Su francés tenía un ligero acento de Niza. Su tono era autoritario.
– Soy Adela. Tengo entendido que tiene usted noticias personales de mi hermano para mí.
– Deseo ayudarla, sí. ¿Dónde podremos vernos?
– ¿Tiene coche?
– Sí.
– ¿Qué tipo?
– Un Simca azul.
– ¿Conoce usted el Relais Fleuri en la Moyenne Corniche, sobre Villefranche?
– Creo que podré encontrarlo. ¿Qué es, un restaurante?
– Sí. Esté allí esta noche a las diez en punto. Cuando llegue, entre y telefonee al 825169.
– ¿Por quién he de preguntar?
– Por Adela.
– ¿Eso es todo?
– Sí. Espero que esté usted solo. Nada de cámara fotográfica, pero tráigame las fotografías que ha tomado esta mañana.
– De acuerdo. ¿Dónde puedo…?
Pero ya había colgado.
Breve, formal y precavida. El restaurante que había elegido debía estar a medio camino entre Cagnes-sur-Mer y Roquebrune. Un vistazo a la guía me confirmó que el prefijo del número telefónico pertenecía a la zona de Cap Ferrat-Villefranche. Pero, por lo demás, esto no me decía nada.
Tenía seis horas libres antes de acudir a la cita. Pensé en llamar a Sy, pero decidí esperar. Mis noticias eran demasiado buenas; no me daría más oportunidades, a no ser que no le quedara otro remedio. En seis horas tendría tiempo para destacar a Bob Parsons desde Roma.
Supongo que si yo hubiera sido esa clase de periodista que Sy tanto valoraba, hubiera colocado los intereses del semanario por encima de los míos, según la acreditada tradición. En realidad, no tenía intención de hacerlo así. Ni Sy ni Mr. Cust me inspiraban el menor sentimiento de lealtad. Si tenía suerte, Cust atribuiría el éxito, con razón en cierto modo, a su gran inteligencia. Si daba un mal paso, se daría el gusto de decirle a Sy que me despidiese. No teniendo nada que ganar y muy poco que perder, podía hacer lo que me diese la gana. Había empezado a intrigarme el misterio de Lucía Bernardi. Quería saber lo que había detrás de él, y quería escuchar la verdad de sus propios labios.
Me pasé dos horas releyendo el informe, para tener fresco en la mente todo lo que ya conocía, y anoté algunas de las preguntas claves. Hecho esto, bajé al bar y me tomé una copa. Mientras estaba aquí, entró el conserje a decirme que había una llamada para mí de París. Sy se estaba poniendo impaciente. Le dije al conserje que contestara que había salido y abandoné la fonda inmediatamente.
Había llovido a cántaros a primera hora de la tarde y la carretera de Cannes estaba resbaladiza. Un coche que iba delante de mí patinó suavemente en una curva y de pronto empecé a sentirme dominado por la ansiedad.
¿Y si no podía llegar al Relais Fleuri? ¿Y si tenía un accidente? ¿Y si el coche, que había marchado estupendamente hasta entonces, se estropeaba de pronto? ¿Y si no veía una señal de dirección prohibida y me detenían? Eran muchas las cosas que podían salir mal.
Había pensado cenar opíparamente en La Bonne Auberge, llamar a Sy inmediatamente después y luego acudir a la cita. Ahora decidí ir directamente a Niza, despacio y con mucho cuidado. Si llegaba sin novedad, tendría tiempo más que suficiente para cenar, sabiendo que estaba a sólo unos minutos del Relais Fleuri. Por otra parte, si tenía dificultades, me quedaría más tiempo para resolverlas.
En Niza no había llovido y las calles estaban secas. Me tomé una copa en el Bar del Ruhl, esperé hasta las siete y media y entonces llamé a Sy a su piso.
Empezó a decirme que había tratado de localizarme hacía una hora, pero yo le corté en seco.
– Oye -le dije-, estoy en Niza, y acabo de hablar con ella.
Sy dejó escapar un grito salvaje de emoción.
– ¿Dónde la has encontrado? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué te ha dicho?
– Todavía no la he visto y, de momento, no ha dicho nada de valor para nosotros. Tengo una entrevista con ella para esta noche a eso de las diez. Sólo yo, sin cámara, con las consabidas precauciones de las comedias de capa y espada. El intermediario dice que está asustada.
– ¿Asustada de qué?
– Espero que me lo diga.
– ¿Cuándo lo has conseguido?
– Hace unos minutos.
Sy dejó escapar un juramento de frustración.
– ¿Qué es lo que la ha decidido a prestarse a nuestro juego?
– Chantaje moral aplicado indirectamente. Pero esta parte del caso no vamos a utilizarla. Ése es el trato que yo hice con el intermediario.
– ¿Mr. Chase?
– No. Otra persona completamente distinta. A no ser que sea necesario aplicar otras presiones -si la chica no se presenta, quiero decir-, su nombre ya lo he olvidado.
Hubo una pausa.
– Bueno, más tarde hablaremos de eso -dijo al fin-. Dices que nada de cámara. ¿Y un magnetófono?
– De eso no hemos hablado.
– Nada de testigos, nada de fotos. Tenemos que tener algo así como una prueba por si después hay desmentidos. ¿Tienes algún magnetófono contigo?
– No.
Aunque hubiera tomado en serio la misión al salir de París, dudo que me hubiera molestado en traer un magnetófono.
Sy logró disimular su exasperación; quería que yo me sintiera tranquilo y confiado.
– ¿Crees que podrías adquirir uno ahí? -me preguntó-. El mejor sería ese aparatito alemán a pilas. Lo podrías esconder en el bolsillo.
– ¿Y grabar sin decírselo?
– Eso es cosa tuya. Observa su actitud, si se muestra en plan de cooperar o no. En este caso, tendrás que tocar de oído. ¿Estás bien de dinero?
– Sí.
– Llámame más tarde a la oficina, ¿eh? Tan pronto como puedas.
– Lo haré.
– Oye, Piet. No pierdas el contacto, ¿quieres? Asegúrate que podremos entrar en contacto con ella de nuevo. Si la bofia se pone tonta, a lo mejor tenemos que presentársela. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Oye, Piet…
Hizo una pausa. Le sabía mal dejar el asunto en mis manos. Deseaba ardientemente que se encargara de ello alguien con experiencia y clase como él. Le hubiera gustado hacerlo él mismo.
– Dime.
– Hazlo bien y no sólo tendrás una bonificación colosal sino que además podrás borrar la inquina del viejo bastardo.
– Si he de comprar un magnetófono, tendré que darme prisa porque las tiendas van a cerrar.
– Sí, claro. Hablaremos más tarde. Yo estaré en la oficina con la gente que está de guardia, esperando.
Al fin le convencí de que colgara.
