La niebla cubría la tierra. La luz de los faros de los automóviles reverberaba sobre la línea de alta tensión que bordeaba la carretera.
No había llovido, pero al amanecer la humedad había calado en la tierra y, cuando el semáforo indicó prohibido, una vaga mancha rojiza apareció sobre el asfalto mojado. El aliento del campo de concentración se percibía a muchos kilómetros de distancia: los cables del tendido eléctrico, las carreteras, las vías férreas, todo confluía en dirección a él, cada vez con mayor densidad. Era un espacio repleto de líneas rectas; un espacio de rectángulos y paralelogramos que resquebrajaba el cielo otoñal, la tierra, la niebla.
Unas sirenas lejanas lanzaron un aullido suave y prolongado.
La carretera discurría junto a la vía, y una columna de camiones cargados de sacos de cemento circuló durante un rato casi a la misma velocidad que el interminable tren de mercancías. Los chóferes de los camiones, enfundados en sus capotes militares, no miraban los vagones que corrían a su lado, ni las caras borrosas y pálidas que viajaban en su interior.
De la niebla emergió el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter inhumano del campo.
Entre millones de isbas rusas no hay ni habrá nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos… La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia.
La mirada apresurada pero atenta del canoso maquinista seguía el desfile de los postes de hormigón, los altos pilares coronados por reflectores giratorios, las torres de observación donde se vislumbraba, como a la luz vítrea de una farola, a los centinelas apostados detrás de las ametralladoras. El maquinista guiñó el ojo a su ayudante; la locomotora lanzó una señal de aviso. Apareció de repente una garita iluminada por una lámpara eléctrica, luego una hilera de automóviles detenidos en el paso a nivel, bloqueados por una barrera a rayas y el disco del semáforo, rojo como el ojo de un toro.
De lejos se oyeron los pitidos de un tren que se acercaba. El maquinista se volvió hacia el ayudante:
– Ése es Zucker, lo reconozco por el fuerte pitido; ha descargado la mercancía y se vuelve de vacío a Múnich.
El tren vacío provocó un gran estruendo al cruzarse con aquel otro tren que se dirigía al campo; el aire desgarrado chilló, las luces grises entre los vagones centellearon, y, de repente, el espacio y la luz matutina del otoño, despedazada en fragmentos, se unieron en una vía que avanzaba regularmente.
El ayudante del maquinista, que había sacado un espejito del bolsillo, se examinó la sucia mejilla. Con un gesto de la mano, el maquinista le pidió que se lo pasara.
– Francamente, Genosse [1] Apfel -le dijo el ayudante, excitado-, de no ser por la maldita desinfección de los vagones podríamos haber regresado a la hora de la comida y no a las cuatro de la madrugada, muertos de cansancio. Como si no pudieran hacerlo aquí, en el depósito.
Al viejo le aburrían las sempiternas quejas sobre la desinfección.
– Da un buen pitido -dijo-, nos mandan directamente a la plataforma de descarga principal.
En el campo de concentración alemán, Mijaíl Sídorovich Mostovskói tuvo oportunidad, por vez primera después del Segundo Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras. Antes de la guerra, cuando vivía en Leningrado, había tenido escasas ocasiones de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los años de emigración que había pasado en Londres y en Suiza, donde él y otros camaradas revolucionarios hablaban, discutían, cantaban en muchas lenguas europeas.
Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el catre junto a Mostovskói, le había explicado que en el Lager vivían hombres de cincuenta y seis nacionalidades.
Las decenas de miles de habitantes de los barracones del campo compartían el mismo destino, el mismo color de tez, la misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedáneo de sagú que los presos rusos llamaban «ojo de pescado».
Para las autoridades del campo, los prisioneros sólo se distinguían por el número y el color de la franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros políticos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.
Aquella muchedumbre plurilingüe no se comprendía entre sí, pero todos estaban unidos por un destino común. Especialistas en física molecular o en manuscritos antiguos yacían en el mismo camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir su propio nombre. Un hombre que antes pedía el desayuno a su cocinero y cuya falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado de aquel otro que toda su vida se había alimentado a base de bacalao salado. Sus suelas de madera producían el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los Kostträger, los portadores de los bidones de comida, los «kostrigui» como los llamaban los prisioneros rusos.
Los destinos de los hombres del campo, a pesar de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su visión del pasado se asociaba a un pequeño jardín situado al borde de una polvorienta carretera italiana, como si estaba ligada al bramido huraño del mar del Norte o a la pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al último, el pasado era maravilloso.
Cuanto más dura había sido la vida de un hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes no servían a ningún objetivo práctico; más bien representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado…
Antes de la guerra aquel campo se denominaba campo para criminales políticos.
El nacionalsocialismo había creado un nuevo tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún crimen.
Muchos ciudadanos iban a parar al campo por haber contado un chiste de contenido político o por haber expresado una observación crítica al régimen hitleriano en una conversación entre amigos. No habían hecho circular octavillas, no habían participado en reuniones clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.
La reclusión de prisioneros de guerra en los campos de concentración para prisioneros políticos era otra de las innovaciones del fascismo. Allí convivían pilotos ingleses y americanos abatidos sobre territorio alemán, comandantes y comisarios del Ejército Rojo. Estos últimos eran de especial interés para la Gestapo y se les exigía que dieran información, colaboraran, suscribieran toda clase de proclamas.
En el campo había saboteadores: trabajadores que se habían atrevido a abandonar el trabajo sin autorización en las fábricas militares o en las obras en construcción. La reclusión en campos de concentración de obreros cuyo trabajo se consideraba deficiente también era un hallazgo del nacionalsocialismo.
Había en el campo hombres con franjas de tela lila en las chaquetas: emigrados alemanes huidos de la Alemania fascista. Era ésta, asimismo, una novedad introducida por el fascismo: todo aquel que hubiera abandonado Alemania, aun cuando se hubiera comportado de manera leal a ella, se convertía en un enemigo político.
Los hombres que llevaban una franja verde en la chaqueta, ladrones y malhechores, gozaban de un estatus privilegiado: las autoridades se apoyaban en los delincuentes comunes para vigilar a los prisioneros políticos.
El poder que ejercía el preso común sobre el prisionero político era otra manifestación del espíritu innovador del nacionalsocialismo.
En el campo había hombres con un destino tan peculiar que no habían podido encontrar tela de un color que se ajustara convenientemente al suyo. Pero también el encantador de serpientes indio, el persa llegado de Teherán para estudiar la pintura alemana, el estudiante de física chino habían recibido del nacionalsocialismo un puesto en los catres, una escudilla de sopa y doce horas de trabajo en los Plantages [2].
Noche y día los convoyes avanzaban en dirección a los campos de concentración, a los campos de la muerte. El ruido de las ruedas persistía en el aire junto al pitido de las locomotoras, el ruido sordo de cientos de miles de prisioneros que se encaminaban al trabajo con un número azul de cinco cifras cosido en el uniforme. Los campos se convirtieron en las ciudades de la Nueva Europa. Crecían y se extendían con su propia topografía, sus calles, plazas, hospitales, mercadillos, crematorios y estadios.
Qué ingenuas, qué bondadosamente patriarcales parecían ahora las viejas prisiones que se erguían en los suburbios urbanos en comparación con aquellas ciudades del campo, en comparación con el terrorífico resplandor rojo y negro de los hornos crematorios.
Uno podría pensar que para controlar a aquella enorme masa de prisioneros se necesitaría un ejército de vigilantes igual de enorme, millones de guardianes. Pero no era así. Durante semanas no se veía un solo uniforme de las SS en los barracones. En las ciudades-Lager eran los propios prisioneros los que habían asumido el deber de la vigilancia policial. Eran ellos los que velaban por que se respetara el reglamento interno en los barracones, los que cuidaban de que a sus ollas sólo fueran a parar las patatas podridas y heladas, mientras que las buenas y sanas se destinaban al aprovisionamiento del ejército.
Los propios prisioneros eran los médicos en los hospitales, los bacteriólogos en los laboratorios del Lager, los porteros que barrían las aceras de los campos. Eran incluso los ingenieros que procuraban la luz y el calor en los barracones y que suministraban las piezas para la maquinaria.
Los kapos -la feroz y enérgica policía de los campos- llevaban un ancho brazalete amarillo en la manga izquierda. Junto a los Lagerälteste, Blockälteste y Stubenälteste, controlaban toda la jerarquía de la vida del campo: desde las cuestiones más generales hasta los asuntos más personales que tenían lugar por la noche en los catres. Los prisioneros participaban en el trabajo más confidencial del Estado del campo, incluso en la redacción de las listas de «selección» y en las medidas aplicadas a los prisioneros en las Dunkel-kammer, las celdas oscuras de hormigón. Daba la impresión de que, aunque las autoridades desaparecieran, los prisioneros mantendrían la corriente de alta tensión de los alambres, que no se desbandarían ni interrumpirían el trabajo.
Los kapos y Blockälteste se limitaban a cumplir órdenes, pero suspiraban y a veces incluso vertían algunas lágrimas por aquellos que conducían a los hornos crematorios… Sin embargo, ese desdoblamiento nunca llegaba hasta el extremo de incluir sus propios nombres en las listas de selección. A Mijaíl Sídorovich se le antojaba particularmente siniestro que el nacionalsocialismo no hubiera llegado al campo con monóculo, que no tuviera el aire altivo de un cadete de segunda fila, que no fuera ajeno al pueblo. En los campos, el nacionalsocialismo campaba a sus anchas pero no vivía aislado del pueblo llano: gustaba de sus burlas y sus bromas desataban las risas; era plebeyo y se comportaba de modo campechano; conocía a la perfección la lengua, el alma y la mentalidad de aquellos a los que había privado de libertad.
Mostovskói, Agrippina Petrovna, la médico militar Sofía Levinton y el chófer Semiónov fueron arrestados por los alemanes una noche del mes de agosto de 1942 a las afueras de Stalingrado y conducidos seguidamente al Estado Mayor de la división de infantería.
Después del interrogatorio Agrippina Petrovna fue puesta en libertad y, por indicación de un colaborador de la policía militar, recibió del traductor una hogaza de harina de guisantes y dos billetes rojos de treinta rublos; Semiónov, en cambio, fue agregado a la columna de prisioneros que partía hacia un Stalag de los alrededores, cerca de la granja de Vertiachi. Mostovskói y Sofía Ósipovna Levinton fueron enviados al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos.
Allí Mostovskói vio por última vez a Sofía Ósipovna. La mujer permanecía de pie, en medio del patio polvoriento; la habían despojado del gorro y arrancado del uniforme las insignias de su rango, y tenía una expresión sombría y rabiosa en la mirada, en todo el rostro, que llenó de admiración a Mostovskói.
Después del tercer interrogatorio, llevaron a Mostovskói a pie hasta la estación de tren donde estaban cargando un convoy de trigo. Una decena de vagones estaban reservados para hombres y mujeres que eran enviados a Alemania para realizar trabajos forzados; Mostovskói pudo oír a las mujeres gritar cuando el tren se puso en marcha. A él lo habían encerrado en un pequeño compartimento de servicio; el soldado que le escoltaba no era un tipo grosero, pero, cada vez que Mostovskói le formulaba una pregunta, asomaba en su rostro la expresión de un sordomudo. Al mismo tiempo se palpaba que el soldado estaba única y enteramente dedicado a vigilar a su detenido: como el guardián experimentado de un parque zoológico que en medio de un silencio tenso vigila la caja donde una fiera salvaje se agita durante el viaje de traslado. Cuando el tren avanzaba por el territorio del gobernador general de Polonia, apareció un nuevo pasajero: un obispo polaco, bien plantado y de estatura alta, con los cabellos canos, ojos trágicos y unos juveniles labios carnosos. Enseguida contó a Mostovskói, con un fuerte acento ruso, la represión que Hitler había organizado contra el clero polaco. Después de que Mijaíl Sídorovich vituperara contra el catolicismo y el Papa, el obispo guardó silencio y, lacónico, pasó a contestar sus preguntas en polaco. Al cabo de unas horas, hicieron apearse al clérigo en Poznan.
Mostovskói fue conducido directamente al campo, sin pasar por Berlín… Tenía la impresión de que llevaba años en el bloque donde alojaban a los prisioneros de especial interés para la Gestapo. Allí alimentaban mejor a los reclusos que en el campo de trabajo, pero aquella vida fácil era la de las cobayas-mártires de los laboratorios. El guardián de turno llamaba a un prisionero a la puerta y le comunicaba que un amigo le ofrecía un intercambio ventajoso: tabaco por una ración de pan; y el prisionero volvía a su litera sonriendo satisfecho. De la misma manera, otro prisionero interrumpía su conversación para seguir al hombre que lo llamaba; su interlocutor esperaría en vano a conocer el final del relato. Al día siguiente el kapo se acercaba a las literas y ordenaba al guardián de turno que recogiera sus trapos; y alguien preguntaba en tono adulador al Stubenälteste Keize si podía ocupar el sitio que acababa de quedar libre.
La salvaje amalgama de los temas de conversación ya no sorprendía a Mostovskói; se hablaba de la «selección», los hornos crematorios y los equipos de fútbol del campo: el mejor era el de los Moorsoldaten del Plantage, el del Revier tampoco estaba mal, el equipo de la cocina tenía una buena línea delantera, el equipo polaco, en cambio, era un desastre en defensa. Se había acostumbrado asimismo a las decenas, los cientos de rumores que circulaban por el campo: sobre la invención de cierta arma nueva o sobre las discrepancias entre los líderes nacionalsocialistas. Los rumores eran invariablemente hermosos y falsos; el opio de la población de los campos.
Al despuntar el día empezó a caer la nieve y no remitió hasta mediodía. Los rusos experimentaron alegría y tristeza. Rusia había soplado en su dirección, arrojando bajo sus miserables y doloridos pies un pañuelo maternal. Los techos de los barracones estaban emblanquecidos y, a lo lejos, cobraban un aspecto familiar, aldeano.
Pero aquella alegría, que había resplandecido por un instante, se confundió con la tristeza y acabó por ahogarse.
A Mostovskói se le acercó un guardia, un soldado español llamado Andrea. Le informó, chapurreando un francés macarrónico, de que un amigo suyo, empleado en la administración del campo, había visto un papel donde se hablaba de un viejo de nacionalidad rusa, pero no había tenido tiempo de leerlo puesto que el superior de la oficina se lo había arrebatado de las manos.
«Mi vida pende de ese trozo de papel», pensó Mostovskói, y se alegró de sentirse tan sereno.
– Pero no importa -le susurró Andrea-; averiguaremos lo que hay ahí escrito.
– ¿Por el comandante del campo? -preguntó Guardi, y sus enormes pupilas negras refulgieron en la penumbra-. ¿O por Liss, el representante del SD?
A Mostovskói le sorprendía que el Guardi de día y el Guardi de noche fueran tan diferentes. Durante el día el sacerdote hablaba de la sopa, de los recién llegados, pactaba intercambios de raciones con los vecinos, se acordaba de la comida italiana, picante y con sabor a ajo. Los prisioneros de guerra del Ejército Rojo conocedores de su expresión preferida, al encontrarse con él en la plaza del Lager, le gritaban de lejos: «Tío Padre, tutti kaputi», y sonreían como si aquellas palabras les infundieran esperanza. Le llamaban tío Padre, creyendo que Padre era su nombre.
Una vez, entrada la noche, los oficiales y los comisarios soviéticos que se encontraban en el bloque especial empezaron a gastar bromas sobre Guardi, preguntándose si de verdad había mantenido el voto de castidad.
Guardi, con el semblante serio, escuchó aquella mezcolanza fragmentaria de palabras francesas, alemanas y rusas.
Luego habló él, y Mostovskói le tradujo. Los revolucionarios rusos iban al presidio y al patíbulo por sus ideales. ¿Por qué, entonces, dudaban de que un hombre pudiera renunciar a la intimidad con las mujeres por ideales religiosos? Eso no tenía ni punto de comparación con el sacrificio de la propia vida.
– No lo estará diciendo en serio -observó el comisario de brigada Ósipov.
Por la noche, cuando los prisioneros empezaban a dormirse, Guardi se convertía en otro hombre. Se arrodillaba en el catre y rezaba. Parecía que en sus ojos extasiados, en aquel terciopelo negro y penetrante, podían ahogarse todos los sufrimientos de la ciudad-presidio. Los tendones de su cuello moreno se tensaban como si estuviera haciendo un esfuerzo físico; su rostro largo e indolente adoptaba una expresión de obstinación sombría y feliz. Rezaba durante mucho rato, y Mijaíl Sídorovich se dormía arrullado por el bisbiseo suave y apresurado del italiano. Por lo general, Mostovskói se despertaba una o dos horas más tarde, y, para entonces, Guardi ya dormía. El italiano tenía un sueño agitado, como si trataran de acoplarse sus dos naturalezas: la diurna y la nocturna. Roncaba, chasqueaba los labios, rechinaba los dientes, expulsaba gases intestinales estruendosamente y de repente entonaba, arrastrando la voz, hermosas palabras de una oración que hablaba de la misericordia de Dios y la Santa Virgen.
Nunca reprochaba al viejo comunista ruso su ateísmo y a menudo le hacía preguntas sobre la Rusia soviética.
El italiano, mientras escuchaba a Mostovskói, asentía con la cabeza, como si aprobara el cierre de iglesias y monasterios y las nacionalizaciones de las tierras que pertenecían al Santo Sínodo. Con sus ojos negros miraba fijamente al viejo comunista, y Mijaíl Sídorovich le preguntaba, irritado:
– Vous me comprenez?
Guardi sonreía con su sonrisa habitual, la misma con la que hablaba de ragú y salsa de tomate.
– Je comprends tout ce que vous dites, je ne comprends pas seulement pourquoi vous dites cela.
A los prisioneros de guerra rusos que se encontraban en el bloque especial no se les eximía del trabajo, motivo por el cual Mostovskói no los veía ni conversaba con ellos hasta muy avanzada la tarde, o bien por la noche. El general Gudz y el comisario de brigada Ósipov eran los únicos que no trabajaban.
Mostovskói solía hablar con un hombre extraño, de edad indeterminada, cuyo nombre era Ikónnikov-Morzh. Dormía en el peor lugar del barracón: cerca de la puerta de entrada, donde soplaba una corriente de aire helado y había un enorme cubo con una tapa ruidosa, el recipiente para los orines.
Los prisioneros rusos habían apodado a Ikónnikov «el viejo paracaidista» [3], lo consideraban un yuródivi [4] y lo trataban con una piedad aprensiva. Estaba dotado de aquella resistencia extraordinaria que sólo poseen los locos y los idiotas. Jamás se resfriaba, aunque al acostarse nunca se despojaba de la ropa mojada por la lluvia otoñal. Y seguramente sólo la voz de un loco podría sonar así de clara y sonora.
Mostovskói lo había conocido de la siguiente manera. Un día Ikónnikov se le acercó y se quedó mirándole fijamente, en silencio.
– ¿Qué hay de bueno, camarada? -preguntó Mijaíl Sídorovich Mostovskói, que esbozó una sonrisa burlona cuando Ikónnikov, con acento declamatorio, profirió:
– ¿De bueno? ¿Y qué es el bien?
De repente, estas palabras transportaron a Mostovskói a la infancia, cuando su hermano mayor, de regreso del seminario, discutía con su padre sobre cuestiones teológicas.
– Es un viejo dilema muy manido -dijo Mostovskói-. Le dieron vueltas ya los budistas y los primeros cristianos. También los marxistas se han afanado lo suyo.
– ¿Y han encontrado la solución? -preguntó Ikónnikov en un tono que provocó la risa de Mostovskói.
– Bueno, el Ejército Rojo -replicó Mostovskói- lo está resolviendo ahora. Pero perdone, percibo en su voz un eco de misticismo, algo que no se comprende bien si corresponde a un pope o a un tolstoísta.
– No podría ser de otra manera -dijo Ikónnikov-, he sido tolstoísta.
– ¡No me diga! -exclamó Mostovskói. Aquel extraño individuo despertaba su interés.
– ¿Sabe? -continuó Ikónnikov-. Estoy convencido de que las persecuciones que los bolcheviques acometieron contra la Iglesia después de la Revolución han beneficiado a la fe cristiana. Antes de la Revolución la Iglesia se hallaba en un estado lamentable.
Mijaíl Sídorovich observó afablemente:
– ¡Usted es un verdadero dialéctico! He aquí que yo también, en mis años de vejez, tengo la oportunidad de presenciar un milagro evangélico.
– No -respondió Ikónnikov con aire sombrío-. Para ustedes el fin justifica los medios, y los medios que emplean son despiadados. Yo no soy un dialéctico y usted no está asistiendo a ningún milagro.
– Muy bien -contestó Mostovskói, repentinamente irritado-, ¿en qué puedo ayudarle?
Ikónnikov, adoptando como un soldado la posición de firmes, dijo:
– ¡No se ría de mí! -Su voz triste ahora sonó trágica-. No me he acercado a usted para bromear. El quince de septiembre del año pasado fui testigo de la ejecución de veinte mil judíos, entre ellos mujeres, niños y ancianos. Ese día comprendí que Dios nunca permitiría algo así y que, por tanto, Dios no existía. En la actual tiniebla, veo claramente vuestra fuerza y el terrible mal contra el que lucha…
– Vamos a ver, hablemos -dijo Mijaíl Sídorovich.
Ikónnikov trabajaba en el Plantage, en los pantanos cercanos al campo donde estaban construyendo un enorme sistema de tubos de hormigón para canalizar el río y los arroyos de agua sucia, y así drenar la depresión. A los hombres que eran enviados a trabajar allí -en su mayoría mal considerados por las autoridades- se les llamaba Moorsoldaten, soldados del pantano.
Las manos de Ikónnikov eran pequeñas, de dedos finos y uñas infantiles. Regresaba del trabajo cubierto de barro, todo empapado se acercaba al catre de Mostovskói y le preguntaba:
– ¿Puedo sentarme a su lado?
Se sentaba, y sonriendo, sin mirar a su interlocutor, se pasaba una mano por la frente. Tenía una frente asombrosa; no era muy grande, pero sí abombada y clara, tanto que parecía que viviera una vida independiente de las orejas sucias, el cuello marrón oscuro y las manos con las uñas rotas. A los prisioneros de guerra soviéticos, hombres con historias personales sencillas, les parecía un hombre oscuro y perturbador.
Desde los tiempos de Pedro el Grande, los antepasados de Ikónnikov, generación tras generación, habían sido sacerdotes. Sólo la última había elegido otro camino: todos los hermanos de Ikónnikov, por deseo paterno, habían recibido una educación laica.
Ikónnikov ingresó en el Instituto de Tecnología de San Petersburgo pero, entusiasmado por el tolstoísmo, abandonó los estudios en último curso y se dirigió al norte de la provincia de Perm para convertirse en maestro de escuela. Vivió en un pueblo casi ocho años; luego se trasladó al sur, a Odessa, embarcó en un buque de carga como mecánico, estuvo en la India y en Japón, vivió en Sidney. Después de la Revolución volvió a Rusia y participó en una comuna agrícola. Era un antiguo sueño suyo; creía que el trabajo agrícola comunista instauraría el reino de Dios sobre la Tierra.
Durante el periodo de la colectivización general vio convoyes atestados de familias de deskulakizados [5]. Vio caer en la nieve a personas extenuadas que ya no volvían a levantarse. Vio pueblos «cerrados», sin un alma, con las puertas y ventanas tapiadas. Vio a una campesina arrestada, cubierta de harapos, el cuello carniseco, las manos oscuras de trabajadora, a la que quienes la escoltaban miraban con espanto; la mujer, enloquecida por el hambre, se había comido a sus dos hijos.
En aquella época, sin abandonar la comuna, comenzó a predicar el Evangelio y a rogar a Dios por la salvación de los que iban a morir. Al final fue encarcelado. Los horrores de los años treinta le habían trastornado la razón. Tras un año de reclusión forzada en un hospital psiquiátrico fue puesto en libertad y se estableció en Bielorrusia, en casa de su hermano mayor, profesor de biología, con cuya ayuda encontró empleo en una biblioteca técnica. Pero los lúgubres acontecimientos le habían causado una impresión tremenda.
Cuando estalló la guerra y los alemanes invadieron Bielorrusia, Ikónnikov vio el sufrimiento de los prisioneros de guerra, las ejecuciones de los judíos en las ciudades y en los shtetls de Bielorrusia. De nuevo cayó en un estado de histeria e imploraba a conocidos y desconocidos que escondieran a los judíos; él mismo intentó salvar a mujeres y niños. Enseguida fue denunciado y, tras escapar de milagro de la horca, lo internaron en un campo.
En la cabeza de aquel hombre viejo, sucio y andrajoso reinaba el caos. Profesaba una moral grotesca y ridícula, al margen de la lucha de clases.
– Allí donde hay violencia -explicaba Ikónnikov- impera la desgracia y corre la sangre. He sido testigo de los grandes sufrimientos del pueblo campesino, aunque la colectivización se hacía en nombre del bien. Yo no creo en el bien, creo en la bondad.
– Según sus palabras, deberíamos horrorizarnos cuando, en nombre del bien, ahorquen a Hitler y a Himmler. Horrorícese, pero no cuente conmigo -respondió Mijaíl Sídorovich.
– Pregunte a Hitler -objetó Ikónnikov-, le dirá que incluso este campo se erigió en nombre del bien.
Mostovskói tenía la impresión de que los razonamientos lógicos que se afanaba en formular durante sus conversaciones con Ikónnikov eran comparables a los infructuosos intentos de un hombre por repeler a una medusa con un cuchillo.
– El mundo no se ha elevado por encima de la verdad suprema que formuló un cristiano en la Siria del siglo VI -repitió Ikónnikov-: «Condena el pecado y perdona al pecador».
En el barracón había otro anciano ruso: Chernetsov. Era tuerto. Un guardia le había roto el ojo de cristal, y aquella cuenca, vacía y roja, producía un extraño efecto sobre su rostro pálido. Cuando hablaba con alguien se cubría la órbita vacía del ojo con la mano.
Chernetsov era un menchevique que había huido de la Unión Soviética en 1921. Había vivido veinte años en París trabajando en un banco como contable. Había caído prisionero por haber secundado el llamamiento a los empleados del banco para sabotear las directrices de la nueva administración alemana. Mostovskói procuraba no toparse con él.
Era evidente que la popularidad de Mostovskói inquietaba al menchevique. Todos, ya fuera un soldado español, un propietario de una papelería noruego o un abogado belga, mostraban inclinación hacia el viejo bolchevique y acudían a él para hacerle preguntas.
