Radio Mónaco dio las noticias cuando yo estaba desayunando. Informó que yo había sido visto la noche anterior en St. Raphael conduciendo un Simca Etoile en compañía de una mujer cuya descripción correspondía a la de Lucía.
– Tras el desayuno, estuve pensando en la entrevista con Skurleti que iba a tener lugar aquella noche.
Skurleti me había invitado a que confiara en él; y yo le haría caso hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto. La perspectiva de dar aquel largo paseo para volver al Relais a coger el Citroën con doscientos mil francos encima no me hacía ninguna gracia. Por otra parte, si utilizaba el Citroën y él me lo veía, y que luego fuera él quien diera el paseo, seguro que se fijaría en la matrícula. Aun cuando hubiéramos cerrado el trato en la entrevista, y aun cuando él ya no tuviera ningún interés en Lucía y en mí, no me gustaba la idea de que supiera sobre nosotros más de lo necesario. Algo podría ir mal.
Y entonces tuve lo que me pareció una especie de inspiración. Skurleti me había dicho que el primer plan era "sencillo y había funcionado perfectamente". Pues, bien, había un modo de hacerlo todavía más sencillo y al mismo tiempo más seguro para mí. Consistiría en tapar la matrícula del Citroën durante cierto tiempo, pero no mientras el coche estuviera en la carretera.
Cogí las llaves que Lucía me había dejado, me dirigí sigilosamente al garaje y abrí la puerta.
Dentro había la consabida acumulación de chatarra: un paraguas roto, una vieja cámara de neumático, botes de pintura seca. Lo que yo buscaba era una grasa o algo así, oscuro y pegajoso. Mi idea era extenderlo sobre los números y luego borrarlo con facilidad.
No había grasa. Lo que encontré fue un par de placas de una matrícula turística inservible. Su fecha de validez había expirado el año anterior, pero para Skurleti valdrían. Aunque notase que estaban caducadas, este dato no le serviría de nada.
También encontré un trozo de alambre del utilizado para amarrar plantas. Cogí las placas TT y el trozo de alambre y regresé a casa.
Lucía telefoneó a las doce y cuarto.
– ¿Has dormido bien?
– Sí.
– ¿Sin Luminal?
– Sí. ¿Y tú?
Se echó a reír.
– Yo aún estoy en cama. ¿Quieres saber lo que dice el periódico?
– ¿Es interesante?
– Dice que tú eres un hombre misterioso.
– Eso quiere decir que todavía no tienen nada de nuevo. Hablemos de esta noche. ¿Es muy grande el paquete que vas a traer?
– Hay otras cincuenta páginas como las que tú tienes, todas colocadas en orden. Sólo tenemos que colocar en su sitio las que están ahí y todo está completo. Llevaré también la otra copia.
– Bien. Creo que esta tarde puedo empezar a llamar a los hoteles. Nuestro segundo cliente ya tuvo tiempo de haber llegado.
– Estuve buscando en la Guía de Hoteles. Hay un gran número de hoteles con nombres suizos. Ayer hice una lista. Podríamos partírnosla entre los dos para ahorrar tiempo.
Me dio una lista con dieciocho nombres y sus números respectivos; en ella venían varias pensiones que decidí dejar para el final. Tenía la impresión de que el brigadier Farisi probablemente habría elegido un hotel de los que vienen en las guías populares, la Michelín o la Europa Touring por ejemplo, y que, aun cuando su elección estaría en función de un nombre, su nivel de vida era constante. Era poco probable que al Hotel Schweizerhof de Zürich siguiese la pensión Edelweiss de Niza.
Lucía tenía sus dudas, pero coincidía conmigo en que debíamos dedicarnos a los hoteles primero.
A las tres de la tarde comparamos resultados. Ninguno de los dos tenía ninguna novedad que comunicar. Lucía empezó a perder confianza en la idea del nombre suizo.
– Es demasiado pronto para saberlo -dije yo-. No ha podido hacer una reserva por adelantado. Habrá llegado hace muy poco. Debemos tener paciencia y seguir intentándolo.
– De todos modos, puede que yo esté equivocada. Tal vez él ha pensado de otro modo. Tengo que pensar.