Salí y logré encontrar una tienda de alta fidelidad que vendía magnetófonos de miniatura. Con él, el hombre me vendió un micrófono que se podía camuflar como reloj de pulsera y me enseñó cómo poner el hilo por la manga y conectarlo con el aparato, que podía estar en el bolsillo interior de la chaqueta. Se sonrió maliciosamente ante la ingenuidad del artilugio. Salí de la tienda con el aparato listo para accionar y con la sensación de hacer el ridículo.
Mi coche estaba aparcado ante el Ruhl. La idea de una cena opípara ya no me atraía, así que dejé el coche donde estaba y encontré un pequeño restaurante en una callejuela lateral.
A las nueve y media ya estaba en la carretera camino de la Moyenne Corniche. Llegué al Relais Fleuri con quince minutos de adelanto.
Era un pequeño café restaurante contiguo a una gasolinera. Probablemente los dos establecimientos eran del mismo dueño. No había casas cerca. El restaurante tenía un cartel Routier en la puerta y mucho sitio para aparcar. Evidentemente, era el sitio donde solían comer muchos camioneros que pasaban por la Corniche.
Aparqué junto a una pequeña furgoneta y entré en la zona del café. Una solícita camarera me trajo un café y una copa de fine.
El tiempo pasó muy lentamente. A las diez menos cinco pregunté donde estaba el teléfono y pedí una ficha. El teléfono estaba delante de los lavabos y esperé dos minutos antes de hacer la llamada.
Me respondió una voz de hombre.
– Quiero hablar con Adela, por favor -le dije.
– ¿Con quién?
– Con Adela.
– Aquí no hay ninguna Adela. Se equivoca de número.
– ¿Qué numero es ese?
El número que me dio era el que yo tenía.
– ¿Adela?
– Ya se lo he dicho. Aquí no hay ninguna Adela. Se equivoca de número.
Y colgó.
Pedí otra ficha y lo intenté de nuevo con el mismo resultado.
Era absurdo. Volví junto a mi café. Estaba seguro de no haberme equivocado al anotar el número. O bien ella se había equivocado, o no había podido entrar en contacto con el hombre que me había respondido y que me iba a dar el recado que se suponía que yo iba a recibir. Yo sabía que existía una tercera posibilidad: que todo el asunto era un ardid tramado con el objeto de alejarme lo suficiente para que los Sanger tuvieran tiempo de ponerse a salvo; pero todavía no estaba dispuesto a enfrentarme con esta posibilidad. Además, ponerse a salvo de mí no les solucionaba nada a los Sanger realmente; yo ya tenía todo lo que necesitaba sobre los Sanger, incluso las fotografías.
Decidí esperar un cuarto de hora y luego intentarlo de nuevo. Otra copa de aguardiente me ayudaría a pasar el tiempo, pero en el estado que yo me hallaba me produciría también una indigestión. Me fumé dos cigarrillos y volví al teléfono.
Me salió el mismo hombre. Esta vez se mostró irónico y se ofreció a darme la dirección de un burdel. Tal vez allí encontraría a alguna llamada Adela, me dijo, y colgó de nuevo.
Creí que no tenía sentido seguir allí. Pagué el café y la copa y me fui.
Me hallaba tan aturdido por la decepción que hasta que tuve la mano puesta en el manubrio de la puerta del coche no noté que había una mujer en el asiento del conductor.
Cubría su cabeza con un pañuelo de seda con dibujos geométricos y llevaba un delgado impermeable. Unas gafas de sol me miraron al abrir la puerta.
– Ha tenido usted mucha paciencia, Monsieur -me dijo-. ¿Cuántas veces llamó al número que yo le di?
– Tres, Madame.
– Espero que no le importe que conduzca yo. Necesito estar segura de que no me llevan a donde no deseo ir.
Alargó la mano hacia mí y dijo:
– ¿Me da la llave?
Se la di.
– Gracias.
Me hizo una seña para que me sentara a su lado.
Di la vuelta alrededor del coche y me senté. Al cerrar la puerta, puse en marcha el magnetófono que tenía en el bolsillo.
– ¿Puedo preguntarle a dónde vamos?
– A un sitio donde se puede hablar -me contestó-. Siento mucho que tuviera usted que hacer las llamadas telefónicas, pero no quería que me estuviera esperando para observar cuando llegaba.
– ¿De quién era el número que me dio?
– No lo sé. Fue el primero que se me ocurrió.
– Usted es Lucía Bernardi, supongo.
Se sacó las gafas y las metió en un bolsillo del impermeable. Luego se volvió y me miró sonriéndose ligeramente.
– Naturalmente -dijo-, ahora no llevo bikini y el pelo que hay debajo del pañuelo pertenece a una peluca americana de moda, pero creo que podrá reconocer a Lucía Bernardi por las fotografías publicadas.
Yo encendí las luces del coche y el destello del panel de instrumentos bañó su rostro.
Sus ojos tropezaron con los míos.
– ¿Está usted satisfecho, Monsieur?
Yo asentí con la cabeza. Luego, pensando en el magnetófono, dije:
– Sí, estoy satisfecho. Nuestro amigo tenía razón. Sus fotografías no la favorecían mucho ciertamente.
Lucía condujo hacia el Este, a lo largo de la Corniche durante un kilómetro; luego giró a la derecha por una carretera secundaria muy empinada que iba a Beaulieu y Villefranche. Tras una serie de curvas espeluznantes, llegamos a un cruce. Lucía giró a la izquierda y luego, casi inmediatamente, se salió de la carretera hacia un rellano estrecho que había en la falda de la colina. Parecía que hubiera habido un deslizamiento de rocas en otro tiempo; el rellano debió haber sido hecho cuando construyeron los bancales de la colina para evitar otro deslizamiento.
Se detuvo, pero dejó las luces de posición encendidas y el motor en marcha.
– No quiero permanecer aquí mucho tiempo -dijo, y puso el reloj cerca del panel para poder ver la hora-. Pero antes debemos llegar a un acuerdo, Monsieur Maas.
– Muy bien.
– Antes de responder a cualquier pregunta, quiero que quede clara cierta cuestión. Las fotografías que tomó usted hoy en Mougins. Las quiero, por favor.
Estaban en la guantera. Le dije:
– Ya le prometí a su amiga Adela que no serían utilizadas.
– Claro. Por eso es por lo que yo estoy aquí. Pero ¿cómo sé yo que usted mantendrá su promesa?
– Porque si consigo las declaraciones que espero de usted, Mademoiselle Bernardi, las fotografías no tendrán auténtico valor.
– Adela habló conmigo otra vez esta noche. Su marido no opina como usted. Está muy enfadado con ella.
– Se equivoca en lo de las fotografías. En cualquier caso, ¿no cree que sería una buena idea confiar en mí?
– ¿Confiar en un periodista?
Casi dejó escapar una carcajada.
– Mucha gente lo hace. Los periodistas pueden ser muy útiles a veces. Piense en su caso. Todavía no sé por qué cree usted que ha de esconderse, pero ahora comprenderá que no puede estar oculta toda la vida. Yo la he encontrado. Otros la encontrarán también; es decir, mientras tengan un incentivo para hacerlo. Al contarme a mí lo que ha pasado, hace desaparecer usted ese incentivo. Una vez que las preguntas hayan sido contestadas, deja de ser usted noticia.
