual:
– ¿Diga?
– Hola, mamá, soy Bess.
– ¡Qué casualidad! Ahora mismo estaba pensando en ti.
– ¿Y qué pensabas?
– Que no he hablado contigo desde el lunes pasado y debía llamarte.
– ¿Estás ocupada?
– Estaba viendo en la tele cómo vapulean a los Vikingos de Minnesota.
– ¿Puedo ir a verte? Me gustaría hablar contigo.
– Por supuesto, me encantaría. ¿Te quedarás a cenar? Prepararé costillas de cerdo a la parrilla con cebolla y limón encima.
– Delicioso.
– ¿Vendrás pronto?
– En cuanto me ponga los zapatos.
– Te espero, querida.
Stella Dorner vivía en una casa cerca del campo de golf de Oak Glen, en la zona oeste de Stillwater. La había comprado un año después de la muerte de su esposo, la había decorado con muebles nuevos y alegres y había declarado que no la habían enterrado con él, que la vida continuaba. A pesar de que contaba casi sesenta años, seguía trabajando de enfermera en el hospital Lakeview Memorial; tomaba lecciones de golf, participaba en la liga femenina de Oak Glen y era miembro de un coro religioso en St. Mary, así como de la Sociedad Violeta Africana de Estados Unidos, que se reunía cada trimestre en distintos lugares de las Ciudades Gemelas (St. Paul y Mineápolis). Visitaba con frecuencia a su hija Joan en Denver, y en cierta ocasión viajó a Europa en compañía de sus hermanas de Phoenix y Coral Gabies. A menudo se apuntaba a excursiones organizadas y por lo menos una vez a la semana dedicaba su tiempo a los ancianos del sanatorio privado de Maple Manor y les preparaba pastelitos. Los lunes jugaba al bridge, los martes veía la serie de televisión Treinta y tantos, la mayoría de los miércoles iba al cine, a la sesión de precio reducido, y todos los viernes se sometía a un tratamiento facial. Una vez se había inscrito en una agencia que concertaba citas, pero se quejó de que ninguno de los viejos que le habían dado como pareja podía mantener su ritmo.
La casa era un reflejo de su espíritu. Tenía tres niveles, amplias superficies acristaladas y estaba decorada en tonos melocotón, crema y negro satinado. Cuando entraba en ella, Bess siempre experimentaba una descarga de vitalidad. Ese día no fue diferente. Llegó diez minutos después de llamar a su madre, y el interior ya olía a costillas de cerdo asadas.
Stella la recibió vestida con un chándal con los colores de una paleta de pintor: fondo blanco con manchas rojas, amarillas, verdes y violeta. Sobre él llevaba una bata lavanda en un estado deplorable. Tenía el pelo áspero, con la raya en el medio, y le caía ondulado hasta las mandíbulas. Acostumbraba echárselo hacia atrás con la mano. Eso fue lo que hizo mientras saludaba a su hija.
– Bess, querida, es maravilloso. Estoy tan contenta de que me hayas llamado. -Era más baja que Bess, de modo que se puso de puntillas para abrazarla-. ¡Cuidado! No te manches de pintura.
– ¿Pintura?
– Me he matriculado en un curso de pintura al óleo y estaba con mi primer cuadro.
Mientras cerraba la puerta, volvió a apartarse el cabello de la cara.
– ¿De dónde sacas el tiempo? -preguntó Bess.
– Es fácil encontrar tiempo para las cosas que te gustan.
Stella la condujo a la sala, donde la luz que entraba por la ventana orientada hacia el oeste era intensa, aunque aún no le daba el sol de la tarde, que iluminaba el campo de golf cubierto de nieve. Enfrente había un sofá largo tapizado con motivos florales. El equipo de música y la televisión, que transmitía un partido de fútbol, estaban colocados sobre un mueble de ébano que ocupaba toda una pared. Las mesas tenían el armazón de la misma madera y la superficie de cristal. Frente a las puertas correderas de vidrio había un caballete con un cuadro inacabado que representaba una violeta africana.