Un día se sentó en el catre de Mostovskói el hombre que detentaba el mando entre los prisioneros de guerra soviéticos: el mayor Yershov. Se acercó a Mostovskói y, poniéndole una mano sobre el hombro, se puso a hablarle con fervor y presteza.
De repente Mostovskói miró a su alrededor. Chernetsov los observaba desde un extremo del barracón. Mostovskói pensó que la angustia que expresaba su ojo sano era más terrible que el agujero rojo que se abría en el lugar del ojo ausente.
«Sí, hermano, no me gustaría estar en tu pellejo», pensó Mostovskói sin alegría maliciosa.
Una ley dictada por la costumbre, si bien no por casualidad, había establecido que Yershov era indispensable para todos. «¿Dónde está Yershov? ¿Habéis visto a Yershov? ¡Camarada Yershov! ¡Mayor Yershov! Yershov ha dicho… Pregunta a Yershov…» Llegaba gente de otros barracones para verle; alrededor de su catre siempre había movimiento.
Mijaíl Sídorovich había bautizado a Yershov como «el director de conciencias». La década de 1860 había tenido a sus directores de conciencias. Primero fueron los populistas; luego Mijáilovski, que se fue por donde había llegado. ¡Ahora el campo de concentración nazi también tenía a su director de conciencias! La soledad del tuerto era un símbolo trágico del Lager.
Habían transcurrido décadas desde la primera vez que Mijaíl Sídorovich había sido encarcelado en una prisión zarista. Incluso había ocurrido en otro siglo, el XIX.
Recordaba cómo se había ofendido ante la incredulidad de algunos dirigentes del Partido que ponían en tela de juicio su capacidad para desempeñar un trabajo práctico. Ahora se sentía fuerte, constataba a diario cómo sus palabras estaban revestidas de autoridad para el general Gudz, para el comisario de brigada Ósipov y para el mayor Kiríllov, siempre tan triste y abatido.
Antes de la guerra le consolaba la idea de que, apartado de toda actividad, apenas tenía contacto con todo aquello que suscitaba su rechazo y su protesta: el poder unipersonal de Stalin en el seno del Partido, los sangrientos procesos contra la oposición, el escaso respeto hacia la vieja guardia. Había sufrido enormemente con la ejecución de Bujarin, al que conocía bien y amaba.
Pero sabía que en caso de haberse enfrentado al Partido en cualquiera de estas cuestiones, él, contra su propia voluntad, se habría revelado como un opositor a la causa leninista a la que había consagrado su vida. A veces le torturaban las dudas. ¿Acaso era la debilidad o quizás el miedo la causa de su silencio, lo que le impelía a no enfrentarse a lo que no estaba conforme? ¡Se habían evidenciado tantas bajezas antes de la guerra! A menudo recordaba al difunto Lunacharski. Cuánto le habría gustado volver a verle; era tan fácil hablar con Anatoli Vasílievich, tan inmediato, se comprendían con media palabra.
Ahora, en el horrible campo alemán, se sentía fuerte, seguro de sí mismo. Sólo había una sensación incómoda que no le abandonaba. No podía recuperar aquel sentimiento joven, claro y completo de sentirse uno más entre los suyos y extraño entre los extraños.
Una vez un oficial inglés le había preguntado si la prohibición en Rusia de expresar puntos de vista antimarxistas no había resultado un obstáculo para su trabajo filosófico. Pero no era eso lo que le preocupaba.
– A otros, tal vez les moleste. Pero no es un inconveniente para un marxista como yo -replicó Mijaíl Sídorovich.
– Le he hecho esta pregunta precisamente porque es usted marxista, uno de la vieja guardia -precisó el inglés.
Aunque Mostovskói hizo una mueca de dolor, había logrado replicar al inglés.
El problema no era tanto que algunos hombres que le eran íntimamente cercanos como Ósipov, Gudz o Yershov le irritaran a veces. La desgracia era que muchas cosas de su propia alma se le habían vuelto extrañas. En tiempo de paz se había alegrado al encontrar a un viejo amigo, sólo para comprender al despedirse que no eran sino dos extraños.
Pero, ahora, ¿qué podía hacer cuando era una parte de sí mismo la que se había vuelto extraña…? Con uno mismo no se puede romper relaciones, ni dejar de encontrarse.
Durante las conversaciones con Ikónnikov, Mostovskói se irritaba, se volvía rudo y sarcástico, lo tildaba de majadero, calzonazos y bobalicón. Pero, al mismo tiempo que se burlaba de él, cuando no lo veía le echaba de menos.
Sí, precisamente en eso consistía el gran cambio experimentado entre sus años de juventud transcurridos en las cárceles y el momento presente.
Cuando era joven, todo le resultaba próximo y comprensible en sus amigos y camaradas de Partido. Cada pensamiento y opinión de sus adversarios, en cambio, le parecían extraños, monstruos.
Ahora, de improviso, reconocía en los pensamientos de un desconocido aquello que décadas antes le era querido, mientras que a veces aquello que le era ajeno tomaba forma, misteriosamente, en los pensamientos y palabras de sus amigos.
«Debe de ser porque hace demasiado tiempo que estoy en el mundo», se decía Mostovskói.
El coronel americano ocupaba una celda individual en un barracón especial. Tenía permiso para salir libremente durante las horas vespertinas y le servían comidas especiales. Corría la voz de que Suecia había intervenido en su favor, y que el presidente Roosevelt había pedido noticias suyas al rey de Suecia.
Un día el coronel llevó una tableta de chocolate al mayor Níkonov, que estaba enfermo. Estaba muy interesado en los prisioneros de guerra rusos y siempre intentaba entablar conversación con ellos sobre las tácticas de los alemanes y las causas de los fracasos del primer año de guerra.
Hablaba a menudo a Yershov y, mirando los ojos perspicaces, alegres y tristes al mismo tiempo, del mayor ruso, se olvidaba de que éste no comprendía el inglés.
Le parecía extraño que un hombre con una cara tan inteligente no pudiera entenderle, sobre todo teniendo en cuenta que los temas que le planteaba eran de sumo interés para ambos.
– ¿En serio no entiende nada de lo que le digo? -le preguntaba, apenado.
Yershov le respondía en ruso:
– Nuestro honorable sargento dominaba todas las lenguas, excepto las extranjeras.
Sin embargo, en un lenguaje compuesto de sonrisas, miradas, palmaditas en la espalda y unas quince palabras tergiversadas en ruso, alemán, inglés y francés, los rusos del campo lograban hablar de camaradería, compasión, ayuda, el amor al hogar, la mujer y los hijos con hombres de decenas de nacionalidades de lenguas diferentes.
Kamerad, gut, Brot, Suppe, Kinder, Zigarette, Arbeit y otra docena de palabras de la jerga alemana generada en los campos, Revier, Blockalteste, kapo, Vernichtungslager, Appell, Appellplatz, Waschraum, Flugpunkt, Lagerschütze [6], bastaban para expresar lo esencial en la vida sencilla y complicada de los prisioneros.
También había varias palabras rusas -rebiata, tabachok, továrisch [7]- que utilizaban los reclusos de varias nacionalidades. Y la palabra rusa dojodiaga, que se empleaba para referirse a los prisioneros medio muertos, desfallecientes, se convirtió en una expresión de uso común al ganarse el consenso de las cincuenta y seis nacionalidades que integraban el campo.
Pertrechados únicamente con diez o quince palabras, el gran pueblo alemán irrumpió en las ciudades y aldeas habitadas por el gran pueblo ruso: millones de aldeanas, de viejos y niños, y millones de soldados alemanes se comunicaban con palabras como matka, pan, ruki vverj, kurka, yaika [8], kaputt. Bien es cierto que no llegaban muy lejos con semejantes explicaciones, pero de todos modos, el gran pueblo alemán no necesitaba nada más para el tipo de quehaceres que acometía en Rusia.
Los intentos de Chernetsov por entablar conversación con los prisioneros de guerra soviéticos no dieron demasiados frutos. Con todo, durante los veinte años que había pasado en la emigración no había olvidado el ruso, que dominaba a la perfección. No podía comprender a los prisioneros de guerra soviéticos que le evitaban.
Del mismo modo, a los prisioneros de guerra soviéticos les resultaba imposible ponerse de acuerdo: unos estaban dispuestos a morir para no cometer traición; otros tenían intención de alistarse en las tropas de Vlásov. Cuanto más hablaban y discutían, menos se comprendían. Luego se hacía el silencio; el odio y desprecio mutuos era patente. En aquel gemido de mudos y discursos de ciegos, en aquella espesa mezcla de individuos, unidos por el horror, la esperanza y la desgracia, en aquel odio e incomprensión entre hombres que hablaban una misma lengua, se perfilaba de un modo trágico una de las grandes calamidades del siglo XX.
El día que nevó las conversaciones nocturnas entre los prisioneros rusos fueron particularmente tristes.
Incluso el coronel Zlatokrilets y el comisario de brigada Ósipov, siempre enérgicos y rebosantes de vitalidad, parecían sombríos y taciturnos. Todos estaban hundidos en la melancolía.
El mayor de artillería Kiríllov permanecía sentado en el catre de Mostovskói; tenía los hombros caídos y balanceaba la cabeza ligeramente. Parecía que no sólo sus ojos oscuros sino también su enorme cuerpo estuvieran llenos de nostalgia.
Los enfermos de cáncer desahuciados tienen una expresión semejante, hasta el punto de que incluso sus seres más próximos, al mirarles a los ojos, les desean, conmovidos, una muerte rápida.
El omnipresente Kótikov, con el rostro amarillento, señalando a Kiríllov susurró a Ósipov:
– Éste o se ahorca o se une a Vlásov.
Mostovskói, frotándose las grises mejillas hirsutas, dijo:
– Escuchadme, cosacos. Todo va bien. ¿Es que no lo veis? Para los fascistas cada día de vida del Estado fundado por Lenin es insoportable. El fascismo no tiene alternativa. O nos devora y nos aniquila, o se extingue.
»Precisamente, el odio que los fascistas nos profesan es la prueba de la justicia de la causa de Lenin. Y todavía otra cosa, que no es menos seria. Recordad que cuanto más nos odien los fascistas, más seguros debemos estar de la justicia de nuestra causa. Al final venceremos.
Se volvió con brusquedad hacia Kiríllov:
– ¿Qué le pasa a usted? Acuérdese de Gorki, que mientras caminaba por el patio de la cárcel oyó gritar a un georgiano: «¿Por qué andas como una gallina? ¡Mantén la cabeza alta!».
Todos estallaron en risotadas.
Y tenía razón. Venga, la cabeza alta -confirmó Mostovskói-. ¡Pensad que el grande y noble Estado soviético defiende la idea comunista! Que Hitler se enfrente al Estado y la idea. Stalingrado planta cara, resiste. A veces, antes de la guerra, parecía que habíamos apretado las tuercas demasiado fuerte. Pero ahora, en realidad, hasta un ciego puede ver que el fin justifica los medios.
– Sí, no cabe duda, apretamos bien las tuercas -intervino Yershov.
– Pero no lo suficiente -objetó el general Gudz-. Tendríamos que haber sido más contundentes, así el enemigo jamás habría llegado hasta el Volga.
– Nosotros no tenemos que dar lecciones a Stalin -dijo Ósipov.
– Bien dicho -aprobó Mostovskói-. Y si perecemos en las prisiones o en las minas húmedas, qué le vamos a hacer. No es en eso en lo que debemos pensar.
– ¿Y en qué, entonces? -preguntó Yershov con voz estentórea.
Los presentes se miraron, luego lanzaron una mirada alrededor y se quedaron callados.
– ¡Ay, Kiríllov, Kiríllov! -exclamó de repente Yershov-. Ha hablado bien nuestro viejo Mostovskói: debemos alegrarnos de que los fascistas nos odien. Nosotros los odiamos y ellos nos odian. ¿Lo entiendes? Pero ¡imagínate estar en un campo ruso! Ser prisionero de los tuyos sí que es una desgracia, mientras que aquí, eso no importa. Somos tipos fuertes, ¡todavía daremos guerra a los alemanes!
Durante toda la jornada el mando del 62° Ejército no pudo establecer contacto con las tropas. Muchos radiorreceptores del Estado Mayor no funcionaban; la conexión telefónica era cortada por doquier.
Había momentos en que la gente, al contemplar el Volga, cuyas aguas fluían embravecidas, tenía la sensación de que el río era la inmutabilidad misma y de que en sus márgenes la tierra, palpitante, se ondulaba.
Desde la orilla oriental, cientos de piezas de artillería pesada soviética hacían fuego. La ofensiva alemana hacía saltar terrones en la ladera sur del Mamáyev Kurgán y cubría el terreno de barrizales.
Era como si se levantaran nubes de tierra y pasaran a través de un tamiz admirable e invisible, creado por la fuerza de la gravedad, y, al disiparse, formaran una lluvia de terrones y fango que caía contra el suelo, mientras ínfimas partículas en suspensión se elevaban hacia el cielo.
Varias veces al día, los soldados del Ejército Rojo, ensordecidos y con los ojos inflamados, hacían frente a la infantería y los tanques alemanes.
En el mando, aislado de las tropas, el día parecía penosamente largo. Chuikov, Krilov y Gúrov lo intentaban todo para llenar el tiempo y así tener la ilusión de estar realizando una actividad: escribían cartas, discutían los posibles movimientos del enemigo, bromeaban, bebían vodka, acompañándolo de vez en cuando con algo de comer, o bien guardaban silencio aguzando el oído al estruendo de las bombas. En torno al refugio se abatía una tormenta de hierro que sesgaba la vida de aquellos que por un instante asomaban la cabeza sobre la superficie del terreno. El Estado Mayor estaba paralizado.
– Venga, echemos una partida de cartas -propuso Chuikov apartando hacia un lado de la mesa el voluminoso cenicero lleno de colillas.
Incluso Krilov, el jefe del Estado Mayor, había perdido la paciencia. Con un dedo tamborileó sobre la mesa y dijo:
– No puedo imaginarme nada peor que estar aquí sentados, esperando a que nos devoren.
Chuikov repartió las cartas y anunció:
– Los corazones son triunfos. -Luego, de repente, desparramó la baraja y profirió-: Aquí estamos, encerrados como conejos en sus guaridas, y jugando una partidita de cartas… ¡No, no puedo!
Permaneció sentado con aire pensativo. Su cara adoptó una expresión terrible, tal era el odio y el tormento que se reflejaba en ella.
Gúrov, como si presintiera su destino, murmuró ensimismado:
– Sí, después de un día como éste uno puede morirse de un ataque al corazón. -Luego se echó a reír y dijo-: en la división es imposible entrar en el retrete durante el día, ¡es una empresa de locos! Me han contado que el jefe del Estado Mayor de Liudnikov entró gritando en el refugio: «¡Hurra, muchachos, he cagado!», y al darse la vuelta, vio dentro del búnker a la doctora de la que está enamorado.
Al anochecer, los ataques de la aviación alemana cesaron. Probablemente, un hombre que fuera a parar de noche a las orillas de Stalingrado, abrumado por el estampido y las explosiones, se imaginaría que un destino adverso le había conducido a aquel lugar en la hora del ataque decisivo. Para los veteranos castrenses, en cambio, aquélla era la hora de afeitarse, hacer la colada, escribir cartas; para los mecánicos, torneros, soldadores, relojeros del frente era la hora de reparar relojes y fabricar mecheros, boquillas, candiles con vainas de latón de proyectil y jirones de capotes a modo de mechas.
El fuego titilante de las explosiones iluminaba el talud de la orilla, las ruinas de la ciudad, los depósitos de petróleo, las chimeneas de las fábricas, y, en aquellas breves llamaradas, la ciudad y la orilla ofrecían un aspecto siniestro, lúgubre.
Al caer la noche el centro de transmisiones se despertó: las máquinas de escribir comenzaron a teclear multiplicando las copias de los boletines de guerra, los motores se pusieron a zumbar, el Morse a traquetear y los telefonistas se llamaban de una línea a otra mientras los puestos de mando de las divisiones, los regimientos, las baterías y las compañías se conectaban a la red. Los oficiales de enlace que acababan de llegar tosían discretamente mientras guardaban turno para dar sus informes al oficial de servicio.
El viejo Pozharski, que comandaba la artillería del ejército; Tkachenko, general de ingeniería, responsable de las peligrosas travesías del río; Gúrtiev, el comandante recién llegado de la división siberiana, y el teniente coronel Batiuk, veterano de Stalingrado, cuya división estaba apostada bajo el Mamáyev Kurgán, se apresuraron a presentar sus informes a Chuikov y Krilov. En los informes dirigidos a Gúrov, miembro del Consejo Militar, comenzaron a sonar los nombres famosos de Stalingrado -el operador de mortero Bezdidko, los francotiradores Vasili Záitsev y Anatoli Chéjov, el sargento Pávlov-, y, junto a éstos, otros nombres de hombres pronunciados por primera vez: Shonin, Vlásov, Brisin, cuyo primer día en Stalingrado les había dado la gloria. Y en primera línea se entregaba a los carteros cartas dobladas en forma de triángulo: «Vuela, hojita, de occidente a oriente…, vuela con un saludo, vuelve con la respuesta… Buenos días y tal vez buenas noches…». En primera línea se enterraba a los caídos, y los muertos pasaban la primera noche de su sueño eterno junto a los fortines y las trincheras donde los compañeros escribían cartas, se afeitaban, comían pan, bebían té y se lavaban en baños improvisados.
Para los defensores de Stalingrado llegaron los días más duros.
En la confusión de los combates callejeros, del ataque y del contraataque; en la batalla por el control de la Casa del Especialista, del molino, del edificio del Gosbank (banco estatal); en la lucha por sótanos, patios y plazas, la superioridad de las fuerzas alemanas era incuestionable.
La cuña alemana, hundida en la parte sur de Stalingrado, en el jardín de los Lapshín, Kuporosnaya Balka y Yelshanka, se había ensanchado, y los ametralladores alemanes, que se habían refugiado cerca del agua, abrían fuego contra la orilla izquierda del Volga, al sur de Krásnaya Slobodá. Los oficiales del Estado Mayor, que cada día marcaban en el mapa la línea del frente, constataban cómo las líneas azules progresaban inexorablemente mientras continuaba disminuyendo la franja comprendida entre la línea roja de la defensa soviética y la azul celeste del Volga.
Aquellos días la iniciativa, alma de la guerra, estaba abanderada por los alemanes. Avanzaban y avanzaban sin cesar hacia delante, y toda la furia de los contraataques soviéticos no lograba detener su movimiento lento, pero aborreciblemente decidido.
Y en el cielo, desde el alba hasta el anochecer, gemían los bombarderos alemanes en picado y horadaban la tierra desventurada con bombas demoledoras. Y en cientos de cabezas martilleaba, punzante, el cruel pensamiento de qué pasaría al día siguiente, al cabo de una semana, cuando la franja de la defensa soviética se transformara en un hilo y se rompiera, roído por los dientes de acero de la ofensiva alemana.
Era noche cerrada cuando el general Krilov se acostó en su catre de campaña. Le dolían las sienes, tenía la garganta irritada por las decenas de cigarrillos que había fumado. Krilov se pasó la lengua por el paladar reseco y se giró de cara a la pared. La somnolencia hacía que en su memoria se mezclaran recuerdos de los combates de Sebastopol y Odessa, los gritos de la infantería rumana al ataque, los patios adoquinados y cubiertos de hiedra de Odessa y la belleza marinera de Sebastopol.
Se le antojaba que de nuevo estaba en su puesto de mando de Sebastopol, y en la bruma del sueño brillaban los cristales de las lentes del general Petrov; el cristal centelleante resplandecía en miles de fragmentos, y mientras el mar se ondulaba, el polvo gris de las rocas trituradas por los proyectiles alemanes llovía sobre las cabezas de los marineros y los soldados y se levantaba hacia la montaña Sapún.
Oyó el chapoteo indiferente de las olas contra el borde de la lancha y la voz ruda del submarinista: «¡Salte!». Le pareció que saltaba al agua, pero su pie tocó enseguida el casco del submarino… Una última mirada a Sebastopol, a las estrellas del cielo, a los incendios en la orilla…
Krilov se durmió. Pero tampoco en el sueño la obsesión de la guerra le dio tregua: el submarino se alejaba de Sebastopol en dirección a Novorossiisk. Dobló las piernas entumecidas; tenía la espalda y el pecho bañados en sudor, el ruido del motor le golpeaba en las sienes. De repente el motor enmudeció y el submarino se posó suavemente sobre el fondo del mar. El bochorno se volvió insoportable; el techo metálico, dividido en cuadrados por el punteado de los remaches, le estaba aplastando…
Oyó un ruido sordo: había estallado una bomba de profundidad. El agua le golpeó, le arrancó de la litera.
En aquel instante Krilov abrió los ojos: todo estaba en llamas; por delante de la puerta abierta del refugio, hacia el Volga, corría un torrente de fuego, se oían gritos y el traqueteo de las metralletas.
– El abrigo…, cúbrete la cabeza con el abrigo -gritó a Krilov un soldado desconocido mientras se lo extendía. Pero, apartándose del soldado, el general gritó:
– ¿Dónde está el comandante?
De repente lo comprendió: los alemanes habían incendiado los depósitos de petróleo y la nafta inflamada se deslizaba hacia el Volga.
Parecía imposible salir vivo de aquel torrente de fuego líquido. Las llamas silbaban alzándose con estruendo del líquido que se derramaba llenando las fosas y los cráteres e invadía las trincheras de comunicaciones. La tierra, la arcilla, la piedra, impregnadas de petróleo, empezaron a despedir humo. El petróleo se derramaba en chorros negros y lustrosos de los depósitos acribillados por proyectiles incendiarios, como si enormes rollos de fuego y humo hubieran estado taponados en las cisternas y ahora se desenvolvieran alrededor.
La vida que reinaba sobre la Tierra cientos de millones de años antes, la burda y terrible vida de los monstruos primitivos, se había liberado de las remotas fosas sepulcrales y rugía de nuevo, pisoteando todo a su paso con sus enormes patas, lanzando alaridos, fagocitando con avidez todo a su alrededor. El fuego alcanzaba cientos de metros de altura arrastrando nubes de vapor incandescente que estallaban en lo alto del cielo. La masa de llamas era tan grande que el torbellino de aire no podía proveer de oxígeno a las incandescentes moléculas de hidrocarburo, y una bóveda negra, densa y tambaleante, separaba el cielo estrellado de otoño de la tierra incendiada. Visto desde abajo, aquel firmamento chorreante, negro y grasiento, producía pavor.
Las columnas de humo y fuego que se elevaban hacia el cielo adoptaban formas efímeras de seres vivos presas de la desesperación o la furia, o bien de chopos oscilantes, de álamos temblorosos. El negro y el rojo se arremolinaban entre jirones de fuego, como chicas morenas y pelirrojas despeinadas que se entrelazaran en una danza.
El combustible incendiado se propagaba uniformemente sobre el agua y, arrastrado por la corriente, silbaba, humeaba, se retorcía.
Era sorprendente la rapidez con la que un gran número de soldados había logrado encontrar un camino hacia la orilla y gritaban: «¡Por aquí, corre por aquí, por este sendero!». Algunos habían tenido tiempo de alcanzar dos o tres veces los refugios en llamas y ayudar a los oficiales del Estado Mayor a llegar a un promontorio en la orilla; en el punto de bifurcación de los torrentes de petróleo que corrían por el Volga había un reducido grupo de supervivientes.
Unos hombres con chaquetones guateados ayudaron al comandante general del ejército y a los oficiales del Estado Mayor a bajar a la orilla. Sacaron en brazos al general Krilov, al que ya daban por muerto, y de nuevo, batiendo sus pestañas calcinadas, se abrieron paso a través de los matorrales de rosas silvestres hacia los refugios.
Los oficiales del Estado Mayor del 62° Ejército permanecieron en aquel minúsculo promontorio del Volga hasta la madrugada. Protegiéndose la cara del aire abrasador y sacudiéndose de la ropa la lluvia de chispas que les caía encima, miraban al comandante del ejército, que llevaba el capote militar echado sobre los hombros y los cabellos en la frente saliéndole por debajo de la visera. Sombrío, ceñudo, daba la impresión de estar tranquilo, pensativo.
Gúrov miró a los hombres que le rodeaban y dijo:
– Parece que ni siquiera el fuego puede quemarnos… -y tocó los botones ardientes de su capote.
– ¡Eh, tú, el soldado de la pala! -gritó el jefe de los zapadores, el general Tkachenko-. Cava rápido un pequeño foso aquí, ¡que no pase otro fuego de esta colina!
Después se dirigió a Krilov:
– Todo está del revés, camarada general: el fuego fluye como agua y el Volga está cubierto de llamas. Por suerte, el viento no es fuerte, de lo contrario nos habríamos achicharrado.
Cuando la brisa se levantó sobre el Volga, la pesada techumbre del incendio empezó a balancearse, se inclinaba, y los hombres se echaron hacia atrás para burlar las llamas.
Algunos, acercándose a la orilla, remojaban las botas, y el agua se evaporaba al contacto con el cuero ardiente. Otros guardaban silencio, fijando la mirada en la tierra; otros miraban alrededor; y hubo quienes, sobreponiéndose a la angustia, bromeaban: «No hacen falta cerillas, podemos encender el cigarrillo con el Volga o el viento». Había también los que se palpaban el cuerpo y balanceaban la cabeza al sentir el calor de las hebillas metálicas de los cinturones.
Se oyeron algunas explosiones: eran granadas de mano que explotaban en los refugios del batallón de defensa del Estado Mayor. Luego restallaron los cartuchos de las cintas de ametralladora. Una bomba de mortero alemana silbó atravesando las llamas y fue a explotar lejos en el Volga. A través del humo se atisbaban siluetas lejanas en la orilla; alguien intentaba, por lo visto, desviar el fuego del cuartel general, pero después de un instante todo desaparecía en el humo y el fuego.
Krilov miraba las llamas que se expandían a su alrededor, pero no tenía recuerdos, no establecía relaciones. ¿Y si los alemanes hubieran planeado hacer coincidir el incendio con el ataque? Los alemanes no conocían el emplazamiento del mando del ejército; un prisionero capturado el día anterior se resistía a creer que el Estado Mayor del ejército tuviera sede en la orilla derecha… Era evidente que se trataba de una ofensiva local; había, pues, posibilidades de sobrevivir hasta el día siguiente, siempre y cuando no se levantara viento.