Ella me miró fijamente.
– Me da la impresión que eso lo ha dicho muchas veces.
– Otros lo han dicho muchas veces, yo no. Ésa es la verdad. Y además, es cierto. Fundamentalmente cierto.
Ella guardó silencio; pensaba; e intentaba decidirse. Pero fui yo quien se decidió antes.
Cogí la llave del encendido y abrí la guantera.
– Muy bien -le dije-. Aquí están las fotografías. Será mejor que se lleve los dos carretes. Uno tiene unas cuantas instantáneas de la casa.
Ella me echó un rápido vistazo, luego cogió los carretes y se los metió en el bolsillo del impermeable, pero seguía desconfiando.
– ¿Cómo puedo estar segura de que estas son realmente las fotos?
– No puede estar segura hasta que las revele, pero de todos modos son las fotos. Y hay algo más -alargué el brazo y le mostré el micrófono que tenía en la muñeca-. Esto es un micrófono y en mi bolsillo hay un magnetófono. Me gustaría grabar lo que usted diga, pero si usted no quiere que lo haga, no lo haré. No pretendo hacer trampas con usted. En realidad, me gustaría ayudarla si pudiera. Pero hasta que no me diga de qué se trata, no puedo. Bien, antes dijo que no quería pararse aquí durante mucho tiempo, ¿a dónde vamos ahora?
Ella titubeó, luego cerró con llave la guantera y encendió de nuevo el motor.
– A una casa.
Estaba a un cuarto de milla de la carretera donde nos habíamos parado. Se desvió hacia una estrecha abertura que había entre dos paredes de piedra medio desmoronadas y luego nos encontramos en una rampa llena de guijarros que conducía a un garaje. Las puertas del garaje estaban cerradas con un candado. Lucía se detuvo frente a ellas y sacó una linterna del bolsillo antes de apagar las luces del coche.
– Sería mejor que usted viniera detrás de mí -me dijo.
Al bajar del coche, pude ver la casa debajo de nosotros, un pequeño edificio en forma de L con el techo de teja. Un tramo de escaleras de ladrillo bajaba del garaje a un patio pavimentado y medio cerrado por los dos brazos de la L. El lado abierto miraba al mar por encima de las luces de Beaulieu y St. Jean-Cap Ferrat.
Lucía atravesó el patio y se dirigió a la puerta de la entrada. Sus movimientos querían dar a entender que el lugar le era familiar, pero noté que la llave que usó para abrir la puerta no era la única que había en el bolso y que la eligió fijándose en una etiqueta que tenía atada con una cuerdecita. Una vez que abrió la puerta, tuvo que utilizar la linterna para encontrar el interruptor de la luz.
Dentro había una sala de estar con una chimenea en un rincón y una mesa de comedor en el otro. Las paredes eran blancas, en las ventanas habían cortinas de arpillera brillantemente coloreadas, y cómodas sillas cubiertas del mismo género. En verano debía ser una estancia fresca y alegre, pero ahora resultaba fría y olía a desocupada.
Lucía encendió una estufa eléctrica de una sola resistencia y se dirigió a un aparador que había junto a la mesa de comedor. Sacó una botella de coñac, y dos copas y un sacacorchos y los puso sobre una mesa que había cerca de la estufa.
– Abra la botella, por favor -dijo.
Mientras yo la obedecía, ella se sacó el impermeable, el pañuelo de la cabeza y luego la peluca. Tenía puestos unos pantalones flojos y un jersey negro de lana. Se pasó las manos por el pelo alisándoselo, luego cogió la botella y sirvió dos copas.
– Puedo permanecer aquí media hora -dijo rápidamente-, luego tengo que irme.
Cogió una copa de coñac y se sentó en el extremo del sofá que estaba más alejado de la lámpara.
Yo cogí la fotocopia del artículo de Partout que tenía en el bolsillo y se la mostré.
– ¿Ha leído usted esto? -le pregunté.
– Sí.
– ¿Qué le pareció?
Se quedó pensando un momento.
– Me ha dado náuseas -dijo finalmente-. Y me hizo reír, además -añadió.
Yo encendí el magnetófono.
Me resulta difícil, ahora, escribir objetivamente acerca de Lucía; pero lo intentaré. Todavía tengo un ejemplar de la cinta grabada en aquella entrevista, con las verdades, mentiras, medias verdades y evasivas en sus propias palabras.
– ¿Qué es lo que le hizo reír en el artículo de Partout? -comienza mi voz.
– Dice que Ahmed no tenía ninguna actividad política desde que estaba en Suiza.
– ¿Ahmed es el coronel Arbil?
– Sí.
– ¿Y tenía actividades políticas?
– Oh, sí, siempre, menos las últimas semanas antes de que lo mataran. Venían hombres al chalet a altas horas de la noche. Celebraban reuniones secretas cuando habían dos o tres al mismo tiempo. Siempre venían separados, sin embargo, y siempre después que los criados se habían ido a la cama. Todo lo hacían de un modo muy discreto, sabe.
– ¿Quiénes eran esos hombres?
– Kurdos iraquíes en su mayoría. Miembros del Comite Militante.
– ¿Qué comité era ese?
– El de los Derechos Autónomos del Pueblo Kurdo. Tiene su sede central en Ginebra. Son exiliados que trabajan para la creación de un estado kurdo independiente que se beneficiaría de las ganancias del petróleo de Kirkuk y Mosul.
– Dijo usted que eran iraquíes en su mayoría. ¿Quiénes eran los otros?
– Había dos que eran sirios, creo. Y había un inglés, o quizás era americano. No hablaba su lengua. Con él hablaban en francés, pero no era francés. Tenía un acento como el de usted.
– ¿Venía con frecuencia?
– Dos o tres veces.
– ¿Sabe usted de qué hablaban? ¿Asistía a sus reuniones alguna vez?
– Oh, no. Son musulmanes estrictos. Entre ellos, las mujeres no participan en los asuntos de los hombres. Yo tenía que estar alejada.
– ¿Y el coronel Arbil también pensaba de ese modo acerca de las mujeres?
– Cuando ellos estaban en casa, sí.
– ¿Pero en otras ocasiones confiaba en usted?
– A veces decía cosas, sí.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Solía contarme cómo el pueblo kurdo fue engañado y perseguido tras el Tratado de Sevres. Era un patriota.
– ¿Cree usted que fue por eso por lo que lo mataron?
– Naturalmente.
– ¿Agentes del Gobierno iraquí?
– Tal vez. O agentes de la compañía petrolífera.
– ¿De la compañía petrolífera? ¿Por qué?
– Ahmed decía que tenían miedo a la independencia kurda.
– ¿Tenían?
– Los americanos, los británicos, los holandeses, los franceses. Todos estaban en el ajo.
