CAPÍTULO 04

Murphy se puso de cuclillas para vigilar a la muchacha que dormía en la habitación de su amo. Dio varias vueltas a su alrededor, olisqueándola. Luego saltó sobre la cama y tiró del edredón hasta que le quedó colgando de la boca. Después bajó a la planta inferior. A los diez minutos había vuelto con la cinta roja.

– Así que está aquí -le dijo su amo. -Dámela, Murphy. Se suponía que tenía que ser para el árbol.

El perro de pelaje dorado se detuvo, ladró, retrocedió unos pasos, pero no soltó la cinta. En su lugar, recorrió apresuradamente la sala hasta el dormitorio, seguido de su amo y del suave ruidillo de la silla de ruedas. Él observó cómo el perro colocaba la cinta sobre el edredón, cerca de la cara de Mo. Siguió observándolo tirar delicadamente de la pequeña toalla amarilla de su cabeza. Le acarició con el hocico los tirabuzones negros para luego tocárselos con una pata.

– Ya veo -dijo con tristeza Marcus Bishop. -Con ese pelo negro se parece un poco a Marcey. Ahora que lo tienes todo controlado creo que ya es hora de que cenes. Ella quería la cinta, ¿verdad? ¿Por eso se la has traído? Buen chico, Murphy. Dejemos dormir a nuestra invitada. Quizá se despierte a tiempo de cantar algún villancico con nosotros. Has hecho bien, Murphy. Marcey estaría muy orgullosa de ti. Maldita sea, estoy orgulloso de ti y si no vamos con cuidado esta muchacha intentará apartarte de mi lado.

Marcus sintió que le picaban los ojos cuando Murphy se inclinó sobre la chica durmiente para lamerle la mejilla. Entonces juraría que el perro lloraba, pero no pudo estar seguro porque tenía los ojos anegados en lágrimas.

De vuelta en la cocina, Marcus metió la ropa en la secadora. Con una cuchara puso pienso en el plato de Murphy. El perro lo miró y se alejó.

– Sí, ya sé. Es un contratiempo. Lo superaremos y seguiremos adelante. Sólo si pasamos estas primeras Navidades estaremos en el buen camino para superarlo, pero ahora tienes que ayudarme. No puedo hacerlo solo.

El perro hundió la cabeza entre las patas pero no dio la menor señal de que le importara lo que su amo acababa de decir. Marcus dejó caer los hombros.

El fatal accidente había ocurrido hacía exactamente un año. Marsha, su hermana gemela, conducía cuando tuvo lugar el choque frontal. Él llevaba puesto el cinturón, pero ella no. Tardaron cuatro horas en sacarlo del coche. Sufrió seis operaciones y aún le esperaba otra. Tras esta última, según dijo el especialista ortopédico, era casi seguro que volvería a caminar.

La pequeña casa había sido de Marcey. Fue a vivir allí después de que su marido muriera de leucemia, sólo cinco años después de casarse. En esos trágicos años Murphy fue su única compañía. Ella prefirió mantenerse distante. Pintaba, escribía una columna de crítica de arte en el Philadelphia Democrat, daba largos paseos y veía mucho la televisión. Decir que estaba alejándose de la vida era suavizar las cosas. Después del accidente, para él fue más fácil adaptar ese lugar a sus necesidades que la casa principal. Además, allí Murphy era más feliz.

Murphy era de los dos, pero el perro sentía mayor debilidad por Marcey porque ella siempre llevaba pastillas de regaliz para él en el bolsillo.

Él y Murphy habían llorado juntos al ir cada semana con flores a visitar la tumba de Marcey. En aquellas ocasiones, él siempre se aseguraba de meterse pastillas de regaliz en el bolsillo. Alguna vez, aunque no siempre, Murphy no tocaba la pastilla de regaliz. Era significativo, era un recuerdo que trataba de mantener intacto.

Tener a alguien con quien compartir las Navidades iba a ser bonito. Un tiempo de milagros, decía el Good Book. Que Murphy hubiese encontrado a esa chica en plena tormenta en cierto modo era un milagro. Ni siquiera sabía su nombre.

Marcus examinó el pavo en el horno. Quizá sólo debería hacer un sándwich y reservar el pavo para mañana, cuando la muchacha estuviera más preparada para una cena completa.

