CAPÍTULO 01

Incluso en su sueño, Morgan Ames sabía que estaba soñando, sabía que despertaría con la almohada empapada de lágrimas y que se enfrentaría a la dura realidad. Gritó, como solía ocurrir, en el instante en que Keith iba a ponerle el anillo en el dedo. Eso le hizo saber que era un sueño. Nunca pasaba de este punto. Despertó y miró el reloj de la mesilla de noche; eran las cuatro y diez. Se secó las lágrimas de las mejillas, pero en esta ocasión sonrió. Hoy era Nochebuena, el día en que Keith le regalaría el anillo y por fin fijarían la fecha de la boda. El gran acontecimiento que tanto había esperado tendría lugar delante del árbol de Navidad de sus padres. Keith y ella estarían en el mismo lugar en que estuvieron ese mismo día hacía dos años, y a la misma hora. Su romance estaba vivo y funcionaba.

Se levantó de la cama y se puso la cómoda y cálida bata amarilla y unos gruesos calcetines de lana. Se dirigió a la pequeña cocina para prepararse café.

Nochebuena. Para ella era el día más maravilloso del año. Antes, siendo todavía adolescente, sus padres trasladaron la cena y la apertura de los regalos a la Nochebuena para poder dormir hasta tarde el día de Navidad. La comida era abundante; antes de la misa recibían la visita de amigos, luego abrían los regalos, cantaban villancicos y bebían ponche de huevo.

Mo sabía que una tetera nunca hervía si no se dejaba de mirar, así que preparó tostadas mientras esperaba el zumbido. Estaba tan excitada que al untar la mantequilla y la mermelada le temblaban las manos. La tetera silbó. Al verter el agua en la taza con la bolsita de té salpicó la encimera.

Dentro de dieciséis horas vería a Keith. Por fin. Hacía dos años la había llevado junto al árbol de Navidad porque quería hablar con ella de un asunto. Él estaba bastante nervioso, pero ella aún lo estaba más, convencida de que el asunto sería el anillo de compromiso que le regalaría. Ella lo esperaba, sus padres lo esperaban, sus amigos lo esperaban. Sin embargo, Keith le cogió las manos y dijo:

«Mo, tengo que decirte una cosa. Necesito que lo comprendas. Es problema mío. Tú no has hecho nada para que… Lo que intento decirte es que necesito más tiempo. No estoy preparado para comprometerme. Creo que los dos necesitamos más experiencia. Los dos trabajamos, y acaban de ascenderme, comenzaré el año que viene. Trabajaré en la oficina de Nueva York. Es una gran oportunidad, pero las horas son largas. Alquilaré un piso en la ciudad. Lo que me gustaría decir es… que nos demos un respiro. Creo que nos iría bien una separación de dos años. Para entonces ya tendré treinta años, y tú veintinueve. Seremos más maduros y estaremos mejor preparados para dar este paso.»

El té caliente le quemó la lengua y ella dio un grito. Aquella noche también gritó. Hubiera deseado parecer moderna, mostrar indiferencia, decir de acuerdo, bien, no hay problema. Pero no pudo decir nada de eso. En cambio, estalló en lágrimas y se arrojó a sus brazos, preguntándole si lo que decía significaba que saldría con otras. Su respuesta le sentó tan mal que no dejó de sollozar. Él le dijo:

«Ssshhh, todo irá bien. Dos años no es tanto tiempo. Quizá no seamos el uno para el otro. Entonces lo sabremos. Sí, para mí también será duro. Mira, sé que te ha pillado por sorpresa… No quería que fuera así, quería llamarte… Esto es lo que te propongo: dentro de dos años a partir de esta noche nos encontraremos aquí, delante del árbol. ¿De acuerdo, Mo?»

Ella asintió humildemente con la cabeza. Al poco él añadió:

«Mira, Mo, tengo que irme. Mi jefe celebra una fiesta en su casa de Princetown. No puedo llegar tarde. Las fiestas de Navidad son perfectas para hacer contactos. Tengo un pequeño regalo de Navidad para ti.» Antes de que pudiera secarse los ojos y sonarse la nariz, o decirle que tenía regalos para él al pie del árbol, él se había ido.

