Cuando uno ha pasado su juventud recogiendo puchos en Deux-Magots, lavando copas en una trastienda sombría y grasienta, cubriéndose, en invierno, con diarios viejos para calentarse, en el banco helado que sirve a la vez de dormitorio, de vivienda y de cama, cuando a uno lo llevaron a la comisaría dos gendarmes por haber robado un pan en la panadería (no sabiendo aún que es más fácil robarlo de la bolsa de la matrona que vuelve del mercado); cuando uno ha vivido día a día trescientos sesenta y cinco veces y un cuarto por año, como el pájaro mosca en la rama del loto, en una palabra, cuando uno se ha alimentado con plancton, se tienen derechos como escritor realista, y la gente que lo lee piensa para sí misma: este hombre ha vivido lo que cuenta, ha sentido lo que pinta. Algunas veces piensan otras cosas, o absolutamente nada, pero no lo necesito para seguir.
Pero yo siempre dormí en una buena cama, no me gusta fumar, el plancton no me tienta, y si algo hubiera robado, habría sido carne. Y los carniceros, de naturaleza más sanguínea que los panaderos (cuya sangre más bien se parece a la morcilla) no llevan a la comisaría por un desgraciado bistec de pérdida -que no existe en las panaderías- sino que más bien se lo cobran sobre la persona con amplios puntapiés en los riñones.
Además, considero que esta obra magistral: Vercoquin y coetera no es una novela realista, en el sentido que todo lo que se cuenta realmente se ha producido. ¿Se podría decir lo mismo de las novelas de Zola?
En consecuencia, este prefacio es absolutamente inútil y, por eso mismo, cumple plenamente el fin deseado.
Boris Vian