El Sub-Ingeniero principal Léon-Charles Miqueut celebraba su consejo hebdomadario en medio de sus seis adjuntos en el escritorio hediondo que ocupaba en el último piso de un edificio moderno de piedra tallada.
La pieza estaba amueblada con gusto perfecto con seis clasificadores de roble sodomizado pintados con barniz burocrático, tirando a caca de ganso, muebles de acero con cajones rodantes donde se alineaban los papeles particularmente confidenciales, mesas sobrecargadas de documentos urgentes, un planning de tres metros por dos con un sistema de fichas multicolores jamás al día. Una decena de tablas soportaban los frutos de la actividad laboriosa del servicio, concretados en fasciculitos gris ratón, que intentaban reglamentar todas las formas de la actividad humana. Se los llamaba Nothons. Intentaban, orgullosamente, organizar la producción y proteger a los consumidores.
En el orden jerárquico, el Sub-Ingeniero principal Miqueut estaba colocado inmediatamente después del Ingeniero principal Toucheboeuf. Los dos se ocupaban de los problemas técnicos.
El cuidado de las cuestiones administrativas incumbía, naturalmente, al Director administrativo, Joseph Brignole, y, por otra parte, al Secretario general.
El Presidente-Director general Émile Gallopin coordinaba las actividades de sus subordinados. Una decena de administradores de todo pelo completaban el conjunto, que se intitulaba CONSORTIUM NACIONAL DE LA UNIFICACIÓN, o, por abreviatura, el C.N.U.
El inmueble abrigaba, además, algunos Inspectores generales, ex soldadotes jubilados, que se pasaban lo mejor de su tiempo roncando en las reuniones técnicas, y el resto, recorriendo la zona con el nombre de misiones que les daba el pretexto para esquilmar a los adherentes cuyas cotizaciones permitían al C.N.U. subsistir, tan bien como mal.
Para evitar abusos, el Gobierno, no pudiendo frenar de golpe el encarnizamiento de los Ingenieros principales Miqueut y Toucheboeuf para elaborar Nothons, delegó, para representarlo y supervisar al C.N.U., a un brillante politécnico, Delegado Central del Gobierno, Requin, cuya tarea consistía en retardar lo más posible la salida de Nothons. Lo lograba sin esfuerzo, convocando numerosas veces por semana a las cabezas del C.N.U. a su escritorio, para discusiones cien veces repetidas pero las que gracias a la costumbre se hicieron imprescindibles. Por otra parte, el señor Requin cobraba en varios ministerios, y firmaba obras técnicas que oscuros ingenieros elaboraban durante horas penosas.
A pesar del Gobierno, a pesar de los obstáculos, a pesar de todo, al fin de cada mes uno se enfrentaba con esta evidencia: algunos Nothons más habían visto la luz. Sin las sabias precauciones tomadas por los industriales y los comerciantes, la situación se hubiera vuelto peligrosa: ¿qué pensar de un país donde se dan cien centilitros por litro y donde un perno garantido para resistir quince toneladas aguanta una carga de 15.000 kilos? Felizmente, las profesiones interesadas tenían, apoyadas por el Gobierno, una parte importante en la creación de los Nothons, y los establecían de tal manera que se necesitaban años para descifrarlos: al final de ese tiempo se preparaba su revisión.
Miqueut y Toucheboeuf, para congraciarse con el Delegado, también habían intentado moderar el celo de sus subordinados y contener la producción de Nothons, pero después que se había reconocido la inocuidad de éstos se limitaban a dar recomendaciones frecuentes de prudencia, y siguiendo el ejemplo del Delegado Requin multiplicaban las reuniones, que hacían perder el máximo de tiempo. Además los Nothons, gracias a una hábil propaganda, tenían entre el público -al que pretendían proteger- una muy mala reputación.
– ¡Bueno! -dijo Miqueut tartamudeando, pues no tenía facilidad de palabra-, eh… hoy voy a hablar de… eh… varias cosas sobre las cuales creo útil atraer de nuevo… al menos para algunas de ellas, vuestra atención.
Los consideró a todos con la mirada de un topo que hubiera hecho una broma, humedeció sus labios con un poco de saliva blancuzca, y prosiguió:
– En principio, el problema de las comas… He notado, y muchas veces… fíjense que no hablo especialmente de nuestro servicio, donde, por el contrario, fuera de algunas excepciones, en general se presta atención, que la ausencia de comas puede, en ciertos casos, ser particularmente enojosa… ustedes saben que las comas, que están destinadas a marcar en la frase que se escribe, una pausa que debe respetar, dentro de lo posible, la voz del que lee, en el caso, por supuesto, de que ese documento deba ser leído en voz alta… en suma, pues, les recuerdo que es necesario poner mucha atención, en el caso, sobre todo, de documentos, no es cierto, que deban ser enviados a la Delegación.
La Delegación era el organismo gubernamental presidido por el señor Requin, encargado de estudiar las sugerencias y proyectos de Nothons que emanaban del C.N.U. y hacia el cual Miqueut sentía un terror santo, porque representaba a la Administración.
Miqueut se detuvo. Siempre se ponía un poco pálido y solemne cuando hablaba de la Delegación, y bajaba la voz varios tonos.
– Les recuerdo, sobre todo cuando se trata de informes, que es necesario poner mucha atención y estoy seguro de que harán todo lo necesario para no olvidar esta observación, que, repito, no se aplica a nuestro servicio donde, en general, fuera de algunas excepciones, se presta bastante atención. Tuve ocasión de charlar hace poco con una persona que examina frecuentemente estos problemas, y les aseguro que lo importante en los Nothons, es el texto que los acompaña y los presenta, y, no es cierto, hay… eh… mucho interés en poner la mayor atención ya que lo que se lee en los Nothons es el informe, y es por eso que yo insisto siempre para que pongan mucha atención en eso, pues en las relaciones con el exterior y en particular con la Delegación, insisto sobre este punto, debemos cuidarnos de bromear, pues peligra en transformarse en drama, y después, es toda una historia… y de todas maneras, les aconsejo vivamente no contar con nuestro organismo de control, que debe controlar, pero que de hecho no debe tener nada que hacer, y por otra parte, algunos de ustedes a quienes ya he hablado, han constatado a su costa, que existe cierto riesgo en fiarse de ese control que, repito, está ahí para controlar pero que de hecho no debe tener nada que controlar cuando los documentos bajan.
Se detuvo, satisfecho, paseando una mirada circular sobre los seis adjuntos que se adormecían beatíficamente, escuchándolo con una ligera sonrisa en los labios.
– En suma -prosiguió-, lo repito, es necesario poner mucha atención. Y ahora quisiera hablarles de otro problema que es casi tan importante como el de las comas, es el de los punto y comas…
Tres horas después, el consejo hebdomadario que, en principio, debía durar diez minutos, proseguía todavía y Miqueut decía:
– Y bien, yo creo que… eh… casi hemos agotado el programa de esta mañana… ¿Ven algún otro problema que pudiéramos estudiar?
– Sí, señor -dijo Adolfo Troude, despertándose sobresaltado-. Está el problema de Épatant y del Petit Illustré.
– ¿Qué es lo que no anda? -preguntó Miqueut.
– Anda muy mal -afirmó Troude-. Las secre… nos los roban y los Inspectores Generales no terminan de leerlos.
– Sabe que debemos mostrar la mayor deferencia, yo tanto como usted, frente a los Inspectores Generales, que son tipos macanudos…
– No es una razón -dijo Troude, sin lógica aparente-, para que las secre nos roben L'Épatant.
– En todo caso hace bien en informarme -dijo Miqueut, que anotó el resumen en un block especial-. Interrogaré a la señora Longre sobre este tema… ¿No ve ningún otro?
– No -dijo Troude, y los otros hicieron "no" con la cabeza.
– Entonces, señores, se levanta la sesión… Léger, quédese un minuto, tengo que hablarle.
– Enseguida, señor -dijo Léger-. Voy a tomar mi anotador.
Al volver a su escritorio como un vendaval, Léger se frotó durante unos instantes su bigotito que las polillas habían comido un poco durante el invierno a raíz de la escasez de paradiclorobenceno, debida a la epidemia de influenza que acababa de asolar la región lionesa. Ajustó sus polainas salmón, tomó un grueso legajo de correspondencia urgente que golpeó contra su muslo para quitarle el polvo, y se precipitó a lo de Miqueut.
– Aquí está, señor -dijo sentándose a la izquierda de ese hombre temible-. He preparado ciento veintisiete respuestas para el correo de la mañana y tengo treinta y dos notas para la Delegación que usted me había pedido para mañana.