Fue la peor Navidad de su vida. Y también el peor Año Nuevo. La Navidad y el Año Nuevo siguientes también fueron horribles porque sus padres la habían mirado con compasión y luego con ira. Sólo la llamaron para decirle: «Morgan, sigue con tu vida. Ya has malgastado dos años. En todo ese tiempo, Keith no te ha llamado ni una sola vez ni enviado ninguna postal.» Ella se mostró terca porque amaba a Keith. Siguieron palabras amargas, hasta que ella colgó y se echó a llorar. Pero esta noche todo cambiaría. La vida por fin sería maravillosa. Cuando sus padres vieran lo feliz que era, su relación se suavizaría.

Mo miró el reloj. Las cinco y media. Hora de ducharse, vestirse y preparar el coche para las dos semanas de vacaciones. Oh, la vida era tan buena. Lo tenía todo planeado. Irían juntos a esquiar, pero antes ella iría al apartamento de Keith de Nueva York, donde se quedaría y le prepararía el desayuno. Harían el amor hasta quedar exhaustos.

Dos años era mucho tiempo para seguir siendo fiel… y ella lo había sido. Se estremeció al imaginar a Keith acostado con otras mujeres. A él le gustaba el sexo más que a ella. De ningún modo le habría sido fiel; ella lo sentía en el corazón. Cada vez que su madre sacaba el tema, ella se iba de casa. A sus padres no les gustaba Keith. A su padre le encantaba decir: «Conozco esa clase de tipos No son de fiar. Morgan, olvídate y haz tu vida.»

Esta noche comenzaría una nueva vida. A menos… a menos que Keith no se presentara. A menos que Keith decidiera que la vida de soltero era mejor que casarse y adquirir un sinfín de responsabilidades. Dios santo, ¿qué haría si ocurría eso? Bueno, no ocurriría. Siempre había sido optimista, y ahora no vería razón para cambiar.

No ocurriría porque cuando Keith la viera, se volvería loco. Ella había cambiado en los dos últimos años. Había perdido unos cuantos kilos en los lugares adecuados. Estaba delgada y esbelta porque cada día iba al gimnasio y cada noche, después del trabajo, corría cinco kilómetros. Se hizo un nuevo corte de pelo en Nueva York. Y durante su estancia allí fue a un salón de belleza para que la aconsejaran sobre el color de pelo y el maquillaje. Tenía un aspecto más profesional, cada vez más parecido a las ejecutivas que se veían por Madison Avenue. Había perdido el aspecto de chica de pueblo. Aprendió a comprar ropa de moda a mitad de precio en los grandes almacenes. Ahora se miró el conjunto informal de Calvin Klein, las botas de Ferragamo y el bolso de Chanel que había encontrado en un mercadillo. Dentro de la maleta de diseño francés llevaba otros conjuntos de Donna Karan y Carolyn Roehm.

Al igual que a Keith, también la habían ascendido y aumentado el sueldo. Si todo iba bien, se plantearía abrir su propio despacho de arquitectos. Contrataría ayudantes que ella misma se encargaría de supervisar. Los clientes con los que trabajaba le decían que debería abrir su propio despacho, que se independizara. Uno en concreto le prometió que la financiaría después de ver los planos que ella le hizo para una casa en la playa de Cape May. Su padre, también arquitecto, le ofrecía su apoyo y había llegado a ocuparse de las gestiones. Ahora si quería, podía hacerlo. Pero ¿quería asumir tanta responsabilidad? ¿Qué le parecería a Keith?

Lo que quería, lo que realmente quería, era casarse y tener un hijo. Siempre podría trabajar de asesora y contar con clientes a título personal para mantenerse. Para que todo fuera perfecto lo único que necesitaba era un marido. Keith.

Sonó el teléfono. Mo frunció el entrecejo. Por las mañanas no solía recibir llamadas tan temprano. Cuando descolgó el auricular se le aceleró el corazón.

