Capítulo primero

Fue el destino quien me deparó aquella fabulosa aventura. Pertenecía al Círculo y, como miembro del mismo, participé en aquel viaje único, cuyos milagrosos incidentes brillaron i como meteoros, para sumirse rápidamente en el olvido por el camino del descrédito. Esta coyuntura me anima hoy a intentar la descripción, breve y concisa, de aquella increíble odisea; odisea que desde los tiempos de Hüon y de Roldan el Furioso no ha sido llevada a cabo ¿por ningún hombre hasta el presente: esta época turbia, llena de desesperanza y, a la vez, fructífera de la posguerra. No creo engañarme al respecto a las enormes dificultades, no me refiero tan sólo a las que pueden surgir desde un punto de vista subjetivo, aun admitiendo que, por sí solas, ya han de ser considerables. Piensen que no, dispongo de ningún punto de apoyo firme — dato, documento, diario de viaje—, y que, en el transcurso de estos difíciles años, rebosantes de infortunios, enfermedades y desgracias, se han esfumado también gran parte de mis recuerdos. Los golpes adversos del destino, los continuos descorazonamientos, han ido minando mi memoria, así como la ciega confianza que antaño tenía depositada en ella, hasta debilitarla lamentablemente. Pero, prescindamos «4Í5 estas cuestiones personales. Aun así, me encuentro ligado por mi antiguo juramento, y si bien tal juramento no me priva en absoluto narrar mis aventuras personales, me prohibe en cambio, revelar cualquier secreto referente al Circuló. No ignoro que, al parecer desde hace tiempo, el Círculo no tiene una existencia visible. Sin embargo, pese a que no he vuelto a ver a ninguno de sus miembros, ninguna tentación o amenaza podría obligarme a quebrantar mi juramento. Por el contrario, si en el presenté o en el futuro fuera conducido ante un tribunal militar y me colocasen en la alternativa de dejarme matar o de revelar los secretos del Círculo, ¡con qué ardiente alegría moriría sin despegar los labios!

Quiero hacer constar aquí, de un modo incidental, que desde la publicación del Diario de Viaje del conde Keyserling, han aparecido diversos libros, cuyos autores, unas veces sin percatarse de ello, otras deliberadamente, producen- la impresión de ser miembros del Círculo y de haber participado en el viaje a Oriente. Las extravagantes descripciones turísticas de Ossendowski también cayeron bajo esta honrosa sospecha. Pero todas estas publicaciones no guardan la menor relación con el Círculo y con nuestro viaje a Oriente. A sus autores, en el>mejor de los casos, les unen con el Círculo las mismas relaciones marginales que ligan a los prédicas-dores de pequeñas sectas religiosas con el Salvador, los Apóstoles y el Espíritu Santo, y cuyos favores especiales aseguran disfrutar.

Es muy posible que el conde Keyserling haya dado la vuelta al mundo rodeado de las máximas comodidades, también es probable que Qssendowski recorriera todos los países que menciona, pero no cabe la menor duda de que en ambos casos sus viajes no fueron ninguna maravilla y que tampoco descubrieron regiones desconocidas. Por el contrario, en varias etapas de nuestro peregrinaje por Oriente, sin recurrir a los vulgares medios de comunicación modernos utilizados para el transporte en masa — los, trenes, los barcos, el telégrafo, el coche, el avión—, nosotros penetramos realmente en las esferas de lo heroico y de lo mágico. Fue poco. después de la terminación de la Guerra Mundial, cuando en el modo de pensar de los pueblos vencidos se había producido un estado extraordinario de irrealidad, una predisposición hacia todo lo sobrenatural, aunque concretamente, sólo en muy pocos lugares fueron arrolladas las fronteras y se intentasen algunos pequeños avances en el reino de la futura Psicocracia. Nuestra travesía del mar de la Luna hacia Famagusta, bajo la dirección de Alberto el Grande, el descubrimiento de la Isla de las Mariposas, doce líneas detrás de Zipangu, la sublime fiesta del Círculo ante la tumba de Ruediger; todo esto constituyen hechos y aventuras como sólo una vez les fueron dadas vivir a los hombres de nuestro tiempo y de nuestro continente.

Aquí, según veo, tropiezo con una de las mayores dificultades de mi narración. Sería relativamente fácil hacer comprender al lector la región en que se desarrollaron nuestras hazañas, la parte del alma a que pertenecían, si me fuera posible revelarle los secretos íntimos del Círculo. Pero el juramento sella mis labios y, debido a esto, muchas cosas, tal vez todas, le parecerán increíbles e incomprensibles al lector. Pero, aunque parezca paradójico, lo que en sí mismo es imposible, debe de ser intentado siempre de nuevo. Estoy en todo de acuerdo con Siddartha, nuestro sabio amigo de Oriente, que una vez dijo: «Las palabras no sirven para explicar un sentido secreto; siempre lo modifican algo, lo falsifican, lo ridiculizan. Esto es indudable, pero también lo es que aquello que para un hombre representa su tesoro y su sabiduría, le parece a otro una locura.

