Capítulo quinto

Después de una noche agitada e inquieta en extremo, me desperté a la mañana siguiente bastante descansado, aunque con un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente me tiré del lecho y me dirigí a la habitación que me servía de sala, y allí, con enorme sorpresa, encontré a Leo. Le miré con tanta alegría como desconcierto. Estaba sentado en el borde de una silla y parecía esperarme desde hacía algún tiempo.

— ¡Leo! — exclamé —. ¿ Cómo ha venido usted?

— Me han enviado a buscarle — me repuso —. Vengo de parte del Círculo. Usted me escribió una carta a este respecto, que yo entregué a los Superiores. La Gran Silla le espera. ¿Podemos ponernos en camino?

Me calcé los zapatos apresuradamente. Mi mesa escritorio ofrecía aún el aspecto revuelto de la noche anterior. En aquel momento no recordaba lo que había escrito hacía tan sólo unas horas de una manera angustiosa y violenta. En fin, lo importante era que no había sido en vano. Algo había ocurrido; Leo estaba allí.

Y, de repente, comprendí el sentido de sus palabras. Existía todavía un Círculo del cual yo nada sabía, un Círculo que no contaba conmigo, que ni siquiera me consideraba como uno de sus miembros. El Círculo era una realidad, como la Gran Silla con sus Superiores, que habían mandado a buscarme. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al oír la noticia. Durante semanas y meses había vivido en esta ciudad, tratando de narrar la historia del Círculo y de su viaje á Oriente sin saber que aún quedaban restos de él, sin sospechar dónde pudiera hallarles, si es que existían; incluso había llegado a creer que yo era el único superviviente. Si he de ser sincero, debo confesar que muchas veces dudé de que el Círculo y mi pertenencia a él fueran hechos reales y no fantasías mías. Y ahora aparecía Leo, que venía a buscarme enviado por el Círculo. Se acordaban de mí, me llamaban, querían escucharme, tal vez exigirme cuentas. Bien; estaba dispuesto; dispuesto a demostrar que nunca había sido infiel al Círculo, dispuesto a obedecer ciegamente. Tanto si los Superiores querían castigarme como perdonarme, estaba resuelto a aceptarlo todo de antemano, a darles la razón en todo y prestarles absoluta obediencia.

Nos pusimos en camino. Leo marchaba delante, y de nuevo, como hacía años, al contemplar su agradable figura me admiraba su buen porte y su oficiosidad de perfecto criado. Con paso elástico y tranquilo marchaba delante de mí por los callejones que recorríamos, mostrándome el camino, como un guía, como un criado que cumple a conciencia un encargo de su dueño; estaba en funciones. De todas formas, puso mi paciencia a prueba. El Círculo me llamaba, la Gran Silla me esperaba, todo estaba en juego, se iba a decidir mi futuro y toda mi vida pasada adquiriría de nuevo sentido o se perdería irremisiblemente. Pero una sensación de angustia indecible me oprimía el pecho, y yo temblaba de excitación, de alegría y de miedo. En mi impaciencia, el camino por el que me conducía Leo me parecía infinitamente largo e insoportable. Durante más de dos horas caminé detrás de mi guía, que llevaba a cabo los rodeos más maravillosos y, al parecer, por puro capricho. En dos ocasiones tuve que esperarle durante un largo rato en la puerta de dos iglesias, pues Leo entró en ellas a rezar. En otra, se detuvo abstraído ante la fachada del Ayuntamiento y me contó su historia y fundación, en el siglo xv, por un célebre miembro del Círculo. A pesar de que caminaba rápido y seguro, me volvía loco con los continuos rodeos que daba para conducirme al lugar en donde yo tanto ansiaba verme. De este modo, invertimos casi toda la mañana en un recorrido que normalmente hubiésemos cubierto en un cuarto de hora a lo sumo.

Finalmente me condujo a un apartado callejón de uno de los suburbios de la ciudad, en donde se alzaba un enorme y silencioso edificio.. Desde fuera producía la impresión de pertenecer a algún organismo gubernamental o ser un museo. Parecía completamente abandonado y tanto los corredores como las escaleras que cruzábamos, donde retumbaban nuestros pasos solitarios, estaban desiertos. Leo me condujo a través de los corredores, las escaleras y las estancias. Luego abrió con el mayor cuidado una puerta muy grande y contemplamos el taller de un pintor. Ante el caballete estaba trabajando, en mangas de camisa, Klingsor, el pintor Klingsor, cuyo estimado rostro no veía desde hacía muchos años. Pero no me atreví a saludarle; quizá fuera inoportuno. Por otra parte me esperaban, me habían citado. Klingsor casi no reparó en nosotros; saludó distraídamente a Leo, y, sin reconocerme, reanudó su tarea, rogándonos que le dejásemos solo. Finalmente llegamos a una de las altas buhardillas de aquel inmenso edificio que olía a papel y a cartón. Allí, a lo largo de centenares de metros, aparecían una serie de estanterías empotradas en las paredes atestadas de libros y gruesos legajos; era un archivo inmenso, una escribanía enorme. Nadie se preocupó por nuestra presencia y todo el mundo siguió su trabajo en silencio.

