Lisa telefoneó al Lirio Azul a las once de la mañana del 16 de agosto para anunciar que habían empezado los dolores de parto. Aún no había roto aguas, pero tenía contracciones y se había puesto en contacto con el médico. No era preciso que Bess acudiera al hospital enseguida. La llamarían cuando lo consideraran oportuno.
Bess canceló dos citas que tenía concertadas para la tarde y se quedó en el negocio, cerca del teléfono.
– Supongo que esto te hace revivir los días en que esperabas el nacimiento de tus hijos -comentó Heather.
– Oh, sí, claro que sí -confirmó Bess-. El parto de Lisa duró trece horas, y el de Randy sólo cinco. ¡Oh! ¡Tengo que llamarlo para darle la noticia!
Consultó el reloj y descolgó el auricular. Su relación con Randy era muy tirante desde el día en que lo había abofeteado. Ella hablaba, él gruñía. Ella se esforzaba por hacer las paces, y él se mostraba distante.
Randy contestó al primer timbrazo.
– ¡Randy, me alegro tanto de que estés ahí! Sólo quería decirte que Lisa ya está de parto. Todavía está en su casa, pero parece que se acerca el gran momento.
– Bien, deséale buena suerte de mi parte.
– ¿Por qué no se la deseas tú?
– Debo salir con la banda hacia Bemidji a la una en punto.
– Bemidji… -La voz de Bess delataba desaliento.
– No es el fin del mundo, mamá.
– No, supongo que no, pero no me gusta que tengas que conducir tanto.
– Son sólo cinco horas.
– Ten mucho cuidado, y duerme un poco antes de emprender el viaje de regreso.
– Sí.
– Y nada de alcohol.
– Ah, vamos, mamá… Por Dios…
– Me preocupo por ti.
– Preocúpate por ti misma. Ya soy mayor.
– ¿Cuándo volverás?
– Mañana. Hemos de tocar en White Bear Lake por la tarde.
– Dejaré una nota en casa si el bebé ya ha nacido para entonces. De no ser así, llámame al negocio.
– Está bien, mamá. Lo siento, tengo que irme.
– De acuerdo, pero escucha. Te quiero mucho.
Randy hizo una pausa muy larga antes de hablar.
– Sí, lo mismo digo -repuso, como si le costase pronunciar las palabras exactas.
Cuando se despidieron, Bess se sintió desolada. Miró por la ventana y pensó que había fracasado como madre. De pronto entendía cómo se había sentido Michael durante los últimos años y se preguntó cómo podría derribar la barrera que existía entre ella y Randy.
Abajo, Heather limpiaba el polvo de las estanterías.
– ¿Ocurre algo?
Bess exhaló un profundo suspiro.
– No lo sé… -Se interrumpió y al cabo de unos minutos se volvió hacia Heather-. ¿Te cuesta querer a alguno de tus hijos más que a los otros? ¿O sólo me sucede a mí? A veces me siento muy culpable, pero te juro que Randy es tan arisco…
– No te pasa sólo a ti. A mí me ocurre lo mismo con mi hija Kim, la mediana. No le gusta que la abracen, y mucho menos que la besen. No participa en las fiestas familiares desde que cumplió los trece años, nunca nos regala nada en el día de la Madre o del Padre, critica mi coche, la emisora de radio que escucho, las películas que me gustan y la ropa que uso. Sólo viene a casa cuando necesita algo. A veces resulta difícil querer a un hijo que se comporta así.
– ¿Piensas que con el tiempo cambiarán?
Heather dejó sobre la repisa una fuente de cristal.
– ¡Espero que sí! ¿Qué te ha pasado con Randy?
Bess la miró.
– ¿La verdad?
Heather siguió quitando el polvo con aparente indiferencia.
– Si quieres contármela…
– Me sorprendió en la cama con su padre.
Heather prorrumpió en carcajadas, suaves al principio. Poco a poco su risa se hizo tan estentórea que resonó en todo el local. Cuando se hubo calmado, agitó en el aire el trapo.
– ¡Hurra!
Bess se enfureció.
– ¡Estás desparramando polvo sobre los artículos que acabas de limpiar!
– ¡Qué más da! ¡Despídeme! -exclamó desafiante antes de reanudar sonriente su tarea-. Ya sospechaba que había algo entre vosotros. Sabía que no pasabas todo tu tiempo en citas de negocios. La verdad es que me alegro.
