Randy Curran se dejó caer en una desvencijada mecedora tapizada y buscó en el bolsillo de su chaqueta la bolsita de marihuana. Eran casi las once de la noche y la madre de Bernie estaba fuera, como de costumbre. Trabajaba de camarera en un bar, de modo que casi todas las noches tenían el apartamento para ellos solos. La radio estaba sintonizada en Cities 97 y esperaban que empezara el programa The grateful dead hour. Bernie se hallaba sentado en el suelo, con una guitarra eléctrica sobre el regazo, y el amplificador estaba apagado cuando arrancó con una canción de Guns N’Roses. Randy conocía a Bernie Bertelli desde octavo, cuando se mudó a la ciudad después de que sus padres se divorciaran. Desde entonces habían fumado juntos muchos porros.
La casa de Bernie era una pocilga. El suelo estaba cuarteado, y de las paredes colgaban baratijas de plástico. La alfombra estaba muy sucia y su felpa más enmarañada que el pelaje de los dos perros, Skipper y Bean, a los que se permitía hacer todo cuanto quisieran en la casa. En ese momento, Skipper y Bean dormían sobre el sofá-cama, que alguna vez, en sus orígenes, había tenido un tapizado de nailon de cuadros, pero que ahora estaba cubierto con un trapo floreado con manchas de excrementos de los perros. Las mesitas de café tenían las patas torcidas y, contra una pared, una pirámide de latas de cerveza llegaba hasta el techo; la madre de Bernie había colocado la del vértice.
Randy nunca se sentaba en el sofá-cama, ni siquiera cuando estaba flipado o borracho. Siempre elegía la mecedora verde, un mueble decrépito que parecía haber recibido un fuerte golpe, porque estaba totalmente torcido hacia un costado. Un viejo retazo de manta doblado cubría el asiento para tapar los muelles, y el tapizado de los brazos estaba lleno de quemaduras de cigarrillos.
Randy sacó la bolsita y una pipa muy pequeña, del tamaño suficiente para una sola fumada. Los días de compartir el canuto con los colegas pertenecían al pasado. ¿Quién podía permitirse esos lujos?
– Esta mierda está cada vez más cara, tío -comentó.
– Sí. ¿Cuánto te ha costado?
– Sesenta dólares.
– ¿Por un cuarto?
Randy se encogió de hombros. Bernie silbó.
– Más vale que sea buena, compañero.
– La mejor. Mira esto… -dijo Randy al tiempo que abría la bolsita-. Capullos.
Bernie se inclinó y echó un vistazo.
– Capullos… ¡Guau! ¿Cómo los has conseguido?
Todo el mundo sabía que los capullos rendían el máximo por el mismo dinero…, mejor que las hojas o los tallos, o las semillas. Se podían apretar más y tener una buena carga para un par de caladas.
Mientras llenaba la cazoleta Randy echó de menos los días en que preparaba porros lo bastante grandes para pasarlos a sus compañeros. Una vez había visto a un tipo que sabía enrollar un cigarrillo con una sola mano. Él lo había intentado en alguna ocasión, pero desperdiciaba mucha cantidad, por lo que siempre empleaba las dos manos, lo que se consideraba una verdadera proeza entre los fumadores de canutos.
Randy encendió un fósforo. La pipa contenía menos que un dedal lleno. Aplicó la cerilla, aspiró una buena bocanada y la retuvo en los pulmones hasta que le ardieron. Exhaló, tosió y volvió a llenar la cachimba.
– ¿Quieres, Bernie? -preguntó.
Su amigo dio una calada y también tosió, mientras un olor similar al del orégano quemado colmaba la habitación.
Randy tomó dos bocanadas más antes de sentir la embriaguez; un dulce estremecimiento recorrió su cuerpo y lo invadió una euforia creciente. Veía distorsionado todo cuanto le rodeaba. Bernie parecía estar al otro lado de una pecera, y las luces sobre el equipo de música brillaban de forma tenue, como una lluvia de estrellas fugaces que se desplazaban con suma lentitud. La música de la radio se convirtió en una sensación especial que le dilató los poros y agudizó su capacidad de percepción.
