Capítulo cuarto

De nuevo lo contemplo todo bajo una luz distinta aunque no sé todavía si esto me servirá de estímulo o no en mi intento. He visto algo, he tropezado con algo que nunca hubiera soñado encontrar… Pero, ¿no lo estaba esperando? ¿No lo presentía? ¿No lo deseaba y lo temía al mismo tiempo? Realmente… A pesar de todo, resulta maravilloso e increíble.

He paseado veinte veces o más por la Seilergraben a las horas que me parecían más adecuadas. He vagado muchas veces frente a la casa número 69 A, dominado siempre por el mismo pensamiento: «Lo intentaré otra vez, y si no logro verle hoy, no volveré nunca más por aquí.»

Pues bien, volví; y anteayer por la noche vi colmados mis deseos. Pero, ¡de qué manera!

Conozco una por una todas las grietas de aquella fachada de color gris verdoso. Cuando me acerqué a la casa oí a través de una de las ventanas superiores silbar la melodía de una canción o de un baile, una melodía popular que estaba en boga. Todavía no sabía nada. Yo la escuchaba con una especie de vaga añoranza, cuando el recuerdo empezó a despertar lentamente en mi interior. Era una música trivial, pero sus notas sonaban en mis oídos tan dulces, tan suaves y tan delicadas, que me parecía estar escuchando el canto de algún pájaro maravilloso. Absorto, permanecía de pie saboreando la melodía, sintiendo que algo trataba de desprenderse de mi interior. No creo que pensara en nada. Si acaso, intuía que aquel hombre que sabía silbar de un modo tan prodigioso debía de ser por fuerza muy feliz y merecedor del mayor efecto. Escuché como hechizado durante unos minutos en medio del callejón. Un anciano de rostro demacrado y enfermizo pasó por delante de mí. Me miró, escuchó unos momentos y luego sonrió comprensivo, al tiempo que reanudaba su camino. Aquel viejo de ojos cansados parecía querer decirme:

— Haces bien en escuchar; eso no se oye todos los días.

Sentí que se alejara. Su mirada había puesto alegría en mi corazón. Durante aquellos segundos comprendí que aquella melodía representaba la culminación de todos mis deseos, y me dije que aquel hombre no podía ser otro que Leo.

Oscurecía, pero en ninguna de las ventanas brillaba aún la menor luz. La melodía, con sus ingenuas variaciones, había terminado ya. «Ahora encenderán la luz», pensé. Pero allá arriba todo permanecía a oscuras. Oí que se abría una puerta y al mismo tiempo sentí pasos en la escalera. La puerta de la calle se abrió lentamente y salió alguien cuyo andar tenía las mismas características que la melodía: era un andar ligero, juguetón, aunque elástico, sano y juvenil. El hombre, pequeño y esbelto, iba destocado y silbaba. En aquel preciso instante le reconocí: era Leo, nuestro estimado compañero de viaje, nuestro fiel criado Leo, el que hacía diez años o más había desaparecido en aquel funesto desfiladero, y cuya ausencia nos llenó a todos de preocupación y desconsuelo. En aquel momento de alegría me hubiera abalanzado sobre él para abrazarle. Recordé la cantidad de veces que le había oído silbar durante nuestro viaje a Oriente. Era la misma entonación de entonces, la misma melodía, pero, ¡qué diferente sonaba ahora en mis oídos! Un doloroso sentimiento parecía llenarme el corazón: ¡Cómo había cambiado todo desde entonces! El cielo, el aire, las estaciones, los sueños, el dormir, el día, la noche… ¡Cuan profunda y terriblemente debía haber cambiado yo para que una simple melodía o el ritmo de unos pasos hicieran estremecer de tal manera mi ser interno para que el recuerdo de aquellos lejanos tiempos me produjese tanta alegría y tanto dolor al mismo tiempo!