Tuve la impresión que desde aquel lugar gobernaban el mundo y el firmamento, o cuando menos, que desde allí lo registraban y dirigían todo. Durante largo rato estuvimos esperando; frente a nosotros cruzaban los archiveros y los bibliotecarios con catálogos y papeles en las manos; apoyaban las pequeñas escaleras de mano en las paredes y se encaramaban por ellas; hacían funcionar unos pequeños montacargas y conducían silenciosamente unas carretillas de mano de un extremo a otro de la inmensa nave. Leo empezó a cantar. Escuché conmovido aquellas notas que antaño me fueron tan familiares, reconociendo en ellas la melodía de una de las canciones del Círculo.

Al oírla, todo el mundo se puso en movimiento; los empleados se retiraron; la sala se alargó hasta perderse en una oscura lejanía; pequeños y casi irreales, los componentes de aquella aplicada muchedumbre siguieron trabajando en el fondo del inmenso paisaje lleno de archivos. En el centro aparecieron rigurosamente ordenadas diversas filas de sillones; surgiendo del fondo de la sala o de las innumerables puertas, aparecían los Superiores, que se acercaban remisos a los sillones, para dejarse caer finalmente en ellos. Una tras otra, todas las hileras de sillones fueron ocupadas. Todas aquellas filas formaban una construcción que se alzaba hacia el fondo, en cuya cúspide se elevaba un trono. Leo me dirigió una mirada significativa, recomendándome paciencia, silencio y respeto. Después, sin que pudiera darme cuenta de cómo y por donde, desapareció entre los Superiores, y ya no le volví a ver. Entre los Superiores, que se hallaban reunidos formando la Gran Silla, vi rostros conocidos que ahora aparecían graves o sonrientes. Allí estaba Alberto el Magno, el conductor Vasudeva, el pintor Klingsor y muchos otros más.

Al cabo, rodeado por un silencio absoluto, se adelantó el Orador. Yo permanecía de pie ante la Gran Silla, dispuesto a todo, lleno de angustia, pero plenamente identificado de antemano con todo lo que sucediera o se resolviese allí.

La voz del Orador sonó clara y tranquila en el ámbito de la sala: «Autoacusación de un miembro desertor del Círculo», le oí anunciar. Las rodillas me temblaban. Se trataba de mi vida. Pero era mucho mejor así, pues todo recobraría su orden. El Orador continuó:

— ¿Se llama usted H. H.? ¿Participó usted en la marcha a través de la Suabia Superior? ¿Estuvo usted presente durante los festivales en Bremgarten? ¿Desertó usted poco después de nuestra estancia en Morbio Inferiore? ¿Confiesa estar escribiendo una historia del viaje a Oriente? ¿Se cree coartado en su trabajo por el juramento que hizo de no revelar los secretos del Círculo?

Contesté afirmativamente a cada una de las preguntas, incluso a aquéllas que me parecieron incomprensibles y absurdas.

Durante unos instantes los Superiores hablaron en voz baja gesticulando entre ellos, luego se adelantó nuevamente el Orador y dijo:

— Autorizamos al autoacusado a revelar públicamente cualquier ley o secreto del Círculo que conozca. Además, ponemos a su disposición todo el archivo del Círculo que le sea necesario para su trabajo.

El Orador se retiró de nuevo; los Superiores se separaron y desaparecieron por las profundidades de la sala y por las puertas. La inmensa estancia se sumió en un completo silencio. Miré asustado a mi alrededor y, de pronto, mis ojos tropezaron con una mesa sobre la que aparecían unas hojas de papel. Las reconocí en el acto. Se trataba de mi máxima preocupación, de mi trabajo, del manuscrito que había comenzado con tantas vacilaciones y angustias. «Historia del viaje a Oriente, narrado por H. H.», podía leerse sobre la cubierta azul. Me abalancé sobre él, recorrí sus páginas de escaso texto, escritas con una letra muy apretada y llenas de enmiendas y tachaduras. Tenía prisa, me dominaba el ansia del trabajo, era poseído por una alegría febril, convencido de que ahora podría terminar finalmente mi trabajo con la autorización superior, con el apoyo del Círculo. Jamás mi empresa me pareció tan grande y honrosa como ahora, al pensar que ningún juramento me ligaba ya al silencio, ni tan fácil, puesto que podía disponer de todo el archivo, de aquella inagotable cámara de tesoros.

Recorrí las páginas de mi manuscrito, y debo decir que ni en las horas de mayor desesperanza juzgué mi trabajo tan inútil y erróneo como en aquellos instantes. Todo me parecía confuso, sin sentido alguno; las conexiones más claras aparecían desfiguradas, había olvidado lo más elemental y las cosas más fútiles y menos importantes habían sido colocadas en lugar preferente. Tenía que empezar de nuevo la tarea. Mientras recorría el manuscrito, fui tachando frase por frase, y al borrarlas se disolvían sobre el papel. Las claras y puntiagudas letras se descomponían en fragmentos juguetones, líneas y puntos, círculos, florecillas y estrellas. Las páginas se convirtieron entonces en tapices cuajados de bellos adornos caprichosos, sin sentido alguno. Bien pronto desapareció todo el texto, quedando tan sólo una serie de hojas en blanco. Me puse a pensar, recapacité. Si hasta entonces no me había sido posible hacer una exposición clara e imparcial del tema propuesto, era debido a mi juramento, el cual me vedaba referirme a los secretos cuya revelación me estaba absolutamente prohibida. Por esta razón había prescindido de la exposición histórica objetiva, concretándome a mis experiencias personales, sin intentar establecer conexiones superiores con los altos objetivos y propósitos del Círculo. Pero ya había podido verse adonde me conducía mi propósito. Felizmente, ahora ya no tenía ninguna obligación de guardar silencio y, por lo tanto, ninguna limitación pesaba sobre mí. Me habían autorizado oficialmente y, al propio tiempo, podía disponer del inagotable archivo para mis trabajos.

