Desde que escribí lo anterior no he cesado de meditar sobre mi intento, tratando de llevarlo a feliz término. Por desgracia, no he dado aún con una solución; me encuentro frente al caos. Pero me he jurado no ceder, y mi propósito irrevocable me ha llevado a vislumbrar, durante brevísimos instantes, la imagen de un recuerdo que me ilumina como un súbito rayo de sol. Recordé que, igual que ahora, albergaba en mi corazón los mismos sentimientos de duda cuando emprendimos la cruzada a Oriente; también entonces abordamos una empresa al parecer imposible, también entonces avanzamos a través de la oscuridad, sin rumbo determinado y sin las menores perspectivas. A pesar de ello, brillaba en nuestro corazón, más fuerte que cualquier realidad o cualquier posibilidad, la fe en el sentido y en la necesidad de nuestra aventura. Como un escalofrío me sacudía la añoranza de aquellos sentimientos, y en tales instantes todo lo veía claro, y de nuevo todo me pareció posible.
Suceda lo que suceda: he decidido llevar a término mi intento. Aunque tuviese que empezar mi inenarrable historia una y otra y cien mil veces de nuevo, para acabar abocado al mismo abismo, mil veces tornaría a la fatigosa tarea; y aunque las imágenes no formasen un conjunto con sentido propio, siempre trataría de retener con tanta fidelidad como me fuera posible cada partícula de estas imágenes, recordando el primer principio de nuestra gran época, en la que todavía hoy sea posible: no contar nunca, no dejarse engañar nunca por causas razonables, considerar siempre la fe viva más fuerte que la fría realidad., He de reconocer sinceramente que, entretanto, ya he realizado un intento para aproximarme de un modo práctico y razonable a mi objetivo. He visitado a un amigo de juventud que vive aquí, en la ciudad. Se llama Lukas y es director de un periódico de la localidad. Lukas tomó parte en la Guerra Mundial y ha escrito un libro sobre el tema, que ha tenido bastante éxito. Me recibió amistosamente y mostró una evidente alegría al volver a ver a un antiguo compañero de colegio. He sostenido dos largas conversaciones con él.
Intenté hacerle comprender de lo que se trataba. Para ello prescindí de todos los rodeos. Le conté que había sido uno de los participantes en aquella gran empresa, de la que sin duda debía tener noticias, el llamado «Viaje al Oriente» o la «Cruzada del Círculo», o como quiera que entonces fuera denominada nuestra gran empresa por la opinión pública.
— ¡Oh, sí! — dijo sonriendo con amable ironía.
Naturalmente que se acordaba de ello; entre sus amigos se conocía nuestra curiosa aventura con el nombre poco respetuoso de «la cruzada de los niños». Por supuesto, no habían tomado muy en serio nuestras empresa, comparándola con una manifestación teosófica o un movimiento para la unión de todos los pueblos. De todos modos, les habían producido un cierto asombro algunos de los éxitos alcanzados, conmoviéndoles las noticias de nuestra heroica marcha a través de la Suabia superior, nuestro triunfo en Bremgarten, la rendición del pueblo de Tessino e, incluso, alguna vez habían pensado, si no sería posible encauzar nuestro movimiento y ponerlo al servicio de una política republicana. Desgraciadamente, todo pareció esfumarse en el aire; muchos de los jefes abandonaron más tarde la empresa como si se sintieran avergonzados de haber pertenecidos a ella, y no querían ya ni recordarla. Desde entonces, las noticias fueron cada vez más escuetas y contradictorias. A la vista de la situación, habían archivado el asunto, no preocupándose más de él y olvidándolo como a tantos otros movimientos políticos, religiosos o artísticos de los años de la posguerra, época propicia al nacimiento de toda suerte de sociedades secretas con esperanzas y aspiraciones mesiánicas, pero que indefectiblemente caían en el olvido sin dejar el menor rastro.
Su punto de vista era claro: opinaba como un benévolo escéptico. Lo mismo que Lukas debían de pensar sobre el Círculo y su viaje a Oriente todos aquellos que, sin haber tomado parte en la gran empresa, hubieran oído mencionar su historia. No era mi intención convertir a Lukas; de todas formas, le di unas cuantas informaciones aclaratorias; por ejemplo, le expliqué que nuestro Círculo no era un producto esporádico de la posguerra, sino un movimiento salvador permanente que cruzaba la historia de la Humanidad, a veces de un modo subterráneo, pero siempre continua e ininterrumpidamente; que ciertas fases de la Guerra Mundial no fueron más que unas etapas en la historia de nuestro Círculo, y, además, que Zoroastro, Lao-Tsé, Platón, Xenofonte, Pitágoras, Alberto el Magno, Don Quijote, Tristán Shandy, Novalis, Baudelaire, habían sido cofundadores y miembros de nuestro Círculo.- Sonrió con la sonrisa característica que yo conocía de sobra.