Ya hace siglos que los miembros y los historiadores de nuestro Círculo se vieron ante esta misma dificultad, aunque supieron afrontarla valientemente. Uno de ellos, uno de los Grandes, lo ha expresado de la siguiente forma en sus versos inmortales:

Quien mucho ha viajado, habrá visto a menudo cosas,

muy lejos de aquello que consideraba como verdad.

Si luego lo narra por los prados de su patria, casi siempre le tildarán de embustero, pues el cretino no se fía de nada si no lo ve por sí mismo claro y detallado; ya imagino que la inexperiencia dará muy poco crédito a mi canción.

Esta «inexperiencia» ha motivado también que nuestro viaje no sólo haya sido olvidado por la opinión pública, siendo así que antaño excitó la imaginación de millares de hombres hasta el éxtasis, sino que su recuerdo sea considerado hoy tabú. Pero en fin, la historia nos ofrece muchos ejemplos semejantes. La historia de la Humanidad me parece a veces un enorme pliego de láminas que reflejasen la nostalgia más vigorosa y obcecada del hombre: la nostalgia del olvido. ¿No intenta borrar cada generación todo lo que a la anterior le parecía más importante, empleando para ello la coerción, el silencio y la burla? ¿No lo acabamos de vivir últimamente? Recordemos la forma en que una guerra terrible, cruel y larga ha sido olvidada, negada, reprimida y borrada por pueblos enteros, y cómo estos mismos pueblos, ahora que se han recuperado un poco, tratan de recordar de nuevo mediante excitantes novelas de guerra aquello que ellos mismos provocaron y sufrieron. Llegará también el día en que las hazañas y los padecimientos de nuestro Círculo, hoy olvidados o bien ridiculizados por el mundo, sean descubiertos de nuevo. Mis anotaciones servirán para ello.

Una de las peculiaridades de nuestro peregrinaje a Oriente fue que, a pesar de perseguir con éste viaje unos fines colectivos muy concretos y elevados (los mismos pertenecen a los secretos del Círculo y me es imposible revelarlos aquí), cada uno de los participantes podía tener al mismo tiempo sus propios objetivos. Es más, debía de tenerlos, ya que nadie podía participar en el viaje sin estos objetivos particulares. Cada uno de nosotros, mientras parecía perseguir un ideal y un objetivo comunes y combatir bajo una misma bandera, llevada en sí como fuerza intrínseca y como último consuelo, sus propios y necios sueños de la infancia. El objetivo particular que me impulsara a mí a emprender el viaje, y por el cual fui preguntado antes de mi admisión en el Círculo por la Gran Silla, era extremadamente sencillo, en tanto que otros miembros se habían propuesto alcanzar fines que, aunque yo respetaba, no acababa de comprender del todo. Uno de ellos, por ejemplo, era buscador de tesoros y en su mente no alberga otro pensamiento que el de descubrir un gran tesoro al que llamaba «Tao»; a otro, se le había metido en la cabeza cazar una determinada serpiente, la cual, según decía, poseía poderes mágicos y a la que él llamaba «Kundalini. La finalidad que yo me había propuesto presentaba el objetivo de toda mi vida; que era realizar el sueño de mis años de adolescentes: ver a la princesa Fatme y, si ello me era posible, conquistar su amor.

Por la época en que tuve el honor de ser admitido en el Círculo, es decir, poco después la terminación de la Gran Guerra, nuestro país estaba lleno de salvadores, de profetas Y discípulos, así como de presentimientos del próximo fin del mundo y de esperanzas en el comienzo del Tercer Reich. Conmovidos por la guerra, desesperados por la miseria y el hambre, profundamente defraudados ante todos los sacrificios de sangre y bienes materiales, al parecer inútiles, nuestro pueblo se sentía predispuesto a las falsas lucubraciones mentales, lo mismo que a seguir las nobles aspiraciones del alma. Se creaban sociedades de baile en las que tenían lugar verdaderas bacanales, mientras que los anabaptistas organizaban sus fuerzas de combate. Poderes ocultos impulsaban a muchos hacia el más allá y hacia los milagros. Existía, al propio tiempo, un interés enorme por conocer los secretos y los cultos de la India, de la vieja Persia y de otros países orientales, y fue precisamente esto lo que llevó a mucha gente a pensar que nuestro Círculo, este Círculo tan antiguo, era simplemente una de esas plantas que la moda propaga rápidamente para luego de unos años de vigencia, despreciarlas y tildarlas de absurdas, hasta hacerlas caer en el olvido. Pero para los fieles, para sus discípulos, esto no ' tiene gran importancia.