– Hola -dijo con recelo.

– ¿Morgan? -Su madre. Siempre pronunciaba su nombre interrogativamente. -¿Qué ocurre, mamá?

– Morgan, ¿cuándo vienes? Me hubiera gustado que vinieras anoche como te pedimos tu padre y yo. Deberías habernos hecho caso, Morgan.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre? Ya os dije por qué no podía. Ahora mismo estaba a punto de salir.

– ¿Has visto qué día hace?

– No. Mamá, aún está oscuro.

– Morgan, abre las persianas y míralo. ¡Está nevando!

– Mamá, cada año nieva, ¿y qué? Sólo son dos horas coche, quizá tres si se pone a nevar mucho. Voy con el todoterreno. -Subió las persianas de la habitación para ver el exterior. Tragó saliva: sería todo un reto. Hasta donde alcanzaban sus ojos, el mundo era blanco. Se fijó en la luminosidad, y la brillante luz que solía despertarla agradablemente cada mañana era tan tenue como el vapor de sodio luchando contra la primera luz del amanecer y los copos de nieve. -Mamá, está nevando.

– Es lo que estoy diciéndote. Creo que comenzó hacia medianoche. Cuando tu padre y yo nos acostamos parecía que sólo sería un chaparrón, pero ahora hay varios centímetros de nieve. Como parece que la tormenta viene del sur, donde tú estás, seguramente aún caerá más nieve. Papá y yo hemos hablado y estaríamos más tranquilos si esperaras a que acabara la tormenta. El día de Navidad es tan bueno como Nochebuena. Morgan ¿cuánta nieve hay por allí?

– Parece que mucha. Mamá, no puedo ver más allá. Mira, no os preocupéis por mí. Esta tarde tengo que estar en casa. He esperado demasiado tiempo para esto. Por favor, mamá, lo entiendes, ¿verdad?

– Morgan, lo que entiendo es que eres una imprudente. El otro día vi a la madre de Keith y me dijo que no había estado en su casa desde hacía diez meses. Y vive justo al otro lado del río, por Dios. También me dijo que no lo esperaba para Navidad, ¿qué te parece eso? No quiero que arriesgues tu vida por una estúpida promesa.

Morgan se echó a temblar. Las palabras que temía, las palabras que ni siquiera quería oír, acababan de ser pronunciadas: Keith no iría a casa por Navidad. Recuperó la compostura casi en el acto. A Keith le encantaban las sorpresas. Era muy propio de él decir a su madre que no iría a casa para luego presentarse y exclamar «¡Sorpresa!». Si no pensara cumplir su promesa, le hubiera enviado una nota o llamado por teléfono. Keith no era tan insensible. ¿O sí? Ya no sabía qué pensar.

Pensó en los desagradables sentimientos que la habían acosado durante los dos últimos años, sentimientos que había logrado vencer. ¿Había enterrado la cabeza en la arena? ¿Había hecho oídos sordos? ¿Podía ser que Keith quisiera tomarse un descanso de dos años para suavizar la separación, creyendo que así ella se enamoraría de otro hombre y le ayudaría a salir del atolladero en que se hallaba? Sin embargo, ella se había aferrado a él, convencida de que siendo fiel a sus sentimientos tendría su recompensa esta misma noche. ¿Era una tonta? Según su madre, lo era. Esta noche la historia lo diría.

Ahora estaba segura de una cosa, de que nada le impediría ir a casa. Ni las nefastas palabras de su madre, ni por supuesto una tormenta de nieve. Si era una tonta, merecía un castigo.

Pocas horas antes había apilado las bolsas de vivos colores navideños llenas de regalos delante de la puerta. Cinco bolsas llenas a rebosar sólo para Keith. Se preguntó qué había pasado con el regalo que le compró dos años antes. ¿Su madre lo habría llevado a casa de la madre de Keith o seguiría en el armario del sótano? Nunca se lo había preguntado.