– ¿Cree usted en serio que esa compañía internacional de petróleo organizó un asesinato político?
– ¿Por qué no? Las grandes compañías son como los gobiernos. Pueden hacer lo que les venga en gana. Además, los hombres que lo hicieron no eran iraquíes. Eso lo sé. Les oí hablar.
– ¿Qué eran?
– Con él hablaban alemán, pero entre ellos hablaban otra lengua, una lengua que yo no conocía. No era árabe.
En aquel momento cambié de tema. Todavía no estaba dispuesto a entrar en los detalles del asesinato propiamente dicho. Primero quería aclarar otros dos puntos.
– En este artículo -continué yo- dice que el coronel Arbil percibía ingresos, al parecer, de los negocios que la familia poseía en el Irak. ¿Es cierto eso?
– Sí, creo que sí. Pero conmigo nunca hablaba mucho de esas cosas. Tenía mucho dinero. No había razón para hablar de ello.
– ¿A usted no le resultaba extraño que un exiliado, enemigo declarado del Gobierno del Irak, no tuviese ninguna dificultad para sacar dinero del país?
– Si el dinero era de la familia…
– En un país como el Irak se necesita un permiso para hacer transferencias monetarias al extranjero.
– Quizá lo enviaban secretamente. O lo hacían utilizando el soborno. No lo sé.
Durante este período de la conversación el nivel de su voz experimentó frecuentes cambios. Había comenzado a pasearse por la habitación mientras yo la interrogaba.
– Muy bien. Otra cosa: unos cuantos meses antes de la muerte del coronel Arbil, éste recibió una especie de aviso de que su vida estaba en peligro, ¿no es cierto?
– No.
– ¿No?
– Le avisaron de que alguien podía intentar robarle ciertos documentos importantes que él guardaba.
– ¿Qué tipo de documentos?
– Documentos relacionados con actividades políticas.
– ¿Quién le avisó?
– No lo sé.
– ¿Qué tipo de aviso recibió?
– Un telegrama.
– ¿De dónde?
– No lo sé. Lo quemó.
– Y a raíz de eso instaló los reflectores, las cerraduras especiales y las alarmas. ¿No le hubiera sido más fácil depositar los documentos en una caja fuerte? Además, hubiera sido más seguro.
– No solía discutir esas cosas conmigo -recuerdo la forma como se encogió de hombros para cambiar de tema-. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Cuando comió usted con Adela en Zürich, ésta tuvo la impresión de que estaba usted preocupada por algo. Incluso le preguntó acerca de la posibilidad de que las autoridades francesas concedieran al coronel Arbil un permiso de estancia. ¿Qué se proponía?
– Pensaba que sería más agradable para él, para los dos, vivir en Francia que en Suiza.
– ¿Más agradable o más seguro?
– Faltaban sólo unos meses para que se terminase el contrato de arriendo de la casa. Ahmed estaba indeciso si renovarlo o no. Me habló de un sitio en el Sur, cerca del mar. En verano sería mejor que Zürich, y en invierno la nieve de Chamonix es tan buena o mejor que la de St. Moritz.
– ¿Le habló alguna vez de volver al Irak?
– No.
– ¿Ni siquiera si el Gobierno de su país cambiaba? Es algo que ocurre con frecuencia.
– Pero la actitud hacia el pueblo kurdo no suele cambiar.
– Antes me dijo que durante las semanas que precedieron inmediatamente a su muerte, Arbil había suspendido sus actividades políticas, ¿sabe usted por qué?
– No.
– ¿No podría ser que había decidido que sería demasiado peligroso celebrar reuniones en el chalet precisamente entonces?
– No lo sé.
– ¿Asistía a reuniones en alguna parte… en Ginebra, por ejemplo?
– Es posible. No lo sé.
– ¿Salía de casa por la noche alguna vez?
– A veces.
– ¿Durante el último mes?
– No lo creo.
– ¿Y la última semana?
– No. Tenía la gripe.
– Muy bien. Ahora cuénteme lo que ocurrió la noche del asesinato.
Para esto es para lo que ella venía preparada. Hay una pequeña pausa mientras se concentra; luego comienza.
– Como acabo de decirle, Ahmed tenía la gripe. Le había afectado al pecho, y el médico le hizo tomar unos antibióticos. Cuando estaba enfermo, yo dormía en otra habitación, al final del pasillo, junto a una de las torretas.
Una pausa. El recuerdo es doloroso. Luego continúa:
– Ahmed había estado levantado casi todo el día, pero todavía seguía tomando antibióticos y no se sentía bien del todo. Se acostó temprano. Yo me senté junto a él en su habitación durante un rato. Ernesto había instalado allí el pequeño aparato de televisión. Había un programa de Eurovisión que Ahmed quería ver. El programa se terminó a eso de las nueve y media. Ahmed dijo entonces que quería dormir. Yo le di las pastillas que estaba tomando y me despedí. Luego me fui a mi habitación.
– ¿Los reflectores exteriores estaban encendidos?
– Sí.
– ¿Quién cerró las puertas?
– Ernesto. Tenía una llave para poder entrar por la mañana y cerraba todas las noches cuando él y María se iban a su casita.
– ¿Qué ocurrió a continuación?
– Como Ahmed y yo no habíamos salido de casa durante varios días, yo tenía un fuerte dolor de cabeza. Pensé que tal vez estaba incubando la gripe yo también. Me hice una tisana, tomé un par de aspirinas y me fui a la cama. Era temprano, pero me quedé dormida inmediatamente.
– ¿Qué la despertó?
– Ahmed. Lloraba de dolor.
– ¿Qué hizo usted?
– Salté de la cama con intención de dirigirme a su habitación. Entonces vi que los reflectores estaban apagados. Había uno justamente delante de aquella habitación, en la esquina de la casa. La lámpara era muy potente y aun con las cortinas corridas la luz penetraba en la habitación a través de ellas.
– ¿Qué más?
– Oí a un hombre que gritaba furioso: Los! Los!, y Ahmed volvió a llorar. Y luego oí otra voz que decía algo en alemán. No pude oír lo que decía.
– ¿Qué hizo usted entonces?
– Nada de momento -una leve pausa-. ¿Hice mal? Estaba aterrorizada -añadió en tono defensivo-. Intentaba pensar. Pensé en la pistola que Ahmed había comprado y que me había enseñado a manejar, pero estaba en un cajón de su habitación. Me acerqué a la puerta de mi habitación. Yo no sabía cuántos hombres había allí. Había oído a dos, pero podía haber más. No sabía tampoco si ellos sabían dónde estaba yo, ni si sabían de mi presencia en la casa. En mi habitación no había ningún teléfono. Pensé en que tal vez podría abrir la puerta sigilosamente, pasar por delante de la otra habitación sin que me oyeran y llegar hasta el teléfono que estaba en la planta baja. Entonces oí gritar a uno de los hombres otra vez: "¿Quién es? ¿Quién es?" y de pronto un alarido de Ahmed.