¡Recuerdo perfectamente aquellos solemnes momentos, cuando, después de un año de prueba, pude presentarme ante la Gran Silla! iniciado por el Orador en el plan del viaje a Oriente, al que desde un principio me entregué: en cuerpo y alma, me interrogaron amablemente acerca de lo que yo esperaba de aquel viaje al país de las maravillas. Enrojecí, pero, sincero y sin el menor titubeo, expuse ante los Superiores reunidos mi deseo de ver a la princesa Fatme con mis propios ojos. El Orador entonces, interpretando los signos de los encapuchados, posó su mano sobre mi frente, me bendijo y pronunció las palabras de ritual que confirmaban mi admisión como hermano del Círculo.

— «Anima pía» — me dijo, y me exhortó a la fidelidad en la creencia, al valor del héroe en el peligro y al amor fraternal.

Preparado concienzudamente durante mi año de prueba, presté juramento, y abjuré del mundo y de sus creencias equívocas. A continuación colocaron en mi dedo el anillo del Círculo, en el que aparecían cinceladas las palabras de uno de los más bellos capítulos de la historia de nuestro Círculo:

En la tierra y en el aire,

en el agua y en el juego,

le están sometidos los espíritus;

su presencia asusta y domina a los monstruos más feroces,

y el mismo Anticristo, temblando se le acerca,

etc., etc.

Una vez admitido, sentí, con gran alegría que se me caía una de las vendas colocadas ante mis ojos, tal como se me había anunciado. Obedeciendo las instrucciones de los superiores, me uní a uno de los grupos de diez que continuamente cruzaban el país para reunirse con la gran cruzada del Circulo. Inmediatamente penetré en uno de los secretos de nuestro viaje. En el acto me percaté de que si bien en apariencia me había sumado a una peregrinación a Oriente, a un viaje concreto y único, en realidad, en el sentido más elevado y genuino, la cruzada a Oriente no era simplemente aquella en la que yo intervenía y no sólo la presente, sino que participaba de una cruzada de los creyentes hacia el Este hacia la patria de la luz, que estaba haciendo su camino desde hacía siglos. Era una marcha eterna hacia la luz y hacia el milagro, y cada uno de nosotros, cada uno de los componentes del grupo, todo nuestro ejército — una simple ola en la eterna marejada de las almas—, era la eterna nostalgia de los espíritus hacia Oriente, hacia la patria. Este conocimiento me atravesó como un rayo, despertando en mi corazón las palabras que había aprendido durante mi año de prueba y que siempre me habían gustado tanto, aunque sin llegar a comprenderlas en realidad, las palabras del poeta Novalis: «¿A dónde vamos? Siempre a casa.»: Entretanto, nuestro grupo había emprendido la marcha. Pronto tropezamos con otros, y cada vez que esto sucedía nos alegrábamos ante el sentimiento de unidad y finalidad comunes. Fieles a las prescripciones, todos vivíamos como peregrinos, sin hacer uso de ninguna de esas instituciones procedentes de un mundo entontecido por el dinero, los números y el tiempo, y que vacían la vida de todo su contenido; me refiero al mundo de las máquinas, tales como los ferrocarriles, los relojes y cosas por el estilo. Otra de nuestras prescripciones, tomada por acuerdo unánime, nos obligaba a visitar y» a honrar todos aquellos lugares y monumentos que tuvieran alguna relación con la vieja historia de nuestro Círculo y sus creencias. Todos los parajes y monumentos sagrados, iglesias, tumbas que encontrábamos por el camino, eran visitadas y festejadas por nosotros. Adornábamos las capillas y los altares con flores, honrábamos las ruinas con canciones o con una muda contemplación, y recordábamos a los muertos con músicas y plegarias. Muchas veces fuimos molestados y ridiculizados por los infieles, pero también otras muchas sucedía lo contrario: los capellanes nos bendecían y nos invitaban a sus mesas; los niños se adherían alegremente a nuestra comitiva, aprendiendo nuestras canciones y despidiéndonos con lágrimas en los ojos cuando llegaba el momento de la partida; algunos ancianos nos descubrían monumentos del pasado olvidados o nos relataban las leyendas de su región; y muchos jóvenes- nos acompañaban durante un trecho de nuestro peregrinaje, a la vez que nos exponían sus deseos de llegar a pertenecer algún día a nuestro Círculo. A todos les dábamos consejos y les explicábamos los primeros ejercicios y las costumbres del noviciado. Los primeros milagros llegaron a nosotros directamente o bien nos enteramos de ellos por relatos o leyendas. Un día — yo todavía era un novicio—, se habló de que en la tienda de nuestros jefes se encontraba de visita el gigante Agramant, quien trataba de convencerles para que nos dirigiéramos a África con el fin de libertar a cierto número de los nuestros que estaban prisioneros de los moros.