Las palabras acudieron a él y se arremolinaron a través de su visión como si tuvieran volumen y forma…, palabras agradables, sugerentes.
– He estado con esa chica -murmuró Randy-. ¿Te lo he contado?
Tenía la impresión de que lo había explicado una hora antes y que las palabras caían ahora, aterrizaban sobre Bean muy despacio.
– ¿Qué chica?
– Maryann. Vaya nombre, ¿eh? Maryann. ¿A quién se le ocurre poner semejante nombre a una hija?
– ¿Quien es Maryann?
– Maryann Padgett. Cené en su casa. Lisa va a casarse con su hermano.
Bean roncaba sobre el sofá-cama. Randy se sintió traspasado por la visión -que recibía con la belleza de un calidoscopio- del labio del perro, negro por fuera, rosado por dentro, que vibraba al compás de su suave respiración.
– Ella ahuyenta toda la porquería que tengo dentro.
– ¿Por qué?
– Porque es una buena chica.
Llegó la sed, exagerada, como todo lo demás.
– Eh, Bern, tengo la boca seca. ¿Hay una cerveza por aquí?
El líquido le supo como un elixir mágico; cada sorbo era mil veces mejor que un orgasmo.
– Nosotros no nos enrollamos con las chicas buenas, ¿verdad, Bern?
– ¡Claro que no, tío! ¿Por qué habríamos de hacerlo?
– Tíratelas y déjalas, ¿eh, Bern?
– Así es… -Dos minutos después, Bernie repitió-: Así es. -Transcurrieron otros diez minutos antes de que volviera a hablar-. Ostras, estoy jodido.
– Yo también -afirmó Randy-. Estoy tan jodido que hasta me gusta tu nariz. Tienes la nariz como la de un oso hormiguero y estoy tan jodido que la encuentro bonita.
Bernie irrumpió en carcajadas, que a Randy le parecieron distantes.
– No hay que tomar en serio a las tías -afirmó Randy un buen rato después-. Ya sabes a qué me refiero. Acaban enredándote, te casas con ellas, tienes hijos; luego te acuestas con otra tipa, te largas de tu casa y tus hijos lloran a moco tendido.
Bernie meditó largo rato antes de hablar.
– ¿Tú lloraste a moco tendido cuando tu viejo os dejó? -preguntó.
– Algunas veces; donde nadie pudiera verme, desde luego.
– Sí, yo también.
Más tarde Randy sintió que se disipaba el letargo y llegaban las arcadas. Se inclinó en el asiento y contó siete latas de cerveza alrededor de él antes de vomitar. Bean despertó, se estiró y se sacudió, saltó del sofá-cama y extendió una capa nueva de pelo sobre la alfombra enmarañada. Skipper enseguida lo imitó. Los dos olfatearon a Bernie, que tenía los ojos muy rojos.
Randy se tomó su tiempo para recuperarse. Era pasada la medianoche y tenía que levantarse a las seis. Lo cierto es que estaba harto de su empleo en el almacén, y de la pocilga de Bernie y del precio de la marihuana. ¿Qué hacía allí, en esa mecedora desvencijada con quemaduras de cigarrillos en los brazos, mirando la narizota de Bernie y contando las latas de cerveza?
¿De quién quería vengarse?
De su padre, no cabía duda.
El problema era que al viejo no le importaba un comino.
Bess recibió el plano del piso de Michael el lunes por la mañana. Lo había enviado por correo, junto con una nota escrita con la letra que ella conocía bien, sobre una hoja de papel con el logotipo azul de su compañía en la parte superior.
Bess, tal como te prometí, aquí está el plano del apartamento; con respecto a revestir de espejos las paredes de la galería, adelante. Creo que me gustará. He reflexionado sobre lo que dijiste antes de marcharte y he comprendido que debí haber sido más tolerante en algunos aspectos. Tal vez podamos hablar un poco más del tema. Fue muy agradable volver a verte.
Michael.
Ella sintió una extraña vibración al ver su caligrafía. Resultaba curioso. Era como examinar su cepillo de dientes después de que lo hubiera usado, o su toalla húmeda, las cosas que él había tocado, tenido en sus manos. Releyó cuatro veces el mensaje e imaginó su mano mientras sostenía la pluma para escribirlo. «Tal vez podamos hablar un poco más del tema.» Bien, ésa era una sugerencia cargada de significado. ¿O no? ¿De verdad le había parecido agradable volver a verla? ¿No había sentido Michael la misma tensión que ella? ¿No había experimentado la necesidad de escapar, como ella?