Empezó a sollozar y durante medio minuto no hay nada grabado en la cinta. Al fin continuó, bajando el tono:
– Ya no lloró más. Supongo que debió desmayarse entonces.
– ¿Qué hizo usted entonces?
Una pausa.
– Hice la cama.
– ¿Hizo la cama?
Mi voz sonaba a incredulidad, y con razón quizás.
– Sí. Compréndalo. Yo sabía a qué habían venido y dónde estaba lo que ellos buscaban. Y entonces había comprobado que, aunque hubieran esperado encontrarme con él, al no hallarme en su habitación, habían supuesto que aquella noche estaba solo en la casa. Pero una vez que empezaran a buscar lo que querían, me encontrarían y me amenazarían como habían amenazado a Ahmed. Sabía que desde aquella habitación podía esconderme en un sitio. Pero si veían una cama revuelta, se supondrían que yo tenía que estar en la casa y cerca de la habitación, y no desistirían de buscar hasta que me encontrasen. Así que hice la cama rápidamente y limpié la habitación. Al acostarme, tenía puesto un mono de esquiar, así que no había mucho que hacer porque el resto de mis cosas estaban en la otra habitación. Pero me pareció que me había llevado una eternidad. Oía a los dos hombres que discutían acerca de algo. Luego dejaron de discutir y oí dos disparos.
– ¿Sólo dos?
– Entonces sólo dos. En principio, creí que quizás Ahmed había podido echar mano del arma y matarlos. Pero luego los oí hablar de nuevo y comprendí que habían sido ellos los que habían disparado contra Ahmed. Habían salido al pasillo. Entonces no esperé más y me escondí.
– ¿Dónde?
– En la torreta.
– No creí que fueran de verdad. En las fotos parecen de adorno.
– Lo son. Es una estructura de madera cubierta con planchas de zinc y pintada simulando piedras. Pero tiene ventanucos como si fueran torretas de verdad y esto le dio una idea al dueño de la casa. En una de ellas empotró un gran altavoz y lo conectó con un micrófono colocado abajo para poner discos de un carillón. Es absurdo, pero lo hizo. Y para ello necesitó abrir un boquete en la torreta. Así pues, practicó un agujero detrás del armario de la habitación y luego lo disimuló con un pequeño panel.
– Comprendo. Así que usted se metió allí.
– Sí. Y me llevé mi mono de esquiar conmigo. Más tarde me alegré de ello, porque en la torre hacía mucho frío. El boquete no tenía más de un metro de ancho o así, y el viento que entraba por los ventanucos silbaba al tropezar con el lío de cables del altavoz.
– ¿Cómo conocía usted la existencia de este pasadizo a la torreta?
– Porque allí era donde Ahmed había escondido la maleta que contenía todos los papeles que buscaban aquellos hombres.
– ¿Arbil le había dicho a usted que la había escondido allí?
Una pausa. Titubeó y luego dijo débilmente:
– Sí.
– ¿Confiaba en usted completamente?
– Sí.
– ¿Qué papeles eran esos?
– Documentos.
– ¿Qué tipo de documentos? ¿Relativos a sus actividades políticas?
– Relativos a muchas cosas.
– ¿Los ha leído usted?
– Estaban escritos en árabe.
– Así que se quedó usted en la torreta mientras ellos registraban la casa en busca de la maleta. ¿Registraron la habitación donde había dormido usted?
– Oh, sí. Estaba muy asustada. Me había olvidado de esconder la taza de la tisana. Afortunadamente no se dieron cuenta. Después volvieron a la habitación de Ahmed. Fue entonces cuando dispararon por tercera vez. Debieron encontrarlo vivo todavía.
– Esa lengua que hablaban entre ellos, ¿a qué sonaba? ¿Podía ser una lengua eslava?
– Tal vez. No lo sé.
– ¿Cuánto tiempo permaneció en la torre?
– Mucho rato. No lo sé seguro. Cuando se fueron a la planta baja, no les oía muy bien y no supe exactamente cuándo se fueron. Tenía miedo de abandonar la torre por si todavía estaban allí.
– ¿Pero al fin salió y encontró al coronel Arbil muerto?
– Sí.
– Antes dijo que, cuando se despertó y oyó a aquellos hombres, pensó en alcanzar el teléfono que había en la planta baja. ¿A quién iba a llamar? ¿A la policía?
– Supongo que sí.
– ¿Entonces por qué no lo hizo ahora que podía?
– Ahmed había muerto, y yo tenía la maleta con sus documentos. La policía no podía hacer nada por él y, en cambio, podía hacerle mucho daño a sus asociados, a sus amigos. Así que hice lo que Ahmed hubiera querido que hiciese. Cogí la maleta y me fui a donde la policía no pudiera encontrarme y aquellos hombres tampoco. Tenía que irme pronto. Tenía miedo de que los hombres pudieran volver para registrar la casa de nuevo. Cuando vi las luces de la furgoneta en la calle, pensé que se trataba de un coche con ellos dentro. En el aeropuerto, mientras esperaba el avión, me escondí en el lavabo. Fue entonces cuando pensé en recurrir a Adela y pedirle que me ayudara.
– ¿Así que ahora tiene escondida la maleta en lugar seguro?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué se sigue escondiendo?
– Tengo que hacerlo. ¿No lo comprende? -su tono era impaciente-. Ahora saben que yo estaba en la casa aquella noche. Saben que debo tener los documentos que ellos iban a buscar. Si me encuentran, me tratarán como trataron a Ahmed.
– Entonces, ¿por qué no destruye los documentos y me deja publicar el hecho?
– No lo creerían. Además, creerían que yo los había leído o que había hecho copias.
– Muy bien. Pues envíeselos a ese comité de Ginebra.
– ¿Cómo voy a confiar en ellos ahora? Debió de ser uno de éstos quien traicionó a Ahmed. Es evidente.
– A mí no me lo parece.
– Usted no lo entiende.
– Trato de hacerlo con todas mis fuerzas. A mi entender, el asunto se puede resumir así: Usted está convencida de que unos agentes misteriosos (no sabe realmente quiénes son ni a quién representan) andan tras la maleta que usted sacó de la casa con los documentos dentro y que harán todo lo posible por conseguirla. Usted no sabe realmente lo que hay en los documentos de la maleta, pero el enemigo se supondrá que sí lo sabe. Sus sentimientos de lealtad hacia el coronel Arbil le impiden poner las cosas en manos de la policía y pedirle protección. ¿Es esto?
– Sí.
– ¿No será que está viendo peligros imaginarios? ¿No exagera usted al hablar de las consecuencias para los amigos del coronel Arbil si la policía se hace cargo del asunto?
– La muerte de Ahmed no fue imaginaria. Tengo que hacer lo que considero mejor.
– Pero todo esto no tiene sentido, ¿no cree? A menos, claro, que haya otras cosas que no me ha dicho.
– Le he dicho todo lo que puedo, Monsieur.