– ¡Perfecto! -dijo Miqueut-. ¿Hizo tipear el stencil de seiscientos cincuenta y cuatro páginas que recibimos anteayer?
– La señorita Rouget acaba de tipearlo -dijo Léger-. La he sacudido un poco… No estoy demasiado contento con su trabajo.
– En efecto -dijo Miqueut-, no trabaja demasiado rápido. En fin, cuando vengan tiempos mejores, trataremos de encontrarle una secretaria… a su altura. Por el momento, no es cierto, es necesario tomar lo que se encuentra. Vamos, veamos esas cartas.
– La primera -dijo Léger-, es la respuesta al Instituto del Caucho para los ensayos de vesículas de vidrio.
El Sub-Ingeniero principal Miqueut ajustó sus gafas y leyó:
"Señor
Como respuesta a v/carta cuya referencia citamos arriba…"
– No -dijo-, ponga: "Tenemos el honor de acusar recibo de v/carta cuya referencia citamos arriba"… es la fórmula consagrada, no es cierto…
– ¡Ah, sí! -dijo Léger-, perdóneme, la había olvidado.
Miqueut prosiguió:
"…tenemos el honor de informarles que…"
– ¡Bien! -aprobó-, comprendió la fórmula. En el fondo, su primera redacción podía andar… la restablecerá, no es cierto…
"…de informarles que nos proponemos proceder próximamente a ensayos sobre vesículas de vidrio en las condiciones normales de utilización. Quedaríamos reconocidos si tuvieran a bien hacernos saber…"
– No, no es cierto, en suma, dependen más o menos de nosotros y no vamos a ser demasiado… eh… obsequiosos, no… en fin, se da cuenta, no es la palabra… se da cuenta, ¿eh?
– Sí… -respondió Léger.
– ¿Pondrá otra cosa, eh? confío en usted… Ponga: "le rogamos"… o… en fin, usted verá…
"…tuvieran a bien hacernos saber…"
– Vamos, usted arreglará eso, ¿eh?
"…si le será posible participar en esta reunión en la cual tomarán parte igualmente S. Em. el cardenal Baudrillon, el señor Director del Látex y de Comunicaciones del Ministerio Central de Turberas y Vías de Agua, y el señor Inspector de Juegos Inocentes del Departamento del Sena. Le rogamos hacernos saber…"
– Van a ser dos "le rogamos", si se cambia la frase precedente -señaló Léger, que tenía un ojo de lince.
– En fin… eh… arreglará eso, no es cierto, le tengo confianza…
"…de hacernos saber lo más pronto posible si podrá asistir"…
– ¡Ah! no -protestó Miqueut-, su redacción no es buena…
Armándose de un lapicito directoral -de una marca reservada a los Cuadros del Consortium-, escribió entrelineas, con caracteres concisos:
"…de hacernos saber con toda urgencia" -no es cierto- "si le será posible asistir"…
– Comprende, así, en suma, es más… en fin, usted comprenderá…
– Sí, señor -dijo Léger.
– En fin -concluyó Miqueut recorriendo rápidamente con la mirada el final de la carta-, su carta está totalmente bien aparte de eso… Veamos las otras…
El timbre del teléfono interno llamó, interrumpiéndolo de pronto.
– ¡Ah! llama -dijo con un gesto de fastidio.
Descolgó.
– ¿Hola? ¡Sí! ¡Buen día apreciado amigo!… ¿Enseguida? ¡Bueno! ¡Bajo!
– Me llaman para la malilla -dijo con un gesto de excusa-. Veré el resto más tarde…
– Muy bien, señor -respondió Léger, que salió y cerró la puerta…
Los servicios del Sub-Ingeniero principal Miqueut se agrupaban en el último piso del edificio ocupado por el conjunto del Consortium. Un corredor central servía para un cierto número de escritorios que se comunicaban entre sí por una serie de puertas interiores. En el centro de gravedad reinaba Léon-Charles, encuadrado por René Vidal a la derecha y Emmanuel Pigeon del otro lado. Al costado del escritorio de Vidal, se encontraba el de Victor Léger que lo compartía con Henri Levadoux. Pigeon tenía frente a frente a Adolphe Troude y Jacques Marion ocupaba al lado de ellos un escritorio situado en el extremo del corredor. Enfrente estaban los escritorios de las secretarias y la cabina telefónica.
Léger salió por el escritorio de Vidal.
– ¡Bajó! -exclamó al pasar.
Vidal ya había oído bajar a Miqueut, detenerse para orinar en los lavatorios, lo que hacía inmutablemente cada vez que dejaba su escritorio, y tomar la escalera. Pigeon, de oído fino, juntó a los otros dos y Levadoux vino a completar la asamblea.
Se reencontraban en lo de Vidal cuando el Sub-Ingeniero principal bajaba a discutir con Toucheboeuf con quien tenía reunión.
Por lo común, Adolphe Troude se quedaba en su escritorio y cubría innumerables hojas de borradores que provenían de viejos Nothons anulados, con una secuela de signos comparables a la elucubración de un himenóptero analfabeto y dipsómano.
Marion dormía con el mentón cómodamente apoyado en la extremidad de una regla de peral bifurcado. Acababa de casarse; esto parecía no resultarle. Es verdad que había estado mucho tiempo en el ejército antes de entrar al C.N.U. y estos golpes conjugados podían tener efectos.
– Señores -declaró Pigeon-, nuestros precedentes acuerdos nos han aportado preciosas referencias sobre los comportamientos del Sub-Ingeniero principal Miqueut. Para resumir, aquí está lo que ya sabemos, gracias a nuestras observaciones personales: a) Dice "al placer" [6] por teléfono;
b) Emplea a menudo la expresión tan conocida: "con respecto a eso que";
c) Se rasca los alrededores de la bragueta;
d) Sólo deja de rascarse para comerse las uñas.
– Estamos de acuerdo -respondió Vidal.
– Mis cogitaciones recientes -continuó Pigeon- me incitan por el contrario a afirmar que no estamos de acuerdo sobre el último punto:
– No se come las uñas.
– ¡Siempre está chupándose los dedos! -protestó Léger.
– Sí -respondió firmemente Pigeon-, después de habérselos metido en la nariz. El processus es el siguiente: se rasca los dientes con las uñas, para afilar éstas después las introduce en la nariz y las retira de nuevo con su cargamento. Alisa su bigote por medio de la baba que cubre la extremidad de las falanges y saborea por fin el fruto de sus búsquedas.
– ¡Aprobado! -dijo Levadoux-. Nada que agregar. Nada por el momento.
– ¡Aunque -concluyó Vidal-, lo que uno puede aburrirse!
– ¡Es la locura, lo que uno se aburre! -aprobó Pigeon.
– ¡Se estaría tan bien afuera! -dijo Levadoux, y esta original observación hizo pasar por el fondo de sus ojos de topacio quemado una nube de nostalgia galopante.
– Yo -dijo Léger- no me aburro. Por el contrario acabo de darme cuenta gracias a un cálculo de los más astutos que he leído en un Boletín de los aseguradores de consejos heréticos de Francia que ya he sobrepasado la mitad de mi existencia normal. Lo más duro está hecho.
Bajo esta noción consoladora, se separaron entonces. Pigeon volvió a su escritorio para hacer una suma, Victor se remitió al estudio del inglés y Levadoux al Cépéha, un examen muy difícil que presentaba a fin de año. Pensaba, en efecto, abandonar el C.N.U. y el diploma del Cépéha le sería extremadamente útil para volver más tarde.
René Vidal se dedicó a copiar algunas partituras. Tocaba la trompeta armónica en la orquesta de jazz aficionada de Claude Abadie y eso le llevaba mucho tiempo.
Accesoriamente, todos redactaban proyectos de Nothons de los cuales el Sub-Ingeniero principal Miqueut, grandeza de alma sin igual, asumía la entera responsabilidad cuando estaban terminados.
Al volver a quedar solo en su escritorio, René Vidal volvió a su trabajo del momento, que consistía en la perforación de un cierto número de hojitas destinadas a recibir sus anotaciones personales.
Apenas llevaba diez minutos haciendo agujeros cuando el chirrido del teléfono interior resonó.
Descolgó.
– ¿Hola? ¿Señor Vidal? Aquí la señorita Alliage.
– Buenos días, señorita -dijo Vidal.
– Buenos días, señor. Señor, aquí hay un visitante que quisiera ver al señor Miqueut.
– ¿Por qué asunto? -preguntó Vidal.
– Un asunto de guantes blancos, pero su conversación es difícil de seguir.
– ¿De guantes blancos? -murmuró Vidal-. ¿Es cuero o tejido?… Entonces es para mí. Hágalo subir, señorita. Voy a recibirlo yo porque el señor Miqueut está en reunión. ¿Cómo se llama?
