Capítulo segundo

A todos los que intervinimos en aquel inolvidable viaje nos extrañó sobremanera la súbita desaparición de Leo, que nos abandonó en medio del terrible desfiladero de Morbio Inferiore. Tan sólo mucho más tarde llegué a comprender, abarcándolos en su conjunto, una parte de los verdaderos motivos y las profundas relaciones de aquellos acontecimientos, quedando demostrado que este suceso, la desaparición de Leo, al parecer baladí, pero, en realidad, de una importancia suma, no era en modo alguno una simple casualidad, sino un eslabón más de la cadena de persecuciones con la que nuestro eterno enemigo trataba de hacer fracasar nuestra empresa. Cuando echamos a faltar a nuestro fiel Leo aquella fría mañana de otoño y las pesquisas para hallarle resultaron infructuosas, no fui yo el único que por primera vez tuvo el presentimiento de futuras desgracias y sucesos amenazadores.

Concretando, la situación en aquel momento era la siguiente:

Tras una heroica cruzada por media Europa y un período de la Edad Media, acampamos en un profundo valle, un desfiladero salvaje próximo a la frontera italiana, y nos dedicamos a la búsqueda de nuestro criado Leo, desaparecido de una forma harto extraña. Cuanto más le buscábamos y más se esfumaban nuestras esperanzas de dar con él, tanto más nos sentíamos dominados todos por la opresiva sensación de que la desaparición de Leo no tenía ninguna relación con las ideas de accidente, fuga o rapto, sino que aquello significaba el principio de una lucha, constituía el primer síntoma de una tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas. Todo aquel primer día lo dedicamos, hasta el anochecer, a la búsqueda infructuosa de Leo. Mientras estas pesquisas nos agotaban físicamente, aumentando al propio tiempo la sensación de desfallecimiento y de inutilidad, — causaba asombro comprobar que, de hora en hora, iba creciendo en importancia la pérdida de nuestro criado, que Leo significaba más y más para nosotros cada vez. No se trataba sólo de que a todos los peregrinos, y sin duda alguna también a toda la servidumbre, nos doliera la desaparición de aquel joven servicial unánimemente apreciado, sino que, cuanto más se confirmaban nuestros temores, tanto más imprescindible nos parecía su persona: sin Leo, sin su buen humor y sus canciones, sin su rostro agradable, sin su gran entusiasmo por nuestra causa, a todos nos parecía que la empresa en sí perdía, por causas desconocidas, algo de su valor. Por lo menos, así me sucedía a mí. Durante el transcurso de aquellos meses, a pesar de los continuos esfuerzos y de algunos pequeños desengaños, no había sufrido ni un momento de desfallecimiento o de duda. Ningún caudillo triunfante, ningún pájaro en su emigración hacia Egipto, podía sentirse más seguro de su objetivo, de su misión, más convencido de la certidumbre de su actuación y de sus aspiraciones, que yo durante aquel viaje. Pero desde la desaparición de Leo, mi ánimo se mostraba inquieto. Esperaba lleno de ansiedad el regreso de algún mensajero, y durante aquel largo día de otoño, azul y dorado, estuve pendiente de los gritos y de las señales, de nuestros guardianes en el funesto, desfiladero, mientras aguardaba la llegada de algún parte o noticia con una tensión que iba paulatinamente en aumento, para sufrir cada vez un nuevo desengaño; mientras contemplaba los rostros desconcertados de mis compañeros, sentí por primera vez en mi corazón algo muy semejante a la tristeza y la duda. Al crecer estos sentimientos se afirmó en mi la certeza de que no era sólo la pérdida de Leo lo que me angustiaba, sino el comprobar que todo se tornaba impreciso y dudoso, que el valor inmutable de las cosas amenazaba con derrumbarse, que todo perdía su sentido: nuestra camaradería, nuestra fe, nuestro juramento, nuestro viaje a Oriente, nuestra vida, en fin.