Michael recibió una llamada de Lisa.
– Hola, papá, ¿cómo va todo?
– Muy bien. ¿Qué tal estás tú?
– Ocupada. No sospechaba que planear una boda fuera tan laborioso. ¿Estás libre el sábado por la tarde?
– Puedo estarlo.
– Bien. Los hombres tenéis que reuniros para ir a Gingiss Formal Wear y elegir los esmóquines.
– ¡Esmóquines!
– Parecerás todo un galán, papi.
Michael sonrió.
– ¿Tú crees? ¿A qué hora y dónde?
– A las dos en Maplewood.
– Allí estaré.
Randy no había pensado que su padre también acudiría. Entró en Gingiss Formal Wear a las dos de la tarde del sábado siguiente y allí estaba Michael, en animada conversación con Mark y Jake Padgett. Mark lo vio llegar y se adelantó con la mano tendida.
– Aquí está el último que esperábamos. Hola, Randy, gracias por venir.
– De nada. Es un placer.
Jake le estrechó la mano.
– Hola, Randy.
– Señor Padgett…
Sólo quedaba Michael, que también le ofreció la mano.
– Randy…
El muchacho miró los ojos tristes de su padre y sintió el deseo de arrojarse a sus brazos y decirle «hola, papá». Sin embargo, hacía años que no le llamaba «papá». La palabra brotaba de su interior y parecía llenarle la garganta, para ser pronunciada o reprimida. Los ojos de Michael eran tan idénticos a los suyos que parecía que se estuviera mirando en un espejo.
Por fin apretó la mano de Michael.
– Hola -se limitó a saludar.
Michael se sonrojó y estrechó la mano de Randy.
Un joven dependiente rubio se aproximó.
– ¿Están todos, caballeros? Si quieren pasar por aquí…
Mark y su padre lo siguieron de inmediato, mientras Michael y Randy intercambiaban miradas de indecisión, hasta que el primero indicó a su hijo que pasara delante. El hombre los condujo a un salón enmoquetado, donde había espejos y esmóquines de todos los colores, desde el negro hasta el rosado, y olía a ropa recién planchada.
– Algunas veces la novia viene para elegir los trajes -explicó el empleado a Mark-. Como la suya no lo ha hecho, supongo que han hablado de colores.
– El vestido de la madrina es de color albaricoque. Mi prometida me ha dicho que elija el tono que más me guste.
– Bien. Entonces permítame sugerirle un color marfil, que es siempre elegante y está de moda, con una faja en damasco. Tenemos varios modelos de esmoquin. Los más en boga son los de Christian Dior y After Six…
Mientras el dependiente hablaba, Michael y Randy se miraban con disimulo, conmocionados por el encuentro, sin apenas prestar atención a lo que se decía. Miraron americanas con solapas de raso, camisas plisadas, corbatas de lazo, fajas para la cintura y zapatos de piel.
Uno tras otro, se situaron ante un amplio espejo para que les tomaran las medidas: cuello, manga, pecho, contorno del brazo, cintura y caderas. Se probaron pantalones con franjas de raso a los costados, camisas plisadas y con chorreras, corbatas de lazo. Entretanto, Michael y Randy evocaban el pasado; la vez en que éste entró en el cuarto de baño mientras su padre se afeitaba, se aplicó espuma a la cara y fingió rasurarse con una navaja sin hoja; las ocasiones en que se colocaban el uno al lado del otro y el pequeño preguntaba: «¿Crees que alguna vez seré más alto que tú, papá?» Ahora lo era, se había convertido en un adulto capaz de guardar rencores.
Michael se enfundó una chaqueta de esmoquin y estiró las mangas y el cuello mientras el empleado daba vueltas alrededor de él y examinaba el corte. Mark hizo una broma y Randy rió.
– Nunca me había puesto uno de estos trajes de mono -comentó Jake-. ¿Y tú, Michael?