– Pues no deberías alegrarte, porque sólo nos ha causado problemas. Randy descargó contra su padre toda la rabia que acumulaba desde el divorcio. Intervine, pero las cosas se me fueron de las manos. Propiné un cachete a Randy, que desde entonces se muestra distante y hostil. ¡Ah…! A veces detesto ser madre.
– A todas nos ocurre en alguna ocasión.
– ¿Qué he hecho mal? Siempre le he dicho que le quiero, le he besado y abrazado. Cuando era pequeño asistía a las reuniones de la escuela y seguía los consejos que aparecen en los libros. Sin embargo en algún lugar del camino lo perdí. Cada día se aleja más de mí. Sé que bebe y creo que también fuma marihuana, pero no puedo conseguir que lo deje.
Heather dejó el trapo sobre el estante y subió al desván para abrazar a Bess con ternura.
– No siempre somos nosotras las que hacemos las cosas mal, a veces son ellos quienes se equivocan. Entonces sólo nos cabe esperar a que se les pase, confíen en nosotras o toquen fondo.
– Le encanta su trabajo. Desde niño deseaba tocar con una banda, pero tengo miedo por él. Es una forma de vida un tanto destructiva.
– No puedes elegir por él, Bess; ya no.
– Lo sé… -susurró y la estrechó-. Lo sé. -Se apartó con los ojos llenos de lágrimas y añadió-: Gracias, Heather. Eres una gran amiga.
– Soy una madre que ha hecho todo cuanto estaba en su mano, como tú, pero… -Levantó los brazos-. Lo único que podemos hacer es amarlos y esperar que todo les vaya bien.
Era muy difícil concentrarse en el trabajo sabiendo que Lisa estaba a punto de dar a luz. Tenía que terminar varios diseños, pero estaba demasiado inquieta para permanecer en el altillo. Así pues, bajó para atender a los clientes, marcó el precio de algunas telas que acababan de llegar y las expuso sobre un perchero antiguo de madera. Salió a la calle y regó los geranios de la entrada. Luego desembaló un cargamento de papel pintado. Consultó su reloj de pulsera por lo menos doce veces en una hora.
Mark llamó poco antes de las tres de la tarde.
– Estamos en el hospital -anunció-. ¿Puedes venir ahora?
Tan pronto como hubo colgado el auricular, Bess cogió el bolso y se marchó a toda prisa de la tienda.
El trayecto hasta el hospital de Lakeview, que se alzaba sobre una colina con vistas al lago Lily era de apenas tres kilómetros. Aunque había otros más cercanos al apartamento de Mark y Lisa, ésta había preferido confiar en los médicos que conocía de toda la vida. Bess experimentó una sensación de bienestar al acercarse al hospital donde habían nacido sus hijos; donde habían enyesado el brazo a Lisa; donde los dos se habían sometido a exámenes médicos; donde les habían atendido cuando se resfriaban; donde estaban sus historias clínicas, y donde toda la familia había visto por última vez al abuelo Dorner.
El ala de obstetricia era tan nueva que todavía olía a la cola de la moqueta y el papel pintado. El vestíbulo tenía luz indirecta y conducía a un puesto de enfermeras rodeado de habitaciones.
– Soy la madre de Lisa Padgett -anunció Bess a la enfermera de guardia.
La joven le indicó que aguardara en la sala de espera.
Lisa y Mark ya se hallaban en el paritorio, junto con una enfermera sonriente que llevaba un uniforme azul con un rótulo de identificación donde se leía JAN MEERS. Lisa estaba tendida en la cama mientras Jan Meers le ajustaba alrededor del vientre algo blanco que parecía un tubo. Después cogió dos sensores y se los colocó debajo de la faja de la cintura.
– Ya está -dijo.
Los cables estaban conectados a una máquina que la enfermera acercó más a la cama.
– Este monitor nos indicará si al bebé se le ocurre cambiar de idea -explicó con una sonrisa.
– Oh, espero que no. No creo que sea tan travieso…
– Este aparato capta los latidos del corazón del niño -dijo Jan-, y este otro muestra tus contracciones, Lisa. Mark, una de tus funciones será mirar esta pantalla. Cuando veas que la línea se eleva, tendrás que recordar a Lisa que respire hondo. La contracción tarda unos treinta segundos en alcanzar su pico y a los cuarenta y cinco segundos comenzará a remitir. Todo el proceso dura alrededor de un minuto. Sabrás cuándo tu esposa tendrá una contracción antes de que empiece, Mark.