Resultaba claro, pues, que aunque todo mi trabajo no se hubiera descompuesto en adornos, tenía que iniciarlo de nuevo, fundamentándolo y construyéndolo sobre las nuevas bases. Decidí comenzar con una breve historia del Círculo, desde su fundación o constitución. Los catálogos que se encontraban sobre las mesas — kilómetros, enormes, que se perdían en la lejanía y en la penumbra— debían darme una contestación a cada una de mis preguntas.

Primeramente decidí examinar el archivo realizando unas pruebas al azar; tenía que aprender a manejar aquel enorme aparato informativo. Como es lógico, lo primero que busqué fue la Carta del Círculo. «Carta del Círculo», decía el catálogo, «véase compartimiento Chrysostimos, ciclo V, párrafo 39, 8». Encontré el compartimiento, el ciclo y el párrafo sin el menor esfuerzo: el archivo estaba maravillosamente ordenado. Cuando tuve la Carta del Círculo entre mis manos, vi que me sería imposible leerla. Aquel documento, según me pareció, estaba escrito en caracteres griegos; el griego lo entiendo bastante bien, pero aquélla era una escritura muy antigua y extraña, cuyos signos no pude descifrar a pesar de su aparente claridad. El texto parecía haber sido redactado en un dialecto; quizás en el lenguaje secreto de los adeptos, y sólo de vez en cuando, alcanzaba a comprender alguna palabra por el sonido o por la analogía. Pero aún no me sentí descorazonado. Aunque no pudiera leer la Carta, aquellos signos me sugerían poderosas y vivas imágenes de mi vida de antaño; vi, por ejemplo, a mi amigo Longus junto a mí, dibujando signos griegos y hebraicos en el jardín, y de nuevo los signos se transmutaban en pájaros, dragones y serpientes que se perdían en las profundidades de la noche.

Me estremecí al comprobar lo que representaba para mí hojear aquel catálogo. Tropecé con varias palabras conocidas, con nombres que me eran familiares. Como fulminado por un rayo, leí mi propio nombre, pero no me atreví a consultar el archivo. ¿Quién sería capaz de escuchar sin inmutarse la sentencia pronunciada por un tribunal infalible sobre uno mismo? Encontré también el nombre del pintor Paul Klee, a quien recordara del viaje, y que era amigo de Klingsor. Busqué su número en el archivo. Hallé allí una placa de oro esmaltada, al parecer muy antigua, en la que aparecía dibujado o grabado con hierro candente un trébol. En una de sus hojas figuraba un barco de una sola vela pintado de azul; en la segunda, un pez de escamas de colores; la tercera parecía un impreso telegráfico y en él aparecía escrito lo siguiente:

So blau wie Schnee

So Paul wie Klee[1].

Me produjo una alegría melancólica leer lo referente a Klingsor, a Longus, a Max y a Tilly. Tampoco resistí a la tentación de saber algo más acerca de Leo. En el catálogo se decía:

¡Cave!

Archiespisc. XIX. Diacon. D. VII

¡Cave!

Cornu A mon. 6.

La doble advertencia «Cave» me impresionó; no me atrevía a penetrar en su misterio. A cada nuevo intento que hacía me llenaba de asombro la cantidad increíble de material, de saber, de fórmulas mágicas que contenía aquel archivo. En resumidas cuentas: quedé convencido de que allí se almacenaba todo cuanto tenía relación con el mundo.

Después de felices y desconcertantes investigaciones por muchos de aquellos ficheros del saber, varias veces retorné al compartimiento Leo, poseído por una curiosidad creciente, cada vez más intensa. Pero siempre me repelía aquel doble «Cave». Estando hojeando otro catálogo descubrí la palabra Fatme, con la indicación:

princ. orient. 2 noct. mili. 983 hort. delic. 07

Busqué y encontré el lugar correspondiente. Ante mis ojos apareció un pequeño medallón que podía abrirse y que contenía una miniatura, la imagen arrebatadora de una bellísima princesa, que me recordó inmediatamente Las mil y una noches, todos los cuentos de mi época de adolescente, todos los sueños y anhelos de aquella época mágica, cuando, para poder ver a Fatme, serví durante un año como novicio y al cumplir el plazo me presenté para mi admisión en el Círculo. El medallón estaba envuelto en un tejido muy fino, de color violeta. Lo olí; poseía un perfume increíblemente lejano y sutil, un perfume de ensueño de princesa oriental, inimaginable. Mientras aspiraba aquel perfume mágico, sentí la sensación de una pérdida irreparable. Recordé el mágico influjo con que había emprendido mi peregrinaje hacia el Este, peregrinaje que fracasó ante unos obstáculos misteriosos y en el fondo desconocidos; me lamenté de que aquel hechizo se hubiera esfumado en mi corazón, sumiéndome en el abandono y en la más fría desesperación. En esto se había convertido para mí el aire que respiraba, el pan que comía, lo que bebía.

