CAPÍTULO 14

La mañana del 23 de diciembre Mo se levantó temprano, se preparó huevos con beicon y luego sacó a Murphy a pasear. Durante la noche había soñado que estaba en Cherry Hill, que había comprado un árbol de Navidad, lo había decorado, había preparado una cena para ella y Murphy, y… pero entonces despertó. Bueno, iba a vivir el sueño.

– ¿Quieres ir a casa, viejo amigo? Reúne tus cosas. Vamos a comprar un árbol y recorrer el trayecto. Mañana hará un año que nos conocemos. Tenemos que celebrarlo.

Poco después de mediodía, Mo se encontró arrastrando un pequeño abeto por el patio trasero de Marcus. Como antes, se escurrió por la puerta del perro y cruzó la cocina hasta la puerta del patio. Tardó bastante en localizar la caja de los adornos de Navidad, pero, con las chimeneas encendidas, la cabaña se caldeó rápidamente.

En la puerta principal colocó la corona de flores con el lazo rojo. De nuevo en el interior de la casa, colocó las luces del árbol y entre sus ramas puso adornos de vivos colores. De cuclillas, empujó el árbol hasta que quedó perfectamente ubicado en el rincón. Era maravilloso, pensó tristemente en cuanto acabó de decorarlo. Lo único que faltaba era Marcus.

Pasó el resto del día limpiando y quitando el polvo. Cuando terminó sus labores, hizo un pastel y preparó un estofado con carne de hamburguesa.

Durmió en el sofá porque no tuvo fuerzas para acostarse en la cama de Marcus.

El día de Nochebuena comenzaba a caer, agrisándose y nublándose. Parecía que fuese a nevar, pero el hombre del tiempo había dicho que este año no serían unas Navidades blancas.

Vestida con téjanos, zapatillas de deporte y una cálida camisa de franela, Mo comenzó los preparativos para la cena. La casa estaba invadida del olor de la fritura de cebollas, el aroma del árbol y de las galletas de jengibre que estaban haciéndose en el horno. Casi se sintió aturdida al fijarse en el árbol con los regalos a sus pies, regalos para Murphy y para Marcus. Cuando se marcharan, después de Año Nuevo, los dejaría allí.

A la una metió el pavo en el horno. El budín de pasas y ciruelas, hecho por ella misma, estaba enfriándose en la encimera. Las patatas y el malvavisco estaban junto al budín. Las semillas de sésamo y el brócoli estaban listos para la cocción en cuanto sacara el pavo del horno. Echó una última mirada a la cocina y a la mesa dispuesta para una persona antes de retirarse a la sala a mirar la televisión.

Murphy saltó del sofá con el pelaje erizado. Gruñó y comenzó a corretear por la habitación, yendo de aquí para allá. Asustada, Mo se levantó para mirar por la ventana. No había nada excepto los árboles desnudos que rodeaban la casa. Encendió más luces, incluso las del árbol. Como precaución, atrancó las puertas y ventanas. Murphy siguió gruñendo inquieto. Al poco empezó a emitir agudos gañidos, pero no se acercó a la puerta. Mo corrió las cortinas y encendió las luces del exterior. Comenzaba a inquietarse. ¿Debía llamar a la policía? ¿Qué diría? ¿Mi perro se está comportando de un modo extraño? Maldición.

Los lamentos de Murphy eran muy extraños. Quizá no fuera un perro preparado para defender a su dueño, su propiedad y su casa. Desde que lo tuvo nunca se había puesto a prueba. Para ella sólo era un gran animal capaz de querer incondicionalmente.

En un instante de pánico dio una vuelta por la casa y comprobó los cerrojos de todas las puertas. Las puertas eran robustas y sólidas, pero no se tranquilizó.

El ruido del exterior era espantoso y parecía proceder de la zona de la cocina. Se armó con un cuchillo de trinchar en una mano y una sartén de hierro en la otra. Murphy seguía correteando y gimiendo. Ella esperó.

Al ver que el pomo de la puerta giraba se preguntó si tendría tiempo de correr a la puerta principal y subir al Cherokee. Tenía miedo de arriesgarse y miedo de que Murphy echara a correr en cuando estuviera fuera.

Al ver que se movía la cortina de la puerta del perro se quedó helada. Murphy también lo vio y soltó un ladrido ensordecedor. Mo dio un paso hacia la izquierda, alzando la sartén, con los hombros erguidos y el cuchillo en la misma posición.

Ella vio su cabeza y parte del hombro.

– ¡Marcus! ¿Eres tú? ¿Por qué entras por la puerta de Murphy? -Los hombros se le relajaron con alivio.

– Todas las puertas están cerradas con pestillo. Estoy atascado. ¿Qué demonios estás haciendo en mi casa? Y con mi perro.