No le dije que yo había empezado a pensar en otra dirección. Ella estaba tan segura de que Farisi respondería a la publicación de la entrevista, que yo, automáticamente había aceptado su punto de vista. Ahora me empezaban a asaltar las dudas. Cierto que Skurleti también esperaba que Farisi llegase a Niza. Pero podían estar equivocados los dos; el Gobierno iraquí podía haber decidido enfrentarse al problema de otro modo, hacer las cosas a alto nivel, a través de los cauces diplomáticos con el Gobierno francés, pongamos por caso, o pidiendo a El Cairo que hablase con los rusos.
Seguí haciendo llamadas telefónicas, pero mi corazón ya no estaba en lo que hacía. Me preguntaba cuánto tardaría en compartir mis dudas con Lucía; quizá mañana, cuando ella tuviera el dinero de Skurleti en las manos y se podía permitir el lujo de ser más filosófica.
Al cabo de catorce minutos, volvió a llamarme.
– Está aquí -me dijo.
Jadeaba con la emoción.
Tuve la suficiente presencia de ánimo para no preguntarle qué quería decir y cambié la pregunta.
– ¿Dónde? -le contesté.
– Déjame que te explique. Volví a pensar en cómo podía haber razonado él. Schweizerhof significaba castillo o casa grande en Suiza. Así que busqué un hotel que pudiera tener la misma asociación en Niza. Y encontré el Hotel Windsor. En Inglaterra existe el castillo de Windsor, ¿no? Así que llamé al Hotel Windsor.
– ¿Y está allí?
– No. Quedé muy desilusionada, y volví a pensar otra vez.
– ¿Y? El suspense me mata.
Ella se echó a reír.
– Pensé que tal vez Farisi tuviera una mente muy literal. El nombre del hotel de Zürich es Grand Hotel Schweizerhof. ¿Cuáles son los Grandes Hoteles de Niza?
– ¿El Ruhl? ¿El Negresco?
– No. Uno dice Hotel Ruhl, Hotel Negresco. Sólo hay un Gran Hotel en Niza, el Gran Hotel de la Paix. Es interesante que la palabra "Grand" signifique tanto para él. Está aquí.
– ¿Hablaste con él?
– Por supuesto que no. Corté tan pronto me conectaron. ¿Me contarás lo que te diga?
– Al instante. Eres una chica inteligente.
– Estoy de acuerdo.
El individuo que atendió mi llamada era un tipo que parecía enfadado y receloso al mismo tiempo. Hablaba un francés correcto, con un fuerte acento extranjero, y un tono de voz agudo y monótono.
– Monsieur Farisi no se puede poner en este momento. ¿De parte de quién?
– No sería prudente dar nombres por teléfono. Monsieur Farisi ha venido a Niza para discutir un asunto de negocios con una amistad de un antiguo compañero de armas, creo. Yo hablo en representación de ella.
– Yo puedo darle el recado.
– Preferiría hablar yo con él.
– Eso no es posible.
– ¿Cuándo será posible? Puedo volver a llamar.
– Monsieur Farisi no habla el francés.
– Yo hablo el inglés tan bien como él.
– Un momento.
Hubo un silencio mortal; había tapado el teléfono con la mano. Luego se oyó la misma voz otra vez.
– ¿Usted quiere concertar una entrevista para que Monsieur Farisi vea a la chica?
– No, nada de eso. Yo soy el que representará a la chica en las negociaciones.
– Un momento.
Hubo otra consulta inaudible antes de que volviera a hablar.
– ¿Puede venir al hotel esta noche?
Yo empecé a perder la paciencia.
– No, no puedo.
– ¿Por qué no? Si como usted afirma, representa a la persona en cuestión…
Yo no le dejé terminar.
– ¿Cuántas horas hace que han llegado a Niza? -le pregunté.
– ¿Por qué quiere saber eso?
– Coja un periódico de la ciudad, el de esta mañana le servirá. Léalo con atención y entonces comprenderá. Llamaré al brigadier Farisi dentro de media hora.
– ¿Cómo se llama usted?
No le respondí. Llamé a Lucía. Mis palabras no parecieron sorprenderla.
– Si creen necesario enviar un intérprete, podían haber enviado alguien con sentido común -me lamenté.
– Son militares -dijo ella con resignación-; necesitan gritar y dar taconazos.
Pero cuando volví a llamar, hubo menos gritos y menos taconazos.