– Es el señor Tambretambre, señor. Entonces, se lo envío.
– Eso es.
Vidal volvió a colgar.
– Basta, muchachos -dijo entreabriendo la puerta de Léger y Levadoux-. Tengo un visitante.
– ¡Diviértase! -dijo Léger con desdén y, sin transición se puso a declamar: "My tailor is rich", la primera lección de su método.
Vidal barrió con un movimiento circular y centrípeto del brazo derecho la superficie atestada de su escritorio y hundió el montón de papelotes en el cajón de la izquierda, lo que dio al conjunto un aire más digno. Después tomó un documento ronéoté y se puso a estudiarlo atentamente. Siempre era el mismo que le servía. Tenía siete años, pero era muy grueso y parecía muy serio. Trataba de la unificación de las clavijitas para ruedas traseras de carretillas ligeras de transporte de materiales de construcción de dimensiones inferiores a 17.30.15 centímetros y no susceptibles de constituir un peligro notable para su manutención. El problema no estaba aún solucionado pero el documento no se había deteriorado.
Dos golpes sonaron en la puerta.
– ¡Entre! -gritó Vidal.
Antioche entró.
– Buenos días, señor -dijo Vidal-. Siéntese, por favor.
Le adelantó una silla.
Los dos hombres se miraron durante unos instantes y constataron que se parecían de una manera curiosa, lo que los animó mucho.
– Señor -dijo Antioche-, desearía ver al señor Miqueut por un asunto personal. De hecho, para pedirle la mano de su sobrina.
– Permítame congratularlo… -dijo René Vidal disimulando una sonrisa piadosa.
– No lo haga, es para un amigo -agregó vivamente Antioche.
– ¡Y bien! Si su amistad se traduce en servicios como éste le estaría infinitamente reconocido si me considerara de ahora en adelante como un enemigo posible -dijo Vidal en el más puro estilo del C.N.U.
– En otros términos -concluyó Antioche, que gustaba de un lenguaje simple-, el Sub-Ingeniero Miqueut es un jodido.
– De la peor especie -dijo Vidal.
En ese momento, la puerta que daba al escritorio de Levadoux y de Léger se abrió.
– Disculpe -dijo Levadoux pasando la cabeza por la abertura del postigo-, [7] pero ¿sabe qué hace Miqueut luego?
– Creo que tiene reunión con Troude -dijo Vidal-, pero sería prudente que se asegurara.
– ¡Gracias! -dijo Levadoux volviendo a cerrar la puerta.
– Volvamos a lo que nos importa -dijo Antioche-. Me parece que tuve suerte en no encontrar a Miqueut esta mañana. Siempre es mejor antes conocer un poco a la gente con la que se va a tratar un negocio.
– Tiene razón -dijo Vidal-. Pero ignoraba que Miqueut tuviera una sobrina.
– Es bastante simpática… -confesó Antioche, pensando en la surprise-party.
– No se parece en absoluto a su tío, en ese caso.
Tenía en efecto, una faz de bobo entrecano cruzado con chino, acentuado por un guiño de los ojos muy desagradable para ver; sufría de miopía, y por coquetería se mostraba a menudo sin anteojos.
– Usted me aterra un poco -dijo Antioche-. En fin, el Mayor se arreglará.
– ¡Ah! ¿Es para el Mayor? -dijo Vidal.
– ¿Lo conoce?
– Como si lo hubiera parido. ¿Quién no ha oído hablar del Mayor? En fin… No quiero darle más charla sobre mi jefe venerado porque detesto hablar mal de las personas. ¿Quiere que pida una cita para usted, luego? ¿A las tres? Entonces estará aquí.
– ¡De acuerdo! -dijo Antioche-. Me quedo en el barrio. Subiré a verlo antes de ir a lo de él. Hasta luego, mi amigo y ¡gracias!
– ¡Hasta luego! -dijo Vidal levantándose de nuevo para estrecharle la mano.
Antioche salió y se cayó sobre un chico de cinco o seis años que galopaba en el corredor como un onagro en la pampa canadiense.
Era un joven espía contratado por Levadoux para vigilar a Miqueut noche y día y saber en qué momentos era posible irse sin que se dieran cuenta a tomar un trago, o yirar un poco. De día Levadoux lo escondía en su escritorio.
René Vidal, sentado de nuevo frente a su mesa, volvió a sacar a la luz del sol el montón de papelotes que había hundido en el cajón de la izquierda.
Cinco minutos después, escuchó un paso de conejo en el corredor y la puerta de Miqueut golpeó. Había vuelto.
Vidal entreabrió la puerta de comunicación y dijo a su jefe:
– Señor, he recibido recién una visita que le estaba destinada.
– ¿Por qué asunto? -preguntó el Sub-Ingeniero principal.
– Es el señor Tambretambre, creo, desearía citarse con usted. Se lo he propuesto para luego a las tres. Usted me dijo que estaría libre.
– En efecto… -dijo Miqueut-. Tuvo razón, pero… en principio, no es cierto, le recuerdo que debe consultarme siempre antes de arreglar citas para mí. Sabe que tengo un empleo del tiempo muy cargado y, eventualmente, podría pasar que no estuviera libre; usted comprende, para el exterior, produciría mal efecto. Debemos ser muy prudentes. En fin, esta vez, nótelo bien, lo apruebo, pero en el futuro, en suma, ponga mucha atención.
– Sí, señor -dijo Vidal.
– ¿No tiene nada más para mostrarme?
– He redactado bajo la forma de Nothon el estudio del informante Cassegraine sobre tontos.
– Perfecto. Me lo mostrará. No enseguida, pues espero una visita… mañana, por ejemplo.
Abrió su portafolios y sacó una ficha especial en la que escribía el día, la hora y el lugar de sus citas.
– Mañana… -murmuró-… no, a la mañana voy con Léger a la Oficina del Caucho atormentado y a la tarde… Pero de hecho, esta tarde, no puedo recibir a ese visitante… Ve, Vidal, ya le decía yo de no comprometerse sin haberme consultado. Esta tarde voy a la casa de los Engomadores castigados para una conferencia del profesor Viédaze. No podría recibirlo… El caucho se mueve mucho en este momento.
– Voy a telefonearle entonces -dijo Vidal, que no tenía la más mínima intención de hacerlo.
– Sí, pero, ve, más hubiera valido, en suma, consultarme. Comprende, se hubiera evitado una pérdida de tiempo, siempre perjudicial para el buen funcionamiento del servicio…
– ¿Para qué día puedo citarlo? -dijo Vidal.
Miqueut consultó sus fichas. Pasó un buen cuarto de hora.
– ¡Y bien! -dijo-, el diecinueve de marzo, entre las tres y siete y las tres y trece… Recomiéndele que sea puntual.
Era el once de febrero…
René Vidal se apresuró a no telefonear. No conocía el número de Antioche y su proposición tendía únicamente a evitar un fastidioso sermón de Miqueut sobre la necesidad de pedirles a las personas con las que se estaba en relación los datos necesarios para tomar contacto cuando pudiera ser útil en ciertos casos. Un momento después Miqueut volvió a abrir la puerta.
– Mi teléfono está averiado -dijo-, es abrumador. ¿Quiere enviarme a Levadoux?
– Acaba de salir de su escritorio, señor -respondió Vidal (que sabía pertinentemente que Levadoux había desaparecido hacía más de una hora)-. Lo oí.
– Cuando vuelva, entonces, adviértale y envíemelo…
– Comprendido, señor -dijo Vidal.
Durante estos acontecimientos, el Mayor, vestido con un ambo pie de gallina al arroz y llevando su sombrero más chato, recorría a grandes pasos las avenidas de su jardín con aire melancólico. Esperaba el regreso de Antioche, portador de la buena nueva.
El mackintosh lo seguía a tres metros, con un aire más melancólico aún, mordisqueando una hoja de papel de cigarrillos.
A menudo el Mayor escuchaba atentamente. Reconoció el ronquido característico de la Kanibal-Super de Antioche, que se desplazaba siempre en moto: tres largos, tres breves y un silencio en sol mayor.
Antioche subió las avenidas a toda velocidad y se reunió con el Mayor.
– ¡Victoria! -gritó-. He…
– ¿Has visto a Miqueut? -cortó el Mayor.
– No… Pero lo veo esta tarde.
– ¡Ah! -suspiró amargamente el Mayor-. ¿Quién sabe?…
– Me fastidias -dijo Antioche.
– Sé clemente -imploró el Mayor-. ¿A qué hora lo ves?
– ¡A las tres! -respondió Antioche.
– ¿Puedo acompañarte?
– No lo he pedido…
– Telefonea, te lo ruego. Quiero ir.