Leo pasó muy cerca de mí; caminaba alegre y elástico con unas ligeras sandalias. Le seguí sin intención determinada. ¿Hubiera podido obrar de otra forma? Descendió por el callejón; aunque su paso seguía siendo fácil y ligero, caminaba ahora pausadamente, al mismo ritmo que el sol se hundía en el ocaso, armonizándolo con aquella hora crepuscular, con los ruidos apagados que venían del centro de la ciudad, con el fulgor de los primeros faroles que en aquel momento comenzaban a brillar.

Se dirigió hacia un pequeño jardín, junto al portal de san Pablo, desapareciendo entre los altos y redondos arbustos, y yo apresuré mi paso para no perderle de vista. Allí estaba de nuevo; le vi pasearse entre las lilas y las acacias. Él camino se extendía serpenteando por el bosquecillo y pasaba junto a un par de bancos colocados junto al césped. Debajo de los árboles, la oscuridad era ya bastante densa. Leo pasó frente al primer banco, ocupado por una pareja de enamorados; el segundo estaba libre y se sentó en él. Se apoyó en el respaldo, inclinó la cabeza hacia atrás y durante un rato se dedicó a contemplar las nubes a través de las ramas de los árboles. Luego, sacó una pequeña caja redonda del bolsillo de su americana, una caja de metal blanco, y con los dedos extrajo lentamente algo de su interior, que se llevó a la boca y pareció saborear con placer. Entretanto, yo me paseaba por la entrada del pequeño jardín. Finalmente, me acerqué al banco ocupado por Leo y me senté en el otro extremo. Leo me contempló con sus ojos grises y claros y continuó comiendo. Eran frutas secas; un par de ciruelas y unos trozos de melocotón. Los cogía cuidadosamente con dos dedos, los palpaba un poco, se los llevaba a la boca y los masticaba lentamente, con verdadero placer. Así continuó durante largo rato, hasta que acabó con el último trozo. Al terminar, cerró la caja, se la metió en el bolsillo de su chaqueta y tornándose a apoyar en el respaldo del banco, estiró las piernas. Sus zapatos eran de tela y tenían la suela de cáñamo.

— Esta noche lloverá — dijo de improviso, y yo no supe si me lo decía a mí o bien hablaba consigo mismo.

— Es posible — contesté, no sin cierta emoción, pensando que si no me había reconocido por mi figura, podía muy bien ocurrir, así al menos lo esperaba yo, que me identificase por la voz.

Pero no, tampoco me reconoció por la voz. Sentí un profundo desengaño. ¡No me reconocía! Durante el transcurso de estos diez años, Leo no había cambiado nada en absoluto, pero conmigo sucedía todo lo contrario. Quizá fuese ésta la causa.

— Silba usted de un modo maravilloso — le dije —. Acabo de oírle en la Seilergraben. Me ha gustado mucho. Yo mismo también he sido músico.

— ¿Músico? — preguntó amablemente —. Es una bonita profesión. ¿Ahora no se dedica usted a la música?

— Si, de vez en cuando. Pero he vendido mi violín.

— ¿Sí? ¡Qué lástima! ¿Precisaba usted dinero? Quiero decir: ¿tiene usted hambre? Aún tengo algo de comida en casa y también un par de marcos en el bolsillo.

— No, no — respondí precipitadamente—, No lo. decía por eso. Dispongo todavía de dinero, tengo más del que necesito. Pero, de todas formas, se lo agradezco, ha sido usted muy amable al invitarme. Es raro encontrar personas tan amables.

— ¿Cree usted? Bien, tal vez tenga usted razón. Los hombres son muy diferentes, a veces muy extraños. También usted es extraño.

— ¿Yo? ¿Por qué?

— Tiene usted dinero, pero a pesar de ello, vende su violín. ¿Es que la música ya no le produce placer?

— ¡Oh, sí! Pero a veces, un hombre pierde la ilusión por, algo que antaño apreció de veras. Y entonces puede suceder que un músico venda su violín o lo lance contra la pared, o que un pintor queme un buen día todos sus cuadros. ¿Le parece inverosímil?

— No, no. Le comprendo; es debido a la desesperación. Ocurre algunas veces. Dos conocidos míos se suicidaron. Los hombres son estúpidos; sólo podemos sentir compasión hacia ellos; no es posible ayudarles. Pero, ¿a qué se dedica usted ahora, si ha vendido su violín?