– ¿Dice usted que puede hablar en inglés?
– Sí.
– Un momento.
El tono del brigadier Farisi no rezumaba buena voluntad precisamente, pero hablaba con calma y fue directamente al grano. Le tuve que volver a explicar que no iba a tratar directamente con Lucía, sino a través de mí como intermediario; pero una vez que él aceptó esto, las cosas fueron mucho mejor. Incluso pareció aliviado.
– Muy bien. Lo comprendo. Ahora, vayamos al grano -dijo-. Deduzco que es peligroso para usted atraer la atención de la policía. Por lo tanto, el plan más sencillo me parece que es el de que yo vaya a verle. Si me dice dónde, saldré inmediatamente.
– Me temo que las cosas no sean tan sencillas, brigadier. Si usted ha llegado hoy a Niza, y creo que así es, estoy seguro que también usted está vigilado ya.
– ¿Por la policía? ¿Y por qué?
– No, por la policía no. Por el Comité, la gente interesada en la operación Dagh.
– Me cuesta creerlo. ¿Cómo me iban a encontrar?
– Yo le encontré sin molestarme mucho. Ellos se habrán molestado menos todavía. Probablemente le han seguido ya desde el aeropuerto. En cualquier caso, debemos suponer que lo hicieron.
– No pudieron haber actuado con tanta rapidez.
Su tono era un tanto despectivo.
– ¿Usted cree que no? Tengo información fidedigna de que tres miembros del Comité salieron de Ginebra ayer por la tarde. Esto les da mucho tiempo de ventaja. Todos ellos saben que usted iba a venir. En Zürich llegaron hasta su amigo antes que usted. Aquí intentarán hacer lo mismo.
– Dice usted que salieron ayer. ¿Cómo ha podido obtener esa información?
Al menos, no era tonto.
– Me la dio el representante de un consorcio petrolífero italiano que está interesado como usted en conseguir la información de la Operación Dagh. También llegó ayer.
– ¿Y ya pudo hablar con él?
– Sí, como ve, Brigadier, los acontecimientos se suceden rápidamente.
Farisi soltó un juramento; por lo menos, eso pareció; a lo mejor, sólo pidió la ayuda de Alá.
– Supongo que se habrá negado a discutir el asunto con él, por supuesto -dijo en inglés.
– Al contrario, hemos discutido el asunto extensamente. Y él hizo una oferta en metálico muy sustanciosa.
– Ese material es propiedad de mi gobierno -estalló-, y yo he venido para reclamarlo. Si es necesario, recabaré la ayuda de las autoridades francesas.
– En este caso, brigadier, nunca lo verá delante. Mañana mismo estará en Italia.
Farisi hizo un ruido de mal genio, pero yo continué:
– Es más, no es propiedad de su gobierno. Era una propiedad de su amigo muerto en Suiza. Su gobierno se lo iba a comprar a él. Ahora ha pasado a otras manos. Su gobierno todavía puede comprarlo si quiere. Vamos, brigadier, para eso es para lo que ha venido, ¿verdad? ¿O no?
Farisi suspiró profundamente.
– Estoy autorizado a dar ciertas compensaciones a la persona a quien usted representa -dijo en tono altanero-. Dichas compensaciones son a cambio de las dificultades, problemas y gastos que esa persona ha padecido por preservar el material de ciertos enemigos del Estado.
– Muy bien. Pero he de decirle que esas dificultades, problemas y gastos han sido, en conjunto muy grandes. Además, esa persona ha estado, y lo está todavía, en considerable peligro. Evidentemente, la compensación ha de ser sustancial.
Hubo una pausa y luego preguntó:
– ¿Como cuánto?
– La oferta inicial de los italianos ha sido de doscientos cincuenta mil.
– ¿Liras italianas?
– Nuevos francos franceses.
Celebró una consulta con el intérprete para ver cuánto era en dinares iraquíes. Eran casi dieciocho mil.
Cuando tuvo la cifra, hubo ecos de risas burlonas. Yo continué rápidamente:
– Naturalmente, se trata solamente de una oferta inicial. Mi impresión es que estarían dispuestos a pagar el doble de esa cantidad.
– ¡Tonterías! Para ellos no vale ni la mitad.
– Mi impresión es diferente. Sin embargo, he de tener una entrevista con su representante esta noche. Después de ella decidiremos si aceptamos o no su oferta.