– Ayer no querías.
– ¿Qué importa? Era ayer… -dijo el Mayor con un profundo suspiro.
– Voy a telefonear… -accedió Antioche.
Antioche volvió un cuarto de hora después.
– ¡De acuerdo, puedes venir! -dijo.
– ¡Voy a prepararme! -gritó el Mayor saltando por el exceso de alegría.
– No vale la pena… Es recién para el diecinueve de marzo…
– ¡Mierda! -concluyó el Mayor-. Me molestan.
Siempre lamentaba tarde su grosería.
– Entonces -dijo con un suspiro emocionante-, no puedo ver a Zizanie hasta dentro de más de un mes…
– ¿Por qué? -preguntó Antioche.
– Promesa de no verla antes de haber pedido la mano a su tío… -explicó el Mayor.
– ¡Promesa estúpida! -comentó Antioche.
El mackintosh, aparentemente de la misma opinión, sacudió la cabeza con aire disgustado esbozando un ¡"Psssh"! despreciativo.
– Lo que me roe el treponema -agregó el Mayor-, es no saber qué hace este monstruoso y testarudo crápula de Fromental.
– ¿Eso qué importa -preguntó Antioche-, si ella te ama?
– Estoy inquieto y perturbado… -dijo el Mayor-. Tengo miedo…
– ¡Aflojas! -dijo Antioche que recordaba la insuficiencia notoria de la que había hecho gala su amigo en el peligroso episodio de la persecución del rufián.
Y pasó el tiempo…
El dieciséis de marzo, Miqueut llamó a Vidal a su escritorio.
– Vidal -le dijo-, es usted quien recibió, creo, a ese señor… Tambretambre, creo, ¿no es cierto? Debió anotar, como se lo he recomendado siempre, el objeto de su visita. Prepáreme pues una notita… resumiendo los puntos esenciales a recordar y con, no es cierto, al frente la respuesta a dar… ve, en suma… algo corto, pero suficientemente explícito…
– Comprendido, señor -dijo Vidal.
– ¿Comprende el interés -continuó Miqueut- de anotar día por día las conversaciones telefónicas y la rendición de cuentas de todas las visitas que pueden inducirlo a recibir, con un breve resumen de los principales puntos discutidos? Esto le muestra todas las ventajas que se pueden sacar.
– Sí, señor -dijo Vidal.
– Así, ve, es extremadamente útil registrar todo y conservar todo, después de una visita como ésa, las ideas interesantes que se pueden recoger en el curso de la conversación, y armar un pequeño legajo personal del que me dará una copia, por supuesto, de manera que yo esté al corriente de todo lo que pasa en el servicio cuando no estoy, y, en suma, eh… es muy útil.
– ¿A qué altura de sus cosas está, aparte de esto? -prosiguió Miqueut.
– He preparado unos quince proyectos de Nothons que le someteré cuando usted tenga un minuto… -dijo Vidal-. Tengo también algunas cartas no muy urgentes.
– ¡Ah, sí! Y bien, luego, si usted quiere, hablaremos más largamente.
– Usted me llamará, señor -sugirió Vidal.
– Eso es, mi fiel Vidal. Tome, haga circular estos diarios… y envíeme a Levadoux.
Este último, advertido por su espía de la presencia de Miqueut en el sector, subía en ese momento la escalera y llegó a su puesto en el mismo instante en que Vidal abría la puerta.
Miqueut lo recibió con efusión, pero en ese momento, un golpe de teléfono lo llamó con urgencia al tercero, pues el Ingeniero principal Toucheboeuf necesitaba un cuarto para la malilla unificada (siguiendo las reglas del bridge) que se jugaba todas las mañanas en el escritorio del Director general y en la que la apuesta era una serie de proyectos de Nothons cuya atribución se disputaban.
Levadoux volvió a su escritorio, con aire furioso. Vidal le interceptó el paso.
– ¿Qué es lo que no anda, viejo? -le preguntó.
– ¡Me fastidia! -respondió Levadoux-. Por una vez que me encontró se las toma justo cuando íbamos a empezar.
– ¡Verdaderamente es un pesado! -aprobó Emmanuel, que al escuchar irse a Miqueut, llegaba por casualidad.
– Sí, nos fastidia -concluyó con energía Victor, cuyos labios puros no hubieran podido pese a esa energía eyacular una palabra más indecente-. Pero, en el fondo, es muy agradable ser molestado. Es mucho menos fatigoso que fastidiarse solo.
– ¡Usted es un sucio capitalista! -dijo Vidal-. Pero ya le llegará el turno.
René Vidal y Victor Léger salían de la misma escuela y aprovechan eso frecuentemente para cambiar algunas palabritas amables.
Se separaron porque entraban unas secretarias en el escritorio de Miqueut para clasificar y por prudencia había que desconfiar de las charlatanas.
Levadoux consultó su anotador y constató que, según todas las probabilidades, Miqueut no volvería antes de una hora, y desapareció.
Cinco minutos después, su jefe, que volvió como una tromba por una interrupción inopinada de la malilla, entreabrió la puerta de Vidal.
– ¿Levadoux no está? -preguntó con una sonrisa uterina.
– Acaba de salir de su escritorio, señor. Creo que fue a la calle Treinta y Nueve de Julio.
Es un anexo del C.N.U.
– ¡Es enojoso! -dijo Miqueut.
En verdad, era mucho más enojoso porque era completamente falso.
– Envíemelo cuando esté aquí -concluyó Miqueut.
– Comprendido, señor -dijo Vidal.
El diecinueve de marzo cayó, como por azar, un lunes.
A las nueve menos cuarto, Miqueut reunió a los seis adjuntos a su alrededor, para el consejo hebdomadario.
Cuando estuvieron instalados, formando un semicírculo atento, cada uno con un lápiz o una lapicera en la mano derecha, y sobre la rodilla izquierda, una hoja virgen destinada a almacenar por escrito el fruto del prolífico trabajo cerebral de Miqueut, éste carraspeó desde el fondo de su garganta para aclararse la voz y comenzó en estos términos:
– ¡Y bien!, eh… Hoy quisiera hablarles de una cosa importante… de la cuestión del teléfono. Saben que sólo tenemos algunas líneas a nuestra disposición… por supuesto, cuando el C.N.U. se agrande, cuando seamos suficientemente conocidos y ocupemos un lugar de acuerdo a nuestra importancia, por ejemplo una circunscripción de París, lo que está previsto para cuando nuestras finanzas estén mejor… lo que espero llegará un buen día… eh… cuando eso esté, cuando… habiéndose dado en suma, el interés de nuestra acción… no es cierto, en suma, no es cierto, en suma, les recomiendo utilizar el teléfono sólo con la mayor discreción y, en particular, en sus conversaciones personales… Fíjense bien, por otra parte, que les digo esto en general… En nuestro servicio no exageramos, pero se ha citado el caso de un ingeniero, en otro departamento, que recibió en un año dos comunicaciones personales… y bien, en suma, es exagerado. Telefoneen sólo si es estrictamente necesario, y el menor tiempo posible. Comprenden que cuando nos telefonean del exterior, los organismos oficiales particularmente, y aquellos en particular con los que tenemos interés en congraciarnos y que, en suma, no haya línea, ¡y bien! eso causa mal efecto… y en particular si se trata del comisario Requin. También quisiera atraer vuestra atención sobre… el… en fin… el interés actual es que no se abuse del teléfono, salvo, por supuesto, para los casos urgentes y para aquellos en los cuales es indispensable utilizarlo… Por otra parte, ustedes no ignoran que si una comunicación telefónica es menos cara que una carta ordinaria, se transforma en más cara cuando excede cierta duración y, finalmente, un golpe de teléfono termina por afectar el presupuesto del C.N.U.
– Se podría -propuso Adolphe Troude- utilizar neumáticos para desinflar las líneas.
– Ni piense en eso -protestó Miqueut-, un neumático cuesta tres francos; no, mire, es imposible. En suma, lo que se necesita, les recuerdo, es poner mucha atención.
– Y además -insistió Troude- los teléfonos andan muy mal y es envenenante cuando se descomponen. Hay algunos que habría que cambiarlos, o arreglarlos, al menos.
– En principio -dijo Miqueut-, no le digo que sea un error, pero se dan cuenta de los gastos que ocasionaría, habiéndose dado, no es cierto… en suma, lo más simple, vea, es reducir lo más posible por una parte la duración y por la otra la frecuencia de las comunicaciones… de manera que, en suma, todo el mundo pueda llegar a eso.
– ¿No ven otra cosa -continuó- con lo cual podamos mantenernos en este mismo problema?