Pero el primer hecho mágico que vi realmente con mis propios ojos fue el siguiente:

Habíamos reposado y elevado nuestras plegarias al cielo en una semiderruida capilla de Oberamt Spaichendor. En la única muralla de la capilla que permanecía en pie, había una gran pintura de san Cristóbal. Sobre sus espaldas, diminuto y medio borrado por el tiempo, se veía al Niño Jesús. Nuestros jefes, como solían hacerlo con frecuencia, no dispusieron inmediatamente la ruta que debíamos seguir, proponiéndonos, por el contrario, que nosotros mismos diéramos nuestro parecer sobre el asunto. Del lugar donde se alzaba la capilla partían tres caminos, y nosotros teníamos que decidir. Muy pocos de los nuestros expusieron su opinión o dieron su consejo, y sólo uno señaló concretamente el camino de la izquierda, legándonos fervorosamente que siguiéramos sus indicaciones. Nada dijimos los demás, esperando la resolución de nuestros jefes. Y fue entonces cuando san Cristóbal levantó la tosca vara que sostenía con su mano y señaló hacia la izquierda, tal como nos lo había propuesto el hermano. Contemplamos a éste sin pronunciar palabra alguna; nuestros jefes emprendieron el camino señalado y todos les seguimos silenciosos y rebosantes de la más profunda alegría.

Hacía poco que habíamos emprendido nuestra marcha a través de Suabia, cuando percibimos la influencia de un poder oculto con el que no contábamos y cuyo ascendiente sobre nosotros duró largo tiempo, sin que lográsemos averiguar jamás si se trataba de una influencia nefasta o favorable. Era el poder de los guardadores de la corona, quienes, desde tiempo inmemorial, cuidan del recuerdo y de la herencia de los Hohenstaufen. Ignoro si nuestros jefes sabían más de lo que denotaban saber o si tenían instrucciones especiales. Tan sólo puedo afirmar que en diversas ocasiones recibimos de aquel poder estímulos y advertencias, como la vez en que encontrándonos en una colina del camino hacia Bopfingen, vino a nuestro encuentro un anciano cubierto con una armadura; con los ojos cerrados, movió su canosa cabeza y desapareció de súbito sin dejar rastro visible. Nuestros jefes tuvieron en cuenta la advertencia, dimos la vuelta inmediatamente y no pasamos por Bopfingen. A esta escena muda sucedió otra más expresiva en las cercanías de Urach. Un emisario de los guardadores de la corona apareció, como surgido del suelo, en la tienda de nuestros jefes, y con promesas y amenazas intentó convencerles para que nuestro grupo entrara al servicio de los Staufen, a fin de preparar conjuntamente la conquista de Sicilia. Dicen que, al rechazar nuestros jefes abiertamente tal proposición, el emisario lanzó una terrible maldición sobre nuestro Círculo y sobre nuestra cruzada. Mencionó aquello que entre nosotros mismos sólo nos atrevíamos a comentar en voz baja; los jefes jamás hicieron la menor alusión a estos hechos. De todos modos, creo muy probable que fueran nuestras relaciones poco amistosas con los guardadores de la corona las que motivaron el que durante cierto tiempo nuestro Círculo gozase de la inmerecida fama de ser una sociedad secreta que trataba de conseguir la restauración de la monarquía.

En cierta ocasión pudo ver cómo uno de nuestros camaradas se arrepentía, pisoteaba su juramento y volvía de nuevo a la incredulidad. Se, trataba de un hombre joven, a quien yo apreciaba bastante. El motivo personal que le había impulsado a emprender el viaje a Oriente era su deseo de conocer la tumba del profeta Mahoma, del cual había oído decir que, debido a un poder mágico, permanecía suspendida en el aire. En una de aquellas pequeñas ciudades suabias o alemánicas donde permanecimos unos días porque una oposición entre Saturno y la Luna nos impedía proseguir la marcha, tropezó este infeliz, que desde hacía algún tiempo se mostraba triste y oprimido, con uno de sus antiguos profesores, por el que había sentido siempre, desde sus años de escolar, un gran afecto. El viejo maestro consiguió presentarle nuestra causa tal como se les aparece a los infieles. El pobre hombre, luego de una visita al profesor, regresó a nuestro campamento presa de una terrible excitación y con el rostro descompuesto. Comenzó a gritar delante de la tienda de nuestros jefes, y cuando apareció el Orador, arremetió contra él vociferando que ya estaba harto de seguir la estúpida cruzada que, jamás nos llevaría a Oriente, harto de tener que interrumpir durante días enteros nuestro viaje por necias combinaciones astrológicas, cansado de la ociosidad, de los desfiles infantiles, dé las fiestas florales, de aquel darse importancia con la magia y de la absurda combinación de vida y de poesía; harto de todo ello. Arrojó el anillo a los pies de los jefes y se despidió para coger el acreditado ferrocarril y reintegrarse al trabajo útil y a su patria. Resultó un espectáculo triste y angustioso, ante el que nuestros corazones se sintieron oprimidos por la vergüenza y la compasión hacia el ofuscado. El Orador le escuchó amablemente, se inclinó para recoger el anillo y dijo con una voz serena, que debió de avergonzar al infiel:

— Te has despedido de nosotros y volverás, por lo tanto, al ferrocarril, a la razón y al trabajo útil. Te has despedido de nuestro Círculo, te has despedido de nuestra marcha hacia Oriente, de la magia, de las fiestas florales, de la poesía. Eres libre; te has desligado de tu juramento.