– Lo he traído por Navidad. Te echaba de menos. Pensé… podías haber llamado, Marcus, o enviar una postal. Te juro que creí que habías muerto en la mesa del quirófano y que nadie de tu empresa quería decírmelo. Marcus, tuve que mudarme de apartamento porque en el mío estaba prohibido tener animales. He abandonado la oficina por tu perro. Bueno, aquí lo tienes. Me voy y sabes qué te digo… no me importa que estés atascado en esa puerta. Has desperdiciado casi un año de mi vida. No hay derecho. No tienes excusa, y aunque la tengas no quiero escucharla.

– ¡Abre la maldita puerta!

– ¡Y un cuerno, Marcus Bishop!

– Escucha, somos personas adultas y sensatas. Discutámoslo racionalmente.

– Que pases una feliz Navidad. La cena está en el horno. Tu árbol en la sala, decorado, y en la puerta Principal hay una corona. Aquí tienes a tu perro. Supongo que es todo lo que necesitas.

– No puedes irte y dejarme así atascado…

– ¿Qué te apuestas? Has jugado con mis sentimientos. ¡Me has dejado sola con tu perro! Eres mucho más idiota que Keith. ¡Y yo me he creído tus sandeces! Supongo que la culpa es mía.

– ¡Morgan!

Mo se dirigió apresuradamente hacia la puerta principal. Murphy ladró. Ella se detuvo.

– Lo siento. Tú le perteneces a él. Te quiero… eres un compañero y amigo maravilloso. Nunca olvidaré que me salvaste la vida. De vez en cuando te enviaré bistecs. Cuida de ese… ese gran bobo, ¿me oyes? -dijo, y cerró la puerta violentamente.

Estaba abriendo la puerta del garaje cuando sintió alguien a su lado. A su izquierda oyó los ladridos de Murphy.

– Vas a tener que escucharme quieras o no quieras. Mírame cuando te hablo -dijo Marcus Bishop frente a ella.

La rabia y la hostilidad de ella se desvanecieron.

– ¡Marcus, estás de pie! ¡Caminas! ¡Es maravilloso! -La ira le volvió tan repentinamente como había desaparecido. -Esto sigue sin justificar tu silencio de nueve meses.

– Mira, envié postales y flores. Te escribí cartas. ¿Cómo demonios iba a saber que te habías mudado?

– Ni siquiera me dijiste a qué hospital ibas. Intenté llamarte pero en tu oficina no me decían nada. Por un dólar, en la oficina de correos te hubieran dado mi nueva dirección. ¿Se te ocurrió alguna vez?

– No. Pensé que… bueno, pensé que te habías fugado con mi perro. Perdí la tarjeta que me diste. Me desanimé cuando me enteré que te habías mudado. Lo siento. Toda la culpa es mía. Tenía el gran sueño de entrar caminando en casa de tus padres el día de Nochebuena y estar junto a ti frente al árbol. Mi operación no fue tan fácil como el cirujano esperaba. Tuvieron que hacerme una segunda operación. La terapia fue tan intensa que apenas podía pensar. No me estoy lamentando, estoy tratando de explicártelo. No tengo nada más que decir. Si quieres quedarte con Murphy, de acuerdo. No tenía ni idea… él te quiere. Cielos, yo te quiero.

– ¿Me quieres?

– Claro que sí. Durante la recuperación no hice más que pensar en ti. Era lo que me ayudaba a seguir. Hoy incluso he ido a esa tienda coreana y mira esto. -Alargó un montón de postales y sobres. -Parece que no sabes leer. Esperaban que fueras a buscar el correo. Dijeron que las flores que enviaba de vez en cuando les gustaban mucho.

– ¿De verdad, Marcus? -Se acercó y cogió la correspondencia. -¿Cómo te has salido de la puerta del perro?

Marcus resopló.

– Murphy me empujó. ¿Por qué no entramos y hablamos como dos personas civilizadas que se quieren?

– Yo no he dicho que te quiero.

– ¡Dilo!

– De acuerdo, te quiero.

– ¿Y qué más?

– Te creo y también quiero a tu perro. -¿Viviremos felices aunque ahora sea guapo y rico? -Claro que sí, pero eso es lo de menos. Cuando ibas en silla de ruedas ya te quise. ¿Funciona todo… tu cuerpo?

– Comprobémoslo.

Murphy los precedía en el camino hacia la casa.

– Te levantaré en brazos para cruzar el umbral.

– ¡Oh, Marcus!, ¿de verdad?

– A veces hablas demasiado. -La besó como nunca había besado a nadie.

– Eso me ha gustado. Hazlo otra vez, y otra, y otra.

Él lo hizo.

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