– Está -dijo Emmanuel- el problema de las secretarias…
– ¡Ah, sí! -dijo Miqueut-, a eso iba justamente.
La campanilla del teléfono exterior sonó. Descolgó.
– ¿Hola? -dijo-. Sí, soy yo. ¡Ah! Es usted, señor Presidente… Mis respetos, señor Presidente.
Con un gesto pidió paciencia a sus adjuntos.
El otro, en el extremo del hilo, vocalizaba tan fuerte que se podía agarrar al vuelo una partícula de conversación: "tuve problemas para encontrarlo…".
– ¡Ah!, señor Presidente -exclamó Miqueut-, ¡a quién se lo dice! Vea, nuestro número actual de líneas es totalmente insuficiente para nuestra importancia…
Se detuvo para escuchar.
– Justamente, señor Presidente -recomenzó-, esto ocurre porque el C.N.U. es un organismo que ha crecido muy rápido y su desarrollo exterior, si osara decirlo, no ha seguido… Estamos en plena crisis de crecimiento… ¡Hi! ¡Hi!
Se puso a cloquear como una gallina hermafrodita que hubiera cambiado tres cáscaras de sepia por una cesta de dátiles.
– ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! -repitió, ante una nueva observación de su interlocutor-. Tiene totalmente razón, señor Presidente.
– …Lo escucho, señor Presidente.
Entonces empezó a proferir a intervalos regulares unos "Simm… Señor Presidente" comprensivos inclinando cada vez ligeramente la cabeza, por deferencia sin duda, y rascándose con la mano izquierda la parte interior de los muslos. Después de una hora y siete minutos, les hizo señas a sus adjuntos de que se fueran, contando con retomar la sesión del consejo más tarde. Troude se despertó sobresaltado, empujado por Emmanuel y Miqueut se quedó solo con su teléfono en la mano. De vez en cuando hundía la siniestra en su cajón y sacaba una costilla, una tostada, una rodaja de salchichón, y diversos ingredientes que masticaba mientras escuchaba…
En la tarde del mismo día, a las tres menos cinco, Antioche Tambretambre descendió de su Kanibal y penetró en el Consortium. Desde el sexto, René Vidal escuchó el ruido sordo del motor del ascensor, que hacía vibrar todo el edificio. Se preparó a levantarse para recibir al visitante.
Al fin de su carrera, Antioche enfiló por el corredor estrecho que servía para los escritorios del sexto y se detuvo ante la segunda puerta de la izquierda, que llevaba el número 19. Sólo había once locales en el piso, pero su numeración empezaba en el 9 sin que nadie hubiera podido jamás comprender el porqué.
Golpeó, entró, y estrechó afectuosamente la mano de Vidal, hacia el que se sentía atraído por una simpatía irresistible.
– ¡Buenos días! -dijo Vidal-. ¿Cómo anda?
– No mal, gracias -respondió Antioche-. ¿Se puede ver al Sub-Ingeniero principal Miqueut?
– ¿El Mayor no debía acompañarlo? -preguntó Vidal.
– Sí, pero a último momento no se animó.
– Hizo bien -dijo Vidal.
– ¿Por qué?
– Porque, desde las nueve y veintidós de esta mañana, Miqueut habla por teléfono.
– ¡Diablos! -dijo Antioche admirado-. ¿Pero, va a terminar pronto?
– ¡Vamos a ver! -dijo Vidal.
Se dirigió hacia la puerta del escritorio de Victor y Levadoux.
Victor, solo, escribía.
– ¿Levadoux no está? -preguntó Vidal.
– Acaba de salir de su escritorio -dijo Léger-. No sé donde está.
– Comprendido -dijo Vidal-. No se preocupe por mí.
Volvió con Antioche.
– Levadoux no está, hay una pequeña posibilidad de que Miqueut deje de hablar por teléfono y lo llame, pero nada es menos seguro. No quiero engañarlo.
– Espero un cuarto de hora -dijo Antioche-, y me voy.
– ¿Quién lo corre? -preguntó Vidal-. Quédese con nosotros.
– Estoy -dijo Antioche-, absolutamente obligado a ir a ver a mi dentista, con el que tengo hora.
– Me gustan las corbatas lindas… -señaló inocentemente Vidal, ojeando con una mirada aprobadora el cuello de Antioche.
Era de foulard azul cielo con dibujitos rojos y negros.
– ¡Usted lo dijo! -aprobó Antioche, ruborizándose apenas.
Charlaron todavía algunos minutos y Antioche se fue. Miqueut seguía hablando por teléfono.
Antioche vino por las novedades el lunes siguiente, alrededor de las diez y media.
– ¡Buenos días, mi amigo! -exclamó entrando en el escritorio de René Vidal. Pero discúlpeme, lo molesto…
Vidal reinaba en su escritorio rodeado de otros cinco adjuntos.
– ¡Entre! ¡justamente falta uno! -dijo.
– No comprendo… -dijo Antioche-. ¿Miqueut continúa hablando por teléfono?
– ¡Justo! -cloqueó Léger.
– Y es por eso -continuó Adolphe Troude- que celebramos nuestro consejo hebdomadario.
Levadoux que parecía una reencarnación de Miqueut tomó la palabra.
– Quisiera… eh… hoy, tratar un problema que me ha parecido lo suficientemente importante como para constituir el objeto de uno de nuestros pequeños consejos hebdomadarios… es el problema de los teléfonos.
– ¡Ah no!, ¡basta! -dijo Troude-. Ya tenemos suficiente con eso.
– ¡Y bien! -dijo Vidal-, no perdamos tiempo y vamos derecho al grano: ¿Vienen a tomar un trago?
– No tengo ganas de bajar… -dijo Emmanuel.
– Entonces sigamos aburriéndonos -dijo Léger.
– No, ¿qué dirían ustedes -propuso Vidal-, de un concurso literario? De fábulas express por ejemplo.
– Vamos, dígalas… -sugirió Troude.
– "Un solo ser os falta y todo está despoblado"… -declamó Vidal.
– ¡No es de usted! -aseguró Léger.
– ¿Moraleja? -continuó Vidal…
Siguió un silencio.
– ¡Concéntrica!… -susurró simplemente.
Victor enrojeció y se rascó el bigote.
– ¿Tiene otras? -preguntó Pigeon.
– ¡Ya las encontraremos! -dijo Vidal.
– "Un caballo, mal herrado, con una herradura llena de defectos. Hizo tres agujeros en la ruta al andar al galope".
Moraleja:
"A tal herradura, tal camino".
– ¡Aprobado por unanimidad! -dijo Pigeon, resumiendo en tres palabras toda la aprobación de la asamblea.
– Pero lo mismo -prosiguió después de un silencio que se interrumpió cinco minutos más tarde-, es de locos lo que uno se aburre… ¿no es cierto Levadoux?
Se volvió hacia el lado donde estaba este último y constató que se había ido.
El diecinueve de junio a las seis, tres meses día por día después de esta visita de Antioche, Miqueut calmó al teléfono.
Estaba contento, había hecho un buen trabajo y había logrado poner en condiciones dos proyectos de circulares para enviar a la Unión Francesa de Engomadores falsos.
Entretanto se había producido la guerra y la ocupación, por lo que aún no podía preocuparse porque lo ignoraba. El invasor, en efecto, había dejado intacta la red telefónica de París.
El asiento del C.N.U. también estaba intacto.
Los colaboradores, colegas y jefes de Miqueut se habían replegado al interior sin ocuparse de él, ya que se sabía bien que le gustaba partir el último, y después de dos días, volvieron uno tras otro. De esta manera, Miqueut no se dio cuenta de la ausencia momentánea.
Sin embargo, ya era tiempo de que la guerra terminara, o al menos de que las hostilidades oficiales se detuvieran, pues, durante esos tres meses, había agotado las provisiones que se amontonaban en su cajón, royéndolas maquinalmente, según su costumbre.
Sólo René Vidal no estaba todavía de vuelta cuando a las dieciséis y quince, Miqueut entreabrió la puerta de comunicación de sus escritorios. Subía penosamente la escalera en ese momento porque venía a pie desde Angulema y empezaba a fatigarse.
Entró en el preciso momento en que Miqueut, habiendo paseado su mirada circularmente, iba a volver a cerrar la puerta.
– Buenos días, señor -dijo cortésmente Vidal-. ¿Anda bien?
– Muy bien, Vidal, gracias -dijo Miqueut, mirando su reloj con una discreción de gorila-. ¿Se atrasó el subte?
Vidal comprendió en un instante que la llamada telefónica de Miqueut había durado mucho más tiempo de lo previsto. Contraatacó:
– Había una vaca en la vía -explicó.