Aunque me equivocara al suponer en los demás la existencia de los mismos sentimientos que a mí me dominaban, aunque más adelante me engañase respecto a mis propias ideas y a mis vivencias y en muchas cosas que sucedieron en realidad, bastante más tarde y que yo subjetivamente situé en aquella fecha, a pesar de todo, existe el hecho asombroso del equipaje de Leo. Prescindiendo de mis impresiones personales, ocurrió algo extraño, fantástico que vino a aumentar considerablemente nuestros temores. Fue lo siguiente: En el curso de nuestra estancia en el desfiladero de Morbio, mientras proseguíamos la infatigable búsqueda del desaparecido, notó primero uno, luego otro, y bien pronto todos, la desaparición de algo importante, de alguna cosa imprescindible en su equipaje. No fue posible encontrar dichos objetos por ninguna parte, y cada cosa que se echaba a faltar se sabía con certeza que tenía que encontrarse en el equipaje de Leo. Pero el equipaje de Leo, como el de todos, se reducía a una simple mochila de excursionista. Sin embargo, no había duda posible, todas aquellas cosas importantes que cada uno de nosotros llevaba consigo en el viaje, se hallaban ahora en la misteriosa mochila que desapareció con su dueño. Aunque se trate de la conocida debilidad humana, que valora excesivamente y considera imprescindible un objeto en el momento preciso de su pérdida aunque en realidad alguno de aquellos objetos que notamos a faltar en el desfiladero de Morbio y cuya desaparición tanto nos había consternado se encontrase de nuevo y su falta no resultara realmente de tanta importancia, nosotros no lo sentíamos así y, con una inquietud justificada, vivíamos pendientes de la desaparición de una serie de objetos que reputábamos de suma importancia. y sucedió que, poco a poco, fuimos encontrando de nuevo, entre nuestras provisiones, aquellos objetos que injustamente habíamos dado por perdidos y sobre cuyo valor nos habíamos equivocado. Si hemos de exponer aquí lo esencial y dejar constancia de lo absurdo de nuestra situación, baste con decir que, en el transcurso del viaje y para bochorno nuestro, muchos de los instrumentos, joyas, mapas y documentos que encontramos a faltar, se nos revelaron después como totalmente inútiles. Parecía como si cada uno de nosotros hubiera forzado a su imaginación a considerar las pérdidas como irreparables, tomando la desaparición de un objeto cualquiera de su pertenencia como lo más importante del mundo, deploran-forzado a su imaginación a considerar las pérdida de su pasaporte, otro de sus mapas, un tercero de la carta de crédito para el califa, otros de esto o de aquello. Al final, cuando volvió a recuperarse todo pieza por pieza- y se reconoció la escasa importancia y valor de los objetos perdidos, pudimos confirmar, con toda seguridad y de un modo definitivo, la pérdida de un documento de un valor incalculable, un documento básico e imprescindible para nuestro Círculo. Pero, en esta cuestión divergían las opiniones. ¿Se hallaba realmente el tal documento en el equipaje de Leo? ¿Lo llevábamos realmente con nosotros? Aunque existiera unanimidad absoluta sobre el gran valor del documento y la gran importancia de su pérdida, muy pocos se atrevieron, entre ellos yo, a afirmar que lo lleváramos con nosotros desde el principio del viaje. Unos opinaban que en la mochila de Leo iba algo parecido, pero que en modo alguno se trataba del documento original, y sí sólo de una copia; los demás estaban dispuestos a jurar que jamás se había tenido intención de llevar el documento original o la copia con nosotros, afirmando que tal cosa hubiera significado una burla al sentido de nuestro viaje. Esto originó calurosas discusiones que trajeron aparejadas una gran cantidad de opiniones contradictorias sobre el lugar donde realmente se encontraba el original, no sabiendo si realmente habíamos poseído la copia o si la habíamos perdido. El documento, se afirmaba, había sido depositado en el Gobierno de Kyhauser. «No — replicaban algunos—, está enterrado junto con la urna que contiene las cenizas de nuestro Maestro.» «¡Tonterías! — replicaban otros —. Este documento fundamental del Círculo fue manuscrito por el Maestro con la escritura especial para esta clase de documentos que sólo él conocía y, por su expresa voluntad, fue quemado conjuntamente con su cadáver.» La cuestión relativa a dónde pudiera hallarse el documento no tenía la menor importancia, ya que después de la muerte del Maestro ningún ojo humano hubiera podido descifrarlo. De todas formas, era muy conveniente saber dónde se encontraban las cuatro — otros decían seis— traducciones del original, que en tiempos del Maestro y bajo su dirección habían sido hechas. Se afirmaba que existía una en chino, otra en griego, una tercera en hebreo y una cuarta en latín, depositadas todas en las cuatro capitales antiguas. Se expusieron aún muchas opiniones y muchos puntos de vista; algunos mantuvieron tercamente sus afirmaciones, otros se dejaron convencer por la argumentación que les ofrecía la parte contraria, para cambiar a poco de punto de vista. En fin, a partir de entonces ya no existió ninguna seguridad y unidad en nuestra comunidad, a pesar de que la gran Idea nos mantenía aún unidos a todos.