— ¿También de la obligación del silencio? — gritó el infiel en tono violento.

— También de la obligación del silencio — le respondió el Orador —. Recuerda: hiciste juramento de silenciar los secretos del Círculo ante los infieles. Y si, como parece, has olvidado el secreto, no podrás comunicárselo a nadie.

— ¿Que yo he olvidado algo? ¡No he olvidado nada! — replicó el joven.

Pero se le notaba vacilante, y cuando el Orador le volvió la espalda para penetrar de nuevo en la tienda, emprendió rápidamente la huida.

Nos causó mucha pena la deserción. Pero aquellos días estuvieron tan repletos de acontecimientos, que lo olvidé todo con asombrosa rapidez. Tiempo después, cuando ya nadie pensaba en aquel muchacho, los habitantes de los pueblos y de las ciudades que atravesábamos nos fueron dando noticias del descarriado. Decían que habían visto a un joven — nos lo describían exactamente tal como era e incluso sabían su nombre—, que nos andaba buscando por todas partes. Primero, les decía que formaba parte de nuestro grupo y que se había rezagado, perdiendo todo contacto con nosotros. Pero luego rompía a llorar y confesaba que se había vuelto infiel y desertado, si bien ahora comprobaba que le era imposible vivir fuera de nuestro Círculo; quería y tenía que encontrarnos de nuevo para postrarse de hinojos ante nuestros jefes y pedirles perdón. Aquí y allá, por todas partes nos contaban la misma historia; a cualquier sitio que llegáramos nos daban noticias del infeliz. Entonces le preguntamos al Orador que opinaba él y lo que sucedería con el joven.

— No creo que nos encuentre — respondió el Orador secamente.

Y así fue. Jamás nos encontró; nunca más volvimos a verle.

Un día, en el transcurso de una charla confidencial con uno de nuestros jefes, me armé de valor y le pregunté qué ocurriría con aquel hermano que nos había sido infiel.

— Está arrepentido y nos busca — dije yo —. Debería ayudársele a reparar su falta, seguros de que, en adelante, será el hermano más fiel del Círculo.

El jefe opinó:

— Será una gran alegría para nosotros si encuentra el camino. Pero nosotros no se lo podemos allanar. El mismo ha colocado ante sí grandes dificultades para que pueda recuperar la creencia, y temo que, aunque pase muy cerca de nosotros, no nos reconozca. Se ha tornado ciego. El arrepentimiento por sí solo no sirve de nada; no se puede conseguir el perdón por el arrepentimiento, el perdón no se puede comprar con nada de este mundo. Lo mismo ha sucedido ya con otros muchos hombres; grandes y célebres personajes siguieron el mismo camino que este joven. En su juventud fueron súbitamente iluminados por la luz, vislumbraron la verdad y siguieron su estrella, pero llegó la razón y con ella la burla del mundo, la cobardía; sufrieron fracasos, cansancio y desengaños y se extraviaron de nuevo, tornándose ciegos. Algunos de ellos han pasado toda su vida buscándonos sin poder dar con nosotros y al final lanzaron al mundo la consigna de que nuestro Círculo era sólo una bonita leyenda, aunque desgraciadamente falsa, y por la que el hombre no debía dejarse seducir. Qtros se convirtieron en enemigos violentos nuestros, difamando y haciendo todo el daño posible a nuestro Círculo.

Cada vez que tropezábamos con algún otro grupo del gran ejército de nuestro Círculo, vivíamos unos días maravillosos, pletóricos de entusiasmo. En el campamento se reunían a menudo centenares de millares de fieles. Esto se debía a que nuestra cruzada no avanzaba en un orden concreto, formando una columna cerrada y en una sola dirección. Por el contrario, había infinitos grupos en caminos al mismo tiempo, y cada uno seguía a sus jefes y a su estrella; cada uno de estos grupos estaba dispuesto en todo momento a integrarse en una agrupación mayor y figurar algún tiempo en la misma, como también a seguir completamente solos la ruta. Incluso había algunos fieles que hacían solitarios su camino. Yo mismo marché a trechos solo cuando una señal o llamamiento me indicaba que debía seguir aislado de los demás.