– ¡Estos empleados del subte son extraordinarios! -dijo Miqueut con convicción-. Podrían vigilar a sus animales. Sin embargo esto no explica su atraso… Son las catorce y veinte y usted debía estar aquí desde las trece y treinta. ¡Por una sola vaca, vamos!
– La vaca no quiso irse -aseguró Vidal. Esos animales son muy testarudos.
– ¡Ah! -dijo Miqueut-, eso es verdad. Habrá problemas para unificarlos.
– El subte se vio obligado a hacer un rodeo -concluyó Vidal-, y eso lleva tiempo.
– ¡Comprendo! -dijo Miqueut-, al respecto, me parece que se podría unificar un sistema de vías que permitiera evitar este tipo de accidentes. Hágame una notita sobre eso…
– Entendido, señor.
Y, olvidando el motivo por el cual había entrado, Miqueut volvió a su cubil. Volvió a abrir la puerta cinco minutos después.
– Observe bien, Vidal, que lo que le señalo, la importancia de llegar a las horas exactas, no es tanto por… comprende, sino por la disciplina. Es necesario someterse a una disciplina, y frente al personal inferior, debemos ajustamos a horarios estrictos; en suma, usted ve, es necesario poner mucha atención en ser puntual, sobre todo en este momento, con estos rumores de guerra, y nosotros que estamos destinados especialmente a ser los jefes, en suma, debemos más que los otros dar el ejemplo…
– Sí, señor -dijo Vidal con un sollozo en la voz-, jamás lo volveré a hacer.
Se preguntaba quiénes eran "los otros" y también qué diría Miqueut cuando se enterara del armisticio.
Después se puso a confeccionar un proyecto de Nothons de los barrenderos municipales con bigote, que había abandonado al partir a hacer la guerra en las pastelerías de Angulema. (Era muy joven y muy virgen para hacerla en los bistrots como los oficiales superiores.)
Al hacerlo, tenía cuidado de dejar bien en el centro de cada página un grueso error para corregir, que Miqueut probablemente percibiera desde el primer momento del examen profundo que haría sufrir al proyecto y que le serviría de pretexto para agradables digresiones sobre la acomodación de los términos de la lengua francesa al pensamiento que se desea expresar en una frase y las consecuencias que se pueden deducir sobre todo en lo que concierne al arreglo de un proyecto de Nothon.
Corrió una semana y el Consortium empezó a retomar su vida normal. El Sub-Ingeniero principal Miqueut hizo poner, uno tras otro, nueve timbres nuevos detrás de su sillón, contra la pared, para poder llamar, gracias a ingeniosas combinaciones de timbres y de frecuencias de llamada a todas las dactilógrafas del piso. Este sistema admirable le procuraba amplias alegrías interiores.
Se enteró igualmente durante ese período de los acontecimientos extraordinarios que se habían producido durante su llamada telefónica: la guerra, la derrota, el racionamiento severo, sin manifestar otros cuidados, retrospectivos, de haber visto a sus documentos correr los terribles peligros del pillaje, el saqueo, del incendio, la destrucción, el robo, la violación y la masacre. Se apresuró a esconder una pistola taponada en la puerta de su cocina y desde entonces se consideró digno de dar su opinión de patriota.
Sin embargo, aunque Miqueut recibió mercaderías del campo todo no andaba perfectamente para los otros. La vida se había encarecido excesivamente y las dactilógrafas de los adjuntos de Miqueut que ganaban por lo bajo doscientos francos por mes, y adelgazaban día a día, pidieron aumentos.
Miqueut las llamó, pues, una tras otra, a su escritorio, para sermonearlas un poquito.
– Veamos -dijo a la primera-, ¿parece que usted se queja de no ganar bastante? Pero métase bien en la cabeza que el C.N.U. no tiene los medios de pagarle más.
(El C.N.U. recibía desde hacía poco una subvención de los Khomités de Desorghanización que se elevaba a varios millones.)
– Métase bien en la cabeza -continuó el Sub-Ingeniero principal- que proporcionalmente usted gana más que yo.
(Era cierto si se tenía en cuenta el número de horas extras que él pasaba revolcándose en sus papelotes y entronizando espías sobre los puntos de exégesis… digamos controvertibles.)
– ¡Por otra parte no tiene más que casarse! -proseguía Miqueut, si su interlocutora era virgen-. Verá entonces que gana bastante bien.
(Él, después de haberse casado, hacía economías interesantes: repaso de calcetines gratis, comidas a domicilio sin sirvienta, tan difícil, buena excusa, de encontrar. La penuria causada por la guerra iba a permitirle usar sus zapatos hasta la capellada sin verse acusado de tacañería. En una palabra, Miqueut se abandonaba y se mostraba cada vez menos representativo. Ahorraba para comprarse una caja para Nothons en hierro galvanizado.)
Ya intimidada la secretaria, Miqueut le tiró a la cara en algunos minutos todas las equivocaciones o errores que había cometido desde su llegada al Consortium. Todo era cuidadosamente comentado; después de lo cual expulsaba a la paciente llorando y pasaba a la siguiente.
Terminada la serie, y dando a diez sobre doce la promesa de un aumento masivo al menos de doscientos francos, Miqueut se acomodó en su sillón y se puso a examinar un voluminoso legajo esperando que su viejo enemigo Toucheboeuf lo llamara a lo del Director general para la malilla unificada.
La guerra, Miqueut iba a darse cuenta a su costa, había trastocado mucho las cosas. Las taquidactilógrafas, compradas a precio de oro por los Khomités de Desorghanización, escaseaban en el mercado y no se vendían sino al que ofrecía más, como debe hacerlo toda provisión consciente de su valor. Estas bellas de llaveros levantaban la cabeza, orgullosas de ser necesitadas; es así que al día siguiente de la algarada de Miqueut once de las doce reprendidas renunciaron en conjunto. Miqueut maldijo contra la actitud ingrata de los subordinados y llamó urgentemente al Jefe de Personal, personaje canoso, mal afeitado, llamado Cercueil y cuya situación particular -era al mismo tiempo secretario del Director general- hacía difícil su manejo.
– ¿Hola? -dijo Miqueut-. Aquí el señor Miqueut. ¿Es el señor Cercueil?
– Buenos días, señor Miqueut -dijo el señor Cercueil.
– ¡Necesitaría urgentemente once secretarias! Todas las mías se han ido salvo la señora Lougre. Sin duda usted las había elegido mal.
– ¿No sabe por qué se fueron?
– Se entendían mal con mis adjuntos y se peleaban todo el tiempo entre ellas -mintió descaradamente Miqueut.
Cercueil, que no era un inocente, emitió un suspiro de "Pacific" que zarpa.
– Trataremos de conseguirle otras… -dijo-. Provisoriamente voy a enviarle algunas chicas que acaban de entrar en nuestros servicios anexos.
Cercueil tuvo cuidado de dar a Miqueut las taquidactilógrafas más mediocres porque no quería que se fueran todas las buenas. Por otra parte advirtió a las recién llegadas:
– Las pongo en un servicio muy interesante, pero… bastante delicado, el servicio del señor Miqueut. Pero por supuesto, no es cierto, si no les gusta, no dejen el Consortium por eso, vengan a verme, y las cambiaré de departamento.
Ahí nada servía. Miqueut hubiera desanimado a un macho cabrío. Otra vez había hecho irse a treinta y dos secretarias en dos meses, y sin el providencial llamado telefónico del Presidente, que un poco lo había neutralizado, ese número hubiera sido mucho más elevado.
Los adjuntos se reunieron en el escritorio de René Vidal.
– Entonces -dijo este último-, ¿estamos de vacaciones?
– ¿Por qué? -preguntó Léger.
– No tenemos más dactilógrafas -le explicó Emmanuel.
– ¡Y bien! -dijo Léger-, eso no impide trabajar.
– Eso no impide nada, ni aun decir estupideces, por lo que veo -comentó amablemente Vidal.
– ¡Sólo tenemos que irnos! -dijo Levadoux.
– Lo mismo -dijo Emmanuel-, es de locos lo que uno se aburre.
– Qué quiere -dijo Vidal-, en el fondo nos aburriríamos lo mismo en otra parte y a lo mejor estaríamos menos tranquilos. Aquí lo único molesto es Miqueut.
– Es verdad -exclamaron a coro los otros tres. Léger dio el sol, Emmanuel el mi, y Levadoux un do. Marion dormía en su escritorio y Adolphe Troude estaba en el Comité del Papel.
El teléfono interno rompió la armonía.
– ¡Hola! -dijo Vidal-. Buenos días, señorita Alliage… Sí, hágalo subir.
– Muchachos -agregó volviéndose hacia sus colegas-, excúsenme, tengo una visita.