– ¿Esta noche?
– Cada hora de retraso aumenta el peligro. Si las cosas se ponen difíciles, puede que tengamos que pedir la protección de la policía. De todos modos, al fin tendremos que presentarnos a ella, pero a la chica le gustaría deshacerse del material primero, a cambio de todo lo que pueda obtener por él. De no ser así, todo sería simplemente confiscado por la policía francesa. Me imagino que sus compañías petrolíferas también estarían interesadas.
– Pero yo estoy dispuesto a entrevistarme con usted esta noche. Ya se lo he dicho.
Le empezaba a cansar todo aquello.
– Brigadier, no tengo intención de presentarme voluntariamente para que me maten, y supongo que usted tampoco. Cualquier entrevista entre nosotros debe ser minuciosamente planeada. Y aun así, resultará peligrosa. A menos que sea con un objetivo concreto, no pienso correr el riesgo. ¿Para qué?
– Ya le dije que estoy dispuesto a pagar.
– Pero los italianos pagarán más.
– Yo pagaré veinticinco mil dinares. Espere un momento -lo calculó para mí-. Unos trescientos cincuenta mil francos a catorce francos el dinar.
– Estoy seguro de que los italianos pagarán más. Todo lo que yo sugiero, brigadier, es un posible compromiso.
– ¿Un compromiso?
Pronunció la palabra como si le hubieran ofrecido un vaso de quinina.
– Le diré con franqueza que la chica preferiría que fueran ustedes los que adquirieran el material.
– ¡Ah!
– Por razones sentimentales, usted ya comprende. Porque su amigo de usted y de ella era un patriota y ella querría vengar su muerte. Es comprensible.
– Sí, existen otras compensaciones aparte del dinero.
El tono de su voz indicaba que le hubiera gustado seguir esta línea de razonamiento. Pero ya era hora de volver a hablar de negocios.
– Por lo tanto -dije yo-, retrasaremos la decisión unas cuantas horas. Una vez que yo me haya reunido con el representante de los italianos esta noche, le telefonearé a usted y le informaré del estado de las negociaciones. Si usted decide entonces intervenir, podremos tener una entrevista mañana.
– ¿Qué quiere decir eso de "intervenir"?
– Incrementar su oferta, naturalmente.
– Comprendo.
Farisi estaba pensando rápidamente. Quería estar seguro de no perder el contacto conmigo.
– Muy bien -continuó-. Estoy dispuesto a incrementar nuestra oferta ahora mismo a treinta mil dinares.
– Eso es muy tentador, brigadier, pero creo que debemos mantener la palabra dada a los italianos. Al menos, escuchar lo que tienen que decirme.
– No tengo ningún inconveniente, siempre que quedemos de acuerdo en que no tomará una decisión sin consultarme.
– Estaré en contacto con usted otra vez esta noche.
– ¿A qué hora?
– A las ocho o un poco más tarde.
– ¿Cómo se llama ese agente italiano?
– No creo que sea honrado por mi parte el decírselo, brigadier.
– Muy bien -respiró profundamente otra vez-. Espero sus noticias.
– Las tendrá.
Informé a Lucía.
– ¿Cuánto es treinta mil dinares?
– Un dinar vale catorce francos nuevos. Treinta mil dinares hace unos…
– Cuatrocientos veinte mil.
– Sí.
Había olvidado sus facultades de cálculo.
– Yo me hubiera conformado con eso -dijo ella.
– Yo estoy seguro de que está autorizado a pagar más. Además, aunque hubiera aceptado, no podríamos concertar la entrevista para esta noche. Es demasiado tarde para lo del médico y el cine. ¿Has llamado a la clínica?
– Sí. Dicen que tiene abierto hasta las ocho y media.
– Esto nos facilita el plan de mañana. Le dije que le llamaría a las ocho de la noche. ¿Podrás estar aquí a esa hora?
– Pues claro.
– No parece que estés muy contenta.
– Me estoy poniendo nerviosa. Está demasiado cerca.
– ¿Qué es lo que está demasiado cerca? ¿La entrevista?
– No. El éxito.
– Si eso lo hubiera dicho yo, me habrías acusado de que esperaba fallar.
Lucía se echó a reír.