No podía ver el tejido ni la imagen, tan denso era el velo de lágrimas que cubría mis ojos. Hoy ya sé que no bastaría el cuadro de la princesa árabe para obligarme a desafiar al mundo y al infierno, convirtiéndome en caballero andante y en cruzado; hoy precisaría otra magia mucho más poderosa. ¡Qué dulce, inocente y sagrado fue aquel sueño que persiguiera en mis años de juventud y que me había convertido en un narrador de cuentos, en músico, más tarde en novicio, para conducirme finalmente a Morbio Inferiore.

Unos ruidos me despertaron de mi ensimismamiento; desde los profundos espacios me contemplaba el misterio. Y un nuevo pensamiento; un nuevo dolor me atravesó como un relámpago. Yo, ingenuo de mí, había tratado de escribir la historia del Círculo cuando no me era posible descifrar ni comprender la milésima parte de aquellos millones de escritos — libros, papeles, cuadros, signos— que constituían el fabuloso archivo. Abrumado, estupefacto, incapaz de comprenderme a mí mismo, me sentía increíblemente ridículo al verme rodeado por todas aquellas cosas con las que me había permitido jugar un poco en mi insensata pretensión de interpretar el significado del Círculo y de mi propia vida.

Súbitamente, por todas las puertas, surgieron un número infinito de Superiores. A algunos de ellos todavía pude reconocerles a través de mis lágrimas. Así, vi al mago Jup, al archivero Lindhorst, a Mozart vestido de Pablo… Los componentes de aquella impresionante reunión fueron tomando asiento en las múltiples hileras de sillones; sobre el alto tronco vi resplandecer un dorado baldaquín.

El Orador se adelantó y anunció:

— El Círculo está dispuesto a dictar sentencia por medio de sus Superiores sobre el autoacusado H., que se creyó obligado a silenciar los secretos del Círculo, y que ha reconocido lo maravillosa e imposible que era su intención de narrar la historia de un viaje cuando no se dispone de suficiente capacidad. Al mismo tiempo, intentó escribir la historia de este Círculo, en el cual ya no creía y al que había dejado de ser fiel.

Se dirigió a mí y gritó con su voz clara de heraldo:

— Autoacusado H., ¿está usted dispuesto a reconocer este tribunal y a someterse a sus fallos?

— Sí — respondí.

— ¿Está conforme, autoacusado H. — continuó el Orador—, con que el tribunal de los Superiores dicte sentencia sin que presida el Superior de los Superiores, o exige que el mismo Superior le juzgue?

— Estoy conforme — repuse yo— con la sentencia de los Superiores, presida o no el Superior de los Superiores.

El Orador iba a continuar, pero en aquel momento se alzó en la parte más profunda de la sala una voz suave:

— El Superior de los Superiores está dispuesto a dictar él mismo la sentencia.

El sonido de aquella voz suave produjo en todo mi ser un estremecimiento maravilloso. Desde la profundidad de la sala, desde los horizontes del archivo, se adelantó un hombre; su caminar era pausado y suave, su traje resplandecía de oro. Se fue acercando envuelto en el profundo silencio de los reunidos, y reconocí su andar, sus movimientos, su rostro, en fin. ¡Era Leo! Arrastrando su túnica dorada, como un Papa, ascendía a través de las hileras de Superiores hacia la Gran Silla. Sus joyas brillaban como flores extrañas y fastuosas, mientras subía solemnemente por la escalinata. Hilera a hilera fueron levantándose a su paso para saludarle. Sumiso y servicial, exhibía su deslumbrante dignidad con toda humildad, como lleva sus insignias un santo Papa o un patriarca.

Yo me sentía profundamente conmovido e impresionado en espera de la sentencia, que estaba dispuesto a acatar humildemente, tanto si me era favorable como no. Pero no menos impresionado y afligido me sentía al comprobar que Leo, el antiguo criado y portador de equipajes, era precisamente el Superior de los Superiores, y que era él quien iba a dictar la sentencia. Sin embargo, mi impresión mayor me la había producido el gran descubrimiento de aquel día: el Círculo existía, era tan inquebrantable y poderoso como antaño, no había sido Leo ni el Círculo los que me habían abandonado y desengañado, sino que yo, débil y estúpido, había llegado a poner en duda mis propias aventuras, la existencia del Círculo, considerando fracasada la cruzada, juzgándome el único, superviviente y cronista de una historia que creía ya concluida. En el fondo no era más que esto: un desertor, un infiel, un renegado. En este reconocimiento existía a la vez desesperación y felicidad. ínfimo y sumiso, aparecía yo ahora a los pies de la Gran Silla, que en otro tiempo me admitió como miembro del Círculo, y de la que había recibido la bendición del noviciado y el anillo del Círculo, autorizándome a emprender aquel gran viaje. Al mismo tiempo, reconocía un nuevo pecado, una falta inexcusable, una nueva vergüenza que pesaba terriblemente sobre mi corazón: no poseía ya el anillo del Círculo, lo había perdido, no recordando dónde ni cómo. Pero el hecho era éste. Y me llenaba de asombro no haberme percatado de su falta hasta aquel preciso instante.