– ¿Qué opinas? -preguntó Stella.
Bess se quitó la chaqueta y lo observó.
– Hummm… Me parece muy bueno.
– Es probable que no lo sea, pero qué importa. Me entretengo, y ése es el objeto.
Stella se acercó al televisor y bajó el volumen.
– ¿Te apetece una coca-cola? -preguntó.
– Voy a buscarla. Sigue con tu trabajo.
– De acuerdo. -Se echó el pelo hacia atrás y cogió un pincel mientras Bess se dirigía a la cocina y abría la nevera.
– ¿Te llevo una?
– No, gracias. Estoy tomando té.
Al lado de Stella, sobre una mesa plegable alta descansaban la taza y los tubos de pintura. Bebió un sorbo mientras observaba su obra de arte.
– ¿Cómo están los chicos? -exclamó.
– De ellos quería hablarte -respondió Bess mientras regresaba al salón con el refresco. Se quitó las botas negras, se tendió en el sofá y apoyó el vaso sobre las rodillas-. Mejor dicho, es uno de los temas de que deseaba hablar contigo.
– Humm.
– Lisa va a casarse… y espera un bebé.
Stella miró a su hija fijamente.
– Tal vez sea mejor que deje el cuadro de momento. -Tomó un trapo y empezó a limpiar el pincel.
– No, por favor. No te interrumpas -repuso Bess.
– No seas tonta. Ya continuaré más tarde. -Dejó el pincel en una lata con trementina, se quitó la bata, cogió la taza con una mano, se echó el pelo hacia atrás con la otra y se sentó en el sofá junto a Bess-. Vaya, vaya. Lisa embarazada. De modo que me convertiré en bisabuela.
– Y yo en abuela.
– Es espantoso, ¿verdad?
– Ajá…
– Con todo, eso es lo de menos. Supongo que estás conmocionada -conjeturó Stella.
– Quedé sorprendida cuando me enteré, pero ya se me ha pasado.
– ¿Quiere Lisa tener el bebé?
– Sí, mucho -contestó Bess.
– Es un alivio.
– Hay algo más. Adivínalo.
– ¿Qué más? -inquirió Bess.
– He visto a Michael -informó Stelia.
– ¡Dios mío! Qué semana.
– Lisa organizó el encuentro. Nos invitó a los dos a su apartamento para anunciar la noticia.
Stella levantó la barbilla y soltó una carcajada.
– ¡Bien por Lisa! Esa chica vale mucho.
– Me entraron ganas de estrangularla.
– ¿Cómo está mi nieta?
– Feliz, entusiasmada y, según nos aseguró, muy enamorada.
– ¿Y cómo está Michael?
– Se ha separado de nuevo y ha iniciado los trámites de divorcio.
– ¡Cielo santo!
– Me pidió que te saludara de su parte. Afirmó que te echa mucho de menos.
– Oh, Michael… -Stella bebió un poco de té y observó a Bess por encima de la taza-. No me extraña que necesitaras hablar. ¿Qué actitud ha adoptado Randy ante todo esto?
– La de siempre. Se muestra muy resentido y distante con su padre.
– ¿Y tú?
Bess exhaló un profundo suspiro.
– No sé cómo tomármelo, mamá. -Bajó la mirada, volvió a suspirar, echó la cabeza hacia atrás y añadió con la vista clavada en el techo-: Le he guardado un gran rencor durante seis años. Es muy difícil olvidar lo ocurrido…
Stella tomó un sorbo de té y esperó. Al cabo de un minuto Bess la miró.
– Mamá, ¿he hecho…? -Se interrumpió.
– Has hecho ¿qué?
– Cuando nos divorciamos, no dijiste nada.
– No lo juzgué oportuno.
– Cuando descubrí que Michael tenía una aventura amorosa, deseé que le mostraras tu enojo, que lo insultaras, que te pusieras de mi parte, pero no lo hiciste.
– Michael me caía bien.