Me tomé una copa y pasé el aspirador por el suelo de la sala de estar. A las seis, llamé al Motel Cote d'Azur. Skurleti me contestó al instante.
– Seguiré su consejo -le dije-. El mismo procedimiento que anoche.
– Excelente. ¿Y a la misma hora?
– Sí, a la misma hora también. A las nueve y media.
– Todo en orden. Hasta la vista.
Al llegar Lucía, traía dos botellas de champán con las provisiones de comida y un paquete con las dos copias de los documentos.
El champán no estaba muy frío, pero abrimos una botella de todos modos.
Luego telefoneé a Farisi.
Esta vez él mismo cogió el teléfono.
– Lo que yo le dije, brigadier -le aseguré yo-. Los italianos ofrecen cuatrocientos cincuenta mil. Es decir, treinta y dos mil dinares.
– Muy bien nosotros pagaremos treinta y cinco.
– Un momento por favor -me volví a Lucía-. Ahora ofrece treinta y cinco mil dinares.
Su cara se quedó inmóvil por un momento. Luego dijo:
– Eso son cuatrocientos noventa mil francos.
– ¿Aceptamos?
– Sí.
Me dirigí al auricular otra vez.
– Nos parece bien, brigadier.
– Hay condiciones -dijo él secamente.
– ¿Sí?
– No ha de informar de esta oferta a los italianos y utilizarla para aumentar aún más el precio. Tengo que tener la seguridad de que la transacción está acordada. No habrá regateos ulteriores o sacaré la conclusión de que no es usted digno de fiar e informaré al Gobierno francés por medio de nuestro encargado de negocios en París sobre lo que está pasando. Esas son las órdenes que me han dado mis superiores.
– Comprendo, brigadier. Ha hecho usted su oferta y esta ha sido aceptada por la persona a quien represento. No habrá tratos ulteriores con los italianos ni con nadie más.
– Muy bien. También he recibido instrucciones de que no debo hacer ningún pago de ningún tipo, ni retirar el dinero del banco, hasta que me haya asegurado personalmente de que el material es auténtico.
– No hay ningún inconveniente en eso. ¿Conoce usted la letra del coronel Arbil?
– Sí.
– Puedo mostrarle unas páginas del material para que las examine.
– ¿Cuándo?
– Mañana por la noche.
– ¿Dónde y cómo? Creo que debo decirle que, tras nuestra conversación de esta tarde, he tomado las medidas necesarias para ver si efectivamente estábamos vigilados. Su sospecha en este sentido resultó correcta.
Su pomposidad resultaba contagiosa.
– El plan que le voy a proponer para la entrevista fue realizado pensando que así sería, brigadier.
– Muy bien.
Le conté lo que tenía que hacer. El médico, el cine y la farmacia no suscitaron ningún comentario por su parte; pero cuando llegamos a lo de la clínica, empezó a hacer preguntas.
– ¿Irrigación del colon? ¿Qué es eso?
– Un tratamiento, brigadier. Un tipo de tratamiento muy corriente. Una especie de enema.
La palabra no le resultaba conocida. Tuve que explicársela. Cuando la entendió, se puso furioso.
– ¿Y por qué tengo yo que someterme a ese tratamiento?
– Nadie ha dicho que tenga usted que someterse al tratamiento, brigadier. Estaba tratando de explicárselo. Lo único que tiene que hacer es pedir hora para una visita. Su intérprete le dirá lo que tiene que decir.
– Mejor que lo diga él mismo.
– Oh, no. Lo siento. La entrevista debemos celebrarla solos.
– El mayor Dawali es mi ayudante.
– Lo siento muchísimo. Tendrá que esperar en la farmacia. En realidad, nos puede prestar un buen servicio. Puede dar la impresión de estar mirando las cosas que están en venta mientras usted espera a que le despachen. A él se le podría ver perfectamente desde la calle.
– ¿Y usted estará en el patio?
– Sí, a las ocho.
Volvimos a repasar el plan mientras él tomaba notas. Después yo tuve que repetirlo por tercera vez, ahora para el mayor Dawali, el intérprete-ayudante. Finalmente, me dijo que el brigadier deseaba hablar conmigo otra vez.
– Muy bien.
El brigadier había estado pensando.