Este año había gastado mucho dinero en él. Incluso había tejido un calcetín y lo había llenado de toda clase de golosinas y detallitos para él. En el dobladillo del calcetín rojo había bordado su nombre con hilo verde. ¿Era una tonta? Mo se puso la parka forrada de borreguillo. Abrigada, cargó con las bolsas que pudo y descendió por las escaleras al vestíbulo. Antes de salir y enfrentarse al tiempo se vio obligada a hacer tres viajes. Tuvo que utilizar la pala y calentar el coche.

Cuando metió la pala en el maletero del todoterreno estaba exhausta. La calefacción y la refrigeración anticongelante funcionaban a toda pastilla, pero aun así tuvo que rascar el hielo del parabrisas y de la ventanilla de su lado. Comprobó si en la guantera estaba la linterna. Hurgó en el pequeño recinto, segura de que tendría que haber pilas de recambio, pero no encontró ninguna. Se fijó en el indicador de gasolina; estaba a más de la mitad, lo suficiente para llegar a casa. Anoche, al volver del trabajo había querido llenar el depósito, pero no lo hizo por tener prisa por llegar a casa y acabar de envolver los regalos para Keith. Dios, se había pasado horas haciendo complicados lazos y adornos para los paquetes envueltos en papel dorado. Seguro que con más de la mitad del depósito tendría suficiente para llegar a casa. El Cherokee consumía poca gasolina. Si estaba en lo cierto, para este trayecto no gastaría más de un cuarto del depósito. Bien, de momento no se preocuparía por ello. Si las condiciones de la carretera lo permitían, pararía en la 95 o cuando estuviera en Jersey Turnpike.

Cuando Mo se quitó la parka y las botas se sintió entumecida por el frío. Dudó entre tomar una taza de té o moverse para entrar en calor. Quizá debería esperar a que pasara la hora punta de tráfico. Quizá debería llamar a Keith y preguntarle directamente y sin rodeos si se reuniría con ella delante del árbol de Navidad. Si lo hacía, podría estropear las cosas. Sin embargo, ¿por qué arriesgar su vida conduciendo en medio de una feroz tormenta si al final era para nada? No le importaría evitar la compasiva mirada de sus padres y hacer el viaje al día siguiente por la mañana y regresar por la noche para curarse las heridas. Si realmente él no iba a presentarse, las cosas irían así. Como no tenía ninguna garantía, no vio más opción que la de adentrarse en la tormenta.

Deseó tener un perro o un gato al que acariciar, un cuerpo caliente al que amar desinteresadamente. Los últimos dos años deseó muchas veces tener un animal, pero no se atrevía a aceptar que necesitaba a alguien. ¿Qué importaba que ese alguien tuviera cuatro patas y el cuerpo cubierto de pelo?

Tenía la agenda en la mano, pero se sabía de memoria el número de Keith en Nueva York. No estaba en el listín, pero lo había conseguido preguntando en la agencia de corredores de bolsa en la que Keith trabajaba. Lo había conseguido con artimañas. ¿Y qué? No había roto la promesa marcando el número de teléfono. Sólo lo hizo para tranquilizarse sabiendo que si le urgía podía llamarlo. Al coger el teléfono portátil de la encimera de la cocina irguió la espalda. Se fijó en el reloj colgado en lo alto: las siete cuarenta y cinco. Él aún estaría en casa. Marcó el número. El teléfono sonó cinco veces antes de que se activara el contestador automático. Quizá estuviera en la ducha. Siempre iba con prisas, saliendo de casa por las mañanas con el pelo aún mojado.

«Vamos, adelante, si no contesto ya sabes lo que tienes que hacer. O estoy durmiendo o liado con algo. Deja tu mensaje, pero procura no contar intimidades. Espera la señal.»

En Nueva York debía de hablarse con prisas. El acento ronco y grave que Mo oyó la trastornó. Colgó. Poco después se puso la parka y los guantes de piel. Apagó la calefacción de su acogedor apartamento, se fijó en el pequeño árbol de Navidad sobre la mesilla y pensó un deseo.

Загрузка...