Me acuerdo con todo detalle de un escogido grupo junto con el que caminamos un día entero y con el que acampamos. Sus componentes se habían propuesto rescatar a nuestros hermanos, así como a la princesa Isabel, que se hallaba en poder de los moros. Se decía que poseían el cuerno de Hüon y entre ellos se encontraba mi amigo el poeta Lauscher y los pintores Klingsor y Paul Klee; no hablaban más que de África y de la princesa cautiva, y su biblia era el libro de las hazañas de Don Quijote, en cuyo honor pensaban emprender el camino a través de España.

Siempre constituía un placer tropezar con un grupo así de amigos, convivir con ellos, asistir a sus fiestas, invitándoles a su vez a las nuestras; escuchar sus hazañas y sus planes, bendecirles cuando partían y saber que seguirían adelante su camino, como nosotros el nuestro. Cada uno tenía un ideal, un deseo puro que cobijaba en lo más íntimo de su corazón y, a pesar de ello, todos formábamos parte de la gran cruzada, teníamos el mismo profundo respeto hacia la misma creencia y habíamos prestado igual juramento. Encontré a Jup, que pensaba hallar la felicidad de su vida en Kaschmir; conocí a Collofino, el mago del humo, que recitaba su párrafo predilecto del aventurero Simplizzisimus; vi a Luis el Cruel, cuyo sueño estribaba en llegar a plantar un jardín de olivos en Tierra Santa y tener esclavos; iba cogido del brazo de Anselmo, que buscaba el lirio azul de su juventud. Encontré y amé a Ninón, conocida por la Extranjera, cuyos negros ojos brillaban bajo sus negros cabellos; tenía celos de Fatme, la princesa de mis sueños, aunque seguramente era Fatme sin ella saberlo. De la misma manera que nosotros ahora, antaño habían caminado los peregrinos, los emperadores y los componentes de las Cruzadas para liberar la tumba del Salvador o para estudiar la magia de los árabes; habían seguido el mismo camino caballeros españoles y sabios alemanes, monjes irlandeses y poetas franceses.

Como yo era violinista y narrador de cuentos de profesión, tenía a mi cargo el cuidado de la música en nuestro grupo, y fue entonces cuando descubrí que una época grande eleva al individuo insignificante y aumenta sus poderes. No sólo tocaba el violín y dirigía nuestros coros, sino que me dedicaba también a coleccionar viejas canciones y motivos corales, escribía madrigales para seis y ocho voces y los ensayaba en mi grupo. Pero no es esto lo que quiero contar ahora.

Muchos de mis camaradas y de mis superiores llegaron a serme en extremo queridos. Pero ninguno de ellos, aunque por aquel entonces parecía llamar muy poco mi atención, ocupó más tarde mi recuerdo tan profundamente como Leo. Leo era uno de nuestros criados, los cuales, naturalmente, eran todos voluntarios, como nosotros. Nos ayudaba a llevar el equipaje y muy a menudo prestaba servicios personales al Orador. Este hombre, que pasaba siempre inadvertido, poseía algo tan agradable en toda su persona que se hacía querer por todos. Realizaba alegremente su trabajo, silbando o cantando casi sin interrupción, y sólo hacía acto de presencia cuando se le necesitaba; en fin, era el criado perfecto. También los animales le querían; casi siempre llevábamos con nosotros un perro que había seguido a Leo; Leo sabía, además, domesticar a los pájaros y atraer a las mariposas. Lo que a él le impulsaba hacia Oriente era el deseo de aprender el lenguaje de los pájaros por medio de las claves de Salomón. Al lado de varios miembros de nuestro Círculo, que prescindiendo de su valor personal y de su fidelidad a la organización, tenían algo de exagerados, de extraños, de solemnes o de fantásticos, Leo destacaba por su carácter sencillo y natural, con sus mejillas siempre sonrosadas y su modo de ser alegre y modesto a la vez.