Echó un vistazo a Chuikov, que estaba a su lado; éste contemplaba el incendio ululante; su cara, tiznada de hollín, parecía de cobre incandescente. Se quitó la gorra, se pasó la mano por el pelo y, de repente, tuvo el aspecto de un herrero aldeano bañado en sudor; las chispas le saltaban por encima de su cabeza rizada. Alzó la mirada hacia la ruidosa cúpula de fuego, y luego volvió la cabeza hacia el Volga, donde se filtraban brechas de tiniebla entre las llamas serpenteantes. Krilov pensó que el comandante general del ejército debía de estar reflexionando intensamente en las mismas cuestiones que le inquietaban a él: ¿lanzarían los alemanes una ofensiva más violenta aquella noche? ¿Dónde trasladar el Estado Mayor en caso de que sobrevivieran hasta la mañana…?
Chuikov, al notar sobre él la mirada del comandante del Estado Mayor, le sonrió. Luego, trazando con la mano un amplio círculo en el aire, dijo:
– Qué belleza, diablos, ¿no es cierto?
Las llamas del incendio eran perfectamente visibles desde Krasni Sad, al otro lado del Volga, donde se encontraba establecido el Estado Mayor del frente de Stalingrado. Tras recibir la primera comunicación del incendio, el jefe del Estado Mayor, el teniente general Zajárov, fue a transmitir la información a su comandante, el general Yeremenko. Éste pidió a Zajárov que fuera personalmente al centro de transmisiones para hablar con Chuikov. Zajárov, jadeante, atravesó el sendero a toda prisa. El ayudante de campo que le iluminaba el camino con una linterna de vez en cuando lo advertía: «Cuidado, camarada general», y con la mano apartaba las ramas de los manzanos que pendían en el sendero. El resplandor lejano iluminaba los troncos de los árboles y caía en manchas rosadas sobre la tierra. Aquella luz incierta llenaba el ánimo de inquietud. El silencio que reinaba alrededor, roto únicamente por las llamadas en voz baja de los centinelas, confería una fuerza particularmente angustiosa al fuego pálido y mudo.
En el centro de transmisiones la telefonista de guardia, mirando al sofocado Zajárov, dijo que no había comunicación telefónica, ni telegráfica, ni tampoco por radio con Chuikov.
– ¿Y con las divisiones? -preguntó Zajárov con voz entrecortada.
– Acabamos de establecer contacto con Batiuk, camarada teniente general.
– ¡Pásemelo, rápido!
La telefonista tenía miedo de mirar a Zajárov: estaba segura de que de un momento a otro iba a desatarse el carácter difícil e irascible del general. Pero, de repente, le dijo con satisfacción:
– Aquí tiene, camarada teniente general -y le extendió el teléfono.
Al otro lado de la línea se encontraba el jefe del Estado Mayor de la división. Él, al igual que la joven telefonista, se asustó al oír la respiración jadeante y la voz imperiosa del jefe del Estado Mayor del frente preguntarle:
– ¿Qué está pasando ahí? ¡Déme un informe! ¿Está en contacto con Chuikov?
El jefe del Estado Mayor de la división le refirió el incendio de los depósitos de petróleo y que una cortina de fuego había caído sobre el cuartel general del Estado Mayor del ejército; la división no tenía ninguna comunicación con Chuikov. Al parecer no todos habían perecido puesto que a través del fuego y el humo podía verse a un grupo de personas en la orilla del río; pero ni por tierra, ni cruzando el Volga en barca era posible llegar hasta ellos, porque el río estaba ardiendo.
Batiuk, junto a una compañía de defensa del Estado Mayor, había costeado la orilla donde se propagaba el incendio para tratar de desviar el petróleo en llamas y ayudar a los hombres atrapados a escapar del fuego.
Después de haber escuchado las palabras del jefe del Estado Mayor, Zajárov dijo:
– Informe a Chuikov… Si todavía está vivo, informe a Chuikov… -y se calló.
La muchacha, sorprendida por la larga pausa y mientras aguardaba el estruendo de la voz ronca del general, miraba con temor a Zajárov; el teniente general se estaba secando las lágrimas con un pañuelo.
Aquella noche murieron, a causa del fuego y el derrumbe de los refugios, cuarenta oficiales del Estado Mayor.
Krímov llegó a Stalingrado poco después del incendio de los depósitos de petróleo.
Chuikov había instalado su nuevo cuartel general cerca de la pendiente del Volga, donde estaba alojado un regimiento de fusileros que formaba parte de la división de Batiuk. Visitó el refugio del comandante del regimiento, el capitán Mijáilov, y asintió en señal de satisfacción mientras inspeccionaba su espacioso refugio subterráneo con las paredes revestidas con láminas de contrachapado.
El comandante del ejército observó la cara de aflicción del pelirrojo y pecoso capitán y le dijo con regocijo:
– Se ha hecho construir un refugio demasiado lujoso para su grado, camarada capitán.
Fue así que el Estado Mayor del regimiento, una vez trasladado su sencillo mobiliario, se transfirió a algunas decenas de metros en el sentido de la corriente, y el pelirrojo Mijáilov, a su vez, expulsó con decisión al comandante del batallón.
El comandante del batallón, ahora sin alojamiento, evitó molestar a los jefes de su compañía (ya vivían demasiado estrechos), y mandó que excavaran un nuevo refugio en el mismo altiplano.
Los trabajos de ingeniería estaban en pleno apogeo cuando Krímov llegó al cuartel general del 62° Ejército. Los zapadores estaban cavando trincheras de comunicación entre los diferentes departamentos del Estado Mayor, calles y senderos que unían la sección política, la de operaciones y la de artillería.
Krímov vio salir un par de veces al comandante para controlar cómo iban las obras. Probablemente nunca en ninguna parte del mundo se ha concedido tanta importancia a la construcción de refugios como en Stalingrado. No se construían para estar en calor ni como modelo arquitectónico para generaciones venideras. La posibilidad de volver a ver un nuevo día y de comer una vez más dependía estrictamente del grosor de las paredes, la profundidad de las vías de comunicación, la proximidad a las letrinas, la efectividad del camuflaje antiaéreo.
Cuando se hablaba de alguien, se hablaba también de su refugio.
– Hoy Batiuk ha hecho un buen trabajo con los morteros sobre el Mamáyev Kurgán. Y dicho sea de paso, tiene un refugio con puerta de roble, bien gruesa, como las del Senado; es un tipo inteligente.
Solía ocurrir que se hablara de alguien en estos términos:
– Bueno, como ya sabes, le han obligado a retirarse durante la noche. No tiene enlace con las unidades, ha perdido una posición clave. En cuanto a su puesto de mando, se ve desde el aire; tiene una lona impermeable a modo de puerta, buena contra las moscas tal vez. Es un don nadie; he oído decir que su mujer lo abandonó antes de la guerra.
Circulaban infinidad de historias relacionadas con los refugios y los búnkeres de Stalingrado. La historia de cómo el agua había irrumpido en el túnel donde se hallaba instalado el Estado Mayor de Rodímtsev, cómo todos los documentos acabaron flotando en el río y unos bromistas señalaron en el mapa el lugar donde el Estado Mayor de Rodímtsev había desembocado en el Volga. La historia de la destrucción de las famosas puertas del refugio de Batiuk. La historia de cómo Zhóludev y todo su Estado Mayor fueron sepultados vivos en su refugio en la fábrica de tractores.
La ladera del río, completamente atiborrada de búnkeres, le recordaba a Krímov un gigantesco navío de guerra: a babor se extendía el Volga, a estribor la densa muralla de fuego del enemigo.
Krímov había recibido el encargo del departamento político de solventar las desavenencias entre el comandante y el comisario del regimiento de fusileros de la división de Rodímtsev.
Mientras iba a ver a Rodímtsev, Krímov tenía la intención de informar a los oficiales del Estado Mayor, y luego ocuparse de aquella vana disputa.
El enviado de la sección política del ejército le condujo a la boca de piedra de la enorme caverna donde estaba instalado el Estado Mayor de Rodímtsev. El centinela anunció la llegada desde el frente del comisario del batallón, y una voz profunda respondió:
– Hágalo pasar, no está acostumbrado. Lo más probable es que se lo haya hecho en los pantalones.
Krímov pasó por debajo del techo abovedado. Sintiéndose el centro de las miradas de los oficiales, se presentó al corpulento comisario de división, que llevaba un chaquetón militar y estaba sentado sobre una caja de latas de conserva.
– Espléndido -dijo el comisario de regimiento-, una conferencia es justo lo que necesitamos. Hemos oído que Manuilski y otros han llegado a la orilla izquierda, pero no han encontrado el momento de venir a vernos a Stalingrado.
– También he recibido órdenes del jefe del departamento político -dijo Krímov- de resolver una disputa entre el comandante del regimiento de fusileros y el comisario.
– Sí, en efecto, había una disputa -admitió el comisario-. Ayer, sin embargo, quedó zanjada: una bomba de una tonelada cayó sobre el puesto de mando del regimiento. Acabó con la vida de dieciocho hombres, entre ellos el comandante y el comisario.
Y añadió con naturalidad, en tono de confidencia:
– Eran cara y cruz, incluso en el aspecto físico: el comandante era un hombre sencillo, hijo de campesinos, mientras que el comisario llevaba guantes y un anillo en un dedo. Ahora yacen el uno al lado del otro.
Como hombre que sabía dominar su estado de ánimo y el de los demás, y no subordinarse a él, cambió bruscamente de tono y, con voz alegre, dijo:
– Cuando nuestra división estaba instalada cerca de Kotlubán, tuve que llevar en mi coche hasta el frente a un conferenciante de Moscú, Pável Fiódorovich Yudin. Un miembro del Consejo Militar me había dicho: «Si pierde uno solo de sus cabellos, te cortaré la cabeza». Pasé muchas fatigas con él. En cuanto veíamos que un avión sobrevolaba cerca, nos desviábamos a la cuneta. No tenía ganas de perder la cabeza. Pero el camarada Yudin sabía muy bien cuidar de sí mismo. Hizo gala de una iniciativa admirable.
Las personas que escuchaban la conversación se reían, y Krímov se dio cuenta de que aquel tono de burla indulgente le sacaba de sus casillas.
Por lo general Krímov establecía buenas relaciones con los comandantes, completamente correctas con los oficiales del Estado Mayor, y relaciones irritantes, no siempre sinceras, con sus colegas, los políticos. En aquella ocasión, de hecho, también le irritaba ese comisario: otro novato en el frente que jugaba a ser un veterano; probablemente había ingresado en el Partido poco antes de la guerra, pero no le gustaba Engels.
A todas luces, sin embargo, también Krímov irritaba al comisario de división.
Esta sensación no lo abandonó mientras el ordenanza le estaba preparando el alojamiento y otra persona le servía té.
Casi cada establecimiento militar tiene su propio estilo, distinto de los demás. En el Estado Mayor de la división de Rodímtsev se enorgullecían de contar con un general tan joven.
Cuando Krímov concluyó la conferencia, comenzaron a hacerle preguntas.
Belski, el jefe del Estado Mayor, sentado al lado de Rodímtsev, preguntó:
– Camarada conferenciante, ¿cuándo abrirán los Aliados el segundo frente?
El comisario de la división, recostado sobre un catre estrecho, apoyado contra la pared de piedra del túnel, extendió el heno con las manos y dijo:
– Y a quién le importa. Lo que a mí de verdad me interesa es saber cuándo piensa empezar a actuar nuestro mando. Krímov, descontento, miró de reojo al comisario y dijo:
– Puesto que el comisario plantea así la cuestión, no me corresponde a mí responder, sino al general.
Todos dirigieron su mirada a Rodímtsev, que declaró:
– Aquí un hombre alto no podría estar de pie. En otras palabras, vivimos dentro de un «tubo». No tiene mucho mérito estar a la defensiva. Pero no se puede lanzar una ofensiva desde un tubo. Aunque quisiéramos aquí no se pueden concentrar reservas…
En aquel instante sonó el teléfono. Rodímtsev descolgó el auricular.
Todos tenían la mirada fija en él.
Después de colgar, Rodímtsev se inclinó hacia Belski y le susurró algunas palabras. Belski alargó la mano hacia el teléfono, pero Rodímtsev le detuvo:
– ¿Para qué? ¿Acaso no lo oye?
Bajo los arcos de piedra de la galería, iluminada por la luz humosa y centelleante de las lámparas construidas con vainas de proyectil, se oían ráfagas de ametralladoras que tronaban en la cabeza de los presentes; parecía el sonido que hacen los carretones al atravesar un puente. De vez en cuando retumbaban las explosiones de las granadas de mano. En el túnel todos los sonidos se amplificaban.
Rodímtsev llamaba ora a uno ora a otro de sus colaboradores del Estado Mayor, y de nuevo se colgaba con impaciencia al teléfono.
En el instante que captó la mirada de Krímov, sentado algo a lo lejos, le sonrió de modo familiar, amablemente, y dijo:
– Se despeja el tiempo en el Volga, camarada conferenciante.
Entretanto el teléfono sonaba sin cesar. Y al escuchar la conversación de Rodímtsev, Krímov se hizo una idea aproximada de lo que estaba ocurriendo. El segundo jefe de la división, el joven coronel Borísov, se acercó al general e, inclinándose sobre la caja donde estaba desplegado el mapa de Stalingrado, trazó una gruesa línea azul que cortaba perpendicularmente el punteado rojo de la defensa soviética hasta el Volga.
Borísov lanzó una mirada expresiva a Rodímtsev con sus ojos oscuros. Éste se levantó de sopetón al ver venir al encuentro, emergiendo de la penumbra, a un hombre envuelto en una lona impermeable. Los andares y la expresión del rostro de aquel individuo que se aproximaba delataban sin lugar a dudas de dónde venía. Parecía rodeado de una nube incandescente invisible; se diría que lo que hacía frufrú, con sus rápidos movimientos, no era la tela que lo envolvía, sino la electricidad crepitante que impregnaba al recién llegado.
– Camarada general -gritó él con angustia-, el enemigo me ha hecho retroceder. Esos perros han llegado al barranco, se dirigen al Volga. Necesito refuerzos.
– Contenga usted mismo al enemigo a cualquier precio. No tengo reservas -dijo Rodímtsev.
– Que lo contenga a cualquier precio -repitió el hombre envuelto en la tela de lona, y todos comprendieron, cuando éste dio media vuelta y se dirigió a la salida, cuál era el precio que iba a pagar.
– ¿Está aquí cerca? -preguntó Krímov, e indicó en el mapa la línea tortuosa del río.
Pero Rodímtsev no tuvo tiempo de responderle. En la entrada del túnel se oyeron disparos de pistola, relampaguearon resplandores rojos de granadas de mano.
Se oyó el penetrante silbato del comandante. El jefe del Estado Mayor, abalanzándose sobre Rodímtsev, gritó:
– ¡Camarada general, el enemigo ha irrumpido en el cuartel general!
De repente, el respetado general, el hombre que había resaltado con un lápiz de color los cambios de la situación de las tropas con una calma casi teatral, desapareció. Y la guerra en aquellos barrancos cubiertos de maleza y edificios en ruinas dejó de ser una cuestión de acero cromado, lámparas catódicas y aparatos de radio. Era sólo un hombre con labios finos gritando con frenesí:
– ¡Rápido, Estado Mayor! Comprueben sus armas, cojan granadas y síganme. ¡Vamos a combatir al enemigo!
Su voz y sus ojos, que veloces e imperiosos se deslizaron por Krímov, transmitían un frío y abrasador espíritu de combate. En aquel instante se hizo evidente que la principal fuerza de aquel hombre no residía en su experiencia ni en el conocimiento de los mapas, sino en su alma violenta, salvaje, impetuosa.
Minutos más tarde, oficiales, secretarios, agentes de enlace, telefonistas empujándose entre sí, jadeantes, se escabullían hacia la salida del túnel. Siguiendo a Rodímtsev, ligero de pies, corrieron en dirección al barranco de donde llegaba el ruido de explosiones y disparos, gritos e insultos.
Cuando Krímov llegó sin aliento entre los primeros al límite del barranco y miró hacia abajo, el corazón se le estremeció en una amalgama de sensaciones: repugnancia, miedo, odio. En el fondo de la hendidura se recortaban sombras confusas, se encendían y apagaban las chispas de los disparos, relampagueaban destellos, ahora verde ahora rojo, y en el aire flotaba un incesante silbido metálico. Krímov tenía la impresión de estar mirando un gigantesco nido de serpientes donde se agitaban cientos de seres venenosos, que silbaban, lanzaban miradas refulgentes y rápidamente se dispersaban haciendo susurrar la maleza.
Con un sentimiento de furia, aversión y temor se puso a disparar con el fusil en dirección a los fogonazos que centelleaban en la oscuridad, contra aquellas sombras rápidas que reptaban por las laderas del barranco.
A algunas decenas de metros los alemanes aparecieron en la cima del barranco. Un estruendo reiterado de granadas de mano sacudía la tierra y el aire. El grupo de asalto alemán se esforzaba por abrirse paso hasta la entrada del túnel.
Las sombras humanas, los fogonazos de los disparos que refulgían en la niebla, los gritos y gemidos que se apagaban y encendían se asemejaban a un enorme caldero negro en ebullición, y Krímov se sumergió en cuerpo y alma en aquel borboteo hirviente, y ya no pudo pensar ni sentir como pensaba y sentía antes. A veces creía que dominaba el movimiento del torbellino que se había apoderado de él, pero otras le invadía la angustia de la muerte, y tenía la sensación de que una oscuridad alquitranada se le derramaba en los ojos y le penetraba en los orificios nasales, y le faltaba aire para respirar, y no había cielo estrellado encima de su cabeza, sólo la negrura, el barranco y unas criaturas terribles que hacían crujir la maleza.
Parecía imposible comprender lo que estaba pasando y al mismo tiempo en él se reforzaba un sentimiento diáfano, claro como la luz del día, que lo vinculaba con aquellos hombres que trepaban por la pendiente, el sentimiento de su propia fuerza unida a la de los compañeros que disparaban a su lado, un sensación de alegría por que en algún lugar, cerca de él, se encontraba Rodímtsev.
Aquella sensación sorprendente descubierta en una noche de batalla, donde a tres pasos no se distinguía quién estaba a tu lado, si un amigo o un enemigo dispuesto a fulminarte, se mezclaba con otra, no menos sorprendente e inexplicable, ligada a la marcha general del combate; una sensación que daba la posibilidad a los soldados de juzgar la verdadera proporción de fuerzas en una batalla, adivinar el desenlace de un combate.
La percepción del resultado global de un combate que experimenta un soldado aislado de los otros por el humo, el fuego, el aturdimiento, a menudo resulta más justa que los juicios formulados por los oficiales del Estado Mayor mientras estudian un mapa.
En el momento decisivo de la batalla se produce un cambio asombroso cuando el soldado que toma la ofensiva y cree que está próximo a lograr el objetivo mira alrededor, confuso, sin ver a los compañeros con los que había iniciado la acción, mientras el enemigo, que todo el tiempo le había parecido singular, débil y estúpido, de repente se convierte en plural y, por ello, invencible. En ese momento decisivo de la batalla -claro para aquellos que lo viven; misterioso e inexplicable para los que tratan de adivinarlo y comprenderlo desde fuera- se produce un cambio de percepción: el intrépido e inteligente «nosotros» se transforma en un tímido y frágil «yo», mientras el desventurado adversario, que se percibía como una única presa de caza, se convierte en un compacto, temible y amenazador «ellos».
Mientras rompe la resistencia del enemigo, el soldado, que avanza, percibe todo por separado: la explosión de una granada; las ráfagas de ametralladora; el soldado enemigo allí, tirando a resguardo, que ahora se echa a correr, no puede hacer otra cosa que correr porque está solo, aislado de su cañón, a su vez aislado… de su ametralladora, igualmente aislada, del tirador vecino, igualmente aislado… mientras que yo, yo soy «nosotros», yo soy toda la enorme infantería que marcha al ataque, yo soy esta artillería que me cubre, yo soy estos tanques que me apoyan, yo soy esta bengala que ilumina nuestro combate común. Pero he aquí que, de repente, yo me quedo solo, y todo aquello que me parecía débil y aislado se funde en un todo terrible de disparos enemigos de fusiles, de ametralladoras, de artillería, y la fuerza que me había ayudado a vencer aquella unidad se desvanece. Mi salvación está en la huida, consiste en esconder la cabeza, poner a cubierto el pecho, la frente, la mandíbula.
Y en la oscuridad de la noche aquellos que se han enfrentado a un ataque repentino y que, al principio, se sentían débiles y aislados comienzan a desmantelar la unidad del enemigo que se ha abatido contra ellos, comienzan a sentir su propia unidad, donde se encierra la fuerza de la victoria.
En la comprensión de esta transición es donde reside lo que a menudo permite hablar de la guerra como un arte.
En esa sensación de unicidad y pluralidad, en la alternancia que va de la conciencia de la noción de unicidad a la de pluralidad se encuentra no sólo la relación entre los acontecimientos durante los ataques nocturnos de las compañías y los batallones, sino también el signo de la batalla que libran ejércitos y pueblos enteros.
Hay una sensación que los participantes en un combate pierden casi por completo: la sensación del tiempo. La chica que ha bailado hasta la madrugada en una fiesta de fin de año no puede decir cuál ha sido su sensación del tiempo, si ha sido larga o, por el contrario, corta.
De la misma manera, un recluso que haya pasado veinticinco años en cautividad en la prisión de Schlisselburg dirá: «Tengo la impresión de haber pasado una eternidad en esta fortaleza, pero al mismo tiempo me parece que sólo llevo en ella unas pocas semanas».
La noche del baile estará llena de acontecimientos efímeros: miradas, fragmentos de música, sonrisas, roces, y cada uno de ellos pasará tan rápido que no dejará en la mente de la chica la sensación de duración en el tiempo. Sin embargo, la suma de estos breves acontecimientos engendra la sensación de un largo intervalo de tiempo que parece abarcar toda la felicidad de la vida humana.
Al prisionero de Schlisselburg le ocurre al contrario: sus veinticinco años de cautiverio están formados de intervalos de tiempo separados, penosos y largos, desde el toque de diana hasta la retreta, desde el desayuno a la cena. Pero la suma de esos hechos pobres logran generar una nueva sensación: en aquella lúgubre uniformidad del paso de los meses y los años el tiempo se encoge, se contrae… Así nace una impresión simultánea de brevedad e infinito, así nace una proximidad de percepción entre los concurrentes del baile de fin de año y los que llevan reclusos decenas de años. En ambos casos, la suma de acontecimientos engendra el sentimiento simultáneo de duración y brevedad.
Más complejo es el proceso de deformación del tiempo referente a la percepción de la brevedad del mismo y su duración que se da en el hombre que vive un combate. Allí las cosas van más lejos, allí son incluso las primeras sensaciones individuales las que se ven deformadas, alteradas. Durante el combate los segundos se dilatan, pero las horas se aplastan. La sensación de larga duración se relaciona con acontecimientos fulminantes: el silbido de los proyectiles y las bombas aéreas, las llamaradas de los disparos y las explosiones.
La sensación de brevedad se correlaciona con acontecimientos prolongados: cruzar un campo arado bajo el fuego, arrastrarse de una guarida a otra. En cuanto al combate cuerpo a cuerpo, éste tiene lugar fuera del tiempo. Aquí la indeterminación se manifiesta tanto en los diferentes componentes como en el resultado, la deformación afecta tanto a la suma como a los sumandos.
Y de sumandos hay una cantidad infinita.
La sensación de duración de la batalla está en conjunto tan profundamente deformada que se manifiesta con una total indeterminación, desconectada tanto de la duración como de la brevedad.
En el caos donde se confunde la luz cegadora y la oscuridad ciega, los gritos, el estruendo de las explosiones, el crepitar de las metralletas; en el caos que hace añicos la percepción del tiempo Krímov tuvo una intuición de una nitidez asombrosa: los alemanes habían sido arrollados, los alemanes estaban vencidos. Lo comprendió él, lo comprendieron los secretarios y los agentes de enlace que disparaban junto a él, por una sutil percepción interna.
Pasó la noche. Entre la maleza quemada yacían los cuerpos de los caídos. Sin alegría, lúgubremente, el agua jadeaba en la orilla. La melancolía se adueñaba del corazón ante la visión de la tierra devastada, los esqueletos de las casas quemadas.
Daba inicio un nuevo día, y la guerra estaba dispuesta a llenarlo con abundancia -hasta el límite- de humo, cascajos, hierro, vendas sucias ensangrentadas. Y los días anteriores habían sido parecidos. Y no quedaba nada en el mundo salvo aquella tierra lacerada por el hierro, salvo aquel cielo en llamas.
Krímov, sentado sobre una caja, con la cabeza apoyada contra la pared de piedra del túnel, dormitaba.
Oía las voces confusas de sus colegas, el tintineo de las tazas: el comisario y el jefe del Estado Mayor intercambiaban palabras soñolientas mientras tomaban el té. Decían que el prisionero capturado era un zapador; su batallón había sido transportado vía aérea desde Magdeburgo unos días antes. En el cerebro de Krímov apareció la imagen de un libro escolar: dos recuas de caballos de tiro, empujadas por unos palafreneros con gorros puntiagudos, se esforzaban por separar dos hemisferios encajados [9]. Y él sintió aflorar de nuevo el sentimiento de tedio que le suscitaba en la infancia aquella imagen.
– Bien -dijo Belski-, eso significa que han comenzado a recurrir a las reservas.
– Sí, definitivamente va bien -dijo Vavílov-; el Estado Mayor de la división inicia el contraataque.
Llegados a este punto, Krímov oyó canturrear a Rodímtsev con tono precavido:
– Amigo, esto no son más que flores, esperemos a ver cuando maduren los frutos…
Por lo visto, Krímov había consumido toda su fuerza anímica durante el combate nocturno. Para ver a Rodímtsev tenía que girar la cabeza, pero no lo hizo. «Así de vacío, probablemente, sólo se puede sentir un pozo al que le han sacado toda el agua», se dijo en su fuero interno. Se adormeció de nuevo y las voces lejanas, los sonidos de los disparos y las explosiones se fundieron en un zumbido monótono.
Pero una nueva sensación penetró en su cerebro: se vio a sí mismo tumbado en una habitación con los postigos cerrados mientras su mirada perseguía una mancha de luz sobre el papel pintado. La mancha trepa hasta la arista del espejo y se transforma en un arco iris. El corazón del muchacho de aquel entonces se estremece; el hombre de sienes plateadas y con una pesada pistola en la cintura, abre los ojos y mira alrededor.
En el centro del túnel estaba erguido un soldado con una guerrera gastada y, sobre la cabeza inclinada, un gorro con la estrella verde del frente; tocaba el violín.
Vavílov, al ver que Krímov se despertaba, se inclinó hacia él.
– Es nuestro peluquero, Rubínchik, ¡un gran maestro!
De vez en cuando, alguien, sin andarse con ceremonias, interrumpía su ejecución con un chiste grosero; otro, haciendo callar al músico, preguntaba: «¿Me permite que hable?», y daba su informe al jefe del Estado Mayor. Una cuchara tintineaba contra una taza de hojalata; alguien bostezó prolongadamente «a-a-a-a», y se puso a ahuecar el heno.