— A diversas cosas. Pero, sinceramente, no hago nada que valga la pena. Ya no soy joven y a menudo me encuentro enfermo. ¿Por qué me habla con tanta insistencia del violín? En el fondo, no tiene importancia.

— ¿El violín? Es que pensaba en el rey David.

— ¿En quién? ¿En el rey David? ¿Qué tiene que ver con el violín?

— Fue músico también. Cuando era joven tocaba para el rey Saúl, y muchas veces disolvió el mal humor del monarca con su música. Más tarde, él mismo se convirtió en rey, un gran rey lleno de preocupaciones y de caprichos. Llevaba una corona sobre su cabeza. Hizo la guerra y muchas otras cosas más. Cometió también una serie de enormes injusticias y llegó a ser muy célebre. Pero la más bella imagen de toda su larga historia es aquella que presenta al joven David tocando el arpa para el pobre rey Saúl, y fue una verdadera lástima que más tarde se convirtiera en rey. Era mucho más feliz y mucho más hermoso cuando sólo era un músico.

— Seguramente — exclamé con cierta precipitación —. Seguramente que entonces sería joven, hermoso y feliz. Pero el hombre no se conserva eternamente joven, e incluso su David se hubiera transformado con el transcurrir del tiempo en un hombre viejo, feo y lleno de preocupaciones, aunque hubiese continuado siendo músico. Pero, en vez de esto, se convirtió en el gran rey David, llevó a cabo sus hazañas y compuso sus salmos. La vida no es solamente juego.

Leo se levantó y me saludó.

— Ya empieza a anochecer — dijo—, y pronto comenzará a llover. No sé gran cosa de las hazañas que llevó a cabo David, e ignoro si realmente fueron tan grandes como aseguran. Y, con toda sinceridad, tampoco conozco mucho sus salmos. No quisiera decir nada en contra de ellos. Pero de que la vida sea algo más que juego, de esto no me convencerá ni el mismo David. La vida es bella y feliz precisamente cuando es esto: juego. Naturalmente, que podemos hacer de la vida todo lo imaginable; podemos convertirla en un deber, en una guerra o en una cárcel, pero no por ello se hace más hermosa. ¡Hasta la vista; he tenido un gran placer…!

Se puso en marcha con su andar ligero, mesurado, y ya estaba a punto de desaparecer en la oscuridad de la noche, cuando de pronto abandoné mi actitud pasiva, perdiendo por completo el dominio de mí mismo. Corrí tras él y le supliqué con el corazón angustiado:

— ¡Leo! ¡Leo! ¡Pero si es usted Leo! ¿No se acuerda ya de mí? ¡Hemos sido miembros del Círculo y todavía deberíamos pertenecer al mismo! Los dos tomamos parte en el viaje a Oriente. Leo, ¿es posible que usted ya no me recuerde? ¿No se acuerda ya de los guardadores de la corona de Klingsor y de Goldmund, de la fiesta en Bremgarten, del desfiladero del Morbio Inferiore? ¡Leo, compadézcase usted de mí!

No se alejó como yo temía, pero tampoco se detuvo; continuó tranquilamente su camino, como si nada hubiera oído, dándome tiempo para alcanzarle, y no hizo la menor muestra de extrañeza cuando de nuevo me coloqué a su lado.

— Está usted muy apesadumbrado y muy nervioso — me dijo con suavidad —. Esto no está bien. Descompone el rostro y nos enferma. Caminaremos lentamente; esto le tranquilizará a usted. Y estas pocas gotas que caen — maravilloso, ¿verdad? — , nos rocían desde la atmósfera como agua de Colonia.

— ¡Leo! — le supliqué —. Tenga usted compasión! Dígame una sola palabra: ¿Se acuerda usted todavía de mí?