Era Antioche Tambretambre. Y cinco minutos antes, Miqueut acababa de bajar para la malilla.
Antioche experimentaba una intensa emoción al entrar en el escritorio de Vidal, ante la idea de ver al fin a Miqueut. Durante los tres meses de guerra que habían transcurrido, combatió al lado del Mayor. Habían defendido, ellos solos, durante ocho días, un café en la ruta a Orleans. Parapetados en la bodega, munidos de dos fusiles Gras y de cinco cartuchos de los cuales uno no entraba, mantuvieron su posición gracias a prodigios de coraje y ni un enemigo había llegado hasta ellos. Durante esos ocho días bebieron todas las reservas del bar y no comieron un gramo de pan. No se rendían a ningún precio. Por otra parte, nadie osó atacarlos, lo que les facilitó la victoria, pero no por eso su performance era menos luminosa, y les había valido la Cruz de guerra con honores, [8] que llevaban orgullosamente en bandolera, apantanándose con las palmas.
Antioche y Vidal se estrecharon la mano con efusión, felices de reencontrarse después de esos horribles acontecimientos.
– ¿Estás bien? -dijo Vidal.
– ¿Y tú? -respondió Antioche.
De común acuerdo, se tuteaban.
– ¿Miqueut está? -preguntó Antioche.
– Está informando…
– ¡Que los coyotes le escupan la cara! -bramó Antioche furioso.
– No van a despilfarrar su saliva en eso… -estimó Vidal.
– ¿Puedes volver a pedirle una entrevista? -dijo Antioche.
– Como no -dijo Vidal-. ¿Cuándo?
– La semana próxima, si es posible… ¿o antes? pero no me animo a esperar.
– ¿Quién sabe? -concluyó René Vidal.
Emmanuel había peinado de tal manera a la jirafa esa mañana que el pobre animal había muerto. Mechones de sus pelos estaban tirados un poco por todos lados, y su cadáver, al que habían hecho pasar la cabeza por la ventana para poder circular, yacía bajo el escritorio de Adolphe Troude, donde ya se acumulaban cuatro toneladas de abonos diversos, pues este estimable individuo se dedicaba al cultivo de hortalizas en su jardín de Clamart.
Emmanuel se consoló devorando un costrón de pan y después de haberse tanteado en varios lugares se decidió a golpear la puerta de su jefe que, por azar, se encontraba allí.
– Entre -dijo Miqueut.
– ¿Puedo hablarle un minuto? -dijo Emmanuel.
– Pero… le ruego, señor Pigeon… siéntese, tengo por lo menos cuatro minutos para consagrárselos…
– Quisiera preguntarle -dijo Emmanuel entrando-, si podría tener la autorización de tomar mis vacaciones tres días antes.
– ¿Usted debía salir el cinco de julio? -dijo Miqueut.
– Sí -respondió Emmanuel-, y quisiera salir el dos.
Era una idea que se le había ocurrido porque sí viendo a su jirafa muerta.
– Escuche, señor Pigeon -dijo Emmanuel-, en principio, no es cierto, no pido otra cosa que poder satisfacerlo… pero esta vez, temo que lo que usted me pide sea bastante difícil. No es que… comprende, desee impedirle tomar sus vacaciones antes… pero ahora que la nota del departamento está hecha quisiera saber sus razones… para poder constatar que son válidas… cosa de la que no dudo en absoluto, pero por principio, no es cierto, es mejor decírmelo.
– Escuche, señor -dijo Emmanuel-, son razones personales y me sería difícil darle detalles. Jamás le he ocultado nada sea lo que fuere, pero a mi criterio, esto no tiene ninguna relación con el trabajo y es absolutamente inútil que me pierda en explicaciones que no tienen ningún interés para usted.
– Naturalmente, mi querido Pigeon, no lo dudo, pero comprende, frente a las autoridades de la ocupación, debemos ser muy prudentes. Es necesario que se pueda controlar en todo momento que todo el personal está bien aquí, y usted sabe que una constatación del tipo de la que se podría producir si por ejemplo usted sale como lo ha pedido muchos antes de la fecha normal por razones que son naturalmente… eh… que son… eh, excelentes, pero que… en suma, que no sé… y que… que… en fin, ve usted el inconveniente de no constreñirse a una disciplina severa. Al respecto, no es cierto, es como para las horas de asistencia… fíjese, no digo esto por usted, pero en la vida es necesario ser disciplinado y llegar a horario, es una condición esencial para hacerse respetar por el personal inferior que, si… cuando… en el caso en que… por casualidad, si usted no está en su escritorio, siempre habrá una tendencia a actuar cómodamente y así usted ve que, en suma, para sus vacaciones, es un poco la misma cosa y fíjese bien que no le digo que no, pero le pido que examine el problema a la luz de estas observaciones, y por otra parte, ¿su trabajo está al día?
Hubo un silencio.
Y después durante una hora de péndulo, Emmanuel dijo lo que tenía en el corazón.
Dijo cómo le molestaba ser siempre franco y sólo encontrar gente hipócrita, y que en su empleo anterior había sido lo mismo.
Dijo que mostrar demasiado interés no era su estilo y tampoco lamer los pies…
Dijo que tenía la costumbre de decir lo que pensaba y que si Miqueut creía que no lo hacía del todo no tenía nada más que decirle. Agregó que por otra parte él no haría nada más en ese sentido. Porque ya hacía lo que podía.
Hablaba siempre y Miqueut no contestaba nada.
Y al fin, cuando paró, Miqueut tomó la palabra.
Y dijo:
– En suma, usted no se equivoca, en principio, pero sucede que este año, justamente, yo tomo mis vacaciones un poco anticipadamente, y no estaré de regreso hasta el cinco de julio y, en suma, comprende, me sería difícil dejarlo irse antes de mi llegada porque usted es el único que está al corriente, no es cierto, para sus comisiones, y es necesario que durante mi ausencia, haya alguien al corriente para el problema de los coladores de turrón porque, frente al exterior, si alguien telefonea, es necesario que el servicio pueda responder, no es cierto… vea, en suma…
Y le dedicó una hermosa sonrisa, le pasó la mano por la espalda y lo mandó de vuelta a su escritorio.
Porque él esperaba la visita de Antioche Tambretambre.
Entonces, Emmanuel volvió a su escritorio. Tomó su saxofón y emitió un si bemol grave de una intensidad sonora de novecientos decibeles.
Después, se detuvo, con la impresión de que su pulmón izquierdo tomaba la forma del número 373.
Se equivocaba en una unidad.
Miqueut abrió la puerta y dijo:
– Comprende, Pigeon, en principio, es necesario evitar, durante las horas de asistencia… eh… en fin, usted ve, en suma… otra cosa… yo quería decirle que me preparara una notita en la cual me indicara con precisión… eh… las reuniones que podría tener antes de mi partida… con la indicación aproximada de la época en que piensa hacerlas, la lista sucinta de las personalidades susceptibles de ser convocadas, la orden del día aproximada… no muchos detalles, por supuesto, un pequeño tópico de doce a quince páginas por reunión me alcanza ampliamente… Entonces, yo quisiera esta nota en… ¿media hora? pongamos… No hay nada para hacer… Necesita cinco minutos para eso… Por supuesto -agregó volviéndose a Adolphe Troude-, lo mismo para usted y Manon…
– Comprendido, señor -dijo Troude.
Pigeon no dijo nada.
Marion dormía.
Miqueut cerró la puerta y volvió a su escritorio.
Antioche esperaba en el escritorio de Vidal desde hacía una hora y cuarto. El Mayor estaba con él.
Al escuchar que Miqueut volvía a sentarse, salieron vivamente al corredor y golpearon a su puerta.
– Entre -dijo Miqueut.
En el momento de penetrar en el cuarto del Sub-Ingeniero principal, Antioche se chocó con Adolphe Troude que, habiendo salido como un ventarrón no bien se fue Miqueut, volvía doblado bajo el bulto de una enorme bolsa. Antioche y el Mayor le dieron paso y Troude desapareció a la vuelta del corredor. Cinco segundos después, un golpe sordo sacudió el edificio.
Impresionado, el Mayor se hundió en el escritorio de Vidal dejando a su amigo afrontar solo al tío de su bien amada.
– Buenos días, señor -dijo Miqueut, levantándose ligeramente y mostrando una hilera de dientes opacos en medio de una sonrisa gesticulante.
– Buenos días -respondió Antioche-. ¿Está bien?
– Gracias, ¿y usted? -dijo Miqueut-. Mi adjunto, el señor Vidal, me habló de su visita, pero no me dijo exactamente de qué se trataba…
– Es un problema bastante especial -dijo Antioche-… Esto es, en pocas palabras, de lo que se trata. En el curso de una reunión…
– ¿De qué comisión? -interrumpió, interesado, Miqueut.