– Una sola vez.
En su propia boda.
Cuando terminaron de probarse las prendas, volvieron a ponerse sus ropas de calle y salieron al centro comercial, que estaba lleno de gente y olía a pasteles recién horneados. Mark y Jake se encaminaron hacia la salida, seguidos por Randy y Michael, que se sentía cada vez más nervioso al ver que escapaba su oportunidad. Deseaba hablar a su hijo, pero temía que lo rechazara. Por fin, justo antes de llegar a las puertas de vidrio, comentó:
– Oye, yo todavía no he comido, ¿Y tú? -Se esforzó por emplear un tono espontáneo, a pesar de su inquietud.
– Sí, comí una hamburguesa antes de venir -mintió Randy.
– ¿Estás seguro? Yo invito.
Por un instante sus miradas se encontraron. Michael se sintió esperanzado al advertir que Randy vacilaba.
– No, gracias. He quedado con unos amigos -se excusó el joven.
Michael no dejó traslucir la frustración que experimentó.
– Bueno, quizá otro día.
– Sí, claro.
Los dos permanecieron muy serios. Por muchos años que transcurran, algunos pecados nunca se perdonan. Así pues, salieron del centro comercial por puertas diferentes y cada uno tomó su camino.
Minutos después Randy subió a su coche y se dirigió al centro de Stillwater, al negocio de su madre. No tenía ninguna cita con sus amigos; en realidad, apenas tenía amigos. Lo cierto era que necesitaba ver a su madre después de haber desdeñado la titubeante oferta de reconciliación de su padre.
Cuando entró, Heather estaba en el mostrador y algunos clientes curioseaban en el local.
– Hola, Heather. ¿Está mamá?
– ¡Estoy aquí! -indicó Bess-. ¡Ven, sube!
Randy subió a toda prisa por la escalera y bajó la cabeza para evitar golpearse contra el techo cuando llegara al altillo. Bess, que se hallaba rodeada de una maraña de objetos que parecían capaces de devorarla, sentada en un sillón con las piernas cruzadas y un zapato negro de tacón alto colgado de la punta de un pie, se volvió.
– Bueno, menuda sorpresa.
Randy se rascó la cabeza.
– Sí, supongo que lo es.
Ella lo observó con atención.
– ¿Pasa algo malo?
Randy se encogió de hombros.
Bess procedió a retirar libros y catálogos de muestras de telas hasta que consiguió desenterrar una silla.
– Siéntate aquí. ¿Qué ocurre?
Randy se arrellanó en el asiento, cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y empezó a toquetear el ribete de cuero azul de sus Reebok.
– Acabo de ver a papá.
– ¡Ohhh! -exclamó Bess al tiempo que arqueaba las cejas. Se reclinó en su sillón y observó a Randy con los brazos apoyados sobre los gastados brazos de madera y un lápiz amarillo en una mano-. ¿Dónde?
– Nos encontramos cuando fuimos a probarnos los trajes.
– ¿Os habéis hablado?
Randy se escupió en un dedo y restregó el borde de la suela de su zapatilla de deporte para quitarle una mancha.
– No mucho -admitió sin dejar de frotar-. Me invitó a comer, pero me negué.
– ¿Por qué?
Randy alzó por fin la vista.
– ¿Por qué? ¡Ostras, mamá, lo sabes muy bien!
– No; no lo sé. Explícamelo. ¿Por qué no fuiste con él?
– Porque lo odio.
– ¿Lo odias?
Se miraron fijamente en silencio.
– ¿Por qué debería haber ido con él?
– Porque ésa habría sido una actitud adulta; porque es así como se reparan los agravios y porque sospecho que en el fondo deseabas acompañarlo. Sin embargo es necesario tragarse un poco el orgullo y, después de seis años, eso cuesta.
Randy se encendió de ira.
– ¿Por qué debería tragarme mi orgullo si yo no le hice nada? ¡Fue él quien me hizo daño a mí!
– Baja la voz, Randy -le pidió Bess con calma-. Hay clientes abajo.
– Me abandonó -susurró Randy.
– Estás equivocado, Randy. Me abandonó a mí, no a ti.
– Es lo mismo, ¿o no?