– Sin embargo, yo consideraba que debías estar indignada por lo que me había hecho, pero en ningún momento te mostraste irritada. Debía de existir alguna razón.
– ¿Estás segura de que estás preparada para oírla?
– ¿Me va a enfurecer?
– No lo sé. Depende de cuánto hayas crecido en estos seis años.
– Opinas que en parte fue culpa mía, ¿verdad? -dedujo Bess.
– Cuando un hombre tiene una aventura amorosa, todo el mundo le responsabiliza de la ruptura del matrimonio.
– De acuerdo, ¿qué error cometí? -Bess se había puesto a la defensiva-. ¡Volví a la universidad para obtener un título! ¿Qué hay de malo en ello?
– Nada, pero mientras estudiabas desatendiste a tu marido.
– ¡No es cierto! Michael jamás me lo habría permitido. Durante ese tiempo seguí cocinando, lavando la ropa y manteniendo la casa en orden.
– Eso no es importante. Yo me refiero a la relación personal entre vosotros.
– ¡Mamá, no había tiempo!
– Vaya… creo que ahora has dado en el clavo…
Stella se dirigió a la cocina para servirse más té. Cuando regresó al salón, Bess estaba sentada, con un codo apoyado en el brazo del sofá, la yema del pulgar entre los dientes, y miraba por la ventana.
Stella volvió a tomar asiento.
– ¿Te acuerdas de que al poco de casaros solíais pedirnos a papá y a mí que nos quedáramos con los chicos mientras vosotros ibais de camping? ¿Y de esa Navidad en que le compraste la escopeta que Michael deseaba tanto? La escondiste en nuestro apartamento para que no la encontrara y luego la llevamos a hurtadillas a tu casa, ¿Recuerdas aquel día de los Santos Inocentes en que le enviaste a la oficina una caja llena de tuercas y tornillos?
Bess contemplaba el campo de golf nevado.
– Ésa es la clase de detalles que no conviene descuidar -afirmó su madre.
– ¿Fui la única que los olvidó?
– No lo sé. ¿Lo fuiste?
– No lo creí así entonces.
– Estabas muy concentrada en tus estudios y, cuando te licenciaste, en abrir tu negocio. Empezaste a visitarnos sola, nunca con Michael, y siempre venías con prisas. Dejaste de invitarnos a comer a papá y a mí y algunas veces los chicos acudían a nosotros porque se sentían tristes y abandonados.
Bess se volvió hacia su madre.
– Eso fue cuando Michael me acusó de descuidar mi aspecto personal.
– Si mal no recuerdo, lo hiciste.
– Le pedí que me ayudara en las tareas domésticas y se negó. Creo que también tiene su parte de culpa.
– Tal vez. Sin embargo, en una pareja ambos han de hacer concesiones. Quizá Michael se habría mostrado dispuesto a echarte una mano si no hubiera descendido al último lugar de tu lista de prioridades. ¿Qué tal funcionaba vuestra vida sexual?
Bess esquivó la mirada de su madre.
– Penosa -respondió.
– No tenías tiempo para eso, ¿verdad?
– Pensaba que, en cuanto terminara mis estudios y montara mi negocio, todo se arreglaría. Tenía previsto contratar a una asistenta con el fin de disponer de más tiempo para él.
– El problema es que él no esperó.
Bess se puso en pie, se acercó a la ventana y se quedó detrás del caballete. Bebió un trago de refresco y se volvió hacia Stella.
– Anoche me dijo que estaba espléndida. No sabes cómo me enfureció el comentario.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? -Bess agitó una mano-. Porque… ¡caramba!, no lo sé. Porque acaba de separarse de su mujer, es probable que se sienta solo y no quiero que intente volver a mí en esas circunstancias. ¡Para colmo Randy nos observaba desde el otro extremo de la mesa! Además, estaba irritada conmigo misma porque había dedicado más de una hora a arreglarme para esa maldita cena con el único propósito de demostrarle que todavía podía impresionarlo y… y… entonces… -Bess se tapó los ojos y meneó la cabeza-. ¡No entiendo qué me ocurre, mamá! De pronto me siento muy sola, hay que pensar en la boda de Lisa y me planteo muchas preguntas. -Perdió la mirada en el exterior y, más serena, concluyó-: No comprendo nada.