— Bien — dijo de nuevo, intentando calmarme dirigiéndose a mí como a un enfermo o a un beodo —. Ya está usted mucho más tranquilo; todo ha sido efecto de la excitación. ¿Me pregunta usted si le conozco? ¿Quién es el hombre que puede vanagloriarse de conocer a otro hombre y quién es el que se conoce a sí mismo? Mire usted, yo mismo no soy ningún buen fisonomista. Ni me interesa serlo. Los perros sí; a éstos los conozco muy bien, como también a los pájaros y a los gatos. Pero a usted, realmente, no le conozco, señor.

— Pero, ¿no pertenece usted al Círculo? ¿No participó usted en nuestro viaje?

— Yo estoy siempre de viaje, señor, yo siempre pertenezco al Círculo. Unos vienen y otros se van, nos conocemos y no nos conocemos. Con los perros es mucho más sencillo. Deténgase un momento y atienda.

Alzó el dedo a modo de advertencia. Nos detuvimos en medio del sendero del parque, cada vez más mojado por la llovizna que caía. Leo silbó; emitió un sonido amplio, vibrante, suave; luego esperó unos momentos, silbó de nuevo y, de repente, entre los arbustos, surgió un perro lobo que se acercó gruñendo alegremente a la verja; yo me estremecí asustado. Leo metió la mano entre las estacas y los alambres para acariciarlo. Verdes y claros, los ojos del animal brillaban; cada vez que su mirada se encontraba con la mía, un gruñido surgía de la profundidad de su garganta como un trueno lejano, un gruñido apenas perceptible.

— Es el perro lobo Necker — dijo, Leo, mientras jugueteaba con el animal —. Somos muy buenos amigos. Necker, este señor es un antiguo violinista, no debes hacerle nada, ni gruñir siquiera.

Leo continuaba acariciando cariñosamente la húmeda pelambrera del perro a través de la verja. Era una hermosa escena; me complacía aquella amistad de Leo con el animal y la alegría que le producía el encuentro nocturno; pero al mismo tiempo, me dolía hasta casi no poderlo soportar, ver como Leo gozaba de aquella amistad íntima con el perro lobo, y posiblemente también con todos los demás perros del barrio, en tanto que a nosotros nos separaba un mundo heterogéneo. Aquella amistad inefable, aquella confianza ciega que yo tan humildemente solicitaba de él, Leo parecía concedérsela, no tan sólo a Necker, sino a todos los animales, a cada gota de lluvia que caía, a cada pedazo de tierra que pisaba. Producía la impresión de entregarse confiadamente, de mantener relaciones continuas, fluidas, con todo lo que le rodeara; se me antojaba que lo conocía todo y que por todos era conocido y estimado. Sólo hacia mí, que tanto le apreciaba y que tan necesitado estaba de su ayuda, sólo hacia mí parecía no conducirle ninguno de aquellos caminos afectivos. Tuve la sensación de que deseaba desprenderse de mí. Me contemplaba de una manera fría; no me permitía penetrar en su corazón; me había borrado de su memoria.

Proseguimos lentamente nuestro camino. El perro nos acompañaba por el otro lado de la verja emitiendo gruñidos de alegría y de sumisión, sin olvidar por ello mi molesta presencia, ya que sólo por amor a Leo reprimió varias veces aquel sordo gruñido defensivo y hostil.

— Perdóneme — empecé de nuevo —. Estoy abusando de su paciencia y de su amabilidad. Sin duda tiene usted intención de regresar a su casa y de meterse en la cama.

— Pero, ¿por qué? — exclamó Leo sonriendo-. No tengo ningún inconveniente en pasearme durante toda la noche; dispongo de tiempo sobrante y tampoco me faltan ganas de hacerlo. Si es que usted no acaba por cansarse.

Lo dijo de un modo amable, sin concederle la mayor importancia, y estoy seguro de que sin doble intención. Pero apenas pronunció estas palabras, sentí de repente un profundo cansancio. Me pesaba la cabeza y me dolían las articulaciones. ¡Qué pesados me parecían cada uno de mis pasos! Experimentaba un profundo desaliento ante aquel vagar absurdo e inútil a través de la noche húmeda y oscura.