Lo que más dificulta mi narración es sin duda la gran diversidad de recuerdos. Ya he dicho que a veces nuestro pequeño grupo marchaba solo, pero que otras formábamos una masa ingente al extremo de constituir en ocasiones un verdadero ejército. También he hecho constar que cubrí algunas jornadas en compañía de escasos camaradas, o solo por completo, sin tienda, sin jefe, sin Orador. Otra dificultad es, y grande, que no sólo cruzábamos espacios, sino también épocas. Marchábamos hacia Oriente, pero al mismo tiempo penetrábamos también en la Edad Media o en la Edad del Oro, cruzábamos Italia o Suiza, pero en ocasiones acampábamos en pleno siglo x, junto con los patriarcas o las hadas. En la época de mi peregrinaje solitario, hallé a menudo personas y países de mi vida pasada. Me paseaba con una antigua novia por las orillas del Rin superior, bebía vino con unos amigos de juventud en Tubingen, en Basilea o en Florencia, o era un escolar que hacía excursiones con los compañeros de clase para cazar mariposas o buscar lagartijas. Entre los compañeros de viaje recuerdo también a los personajes de mis libros favoritos: Almanzor y Parsifal montaban a, caballo a mi lado, y también Witiko o Goldmundo, Sancho Panza y los Barkemidas, que me invitaron a marchar con ellos. Cuando tropezaba de nuevo con nuestro grupo, cuando volvía a escuchar las canciones de nuestro Círculo y acampaba ante la tienda de los jefes, entonces veía con diáfana claridad que mi retorno a la infancia o mi paseo con Sancho Panza pertenecían necesariamente a aquel viaje; ya que nuestro objetivo no tan sólo era Oriente, o, mejor dicho, nuestro Oriente no sólo era un país y un concepto geográfico, sino la patria y la juventud del alma, la inmensidad y la nada, el conjunto de todos los tiempos. Pero esto sólo lo comprendía muy de tarde en tarde y en ello estribaba precisamente mi felicidad; en no disfrutar de ella de continuo. Había instantes en que de mí espíritu desaparecía esta sensación inefable, y, aunque lograse abarcar todos sus detalles éstos perdían el significado y el sentido anteriores. Me sucedía algo así como cuando se pierde algo muy bello e irrecuperable y nos parece despertar de un sueño. En mi caso este sentimiento era exacto. Mi felicidad residía realmente en el mismo secreto que constituye la felicidad de los sueños: la libertad de vivir todo lo imaginable simultáneamente, sin cambiar el interior y el exterior, apartando el tiempo y el espacio como simples decorados. Así como cruzábamos el mundo sin valemos de coches ni de barcos, del mismo modo que convertíamos el mundo destrozado por la guerra en un paraíso, de idéntica manera conjurábamos el pasado, el futuro y lo poético en el presente.

En Suabia, junto al Bodensee, en Suiza, por cualquier lugar que pasábamos, tropezábamos con gentes que nos comprendían y que de un modo u otro agradecían nuestra presencia, congratulándose de que nuestro Círculo existiera y de que lleváramos a cabo la cruzada a Oriente. Y así, en medio de los tranvías y las casas de Banco de Zurich, nos encontrarnos con Hans C, el descendiente de los noachidas, el amigo de las artes, que conducía valerosamente el arma de Noé guardada por unos cuantos perros muy viejos que atendían todos por el mismo nombre. Y estuvimos en Winterthur — un piso debajo del gabinete mágico de Stoecklin—, visitando el templo chino, y vimos, al pie de la diosa de bronce, arder los palitos de humo mientras escuchábamos el profundo sonido del gong junto al suave tañir de la flauta que tocaba el rey negro. Otra vez, junto al Sonnenberg, encontramos Suon Mali, una colina del rey de Siam, donde, ante los Budas de piedra y de hierro, ofrecimos nuestras plegarias y nuestros sacrificios.

Pero uno de los acontecimientos más bellos, fue sin duda la fiesta que dio nuestro Círculo en Bremgarten, rodeados por una estrecha aura mágica. Recibidos por los dueños del castillo, Max y Tilly, nos extasiamos con Othmar, que interpretó obras de Mozart en el piano de cola, y recreamos nuestra vista en el jardín poblado de papagayos y otras aves parladoras. Al lado del manantial cristalino oímos cantar al hada Armida, y junto a la grave cabeza del mago Longus contemplamos el amable rostro de Heinrich von Ofterdingen. Por los jardines se paseaban los pavos reales, y Luis conversó en español con el gato con botas, mientras que Hans Resom, conmovido por el juego de máscaras de la vida, prometió emprender una peregrinación a la tumba de Carlos V. Fue uno de los mayores triunfos de nuestro viaje: habíamos llevado con, nosotros la ola mágica. Los indígenas alababan de rodillas la belleza; el dueño del castillo recitó una poesía que enaltecía nuestras hazañas; junto a las murallas del castillo nos escuchaban los animales del bosque y por el río se deslizaban, en solemne procesión, los peces, a quienes obsequiamos con pasteles y vino.

Naturalmente, estos sucesos sólo pueden impresionar a aquellas personas que estén poseídas por nuestro mismo espíritu. Por esto tal vez los hechos relatados suenen pobres y necios en los oídos profanos; pero todos y cada uno de los que vivimos aquellos días mágicos de Bremgarten, podrían confirmar cuanto he dicho, añadiendo por su cuenta mil detalles a cual más bello. Siempre recordaré aquellos días: el reflejo de las colas de los pavos reales en los árboles cuando se mostraba la luna; el brillo de las sirenas junto a las bronceadas rocas de la orilla del río; la figura enjuta de Don Quijote montando la primera guardia bajo los castaños; el brillo de los últimos cohetes por encima de la torre del castillo, bajo el manto negro de la noche; detalles maravillosos que jamás olvidaré. También recuerdo a mi colega Pablo, coronado de rosas, que tañía la flauta persa ante un grupo de muchachas. ¡Oh, quién podía sospechar entonces que nuestro Círculo mágico se desharía tan pronto, que casi todos nosotros — ¡yo también, también yo! — nos extraviaríamos de nuevo en los silenciosos desiertos de la realidad, del mismo modo que los empleados y los comerciantes, después de una bulliciosa fiesta o de una excursión dominguera, vuelven, sombríos y serios, a inclinarse sobre su tarea, reintegrándose a los quehaceres cotidianos!