– Entonces, ¿qué piensa hacer ahora? ¿Seguir escondida durante el resto de su vida?
– Tengo otros planes.
– ¿Qué planes?
– Si se los contara a usted, ya no me valdrían para nada. Ahora he de irme.
– Otra cosa. ¿Cómo puedo entrar en contacto con usted de nuevo?
– No hay razón para ello.
– ¿Esos planes de usted incluyen la posibilidad de trasladarse del sitio donde está ahora?
– Tal vez.
– ¿Adela seguirá sabiendo dónde encontrarla?
– Sí. Termine la copa, por favor. Tengo que irme.
– Muy bien.
Hasta aquí llegaba la cinta.
Se limpió las gafas y se las puso, y limpió el cenicero que yo había utilizado antes de marcharnos. Traté de quitarle más sobre sus planes, pero no pude.
Volvimos a la Corniche, conduciendo ella como antes. A medio kilómetro poco más o menos del Relais Fleuri, se desvió hacia la cuneta y se detuvo. Su mano derecha se quedó en la llave del encendido mientras se volvía hacia mí.
– Me gustaría que llegara al Relais Fleuri a pie desde aquí, por favor.
– ¿Y qué va a ser de este coche? No es mío, sabe.
– Se lo dejaré en el Relais. Tengo el mío aparcado allí. Preferiría que no me cogiese la matrícula ni tratase de seguirme.
– Ah, comprendo.
Abrí la puerta y bajé del coche.
– Si se le ocurre añadir algo a lo que me dijo esta noche y quiere ponerse en contacto conmigo, Adela sabe cómo encontrarme. Au revoir, Madame, y gracias.
– Adiós, Monsieur.
Cerré la puerta y ella arrancó. Diez minutos más tarde llegué al Relais. Estaba todo a oscuras. Mi coche estaba allí aparcado. Regresé a Niza. Pensé en la posibilidad de pararme en alguna parte y llamar a Sy, pero luego cambié de idea. Tendría que ponerle la cinta por teléfono y esto es difícil hacerlo en una cabina. Además, las carreteras estaban desiertas y secas. A Sy no le importaría esperar otra media hora.
Llegué a Mougins un poco después de la media noche. El conserje nocturno me puso la llamada al cabo de una espera de diez minutos. Sy ya estaba al aparato cuando yo cogí el teléfono de mi habitación.
– ¿La viste?
– Sí.
– ¡Fabuloso! ¿Dónde?
– En una casa desocupada cerca de Niza.
Le conté los mecanismos del encuentro y luego continué:
– Tengo una cinta. ¿Quieres escucharla?
– Espera un momento para que conecte el magnetófono. Muy bien, adelante.
– La primera parte es en mi coche. Luego estuvimos en la casa.
– Perfecto.
Pasé la cinta con el altavoz miniatura pegado al teléfono. Al terminar, lo apagué y le dije:
– Esto es todo.
Sy tardó un momento en contestarme; le oía discutir con alguien en la oficina, probablemente con Ed Charles, el encargado de hacer la transcripción escrita. No comprendía lo que decían. Luego, Sy volvió al aparato.
– ¿Piet?
– ¿Qué?
– ¿Qué valor le concedes a esto? ¿Es imparcial? ¿Qué impresión te ha dado?
– Creo que su relato de lo que ocurrió en la casa en el momento del asesinato de Arbil resulta verdadero.
– Eso creemos nosotros también. ¿Qué más?
– Como habrás podido deducir por las preguntas que yo hago, lo demás lo encuentro poco convincente.
– Puede que ella se lo crea. Una impresión prolongada y todo eso. Las chicas neuróticas ven asesinos debajo de la cama.
– Creo que ésa es la impresión que intentó dar.
– Puede ser. Muy bien, analizaremos todo esto una vez transcrito. ¿Y cómo hacemos con los detalles de ambiente? Supongo que la Adela mencionada en la cinta es la intermediaria. ¿Cómo entró en contacto con ella nuestro hombre de Mougins? Tienes que contarme todo eso.
– No tengo pensado hacerlo. Ya te lo dije, hice un trato.
– Bien, ahora olvídalo. Venga. Lo grabaremos.
– Lo siento.
Su tono se hizo más agudo.
– Oye, Piet, piensa un poco con la cabeza. Has llevado a cabo una dura tarea, has hecho un gran trabajo. Ahora tenemos que presentarlo con todo su valor. Venga.
Hubo una pausa. Luego Sy continuó:
– Dos cosas, Piet. Primero, no tienes autoridad para hacer ningún trato sin consultar conmigo antes. Segundo, has conseguido estas declaraciones porque te han dado una pista tremendamente buena. Si crees que el jefe va a dejar pasar esta ocasión sin un relato detallado de cómo hemos ganado a Paris Match en su propio terreno, estás loco.
Yo pensaba con toda la rapidez posible.
– Me dijiste que me asegurase la posibilidad de poder entrar en contacto con la chica de nuevo -le repliqué-. Si no mantengo la palabra dada a la intermediaria, no habrá más contactos.
Sy dejó escapar una breve carcajada.
– Pero piensa un poco, muchacho. La intermediaria no sabrá nada hasta que lea el semanario. Esto nos da cuatro días para mantener ulteriores contactos y completar el asunto. Después de esto, el caso será del conocimiento de todo el mundo y nos importa un rábano si ella piensa que eres un hijoputa o no, porque ya no la necesitaremos más. Ahora deja de cabalgar y desembucha.
– Me pensaré lo que acabas de decir.
Después de esto hubo una larga pausa. Sy había puesto la mano sobre el micrófono del teléfono y yo no podía oír lo que decía. Pero me lo imaginaba. Cuando habló de nuevo, su tono era cuidadosamente cordial.
– Muy bien, Piet, piénsatelo. Aún disponemos de unas cuantas horas y podemos avisar a Nueva York de que estamos haciendo el artículo. Mientras tanto, apostaría a que te iría bien un sueñecito, ¿eh?
– Sí.
– Bien, te diré lo que vamos a hacer. Necesitaremos mucho material para completar esto, así que creo que debemos poner manos a la obra y ayudarte. Me voy a dar una vuelta por ahí abajo en uno de los vuelos de la prensa que salgan de Orly. Tú duerme dos o tres horas y vete a esperarme al aeropuerto de Niza a eso de las siete. ¿De acuerdo?
– Bien.
– Oh, y consígueme una habitación en tu hotel, ¿quieres? No, espera. Dos habitaciones. Probablemente haré venir a Bob Parsons de Roma también. Llegará casi tan pronto como yo. Mientras tanto, puedes ir haciéndote a la idea de esa bonificación extra que vas a percibir. ¿Correcto?
– Oh, sí, naturalmente.
– Te veré a las siete.
Y colgó.
En una cosa tenía razón: yo estaba cansado. Sin embargo, no tenía intención de irme a dormir.
Hice las maletas y bajé a buscar al conserje de noche.