— Tiene usted razón — dije abatido —. Estoy muy cansado. Ahora lo noto. Y, no tiene sentido pasearse por la noche bajo la lluvia, constituyendo una carga para otra persona.

— Como usted quiera — replicó Leo cortesmente.

— ¡Leo, Leo! durante nuestro viaje a Oriente no me hablaba usted de esta manera. ¿Es posible que se haya olvidado de todo? Bien, es inútil, no quiero entretenerle más. Buenas noches tenga usted.

Desapareció rápidamente en la oscuridad. Yo quedé solo, como si acabaran de darme un mazazo en la cabeza. Había perdido la partida. No me conocía ni quería reconocerme: se divertía jugando conmigo.

Regresé por el mismo camino; Necker ladraba furiosamente detrás de la verja. En aquella noche cálida de verano temblé de cansancio, de tristeza y de soledad.

Ya había pasado por trances semejantes. Cada uno de estos desesperantes momentos me trasladaban a la situación de un peregrino que hubiera errado su camino, un peregrino que hubiese caminado hasta el fin del mundo y que una vez allí no encontrara otra salida que la de renunciar a su ideal y precipitarse en el vacío, en la muerte. Bastantes veces en mi vida había sentido esta sensación, pero en los últimos tiempos, esta apetencia de suicidio había aminorado un tanto, al extremo de haber desaparecido de mí. La muerte ya no era para mí la nada, el vacío, la negación. Habían cambiado mucho las cosas. Los momentos de desesperación los acogía ahora como un fuerte dolor corporal: los soportaba quejándome o con despecho; sentía cómo crecían y cómo me consumía lentamente, al propio tiempo que me dominaba una curiosidad a veces furibunda, a veces irónica, por saber hasta dónde me conducirían, qué intensidad alcanzaría el dolor.

Todos los disgustos y desengaños que sufrí en mi vida desde mi regreso del fracasado viaje a Oriente, me parecían cada vez menos importantes y menos descorazonadores, la nostalgia llena de envidia y de arrepentimientos hacia aquellos maravillosos tiempos que tuve la fortuna de vivir; todo esto, crecía como un dolor, crecía tan vigorosamente como un árbol, como una montaña, se propagaba sin cesar y se refería a mi trabajo actual, mi comenzada historia del viaje a Oriente.

El trabajo en sí no me parecía ya tan deseable ni, por otra parte, de tanto valor. Lo único que poseía valor era la esperanza: por medio de mi trabajo y de mis esfuerzos tenía que revivir el recuerdo de aquella gran época purificando mi interior, y, liberado del todo, volver a entrar en relación con el Círculo y con todo lo que él significaba.

Apenas llegué a casa, encendí la luz. Con el traje mojado y el sombrero puesto, me senté ante la mesa y escribí una carta; llené diez, doce, veinte páginas pidiendo perdón, lamentándome; supliqué humildemente a Leo que tuviera compasión de mí. Le describí mi situación, le conjuré con el recuerdo de lo que ambos habíamos vivido, de nuestros comunes amigos; le conté las innumerables y diabólicas dificultades con las que tropezaba en mi trabajo. Mientras escribía me ardía la cabeza, pero en mí había desaparecido toda huella de cansancio. A pesar de todas las dificultades — así — le decía en la carta— estaba dispuesto a soportar lo peor antes que revelar ninguno de los secretos del Círculo. Y por nada en el mundo renunciaría a mi tarea en recuerdo del viaje a Oriente, en glorificación del Círculo. Dominado por la fiebre, llené página tras página, con una escritura rápida y nerviosa. Prodigué las quejas, las acusaciones, a veces contra mí mismo. Y todo esto fluía como el agua fluye de un cántaro roto; sin esperanzas de recibir contestación, impulsado sólo por el afán de librarme de un peso atroz. Aquella misma noche eché la extensa y caótica carta en el buzón más próximo. Finalmente, cuando empezaba a amanecer, apagué la luz, me dirigí al cuartucho que me servía de dormitorio y mé metí en la cama. Inmediatamente me sumí en un sueño que fue profundo y largo.

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