— Bien — le dije —. No he venido para instruirle, sino para aprender. Tengo el firme propósito de pergeñar un breve relato de nuestro viaje, ya que escribir con todo detalle la historia de nuestro Círculo es tarea que sobrepasa mis fuerzas y para la que se precisaría un ejército de sabios profundamente documentados. Ahora bien; por más esfuerzos que realizo no consigo acercarme a mi objetivo. No se trata aquí de capacidad literaria; creo poseerla, aunque, por otra parte, no tenga ambiciones de este tipo. Se trata de lo siguiente: la realidad, aquella realidad que viví con mis compañeros, ya no existe, y aunque los recuerdos de ese viaje constituye lo más valioso y vivo de mi existencia, los veo tan lejanos a mí que los sucesos que rememoran se me antojan ocurridos en otro planeta o en otros siglos, algo así como sueños fruto del delirio.
— Ya conozco esa sensación — exclamó Lukas vivamente, y noté que empezaba a interesarle mi charla —. ¡Oh! También yo la he experimentado al intentar revivir mis experiencias como combatiente de la Gran Guerra. Creí haber vivido la guerra de una manera fiel y exacta, estaba sobrecargado de imágenes, la cinta de la película en mi cerebro parecía tener muchos kilómetros de largo. Pero cuando me senté en una silla, ante la mesa, debajo de un techo, cuando cogí la pluma entre mis dedos, entonces los pueblos y bosques arrasados, la miseria y la grandeza, el miedo y el valor, los vientres y los cráneos destrozados, el terror a la muerte y el humor, todo esto me pareció de pronto tan lejano como un sueño que no tuviera relación con nada real y al que no me era posible asir. Usted sabe que, a pesar de todo, he escrito un libro sobre la guerra, y que este libro ha sido leído y bastante comentado. Pues bien: no creo que diez libros de éstos, aunque fueran más detallados y estuviesen mejor escritos, pudieran dar al lector mejor predispuesto una idea aproximada de lo que fue la guerra si el lector no participó en ella. Y no son tantos los que la han vivido. Bastantes de los que «participaron» en ella no la vieron. Por otra parte, muchos, aunque la hayan vivido… la han olvidado. Tal vez porque al hombre, junto con la apetencia de vivir, le domina el ansia, tan fuerte como aquélla del olvido.
Enmudeció de pronto. Ahora estaba cabizbajo y meditabundo. Las palabras que había pronunciado confirmaban mis propias experiencias y pensamientos. Con suma preocupación pregunté pasado un tiempo:
— Pero, ¿cómo le fue posible a usted, a pesar de todo lo que dice, escribir su libro?
Meditó un momento, de regreso de sus propios pensamientos.
— Logré escribir el libro — repuso simplemente— porque el libro era necesario. Tenía que escribir el libro o desesperarme; era la única posibilidad de salvación ante la nada, ante el caos, ante el suicidio. Bajo esta presión comencé mi trabajo, el cual me ha proporcionado la salvación que buscaba, sencillamente por esto, porque el libro ha sido escrito. Poco me importa si es bueno o malo; esto es secundario. Mientras escribía no pensaba en los lectores, sino en mí mismo, o, de vez en cuando, en algún compañero de armas. Pero nunca paré atención en aquellos que viven todavía, sino en los que cayeron para siempre en los campos de batalla. Mientras escribía el libro parecía un hombre que delirara o un demente, rodeado por tres o cuatro muertos con los cuerpos destrozados. Así fue creado mi libro.
Guardó un breve silencio y, de repente, dio un imprevisto remate a esta nuestra primera entrevista:
— Perdóneme usted, no le puedo decir nada más. No; ni una palabra, ni una sola palabra más… Ni puedo, ni quiero. ¡Hasta la vista!
Y me acompañó hasta la puerta.
En el curso de nuestra segunda charla se manifestó seguro de sí mismo y tranquilo, volvió a mostrar aquella su sonrisa irónica y pareció tomarse cierto interés por mi intento, que aseguraba comprender muy bien. Me dio unos cuantos consejos que me han ayudado bastante. Y, por último, sin concederle gran importancia, al final de nuestra segunda charla, me dio un consejo:
— Escúcheme; observo que siempre vuelve al episodio del criado Leo, que parece haberse convertido para usted en una idea fija. No me gusta eso, que puede convertirse en un impedimento que obstaculice sus propósitos. Líbrese de ese recuerdo: arrójelo por la borda.