Entretanto, el Superior de los Superiores comenzó a hablar con su voz suave y armoniosa. Felices, las palabras fluían de sus labios hacia mí, luminosas y certeras como el resplandor; del sol.

— El autoacusado — decía la voz desde el trono— ha tenido ocasión de liberarse de algunos de sus errores. Hay muchas cosas que le acusan. Podemos comprender y disculpar su infidelidad al Círculo, el que hiciera recaer sobre nosotros sus propios pecados y torpezas, que pusiera en duda nuestra existencia, que sintiera la increíble ambición de convertirse en el historiador del Círculo. Todo esto no tiene gran importancia. Son, permítame el acusado la expresión, simples tonterías de novicio. Olvidémoslas con una sonrisa.

Respiré profundamente. Una ligera sonrisa asomó a los rostros de todos los honorables reunidos. Aquella declaración aligeró enormemente mi ánimo, colocándome de nuevo en mi exacta posición, al considerar que el peor de mis pecados, mi locura al creer el Círculo extinguido y ser él único superviviente del mismo, era calificado por el Superior de los Superiores como algo carente de importancia, una niñería que sólo merecía una sonrisa comprensiva.

— Pero — continuó Leo, esta vez en tono grave y solemne— existen otros pecados mucho más graves, siendo lo peor del caso que, por lo que respecta a esos pecados, no aparece H. como autoacusado, ya que parece ignorarlos. Se siente profundamente arrepentido de haber tratado con manifiesta injusticia al Círculo en su pensamiento, se reprocha amargamente no haber reconocido en el criado Leo al Superior de los Superiores y está a punto de comprender toda la magnitud de su infidelidad hacia el Círculo. Pero, mientras tomaba demasiado en serio todos estos pecados de pensamiento, todas estas naderías y ve ahora que podemos perdonarlas con una sonrisa, olvida tercamente sus verdaderas culpas, cuyo número son legión, y cada una de las cuales es suficiente para merecer grandes castigos.

El corazón empezó a latirme angustiosamente. Leo se dirigió a mí:

— Acusado H., más adelante tendrá usted ocasión de lanzar una mirada sobre sus pecados; se le enseñará también el camino para, evitar que en lo sucesivo recaiga en ellos. Sólo para demostrarle su escasa comprensión de ellos, le pregunto: ¿Recuerda usted su marcha a través de la ciudad junto con el criado Leo, que debía conducirle ante la Gran Silla? Sí, usted se acuerda de ello. Y, ¿recuerda usted, cuando pasamos ante el Ayuntamiento, frente a la iglesia de San Pablo y la catedral, que el criado Leo penetró en el templo para arrodillarse unos momentos y rezar, mientras usted, no sólo renunció a penetrar en la catedral y orar, sino que, en contra de lo que dispone el párrafo cuarto del juramento del Círculo, permaneció, impaciente y aburrido, ante la puerta, esperando que concluyera aquella aburrida ceremonia, que tan inútil le parecía y sin otro significado que poner a prueba su impaciencia egoísta? ¡Recuérdelo!

Con su actuación frente a la catedral, pisó usted todas las prescripciones fundamentales y costumbres del Círculo, despreció la religión, despreció a un hermano, renunció voluntariamente a aprovechar aquella ocasión para la plegaria y la contemplación interior. Si no existieran circunstancias atenuantes especiales, este pecado sería imperdonable.

Me tenía cogido. Acababa de sacar a relucir lo más importante, no sólo lo secundario, no tan sólo las sencillas tonterías. Le sobraba razón. Pero me había golpeado en el mismo corazón.

— No queremos — continuó el Superior de los Superiores— anotar todas las faltas del acusado, no vamos a juzgar por el sentido estricto de la letra, y sabemos muy bien que sólo es precisa nuestra advertencia para despertar la conciencia del acusado y convertirle en un arrepentido autoacusado.

«No obstante, autoacusado H., le aconsejo que examine aún unos pecados ante el tribunal de su conciencia. He de recordarle aquella noche en que buscó al criado Leo y en la cual deseó ser reconocido como miembro del Círculo, pese a que esto era imposible, puesto que usted mismo se había hecho irreconocible como tal. ¿He de recordarle aquello que usted mismo contó al criado Leo? ¿La venta del violín? ¿La vida llena de desesperación, estúpida, estrecha, suicida que lleva desde años?

«Y hay todavía otra cosa, hermano H., que no i puedo en modo alguno silenciar. Es muy posible que el criado Leo fuera injusto con sus pensamientos aquella noche. Aceptemos que realmente sea así. El criado Leo fue tal vez demasiado severo, demasiado razonable, no sintió la suficiente conmiseración y amabilidad hacia usted y su situación. Pero hay una instancias superiores y unos jueces más imparciales que mi criado Leo. ¿Cuál fue el fallo de la naturaleza sobre usted, acusado? ¿Se acuerda del perro llamado Necker? ¿Se acuerda del fallo condenatorio y negativo que dictó sobre su persona? El animal es insobornable, no toma partido por nadie, no es miembro del Círculo.