El peluquero, atento, procuraba no molestar con su música a los comandantes, dispuesto a interrumpirla en cualquier momento.
Krímov se acordó en ese preciso instante de Jan Kubelik, con su cabello cano y vestido de frac negro. ¿Cómo era posible que el famoso violinista pareciera ahora eclipsado por un mero barbero castrense? ¿Por qué la voz fina, trémula del violín que cantaba una cancioncita sin pretensiones, como un diminuto arroyo, expresaba en ese momento con mayor intensidad que Bach o Mozart toda la inmensa profundidad del alma humana?
De nuevo, por milésima vez, Krímov experimentó el dolor de la soledad. Zhenia [10] le había abandonado…
De nuevo, con amargura, pensó que la partida de Zhenia expresaba la dinámica de toda su vida: él seguía allí, pero al mismo tiempo no estaba. Y ella se había ido.
De nuevo pensó que debía decirse a sí mismo muchas cosas atroces, implacablemente crueles… No podía seguir cerrando los ojos, tener miedo…
La música parecía haber despertado en él el sentido del tiempo.
El tiempo, ese medio transparente en el que los hombres nacen, se mueven y desaparecen sin dejar rastro. En el tiempo nacen y desaparecen ciudades enteras. Es el tiempo el que las trae y el que se las lleva.
En él se acababa de revelar una comprensión del tiempo completamente diferente, particular. Esa comprensión que hace decir: «Mi tiempo… no es nuestro tiempo».
El tiempo se cuela en el hombre, en el Estado, anida en ellos, y luego el tiempo se va, desaparece, mientras que el hombre, el Estado, permanecerá. El Estado permanece, pero su tiempo ha pasado… Está el hombre, pero su tiempo se ha desvanecido… ¿Dónde está ese tiempo? El hombre todavía piensa, respira y llora, pero su tiempo, el tiempo que le pertenecía a él y sólo a él, ha desaparecido. Pero él permanece.
Nada es más duro que ser hijastro del tiempo. No hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. Aquellos a los que el tiempo no ama se reconocen al instante, en la sección de personal, en los comités regionales del Partido, en las secciones políticas del ejército, en las redacciones, en las calles… El tiempo sólo ama a aquellos que ha engendrado: a sus hijos, a sus héroes, a sus trabajadores. No amará nunca, nunca a los hijos del tiempo pasado, así como las mujeres no aman a los héroes del tiempo pasado, ni las madrastras aman a los hijos ajenos.
Así es el tiempo: todo pasa, sólo él permanece. Todo permanece, sólo el tiempo pasa. ¡Qué ligero se va, sin hacer ruido! Ayer mismo todavía confiabas en ti, alegre, rebosante de fuerzas, hijo del tiempo. Y hoy ha llegado un nuevo tiempo, pero tú, tú no te has dado cuenta.
El tiempo, desgarrado en el combate, emergía del violín de madera contrachapada del peluquero Rubínchik. El violín anunciaba a unos que su tiempo había llegado, a otros que su tiempo se había acabado.
«Acabado, acabado…», pensó Krímov.
Miró la cara tranquila y bondadosa del comisario Vavílov. Éste bebía el té a sorbos de la taza, masticaba despacio pan y salchichón, y sus ojos impenetrables estaban vueltos hacia la entrada iluminada del túnel, hacia la mancha de luz.
Rodímtsev, cuyos hombros cubiertos con el capote se encogían por el frío y con el rostro claro y sereno, miraba de hito en hito al músico. El coronel canoso y picado de viruelas, jefe de la artillería de la división, miró el mapa que estaba desplegado ante él; su frente arrugada confería a su rostro una expresión hostil, y sólo por sus ojos tristes y amables se hacía evidente que no miraba el mapa, sino que escuchaba. Belski redactaba a toda prisa el informe para el Estado Mayor del ejército; daba la impresión de estar enfrascado en aquella tarea, pero escribía con la cabeza inclinada, el oído vuelto hacia el violinista. A cierta distancia estaban sentados los soldados: agentes de enlace, telefonistas, secretarios, y en sus caras extenuadas, en sus ojos, asomaba la expresión severa que adopta el campesino cuando mastica un pedazo de pan.
De repente, Krímov revivió una noche de verano: los grandes ojos oscuros de una joven cosaca, su ardiente susurro… ¡Qué bella es la vida a pesar de todo!
Cuando el violinista dejó de tocar se percibió un ligero murmullo: bajo el entarimado de madera corría el agua, y a Krímov le pareció que su alma -aquel invisible pozo que se había quedado vacío, seco-, poco a poco volvía a llenarse.
Media hora más tarde el violinista afeitaba a Krímov y, con la seriedad ridícula y exagerada que a menudo muestran los peluqueros respecto a sus clientes, preguntaba a Krímov si le molestaba la navaja, y le pasaba la palma de la mano por la piel para comprobar si los pómulos estaban bien afeitados. En el lúgubre reino de la tierra y el hierro era profundamente extraña, absurda y triste la fragancia del agua de colonia y los polvos de talco.
Rodímtsev, con los ojos entornados, miró la cara rociada y empolvada de Krímov; asintió satisfecho y dijo:
– Lo has afeitado a conciencia. Venga, ahora me toca a mí.
Los grandes ojos oscuros del violinista refulgieron de felicidad. Admirando la cabeza de Rodímtsev sacudió la toalla blanca y propuso:
– Quizá podríamos recortar las patillas un poco, camarada general.
Después del incendio de los depósitos de petróleo el general Yeremenko se dispuso a reunirse con Chuikov en Stalingrado. Aquel peligroso viaje no tenía ninguna utilidad práctica. Sin embargo, era tal su necesidad espiritual y humana de ir allí que Yeremenko permaneció tres días enteros en espera de emprender la travesía.
Las paredes claras de su refugio en Krasni Sad transmitían tranquilidad y las sombras que proyectaban los manzanos durante los paseos matutinos del comandante del frente eran muy agradables.
El estruendo lejano y el fuego de Stalingrado se fundían con el rumor del follaje y el lamento de los juncos; en esta unión había algo indescriptiblemente opresivo, tanto que en el transcurso de sus paseos matutinos, Yeremenko refunfuñaba y blasfemaba.
Por la mañana Yeremenko comunicó a Zajárov su decisión de ir a Stalingrado y le ordenó que le reemplazara al mando.
Bromeó con la camarera que ponía el mantel para el desayuno, dio autorización al subjefe del Estado Mayor para ir dos días a Sarátov y atendió a la petición del general Trufánov -comandante de uno de los ejércitos de la estepa- prometiéndole que bombardearía una potente posición de la artillería rumana.
– Está bien, está bien, te daré los bombarderos de largo alcance -le dijo.
Los ayudantes de campo conjeturaban sobre los motivos del buen humor del comandante. ¿Había recibido buenas noticias por parte de Chuikov? ¿Una conversación telefónica favorable con la sección militar? ¿Una carta de casa?
Sin embargo, las noticias de este tipo, por lo general, no pasaban desapercibidas; en cualquier caso, Moscú no había telefoneado al comandante, y las noticias de Chuikov eran todo menos alegres.
Después del desayuno, Yeremenko se puso el chaquetón guateado y salió a dar un paseo. A una decena de pasos lo seguía el ayudante de campo Parjómenko. El general caminaba despacio, como de costumbre, deteniéndose de vez en cuando a rascarse el muslo y mirar hacia el Volga.
Yeremenko se acercó a un batallón de trabajadores que cavaban un foso. Eran hombres de edad avanzada con las nucas ennegrecidas por el sol. Sus rostros eran sombríos y tristes. Trabajaban en silencio y lanzaban miradas de enojo a aquel hombre corpulento tocado con una gorra verde que, ocioso, estaba en el borde del foso.
– Vamos a ver, compañeros, decidme -preguntó Yeremenko-, ¿quién es el que trabaja menos de aquí?
A los hombres la pregunta les pareció oportuna; estaban hartos de remover las palas. Los militares miraron de reojo, todos a la vez, a un tipo con el bolsillo del revés que volcaba sobre la palma de su mano polvo de tabaco y migas de pan.
– Puede que sea él -dijeron dos soldados mirando al resto de los compañeros en busca de su aprobación.
– Así que… -replicó Yeremenko, serio- es él. Él es el más holgazán.
El soldado suspiró con dignidad, miró de refilón con ojos mansos y tristes a Yeremenko, y, convencido, por lo visto, de que quien había formulado la pregunta se interesaba en la respuesta sin un objetivo determinado, que la había hecho al tuntún, no intervino en la conversación.
Yeremenko preguntó:
– ¿Y quién es el que trabaja mejor?
Todos señalaron a un hombre canoso; su pelo, ralo, no le protegía la cabeza del sol, del mismo modo que la hierba marchita no protege la tierra de los rayos solares.
– Tróshnikov, ese de ahí -dijo uno-, se esfuerza mucho.
– Está acostumbrado a trabajar, no puede evitarlo -añadieron los demás, casi como si le estuvieran justificando.
Yeremenko metió una mano en el bolsillo, sacó un reloj de oro que destelló al sol e, inclinándose con torpeza, se lo extendió a Tróshnikov.
Éste, sin comprender, miraba a Yeremenko.
– Cógelo, es una recompensa -dijo el general.
Continuó mirando a Tróshnikov y dijo:
– Parjómenko, tome nota.
Y continuó con su paseo. A su espalda oyó las voces excitadas de los terraplenadores que comenzaron a exclamar y a reírse por la extraordinaria suerte del laborioso Tróshnikov.
Dos días tuvo que esperar el comandante para hacer la travesía. Los contactos con la orilla derecha, durante esas jornadas, quedaron prácticamente interrumpidos. Las lanchas que lograban abrirse paso hacia Chuikov recibían cincuenta o sesenta impactos de bala a los pocos minutos de trayecto y llegaban a la orilla agujereadas y cubiertas de sangre.
Yeremenko montaba en cólera, se enfurecía.
Las autoridades del paso 62 [11], escuchando el fuego alemán, no temían tanto a las bombas y las granadas como a la ira del comandante. Yeremenko consideraba a los mayores y la pasividad de los capitanes culpables de las tropelías de la aviación, los cañones y los morteros alemanes.
Por la noche Yeremenko salió del refugio y se detuvo en una pequeña colina polvorienta cerca del agua.
El mapa de guerra desplegado ante el comandante del frente en el refugio de Krasni Sad aquí tronaba, humeaba, respiraba vida y muerte. Y le parecía avistar el punteado de las explosiones en primera línea que su mano había trazado sobre el mapa, creía reconocer las flechas de la ofensiva de Paulus hacia el Volga, los centros de resistencia que había marcado con lápices de color y las concentraciones de las piezas de artillería. Al mirar el mapa extendido sobre la mesa, se sentía capaz de doblar, de desplazar la línea del frente, de poder hacer rugir la artillería pesada de la orilla izquierda. Se sentía el amo, el artífice.
Sin embargo, en aquel instante se adueñó de él un sentimiento muy diferente. El resplandor del fuego sobre Stalingrado, el lento rugido en el cielo, todo aquello le impresionaba por la grandeza de su fuerza y pasión, sobre la que no tenía control.
Entre el fragor de las explosiones y el fuego, un sonido prolongado, apenas perceptible, llegó desde la zona de las fábricas: «a-a-a-a-ah…».
En aquel grito ininterrumpido proferido por la infantería al lanzarse al contraataque había algo no sólo terrible, sino triste y melancólico.
«A-a-a-a-ah…» El grito se extendía a través del Volga…
El «hurra» de la guerra, al atravesar las frías aguas nocturnas bajo las estrellas del cielo otoñal, casi perdía el ímpetu de la pasión, se transformaba y revelaba una esencia totalmente diferente. Ya no era fervor, ya no era gallardía, sino la tristeza del alma, como si se despidiera de todo lo amado, como si invitase a todos los seres queridos a despertarse y levantar la cabeza de la almohada para oír, por última vez, la voz del padre, el marido, el hijo, el hermano…
Al general la congoja de los soldados le oprimió el corazón.
La guerra, con la que Yeremenko estaba habituado a encontrarse, de repente le hizo replegarse en sí mismo; permanecía inmóvil sobre arenas movedizas, como un soldado solo, trastornado por la inmensidad del fuego y el estruendo; estaba allí como estaban miles y decenas de miles de soldados en la orilla y sentía que aquella guerra del pueblo era mayor que su técnica, su poder, su voluntad. Tal vez este sentimiento fuera el más alto al que estaba destinado a elevarse el general en la comprensión de la guerra.
Al amanecer, Yeremenko cruzó a la orilla derecha. Chuikov, al que habían avisado por teléfono, se había acercado al agua y observaba la lancha blindada avanzar impetuosamente.
Yeremenko bajó despacio haciendo combar la pasarela colocada en la orilla y, pisando con torpeza el terreno pedregoso, se acercó a Chuikov.
– Buenos días, camarada Chuikov -dijo Yeremenko.
– Buenos días, camarada general -respondió Chuikov.
– He venido para ver cómo le va por aquí. Al parecer no ha sufrido quemaduras durante el incendio. Está igual de greñudo que siempre, y ni siquiera ha adelgazado. Veo que no se alimenta mal.
– ¿Cómo voy a adelgazar si me paso día y noche sentado en el refugio? -replicó Chuikov; y, ofendido por aquel comentario del comandante referente a la buena alimentación, añadió-: Pero ¿qué hago aquí, recibiendo a un invitado en la orilla?
Y, en efecto, Yeremenko se irritó al ser definido por Chuikov como un invitado en Stalingrado. Y cuando Chuikov dijo: «Venga, pasemos dentro», Yeremenko respondió: «Estoy bien aquí, al aire libre».
En ese instante llegó hasta ellos el sonido del altavoz colocado en la otra orilla del Volga.
La orilla estaba iluminada por fuegos y cohetes, por los fogonazos de las explosiones; parecía desierta. La luz ora se apagaba, ora se encendía, resplandeciendo durante algunos segundos con una fuerza blanca deslumbrante. Yeremenko miraba fijamente el talud de la orilla perforado por las trincheras de comunicación, los refugios, las pilas de piedras amontonadas a lo largo del agua, que emergían de las tinieblas para después volver a sumirse rápidamente en la oscuridad.
Una majestuosa voz cantaba despacio, con gravedad:
Que el más noble furor hierva como una ola, ésta es la guerra del pueblo, una guerra sagrada… [12]
Y como no se veía a nadie en la orilla ni en la pendiente y todo alrededor -la tierra, el Volga, el cielo- estaba iluminado por las llamas, parecía que fuera la misma guerra la que entonara esta lenta letanía, palabras pesadas como el plomo que circulaban por entre los hombres.
Yeremenko se sentía a disgusto por el interés que él mismo mostraba hacia el cuadro que se exhibía ante sus ojos; realmente era como si fuera un invitado que hubiera ido a ver al dueño de Stalingrado. Le fastidiaba que Chuikov pareciera intuir el ansia interior que le había impelido a cruzar el Volga, que supiera cómo se atormentaba mientras paseaba por Krasni Sad oyendo el susurro de los juncos secos.
Yeremenko comenzó a interrogar al anfitrión sobre aquel desdichado fuego, sobre cómo había decidido emplear las reservas, sobre la acción combinada de la infantería y la artillería, sobre la concentración de los alemanes en torno al distrito fabril. Formulaba preguntas y Chuikov respondía como se presupone que se debe responder a un superior.
Se quedaron callados un momento. Chuikov quería preguntarle: «Ésta es la acción defensiva más grande de la Historia, pero ¿qué hay de la ofensiva?». Pero no se atrevió. Yeremenko pensaba que a los defensores de Stalingrado les faltaba resistencia, que estaban rogando que les liberaran del peso sobre sus espaldas.
De pronto Yeremenko preguntó:
– Me parece que tu padre y tu madre son de la provincia de Tula; viven en el campo, ¿no es así?
– Así es, camarada general.
– ¿Te escribe el viejo?
– Sí, camarada general. Todavía trabaja.
Se miraron; los cristales de las gafas de Yeremenko habían adquirido una tonalidad rosa por el fulgor del incendio.
Parecía que estaba a punto de comenzar la única conversación que realmente les importaba a ambos, sobre la situación de Stalingrado.
– Me imagino que te interesan las cuestiones -dijo Yeremenko- que siempre se le plantean al comandante del frente acerca del refuerzo de hombres y las municiones.
Y la conversación, la única conversación que habría tenido sentido en aquel momento, no tuvo lugar.
El centinela apostado en la cresta de la ladera miraba hacia abajo y Chuikov, al oír el silbido de un obús, alzó los ojos y dijo:
– El soldado se debe de estar preguntando quiénes son estos dos tipos raros que están ahí plantados al lado del agua. Yeremenko se sonó y se hurgó las narices.
Se acercaba el momento de la despedida. Según una regla tácita, un superior que está bajo fuego enemigo sólo se va cuando sus subordinados se lo piden. Pero la indiferencia de Yeremenko hacia el peligro era tan absoluta y natural que aquellas reglas no le atañían.
Distraídamente y al mismo tiempo vigilante, volvió la cabeza para seguir el silbido de la trayectoria de un obús.
– Bueno, Chuikov, ya es hora de irme.
Chuikov permaneció algunos momentos en la orilla mientras seguía con la mirada cómo se alejaba la lancha; la estela de la espuma tras la popa le recordó un pañuelo blanco que una mujer agitara en señal de despedida.
Yeremenko, de pie en la cubierta, miraba la otra orilla del Volga, que ondeaba arriba y abajo bajo la luz confusa que procedía de Stalingrado: mientras, las aguas por las que saltaba la lancha parecían inamovibles, como una losa de piedra.
Paseaba con enojo de estribor a babor. Le vinieron a la mente decenas de pensamientos acostumbrados. Nuevos problemas habían surgido en el frente. Lo principal en ese momento era concentrar las fuerzas blindadas; la Stavka [13] le había encargado que preparara una ofensiva contra el flanco izquierdo. Pero a Chuikov no le había dicho ni una palabra de eso.
Chuikov volvió a su refugio, y todos -ya fuera el centinela apostado en la entrada, el encargado de clasificación o el jefe de Estado Mayor de la división de Guriev, que había comparecido ante una llamada-, al oír los pasos pesados de su superior, advirtieron que estaba apesadumbrado. Y tenía sobrados motivos para estarlo.
Porque las divisiones poco a poco se iban desmoronando, porque en la alternancia de ataques y contraataques los alemanes ganaban inexorablemente valiosos metros de la tierra de Stalingrado. Porque dos divisiones de infantería frescas y con todos sus efectivos al completo que se habían unido por la retaguardia alemana estaban concentradas en las inmediaciones de la fábrica de tractores, sumidas en una inactividad que era signo de mal agüero.
No, Chuikov no había expresado al comandante del frente todos sus temores, sus inquietudes, sus lúgubres pensamientos.
Pero tanto el uno como el otro desconocían cuál era la causa de la sensación de descontento que experimentaron. Lo más importante de aquel encuentro no fue la parte práctica, sino lo que ninguno de los dos había sido capaz de decir en voz alta.
Una mañana de octubre el mayor Beriozkin, al despertarse, pensó en su mujer y en su hija, en las ametralladoras de gran calibre, y oyó el estruendo ya habitual después de vivir un mes en Stalingrado; llamó al ametrallador que cumplía el cometido de ordenanza y le mandó que le trajera lo necesario para lavarse.
– Fresca como me ha ordenado -dijo Glushkov sonriendo y sintiendo el placer que a Beriozkin le procuraría el aseo matutino.
– En los Urales, donde están mi mujer y mi hija, seguro que han caído las primeras nieves -dijo Beriozkin-, pero no me escriben, ¿entiendes?
– Le escribirán, camarada mayor -lo consoló Glushkov.
Mientras Beriozkin se secaba y se ponía la guerrera, Glushkov le relataba los acontecimientos acaecidos durante las primeras horas de la mañana.
Un obús ha caído en la cantina y ha matado a un almacenero; en el segundo batallón el subjefe del Estado Mayor salió a hacer una necesidad y fue alcanzado en el hombro por un casco de metralla; los soldados del batallón de zapadores han pescado una perca de casi cinco kilos aturdida por una bomba. He ido a verla; se la han llevado como regalo al camarada capitán Movshóvich. Ha venido el camarada comisario y ha ordenado que usted le telefonee cuando se despierte.
– Entendido -dijo Beriozkin.
Tomó una taza de té, comió gelatina de pierna de ternera, telefoneó al comisario y al jefe del Estado Mayor comunicando que iba a supervisar los batallones, se puso el chaquetón guateado y se dirigió hacia la puerta.
Glushkov sacudió la toalla, la colgó de un clavo, palpó la granada que llevaba enganchada a un costado, se dio una palmada en el bolsillo para comprobar si la bolsa del tabaco estaba en su sitio y, tras coger de un rincón la metralleta, siguió al comandante del regimiento.
Beriozkin salió del refugio sumido en la penumbra y tuvo que entornar los ojos ante la claridad de la luz exterior. El paisaje, convertido en familiar después de un mes, se extendía ante él: un alud de arcilla, la pendiente parda toda salpicada de telas de lona mugrientas que cubrían los refugios de los soldados, las chimeneas humeantes de las estufas improvisadas. En lo alto se divisaban los edificios oscuros de las fábricas con los tejados derrumbados.
Más a la izquierda, cerca del Volga, se elevaban las chimeneas de la fábrica Octubre Rojo, se amontonaban los vagones de mercancías, abandonados a un lado de la locomotora, cual ganado confuso arremolinado en torno al cuerpo inerte del jefe de la manada. Todavía más lejos se perfilaba el amplio encaje de las ruinas muertas de la ciudad, y el cielo otoñal se filtraba por las brechas de las ventanas como miles de manchas azules.
Entre los talleres de las fábricas se alzaba el humo, las llamas fulguraban y el aire puro era atravesado ora por un monótono susurro, ora por un traqueteo intermitente y seco. Por lo visto, las fábricas estaban en plena actividad. Beriozkin examinó con mirada atenta sus trescientos metros de terreno, la línea de defensa de su regimiento situada entre las casitas de la colonia obrera. Una especie de sexto sentido lo ayudaba a distinguir, en el caos de las ruinas y las callejuelas, las casas donde sus soldados cocinaban gachas de aquellas donde los alemanes comían tocino y bebían Schnaps.
Beriozkin agachó la cabeza y soltó un taco cuando una bomba silbó en el aire.
En la vertiente opuesta del barranco el humo tapó la entrada de un refugio; poco después se oyó una sonora explosión. Del refugio salió el jefe del batallón de comunicaciones de la división vecina, todavía en tirantes y sin la guerrera puesta. Apenas dio un paso cuando un nuevo silbido que cruzó el aire le obligó a retroceder a toda prisa y cerrar de un portazo. La granada explotó a unos diez metros. En la entrada del refugio, dispuesta entre el ángulo del barranco y la pendiente del Volga, estaba Batiuk, que observaba todo cuanto pasaba.
Cuando el jefe del batallón de comunicaciones intentaba dar un paso adelante, Batiuk gritaba: «¡Fuego!», y el alemán, como por encargo, lanzaba una granada.
Batiuk advirtió la presencia de Beriozkin y le gritó:
– ¡Saludos, vecino!
Atravesar el sendero desierto entrañaba un peligro mortal: los alemanes, después de un sueño reparador y de haber tomado el desayuno, controlaban el camino con particular interés; disparaban sin escatimar municiones contra todo lo que se movía. En un recodo Beriozkin se detuvo al lado de un montón de chatarra y, tras calcular a ojo el tramo que quedaba, dijo:
– Ve tú primero, Glushkov.
– Pero ¿qué dice?, no es posible. Seguro que hay algún tirador.
Atravesar en primer lugar un punto peligroso se consideraba un privilegio reservado a los superiores; los alemanes generalmente no llegaban a tiempo de abrir fuego contra el primero que corría.
Beriozkin miró las casas ocupadas por los alemanes, guiñó un ojo a Glushkov y corrió. Cuando alcanzó el terraplén que lo protegía de las posiciones alemanas, oyó claramente a sus espaldas un estallido: un alemán había disparado una bala explosiva.
Beriozkin, de pie detrás del terraplén, encendió un cigarrillo. Glushkov corrió con paso largo y veloz. Descargaron una ráfaga bajo sus pies; parecía que de la tierra se elevara una bandada de gorriones. Glushkov se lanzó a un lado, tropezó, cayó, se puso en pie de un salto y corrió hacia Beriozkin.
– Por poco no lo cuento -dijo y, una vez recuperado el aliento, explicó-: Pensé que el tipo estaría molesto por haber errado el tiro con usted y que se encendería un pitillo, pero al parecer esta carroña no fuma.
Glushkov palpó el faldón desgarrado del chaquetón y cubrió al alemán de improperios.
Mientras se acercaban al puesto de mando del batallón, Beriozkin le preguntó:
– ¿Le han herido, camarada Glushkov?
– El bastardo sólo ha conseguido que pierda el tacón de la bota, eso es todo.
El puesto de mando del batallón se encontraba en el sótano de la tienda de comestibles de la fábrica y en la atmósfera húmeda persistía un olor a col fermentada y a manzanas.
Sobre la mesa ardían dos lámparas altas fabricadas con vainas de proyectil. En la puerta había fijado un letrero: «Vendedor y cliente, sean amables mutuamente».
En el subterráneo se alojaban los Estados Mayores de dos batallones: el de infantería y el de zapadores. Los dos comandantes, Podchufárov y Movshóvich, estaban sentados a la mesa tomando el desayuno.
Al abrir la puerta, Beriozkin oyó la voz animada de Podchufárov:
– A mí el alcohol diluido no me gusta; prefiero no beber. Los dos comandantes se levantaron y se pusieron firmes; el capitán de Estado Mayor escondió bajo una montaña de granadas una botella de un cuarto de litro de vodka, y el cocinero tapó con su cuerpo la perca de la que había hablado un minuto antes con Movshóvich. El ordenanza de Podchufárov que, puesto en cuclillas, se disponía a colocar sobre el plato del gramófono el disco Serenata china cumpliendo órdenes del comandante, se levantó tan rápido que sólo tuvo tiempo de quitarlo. El pequeño motor del gramófono continuó zumbando vacío; el ordenanza, de mirada abierta y franca, como corresponde a un verdadero soldado, captó con el rabillo del ojo la mirada furiosa de Podchufárov cuando el maldito gramófono, con una diligencia extraordinaria, empezó a chirriar.