Quise replicarle que sin ideas fijas no se pueden escribir libros, pero él no me escuchaba. Y, sin responderme, me asustó al hacerme esta pregunta inesperada:
— ¿Se llamaba realmente Leo?
El sudor perlaba mi frente.
— Claro que sí — respondí —. Seguro que sollamaba Leo.
— ¿Y de nombre?
Ahora dudé.
— No; de nombre se llamaba…, se llamaba… No lo recuerdo, lo he olvidado. Leo era un apellido, todos le llamábamos así…
Continué hablando. Entretanto, Lukas había cogido un grueso volumen que estaba encima de su mesa de escritorio y lo hojeaba. Con asombrosa rapidez encontró lo que buscaba. Su dedo índice se posó sobre una de las páginas. Era una guía de direcciones. Allí donde señalaba su dedo, vi escrito el nombre de Leo.
— Mire usted — me dijo sonriendo—: aquí tenemos ya a un Leo. Andrés Leo, Seilergraben 69 A. El nombre es bastante raro; tal vez este Leo sepa algo sobre el que usted conoció. Vaya a verle; quizá le explique algo de lo que usted busca. Yo no puedo hacer más, dispongo de muy poco tiempo, perdóneme. Me he alegrado mucho…
Cuando cerraron la puerta detrás de mí, permanecí inmóvil, lleno de asombro y estupor. Lukas tenía razón; él no podía hacer más.
Aquel mismo día me dirigí a la Seilergraben, busqué la casa e inquirí noticias sobre el tal Andrés Leo. Vivía en una habitación del tercer piso. Todas las noches y los domingos durante todo el día acostumbraba permanecer en casa; el resto de la semana trabajaba. Era manicuro y callista, y también daba masajes; asimismo fabricaba cremas y brebajes medicinales, y cuando tenía poco trabajo, en las épocas malas, se dedicaba a cortar el pelo a los perros ya adiestrarlos. Cuando entré en casa tenía la intención de no entrevistarme jamás con aquel individuo o, por lo menos, de no hablarle jamás de mis intenciones. De todas formas sentía una viva curiosidad por conocerle. Desde entonces, han sido mucho los días que he pasado frente a su casa con la esperanza de conocerle. Hasta ahora no he conseguido verle. Pero no desespero. Y hoy volveré allí con la esperanza de tropezármelo, a fin de ver el rostro de Andrés Leo.
¡Ay! Todo este asunto está conduciéndome a la desesperación y, al mismo tiempo me hace feliz, o por lo menos, me excita, me pone en tensión. Me parece que mi vida vuelve a adquirir cierto significado y esto es precisamente lo que tanto precisaba en los últimos tiempos.
Es muy posible que los psicólogos tengan razón al derivar toda la actuación humana de los instintos egotistas. Sin embargo, no acabo de comprender del todo cómo un hombre que durante toda su vida sirve a una idea y renuncia a las diversiones y al bienestar y se sacrifica, actúe impulsado por el mismo resorte que mueve a otros a tratar con esclavos y con municiones y que sólo invierte sus ingresos en su bienestar particular. Presiento que si discutiera con uno de esos psicólogos saldría perdiendo y que al fin conseguiría convencerme, ya que los psicólogos son de esa clase de hombres que siempre tienen razón. Por mi parte, pueden tenerla. Ahora pienso que todo aquello que yo consideré tan bello y sublime, y por lo que siempre me sacrifiqué, ha sido solamente producto de un deseo egoísta. En mi intento de narrar nuestro viaje a Oriente, mi egoísmo aparece cada día más evidente; al principio creía que dedicaba mi esfuerzo al servicio de una noble causa; mas poco a poco, se afirma en mí la idea de que en la descripción del viaje no me guía otra intención que la que impulsó al señor Lukas a escribir su libro de guerra: salvar mi vida dándole de nuevo un sentido.
¡Si cuando menos viera el camino a seguir! ¡Si cuando menos diera un paso adelante!
Recuerdo ahora las palabras de Lukas: «Arroje a Leo por la borda, libérese de Leo.» Y pienso que de la misma manera podría arrojar mi cabeza o mi estómago enfermos por la borda para liberarme de ellos.
¡Dios mío, ayúdame!