– Lo siento -le dije-, pero tengo que salir para París inmediatamente dentro de una hora. Entérese de lo que cuesta esta llamada telefónica e inclúyala en la cuenta. Ahora voy a volver a salir, estaré de vuelta dentro de media hora. Quisiera tener la cuenta lista cuando regrese.
El conserje protestó diciendo que la única persona que podía hacerme la cuenta ya estaba en cama. Sin embargo, un billete de veinticinco francos le persuadió de que era un asunto de extrema urgencia que requería medidas de emergencia. Le dejé accionando una clavija en la centralita telefónica y me fui a La Sourisette.
Me hubiera gustado telefonear antes, pero tuve miedo de que el conserje se acordara del número.
La casa estaba a oscuras, sólo estaban encendidos los dos focos de la entrada. Sin embargo, el perro había oído el coche y empezó a ladrar antes de que yo tocase el timbre. Al cabo de un rato apareció la criada, que abrió la puerta pero sólo el espacio que daba la cadena.
Monsieur y Madame estaban dormidos y no se les podía molestar. Yo insistí; el perro ladraba; finalmente, Sanger gritó desde el piso superior:
– ¿Quién es? ¿Qué pasa?
– Maas. Es importante que le vea ahora mismo.
La criada y el perro salieron de la puerta. Al cabo de unos segundos, Sanger quitó la cadena y abrió la puerta del todo. Estaba en pijama y por encima tenía una bata de seda.
– Pasa de la una -dijo él en tono quejumbroso-. ¿No podía esperar a mañana?
– No. Es importante. Importante para usted, quiero decir, no para mí. ¿Puedo entrar?
Me condujo a la sala de estar.
– ¿Está despierta su mujer?
– Lo dudo. Ha tenido un día agotador. Se ha tomado algo para dormirse -añadió con un poco de tristeza.
– Pues entonces creo que sería mejor que mandase hacer un poco de café negro y que la despertase.
Sus cejas se arquearon.
– Usted consiguió lo que quería: hablar con Lucía. Ella nos telefoneó y nos lo dijo. ¿Qué quiere ahora?
– ¿Les dijo que yo le había dado esas fotos que les saqué a ustedes esta mañana?
– Sí. ¿Qué pasa con eso?
– Yo traté de mantener la parte del trato que hice con su mujer, pero me temo que mi director no sea muy considerado con los tratos. Quiere que se lo cuente todo, sin omitir detalle.
– ¿Y usted se lo ha contado?
– No. Me negué.
– ¿Se qué…?
– Me negué, y he venido para avisarle. Está en camino hacia aquí, en avión procedente de París. Estará en Niza a las siete. Y hay otro hombre que se dirige aquí desde Roma. Vendrán directamente a Mougins. Ahora escuche, Mr. Sanger -había empezado a pasearse por la estancia-, ellos no saben que yo entré en contacto con Lucía a través de su mujer, yo engañé deliberadamente al director cuando me interrogó al respecto. Pero conocen su nombre y saben lo de Patrick Chase. A mí sólo me costó veinte minutos encontrar donde vivía usted. Cuando ellos lleguen aquí, probablemente lo encontrarán en diez.
– Puedo negarme a recibirles.
– No es tan fácil como conmigo, Mr. Sanger. Si no quiere verlos, tendrá que llamar a la policía para que los eche de aquí. He venido para aconsejarle que se vaya mientras está a tiempo.
Su cerebro estaba funcionando rápidamente pero con suspicacia.
– ¿Por qué lo hace? ¿Qué pretende? ¿Qué está tramando ahora?
– Por lo que a usted respecta, mantengo simplemente la promesa que hice a su mujer. Mi director espera que yo vaya a esperarle al aeropuerto de Niza a las siete. No iré. Tampoco me quedaré aquí. En estos momentos me están haciendo la cuenta en la fonda. Pienso trasladarme a un pequeño hotel de Niza esta noche.
– ¿Quiere decir que está traicionando a su revista? Le echarán.
– Eso espero, pero lo dudo. Por lo menos, no me echarán inmediatamente. A menos que puedan entrevistarle personalmente, no pueden publicar nada sobre usted en conexión con este caso. Por eso cuando vean que no pueden encontrarle a usted, tratarán de buscarme a mí. Si me encuentran, apelarán a mi orgullo profesional y a mi buen sentido.
– ¿Y conseguirán algo?
– Por lo que a ellos respecta, no tengo orgullo profesional, y mis ideas acerca del buen sentido son muy diferentes de las suyas. Continuaré protegiéndole mientras pueda. Con una condición.
Sanger suspiró.
– Lo esperaba.
– Tengo que poder establecer contacto directo con Lucía Bernardi. Sin intermediarios.
– Ah, es eso.
Pareció quedar aliviado.
– Bueno, será mejor que vaya a despertar a Adela -inició el movimiento de irse, pero titubeó-. Todavía no entiendo por qué hace usted esto. Una simple determinación de mantener una promesa, no puedo entenderlo. Por lo demás, excuso decirle que se lo agradezco de verdad. Pero… ¿es realmente así de sencillo? Usted no se deja comprar por treinta mil dólares y, sin embargo, dice que no tiene orgullo profesional. Hace este trabajo como si fuera importante para usted y, sin embargo, dice que espera perder su empleo. ¿Qué le pasa, Maas? ¿Sigue teniendo deseos de autodestrucción, o es un nuevo tipo de angustia?
Una buena pregunta. Yo no sabía muy bien cómo contestarla.
– Tal vez esto último -le dije-. Un día hablaremos de eso con calma. ¿Ahora no cree que debemos empezar a movernos?
Sanger se encogió de hombros.
– Sí desde luego.
Y empezó a subir las escaleras.
– Usted mismo póngase una copa.
Me serví un buen whisky y empecé a pensar en las precauciones que había que tomar. La criada, por ejemplo. Sanger le tendría que avisar que yo sólo había estado allí una vez; que diera la impresión que Sanger me había dado una pista y me había enviado a buscar información a otra parte. También se le tenía que advertir que no dijera que la señora Sanger se llamaba Adela de nombre de pila.
Al cabo de un rato Sanger volvió a bajar, esta vez completamente vestido. Traía en la mano un maletín y empezó a llenarlo con papeles procedentes de una caja fuerte que tenía en el rincón de la chimenea de la sala de estar. Le hablé de las precauciones en las que había estado pensando.
Sanger asintió.
– Ya he hablado de todo esto con Adela -dijo-. María está acostumbrada a ser discreta cuando nosotros estamos fuera. Dirá que hemos ido a Peira-Cava. Y usted también, claro. El camarero de aquel hotel puede acordarse de usted si sus amigos hacen pesquisas allí.
– ¿Y cómo quedamos para que yo pueda establecer contacto con Lucía?
– Adela le hablará de esto.
Se quedó pensando un momento y añadió:
– Tratarán de encontrarle a toda costa, ¿verdad?