– No; no lo es. Le dolió mucho separarse de Lisa y de ti. En todos estos años ha tratado de verte, pero yo me aseguré de que eso no sucediera.
– Pero…
– Me gustaría saber si alguna vez te has preguntado por qué me abandonó.
– Por Darla.
– Darla fue el síntoma, no la enfermedad.
– ¡Oh, vamos, mamá! -exclamó Randy con enojo-. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Él?
– En los últimos días he hecho examen de conciencia y he descubierto que tu padre no fue el único responsable del divorcio. Cuando nacisteis vosotros estábamos muy enamorados. ¡Vaya, no había una familia más feliz que la nuestra! ¿Te acuerdas de aquellos tiempos?
Randy, que parecía abatido y tenía la vista clavada en el suelo, no contestó.
– ¿Recuerdas cuándo empezó a cambiar la situación?
Randy permanecía callado.
– ¿Lo recuerdas? -repitió Bess con dulzura. Randy levantó la cabeza.
– No.
– Comenzó cuando volví a la universidad, ¿y sabes por qué?
Randy esperó mientras observaba a su madre con expresión desconsolada.
– Porque yo ya no tenía tiempo para tu padre. Al llegar a casa por la tarde, debía atender a mi familia y realizar las tareas domésticas, además de estudiar. Estaba tan empecinada en hacerlo todo que descuidé lo más importante…, mi relación con tu padre. Me enojaba con él porque no se mostraba dispuesto a ayudarme, pero lo cierto es que nunca se lo pedí de buenas maneras, nunca nos sentamos a hablar del tema. En lugar de eso, me dedicaba a soltar comentarios hirientes y me pasaba el día enfadada, convencida de que era una mártir. Luego eso se convirtió en un asunto de disputa entre nosotros, en la manzana de la discordia. Él se negaba a echarme una mano, y yo me negaba a pedirle nada. Como vosotros no teníais edad suficiente para colaborar, las cosas de la casa fueron un desastre. Con este panorama, ¿qué crees que pasaba en nuestro dormitorio?
Randy la miró en silencio.
– Nada -agregó Bess-, y cuando en el dormitorio no pasa nada, la relación entre un hombre y una mujer agoniza. La culpa fue mía, no de tu padre… Por eso se arrojó a los brazos de Darla.
A Randy se le encendieron las mejillas. Bess se inclinó y apoyó los codos en el regazo.
– Tienes edad suficiente para oír esto, Randy, y aprender de ello. Algún día te casarás. Al principio todo es un lecho de rosas, después empieza la monotonía y descuidas los detalles que sedujeron a tu pareja. Dejas de dar los buenos días, de recoger sus zapatos cuando él olvida guardarlos, de comprar los alimentos que a él le gustan. Cuando él te pregunta si te apetece dar un paseo en bicicleta después de la cena, respondes que estás muy cansada, que has tenido un día muy duro. Entonces se va solo y tú no te detienes a pensar que, si lo hubieras acompañado, tal vez te sentirías un poco mejor. Cuando él se acuesta, simulas estar dormida porque, por increíble que te parezca, comienzas a considerar el sexo una especie de trabajo. Muy pronto las críticas reemplazan a los elogios, las órdenes a las peticiones amables, y en un abrir y cerrar de ojos el matrimonio se desmorona.
Se produjo un largo silencio. Bess se reclinó en el sillón y reanudó sus serenas reflexiones.
– En cierta ocasión, poco antes de que nos separáramos, tu padre me dijo: «Bess, ya nunca nos reímos», me di cuenta de que era cierto. Siempre hay que reír, por difíciles que sean las circunstancias. Eso te ayuda a sobrevivir y, si te paras a pensarlo, que una persona trate de hacer reír a otra es una muestra de amor. ¿No estás de acuerdo? Es como decir: «Tú me importas, quiero verte feliz.» Tu padre tenía razón, habíamos dejado de reír.
Bess giró el sillón. Oyeron cómo abajo Heather efectuaba el cierre de caja del día. Cuando terminó, encendió la luz del escaparate.
– Me voy, Bess -anunció-. Yo cierro la puerta.
– Gracias, Heather. ¡Que tengas un buen fin de se mana!