Los dos comandantes y el resto de los participantes en el desayuno conocían bien los prejuicios de los superiores: éstos sostenían que los oficiales de un batallón deben o librar combates, o vigilar a través de los prismáticos al enemigo, o meditar inclinados sobre el mapa. Pero los hombres no pueden pasarse las veinticuatro horas del día disparando, hablando por teléfono con sus subordinados y superiores; también hay que comer.
Beriozkin miró de reojo hacia el gramófono chirriante y esbozó una sonrisa:
– Siéntense camaradas, continúen.
Estas palabras, tal vez, tenían un sentido opuesto al directo, pues en la cara de Podchufárov se dibujó una expresión de tristeza y arrepentimiento, mientras que en la de Movshóvich -que detentaba el mando de una sección separada del batallón de zapadores y, por ello, no estaba supeditado al comandante del regimiento- apareció sólo la tristeza, sin atisbo de arrepentimiento. Los subalternos compartían exactamente la misma expresión.
Beriozkin continuó con un tono particularmente desagradable:
– Pero ¿dónde está vuestra perca de cinco kilos, camarada Movshóvich? Toda la división lo sabe.
Movshóvich, con la misma expresión de tristeza, dijo: -Cocinero, por favor, muéstrele el pescado.
El cocinero, el único que se encontraba cumpliendo con sus obligaciones, habló con franqueza.
– El camarada capitán me ha ordenado que lo rellene a la judía. Tenemos pimienta y hojas de laurel, pero nos falta pan blanco y tampoco disponemos de rábano picante.
– Entiendo -dijo Beriozkin-. Una vez comí pescado relleno en Bobruisk, en casa de una tal Fira Arónovna, pero para serles franco, no me gustó demasiado.
Y, de repente, los hombres del sótano se dieron cuenta de que al jefe del regimiento no se le había pasado siquiera por la cabeza enfadarse.
Tal vez Beriozkin supiera que Podchufárov había repelido los ataques nocturnos de los alemanes, que había quedado cubierto de tierra, y que su ordenanza, el mismo que ponía la Serenata china, mientras lo desenterraba gritaba: «No se preocupe, camarada capitán, le sacaré de ahí».
Tal vez supiera que Movshóvich se había arrastrado con los zapadores por una callejuela plagada de carros de combate y había cubierto con tierra y ladrillos rotos un tablero de minas antitanque.
Todos ellos eran jóvenes y se sentían felices de seguir con vida una mañana más, de poder levantar una vez más una taza de hojalata y decir «a vuestra salud», de poder masticar col, aspirar el humo de un cigarrillo…
En cualquier caso, no pasó nada; los huéspedes del sótano permanecieron todavía un minuto más de pie ante el comandante, después lo invitaron a comer con ellos y vieron con satisfacción cómo el comandante del regimiento degustaba la col.
Beriozkin comparaba a menudo la batalla de Stalingrado con el año de guerra transcurrido, en el que había visto no poca cosa. Comprendía que si lograba soportar aquella tensión era sólo gracias al silencio y a la tranquilidad que habitaban en él. Así, los soldados del Ejército Rojo podían comer su sopa, reparar el calzado, hablar de mujeres, de buenos y malos superiores, fabricarse cucharas y a veces incluso relojes, cuando parecía que sólo deberían ser capaces de sentir rabia, horror o agotamiento. Se había dado cuenta de que aquellos que no tenían profundidad y tranquilidad de espíritu no resistían mucho, por mucho que en la batalla demostraran ser temerarios y despiadados. La vacilación, la cobardía le parecían a Beriozkin estados pasajeros, algo que podía ser curado tan fácilmente como un resfriado.
Pero qué eran en realidad el valor y el miedo no lo sabía con certeza. Una vez, al inicio de la guerra, un superior le había regañado por su vacilación: había retirado el regimiento sin previa autorización para ponerlo a resguardo del fuego enemigo. Y poco antes de Stalingrado, Beriozkin ordenó al comandante del batallón que condujera a sus hombres a la vertiente opuesta de una colina a fin de que los canallas de los alemanes no diezmaran en balde a sus hombres con el fuego de sus morteros.
El comandante de la división le había reprochado:
«¿Qué es esto, camarada Beriozkin? Me habían dicho que era usted un hombre valiente, que no se amilanaba a las primeras de cambio.»
Beriozkin se calló y suspiró; evidentemente, quienquiera que hubiera hablado de él en esos términos no le conocía bien.
Podchufárov, pelirrojo y de brillantes ojos azules, a duras penas podía refrenar su costumbre de ponerse a reír de improviso y con brusquedad, así como sus enfados repentinos. Movshóvich, delgado, con una cara pecosa y alargada, con mechas grises entre sus cabellos negros, respondía con voz ronca a las preguntas de Beriozkin. Sacó un cuaderno de notas y empezó a trazar un nuevo esquema para colocar las minas en los sectores más susceptibles de ser atacados por los tanques.
– Arránqueme del cuaderno ese croquis como recordatorio -dijo Beriozkin; e, inclinándose sobre la mesa, añadió a media voz-: El comandante de la división me ha mandado llamar. Según los datos del servicio de información del ejército, los alemanes están trasladando las fuerzas de los distritos urbanos para concentrarlas contra nosotros. Tienen muchos tanques, ¿comprenden?
Escuchó una explosión cercana que sacudió los muros del sótano y sonrió.
– Aquí ustedes están tranquilos. En mi barranco a esta hora ya habría recibido la visita de al menos tres enviados del Estado Mayor. Hay varias comisiones que se pasan el tiempo yendo y viniendo.
Entretanto un nuevo impacto sacudió el edificio y del techo cayeron trozos de estucado.
– Está usted en lo cierto, es tranquilo; en realidad nadie nos molesta -reconoció Podchufárov.
– Pues ahí está la cosa, en que nadie os molesta -corroboró Beriozkin.
Hablaba en tono confidencial, a media voz, olvidando sinceramente que ahora él era el superior, habituado como estaba a su posición de subordinado, desacostumbrado al nuevo puesto.
– Ya saben ustedes cómo son los jefes. ¿Por qué no toma la ofensiva? ¿Por qué hay tantas pérdidas? ¿Por qué no hay pérdidas? ¿Por qué no has hecho un informe? ¿Por qué duermes? ¿Por qué…?
Al final Beriozkin se levantó.
– Vamos, camarada Podchufárov, quiero ver su línea de defensa.
En aquella callecita de la colonia obrera, en las paredes internas destripadas que dejaban al descubierto un empapelado abigarrado, en los jardincitos y en los huertos arados por los carros, entre las solitarias dalias otoñales que milagrosamente florecían aquí y allá, aleteaba una angustia penetrante.
De pronto Beriozkin dijo a Podchufárov:
– Sabe, camarada Podchufárov, no he recibido carta de mi mujer. La volví a ver durante un viaje, y ahora de nuevo nada de correo. Sólo sé que se fue a los Urales con nuestra hija.
– Le escribirán, camarada mayor -respondió Podchufárov.
En el sótano de una casa de dos pisos, bajo las ventanas tapiadas con ladrillos, yacían los heridos en espera de ser evacuados al amparo de la noche. En el suelo había un cubo con agua y una taza; enfrente de la puerta, fijada entre las ventanas, había una tarjeta postal ilustrada, Los esponsales del mayor.
– Esto es la retaguardia -dijo Podchufárov-, la primera línea está más adelante.
– Iremos hasta la primera línea -respondió Beriozkin.
Cruzaron la entrada, pasaron a una habitación con el techo hundido, y al instante se apoderó de ellos la sensación que experimentan las personas cuando salen de los despachos de una fábrica y entran en los talleres. En el aire flotaba un olor atroz y punzante a pólvora; bajo los pies tintineaban los casquillos vacíos. En un cochecito de bebé color crema estaban colocadas las minas antitanque.
– Mire, los alemanes han tomado el edificio esta noche -se lamentó Podchufárov acercándose a la ventana-. Es una verdadera lástima, la casa es magnífica, las ventanas dan al suroeste. Ahora todo el flanco izquierdo está expuesto al fuego enemigo.
Cerca de una ventana, tapiada con ladrillos pero provista de arpillera, había una ametralladora pesada, y un ametrallador sin gorro con una venda sucia, negra de humo, enrollada alrededor de la cabeza, se estaba preparando otra nueva, mientras el primer sargento, dejando al descubierto una dentadura inmaculada, masticaba una rodaja de salchichón, dispuesto a abrir fuego en cualquier momento.
El comandante de la compañía, se acercó. Era un teniente que llevaba prendida en el bolsillo de su chaqueta una margarita.
– Bravo -dijo Beriozkin, sonriendo.
– ¡Qué alegría verle, camarada capitán! -dijo el teniente-. Le confirmo lo mismo que le dije por la noche, han ido de nuevo a la casa 6/1. Han empezado a las nueve en punto -y miró el reloj.
– Tiene ante usted al comandante del regimiento, déle el informe a él.
– Disculpe, no le había reconocido -se excusó el teniente, apresurándose a hacer el saludo militar.
Seis días antes el enemigo había logrado cercar algunas casas en la zona del regimiento y las estaba fagocitando a conciencia, a la alemana. La defensa soviética se apagaba bajo las ruinas, se extinguía junto a las vidas de los soldados defensores del Ejército Rojo. Pero en una fábrica con profundos sótanos, la defensa soviética continuaba resistiendo. Los muros sólidos resistían los golpes, si bien en muchos puntos estaban perforados por los impactos de las granadas y las bombas de mortero. Los alemanes intentaban demoler el edificio desde el aire y en tres ocasiones los bombarderos habían lanzado contra él torpedos demoledores. Toda una esquina de la casa se había derrumbado pero el sótano, bajo las ruinas, había quedado intacto, y los defensores, después de retirar los escombros, instalaron las ametralladoras, un cañón y morteros, bloqueando así el paso a los alemanes.
El comandante de la compañía, en su informe a Beriozkin, dijo:
– Hemos intentado llegar hasta ellos esta noche, pero sin éxito. Hemos sufrido una baja y tenemos dos heridos.
– ¡Al suelo! -gritó en aquel momento el vigía con una voz siniestra.
Algunos hombres cayeron de bruces contra el suelo, y el comandante de la compañía no pudo acabar su discurso: gesticuló con los brazos como si fuera a zambullirse y se desplomó contra el suelo.
Creció la intensidad del aullido y de repente la tierra y el alma fueron sacudidas por el estruendo de unas explosiones fétidas y sofocantes. Un objeto negro y grande impactó contra el suelo, botó y rodó hasta los pies de Beriozkin. En un primer momento pensó que se trataba de un leño derribado por la fuerza de la explosión y que por poco no le había dado en la pierna.
Un instante después se dio cuenta de que era un obús sin explotar. La tensión, entonces, se volvió insoportable.
Pero el obús no explotó, y su sombra negra que había engullido cielo y tierra, que ofuscaba el pasado y truncaba el futuro, desapareció.
El comandante de la compañía se puso en pie.
– Qué bello caramelito -dijo alguien con voz destemplada.
Otro se echó a reír.
– Vaya, pensé que esta vez no lo contaba…
Beriozkin se secó el sudor que le había brotado de pronto en la frente, recogió del suelo la margarita, le sacudió el polvo de ladrillo y, sujetándola en el bolsillo de la guerrera del teniente, dijo:
– Me imagino que alguien se la habrá regalado… -y comenzó a explicar a Podchufárov-: ¿Por qué entre vosotros, pese a todo, se respira tranquilidad? Porque los superiores no vienen. Los superiores siempre quieren algo de ti: si tienes un buen cocinero se te llevan el cocinero. Que tienes un sastre o un barbero de categoría, dámelo. ¡Buscavidas!, te has excavado un buen refugio; pues vete. Que tienes una col fermentada buena, envíamela. -Luego de repente le preguntó al teniente-: ¿Y por qué han vuelto dos, si no habían alcanzado a los asaltantes?
– Estaban heridos, camarada comandante.
– Entiendo.
– Tiene usted suerte -dijo Podchufárov mientras abandonaban el edificio y se ponían en camino atravesando los huertos donde, entre los cultivos amarillentos de patatas, se habían excavado los refugios y defensas de la segunda compañía.
– Quién sabe si tengo suerte -respondió Beriozkin, y saltó al fondo de la trinchera-. Estamos en guerra -dijo, como quien dice «Estamos de vacaciones en un balneario».
– La tierra se adapta mejor a la guerra que nosotros -corroboró Podchufárov-. Está acostumbrada.
Regresando a la conversación iniciada por el comandante del regimiento, Podchufárov añadió:
– Lo de los cocineros no es nada, he oído que a veces los superiores requisan a las mujeres.
Toda la trinchera, excitada por el intercambio de mensajes, estaba sumida en el tableteo de los disparos y las breves ráfagas de las armas automáticas y las ametralladoras.
– El comandante de la compañía ha sido asesinado, el instructor político Soshkin ha tomado el mando -dijo Podchufárov-. Éste es su refugio.
– Claro, claro -dijo Beriozkin echando una ojeada a través de la puerta entreabierta.
Estaban junto a las ametralladoras cuando los alcanzó el instructor político Soshkin, un hombre con la cara roja y cejas negras, y que hablaba a voz en grito. Les informó de que la compañía estaba disparando contra los alemanes con el objetivo de impedir que se concentraran en el ataque de la casa 6/1.
Beriozkin le cogió los prismáticos y examinó los breves resplandores de los disparos y las lenguas de fuego que vomitaban las bocas de los morteros.
– Creo que hay un francotirador ahí, en el tercer piso, segunda ventana.
Apenas había terminado de decir la frase cuando en la ventana que acababa de señalar brilló un fogonazo y silbó una bala que dio en la pared de la trinchera, justo a medio camino entre la cabeza de Beriozkin y de Soshkin.
– Es usted un tipo afortunado -dijo Podchufárov.
– Quién sabe si soy afortunado -respondió Beriozkin.
Continuaron el paseo por la trinchera hasta que vieron un invento local de la compañía: un fusil antitanque fijado a una rueda de carretilla.
– Es el cañón antiaéreo de la compañía -dijo un sargento con la barba cubierta de polvo y la mirada inquieta.
– ¡Un carro a cien metros, cerca de la casa de tejado verde! -gritó Beriozkin imitando la voz de un instructor de tiro.
El sargento se apresuró a girar la rueda e inclinó el largo cañón del fusil anticarro hacia el suelo.
– Dirkin tiene un soldado -dijo Beriozkin- que ha adaptado un visor telescópico a un fusil anticarro; en un día destruyó tres ametralladoras enemigas.
El sargento se encogió de hombros.
– Dirkin lo tiene bien, está a resguardo en la fábrica.
Prosiguieron por la trinchera y Beriozkin reanudó la conversación que habían mantenido al inicio de la expedición.
– Les he enviado un paquete repleto de cosas; pero mi mujer no escribe. Sigo sin tener respuesta. Ni siquiera sé si han recibido el envío. Tal vez estén enfermas. No es nada raro que durante una evacuación se produzca una desgracia.
Podchufárov recordó de improviso cuando, mucho tiempo atrás, los carpinteros que trabajaban en Moscú volvían al pueblo y traían regalos a sus mujeres, ancianos y niños. Para ellos el ritmo de la vida del campo y el calor doméstico significaban más que el estruendo frenético de la vida moscovita y sus luces nocturnas.
Media hora más tarde regresaron al puesto de mando del batallón, pero Beriozkin no bajó al sótano; se despidió de Podchufárov en el patio.
– Preste a la casa 6/1 toda la ayuda posible -dijo-. No intenten llegar hasta ellos, lo haremos nosotros por la noche con las fuerzas del regimiento. -Después añadió-: Y ahora… Primero, no me gusta el modo como tratan a los heridos, en el puesto de mando tienen sofás, mientras los heridos están tirados en el suelo. Segundo, no han enviado a buscar pan fresco y sus hombres se están alimentando de mendrugos secos. Tercero, el instructor político Soshkin está borracho como una cuba. Van tres. Y además…
Podchufárov escuchaba estupefacto al comandante del regimiento que, durante su paseo, había encontrado el medio de fijarse en todo. El vicecomisario de la fábrica llevaba unos pantalones alemanes… El teniente de la primera compañía llevaba dos relojes en la muñeca…
Beriozkin sentenció:
– Los alemanes atacarán. ¿Está claro?
Se dispuso a encaminarse hacia la fábrica y Glushkov, que había tenido ya tiempo de reparar su tacón y remendar el agujero de su chaquetón, le preguntó:
– ¿Vamos a casa?
Beriozkin, sin responderle, se volvió hacia Podchufárov:
– Telefonee al comisario del regimiento; dígale que estoy con Dirkin, en la fábrica, en el taller n° 3 -y, guiñándole un ojo, añadió-: Mándeme un poco de su col, es buena. A fin de cuentas, yo también soy un superior.
No había cartas de Tolia [14]. Por la mañana, Liudmila Nikoláyevna se despedía de su madre y su marido que se marchaban al trabajo, y de Nadia, que iba a la escuela. La primera en partir era su madre, que trabajaba como química en el laboratorio de una conocida fábrica de jabones de Kazán. Al pasar por delante de la habitación de su yerno, Aleksandra Vladímirovna a menudo le repetía la misma broma que había oído contar a los obreros en la fábrica: «Nosotros, los patronos, tenemos que estar en el trabajo a las seis, los empleados a las nueve».
Después de ella era Nadia la que se iba caminando a la escuela, aunque, hablando con propiedad, no iba caminando, sino que salía al galope porque no había habido manera de hacerla levantar a tiempo de la cama, y en el último minuto saltaba de la cama, cogía las medias, la chaqueta, los libros, los cuadernos, se atragantaba con el té al desayunar y, corriendo escaleras abajo, se anudaba la bufanda y se enfundaba el abrigo.
Cuando Víktor Pávlovich se sentaba a desayunar después de que Nadia hubiera salido, la tetera ya se había enfriado y tocaba calentarla de nuevo.
Aleksandra Vladímirovna se enfadaba cuando Nadia decía: «Ojalá nos fuéramos de este agujero del diablo». Nadia ignoraba que en épocas anteriores Derzhavin había vivido en Kazán, al igual que Aksákov, Tolstói, Lenin, Zinin, Lobachevski, y que Maksim Gorki había estado trabajando allí en una panadería.
– ¡Qué demencia senil! -exclamaba Aleksandra Vladímirovna, y aquel reproche sonaba extraño en boca de una mujer vieja dirigido a una adolescente.
Liudmila se daba cuenta de que su madre continuaba interesándose por las personas, por el nuevo trabajo. A la vez que aquella fuerza de espíritu de su madre le suscitaba admiración, un sentimiento completamente diferente anidaba en ella: ¿cómo podía, en medio de la desgracia, interesarse por la hidrogenación de grasas, por las calles y museos de Kazán?
Y un día que Shtrum hizo un comentario a su mujer a propósito de la juventud de espíritu de su suegra, Aleksandra Vladímirovna, Liudmila no pudo reprimirse y le contestó:
– No es juventud lo de mamá, sino egoísmo de vieja.
– La abuela no es una egoísta, es una populista -se entrometió Nadia y añadió-: Los populistas son buena gente, pero no demasiado inteligentes.
Nadia expresaba sus ideas de manera categórica y, presumiblemente por culpa de su eterna falta de tiempo, de manera sintética.
– Tonterías -decía haciendo énfasis en la «r».
Seguía los boletines de la Oficina de Información Soviética, estaba al tanto de las operaciones militares e intervenía en las conversaciones sobre política. Después de pasar un verano en un koljós1, Nadia había explicado a su madre las causas de la escasa productividad koljosiana.
Nunca enseñaba las notas a su madre y sólo una vez le confesó, asombrada:
– ¿Sabes? Me han puesto un notable en comportamiento. Imagínate, la profesora de matemáticas me expulsó de clase. Y yo, al salir, le grité goodbye; todos los de la clase se echaron a reír.
Como muchos hijos de familias acomodadas, que antes de la guerra no habían conocido las preocupaciones materiales, durante la evacuación en Kazán Nadia hablaba constantemente de las raciones, de los méritos y defectos del sistema de distribución; conocía las ventajas del aceite vegetal respecto a la manteca, los aspectos positivos y negativos del grano partido, por qué eran más prácticos los terrones de azúcar que el azúcar en polvo.
– ¿Sabes qué? -le decía a su madre-. He decidido que a partir de hoy me des el té con miel en lugar de con leche condensada. Creo que es más beneficioso para mí, y a ti tanto te da una cosa que otra.
A veces Nadia se volvía desagradable, soltaba groserías con una sonrisa de desprecio a sus mayores. Un día, en presencia de su madre, dijo a su padre:
– Eres idiota -y lo dijo con tanto rencor que Shtrum se quedó contrariado.
A veces la madre veía que Nadia lloraba al leer un libro. Se consideraba un ser desdichado y retrasado, condenado a una vida vacía y penosa.
– Nadie quiere ser mi amigo, soy estúpida, no le intereso a nadie -dijo un día en la mesa-. Nadie se casará conmigo. Acabaré mis estudios de farmacia y me iré al campo.
– En los villorrios no hay farmacias -observó Aleksandra Vladímirovna.
– Por lo que respecta al matrimonio tu pronóstico es demasiado lúgubre -dijo Shtrum-. Últimamente te has puesto muy guapa.
– Me da lo mismo -dijo Nadia mirando a su padre con rabia.
Aquella noche la madre vio cómo su hija, sosteniendo un libro delgado con el brazo desnudo y escuálido que le asomaba de debajo de la manta, leía poesía.
En una ocasión trajo de la tienda restringida de la Academia una bolsa con dos kilos de mantequilla y un paquete grande de arroz, y dijo:
– La gente, yo incluida, es canalla e infame: todos se aprovechan de la situación. También papá cambia su talento por mantequilla. Como si las personas enfermas, las poco instruidas y los niños débiles tuvieran que vivir muertos de hambre porque no entienden de física o no pueden cumplir el trescientos por ciento de un plan… Sólo los elegidos pueden atiborrarse de mantequilla.
Y durante la cena, soltó con tono provocativo:
– Mamá, quiero ración doble de mantequilla y miel. Esta mañana no tuve tiempo de desayunar.
Nadia se parecía en muchos aspectos a su padre. Liudmila Nikoláyevna notaba que Víktor Pávlovich se irritaba particularmente ante aquellos rasgos de su hija que ambos compartían.
Un día, Nadia, imitando la entonación de su padre, dijo acerca de Postóyev:
– ¡Bribón, inepto, artero!
Shtrum se indignó.
– ¿Cómo tú, todavía una estudiante de tres al cuarto, te atreves a hablar así de un académico?
Pero Liudmila recordaba que cuando Víktor estudiaba decía de muchos famosos académicos: «¡Nulidad, mediocre, arribista!».
Liudmila Nikoláyevna entendía que para Nadia la vida no era fácil, tenía un carácter complicado, solitario y difícil.
Después de la marcha de Nadia, Víktor Pávlovich tomaba el té. Bizqueaba los ojos mientras leía un libro, tragaba sin masticar, ponía una cara estúpidamente sorprendida, buscaba el vaso a tientas, sin apartar los ojos de su lectura, y decía:
– ¿Me puedes servir otro té? Más caliente, a ser posible.
Ella conocía todos sus gestos: ahora empezaba a rascarse la cabeza, ahora abombaba los labios, ahora se mondaba los dientes torciendo la boca. Y le decía:
– Por Dios, Vitia, dime ¿cuándo piensas ir a arreglarte los dientes?
La mujer sabía que si se rascaba o abombaba los labios era porque pensaba en su trabajo y no porque le picara la cabeza o la nariz. Sabía que si le decía: «Vitia, ni siquiera escuchas lo que te digo», él, sin levantar la mirada del libro, respondería: «Lo he escuchado todo, incluso puedo repetírtelo: “Vitia, ¿cuándo piensas ir a arreglarte los dientes?”», y de nuevo se sorprendería, tragaría, pondría cara de esquizofrénico; aquello significaba que, mientras examinaba la obra de un físico famoso, estaba de acuerdo en ciertos puntos, pero no en otros. Después Víktor Pávlovich permanecería largo rato inmóvil; luego empezaría a balancear la cabeza, con aire resignado, triste como los viejos, con la misma expresión en la cara y en los ojos que suelen tener las personas que padecen de un tumor en el cerebro. Y de nuevo Liudmila Nikoláyevna acertaría: Shtrum estaba pensando en su madre.
Y mientras tomaba el té, pensaba en el trabajo y suspiraba presa de la angustia, Liudmila Nikoláyevna miraba los ojos que ella besaba, los cabellos ensortijados que ella acariciaba, los labios que la besaban, las pestañas, las cejas, las manos con dedos pequeños, frágiles a los que cortaba las uñas, diciendo:
– ¡Ay, qué descuidado eres!
Lo sabía todo de él. Conocía sus lecturas infantiles en la cama antes de dormir; su cara cuando iba a lavarse los dientes; su voz sonora, un poco trémula, cuando, ataviado de gala, empezaba su conferencia sobre la radiación de neutrones. Sabía que le gustaba el borsch ucraniano con judías, que gemía suavemente cuando se cambiaba de lado mientras dormía. Sabía que gastaba rápido el tacón de la bota izquierda y que ensuciaba los puños de las camisas; sabía que le gustaba dormir con dos almohadas; conocía su miedo secreto a atravesar las plazas de las ciudades; conocía el olor de su piel, la forma de los agujeros en sus calcetines. Cómo canturreaba cuando tenía hambre y esperaba la comida, qué forma tenían sus uñas de los dedos gordos del pie, el diminutivo con el que le llamaba su madre cuando tenía dos años; su modo de caminar arrastrando los pies; los nombres de los niños con los que se pegaba cuando estudiaba el último curso preparatorio. Conocía su carácter burlón, su costumbre de fastidiar a Tolia, a Nadia, a sus colegas. Incluso ahora, que casi siempre estaba de mal humor, Shtrum la pinchaba porque la mejor amiga de ella, Maria Ivánovna Sokolova, leía poco y una vez, conversando, confundió a Balzac con Flaubert.
Sabía hacer rabiar a Liudmila de manera magistral, siempre la sacaba de quicio. Y entonces ella, enfadada y seria, lo contradecía, defendiendo a su amiga:
– Siempre haces befa de las personas que quiero. Mashenka tiene un gusto infalible y no necesita leer demasiado, sabe lo que es sentir un libro.
– Por supuesto, por supuesto -decía él-. Está convencida de que Max y Moritz es una novela de Anatole France.
Liudmila conocía su amor a la música, sus opiniones políticas. Una vez lo había visto llorando, lo vio desgarrarse la camisa y, enredándose en los calzoncillos, saltar hacia ella a la pata coja, con un puño levantado, dispuesto a golpearla. Conocía su rectitud inflexible y valerosa, su inspiración; lo había visto declamar versos; lo había visto tomar laxantes.