Pero durante aquellos días a ninguno de nosotros se le ocurrieron tales pensamientos. El perfume de las lilas penetraba en mi dormitorio, situado en la torre del castillo. A través de los árboles oía murmurar al río. Yo me deslizaba por la ventana, y rebosante de felicidad y nostalgia, en la profundidad de la noche, pasaba frente al caballero que montaba la guardia, y me dirigía, sin prestar atención a la gente, a la orilla del río, allí donde el rumor de las aguas era más sonoro. Sirenas blancas y deslumbrantes salían a mi encuentro y con ellas me sumergía en un mundo de cristal, donde jugábamos con las coronas y cadenas de oro de sus tesoros. Cuando volvía a salir de aquellas brillantes profundidades y ganaba la orilla a nado tenía la sensación de que habían transcurrido muchos meses y, no obstante, percibía de nuevo, en el jardín, lejano, el sonido de la flauta de Pablo. La luna pendía muy alta aún en el firmamento, y veía a Leo con su cara infantil, resplandeciente de alegría, que jugaba con perros blancos. Más allá encontraba a Longus, sentado entre los árboles, con un libro de hojas de pergamino sobre las rodillas, absorto en la tarea de anotar signos griegos y hebreos: palabras de las cuales surgían dragones y se alzaban serpientes de múltiples colores. No me veía, y continuaba dibujando su mágica escritura de dragones y serpientes. Durante largo rato contemplaba por encima de su hombro las páginas abiertas del libro y asistía al espectáculo que ofrecían aquellos monstruos que nacían y se perdían en el oscuro bosque:

— ¡Longus — murmuraba en voz baja—, querido amigo!

No me oía; se encontraba muy lejos de mi mundo, estaba abstraído. Más allá paseaba Anselmo bajo los árboles, un lirio en la mano, contemplando, fijo y sonriente, el cáliz violeta de la flor.

Algo que ya había observado con anterioridad en el transcurso de nuestro viaje, aunque sin llegar a meditar profundamente sobre ello, volvió a llamarme la atención durante los días de Bremgarten.

Había entre nosotros numerosos artistas, pintores, músicos y poetas; entre nosotros estaba el brillante Klingsor. y el inquieto Hugo Wolff, el conciso Lauscher y el profundo Brentano. Pero aunque todos estos artistas, o buena parte de ellos, eran personas sumamente vivaces o agradables, los personajes inventados por ellos resultaban, sin excepción, mucho más vivos, bellos y alegres, y, en cierto modo, más exactos y reales que sus mismos creadores. Pablo aparecía, en su alegre ingenuidad, lleno de vida, tocando su flauta, mientras que su poeta, cual una sombra, vagaba silencioso junto a la orilla del río buscando la soledad. Inquieto y bastante embriagado, Hoffmann andaba entre los invitados hablando sin cesar, pequeño, extraño y, como todos sus colegas, se mostraba impreciso, difuminado, en tanto que el archivero Lindhorst, que para bromear se hacía pasar por un dragón, lanzaba auténtico fuego por la boca y resoplaba como una fragua. Pregunté a Leo por qué razón los artistas aparecían en aquella penumbra, mientras que sus creaciones resultaban mucho más reales. Leo me contempló extrañado; depositó en el suelo al perrito que llevaba en brazos y respondió:

— Con las madres ocurre lo mismo. Cuando han parido a sus hijos y les han dado su leche, su belleza y su fuerza, pierden importancia y ya nadie pregunta por ellas.

— Pero eso es muy triste — respondí yo, sin meditar mucho sobre el asunto.

— Yo creo que no es más triste que todo lo demás — contestó Leo —. Tal vez sea triste, pero también es hermoso. La ley lo exige así.

— ¡La ley? — pregunté con repentina curiosidad —. ¿Qué ley, Leo?

— La ley del sacrificio. Quien quiera vivir largo tiempo, ha de estar dispuesto al sacrificio. Pero quien quiera mandar, no vivirá mucho tiempo.

— ¿Por qué entonces hay tantas personas que ambicionan el poder?

— Porque no lo saben. Hay muy pocos que hayan nacido para mandar, y éstos viven sanos y alegres. Pero los otros, los que sólo por su ambición han llegado al poder, éstos terminan en la nada.

— ¿En qué nada, Leo?

— Por ejemplo, en los sanatorios.

Comprendí muy poco de lo que dijo, pero las palabras quedaron grabadas en mi memoria, despertando en mi corazón la sospecha de que Leo sabía muchas cosas, que tal vez supiese mucho más que nosotros, que éramos sus señores.

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