– Usted se equivoca -dijo Antioche, que empezaba a sentirse molesto a causa del olor. Eso le hacía perder su sangre fría y una inquietud húmeda le bailaba las sienes. Se recobró y continuó-: En el curso de una surprise-party en lo de mi…
– Lo paro en seguida -dijo el compinche-, y me permitiré señalarle que, desde el punto de vista de la unificación, es lamentable emplear términos que no estén perfectamente definidos y, en todo caso, los términos extranjeros deben, en lo posible, estar prohibidos. Es así que, en el Consortium, hemos sido obligados a crear comisiones especiales de terminología que se ocupan, en cada campo, de resolver todos esos problemas, que son muy interesantes, no es cierto y que, en suma, en cada caso particular, nos esforzamos en resolver rodeándonos, por supuesto de todas las garantías posibles, de manera que, en suma, no nos hagan el cuento. Es por eso que, a mi parecer, valdría más emplear otro término en vez de surprise-party… y por otra parte, por ejemplo, en esta misma casa, empleamos de ordinario la palabra "unificación" que ha sido creada a este efecto y que es preferible en ese sentido que… eh… y no el término inglés "unification" que desgraciadamente muy a menudo los interesados y aquellos mismos que deberían, en suma, esforzarse por respetar escrupulosamente las reglas de la unificación… eh… no es cierto, lo emplean, cuando existe una palabra francesa. Es preferible no utilizar términos cuyo empleo puede, en ciertos casos, no estar justificado.
– Tiene razón, señor -dijo Antioche-; y soy en un todo de su mismo parecer, pero no veo qué palabra francesa podría dar exactamente el compuesto: surprise-party.
– ¡Y bien es ahí donde lo paro! -dijo Miqueut-. Justamente, ya nos ha pasado en el curso de nuestros trabajos encontrar términos impropios, o susceptibles de prestarse a confusión y dar lugar a interpretaciones diferentes según el caso. Muchas de nuestras Comisiones están dedicadas a esos problemas, que son delicados, es necesario reconocerlo y… he… no es cierto, las soluciones encontradas, son, en general, satisfactorias… Tenemos por ejemplo, en un campo tan diferente a éste como puede ser el de los ferrocarriles, hemos buscado un equivalente a la palabra inglesa "wagon". Reunimos una Comisión técnica y después de un año de búsquedas, lo que es poco si se considera que la impresión de los documentos, las reuniones y la encuesta pública a la que sometemos nuestros proyectos de Nothons abrevian notablemente la duración efectiva de los trabajos, en suma, hemos llegado a la unificación del término "coche"… ¡Y bien! no es cierto, el problema es análogo aquí, y podríamos, creo, resolverlo de la misma manera.
– Evidentemente -dijo Antioche-, pero…
– Por supuesto -dijo Miqueut-, estamos a su disposición para todas las informaciones que le sean útiles en cuanto al funcionamiento de nuestras comisiones. Por otra parte, voy a hacerle enviar un sobre de documentación sobre los Nothons y así usted podrá saber…
– Excúseme que lo interrumpa -dijo Antioche-, pero el problema por el cual yo quería conversar no me concierne especialmente… Había traído a uno de mis amigos y si usted permite, le voy a pedir que venga…
– ¡Haga pues, se lo ruego! -dijo Miqueut-. ¿Es decir, sería el que redactaría el pequeño estudio preliminar que podría servir de base a nuestros trabajos?
Antioche no contestó e hizo entrar al Mayor.
Después de las cortesías reglamentarias, Miqueut prosiguió, dirigiéndose al Mayor:
– Su amigo me ha expuesto el objeto de su visita y yo encuentro su proposición extremadamente interesante. Eso va a darnos una serie de proyectos de Nothons que podremos presentar a la Comisión competente de aquí… pongamos tres semanas… Pienso que podría darme el primer estudio en unos ocho días, lo que nos dejaría tiempo, no es cierto, para proceder al tiraje necesario…
– Pero… -empezó el Mayor.
– Tiene razón -dijo Miqueut-, pero creo que, en primer lugar, podemos contentarnos con el de terminología que es la base de todo nuevo estudio… el Nothon del producto vendría después… lo que nos dejaría tiempo para mantener los intercambios de puntos de vista necesarios con las personalidades susceptibles de interesarse en este proyecto.
El timbre del teléfono interno sonó…
– ¡Hola!… -dijo Miqueut-. ¡Sí!… No ahora, tengo una visita… ¡Ah! ¿Sí? escuche, es muy lamentable, pero no puedo… Sí… lo antes posible…
Envolvió a Antioche y al Mayor en una mirada venenosa y cargada de reproches.
Éstos, que habían comprendido, se levantaron los dos a la vez.
– Entonces, señor -dijo Miqueut, serenado, volviéndose hacia el Mayor-, estoy muy contento de esta, eh… toma de contacto y espero, no es cierto, que podremos llevar a término este estudio bastante rápidamente… Hasta la vista, señor… Hasta pronto, señor -dijo a Antioche-, hasta la vista.
Los acompañó hasta la salida, volvió precipitadamente sobre sus pasos para hacer pis, después fue a encontrarse con el Director General…
Antioche y el Mayor bajaron la escalera y se perdieron en la multitud…
En el número treinta y uno de la calle Pradier, ningún canto de pájaro resonaba en las fuentes, ningún grillo susurraba en sordina. La femme du roulier, ninguna flor desplegaba su abanico multicolor para capturar al imprudente chéchaquo alado y el mismo mackintosh había replegado su cola en ocho partes desiguales, dejando caer su mandíbula inferior hasta el suelo mientras que gruesas lágrimas rodaban en sus órbitas hundidas.
El Mayor trabajaba en su proyecto de Nothon.
Estaba solo, en su biblioteca, sentado como un sastre sobre una alfombra de verano de lapislázuli. Se había puesto el tradicional traje de los árabes: pipa de hueso, levita de tusor, turbante compresor y sandalias de carnero salvaje de fábrica. El mentón en la mano derecha, la caballera en pie de guerra, reflexionaba vigorosamente. En su mesa se amontonaban pilas de volúmenes desparejos. Se podían contar por lo menos cuatro, cubiertos de piel de ternero de cinco patas, y cuyas páginas marcadas testimoniaban la veneración del Mayor por ese recuerdo viviente de su abuelo, quien, como un puerco, se mojaba el dedo y doblaba las puntas.
Eran:
Manual del ilota borracho por San Rafael Quinquennal; Las consideraciones sobre la grandeza y la decadencia de los rumanos del profesor Antonescu Melenau; Cinco semanas en medias sil por la condesa d'Anteraxe jefe de laboratorio de los establecimientos Dugomier et C*, adaptada de Julio Verne; Las proposiciones sobre el Antimonje o Abajo los curas por el buen padre Nambouc.
El Mayor jamás los había leído. En consecuencia pensaba encontrar allí informaciones útiles, ya que conocía perfectamente los otros dos volúmenes de su biblioteca, la Guía de Teléfonos en dos tomos y el Petit Larousse Illustré y sabía que en ellos no iba a encontrar nada verdaderamente original.
Trabajaba desde hacía ocho días. El problema de la terminología ya estaba resuelto.
Sus esfuerzos se vieron recompensados por el dolor sordo que sentía en la base del cerebelo.
Era nada más que justicia. Pues todo su talento natural había contribuido. Como conocía perfectamente el inglés pudo constatar en muy poco tiempo que el único inconveniente de la palabra "surprise-party" era que tenía una Y. La solución apareció, enceguecedora, al cabo de un estudio de dos horas: reemplazó party por partie.
Las cosas geniales no son siempre tan simples, pero cuando alcanzan esta simplicidad son verdaderamente geniales.
Y el Mayor no se detuvo ahí.
Fue de lo general a lo particular y trató el problema en el espacio y en el tiempo.
Estudió las condiciones geográficas de los emplazamientos más favorables para las surprise-parties:
– orientación del local, con estudio de los vientos dominantes y de las presiones geofísicas resultantes de la altitud y de la composición granulométrica del suelo.
Estudió las condiciones arquitecturales de la construcción del edificio:
– elección de los materiales constitutivos de las paredes importantes;
– naturaleza de los revestimientos antivomitada y parabrillantina que deberían aplicarse a los tabiques;
– emplazamiento de los cuartitos con salidas eventuales protege-padres;
– y koeterá, koeterá.
Llevó el estudio hasta sus mínimos detalles.
No descuidó ni los anexos.
Y estaba un poco aterrado.
Pero no desesperaba.
Jamás desesperaba.
Prefería dormir…