– Tú también, Bess. ¡Adiós Randy!
– Adiós, Heather -se despidió él.
Cuando se hubo marchado, aumentó la sensación de intimidad; reinaba un silencio absoluto y las luces del local estaban apagadas. Sólo la lámpara del escritorio derramaba un resplandor mortecino. Bess siguió hablando con el mismo tono sereno.
– Charlé con la abuela Dorner hace unos días, después de ver a tu padre en casa de Lisa. Le pedí que me explicara por qué no se puso de mi parte durante el divorcio. Ella me confirmó todo lo que acabo de decirte.
Randy la miraba fijamente a los ojos. Una vez más, ella se inclinó hacia él con semblante serio.
– Escúchame, Randy. Me he pasado seis años exponiéndote las razones por las que debías culpar a tu padre, y ahora he empleado cinco minutos para decirte por qué deberías culparme a mí, pero lo cierto es que no hay que culpar a nadie. Tanto tu padre como yo fuimos responsables del fracaso de nuestro matrimonio. Ambos cometimos errores. Ambos salimos heridos. Los dos buscamos vengarnos. Tú también resultaste herido y te has vengado… Lo entiendo, pero es hora de reconsiderar los hechos, querido.
Bess le había tomado la mano. Randy observó sus manos unidas y acarició la de su madre con el pulgar. Parecía muy triste.
– No sé si podré, mamá.
– Si yo puedo, tú también.
Le apretó la mano para alentarlo.
Al cabo de un rato Bess se volvió hacia su escritorio y empezó a ordenarlo aunque no le apetecía. Poco después dio media vuelta y miró a Randy.
– Cada día te pareces más a él. A veces, cuando te veo de pie en la misma postura que él solía adoptar, con una sonrisa tan similar a la suya, siento… -Extendió los brazos, 1e cogió las manos y observó las palmas-. Tus manos son idénticas a las suyas… -Lo miró a los ojos y sonrió-. Y tus ojos… No puedes negar que eres su hijo, eso es lo que más duele, ¿no es así?
Randy no respondió, pero la expresión de su rostro indicó a Bess que ese día había causado una profunda impresión en él.
Con fingida animación, se arrellanó en el sillón y consultó su reloj.
– Se hace tarde y tengo que terminar un trabajo.
– ¿Irás a casa después? -preguntó Randy.
– Dentro de una hora, más o menos.
– ¿Tan importante es lo que tienes entre manos para quedarte aquí un sábado por la noche?
– Es un trabajo para tu padre. Me encargó que diseñara el interior de su nuevo apartamento.
– ¿Cuándo?
– A principios de esta semana -respondió Bess.
– ¿Acaso planeáis volver a vivir juntos?
– No, en absoluto. Me ha contratado para que decore su casa; nada más.
– ¿Te gustaría volver a vivir con él?
– No, pero tratarlo de manera civilizada me hace sentir mucho mejor que cuando éramos enemigos. El rencor termina por degradar a las personas. Escucha, cielo, lo lamento, pero tengo que trabajar.
– Sí, claro…
Randy se levantó y bajó un escalón para poder ponerse derecho. Después se volvió hacia su madre.
– Entonces nos veremos en casa. ¿Prepararás la cena cuando llegues?
Bess sintió remordimientos.
– Me temo que no. Tengo una cita con Keith.
– Ah… bueno…
– Si hubiera sabido que querías cenar conmigo, habría…
– No; no importa. No soy un bebé. Puedo arreglármelas solo.
– ¿Saldrás después? -inquirió Bess.
– Es probable que vaya a Popeye’s. Hoy toca una nueva banda.
– Te veré dentro de una hora, más o menos.
Cuando Randy se fue, Bess clavó la vista en el papel milimetrado mientras sostenía el lápiz ocioso en la mano. Esa noche era una de las contadas ocasiones en que Randy deseaba estar con ella, y se sentía desolada por haberlo defraudado. Sin embargo, ¿cómo podía saberlo? Él tenía diecinueve años, ella cuarenta. Compartían la casa, pero cada uno llevaba su propia vida. Él salía la mayoría de los sábados por la noche, casi nunca se quedaba a cenar.