– Probablemente. Pero no creo que puedan.
– Ese coche que tiene es alquilado, ¿no?
– Sí.
– ¿Sabe lo que haría yo si fuera ellos?
– ¿Qué?
– Le buscaría a través de las agencias de alquiler de coches; no hay muchas. Y una vez que tuviera el número de matrícula, iría a la policía y le acusaría de cualquier fechoría fingida (hurto, quizás). Luego, cuando le encontraran, le pediría disculpas, retiraría la acusación y diría que todo había sido una confusión. Si no quiere tenerlos encima, yo me desharía del coche rápidamente.
– ¿Ustedes a dónde piensan irse? -le pregunté.
Me dirigió una mirada suspicaz.
– Creo que será mejor que no lo sepa. Cuando hay por medio motivos poco claros, las cosas suelen ir mal. Puede decidir cambiar de parecer.
Vi que había puesto dos pasaportes franceses en el maletín con los demás papeles.
– ¿Van a salir de Francia? -volví a preguntar.
– Sólo si es necesario. Y no creo que lo sea.
Adela Sanger apareció atravesando el salón. Su rostro estaba bastante compuesto, teniendo en cuenta que la acababan de despertar de un sueño profundo para enfrentarse con un asunto de emergencia.
– María está haciendo café -dijo, y se volvió hacia mí-. Espero que mi marido le haya dado las gracias por su consideración, Monsieur.
– No se merecen, Madame. Lamento haber tenido que molestarla de este modo.
– La alternativa hubiera sido mucho peor -de pronto adquirió un tono mucho más formal-. Bien, acabo de hablar con Lucía y he hecho lo que pude con ella. No está muy tranquila, por supuesto. Sólo he podido persuadirla para que me dejara darle a usted el número de teléfono de la casa, no la dirección -me pasó una hoja del bloc de teléfonos-. Ése es. Además, me ha dicho que puede decidir irse a otra parte. Pero en este caso, se lo comunicará. Me ha asegurado que lo hará así. Y tengo que volver a llamarla para decirle dónde puede encontrarle a usted.
– Todavía no lo sé seguro.
Sanger alargó la mano a uno de los estantes de la librería y me entregó una Guía Michelin.
– Antes me dijo que pensaba irse a un hotel de Niza. Es mejor que decida a cuál.
– Muy bien.
Ahora tenía que pensar en el dinero. Me había gastado un montón de lo que me habían dado de dietas y era poco probable que siguiera recibiendo los cheques del salario procedentes del World Reporter. Elegí un hotel barato entre los que venían en la lista, sin restaurante, y le di a Adela Sanger el número.
Ella lo anotó y dijo:
– Muy bien. En esta época del año, no le será difícil encontrar una habitación ahí. Si, por cualquier casualidad, ocurriese esto, váyase al siguiente en la lista. Yo le diré a Lucía que ésta es la clave.
– Comprendido.
Ella suspiró.
– Supongo que no sabré nunca porqué estaba tan asustada.
– Pronto sabrá usted lo que yo sé, Madame. Lo podrá leer en la revista de la semana que viene. Publicarán una parte del caso. En cuanto a lo de que estaba asustada, no creo que esté usted en lo cierto.
– ¿Qué dijo ella?
– Algunas verdades, Madame, pero muchas mentiras, creo.
Miré a Sanger que estaba cerrando la caja fuerte.
– Usted me preguntaba antes por mis motivos. No son realmente confusos. No tengo nada que perder sino un empleo que no me gusta y tengo una enorme curiosidad. ¿No es suficiente?
A Sanger la razón le pareció divertida.
– Ahora creo que lo comprendo. Aunque tal vez no lo entienda igual que usted.
– ¿Oh?
– Lucía le interesa y le atrae. Hasta tal punto, que está usted dispuesto a engañar a sus jefes para continuar el asunto con ella en su propio provecho. Ése es su nuevo tipo de angustia. Adela sabe de lo que estoy hablando, ¿verdad, cielo? ¿Por qué cree usted que elegimos a Lucía para que nos acompañara a Munich y St. Moritz? Era el tipo apropiado de chica para lo que nosotros la necesitábamos. Son difíciles de encontrar, y ella era una de las mejores. No es exactamente por su físico. Tampoco es por su inteligencia. Es que produce un efecto curioso sobre los hombres. Desean irse a la cama con ella, sólo que hay algo en su modo de ser que los pone nerviosos. No están bastante seguros de conseguirla. Incluso los grandes conquistadores experimentan esa sensación. Yo lo he visto. Mire Arbil. Se portaba como un mozalbete.
– Suele ocurrirle a los hombres maduros -observé yo con intención.
– ¡Uup! -dijo Sanger con una sonrisa forzada.
No estaba desconcertado, pero sabía que yo si lo estaba.
– Dice usted que estaba asustada, Madame -dije yo volviéndome a la mujer-. ¿Cree usted que se trata de una persona neurótica que se imagina que corre grandes peligros sin ser cierto?
– No. De ningún modo.
– ¿Podría fingir estar asustada sin estarlo?
– ¿Por qué iba a fingir?
Adela miró a su marido y añadió:
– Tengo que reunir mis cosas.
– Sí, cielo, hazlo.
Sanger levantó la mano y dijo dirigiéndose a mí:
– Ha sido tremendamente fastidioso conocerle, Maas. Espero que no volvamos a vernos más. No se trata de nada personal, compréndalo.
– Lo comprendo.
Su apretón de manos fue formal y sincero.
Mientras me iba, le oí gritar a su mujer que se asegurase de ponerle la ropa interior en la maleta.
Cuando llegué a la fonda, me tenían la cuenta preparada. Antes de irme, hice las reservas para Sy y Bob Parsons y escribí una nota para Sy dándole a conocer mi postura personal en el asunto.
Querido Sy:
Lo siento, pero aún no hay más material. Hice un trato para conseguir esta cinta y creo que debo cumplir las condiciones.
Evidentemente, esto constituye alta traición para con el World Reporter y me desliga de todo compromiso con la revista. Devolveré el coche alquilado tan pronto pueda y te enviaré una hoja detallada de gastos con las facturas del hotel, etc. Puede que la revista me deba algún dinero, pero ya arreglaremos esto más adelante cuando el caso se enfríe y tú hayas regresado a París. Mientras tanto, me tomo esas vacaciones no pagadas que tú mencionaste el otro día.
A propósito, ¿qué ocurrirá si durante estas vacaciones consigo más material publicable sobre el caso Arbil? ¿Te lo envío, o me olvido simplemente del asunto? No recuerdo lo que dice el contrato. Tendré que tocar de oído.
Recuerdos.
P. M.
P. S. Te adjunto la cinta original con la entrevista de la Bernardi para el archivo. Para que no pierdas el tiempo innecesariamente, la casa de Sanger aquí es un chalet llamado La Sourisette. Cualquiera te dirá donde está. Pero Sanger no está en casa estos días. No tengo idea de cuándo piensa regresar.