La enfermera Meers apenas había terminado su explicación cuando Mark exclamó:
– ¡Se está elevando! -Se acercó más a Lisa sin apartar la vista del monitor-. Bien, relájate. Recuerda, tres jadeos y un soplido. Jadeo, jadeo, jadeo, soplido… jadeo, jadeo… Bien, vamos por los quince segundos… treinta…, aguanta, mi amor… cuarenta y cinco segundos… ya casi ha pasado… ¡Muy bien!
A continuación se inclinó sobre Lisa, le apartó los cabellos de la frente y sonrió. Le susurró algo al oído y ella asintió antes de cerrar los ojos.
A las seis y media los Padgett llegaron al hospital. Bess se dirigió a la cafetería, sacó una lata de gaseosa de una máquina y regresó a la sala de espera, un lugar espacioso y tranquilo con sillones cómodos y un sofá lo bastante largo para tenderse en él. Contaba además con una nevera, una máquina de café, algunos comestibles, un baño, una televisión, varios juguetes y libros.
Bess deseó que Michael estuviera a su lado. Por lo visto, él se negaba a acudir para evitar verla, del mismo modo que había declinado la invitación de Barb y Don.
Bess buscó una cabina telefónica para llamar a Stella, que le pidió que le avisara cuando naciera el niño, aunque fuera de madrugada. Después volvió al ala de obstetricia y se detuvo ante los ventanales del vestíbulo. Llevaba largo rato allí parada cuando alguien le tocó el hombro.
– Bess.
Se volvió al reconocer la voz de Michael y sintió un enorme alivio y la terrible amenaza de las lágrimas.
– Estás aquí… -exclamó, como si él se hubiera materializado desde su fantasía.
Avanzó unos pasos para refugiarse en sus brazos, firmes y tranquilizadores. El olor de su ropa y su piel le era familiar, y por un minuto imaginó que sus hijos eran pequeños, acababan de acostarlos y por fin gozarían de unos momentos de intimidad.
– Lo siento, Bess -susurró Michael-. He tenido que viajar a Milwaukee. Acabo de regresar y he oído el mensaje en el contestador. -La fuerza del abrazo de Bess le sorprendió-. Bess, ¿qué pasa?
– En realidad, nada. Me alegro mucho de que estés aquí.
Michael la estrechó al tiempo que dejaba escapar un suspiro. Estaban solos en el vestíbulo, y por un instante el tiempo pareció algo abstracto, no había prisa, nada que les impidiera abrazarse, sólo tenían conciencia de que estaban juntos otra vez en ese momento tan importante en la vida de su hija y la suya propia.
Bess apoyó cabeza en el hombro de Michael.
– Estaba pensando en lo sencillo que era todo cuando los chicos eran pequeños; jugaban con sus amiguitos hasta el anochecer y volvían a casa llenos de picaduras de mosquitos. ¡Oh, Michael, fue una época maravillosa!
– Sí, lo fue.
Bess notó que él le acariciaba el pelo, después los hombros.
– Ahora Randy está de viaje con su banda, probablemente cargado de marihuana, y Lisa ahí dentro, con los dolores del parto.
Michael se apartó un poco para mirarla a los ojos.
– Así es la vida, Bess. Los hijos crecen.
La expresión de Bess delataba que no estaba preparada para aceptarlo.
– No sé qué me ocurre esta noche -admitió-. Por lo general no soy tan tonta y sentimental.
– No eres tonta, Bess -repuso Michael-. Esta noche es especial. Además la nostalgia te sienta muy bien.
– Oh, Michael…
Bess se apartó, consciente de su debilidad, y se dejó caer en un sillón junto a una maceta con una palmera.
– ¿Cómo está Lisa? -preguntó él.
– Dicen que el bebé es bastante grande y quizá tarde un poco en nacer.
– Nos quedaremos aquí el tiempo que sea necesario. ¿Y Stella? ¿Ya lo sabe?
– Sí -respondió Bess-. Ha preferido quedarse en casa y esperar la noticia.
– ¿Y Randy?
– Antes de que se marchara le expliqué que ya había comenzado las contracciones. Regresará mañana.
Michael se sentó a su lado y le cogió la mano. Reflexionaron sobre el tiempo que llevaban separados y su obstinación, que sólo les había conducido a la soledad. Se miraron las manos entrelazadas, agradecidos de que alguna fuerza ajena a ellos los hubiera reunido.