Contempló el árbol de Navidad del centro de la sala y se preguntó si otras personas lo colocarían en ese lugar. Sólo poniéndolo así podía colgar las luces. Podía haber pedido a algunos de los sirvientes de la casa principal que le echaran una mano, y podía haber pedido que le prepararan una comida de Navidad. Pero él necesitaba hacerlo, necesitaba tener la responsabilidad de cuidarse solo, por si la próxima operación no daba buenos resultados.

Se enorgullecía de ser realista. Si no lo fuera, estaría sentado en su silla chupándose el dedo y mirando la lele. La vida, maldita sea, era demasiado preciosa para malgastarla así como así. Acabó de decorar el árbol, encendió las luces y silbó ante su gran obra. Se le empañaron los ojos de lágrimas cuando se fijó en ciertos adornos que habían sido de Marcey y John. Deseó tener una casa llena de niños y perros. Deseó tener amor, bullicio, música, sol y risas. Algún día.

Maldita sea, deseó estar casado y rodeado de pequeños que lo llamaran papá. Papá, haz esto; papá, ayúdame. Y una atractiva mujer que desde la cocina le dedicara una sonrisa. Marcey le había dicho que lo pensaba demasiado y que por ese motivo nadie se casaría con él. Le dijo que tenía que salir más, que necesitaba reír más, que dejara de tomarse tan en serio. ¿Quién dijo que tenías que ser mejor ingeniero que papá?, le hubiese dicho. Y habría añadido: Si no silbas cuando trabajas, es que ese trabajo no es para ti. Después de aquella pequeña charla se convirtió en un tonto que silbaba porque le gustaba lo que hacía, le gustaba estar al mando de la fábrica de la familia, la sociedad ingeniera más grande de Nueva Jersey. Maldita sea, pero después de la guerra del Golfo lo destinaron a Kuwait. En términos de prestigio eso era algo significativo. Pero a él no le importaba…

Su silla pareció cobrar vida. A los pocos segundos estaba sentado en el umbral de la puerta, observando a la muchacha dormida. Por alguna razón se sintió próximo a ella. Chasqueó los dedos a Murphy. El perro levantó una pata.

– Mira cómo está, Murphy. Asegúrate de que respira. Es bueno que la chimenea esté encendida. Si duerme toda la noche entrará en calor.

Se quedó mirando al perro dar vueltas alrededor de la muchacha y olfatear el edredón que se le había deslizado de los hombros. Como antes, le olisqueó la negra melena, deteniéndose lo suficiente para lamerle la mejilla y asegurarse de que tenía la cinta roja. Marcus lo llamó con una señal. Bajaron juntos a la sala de estar, donde estaba el árbol de Navidad.

Sólo eran las seis. Se avecinaba la noche. Preparó dos sándwiches de jamón, cortó uno de ellos en cuatro, luego los dispuso en dos platos acompañados de pepinillos y patatas fritas. Para él una cerveza, y zumo de uva para Murphy. Los colocó sobre la bandeja plegable adaptada a su silla. Entró en la sala, luego se levantó de la silla y se sentó en el sofá. Apretó un botón y la gran pantalla de televisión que había en el rincón cobró vida. Puso el canal del tiempo.

– Murphy, presta atención, has salvado de esto a nuestra invitada. Lo llaman tormenta de nieve. Maldita sea, podían habérmelo dicho a las diez de la mañana. Murphy, ¿sabes lo que no he acabado de entender nunca? ¿Cómo se supone que Santa Claus baja por la chimenea en Nochebuena cuando el fuego está encendido? Todo el mundo lo enciende en Nochebuena. ¿Crees que soy el único que se lo ha preguntado?

Siguió hablando con el perro mientras le daba patatas fritas. Hacía un año que sólo hablaba con Murphy, con la excepción de los médicos y el servicio de la casa. Su negocio funcionaba, estaba a cargo de personas capaces de sustituirle. En este sentido, era más que afortunado.

– ¿Has oído eso, Murphy? Dos metros de nieve. Estamos aislados. Desde la casa grande ni siquiera pueden bajar aquí a ver cómo estamos. Puede que nuestra invitada se quede unos días. -Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y no supo por qué. Finalmente se quedó dormido, al igual que Murphy.

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