No obstante, ni los argumentos más sensatos podrían atemperar su culpa. Para colmo, la asaltó un pensamiento que agregó más peso a la carga que ya llevaba: si Michael y yo no nos hubiéramos divorciado, en noches como ésta, cuando Randy nos necesita, estaríamos juntos; es más, si nunca nos hubiéramos divorciado, Randy no sufriría ahora.
A poca distancia del Lirio Azul, Randy entró en su coche, puso en marcha el motor y se quedó mirando el parabrisas. Las calles de Stillwater estaban desiertas, el hielo que cubría las aceras estaba demasiado sucio para reflejar las luces rojas de freno de su vehículo. Había anochecido. Las calzadas se llenarían de automóviles más tarde, hacia las seis y media, cuando la gente saliera para disfrutar de una buena cena en un restaurante. En cambio ahora, a la hora en que cerraban los negocios, la ciudad parecía haber sufrido una explosión nuclear… Ni un alma se movía en las calles. Un camión ascendía por Main Street. Lo oyó aproximarse, cambiar de marcha, retumbar. Lo vio aparecer en la esquina y doblar a la derecha hacia el puente levadizo para tomar rumbo al este hacia Wisconsin.
No quería ir a casa.
No quería ir a casa de Bernie.
No quería estar con ninguna chica.
No quería ir a ningún local de comida rápida.
Decidió visitar a la abuela Dorner. Ella siempre estaba alegre y sin duda le daría algo de cenar. Además, le gustaba su nuevo hogar.
Stella Dorner le abrió la puerta y lo abrazó de inmediato.
– ¿Qué haces aquí un sábado por la noche?
Stella olía a perfume caro. Llevaba el pelo encrespado y un elegante vestido azul.
– He venido para ver a mi chica preferida -respondió Randy.
La mujer rió y levantó una mano para ponerse un pendiente.
– Eres un mentiroso, pero te quiero. -Dio una vuelta y los pliegues de su falda ondearon-. Bueno, ¿cómo estoy?
– Espectacular, abu…
– Espero que él opine lo mismo. Tengo una cita.
– ¡Una cita!
– Es tan apuesto como tú. ¡Todavía conserva todo su cabello y los dientes, y hasta la vesícula! Además tiene un torso precioso, si puedo decirlo.
Randy soltó una carcajada.
– Lo conocí en las clases de gimnasia -explicó Stella-. Ha prometido llevarme al salón de baile Bel Rae.
Randy la rodeó con los brazos y la alzó en el aire.
– ¡Déjalo plantado y ven conmigo!
Ella rió y lo apartó de un empujón.
– Ve a buscar a tu novia. A propósito, ¿tienes alguna?
– Hummm… tengo echado el ojo a una muchachita.
– Entonces ¿por qué no estás con ella? -Stella le dio una palmada cariñosa en el brazo antes de volverse para dirigirse con paso presuroso a su dormitorio-. ¿Cómo te va todo? -preguntó desde allí.
– ¡Muy bien! -respondió él mientras entraba en el salón.
Había luces encendidas en todo el apartamento, la música sonaba y junto a las puertas correderas de vidrio había una pintura sobre un caballete.
– Me han dicho que te han invitado a una boda -exclamó Stella.
– ¿Qué te parece?
– Y también que vas a ser tío.
– ¿Puedes creerlo?
– ¿Crees que tengo aspecto de bisabuela?
– ¿Bromeas? Eh, abuela, ¿has pintado tú estas violetas?
– Sí. ¿Te gustan?
– ¡Son preciosas! ¡No sabía que pintabas!
– ¡Yo tampoco! Es divertido.
Las luces se apagaron en el dormitorio, en el baño, en el pasillo, y Stella entró en el salón como una brisa fresca, con un collar que hacía juego con los pendientes.
– ¿Ya has encontrdo alguna banda con la que tocar?
– No -respondió Randy.
– ¿La estás buscando?
– Bueno… últimamente no mucho.
– ¿Cómo esperas encontrar una banda si no la buscas?
En ese momento sonó el timbre.
– ¡Oh, es él!
Stella dio un salto mientras se dirigía a la puerta. Randy la siguió y tuvo la impresión de ser más viejo que ella.