Echaban alguna cabezada mientras aguardaban. Hacia la medianoche se dirigieron a la sala de espera, donde Jake Padgett dormía tendido en el sofá. Hildy, sentada en una mecedora de madera, realizaba una labor de punto de cruz y los saludó en silencio con la mano al verlos en el umbral.
De pronto los acontecimientos se precipitaron. Lisa sentía contracciones cada cinco minutos; Mark se puso una bata y una mascarilla azul para presenciar el nacimiento y cogió de la mano a su esposa. Marcie Unger, que había sustituido a la enfermera Meers, permaneció junto a la parturienta.
Bess y Michael aguardaban en la sala de espera, junto a Jake y Hildy Padgett.
Bess observó a Michael. Sus ojos eran preciosos y tenían el poder de confortarla.
– ¿Cómo te sientes? -preguntó Michael.
– Asustada. ¿Y tú?
– También.
– No debemos preocuparnos. Todo saldrá bien. Estoy segura.
Al hablar se sintieron más tranquilos.
– Con un poco de suerte, Michael, este chico heredará tus ojos.
– Algo me dice que todos tendremos suerte a partir de ahora -repuso él al tiempo que le dedicaba un guiño.
En la sala de parto, la cabecera de la cama estaba elevada en un ángulo de 45 grados. Lisa tenía las rodillas dobladas debajo de la sábana y los ojos cerrados mientras jadeaba con la cara brillante de sudor.
– Tengo que… tengo que pu… pujar -balbuceaba.
– No, todavía no -indicó Marcie Unger-. Reserva las fuerzas.
– Es el momento… sé que es… oh… oh… oh…
– Sigue respirando como te dice Mark.
– Respira hondo esta vez -aconsejó Mark a su lado.
Apareció otra enfermera pertrechada con una bata y una mascarilla.
– La doctora estará aquí en un minuto. Hola, Lisa, soy Ann -se presentó-. He venido para hacerme cargo del bebé en cuanto llegue. Yo lo mediré, lo pesaré y lo bañaré.
Lisa asintió y Marcie Unger retiró la sábana que le cubría las piernas, después la barandilla de la cama y colocó un par de reposapiés.
– Utilízalos si lo deseas -le informó a Lisa.
En las barandas de los costados ajustó dos piezas que parecían un manillar de bicicleta, con los puños de plástico, y puso la mano izquierda de Lisa en una de ellas.
– Esto te ayudará a hacer fuerza cuando debas pujar.
– Ahí viene otra… -anunció Mark-. Vamos, mi amor… Jadea, jadea, jadea, sopla…
La doctora apareció vestida como todos los demás, con bata, máscara y gorro azules.
– ¿Cómo te encuentras, Lisa? -preguntó mientras echaba un vistazo a los monitores.
– Hola, doctora Lewis -saludó Lisa con el máximo entusiasmo que podía exhibir y voz débil-. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
– No te preocupes, me he mantenido al corriente. En primer lugar vamos a hacer que rompas aguas, Lisa. Después todo sucederá bastante deprisa.
Lisa asintió y miró a Mark, que le sostenía la mano entre la suya y le acariciaba los dedos.
Minutos más tarde un fluido rosado manó de las entrañas de Lisa y manchó las sábanas debajo de ella. La siguiente contracción arrancó fuertes gemidos de dolor a Lisa, que se estremeció y se aferró a las manijas mientras trataba con todas sus fuerzas de pujar.
Sin embargo el niño se negaba a salir.
– Lisa, vamos a ayudarte un poco -informó la doctora-. Colocaremos en la cabeza del bebé una taza de succión para que la próxima vez que pujes podamos tirar de él. ¿De acuerdo?
– ¿Hará daño al bebé? -preguntó Lisa.
– No -contestó la doctora.
– De acuerdo.
– Ahí viene… -anunció unos minutos después la doctora Lewis.
Lisa empujó, la doctora tiró, y emergió una cabeza minúscula con los cabellos negros y ensangrentados.
– ¡Ya está!
– ¿Ya ha nacido? -suspiró Lisa entre jadeos.
– Falta poco. Un empujón más y estará fuera.
Tras la siguiente contracción se produjo el maravilloso milagro del alumbramiento.
– ¡Es una niña! -exclamó la doctora.
Lisa sonrió.