Hizo una pausa. Sí, el perro lobo Necker. Era cierto que me había rechazado y condenado. Afirmé. La sentencia había sido dictada ya por el perro lobo, por mí mismo.

— Autoacusado H. — empezó Leo de nuevo, y la voz procedente del baldaquín dorado me sonó; tan fría, clara y penetrante como la del comendador cuando aparece en el tercer acto ante la puerta de Don Juan —. Autoacusado H., usted me ha oído, usted ha dicho que sí. Por lo tanto, suponemos que usted mismo se ha dictado ya la sentencia.

— Sí — repuse en voz baja—, sí.

— ¿Es, tal como suponemos, una sentencia condenatoria?

— Sí — susurré.

Leo se levantó de su trono y extendió suavemente sus brazos.

— Me dirijo a vosotros, — Superiores de la Gran Silla. Ya habéis oído. Sabéis lo que le ha ocurrido al hermano H. Su vida no os es desconocida, muchos de vosotros habéis seguido la misma trayectoria. El acusado no ha sabido hasta este momento que su infidelidad y su desconcierto era un examen. Ha resistido duramente. Durante mucho tiempo ha soportado no saber nada del Círculo, ha vivido aislado y ha visto derrumbarse todo aquello en lo que había depositado su fe. Pero al fin no ha podido resistir más tiempo esta vida de abandono y de opresión; su dolor ha sido demasiado intenso, y vosotros sabéis que cuando el dolor es demasiado intenso no se conocen los límites. El hermano H. ha sido arrastrado a la desesperación por su examen; la desesperación es el resultado de cada intento que se hace de tomarse en serio la comprensión y la justificación de la vida del nombre. La desesperación es el resultado de; pretender tomarse en serio la vida con todas sus bondades, la justicia y la razón, y de cumplir con sus exigencias. La desesperación es como un río; en una orilla están los niños; en; la otra los hombres maduros, los que han despertado ya de su letargo. El acusado H. no es ya un niño, pero aún no ha despertado del todo. Está en medio de la corriente. Cruzará la línea de demarcación y cumplirá, por lo tanto, un segundo noviciado. De nuevo le damos la bienvenida en el Círculo, cuyos objetivos le serán fáciles de comprender ahora. Le devolvemos el anillo que había perdido y que el criado Leo conservó para él.

El Orador vino hacia mí, me besó en la mejilla y me puso el anillo en el dedo. Apenas lo vi, apenas sentí el contacto del frío metal en mi dedo, miles de recuerdos se agolparon en mi mente y miles de incomprensibles fallos fueron subsanados. Recordé de nuevo que el anillo constaba de cuatro piedras colocadas a idéntica distancia una de otra — así lo establecían las prescripciones y nuestro juramento al Círculo—; todo miembro debía de dar una vuelta al anillo por lo menos una vez al día y, mientras contemplaba cada una de las cuatro piedras tenía que meditar sobre los cuatro párrafos fundamentales de nuestro juramento. No — tan sólo había perdido el anillo y no había vuelto a pensar jamás en él, sino que durante el transcurso de aquellos años no me había acordado ni meditado sobre los cuatro párrafos fundamentales de nuestro juramento. Intenté repetir aquellas palabras en voz baja, para mí mismo. Tenía que recordarlas aún; las presentía; como una palabra que tenemos en la punta de la lengua, que pronunciaremos al cabo de unos instantes, pero que de momento nos es imposible pronunciar. Pero no; por más esfuerzos que hacía no conseguía acordarme de las palabras: estaban olvidadas. ¡Hacía ya tantos años que no había cumplido los cuatro párrafos fundamentales de nuestro Círculo, aun estando convencido de su santidad y de mi pertenencia a él como siervo fiel!

Al observar mi desconcierto y mi profunda vergüenza, el Orador me dio unos golpecitos en el hombro, tranquilizándome. El Superior de los Superiores volvió a hablar.

— Acusado y autoacusado H., ha sido usted absuelto. Un hermano que ha sido absuelto, luego de un proceso de esta índole, está obligado a entrar a formar parte del grupo de los Superiores y ocupar uno de sus asientos tan pronto haya sufrido un examen de fe y obediencia. Dejemos a la libre elección del hermano la prueba a que desea someterse. Contésteme el hermano H. a las siguientes preguntas: ¿Está dispuesto, como prueba de su fe, a domesticar un perro salvaje?

Sorprendido por la pregunta, me tambaleé.

— No, no podría — respondí impresionado.

— ¿Está dispuesto, siguiendo nuestras órdenes, a quemar ahora mismo parte de nuestro archivo, tal como se lo indicará el Orador?

El Orador se puso en pie, metió las manos en aquellos compartimentos tan bien ordenados y las retiró llenas de papeles, de cientos de papeles. Mientras yo le contemplaba horrorizado, él fue quemándolos lentamente en una estufa de carbón.

— No — exclamé —. Tampoco de eso soy capaz.

Cave frater — gritó el Superior de los Superiores, dirigiéndose a mí —. Ten cuidado, impetuoso hermano. He comenzado con las pruebas más sencillas, para el cumplimiento de las cuales se precisa de una fe mínima. Cada prueba será más y más difícil. Conteste: ¿Está dispuesto a consultar la opinión de nuestro archivo sobre su persona?