– Supongamos que quedo satisfecho de lo que vea en nuestra entrevista de mañana -me dijo-. ¿Qué planes tiene para cerrar la operación? Yo no puedo volver a esa clínica otra vez.
– No. Ya pensaremos otra cosa distinta. Eso lo decidiremos más tarde.
– Muy bien. Sólo una cosa que quiero que sepa -añadió en tono hostil-. Soy un magnífico tirador de pistola. Por favor, no lo olvide.
– Descuide, brigadier. Si nos vemos envueltos en algún tiroteo, dejaré la cuestión de los disparos para usted. Buenas noches.
Le conté a Lucía lo que me acababa de decir.
Ella se encogió de hombros.
– Un militar.
– ¿Qué aspecto tendrá?, me pregunto. Por el modo de hablar, me parece que debe ser un tipo alto y delgado, el clásico individuo con úlcera de estómago.
– Ahmed me dijo que era bajo y gordito. ¿Qué importa eso?
Se puso un poco más de champán, bebió un sorbito y suspiró.
– ¿Sigues preocupada? -le pregunté.
Ella asintió con la cabeza.
– Creo que es porque no tengo otra cosa que hacer.
– Puedes pensar en lo que vas a hacer con tanto dinero.
– Oh, eso ya lo sé.
– ¿Qué?
Me besó suavemente en la frente.
– Comprar casas, naturalmente. ¿Qué pensabas?
Llegué al Relais a las nueve y cuarto y aparqué en el mismo sitio que el día anterior, detrás de la gasolinera. Era una noche oscura y muy cálida. Podía haberme pasado sin el impermeable de plástico y sin el sombrero, pero creí más prudente llevarlos puestos. Sin embargo, dejé el revólver en el suelo del coche; tenía más facilidad de movimientos sin ese estorbo.
Me llevó menos de cinco minutos amarrar las placas de la matrícula TT, de tal modo que taparan los números de la matrícula normal. Hecho esto, me senté en el coche y me fumé un cigarrillo. Con cierta sorpresa, me di cuenta de que no me sentía excesivamente nervioso. Me pregunté por qué. Podía ser, pensé, que la ansiedad de Lucía hubiera conjurado la mía. Quizás me estaba acostumbrando al ambiente de conspiración y entrevistas clandestinas. ¿O era, quizá, que había aceptado totalmente a Mr. Skurleti en su papel de padre digno de toda confianza? Tras una breve reflexión, tuve que admitir que la tercera era la explicación más plausible.
Skurleti llegó puntual, igual que la noche anterior, y se detuvo en el mismo sitio. Esta noche se hallaba al lado de un camión italiano de muebles procedente de Génova. Tan pronto como apagó las luces, yo me dirigí hacia su coche aproximándome por detrás como lo había hecho la otra noche.
La misma cabeza se volvió desde el mismo ángulo; los mismos dientes brillaron en la oscuridad; las mismas gafas despidieron los mismos destellos procedentes del letrero del Relais. No había nadie agazapado en la parte trasera del coche esperando para darme una cuchillada cuando abrí la puerta.
– Buenas noches -dijimos los dos casi al mismo tiempo.
– Un pequeño cambio de plan esta noche, Mr. Skurleti -continué yo-. Mi coche está ahí detrás de la gasolinera. ¿Quiere acompañarme?
– Naturalmente.
Nada de titubeos. Cogió una cartera que tenía en el asiento a su lado y salió del coche.
Volvimos al Citroën. Skurleti ni siquiera se fijó en las placas de la matrícula turística; estaba demasiado ansioso en llegar al coche antes que yo para abrirme la puerta del conductor.
– Oh, no, por favor -yo le empujé hacia el asiento delantero junto al del conductor.
Al verme entrar en el asiento trasero, se giró en redondo hacia mí.
– Oh, comprendo. Vamos a hacer aquí nuestro negocio.
Su tono era de decepción.
– ¿Cree que no es seguro?
– Oh, sí, es bastante seguro, ya lo creo. Pero había pensado que puesto que esta será nuestra última entrevista y los dos confiamos el uno en el otro, tal vez hubiera decidido llevarme a la casa donde ha estado viviendo -los dientes aparecieron otra vez-. Al fin y al cabo, Beaulieu sólo está un poco más abajo en la carretera y Cagnes está en el camino de Antibes; me hubiera gustado conocer a Miss Bernardi.