Sentía que su marido ahora estaba enfadado con ella, a pesar de que nada, por lo visto, había cambiado en su relación. Pero sí que se había producido un cambio, y se reflejaba en el hecho de que ya no le hablaba de su trabajo: le hablaba de las cartas que recibía de científicos conocidos, de los racionamientos y las tiendas de artículos manufacturados. A veces le hablaba de las tareas en el instituto, del laboratorio, de la discusión sobre el plan de trabajo; le contaba historias sobre sus colegas: Savostiánov había ido al trabajo después de una noche de borrachera y se había quedado dormido, los ayudantes habían cocido patatas en la estufa del laboratorio, Márkov estaba preparando una nueva batería de experimentos.
Pero de su trabajo personal, de aquel que antes ella era su única confidente, ya no le hablaba.
Una vez se había lamentado a Liudmila Nikoláyevna de que, cuando leía a sus amigos íntimos sus apuntes, reflexiones todavía inacabadas, al día siguiente experimentaba la desagradable sensación de que su trabajo se marchitaba y se le hacía difícil retornarlo.
La única persona con la que compartía sus dudas, a quien leía sus apuntes fragmentarios, sus hipótesis fantásticas y presuntuosas sin que le quedara sensación de malestar era Liudmila Nikoláyevna.
Pero ahora había dejado de hablar con ella.
Ahora, en su estado melancólico, encontraba alivio en lo que la ofendía. Pensaba sin tregua y de forma obsesiva en su madre. Pensaba en lo que nunca antes había pensado, en lo que el fascismo le obligaba a plantearse: el hecho de que su madre era judía y en su propia judeidad.
En su corazón reprochaba a Liudmila la frialdad con la que trataba a su madre. Un día le dijo:
– Si hubieras sabido tener una buena relación con mi madre, viviría con nosotros en Moscú.
Pero ella le daba vueltas en la cabeza a todas las insolencias e injusticias que Víktor Pávlovich había cometido en relación con Tolia y lo cierto es que tenía de lo que acordarse.
En su fuero interno le exasperaba lo injusto que era con su hijastro, la cantidad de cosas malas que veía en él, lo difícil que le resultaba perdonarle sus defectos. En cambio a Nadia le perdonaba la grosería, la pereza, el desorden y la nula voluntad para ayudar a la madre en los quehaceres domésticos.
Liudmila pensaba en la madre de Víktor Pávlovich: su destino era terrible. Pero ¿cómo podía Víktor exigirle un vínculo de amistad con Anna Semiónovna, cuando ésta estaba predispuesta en contra de Tolia? Cada carta suya, cada viaje suyo a Moscú se volvían, por este motivo, insoportables para Liudmila. Nadia, Nadia, Nadia… Nadia tenía los mismos ojos que Víktor… Nadia cogía el tenedor como Víktor… Nadia era avispada, Nadia era ingeniosa, Nadia era pensativa. La ternura, el amor de Anna Semiónovna hacia su hijo confluían en el amor y la ternura hacia la nieta. Y es que Tolia no cogía el tenedor como Víktor Pávlovich.
Era extraño, en los últimos tiempos recordaba con mayor frecuencia que antes al padre de Tolia, a su primer marido. Deseaba hallar a los parientes de su primer marido, a su hermana mayor; la hermana de Abarchuk habría reconocido en los ojos de Tolia, en su pulgar torcido, en su nariz ancha, los ojos, las manos y la nariz de su hermano.
Y, de la misma manera que no quería acordarse de todo lo bueno que Víktor Pávlovich había hecho por Tolia, le perdonaba a Abarchuk todo lo malo, incluso que la hubiera abandonado con un niño de pecho y le hubiera prohibido darle su apellido.
Por las mañanas Liudmila Nikoláyevna se quedaba sola en casa. Esperaba aquel momento; los suyos la molestaban. Todos los acontecimientos del mundo, la guerra, el destino de sus hermanas, el trabajo de su marido, el temperamento de Nadia, la salud de su madre, su compasión hacia los heridos, el dolor por los muertos en cautiverio alemán, todo acrecentaba su pesar hacia el hijo, su inquietud por él.
Adivinaba que los sentimientos de su madre, de su marido, de su hija estaban hechos de otra pasta. El cariño y amor de éstos hacia Tolia le parecían superficiales. Para ella el mundo era Tolia; para ellos Tolia sólo era una parte del mundo.
Transcurrían los días, las semanas, y las cartas de Tolia no llegaban.
Cada día la radio transmitía los boletines de la Oficina de Información Soviética, cada día los periódicos estaban llenos de guerra. Las tropas retrocedían. En los boletines y en los periódicos se hablaba de artillería. Tolia prestaba servicio en la artillería. Pero de Tolia no había ninguna carta.
Le parecía que sólo una persona comprendía como es debido su congoja: Maria Ivánovna, la mujer de Sokolov.
A Liudmila Nikoláyevna no le gustaba tener amistad con las mujeres de los colegas de su marido; la irritaban las conversaciones sobre los éxitos científicos de sus esposos, los vestidos o las asistentas domésticas. Pero probablemente debido a que el suave carácter de la tímida Maria Ivánovna era opuesto al suyo y porque manifestaba un interés conmovedor hacia Tolia, le había tomado mucho cariño.
Con ella Liudmila hablaba con más libertad que con su marido o su madre, y cada vez se sentía más tranquila, se quitaba un peso de encima. Y a pesar de que Maria Ivánovna acudía casi a diario a casa de los Shtrum, Liudmila Nikoláyevna a menudo se preguntaba por qué su amiga se demoraba, y se asomaba por la ventana para ver si veía su menuda silueta.
Y de Tolia, entretanto, ni una carta.
Aleksandra Vladímirovna, Liudmila y Nadia estaban sentadas en la cocina. De vez en cuando Nadia echaba a la estufa hojas arrugadas de un cuaderno escolar y la luz roja que estaba apagándose se reavivaba, la estufa se llenaba de infinidad de llamas efímeras. Aleksandra Vladímirovna, mirando de reojo a su hija, decía:
– Ayer estuve en casa de una ayudante de laboratorio. Dios mío, qué estrechez, qué miseria, qué hambre… Nosotros, en comparación, vivimos como reyes; se habían reunido varias vecinas y la conversación giró en torno a lo que más nos gustaba antes de la guerra: una dijo que la carne de ternera; otra, la sopa de pepino. Y la hija de esta ayudante de laboratorio dijo: «A mí lo que más me gustaba era el final de la alarma».
Liudmila Nikoláyevna se quedó callada, pero Nadia intervino:
– Abuela, ya te has hecho un millón de amigos aquí. -Y tú no tienes ni uno.
– ¿Y qué hay de malo? -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Víktor ha comenzado a frecuentar la casa de los Sokolov. Allí se reúne toda clase de chusma, y yo no comprendo cómo Vitia y Sokolov pueden pasarse horas enteras hablando con esa gente. ¿Cómo no se cansan de estar de palique? Podrían compadecerse de Maria Ivánovna, que necesita tranquilidad y no puede acostarse cuando están ellos, ni sentarse un poco, fuman como carreteros.
– Karímov, el tártaro, me gusta -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Un tipo repugnante.
– Mamá se parece a mí, no le gusta nadie -dijo Nadia-, sólo Maria Ivánovna.
– Sois gente extraña -dijo Aleksandra Vladímirovna-. Tenéis cierto círculo moscovita que os habéis traído con vosotros. La gente con la que os encontráis en el tren, en el club, en el teatro, no forman parte de vuestro círculo, y vuestros amigos son los que se han construido la dacha en el mismo lugar que vosotros; una característica que también he observado en tu hermana Zhenia. Hay pequeños indicios que os permiten distinguir a la gente de vuestro círculo: «Ah, aquélla es una nulidad, no le gusta Blok; aquel otro es un primitivo, no comprende a Picasso… Ah, ésta le ha regalado un jarrón de cristal. ¡Es de mal gusto…!». En cambio, Víktor sí que es demócrata; le da lo mismo toda esa decadencia.
– Tonterías -respondió Liudmila-. ¿Y qué tienen que ver aquí las dachas? Burgueses hay con o sin dachas, y más vale evitarlos: son detestables.
Aleksandra Vladímirovna notaba que la irritación de su hija para con ella iba en aumento. Liudmila Nikoláyevna daba consejos al marido, hacía observaciones a Nadia, la amonestaba por sus errores y la perdonaba, la mimaba o se negaba a mimarla, y sentía que su madre juzgaba constantemente sus actos. Aleksandra Vladímirovna no expresaba cuáles eran sus opiniones, pero era evidente que las tenía. A veces Shtrum intercambiaba miradas con su suegra y en sus ojos aparecía una expresión de irónica complicidad, como si hubieran comentado previamente las rarezas del carácter de Liudmila. Y, llegados a este punto, carecía de importancia si lo habían comentado o no; lo importante era que en la familia había aparecido una nueva fuerza suficiente por sí misma para haber cambiado las relaciones preexistentes.
Un día Víktor Pávlovich le dijo a Liudmila que, si él estuviera en su lugar, cedería el mando de la casa a la suegra: que se sintiera dueña y no invitada.
Liudmila Nikoláyevna no estimó sinceras las palabras del marido, incluso le pareció que quería subrayar la relación afectiva y especial que tenía con su suegra, y esto, involuntariamente, le recordó la frialdad con la que había tratado a la madre de su marido, Anna Semiónovna.
Le hubiera resultado ridículo y vergonzoso reconocer ante él que a veces se sentía celosa de los hijos, especialmente de Nadia. Pero ahora no se trataba de celos. ¿Cómo podía admitir, incluso para ella misma, que su madre, que se había quedado sin techo, se había convertido en una carga para ella y que la irritaba? Pero, por lo demás, era una irritación extraña que coexistía con el amor, con su disposición a dar a Aleksandra Vladímirovna su último vestido, en caso de que fuera necesario, a compartir el último pedazo de pan.
Por su parte, Aleksandra Vladímirovna sentía unas repentinas e irracionales ganas de llorar, de morir, de no volver a casa por la noche y quedarse a dormir en el suelo de la casa de una compañera de trabajo, o de ponerse en camino hacia Stalingrado, a buscar a Seriozha, a Vera, a Stepán Fiódorovich.
Aleksandra Vladímirovna, la mayoría de las veces, aprobaba todos los actos y opiniones de su yerno, mientras que Liudmila casi nunca estaba de acuerdo. Nadia, que se había dado cuenta, le decía a su padre:
– Ve a quejarte a la abuela de que mamá te ofende. Y Aleksandra Vladímirovna decía:
– Vivís como mochuelos. Sólo Víktor es un hombre normal.
– No son más que palabras -dijo Liudmila torciendo el gesto-. Llegará el momento de partir a Moscú, y entonces Víktor y tú os alegraréis.
Aleksandra Vladímirovna respondió de sopetón:
– ¿Sabes, querida? Cuando llegue el día de volver a Moscú, no volveré con vosotros, me quedaré aquí; no hay sitio para mí en tu casa de Moscú. ¿Lo has entendido? Convenceré a Zhenia de que se traslade aquí, o iré yo a su casa de Kúibishev.
Fue un momento difícil en la relación entre madre e hija. Todo lo que a Liudmila Nikoláyevna le oprimía en el corazón se expresó en su negativa a ir a Moscú. Todo aquello que le pesaba en el alma a Liudmila Nikoláyevna se hizo tan evidente como si lo hubiera formulado. Pero se ofendió, como si no fuera culpable de nada ante su madre.
En cambio, Aleksandra Vladímirovna miraba la cara de sufrimiento de la hija y se sentía culpable. Por las noches Aleksandra Vladímirovna pensaba cada vez más en Seriozha: ahora le venían a la mente sus arrebatos, sus discusiones; ahora se lo imaginaba en su uniforme militar; sus ojos, probablemente, se habían vuelto más grandes, y es que él estaba más delgado, las mejillas se le habían hundido. Seriozha despertaba en ella un sentimiento especial: era el hijo de su infeliz hijo, al que tal vez amaba más que a nadie en el mundo… Le decía a Liudmila:
– No te atormentes tanto por Tolia, créeme, también yo me preocupo por él no menos que tú.
Había algo falso en estas palabras que ofendía el amor hacia la hija: en realidad, ella no se preocupaba tanto por Tolia. Las dos mujeres, directas hasta la crueldad, se asustaron de su propia franqueza y recularon.
– Buena es la verdad, mejor es el amor: nueva obra de Ostrovski -dijo Nadia, alargando las palabras, y Aleksandra Vladímirovna miró con hostilidad, incluso con cierto espanto, a aquella niña de décimo curso que era capaz de comprender cosas que para ella eran impenetrables.
Pronto llegó Víktor Pávlovich. Abrió la puerta con su llave y apareció en la cocina de improviso.
– ¡Qué placer inesperado! -dijo Nadia-. Creíamos que te quedarías en casa de los Sokolov hasta más tarde.
– Todo el mundo en casa, alrededor de la estufa, qué alegría; ¡maravilloso, maravilloso! -dijo extendiendo las manos hacia el fuego.
– Suénate la nariz -dijo Liudmila-. Y ¿qué hay de maravilloso?, no entiendo.
Nadia soltó una risita y dijo imitando el tono de su madre:
– Venga, ¡suénate la nariz! ¿Es que no entiendes ruso?
– Nadia… Nadia… -dijo Liudmila Nikoláyevna en tono le advertencia; no compartía con nadie su derecho a educar a su marido.
Víktor Pávlovich declaró:
– Sí, sí, hace un viento muy frío.
Pasó a la sala y, a través de la puerta abierta, lo vieron sentarse a la mesa.
– Papá está escribiendo de nuevo sobre la cubierta de un libro -señaló Nadia.
– No es de tu incumbencia -dijo Liudmila Nikoláyevna, y se volvió a elucubrar con su madre-. ¿Por qué se alegra tanto de vernos a todos en casa? Es un neurótico, se inquieta si alguien no está. Eso quiere decir que ahora le está dando vueltas a algún problema y está contento de que no haya nada que le moleste.
– Habla más bajo, si no lo molestaremos de verdad -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Al contrario -intervino Nadia-, si hablas en voz alta no presta atención, pero si lo haces entre susurros, aparecerá aquí y preguntará: «¿Qué estáis cuchicheando?».
– Nadia, hablas de papá como si fueras la guía de un zoológico hablando de instintos animales.
Todas rompieron a reír a la vez, intercambiándose miradas.
– Mamá, ¿cómo has podido ofenderme de esa manera? -dijo Liudmila Nikoláyevna.
La madre, en silencio, le acarició la cabeza.
Luego cenaron en la cocina. Aquella noche a Víktor Pávlovich le pareció que el calor de la cocina tenía un encanto particular.
La vida de Víktor todavía se sustentaba sobre los mismos cimientos. En los últimos tiempos, una idea que daría una explicación inesperada a los experimentos contradictorios acumulados en el laboratorio ocupaba sus pensamientos de manera obsesiva.
Sentado a la mesa de la cocina, experimentaba una feliz y extraña impaciencia. Sus dedos estaban continuamente tentados por el deseo de coger de nuevo el lápiz.
– Hoy las gachas están extraordinarias -dijo golpeando con la cuchara el plato vacío.
– ¿Es una indirecta? -preguntó Liudmila Nikoláyevna. Acercándole el plato a su mujer, le preguntó: -Liuda, ¿te acuerdas de la hipótesis de Prout?
Liudmila, pensativa, permaneció con la cuchara suspendida en el aire.
– Aquélla sobre el origen de los elementos -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Ah, sí, ahora me acuerdo -respondió Liudmila-. Todos los elementos se forman a partir del hidrógeno. Pero ¿qué tiene que ver con las gachas?
– ¿Las gachas? -le devolvió la pregunta Víktor Pávlovich-. Escucha: Prout formuló una hipótesis en gran parte correcta porque en su tiempo eran habituales los errores en la determinación de los pesos atómicos. Si en su época se hubieran determinado los pesos atómicos con exactitud, como han hecho Dumas y Stas, no se habría decidido a presentar los pesos atómicos de los elementos como múltiplos del hidrógeno. Resultó que tenía razón porque se había equivocado.
– Pero ¿qué relación tiene esto con las gachas? -insistió Nadia.
– ¿Las gachas? -preguntó con estupor Shtrum y, al recordar que las había mencionado antes, dijo-: Las gachas no tienen nada que ver… Pero es difícil comprender lo que me bulle en la cabeza.
– ¿Acaso ha sido el tema de vuestra conferencia de hoy? -preguntó Aleksandra Vladímirovna.
– No, tonterías… Estoy hablando sin ton ni son. Por lo demás, yo no doy conferencias…
Captó la mirada de su mujer y sintió que lo comprendía; el interés hacia su trabajo lo exaltaba de nuevo.
– ¿Cómo va la vida? -le preguntó Shtrum-. ¿Ha venido a verte Maria Ivánovna? Quizá te haya leído Madame Bovary, la obra de Balzac…
– Basta -le contuvo su mujer.
Aquella noche Liudmila Nikoláyevna esperaba que su marido le hablara de su trabajo. Pero guardó silencio y ella no hizo preguntas.
Qué ingenuas le parecían a Shtrum las ideas de los físicos de mediados del siglo XIX, las opiniones de Helmholtz que reducía la tarea de la física al simple estudio de las fuerzas de atracción y repulsión, las cuales dependían sólo de la distancia.
¡El campo de fuerzas es el alma de la materia! La unidad que comprende onda de energía y corpúsculo de materia… la estructura granular de la luz… ¿Es una lluvia de gotas luminosas o una onda fulgurante?
La teoría cuántica ha sustituido las leyes que rigen las entidades individuales físicas por otras nuevas: las leyes de la probabilidad, las de una estadística especial que ha abandonado la noción de individualidad y reconoce sólo el conjunto. A Shtrum los físicos decimonónicos le evocaban la imagen de hombres con bigotes teñidos, enfundados en trajes con cuellos altos y almidonados, con puños rígidos, apiñados alrededor de una mesa de billar. Aquellos hombres con profundidad de pensamiento, pertrechados con reglas y cronómetros, frunciendo sus tupidas cejas, medían velocidades y aceleraciones, determinaban las masas de las esferas elásticas que llenaban el tapete verde del espacio universal.
Pero de repente el espacio, medido con varillas y reglas metálicas, y el tiempo, mesurado con relojes de alta precisión, comienzan a curvarse, dilatarse y aplastarse. La inmutabilidad ya no es el fundamento de la ciencia, sino los barrotes y muros de su cárcel. Ha llegado el momento del Juicio Final. Las verdades milenarias se han declarado erróneas. En antiguos prejuicios, en los errores y en las imprecisiones ha dormido durante siglos, como en un capullo, la verdad suprema.
El mundo dejó de ser euclidiano, su naturaleza geométrica estaba formada por masas y sus velocidades.
La progresión de la ciencia ganó rapidez en un mundo liberado por Einstein de las cadenas del tiempo y el espacio absolutos.
Hay dos corrientes: una que tiende a escrutar el universo, la segunda que trata de penetrar en el núcleo del átomo, y aunque caminan en direcciones opuestas nunca se pierden de vista, aunque una recorra el mundo de los pársecs y la otra se mida en micromilímetros. Cuanto más profundo se sumergen los físicos en las entrañas del átomo, más evidentes se vuelven para ellos las leyes relativas a la luminiscencia de las estrellas. El desplazamiento al rojo que se produce en el espectro de radiación de las galaxias lejanas dio origen al concepto de universos que se dispersan en un espacio infinito. Pero bastaba acotar la observación a un espacio finito semejante a una lente, curvado por velocidades y masas, para poder concebir que era el propio espacio el que se expandía, arrastrando tras de sí las galaxias.
Shtrum no lo dudaba: no podía haber en el mundo hombres más felices que los científicos… A veces, por la mañana, de camino al instituto, y durante los paseos vespertinos, y también aquella noche mientras pensaba en su trabajo, le embargaba un sentimiento de felicidad, humildad y exaltación.
Las fuerzas que llenaban el universo de la luz suave de las estrellas se liberaban en la transformación del hidrógeno en helio…
Dos años antes de la guerra dos jóvenes alemanes habían logrado la fisión de un núcleo atómico pesado bombardeándolo con neutrones, y en sus investigaciones los físicos soviéticos habían llegado, por vías diferentes, a resultados similares; de repente experimentaron la misma sensación que cientos de miles de años antes tuvieron los hombres de las cavernas al encender la primera hoguera.
Desde luego era la física la que determinaba el curso del siglo XX. Al igual que en 1941 era Stalingrado lo que estaba determinando el curso de todos los frentes de la guerra mundial. Pero Shtrum se sentía acechado por la duda, el sufrimiento, la desesperación.
Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no recibiré tu respuesta, puesto que ya no estaré en este mundo. Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida.
Es difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía las noticias de última hora. Salía de la policlínica, después de las consultas, y me detuve a escuchar a la locutora, que leía en ucraniano un boletín sobre los últimos combates. Oí un tiroteo a lo lejos. Luego algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí mi camino a casa, sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma aérea. De repente vi un tanque y alguien gritó: «¡Los alemanes están aquí!».
«No siembre el pánico», le advertí. La víspera había ido a ver al secretario del sóviet de la ciudad y le había planteado la cuestión de la evacuación; él montó en cólera: «Todavía es pronto para hablar de eso; no hemos comenzado siquiera a redactar las listas». En una palabra, los alemanes habían llegado. Aquella noche los vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo.
Me quedé dormida de madrugada y, al despertar, me embargó una terrible melancolía. Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra extraña, perdida, sola. Aquella misma mañana me recordaron lo que había logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: «Juden kaputt!».
Y los vecinos también me lo recordaron más tarde. La mujer del conserje, que se encontraba bajo mi ventana, le decía a una vecina: «Por fin, a Dios gracias, nos libraremos de los judíos». ¿Qué es lo que le pudo llevar a decir eso? Su hijo está casado con una judía; la vieja solía ir a visitarlos y me hablaba después de sus nietos.
Mi vecina de apartamento, una viuda con una hija de seis años llamada Aliónushka, de maravillosos ojos azules (ya te he escrito alguna vez sobre ella), pues bien, esta vecina vino a verme y me dijo: -Anna Semiónovna, le pido que para la tarde haya retirado las cosas de su habitación, voy a instalarme en ella.
– Muy bien -le respondí-, entonces yo me instalaré en la suya.
– No, usted se instalará en el cuarto trasero de la cocina. Me negué en redondo; allí no había estufa, ni ventana siquiera.
Me fui a la policlínica y, al volver, resultó que me habían forzado la puerta y mis cosas habían sido arrojadas en el interior de aquel cuartucho. Mi vecina me dijo: «Me he quedado su sofá, de todas maneras no cabe en su nuevo cuarto».
Asombroso, se trata de una mujer con estudios, diplomada en una escuela de artes y oficios, y su difunto marido era un hombre bueno y tranquilo, que trabajaba de contable en la Ukoopspilka [15]. «Usted está fuera de la ley», me dijo la mujer como si aquello supusiera un gran provecho para ella. Su pequeña Aliónushka se sentó conmigo toda la tarde y yo le estuve contando cuentos. La niña no quería irse a dormir, de modo que su madre se la llevó en brazos. Así fue la fiesta de inauguración de mi nuevo hogar. Luego, Vítenka, abrieron de nuevo la policlínica. A mí y a otro médico judío nos despidieron. Fui a pedir la mensualidad que no había cobrado pero el nuevo responsable me dijo: «Stalin le pagará lo que usted haya ganado bajo el régimen soviético; escríbale, pues, a Moscú». Una enfermera, Marusia, me abrazó lamentándose con voz queda: «Dios mío, Dios mío, qué va a ser de usted, qué va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrechó la mano. No sé lo que resulta más duro, si la alegría maliciosa de unos o las miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso, moribundo. Nunca imaginé que me tocaría vivir algo semejante.
Muchas personas me han dejado estupefacta. Y no sólo personas ignorantes, amargadas, analfabetas. He aquí, por ejemplo, un profesor jubilado, de setenta y cinco años, que siempre preguntaba por ti, me pedía que te diera saludos de su parte, y decía hablando de ti: «Es nuestro orgullo». En estos días malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me saludó, me dio la espalda. Luego me enteré de que en una reunión en la Kommandantur había declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha dejado de oler a ajo». ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso? Esas palabras le ensucian. Y en la misma reunión cuántas calumnias vertidas contra los judíos… Sin embargo, Vítenka, no todos participaron en esa reunión. Muchos rehusaron. Y, ¿sabes?, por mi experiencia de la época zarista siempre había pensado que el antisemitismo estaba ligado al patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcángel San Miguel. Pero ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de los judíos son los mismos que se humillan ante los alemanes y se comportan como deplorables lacayos, estos hombres están dispuestos a vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas, los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que mataban a los médicos durante las revueltas del cólera. Y hay también otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospeche que están en desacuerdo con las autoridades.
Vienen a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen mirada de loco, deliran. Una extraña expresión se ha puesto de moda: «esconder las cosas». Por alguna razón, el escondite del vecino parece más seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil.
Pronto se anunció la creación de un gueto judío; cada persona tenía derecho a llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las casas fijaron unos pequeños carteles amarillos: «Se ordena a todos los judíos que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la pena capital.
Así que, Vítenka, yo también me puse a preparar mis cosas. Cogí una almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un día me regalaste, una cuchara, un cuchillo, dos platos. ¿Acaso necesitábamos mucho más? Cogí parte del instrumental médico. Cogí tus cartas, las fotografías de mi madre y del tío David, y también aquella donde sales tú con papá, un pequeño volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de Maupassant, donde está Une vie, un pequeño diccionario… Cogí Chéjov, el libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es todo: mi cesta estaba llena. Cuántas cartas te he escrito bajo este techo, cuántas noches me he pasado llorando, sí, ahora puedo decírtelo, por mi soledad.
Dije adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedí a unos vecinos, los Basanko, que si después de la guerra venías a buscarme te lo contaran todo con detalle. Me prometieron que así lo harían. Me conmovió Tóbik, el perro de la casa, que se mostró especialmente cariñoso conmigo la última noche. Si vuelves dale de comer por la ternura dispensada a una vieja judía.
Cuando me disponía a emprender el camino y me preguntaba cómo me las iba a apañar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, apareció de improviso un antiguo paciente mío llamado Schukin, un hombre sombrío y, creía yo, de corazón duro. Se ofreció a llevarme la cesta, me dio trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaría pan a la alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habían llamado a filas debido a una enfermedad ocular. Antes de la guerra había venido a curarse a mi consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas puras y sensibles, habría dado decenas de nombres antes que el suyo. Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud humana.