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Pareció como si fuera a faltarme la respiración. Había comprendido: las preguntas se harían cada vez más difíciles. No había otra posibilidad que aceptar, o bien exponerse a tener que pasar por otra prueba aún más ardua. Respiré profundamente y contesté en sentido afirmativo. El Orador me condujo hacia la mesa donde se hallaban ordenados los catálogos; busqué y hallé la letra H, y revolví las fichas hasta encontrar mi nombre: primero el de mi antepasado Eoban, que también fue miembro del Círculo hace cuatrocientos años; luego leí el mío, que tenía la siguiente indicación:

Chattorum r. gest. XV.

civ. Calv. indif. 49.

El papelito me temblaba en las manos. Entretanto, los» Superiores fueron levantándose de sus asientos, me estrecharon las manos y me miraron a los ojos, saliendo inmediatamente. La Gran Silla quedó vacía. Finalmente se me acercó el Superior de los Superiores, apretó mi mano, cruzó su mirada con la mía, sonrió humildemente y, sumiso, salió el último de la estancia. Me quedé solo con el papelito en la mano izquierda, dispuesto a consultar el archivo.

Pero no tuve valor suficiente para dar en seguida el paso decisivo. En medio de la gran sala, contemplaba indeciso los departamentos, los armarios, las estanterías y las mesas, aquel conglomerado en el que podía encontrar todo lo que pudiera interesarme, todo lo relacionado con el viaje a Oriente y con nuestro Círculo. Lleno de temor, me entretuve un poco antes de dar aquel paso para la realización de la prueba. En realidad, mi narración del viaje a Oriente había sido ya condenada y enterrada antes de que estuviese terminada. Pero de todos modos experimentaba una creciente oscuridad.

De uno de los archivos sobresalía un papelito. Me acerqué y leí:

Morbio Inferiore.

Ninguna palabra hubiera podido dar en el blanco de mi curiosidad como estas dos. Con un ligero palpitar de mi corazón, busqué el compartimiento indicado en el catálogo. Era un departamento lleno de papeles. Encima estaba la copia de una descripción del desfiladero de Morbio Inferiore extraída de un antiguo libro italiano. Luego, venía una hoja de papel en la que era mencionada la importancia que Morbio Inferiore había tenido para el Círculo. Casi todas las notas se referían al viaje a Oriente y especialmente a aquella etapa y a aquel grupo al que yo pertenecí. Nuestro grupo, así constaba allí, había llegado en su marcha hasta el desfiladero de Morbio Inferiore, siendo sometido allí a una prueba — la desaparición de Leo—, ante la cual no se había mostrado a la altura esperada. A pesar de que las leyes del Círculo seguían vigentes para tales casos, estando previsto que si un grupo se encontraba sin jefe, tenía que proseguir impertérrito su ruta — instrucción que ya nos había sido remachada antes de nuestra partida—, a pesar de todo, desde el instante mismo en que descubrimos la desaparición de Leo, perdimos la fe, empezamos a dudar y a discutir inútilmente; hasta que, al final, contraviniendo las prescripciones del Círculo, nuestro grupo se dividió en varias secciones, para más tarde disolverse totalmente. Esta explicación de la desgracia de Morbio Inferioré no podía asombrarme ya. Por el contrario, estaba sumamente interesado en el tema y continué leyendo lo que se decía sobre la división de nuestro grupo. Tres de los miembros que habían participado en la marcha hasta Morbio Inferioré, intentaron más tarde describir nuestro viaje y dar una explicación de los acontecimientos de Morbio Inferioré. Uno de ellos era yo; una copia de mi manuscrito se encontraba en el compartimiento. Presa de un sentimiento extraño, leí los otros dos manuscritos. Los otros dos autores describían el acontecimiento de manera muy semejante a la mía. Pero, a pesar de todo, qué diferentes sonaban en mis oídos. Uno decía:

«La desaparición del criado Leo reveló la profunda desunión y desconcierto que existían en nuestro grupo, destrozó nuestra unión, indestructible, al parecer, hasta entonces. Algunos de nosotros supieron o presintieron en el acto que Leo no había sufrido ningún accidente, ni tampoco desertado, sino que había sido llamado en secreto por los Superiores. Ninguno de nosotros puede recordar sin vergüenza y arrepentimiento el fracaso de la prueba a que fuimos sometidos. Apenas nos dejó Leo, desaparecieron la fe y la unidad de nuestro grupo; fue como si se hubiera esfumado un buen espíritu del hogar, como si la sangre fluyera de nuestro grupo, por una herida desconocida.