Stella dejó la taza sobre la mesita auxiliar y se acercó a su hija. Le acarició el cabello y luego comenzó a darle un masaje en los hombros.
– Atraviesas por una crisis que empezó a gestarse hace seis años -afirmó-. Durante todo este tiempo lo has odiado y culpado de tu fracaso matrimonial, y ahora comienzas a analizar hasta qué punto tú también fuiste responsable, y eso no es fácil.
– Ya no le amo, mamá.
– De acuerdo, no lo amas.
– Entonces ¿por qué sufro tanto al verlo?
– Porque él te induce a reflexionar sobre el pasado. Ten -añadió Stella mientras le tendía un pañuelo de papel.
Bess se sonó la nariz y le pareció que olía a trementina.
– Lo siento, mamá -se disculpó al tiempo que se secaba los ojos.
– No tienes por qué excusarte. Soy una mujer mayor, ¿no? Sé afrontar situaciones corno ésta.
– Te estoy estropeando el día…
– En absoluto -repuso Stella-. En realidad creo que lo has enriquecido. -Le rodeó los hombros con un brazo y la condujo al sofá-. ¿Te sientes mejor ahora?
– Sí, un poco mejor.
– Entonces, escúchame. Era lógico que estuvieras enojada al principio, inmediatamente después del divorcio. La indignación te ayudó a superarlo. Te volviste práctica y volcaste todas tus energías en demostrarle que podías arreglártelas sola y lo lograste. Sin embargo ahora te encuentras en otra etapa de tu vida, en la que te harás más preguntas, y sospecho que te sentirás triste con frecuencia, como te ha ocurrido hoy. Cuando eso suceda, ven aquí y charlaremos, largo y tendido. Ahora cuéntame los planes para la boda. Háblame del novio de Lisa, dime qué debo ponerme para el convite y si crees que conoceré a algún hombre interesante en él.
Bess soltó una carcajada.
– ¡Mamá eres incorregible! Pensaba que ya no querías cadenas.
– Por supuesto que no, pero después de soportar la cháchara de las mujeres necesito oír una voz masculina. Además, este invierno me he hartado de jugar al bridge.
Bess abrazó a su madre en un acto impulsivo.
– Mamá, te admiro mucho. Me gustaría parecerme más a ti.
Stella la estrechó.
– Lo cierto es que cada vez te pareces más a mí.
– Sin embargo tú nunca te desanimas.
– ¡Claro que no! Cuando me siento triste, salgo y me inscribo en otro club.
– O buscas un hombre.
– No tiene nada de malo, ¿verdad? A propósito, ¿cómo te va con Keith?
Bess hizo una mueca y se encogió de hombros.
– Oh, Keith… Se enfadó cuando cancelé mi cita con él para ir a cenar con los Padgett. Ya sabes cómo es.
– Ya que hablamos con total sinceridad, te diré que ese hombre no te conviene -aseguró Stella.
– ¿Acaso tú y Lisa os habéis puesto de acuerdo?
– Puede ser…
Bess se echó a reír.
– ¡Las dos sois unos diablillos! Si esperas que la boda me haga volver con Michael, siento desengañarte.
– Yo no he dicho nada al respecto.
– No, pero lo estás pensando, y es mejor que lo olvides.
Stella arqueó una ceja con escepticismo.
– ¿Qué tal está? ¿Sigue tan apuesto como siempre? -preguntó.
– ¡Mamá! -exclamó Bess exasperada.
– Es mera curiosidad.
– Nunca nos reconciliaremos, madre -prometió Bess con tono solemne.
Stella la miró con expresión satisfecha.
– ¿Cómo lo sabes? Cosas más extrañas han sucedido.