Me acuerdo perfectamente de aquellas primeras disputas. ¡Era algo tan nuevo e increíble en nuestro Círculo, hasta entonces tan indestructiblemente unido! Desde luego, las desavenencias no influyeron en el mutuo respeto y cortesía: al principio al menos, no se produjeron peleas, reproches personales o insultos; para el mundo exterior éramos una comunidad entrañablemente unida. Oigo todavía las voces, veo aún el lugar donde estábamos acampados y en donde tuvieron lugar las disputas. Las primeras hojas doradas del otoño se desprendían de los árboles para caer en la tierra suavemente. Evoco aquellos rostros desacostumbradamente graves y veo todavía una hoja abarquillada que se posa sobre mi rodilla. Estaba allí y escuchaba las discusiones, sintiéndome cada vez más triste y oprimido. Entre aquellas discrepancias, yo mantenía con gran entereza la fe en mi creencia, la triste certidumbre de que, en efecto, el documento original se encontraba en la mochila de Leo y de que había desaparecido y perdido irremisiblemente junto con el criado. Por desconcertante que parezca, mi credulidad sobre este punto era inconmovible y ello me prestaba una cierta firmeza. Por aquel entonces creí poder trocar esta creencia por otra más esperanzadora. Sólo más tarde, cuando perdí definitivamente esta certidumbre y asimilaba cualquier punto de vista ajeno, comprendí lo que en el fondo significaba este último refugio de mi fe.

Pero ahora advierto que estos hechos no se pueden explicar como yo lo hago. Sin embargo, ¿cómo relatar la historia de este viaje único, la historia de una comunidad de almas, la historia de una vida tan sublime y tan repleta de elevados sentimientos? Como uno de los últimos supervivientes de la cruzada, quisiera salvar algo del recuerdo de aquella gran empresa; tengo la impresión de ser uno de aquellos humildes siervos que acompañaban a sus señores — por ejemplo, a Carlomagno— y que conservaban en su memoria una brillante serie de hazañas y de maravillas acaecidas a su señor, pero cuyas imágenes y recuerdos desaparecían con ellos, si no lograban retener parte de los mismos por medio de un cuadro o de la palabra, si no conseguían transmitirlos a la posteridad valiéndose de la canción o del relato oral. Pero, ¿cómo, de qué forma, por medio de qué arte me será posible a mí explicar la historia de nuestro viaje a Oriente? No lo sé. Ya este primer intento, este comienzo emprendido con las mejores intenciones del mundo, me conduce hacia lo incomprensible e inexpresable. Sólo trataba de reseñar lo que había retenido en mi memoria de los distintos acontecimientos e incidentes de nuestro viaje. Al principio, el intento lo reputé fácil. Pero ahora, cuando aún no me ha sido posible explicar gran cosa, me encuentro perdido en este fútil episodio de la desaparición de Leo, con la sensación de que tengo entre mis manos, en lugar de un fino tejido, una complicada madeja de infinitos hilos, para desenredar la cual se precisaría la labor de cien manos durante cien años, sin contar con que cada uno de estos hilos, cuando se le toca y se intenta tirar de él, es tan terriblemente frágil que al menor esfuerzo se rompe entre nuestros dedos.

Imagino que a cualquier historiador que trate de anotar los acontecimientos de una época y tenga intención de decir la verdad, debe ocurrirle algo semejante. ¿Dónde encontrar el término justo, que aclare todos los acontecimientos, el denominador común, algo que podamos considerar como punto de apoyo y que dé sentido a la totalidad de los detalles? Para que surja algo que aclare relaciones distintas y aparentemente dispares, algo que transforme la casualidad en casualidad, a fin de que los acontecimientos adquieran sentido en este mundo, el historiador tiene que inventar la unidad: un héroe, un pueblo, una idea.

Pero si ya resulta difícil narrar una serie de sucesos realmente sucedidos y confirmados, mucho más ardua es la tarea que yo me he propuesto, pues todos los hechos que relato se deslizan hacia la duda tan pronto fijo mi atención en ellos; todo se borra y se diluye, de la misma manera que nuestra comunidad, la más fuerte de este mundo, pero hoy esfumada, inexistente. Y en parte alguna descubro una unidad, un centro, un eje alrededor del cual pueda girar la rueda.

Nuestro viaje a Oriente y la comunidad que llevó a efecto la empresa, nuestro Círculo, son las cosas más importantes, lo único importante de mi vida, algo ante lo que mi propia persona queda completamente anulada. Y ahora, cuando intento anotar y retener los recuerdos de aquella mágica empresa, o al menos una parte de los mismos, tan sólo descubro ante mí un conjunto de imágenes que tiran cada una por su lado. Se reflejan en algo y este algo es mi propio yo, un espejo al que, cuando le interrogo, demuestra ser la nada, la pura superficie de un cristal. Dejo la pluma, con la intención y la esperanza de proseguir mañana o cualquier otro día, quizá para empezar de nuevo desde el principio. Pero detrás de mis intenciones y esperanzas, detrás de esta voluntad inquebrantable de narrar nuestra historia, se alza una duda mortal. La misma que comenzó con la búsqueda de Leo en el desfiladero de Morbio. Esta duda no sólo me hace la pregunta: «¿Es explicable tu historia?» También me interroga de este modo: «¿Pudo ser vivida?» Consolémonos pensando que los combatientes de la Guerra Mundial, a quienes sin duda no les faltaban hechos concretos, ni episodios confirmados por los demás, también llegaron a conocer esta clase de duda.

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