El hombre que entró tenía los cabellos grises y ondulados, las cejas hirsutas, un mentón firme y lucía un traje de corte perfecto.
– Gil, éste es mi nieto, Randy -presentó Stella-. Ha pasado por aquí para saludarme. Randy, éste es Gilbert Harwood.
Se estrecharon las manos. El apretón de Gil era cálido y cordial. Mantuvieron una breve charla, pero Randy advirtió que los dos estaban ansiosos por marcharse.
Minutos después se encontró otra vez en su coche. Con más hambre y más solo que antes, vio alejarse el automóvil en que iba su abuela y su amigo.
Condujo por McKusick Lane hasta Owens Street, donde se quedó mirando la cantidad de vehículos que rodeaban The Harbor que se alzaba enfrente. Estacionó y entró en el local, que estaba atestado, se sentó a la barra y pidió una cerveza. El lugar estaba lleno de humo, olía a carne asada, y los clientes tenían el vientre prominente, la voz áspera y barba muy crecida.
El tipo que estaba a su lado llevaba una gorra de los Minnesota Twins, tejanos y una camiseta debajo de un chaleco acolchado plagado de manchas. Volvió la cabeza y miró a Randy por debajo de unos párpados hinchados.
– ¿Cómo va todo? -preguntó.
– Bien…, bien -contestó Randy y tomó un trago de cerveza.
Bebieron cerveza, escucharon una canción de dos años atrás, oyeron el siseo de la carne fría al caer sobre la parrilla caliente en la cocina y alguna que otra carcajada. Alguien entró en el establecimiento y el aire frío les hizo estremecerse por un instante, antes de que la puerta se cerrara. Randy observó que ocho parroquianos se daban la vuelta para mirar a los recién llegados y luego continuaban trasegando con indiferencia. Apuró la copa, sacó del bolsillo una moneda de veinticinco centavos y utilizó el teléfono público para llamar a Lisa.
Cuando su hermana contestó, dedujo por su voz que estaba atareada.
– Hola, Lisa, soy Randy. ¿Estás ocupada?
– Sí, un poco. Mark y yo estamos preparando spanakopita, ya sabes, esa carne envuelta en hojas de parra, para llevarla a una cena griega en casa de unos amigos. ¡Estamos de manteca y relleno hasta los codos!
– Oh, bueno, no es nada importante. Sólo quería saber si te apetecía ver alguna película en vídeo. Pensaba elegir una e ir a tu apartamento.
– Caray, Randy, lo siento. Esta noche es imposible, pero si quieres puedes venir mañana.
– Sí, quizá pase mañana. Oye, diviértete y saluda a Mark de mi parte.
– Lo haré. Llámame mañana, ¿de acuerdo?
– Sí, claro. Hasta entonces.
De vuelta en su coche, Randy encendió el motor, sintonizó la radio y permaneció sentado con las manos sobre el volante. Eructó mientras contemplaba las luces a ambos lados de la colina de Owens Street. ¿Qué hacía toda esa gente en sus casas? Niños pequeños que cenaban con sus padres, parejas de recién casados que cenaban juntos. ¿Qué diría Maryann Padgett si la telefoneaba para invitarla a salir? Por desgracia no tenía suficiente dinero para llevarla a ningún lugar decente. A principios de semana se había gastado sesenta dólares en marihuana, el depósito de gasolina estaba casi vacío, había vencido la fecha de pago de su batería y no cobraría hasta el viernes próximo.
Mierda.
Apoyó la frente contra el volante y recordó la imagen de su padre reflejada esa mañana en el espejo, junto a la suya, mientras se probaban los pantalones y se anudaban las corbatas de lazo. Se preguntó dónde le habría llevado a comer, de qué habrían hablado si él hubiera aceptado la invitación.
Miró su reloj. No eran siquiera las siete. Su madre estaría en casa, preparándose para salir con Keith, y él la entretendría si llegaba antes de que se marchara; además su madre volvería a sentirse culpable por dejarlo solo, como cuando le había preguntado si prepararía la cena.
Todo el mundo tenía a alguien. Todos menos él.
Buscó en su bolsillo, encontró la bolsita de marihuana y decidió: ¡Al diablo con todo!