– Creo que podremos arreglarnos aquí.
Pero debió notarme que estaba desconcertado.
Se rió en voz baja.
– ¿Supongo, Mr. Maas, que no pensará usted que estuve perdiendo el tiempo el lunes? Tan pronto comprobé quien era realmente usted, examiné de nuevo la lista de direcciones que usted me había vendido tan solícitamente y comprobé que no estaba tan completa como debiera. Así que volví al Ayuntamiento y la completé.
– Comprendo.
– En aquel momento, me sentí un poco molesto, naturalmente. Tanto correr de un lado para otro llamando a tantas puertas todo el sábado y el domingo había resultado realmente agotador.
– Lo siento.
– Oh, no se lo reprocho -dijo rápidamente-; de verdad que no. Tengo en alta estima su inteligencia. Yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. Bien, ¿Hablamos de negocios ahora?
Abrió la cartera, sacó de ella un voluminoso sobre y me lo mostró.
– Cien mil francos, Mr. Maas.
– ¿Cien mil?
– Tengo aquí otro sobre del mismo tamaño. Mientras usted cuenta el contenido de éste, quizá yo pueda examinar el paquete que veo en su mano. Creo que es un arreglo equitativo.
– Muy bien.
Me entregó el sobre y yo le di el paquete. Sacó de la cartera la lupa y la linterna y se puso a trabajar.
Contar el dinero fue fácil. Estaba en fajos de diez billetes de quinientos francos, algunos casi nuevos, otros viejos, sujetos por una esquina según la costumbre de las bancos franceses. Había veinte fajos.
Metí el sobre en uno de los bolsillos interiores y esperé mientras él seguía examinando los informes. Le llevó mucho tiempo.
Cuando terminó, apagó la linterna y se recostó contra la puerta. Me miró pensativo.
– ¿Satisfecho, Mr. Skurleti?
– ¿Con los documentos? Oh, sí.
– Entonces…
– Estoy un poco preocupado por otra cosa -continuó lentamente-. O mejor, digamos que lo están mis clientes. Les informé que a mí me parece usted una persona digna de toda confianza y que usted me había dicho que esta era la única copia existente de los informes del coronel Arbil… la única copia que usted conocía, quiero decir.
– Sí.
Yo me alegraba de que hubiera demasiada oscuridad y no pudiera verme la cara.
Skurleti carraspeó.
– Pues bien, he de explicarle algo de tipo confidencial. Sé que puedo confiar en su discreción. ¿Por qué? Porque no podría contar en un periódico lo que le voy a decir, sin revelar la existencia de esta pequeña transacción.
Dio un golpecito con la punta de los dedos en el paquete de informes, y los dientes hicieron otra de sus exhibiciones.
– Yo no creo que esto sea de su agrado -concluyó.
– Pues no.
– Entonces permítame que le diga que mis clientes pueden decidir, una vez que hayan considerado la información de estos documentos, pueden decidir, repito, dejar que la operación Dagh siga adelante. Es posible que favorezca sus intereses el hacerlo así, usted ya me entiende. En realidad puedo decirle que, como consecuencia de nuestra entrevista de ayer y como resultado de lo que pude informarles, recibí instrucciones de ponerme en contacto con los miembros del Comité que se hallan en Niza en este momento y darles ciertas seguridades.
Empecé a sentir náuseas. Conseguí sobreponerme y le dije con tono razonablemente indiferente:
– ¿Ah, sí?
– Por eso comprenderá -continuó él en tono amistoso- que la certeza de que ésta es la única copia de los informes, y que no hay ninguna posibilidad de que algún otro ejemplar o fotocopia pueda ser entregada al brigadier Farisi o a cualquier otro representante del gobierno iraquí, es una cuestión de vital importancia para mis clientes.
– Lo comprendo perfectamente. Pero como le dije…
– Sí, sí, Mr. Maas. Como usted dijo, y yo informé, todo parece estar en regla. Pero mientras mis clientes parecen estar dispuestos a creer que tal vez usted sea sincero en lo que dice, no por eso están totalmente convencidos. Está Miss Bernardi, ¿comprende? ¿Supongamos que no está usted enterado de todo lo que se trae entre manos?
– Yo creo que sí.