– ¡Bien! -vociferó.
La enfermera enseñó a Natalie Padgett a su flamante familia.
– Hola, Natalie -dijo Michael.
Cogió en brazos a su preciosa nieta y la admiró junto con Bess. La tentación de besarla era irresistible, pero no lo hicieron. Ambos tenían los ojos empañados por las lágrimas.
Pasó la recién nacida a Bess, quien la sostuvo apenas unos segundos antes de que la reclamara el padre, y después la enfermera Ann. Hildy entró con Jake, y Bess y Michael volvieron a la sala de espera contigua, donde reinaba un silencio absoluto y estaban solos. Se abrazaron en silencio durante largo rato. El nacimiento de su nieta se fundía en sus recuerdos con el de Lisa.
– Nunca pensé que me sentiría así -comentó Michael con la voz ronca de emoción.
– ¿Cómo? -susurró ella.
– Completo.
– Sí, ésa es la palabra.
– Es una parte de nosotros que ha venido al mundo. ¡Dios mío, me estremezco sólo de pensarlo!
Bess tenía un nudo en la garganta mientras permanecía en los brazos de Michael y le frotaba la espalda a través de la áspera bata azul.
– Oh, Michael…
Permanecieron unidos en un largo abrazo hasta que se atemperaron sus emociones.
– ¿Cansada? -preguntó Michael.
– Sí, ¿y tú?
– Estoy exhausto.
Él la apartó un poco y la miró a la cara.
– Bueno, no hay ninguna razón para que nos quedemos aquí. Vamos a ver una vez más a la nena y a despedirnos de Lisa.
En la habitación contigua, los flamantes padres ofrecían una escena que enternecía el corazón. Con la criatura envuelta en una manta rosa entre los dos, Lisa y Mark rebosaban de amor y felicidad. Se les veía tan exultantes que parecía un delito interrumpirlos.
Bess se inclinó hacia Lisa, le acarició el pelo y la besó en la mejilla. Luego rozó con los labios la cabecita del bebé.
– Buenas noches, querida. Te veré después, esta misma tarde.
A continuación se acercó Michael y también la besó, embargado por las mismas emociones que Bess.
Felicitaron y abrazaron a Mark y salieron juntos del hospital.
Amanecía cuando salieron. Los gorriones piaban desde los árboles cercanos mientras el cielo comenzaba a iluminarse. El aparcamiento estaba casi vacío cuando Bess y Michael lo cruzaron con lentitud.
Cuando se acercaban al coche de Bess, Michael la cogió de la mano.
– Ya somos abuelos.
Ella sonrió a pesar de su cansancio.
– Un par de abuelos rendidos. ¿Tienes que trabajar hoy?
– No pienso hacerlo. ¿Y tú?
– Debería ir al negocio, pero creo que dejaré que Heather se las arregle sola. Dormiré un rato y volveré para ver a Lisa y al bebé.
– Sí, yo también.
Quedaba poco que añadir. Había llegado el momento de separarse.
Después de una noche en vela, les dolían los ojos y la espalda. No obstante permanecieron cogidos de la mano, aun cuando eran conscientes de que carecía de sentido. Uno de los dos tenía que decidirse.
– Bueno… -dijo Bess-. Nos veremos más tarde…
– Sí, hasta luego.
Bess se apartó de él como si alguien, en contra de su voluntad, la arrastrara en la dirección opuesta. Entró en su coche mientras Michael apoyaba las manos sobre la portezuela abierta, que cerró en cuanto ella puso en marcha el motor. Bess agitó la mano a modo de despedida con una expresión de tristeza en la cara.
Michael retrocedió un paso cuando el vehículo empezó a rodar y hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Se sentía vacío y perdido mientras la observaba partir.
Cuando el automóvil hubo desaparecido de su vista, exhaló un profundo suspiro, levantó la cara al cielo y tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Subió a su coche y se quedó sentado, inmóvil, con el motor apagado y las manos sobre el volante.
Reflexionaba sobre su futuro y lo vacío que sería sin Bess. ¿Por qué tiene que ser de esta manera?, se preguntó. Los dos hemos cambiado. Nos queremos y deseamos ver otra vez junta a nuestra familia. ¿Qué diablos estamos esperando?
Puso en marcha el motor; salió del aparcamiento a toda prisa y enfiló la calle Greeley para ir detrás de Bess sin respetar el límite de velocidad.