Schukin me contó que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un bando: se prohíbe a los judíos andar por las aceras; deben llevar una estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a utilizar el transporte colectivo ni los baños públicos, no pueden acudir a los consultorios médicos ni ir al cine; se les prohíbe comprar mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan sólo después de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya el mercado). La Ciudad Vieja será rodeada de alambradas y se prohibirá toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados. Cualquier ruso que cobije en su casa a un judío será fusilado, de la misma manera que si hubiera escondido a un partisano.
El suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl cercano a la ciudad, había visto con sus propios ojos cómo los alemanes llevaron en manada hasta el bosque a todos los judíos del lugar, provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el día no dejaron de oírse disparos y gritos terribles. Ni un solo judío regresó. Los alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando hasta la madrugada mientras se repartían broches, anillos, brazaletes delante de las narices del viejo. No sé si se trata de un hecho aislado y fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro.
Qué triste fue, hijo mío, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la ciudad donde había trabajado durante veinte años. Primero pasamos por la calle Svechnaya, completamente desértica. Pero cuando llegamos a la calle Nikólskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiéndose al maldito gueto. La calle se tornó blanca por los hatillos y las almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompañantes. Al padre del doctor Margulis, paralítico, lo transportaban sobre una manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguían su mujer e hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de ultramarinos, se había puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le corría por la cara. Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras, mirándonos pasar.
Durante un rato anduve al lado de los Margulis y oí los suspiros de compasión de las mujeres. Pero había quien se reía de Gordon y de su abrigo de invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era más espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacían un ligero gesto con la cabeza, despidiéndose; otros desviaban la mirada. Me parece que en aquella muchedumbre no había miradas indiferentes; había ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de lágrimas.
Yo veía a dos gentíos: uno constituido por los judíos, hombres enfundados en abrigos, con los gorros calados y mujeres con pañuelos en la cabeza, y otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecía incluso que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre.
En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos.
¿Sabes, Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es más fácil de sobrellevar.
Me instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre es Yura».
¡Qué diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones, queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es nada, no es nada, sobreviviremos -repetía-. Lo más importante es hacerse con reservas de comida y leña.»
Me dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de sopa por clase. Estuve conforme.
Fania Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás -autoritaria, avara, recelosa-, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana. Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí atrapada.
¡Dios mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros, enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra.
Vítenka, veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros, colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai [16] ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero, comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta, apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla cosida a su americana parece un crisantemo.
Pero quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui.
Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo.
Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía.
A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de pan, una cebolla, un puñado de judías.
Créeme, Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo transmitírtelo con palabras.
No quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una sola vez. Tampoco me he sentido sola.
¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…
El doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él, comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida.
Los Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste.
Los pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas; Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich, débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas, agradables, tristes y buenas!
Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto.
Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo estos túmulos judíos.
En la casa de al lado vive una chica polaca. Cuenta que en su país las masacres de judíos no se interrumpen ni un instante, son aniquilados del primero al último. Sólo han logrado sobrevivir judíos en algunos guetos de Varsovia, Lodz, Radom. Cuando me he parado a pensarlo, he comprendido perfectamente que no nos han congregado aquí para conservarnos con vida, como bisontes en la reserva del bosque de Biarowieia, sino como ganado que enviarán al matadero.
Conforme al plan, nuestro turno debe de estar previsto para dentro de una o dos semanas. Pero, imagínatelo, aún comprendiendo eso, sigo curando a los enfermos y les digo: «Si se lava el ojo regularmente con esta loción, dentro de dos o tres semanas estará curado». Examino a un viejo que dentro de seis meses o un año podría ser operado de cataratas. Continúo dando clases de francés a Yura, me desmoraliza su pésima pronunciación.
Entretanto los alemanes irrumpen en el gueto y desvalijan, los centinelas se divierten disparando contra los niños detrás de las alambradas y cada vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la vida continúa. Hace unos días se celebró incluso una boda. Los rumores se multiplican por decenas. Ahora un vecino me informa, ahogándose de alegría, de que nuestras tropas han tomado la ofensiva y que los alemanes se retiran. O bien circula el rumor de que el gobierno soviético y Churchill han presentado a los alemanes un ultimátum, y que Hitler ha dado la orden de que no se mate a más judíos.
Otras veces dicen que los judíos serán intercambiados por prisioneros de guerra alemanes.
Así, en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza que en el gueto. El mundo está lleno de acontecimientos, y todos esos acontecimientos tienen el mismo sentido y el mismo propósito: la salvación de los judíos. ¡Qué riqueza de esperanza! Y la fuente de esa esperanza es sólo una: el instinto de vida que, sin lógica alguna, se resiste al terrible hecho de que todos vamos a perecer sin dejar rastro. Miro a mi alrededor y simplemente no puedo creerlo: ¿es posible que todos nosotros seamos sentenciados a muerte, que estemos a punto de ser ejecutados? Los peluqueros, los zapateros, los sastres, los médicos, los fumistas…, todos siguen trabajando. Se ha abierto incluso una pequeña maternidad, o para ser exactos, algo que se le parece. Se hace la colada y se tiende en cordeles, se prepara la comida, los niños van a la escuela desde el primero de septiembre y las madres preguntan a los maestros sobre las notas de sus hijos.
El viejo Spielberg ha llevado varios libros a encuadernar. Alia Sperling realiza a diario su gimnasia matutina; cada noche, antes de acostarse, se enrolla el cabello en bigudíes; y riñe con su padre por dos retales de tela que quiere para hacerse unos vestidos de verano.
También yo mantengo mi tiempo ocupado de la mañana a la noche. Visito a los enfermos, doy clases, zurzo mi ropa, hago la colada, me preparo para hacer frente al invierno: le pongo relleno de guata a mi abrigo de otoño. Escucho los relatos sobre los terribles castigos que se infligen a los judíos: la mujer de un consultor jurídico que conozco fue golpeada hasta perder el conocimiento por haber comprado un huevo de pato para su hijo; a un niño, el hijo de Sirota, el farmacéutico, le dispararon en el hombro cuando trataba de deslizarse por debajo de la alambrada para recuperar su pelota. Y luego, otra vez, rumores, rumores, rumores…
Lo que ahora te cuento, sin embargo, no es un rumor. Hoy los alemanes vinieron y se llevaron a ochenta jóvenes para trabajar el campo, supuestamente para recoger patatas. Algunos incluso se alegraron imaginando que podrían traer unas pocas patatas para la familia. Pero yo comprendí al instante a qué se referían los alemanes con patatas.
La noche en el gueto es un tiempo aparte, Vitia. Tú sabes, querido hijo, que siempre te he enseñado a decirme la verdad, un hijo siempre debe decir la verdad a su madre. Pero también una madre debe decir la verdad a su hijo. No te imagines, Vítenka, que tu madre es una mujer fuerte. Soy débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir. Tenía miedo de la guerra. Ahora, por las noches, Vitia, se apodera de mí un terror que me hiela el corazón. Me espera la muerte. Siento deseos de llamarte, de pedirte ayuda.
Cuando eras pequeño, solías correr a mí en busca de protección. Ahora, en estos momentos de debilidad, quisiera esconder mi cabeza entre tus rodillas para que tú, inteligente y fuerte, me defendieras, me protegieras. No siempre soy fuerte de espíritu, Vitia, soy débil. Pienso a menudo en el suicidio, pero algo me retiene, no sé si es debilidad, fuerza o bien una esperanza absurda…
Pero ya es suficiente. Me estoy durmiendo y comienzo a soñar. A menudo veo a mi madre, hablo con ella. La pasada noche vi en sueños a Sasha Sháposhnikova en la época que vivimos juntas en París. Pero contigo no he soñado ni una sola vez, aunque pienso en ti sin cesar, incluso en los momentos de angustia más terrible. Me despierto y de repente veo el techo, entonces recuerdo que los alemanes han ocupado nuestra tierra, que soy una leprosa, y me parece que no me he despertado sino, al contrario, que me acabo de dormir y estoy soñando.
Pero pasan algunos minutos y oigo a Alia discutir con Liuba sobre a quién le toca ir al pozo por agua, oigo a alguien contar que durante la noche, en la calle de al lado, los alemanes fracturaron el cráneo a un viejo.
Una chica que conozco, alumna del Instituto Técnico de Pedagogía, vino a buscarme para que fuera a examinar a un enfermo. Resulta que la chica escondía a un teniente con una herida en un hombro y un ojo quemado. Un joven dulce, demacrado, con un fuerte acento del Volga. Había pasado por debajo de las alambradas durante la noche y había hallado refugio en el gueto. La herida del ojo no era demasiado grave y pude cortar la supuración. Me habló largo y tendido sobre los combates, la retirada de nuestras tropas; sus historias me deprimieron. Quiere restablecerse cuanto antes y volver, cruzando la línea, al frente. Varios jóvenes tienen la intención de partir con él, uno de ellos fue alumno mío. ¡Ay, Vítenka, si pudiera ir con ellos! Fue un enorme placer ayudar a ese joven: sentí que también yo participaba en la guerra contra el fascismo. Le llevamos patatas, pan, judías, y una anciana le tricotó un par de calcetines de lana.
Hoy se ha vivido un día lleno de dramatismo. Ayer Alia se las ingenió, a través de una conocida rusa, para hacerse con el pasaporte de una joven rusa, muerta en el hospital. Esta noche Alia se irá. Y hoy hemos sabido de boca de un campesino amigo que pasaba cerca del recinto del gueto que los judíos a los que enviaron a recoger patatas están cavando fosas profundas a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca del aeródromo, en el camino a Romanovka. Vitia, recuerda ese nombre: allí encontrarás la fosa común donde estará sepultada tu madre.
Incluso Sperling lo ha comprendido. Ha estado pálido todo el día, los labios le temblaban y me ha preguntado, desconcertado: «¿Hay esperanza de que dejen con vida al personal cualificado?». Se dice, en efecto, que en algunos lugares no han ejecutado a los mejores sastres, zapateros y médicos.
A pesar de todo, esta misma noche, Sperling ha llamado al viejo que repara las estufas y éste le ha habilitado un escondrijo en la pared para la harina y la sal. Yura y yo estuvimos leyendo Lettres de mon moulin. ¿Te acuerdas de cuando leíamos en voz alta mi cuento favorito, «Les vieux», e intercambiábamos miradas, nos echábamos a reír y se nos llenaban los ojos de lágrimas? Después le dicté a Yura las clases que tenía que aprender para pasado mañana. Así debe ser. Pero qué dolor sentí cuando miré la carita triste de mi alumno, sus dedos anotando en la libretita los números de los párrafos de gramática que le había puesto de deberes.
Y cuántos niños hay aquí: ojos maravillosos, cabellos rizados oscuros. Entre ellos habría, probablemente, futuros científicos, físicos, profesores de medicina, músicos, incluso poetas.
Los veo cuando corren a la escuela por la mañana, tienen un aire serio impropio de su edad y unos trágicos ojos desencajados en la cara. A veces comienzan a armar alboroto, se pelean, se ríen a carcajadas, pero entonces, más que producirme alegría, el espanto se adueña de mí.
Dicen que los niños son el futuro, pero ¿qué se puede decir de estos niños? No llegarán a ser músicos ni zapateros ni talladores. Y esta noche me hice una idea clara de cómo este mundo ruidoso, de papás barbudos, atareados, de abuelas refunfuñonas que hornean melindres de miel y cuellos de ganso, el mundo entero de las costumbres nupciales, los proverbios, las celebraciones del sabbat, desaparecerá para siempre bajo tierra, y después de la guerra la vida se reanudará, y nosotros ya no estaremos, nos habremos extinguido al igual que se extinguieron los aztecas.
El campesino que nos trajo la noticia de la preparación de las fosas comunes nos contó que su mujer se había pasado la noche llorando y lamentándose: «Saben coser y fabricar zapatos, curten la piel, reparan relojes, venden medicinas en la farmacia… ¿Qué pasará cuando los hayan matado a todos?».
Con qué claridad me imaginé a alguien, una persona cualquiera, pasando delante de las ruinas y diciendo: «¿Te acuerdas? Aquí vivía un judío, un reparador de estufas llamado Boruj. Las tardes de los sábados su vieja mujer se sentaba en un banco y, alrededor de ella, los niños jugaban». Y otro diría: «Y allí, bajo el viejo peral, se solía sentar una doctora, no recuerdo su apellido, pero una vez fui a verla para que me curara los ojos. Después del trabajo sacaba una silla de mimbre y se ponía a leer un libro». Así será, Vitia.
Después fue como si un soplo de espanto hubiera atravesado los rostros de las gentes: todos comprendimos que se acercaba el final.
Vítenka, quiero decirte… no, no es eso, no es eso.
Vítenka, termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la entregaré a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi última conversación contigo, y cuando la haya entregado me habré apartado de ti definitivamente, nunca sabrás lo que han sido mis últimas horas. Ésta es nuestra última despedida. ¿Qué puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? en estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días de vida hasta la más nimia noticia que recibí de ti, el telegrama que recibí el 30 de junio. Cerraba los ojos y me parecía, querido mío, que me protegías del horror que se avecinaba sobre mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de que no estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino.
Vitia, yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pensaba a menudo: «¡Cuánto se sorprenderá Vitia al saber que su madre ha cometido errores, ha hecho locuras, que era celosa y que inspiraba celos, que su madre era igual que todas las jóvenes!». Pero mi destino es acabar la vida sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo, que te quería demasiado.
Bueno, en fin… Que seas feliz siempre con aquellos que amas, con los que te rodean, con los que han llegado a estar más cerca de ti que tu madre. Perdóname.
De la calle llegan llantos de mujer, improperios de los policías, y yo, yo miro estas páginas y me parece que me protegen de un mundo espantoso, lleno de sufrimiento. ¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu pelo.
Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo.
Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre…
MAMÁ
Nunca, antes de la guerra, Shtrum había pensado en el hecho de que era judío, de que su madre era judía. Nunca su madre le había hablado de ello, ni cuando era niño, ni en sus años de formación. Nunca durante la época de estudiante en la Universidad de Moscú, ningún estudiante, ningún profesor, ningún director de seminario le había sacado el tema.
Nunca antes de la guerra en el instituto, en la Academia de las Ciencias, se había visto obligado a escuchar conversaciones al respecto.
Nunca, ni una sola vez, sintió deseos de hablarle de ello a Nadia, explicarle que su madre era rusa y su padre, judío.
El siglo de Einstein y Planck había resultado ser el siglo de Hitler. La Gestapo y el renacimiento científico eran hijos de una misma época. Qué humano era el siglo XIX, el siglo de la física ingenua en comparación con el siglo XX, el siglo que había matado a su madre. Existía un parecido terrible entre los principios del fascismo y los principios de la física contemporánea.
El fascismo ha negado el concepto de individualidad separada, el concepto de «hombre» y opera con masas enormes. La física contemporánea habla de probabilidades mayores o menores de fenómenos en este o aquel conjunto de individuos físicos. ¿Acaso el fascismo, en su terrible mecánica, no se funda sobre el principio de política cuántica, de probabilidad política?
El fascismo ha llegado a la idea de aniquilar estratos enteros de población, nacionalidades o razas sobre la base de que la probabilidad de oposición manifiesta o velada en estos estratos y subestratos es mayor que en otros grupos o conjuntos: la mecánica de las probabilidades y de los conjuntos humanos.
Pero no, no. El fascismo morirá porque ha pretendido aplicar sobre el hombre las leyes de los átomos y los guijarros.
El fascismo y el hombre no pueden coexistir. Cuando el fascismo vence, el hombre deja de existir, quedan sólo criaturas antropoides que han sufrido una transformación interna. Pero cuando es el hombre, el hombre dotado de libertad, razón y bondad, el que vence, es el fascismo el que muere y aquellos que se habían sometido a él vuelven a ser hombres.
¿Acaso no era éste el sentido de las ideas de Chepizhin sobre el magma al que se había opuesto el verano pasado? El momento de la conversación con Chepizhin se le antojaba increíblemente lejano, como si decenas de años se interpusieran entre aquella tarde estival moscovita y el día presente.
Le parecía que el que caminaba por la plaza Trubnaya no era Shtrum sino otro hombre, ese que escuchaba agitado y discutía con ardor, seguro de sí mismo.
Mamá… Marusia… Tolia…
Había momentos en que la ciencia se le presentaba como un engaño que enmascaraba la locura y la crueldad de la vida.
Tal vez la ciencia, no por azar, se había convertido en compañera de viaje de este siglo terrible, en su aliada. ¡Qué solo se sentía! No tenía a nadie con quien compartir sus pensamientos. Chepizhin estaba lejos; para Postóyev todo aquello resultaba extraño y de escasa relevancia.
Sókolov era propenso a la mística, a cierta extraña sumisión religiosa ante la crueldad del César, ante la injusticia.
Había dos excelentes científicos que trabajaban en su laboratorio: el físico experimental Márkov y el disoluto erudito Savostiánov. Pero Shtrum no podía ponerse a hablar con ellos de estos temas, lo hubieran tomado por loco.
Sacó de la mesa la carta de su madre y la releyó.
«Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío… ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío…?»
Y una vez más sintió una cuchilla fría golpearle en la garganta…
Liudmila Nikoláyevna sacó del buzón una carta que habían enviado del ejército.
Entró en la habitación a grandes pasos y, acercando el sobre a la luz, rompió el borde de papel burdo.
Por un instante le pareció que caerían del sobre fotografías de Tolia, de Tolia cuando era un bebé diminuto, cuando todavía no era capaz de sostener la cabeza, desnudo sobre una almohada con los pies levantados como un osito, los labios hacia fuera.
De manera incomprensible, sin lograr distinguir bien las palabras, pero absorbiendo, embebiéndose de aquella bella escritura de alguien alfabetizado, aunque con escasa instrucción, de aquellas frases escritas, ella lo comprendió: está vivo, vive.
Leyó que Tolia estaba gravemente herido en el pecho y en un costado, que había perdido mucha sangre y que estaba demasiado débil para escribir por sí mismo, hacía cuatro semanas que tenía fiebre… Pero lágrimas de felicidad le nublaron la vista, tan grande había sido la desesperación que había sentido un momento antes.
Salió a la escalera, leyó las primeras líneas de la carta y, tranquilizada, caminó hasta la leñera. Allí, en la fría penumbra, leyó la parte central y el final de la carta y pensó que era la despedida de Tolia antes de morir.
Liudmila Nikoláyevna se puso a llenar el saco de leña. Y aunque el médico que la trataba en el callejón Gagarinski de Moscú en la policlínica del TseKuBu [17] le había prescrito que no levantara más de tres kilos de peso, y a ser posible que realizara movimientos lentos y suaves, Liudmila Nikoláyevna, gruñendo como una campesina, se cargó a la espalda un saco lleno de troncos húmedos y enseguida subió al segundo piso. Bajó el saco al suelo y la vajilla tintineó sobre la mesa.
Liudmila se puso el abrigo, se ató el pañuelo en la cabeza y salió a la calle.
La gente con la que se cruzaba se volvía a mirarla. Atravesó la calle, el tranvía campaneó bruscamente y la conductora la amenazó con el puño.
Girando a la derecha y tomando el callejón se llegaba a la fábrica donde trabajaba mamá.
Si Tolia muere, su padre no se enterará. ¿A qué campo habrá ido a parar? Tal vez haya muerto hace mucho tiempo…
Liudmila Nikoláyevna se dirigió al instituto a buscar a Víktor Pávlovich. Al pasar por delante de la casita de los Sokolov, entró en el patio y llamó a la ventana, pero la cortina permaneció bajada: Maria Ivánovna no estaba en casa.
– Víktor Pávlovich acaba de irse al despacho -la informó alguien.
Le dio las gracias, aunque no sabía con quién había hablado, si un conocido o un desconocido, si un hombre o una mujer; y entró en la sala del laboratorio donde como siempre, por lo visto, había pocos que se ocuparan del trabajo. Por lo general, parecía que en el laboratorio los hombres charlaban o fumaban leyendo un libro, mientras las mujeres estaban siempre ocupadas en tricotar, sacarse el esmalte de las uñas o hirviendo té en matraces.
Observó los detalles, decenas de detalles, entre ellos el papel con el que un auxiliar de laboratorio se estaba enrollando un cigarrillo.
En el despacho de Víktor Pávlovich fue recibida con alboroto; Sokolov se acercó a ella con presteza, casi corriendo, y, agitando un gran sobre blanco, dijo:
– Nos dan esperanzas, hay un plan, una perspectiva de reevacuación a Moscú, con todos los bártulos, los aparatos, con las familias. No está mal, ¿no? A decir verdad todavía no se han fijado las fechas. Pero es así.
Su cara animada, sus ojos, le parecieron odiosos. ¿Acaso Maria Ivánovna habría corrido hasta su casa con la misma alegría? No, no. Maria lo habría intuido todo inmediatamente, se lo habría leído en la cara.
Si hubiera sabido que iba a ver tal cantidad de caras alegres, ella, por supuesto, no habría ido a buscar a Víktor. También Víktor estaría alegre, y su alegría aquella noche entraría en casa, también Nadia estaría contenta de irse de la odiada Kazán.
¿Acaso toda esta gente valía la sangre joven con la que se había comprado tanta alegría?
Con aire de reproche, Liudmila levantó la mirada hacia su marido. Y sus ojos sombríos escrutaron los ojos de él, ojos que entendían, llenos de angustia.
Cuando se quedaron a solas, él le confesó que en cuanto la había visto entrar había comprendido que había ocurrido una desgracia.
Leyó la carta y dijo repetidamente:
– Qué hacer, Dios mío, qué hacer…
Víktor Pávlovich se puso el abrigo y juntos se dirigieron a la salida.
– Hoy ya no volveré -anunció a Sokolov, que estaba junto al jefe del departamento de personal, un hombre de alta estatura, de cabeza redonda, vestido con una amplia americana moderna, pero estrecha para su ancha espalda.
Shtrum soltó por un segundo la mano de Liudmila y dijo a media voz a Dubenkov:
– Queríamos empezar a redactar las listas para Moscú, pero hoy no puedo, se lo explicaré más tarde.
– No hay de qué preocuparse, Víktor Pávlovich -respondió Dubenkov con voz de bajo-. De momento no hay prisa. Sólo son planes para el futuro. De todas formas puedo hacer el trabajo preparatorio solo.
Sokolov hizo un gesto con la mano, asintió con la cabeza, y Shtrum entendió que había comprendido la nueva desgracia que le había golpeado.
Un viento gélido corría por las calles levantando el polvo y ora parecía que lo envolvía con una cuerda, ora lo empujaba, tirándolo como grano negro inservible. En aquella helada, en el golpeteo huesudo de las ramas, en el azul helado de los carriles del tranvía, había una dureza implacable.
La mujer volvió hacia él la cara, una cara rejuvenecida por el sufrimiento, demacrada, helada, atenta, que casi parecía rogar a Víktor Pávlovich mientras lo miraba.
Una vez habían tenido una gata joven; en su primera gestación no había logrado parir a sus crías y, agonizante, se había arrastrado hasta Shtrum; chillaba mirándolo con sus ojos claros desorbitados. Pero ¿a quién preguntar, a quién rogar en aquel enorme cielo vacío, en aquella polvorienta tierra despiadada?
– Aquí está el hospital donde yo trabajaba -dijo ella.
– Liuda -le dijo de improviso-, entra ahí, probablemente podrán decirte cuál es el hospital de campaña desde el que ha sido enviada la carta. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
Vio a Liudmila Nikoláyevna subir los peldaños y hablar con el portero.
Shtrum iba hasta la esquina, y luego volvía a la entrada del hospital. Los viandantes pasaban cerca con bolsas de red que contenían tarros de cristal donde flotaban, en un caldo gris, macarrones y patatas oscuras.
– Vida -lo llamó su mujer.
Por su voz comprendió que Liudmila se había rehecho.
– Bueno, ya está. Se encuentra en Sarátov. Resulta que el sustituto del médico principal estuvo allí hace poco. Me ha anotado la calle y el número del edificio.
De repente surgieron infinidad de cosas que hacer, de cuestiones por resolver: cuándo partía el barco, cómo obtener el billete, había que preparar el equipaje, reunir provisiones, pedir prestado dinero, conseguir un certificado para justificar que se trataba de un viaje de trabajo.
Liudmila Nikoláyevna partió sin equipaje, sin provisiones y casi sin dinero; subió a cubierta sin billete, en medio de los habituales apretones y el revuelo que se levanta durante un embarco.
Sólo se llevó consigo el recuerdo de las despedidas de su madre, su marido y Nadia en una oscura noche de otoño. Las olas negras rompían contra el casco del barco; el viento golpeaba bajo, aullaba, arrastraba gotas de agua del río.
Dementi Trífonovich Guétmanov, secretario del obkom [18] de una de las regiones ucranianas ocupadas por los alemanes, había sido nombrado comisario de un cuerpo de tanques que se había formado en los Urales.
Antes de partir a la destinación que le había sido asignada, Guétmanov voló en un Douglas a Ufá, donde había sido evacuada su familia.
Sus camaradas en Ufá se habían ocupado de su familia con esmero: el alojamiento y sus condiciones de vida resultaron ser bastante dignas. Galina Teréntievna, la mujer de Guétmanov, que antes de la guerra era obesa a causa de una enfermedad en el metabolismo, no había adelgazado en absoluto, más bien había ganado peso durante la evacuación. También sus dos hijas y el pequeño, que todavía no iba a escuela, ofrecían un aspecto saludable.
Guétmanov pasó en Ufá cinco días. Antes de partir, algunos de sus allegados fueron a despedirse de él: el hermano menor de su mujer, adjunto a la dirección del Comisariado del Pueblo ucraniano; un viejo camarada de Guétmanov originario de Kiev, Maschuk, que trabajaba para los órganos de seguridad; y Sagaidak, responsable de la sección de propaganda del Comité Central ucraniano.
Sagaidak llegó a las once, cuando los niños estaban ya durmiendo, motivo por el cual todos trataban de hablar en voz baja.
– ¿Qué os parece tomar un trago, camaradas? -preguntó Guétmanov-. ¿Un trago de vodka moscovita?
Tomadas por separado, cada una de las partes de Guétmanov era grande: la cabezota de pelo hirsuto que se le estaba volviendo cano, la frente ancha, una nariz carnosa, las palmas de las manos, los dedos, la espalda, el cuello grueso y poderoso. Pero en realidad él mismo, la combinación de esas partes grandes, era bastante pequeño. Y, extrañamente, en aquella cara grande atraían de manera especial y quedaban grabados en la memoria sus ojos diminutos, estrechos, apenas visibles por debajo de sus párpados hinchados. Su color era indefinible, no se sabía qué tonalidad predominaba, si el gris o el azul. Además había en ellos algo penetrante, vivo, insondable.