– Naturalmente que lo cree -ahora se sonreía ampliamente; era un hombre de mundo-. Pero con las mujeres nunca se puede estar seguro de nada, Mr. Maas.
Dio unos golpecitos en el respaldo del asiento y añadió:
– Ahora los dados están echados.
– ¿Qué quiere decir?
La sonrisa se transformó en una mueca.
– Si éste es el original y único ejemplar de los documentos -dijo-, entonces, una vez cerrado nuestro trato aquí, usted y Miss Bernardi ya no tendrán motivos para seguir escondidos en secreto. ¿De acuerdo?
– Yo diría que sí.
– ¿Y bien?
– Nuestra intención era ir a la policía.
– Y contarle ¿qué?
– Que yo había persuadido a Miss Bernardi de que sus temores por su propia vida eran infundados e histéricos, y que los documentos que obraban en su posesión debían ser entregados a la policía.
– ¿Existen tales documentos?
– Sí. Son informes que el coronel Arbil se llevó de los archivos de Seguridad cuando huyó de Bagdad antes de pedir asilo político en Suiza. Creo que se refieren a altos funcionarios del gobierno iraquí y podrían ser molestos para ellos si se hicieran públicos. El coronel Arbil tenía parientes en el Irak. Se llevó los documentos como una forma de asegurarse contra las represalias.
– Ah, claro. Comprendo.
Se quedó pensando por un segundo.
Yo también pensaba. Tenía que estar preparado para lo que iba a venir a continuación.
– Parece una explicación satisfactoria -dijo Skurleti lentamente-. ¿Cuándo se piensan presentar a la policía?
– Mañana por la mañana, creo.
– ¿Por qué no esta noche?
– Miss Bernardi quiere dejar este dinero en el banco primero.
Skurleti volvió a pensar.
– Sí, comprendo que sería embarazoso tener que explicar su existencia a la policía. Eso es razonable. Pues bien -su voz se hizo más dura- tengo que darle a conocer algunos hechos desagradables para usted.
– ¿Sí?
– Primero, el brigadier Farisi acaba de llegar a Niza y se halla estrechamente vigilado por los agentes del Comité. Será anotado todo contacto que haga. También tengo que decirle que si Miss Bernardi no se presenta a la policía mañana, tal como usted dice que pretende, también ustedes recibirán las atenciones del Comité. Si usted llega a intentar establecer contacto con el brigadier Farisi, esto será interpretado como prueba de su mala fe y de su hostilidad hacia el Comité. Las consecuencias para usted serán de lo más desagradable.
Yo hice lo que pude.
– Mr. Skurleti, una vez que usted me haya dado ese segundo sobre que ha mencionado, ya no tendremos razón para entrar en contacto con Farisi ni con nadie relacionado con él.
– Me alegra oírle decir eso.
Cogió el segundo sobre de la cartera.
– Ha sido un gran placer conocerle, Mr. Maas. Es usted un chico amable e inteligente. Le preveo un gran futuro. Me desagrada profundamente la idea de verle envuelto con esa gente del Comité.
Me entregó el sobre y sus ojos se detuvieron en los míos.
– Porque si tropieza con ellos, entonces no tendrá futuro.
Yo hice como si estuviera concentrado contando el dinero.
– En mi profesión -continuó Skurleti como si estuviera rumiando-, uno se encuentra con muchas personas a quien desearía ver tras unas rejas: las de la celda de una cárcel o las de la jaula de un circo. Si uno tiene mentalidad antigua, los considera la encarnación del demonio. Ahora la palabra suele ser "neurótico". A mí no me hace gracia. Loco o malo… cuando me encuentro con un hombre de esos se me pone la carne de gallina. Pero le diré una cosa: raras veces he sentido una sensación tan desagradable como al tratar con esta gente del Comité kurdo. Son gente lista, pero peligrosos y desagradables como animales.
Hizo una pausa y luego preguntó:
– ¿Está bien?
La pregunta se refería al dinero del sobre; se había dado cuenta que yo había parado de contar. En realidad, estaba tratando con todas mis fuerzas de no vomitar.
– Sí, perfectamente -le respondí.
Skurleti cerró la cartera.
– Bien. He de regresar. Ha sido un gran placer, Mr. Maas -concluyó alargándome la mano.
Yo conseguí apretar sus dedos.
A continuación, se bajó del coche y se alejó.