Frente a la casa de la Tercera Avenida frenó con un rechinar de neumáticos y se apeó. El coche de Bess estaba en el garaje, ya que la puerta estaba baja. Ascendió a la carrera por el sendero hasta la entrada, tocó el timbre, golpeó varias veces la puerta con el puño y esperó. Bess debía de haber subido a su dormitorio.
Cuando por fin apareció se quedó boquiabierta.
– ¿Qué pasa?
Él irrumpió como una tromba, cerró la puerta de un golpe y la tomó en sus brazos.
– Sabes muy bien lo que pasa, Bess. No entiendo por qué seguimos separados cuando podríamos estar juntos y felices. Deseo que… -Respiró hondo y la estrechó aún más-. ¡Oh, Dios, deseo tanto vivir contigo! -Le dio un beso breve, apasionado y posesivo antes de apretarla contra su pecho-. Quiero que Lisa y Mark traigan a su hija a nuestra casa, que la dejen a nuestro cuidado cuando les apetezca salir de noche y pasemos todos juntos la Navidad.
»Deseo que los dos tratemos de enmendar el daño que causamos a Randy. Si empezamos ahora, quizá consigamos encarrilarlo. -Se apartó un poco y juntó las manos delante de la cara en actitud de ruego-. Por favor, Bess, cásate otra vez conmigo. Te amo. Esta vez nos esforzaremos para que todo salga bien. Zanjemos nuestras diferencias, por nosotros y por nuestros hijos. ¿No comprendes que Lisa tiene razón? Oh, Bess, no llores…, por favor.
Ella le rodeó el cuello con los brazos.
– ¡Michael! Sí, yo también te amo y deseo lo mismo que tú. No sé qué va a ser de Randy, pero debemos intentarlo. ¡Nos necesita!
Se besaron como hubieran querido hacerlo en el aparcamiento del hospital. Sus labios se separaron, sus miradas quedaron clavadas en el otro, aun así fracasaron en el intento de compartir la profundidad de las emociones que los embargaban.
Michael la besó en la mejilla, sorbió sus lágrimas, y después en la boca, esta vez con mayor suavidad.
– Casémonos lo antes posible.
Bess sonrió.
– Está bien. Como tú digas.
– Hoy mismo comunicaremos la noticia a los chicos, y también a Stella -agregó Michael-. Será la segunda mujer más feliz de Estados Unidos.
Bess no dejaba de sonreír.
– La tercera, tal vez…, después de Lisa y de mí.
– De acuerdo, la tercera.
– Estoy tan rendida que no puedo tenerme en pie.
– Entonces ¿por qué no vamos a la cama?
– ¿Para hacer qué? ¿Acaso quieres que Randy nos sorprenda otra vez? Debe de estar a punto de llegar.
Michael le acarició los senos y trató de convencerla.
– Dormirás mucho mejor después… Siempre te ocurre.
– Hoy no me costará conciliar el sueño.
– Mujer cruel…
Bess se apartó y le sonrió con ternura.
– Michael, tendremos mucho tiempo para eso. Lo cierto es que estoy muy cansada y no quiero contrariar más a Randy. Actuemos con sensatez.
Michael la aferró de las manos y dio un paso atrás.
– De acuerdo, me iré a mi casa como un chico bueno. ¿Te veré más tarde en el hospital?
– Pensaba ir alrededor de las dos.
– Está bien. ¿Me acompañas al coche?
Bess sonrió, y cogidos de la mano salieron al jardín, donde el amanecer teñía el cielo de tonos púrpuras y dorados y una brisa suave movía las hojas de los arces. Las hortensias frente al garaje exhibían enormes flores blancas y la fragancia del verano se elevaba desde la tierra caliente.
Michael subió a su automóvil, cerró la portezuela y bajó la ventanilla. Bess asomó la cabeza y lo besó.
– Te amo, Michael.
– Yo también te amo y estoy seguro de que esta vez, todo saldrá bien.
– Yo también estoy convencida.
Michael arrancó el motor sin dejar de mirarla a los ojos.
– Es terrible ser madura y tener que tomar decisiones sensatas -afirmó Bess-. Daría cualquier cosa por arrastrarte hasta nuestro dormitorio y hacer el amor.
Michael solió una carcajada.
– Nos tomaremos la revancha. Espera y verás.
Bess retrocedió unos pasos, se cruzó de brazos y observó cómo el vehículo se alejaba por el sendero.