«Se produjeron las primeras desavenencias, se iniciaron las primeras discusiones violentas sobre cuestiones absurdas y ridículas. Me acuerdo, por ejemplo, de que nuestro apreciado director de orquesta, el violinista H. H., afirmó dé pronto que Leo se había llevado en su mochila la Carta del Círculo, el manuscrito del Maestro.. Durante días enteros discutimos esta cuestión. Desde un punto de vista simbólico, la afirmación de J. H., tenía cierta consistencia: era evidente que después de la desaparición de Leo, parecíamos haber perdido la bendición de nuestro grupo; se había esfumado el sentimiento de unidad. Un convincente ejemplo de lo que digo nos lo proporcionó aquel músico H. H. Hasta los días de Morbio Inferiore fue uno de los más fieles y creyentes miembros del Círculo, siendo muy estimado como músico, y, a pesar de algunas debilidades de su carácter, uno de los más fervorosos partidarios. Desde que, desapareció Leo, H. H. fue víctima de una depresión y una desconfianza crecientes, mostrándose cada día más negligente en su cargo, hasta llegar a transformarse en una persona meditabunda, nerviosa, insoportable, que de continuo andaba buscando cuestiones. Un día se retrajo en la marcha, y no volvió a reunirse con nosotros; había emprendido la huida. Desgraciadamente, no fue el único, y al final no quedaba nadie de nuestro pequeño grupo.» El otro historiador escribía lo siguiente: «De igual modo que con la muerte de César se derrumbó el Imperio romano, de la misma forma que la deserción de Wilson trajo el derrumbamiento del ideal democrático universal, así fue destruido nuestro Círculo después de los funestos días de Morbio Inferiore. Si se ha de achacar la culpa y la responsabilidad de este fracaso a alguien, entonces habremos de citar a dos de nuestros miembros, al parecer completamente inocentes: el músico H. H. y el criado Leo. Estos dos hermanos, hasta aquel instante dos de los más fervientes servidores del Círculo, aunque no poseían una gran comprensión del significado universal de nuestra gran idea, desertaron un día sin dejar rastro, no sin llevarse objetos de valor y documentos importantes, lo que hace suponer que fueran sobornados por poderosos enemigos del Círculo…»

Aunque la memoria de este historiador se mostraba un tanto turbia y, no obstante su evidente buena fe, presentaba todo de un modo bastante distinto de como ocurrió en realidad, ¿dónde residía el valor de mis propias anotaciones? Si diez historiadores hubieran comentado los días de Morbio Inferiore, cada uno hubiese contradicho a los nueve restantes. No, no era necesario proseguir mis esfuerzos como historiador. Tampoco era necesario leer aquellos relatos; todos bien podían pudrirse en sus archivos.

¡Temblé a la idea de todo lo que podía aún saber en aquella hora. Cómo cambiaba, se transformaba y se descomponía todo al ser mirado desde puntos de vista diferentes, de qué manera más despectiva e inasequible se ocultaba la faz de la verdad detrás de aquellos informes.

¿Qué era lo que todavía era verdad? ¿En qué podíamos creer aún? Y, ¿qué sucedería cuando consultara el archivo sobre mi propia persona, sobre mi historia?

Debía de mantenerme contra todo. De súbito, no pude resistir más aquella incertidumbre y aquella espera. Me dirigí al departamento Chatiorum res gestae, busqué mi ficha y mi número y hallé el compartimiento correspondiente a mi nombre. Era un pequeño cajón, pero cuando lo abrí no encontré ningún papel escrito dentro de él. No contenía nada más que una figurita una estatuilla de madera o de cera, de colores pálidos; una especie de ídolo bárbaro o de una divinidad pagana; una figura completamente incomprensible para mí. Era una fisura formada por dos, unidas por las espaldas. Durante un rato la contemplé desilusionado y asombrado. En aquel instante descubrí una vela metida en un candelabro de metal. La encendí; la figurilla quedó entonces completamente iluminada.

Lentamente se me reveló su significado. Empecé a sospechar y a reconocer lo que trataba de representar. Aquella figurilla era yo mismo, pero aquel retrato mío aparecía indeciblemente pálido y débil, tenía los rasgos borrosos y ofrecía un continente débil en una actitud moribunda, una actitud sin la menor firmeza. Parecía una pequeña estatuilla a la que hubieran dado el nombre de «Fugacidad», «Putrefacción» o algo parecido. Por el contrario, la otra figurilla, la que estaba unida con la mía, era de colores y formas vigorosas, y al contemplarla más detenidamente reconocí que se trataba del criado Leo, el Superior de los Superiores. En aquel momento descubrí otra vela en el cajón, la cual encendí también. Ahora no sólo podía ver claramente las dos figuras, que pretendían representar a Leo y a mí, sino que podía contemplar el interior de ambas, pues sus superficies eran transparentes, del mismo modo como podemos mirar a través del cristal de una botella o de una copa. Y en el interior de las dos figurillas vi agitarse algo lentamente, muy lentamente, tal como se mueve una serpiente adormecida. Era un movimiento muy lento y suave, algo como un fluir ininterrumpido o como el fundirse de un metal. Del interior de la figurilla que intentaba representarme fluía o se fundía algo hacia la efigie de Leo, y comprendí que el conjunto se disolvería cada vez más en la figurilla de Leo: le nutría, le fortalecía. Con el tiempo, toda la sustancia de mi cuerpo fluiría hacia el de Leo, y sólo sobreviviría uno de los dos: Leo. Él crecería, yo sucumbiría.

Mientras contemplaba y trataba de comprender todo aquello, recordé una conversación que sostuve con Leo durante los festivales en Bremgarten. Hablamos de que los personajes de la ficción son más vivos y reales que sus mismos creadores.

Las velas se apagaron, me sentí dominado por un cansancio enorme y grandes deseos de cerrar los ojos, y me alejé en busca de un lugar donde poder reposar y dormir.


FIN

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