Galina Teréntievna, tras levantar con agilidad su voluminoso cuerpo, salió de la habitación, y los hombres se callaron como a menudo ocurre en las isbas rurales y también en la ciudad cuando se espera la aparición del licor sobre la mesa. Galina Teréntievna volvió pronto con una bandeja. Era sorprendente que sus manos regordetas hubieran sido capaces de abrir en tan poco tiempo tantas latas de conserva y sacar la vajilla.
Maschuk miró a su alrededor, la amplia otomana, los bordados ucranianos que colgaban de la pared, las hospitalarias botellas y las latas de conserva, y observó:
– Recuerdo que tenía esta otomana en su piso, Galina Teréntievna; es fantástico que la haya transportado hasta aquí, admiro su gran talento para la organización.
– Y debe saberlo -intervino Guétmanov-. Cuando se produjo la evacuación yo ya no estaba en casa. ¡Lo hizo todo ella!
– No se lo iba a dejar a los alemanes, o a los compatriotas -dijo Galina Teréntievna-. Además Dima [19] le tenía tanto apego que, en cuanto llegaba de la oficina del obkom, se sentaba en la otomana a leer sus documentos.
– Así que a leer, ¿eh? -preguntó Sagaidak-. Querrás decir a dormir.
La mujer volvió a la cocina, y Maschuk maliciosamente, a media voz, se dirigió a Guétmanov:
– Oh, puedo ver ya a la doctora, la médico militar a la que Dementi Trífonovich pronto conocerá.
– Sí, dispuesto a dar la vida por ella -dijo Sagaidak. Guétmanov esquivó la cuestión:
– Dejadlo, qué decís, soy un inválido.
– Sí, sí, claro -insistió Maschuk-. ¿Y quién era el que en Kislovodsk volvía a la tienda a las tres de la madrugada?
Los invitados rieron, y Guétmanov lanzó una mirada fugaz pero atenta al hermano de su mujer.
Galina Teréntievna volvió a entrar y, al ver a los hombres riéndose, dijo:
– Basta con que la mujer salga y sólo el diablo sabe qué enseñan a mi pobre Dima.
Guétmanov se puso a servir el vodka en los vasitos, y todos se lanzaron a elegir algo para comer.
Guétmanov, tras mirar el retrato de Stalin que colgaba de la pared, levantó el vaso:
– Bueno, camaradas, el primer brindis será a la salud de nuestro padre, que conserve la salud.
Pronunció estas palabras en tono expeditivo, desenfadado. Esta pretendida sencillez debía significar que para todos era conocida la grandeza de Stalin, pero que los hombres reunidos en torno a la mesa que brindaban por él apreciaban ante todo al hombre sencillo, modesto y sensible. Y Stalin, entornando los ojos desde su retrato, miraba la mesa y el busto opulento de Galina Teréntievna y parecía decir: «Eh, chicos, enciendo la pipa y me siento con vosotros».
– Sí, que nuestro papaíto viva por siempre -dijo el hermano de la anfitriona, Nikolái Teréntievich-. ¿Qué haríamos sin él?
Se volvió para mirar a Sagaidak, que tenía el vaso levantado cerca de sus labios, a la espera de que añadiera algo más, pero Sagaidak miró el retrato pensando: «¿Qué más se puede decir, padre? Tú lo sabes todo». Bebió y todos lo imitaron.
Dementi Trífonovich Guétmanov era originario de Liven, en la provincia de Vorónezh, pero tenía antiguos vínculos con camaradas ucranianos, puesto que durante años había dirigido el trabajo del Partido en Ucrania. Sus lazos con Kiev se habían consolidado a partir de su matrimonio con Galina Teréntievna, cuyos numerosos parientes ocupaban puestos eminentes en el aparato del Partido y del sóviet de Ucrania.
La vida de Dementi Trífonovich era más bien parca en acontecimientos. No había participado en la guerra civil. La policía zarista no lo había perseguido y los tribunales zaristas nunca lo habían exiliado en Siberia. En las conferencias y congresos solía leer sus informes a partir de textos escritos. Leía bien, sin errores, con expresividad, aunque él no fuera el autor de los informes. A decir verdad leerlos era fácil: se los imprimían en caracteres grandes, a doble espacio y con el nombre de Stalin siempre en rojo.
En una época había sido un joven sensato y disciplinado. Quería estudiar en el Instituto de Mecánica, pero lo reclutaron para los órganos de seguridad y pronto se convirtió en el guardia personal de un secretario del kraikom [20]. Destacó y lo mandaron a estudiar a la escuela del Partido y, al poco tiempo, fue elegido para trabajar en el aparato del Partido: primero en el departamento de organización e instrucción del kraikom, luego en la sección de personal del Comité Central. Un año más tarde se convirtió en instructor de la sección administrativa de los cuadros. Y poco después de 1937, en secretario del obkom (como se suele decir, el dueño de la región).
Una palabra suya podía decidir el destino del catedrático de una universidad, de un ingeniero, del director de un banco, del secretario de un sindicato, de un koljós, de una producción teatral,
¡La confianza del Partido! Guétmanov conocía el gran significado de estas palabras. ¡El Partido confiaba en él! Todo el trabajo de su vida, donde no había lugar para grandes libros, ni para descubrimientos famosos, ni para victorias militares, había sido enorme, constante, perseverante, siempre intenso e insomne. El sentido principal y supremo de este trabajo residía en que se ejecutaba por exigencia del Partido y en nombre de sus intereses. La recompensa principal y suprema consistía únicamente en una cosa: la confianza del Partido.
Sus decisiones en cualquier circunstancia, bien se tratara del destino de un niño recluido en un orfanato, de la reorganización de la cátedra de biología, del desalojo del local de la biblioteca, o de una cooperativa que producía artículos de plástico, debían estar impregnadas del espíritu y los intereses del Partido. De espíritu del Partido debía estar impregnada la actitud del dirigente en relación con cualquier asunto, libro, cuadro, y por ello, por duro que pudiera ser, debía renunciar sin reservas a sus costumbres, a su libro favorito, si los intereses del Partido chocaban con sus gustos personales. Pero Guétmanov sabía que existía un grado superior de espíritu de Partido: un verdadero líder de Partido no tiene ni gustos ni propensiones susceptibles de entrar en contradicción con el espíritu del Partido; amaba o apreciaba algo en la medida que expresaba el espíritu de Partido.
A veces los sacrificios que hacía Guétmanov en nombre del espíritu de Partido eran crueles y severos. Ahora ya no había ni paisanos, ni profesores a los que desde la juventud se les debía tanto; ahora no debía tener en cuenta ni el amor ni la compasión. Palabras como «dar la espalda», «apoyar», «arruinar», «traicionar» no debían desasosegarle… El espíritu de Partido se manifiesta cuando el sacrificio, un buen día, no es ni siquiera necesario, y no lo es porque los sentimientos personales como el amor, la amistad, la solidaridad, no pueden sobrevivir naturalmente si están en contraposición con el espíritu de Partido.
El trabajo de los hombres que gozan de la confianza del Partido pasa desapercibido. Pero es un trabajo inmenso, exige consumir generosamente cuerpo y alma, sin reservas. La fuerza del dirigente del Partido no requiere el talento del científico, el don del escritor. Está por encima de cualquier talento o don. La palabra dirigente y decisiva de Guétmanov era escuchada con avidez por cientos de personas que poseían el don de la investigación, del canto, de la escritura de libros, aunque Guétmanov no sólo fuera incapaz de cantar, tocar el piano o dirigir una obra teatral, sino que tampoco era capaz de apreciar con gusto y comprender con profundidad las obras de la ciencia, la poesía, la música, la pintura… La fuerza de su palabra decisiva consistía en que el Partido le había confiado sus intereses en el campo del arte y la cultura.
Y la suma de poderes que ostentaba como secretario de la organización del Partido de toda una oblast [21] difícilmente habría podido tenerla un tribuno, un pensador.
A Guétmanov le parecía que la esencia más profunda del concepto «confianza del Partido» se encarnaba en los pensamientos, opiniones y sentimientos de Stalin. En la confianza que él transmitía a los compañeros de armas, comisarios del pueblo, mariscales, residía precisamente la esencia de la línea del Partido.
Los invitados hablaban sobre todo de la nueva destinación asignada a Guétmanov. Comprendían perfectamente que Guétmanov podría haber optado a una destinación más importante; no era raro que los hombres de su posición, cuando recibían misiones bélicas, se convirtieran en miembros de los Consejos Militares y a veces incluso de los Consejos de los frentes.
Tras recibir su nombramiento para el cuerpo del ejército, Guétmanov se sintió inquieto y desilusionado; se informó, sin embargo, por medio de un amigo, miembro del Buró de organización del Comité Central, de si la cúpula estaba descontenta con él. Pero, por lo visto, no había nada de lo que alarmarse.
Entonces Guétmanov, buscando consuelo, empezó a encontrar aspectos positivos de su nombramiento porque, en realidad, el destino de la guerra estaba en manos del cuerpo de tanques; de éste se esperaba la intervención decisiva. No se envía a cualquiera al cuerpo de tanques; es más fácil que un miembro del Consejo Militar sea enviado a un regimiento insignificante en una zona de segunda fila. Con esta elección el Partido le expresaba su confianza. Sin embargo, se sentía disgustado; después de ponerse el uniforme y mirarse al espejo, le habría gustado mucho pronunciar las palabras: «Miembro del Consejo Militar, comisario de brigada Guétmanov».
Por alguna razón el comandante del cuerpo de ejército, el coronel Nóvikov, le provocaba la máxima irritación. Si bien nunca lo había visto, todo lo que sabía y de lo que se enteraba de él le resultaba desagradable.
Los amigos que se sentaban alrededor de él en la mesa comprendían su estado de ánimo y todo lo que le decían a propósito de su reciente nombramiento trataba de ser agradable.
Sagaidak dijo que lo más probable era que enviaran el cuerpo del ejército a Stalingrado; que el camarada Stalin conocía al comandante del frente, el general Yeremenko, desde la época de la guerra civil, incluso antes del primer Ejército de Caballería, y que a menudo hablaba con él por teléfono, y cuando el general estaba de paso por Moscú, el camarada Stalin lo recibía. Recientemente, Yeremenko había estado en la dacha del camarada Stalin, a las afueras de Moscú, y mantuvieron una conversación que duró dos horas. Era bueno combatir bajo el mando de un hombre que gozaba de tanta confianza por parte del camarada Stalin.
Continuaron diciendo que Nikita Serguéyevich [22] se acordaba de Guétmanov por el trabajo que había desarrollado en Ucrania y que la mayor suerte para él sería ser enviado al frente donde Nikita Serguéyevich era miembro del Consejo Militar.
– No es casualidad -dijo Nikolái Teréntievich- que el camarada Stalin haya enviado a Stalingrado a Nikita Serguéyevich. Es el frente decisivo, ¿a quién iba a enviar si no?
– ¿Y es casualidad que el camarada Stalin envíe a mi Dementi Trífonovich al cuerpo de tanques? -preguntó Galina Teréntievna con tono desafiante.
– Sí, bueno -replicó con sencillez Guétmanov-, para mí ser destinado a un cuerpo de blindados es como para un primer secretario de un obkom ser nombrado secretario de un raikom [23]. No es para dar saltos de alegría.
– No… no… -insistió Sagaidak, con semblante serio-. Este nombramiento expresa la confianza que el Partido tiene depositada en ti. raikom sí, pero no uno cualquiera, no un raikom rural, sino de Magnitogorsk, de Dnieprodzerzhinsk. Cuerpo del ejército sí, pero no uno cualquiera, sino el de tanques.
Maschuk, por su parte, señaló que el comandante del cuerpo donde Guétmanov había sido destinado como comisario había sido nombrado hacía poco, y que nunca antes había estado al frente de una unidad de semejante relevancia. Esto se lo había dicho un oficial de la sección especial del frente, que recientemente había estado en Ufá.
– También me dijo… -continuó Maschuk y, después de una breve pausa, añadió-: Pero ¿para qué seguir hablándole de esto, Dementi Trífonovich? Usted debe de saber más sobre él que él de sí mismo.
Guétmanov entornó los ojos, ya de por sí estrechos, penetrantes, inteligentes, hasta convertirlos en una fina rendija; aleteó la nariz carnosa y dijo:
– Bueno, ya basta.
Maschuk esbozó una sonrisa apenas perceptible, pero aun así todos los presentes la advirtieron. Era extraño, asombroso…, aunque Maschuk tenía parentesco con los Guétmanov por partida doble y durante las reuniones familiares se comportaba como un hombre modesto, amable, amante de las bromas, los Guétmanov, no obstante, sentían cierta tensión al escuchar aquella voz suave y engatusadora, al mirar aquellos ojos oscuros y tranquilos, aquella cara pálida y alargada. Al propio Guétmanov no le extrañaba esta sensación, comprendía la fuerza que había detrás de Maschuk: éste sabía cosas que él a veces todavía ignoraba.
– ¿Y qué clase de hombre es? -preguntó Sagaidak. Guétmanov respondió con condescendencia:
– Es uno de esos que han sido promocionados durante la guerra, y que antes no se había destacado por nada en especial.
– ¿No formaba parte de la nomenklatura? -insinuó sonriendo el hermano de la anfitriona.
– ¿La nomenklatura? ¡Qué va! -dijo Guétmanov haciendo un gesto con la mano-. Pero es un hombre útil, un buen tanquista, según dicen. Y su jefe de Estado Mayor es el general Neudóbnov. Lo conocí en el XVIII Congreso del Partido. Es un hombre sensato.
Maschuk insistió:
– ¿Neudóbnov? ¿Illarión Innokéntievich? Cómo no. Comencé a trabajar con él, después el destino nos separó. Antes de la guerra me lo encontré en la sala de recepción de Lavrenti Pávlovich [24].
– El destino os separó… -repitió sonriendo Sagaidak-. Enfócalo dialécticamente: busca la identidad y la unidad, y no la contradicción.
Maschuk replicó:
– En tiempo de guerra todo se trastoca. Un coronel cualquiera asciende a comandante de un cuerpo de ejército, ¡y Neudóbnov se convierte en su subordinado!
– No tenía experiencia militar. Conviene tenerlo en cuenta -observó Guétmanov.
Maschuk no salía de su asombro:
– ¿Bromeas? ¡Neudóbnov! Hubo un tiempo en que una palabra suya era determinante. Forma parte de la vieja guardia, es miembro del Partido desde antes de la Revolución. ¡Tiene una enorme experiencia militar y de trabajo al servicio del Estado! Durante un tiempo su nombre sonó como posible miembro del Sóviet Supremo.
Los otros invitados asintieron.
Resultaba cómodo compadecer a Neudóbnov para poder consolar a Guétmanov.
– Sí, la guerra lo ha enmarañado todo; ojalá acabe pronto -dijo el hermano de la anfitriona.
Guétmanov levantó la mano con los dedos abiertos en dirección a Sagaidak y dijo:
– ¿Conoce usted a Krímov, un moscovita que dio una ponencia en Kiev sobre la situación internacional para el grupo de conferenciantes del Comité Central?
– ¿Fue poco antes de la guerra? ¿Aquel desviacionista que trabajaba en el Komintern?
– Sí, el mismo. Pues, mi comandante tiene intención de casarse con su ex mujer.
Quién sabe por qué, la noticia divirtió a todos, aunque ninguno de los presentes conocía a la ex mujer de Krímov ni al comandante con quien ella pensaba casarse.
– Sí, no en vano nuestro amigo Guétmanov comenzó con nosotros, en los órganos de seguridad. De hecho ya está al corriente del futuro matrimonio -dijo Maschuk.
– No tiene un pelo de tonto, digámoslo claro -dijo Nikolái Teréntievich.
– Cómo no… Al Alto Mando no le gustan los papanatas.
– Sí, nuestro Guétmanov no es un papanatas -corroboró Sagaidak.
Maschuk dijo en un tono serio y prosaico, como si se encontrara en su despacho:
– Sí, recuerdo a este Krímov de su visita a Kiev, un tipo algo turbio. Durante años ha estado relacionado con toda clase de trotskistas y derechistas. Y si lo miráramos con lupa, lo más seguro es que…
Hablaba de manera sencilla, sin rebozo, lo hacía con tanta naturalidad como lo habría hecho el director de una fábrica de géneros de punto o el profesor de una escuela técnica. Pero todos comprendían que esta sencillez y libertad sólo eran aparentes; Maschuk sabía mejor que nadie de qué se podía hablar y de qué no se debía hablar. Guétmanov, al que le gustaba dejar perplejo a sus interlocutores con su audacia, sencillez y sinceridad, era consciente de la profundidad oculta bajo la superficie de una conversación viva y animada.
Sagaidak, que por norma se mostraba más pensativo, preocupado y reconcentrado que el resto de los invitados, no quería que decayera la atmósfera de ligereza y explicó despreocupadamente a Guétmanov:
– La mujer lo ha abandonado porque es un hombre poco de fiar.
– Si fuera por ese motivo estaría bien -sentenció Guétmanov-. Pero tengo la impresión de que es mi comandante el que quiere casarse con una mujer no del todo de fiar.
– Bueno, déjalo -dijo Galina Teréntievna-. Mira que preocuparse por eso… Lo principal es que se amen.
– Cierto, el amor es importante; eso todo el mundo lo sabe y lo comprende -dijo Guétmanov-. Pero además hay otras cosas que algunos soviéticos olvidan.
– Es cierto -confirmó Maschuk-, y no debemos olvidarnos.
– Y después algunos se asombran porque el Comité Central no ha ratificado un nuevo nombramiento, por qué éste y por qué aquél. Pero ¿qué han hecho para merecer la confianza del Partido?
De repente, Galina Teréntievna dijo sorprendida, con voz cantarina:
– Me parece extraña la conversación que estáis manteniendo, como si no hubiera guerra, y los únicos problemas fueran con quién se va a casar un comandante y quién es el ex marido de su futura mujer. Pero ¿contra quién vais a combatir, Dima?
Miraba con aire de burla a los hombres y sus bellos ojos castaños guardaban cierto parecido con los pequeños ojos del marido, tal vez porque tenían la misma intensidad penetrante.
– ¿Y dónde puede olvidarse uno de la guerra? Nuestros hijos y hermanos parten de todos lados hacia la guerra, desde la cabaña del último koljós hasta el Kremlin. Esta guerra es grande y patriótica.
– El camarada Stalin tiene en la guerra a su hijo Vasili, piloto de cazas; el hijo del camarada Mikoyán combate en la aviación; y he oído que también Lavrenti Pávlovich tiene a su hijo en el frente, en no sé qué ejército. Luego Timur Frunze, el teniente, parece que en infantería… Después también, ¿cómo se llama…?, Dolores Ibárruri, su hijo cayó en Stalingrado.
– El camarada Stalin tiene a dos hijos en el frente -corrigió el hermano de la anfitriona-. El segundo, Yákov, está al mando de una batería de artillería. Para ser más exactos, él es el primogénito, Vaska [25] bis es el menor y Yákov el mayor. Un muchacho desventurado: ha caído prisionero.
Se calló al darse cuenta de que había tocado un tema del que, según la opinión de los viejos camaradas, no había que hablar.
Nikolái Teréntievich quiso romper el silencio y dijo en tono despreocupado y alegre:
– A propósito, los alemanes lanzan falsas octavillas como si Yákov Stalin les proporcionara información de buena gana.
Pero el vacío en torno a él se volvió todavía más inquietante. Había sacado a colación un tema que no había que mencionar ni en broma ni en serio, algo sobre lo que convenía guardar silencio. Expresar indignación ante rumores sobre las relaciones de Iósif Vissariónovich [26] con su mujer sería una equivocación no menor que propagar dichos rumores. La conversación ya de por sí era inadmisible.
Guétmanov se volvió de repente hacia la mujer y dijo:
– Mi corazón está allí donde el camarada Stalin ha tomado el asunto entre sus manos, y lo tiene tan bien agarrado que los alemanes tienen miedo.
Nikolái Teréntievich buscó los ojos de Guétmanov, con mirada de culpabilidad.
Pero estaba claro que alrededor de la mesa no estaban sentadas personas quisquillosas, que no se habían reunido para hacer de una observación torpe una historia seria, un problema.
Sagaidak intervino con tono distendido y cordial, apoyando ante Guétmanov a Nikolái Teréntievich:
– Así es, y ahora vamos a intentar no cometer estupideces en nuestro trabajo.
– Y no hablar más de la cuenta -añadió Guétmanov.
El hecho de que hubiera expresado casi abiertamente su reproche en lugar de pasarlo por alto ponía de manifiesto su perdón a Nikolái Teréntievich, y Sagaidak y Maschuk asintieron en señal de aprobación.
Nikolái Teréntievich sabía que aquel incidente trivial, fuera de tono, sería olvidado, pero también sabía que no lo sería del todo. Tarde o temprano tendría lugar una conversación sobre una vacante que cubrir, una promoción, un encargo de especial responsabilidad, y cuando se propusiera a Nikolái Teréntievich, Guétmanov, Sagaidak y Maschuk asentirían, pero alguno esbozaría una sonrisa; y al ser interrogado por un interlocutor meticuloso, diría: «Tal vez un poco imprudente», y mostraría ese poco con la punta del meñique.
En el fondo de su alma todos comprendían que los alemanes no mentían demasiado respecto a Yákov. Pero precisamente por eso no había que tocar el tema.
Sagaidak comprendía estos asuntos mejor que nadie. Durante mucho tiempo había trabajado en un periódico; primero había dirigido la sección de información, después la sección de agricultura; luego, durante casi dos años, fue redactor del principal periódico de Kiev. Consideraba que el principal objetivo de su periódico era instruir al lector y no ofrecer sin análisis información caótica sobre los acontecimientos más diversos, a menudo fortuitos. Si el redactor jefe Sagaidak lo estimaba oportuno podía obviar cualquier acontecimiento: guardar silencio sobre una pésima cosecha, un poema ideológicamente poco apropiado, un cuadro formalista, una epizootia de ganado, un terremoto, el hundimiento de un acorazado, no ver la fuerza de una ola oceánica que de golpe había engullido a miles de personas, o un enorme incendio en una mina. A su modo de ver estos acontecimientos no tenían significado y, por tanto, no debían ocupar la mente del lector, el periodista o el escritor. A veces había necesitado dar explicaciones específicas sobre uno u otro acontecimiento de la vida, y resultaba que tales explicaciones eran sorprendentemente audaces, insólitas, contradictorias con el saber común. Le parecía que su fuerza, su experiencia, su competencia como redactor jefe se manifestaba en la habilidad que tenía para trasladar a la conciencia de los lectores sólo aquellas opiniones que servían al objetivo de educarlos.
Cuando durante la época de la colectivización total se detectaron excesos flagrantes, Sagaidak -antes de la aparición del artículo de Stalin «El vértigo del éxito»- había escrito que la hambruna en el periodo de la colectivización total obedecía al hecho de que los kulaks enterraban el grano, no comían pan adrede y se hinchaban; morían incluso pueblos enteros, incluidos niños y ancianos, con el único objeto de perjudicar al Estado soviético.
En el mismo periódico se publicaban artículos sobre los comedores de los koljoces, donde los niños comían a diario caldo de pollo, empanadillas de carne y croquetas de arroz. Pero los niños se consumían y se les hinchaban las barrigas a causa del hambre.
Estalló la guerra, una de las guerras más cruentas y sangrientas que Rusia haya conocido en mil años de existencia. Y he aquí que en la sucesión de pruebas particularmente crueles de las primeras semanas y los primeros meses de la contienda, el fuego destructor desveló el curso real, verdadero, fatídico de los acontecimientos: la guerra era el árbitro de todos los destinos, incluso del destino del Partido. Pero este periodo terrible pasó. Y enseguida el dramaturgo Korneichuk se entregó a la tarea de plasmar en su obra El frente que los fracasos de la guerra habían sido causados por generales estúpidos que no habían sabido ejecutar las órdenes del mando supremo, que nunca se equivocaba.
Aquella noche Nikolái Teréntievich no fue el único al que le tocó pasar un momento desagradable. Maschuk hojeaba un álbum encuadernado en piel y de gruesas páginas de cartón donde había pegadas fotografías cuando de repente enarcó expresivamente las cejas. Aquel gesto atrajo sin querer la atención de todos hacia el álbum. En una fotografía aparecía Guétmanov en el despacho que tenía antes de la guerra como secretario de obkom: estaba sentado a un escritorio amplio como la estepa, y vestido con una guerrera semimilitar, y encima de él colgaba un retrato de Stalin de un tamaño tan grande como sólo puede haber en el despacho de un secretario de obkom. La cara de Stalin en el retrato estaba pintarrajeada con un lápiz de color: le habían dibujado una barba puntiaguda azul en el mentón y de las orejas le colgaban unos pendientes azul claro.
– ¡Qué travieso! -exclamó Guétmanov, juntando las manos en señal de asombro, como hacen las mujeres.
Galina Teréntievna, apesadumbrada, repetía, mirando a sus invitados:
– Deben saber que ayer mismo antes de dormirse me dijo: «Quiero al tío Stalin tanto como a mi papá».
– Es una travesura infantil -dijo Sagaidak.
– No, no es una travesura, es un acto vandálico -suspiró Guétmanov.
Lanzó una mirada escrutadora a Maschuk. Y ambos, en ese momento, recordaron la misma historia que había sucedido antes de la guerra: el sobrino de un paisano suyo, un estudiante del Politécnico, había disparado en la residencia con una escopeta de aire comprimido contra el retrato de Stalin.
Sabían que aquel estudiante imbécil bromeaba y que no tenía ningún fin político o terrorista. Su tío, un buen hombre, director de la Estación de Máquinas y Tractores, había pedido a Guétmanov que salvara a su sobrino.
Guétmanov, después de una reunión de la oficina del obkom, habló con Maschuk del asunto.
– Ya no somos niños, Dementi Trífonovich. ¿Qué importancia tiene que sea culpable o no? Pero si ignoro este caso, cabe la posibilidad de que mañana informen en Moscú al propio Lavrenti Pávlovich: Maschuk tuvo una actitud liberal hacia alguien que disparó contra el retrato del gran Stalin. Hoy estoy en este despacho, pero mañana puedo acabar como polvo en un campo de trabajo. ¿Quiere asumir esta responsabilidad? Esto es lo que dirán: hoy contra el retrato, mañana contra otra cosa; y se ve que a Guétmanov el chico le cae simpático o le ha gustado su acto. ¿Y bien? ¿Asume la responsabilidad?
Al cabo de uno o dos meses, Guétmanov le preguntó a Maschuk:
– Bueno, ¿cómo ha ido con el tirador?
Maschuk, mirándolo con ojos tranquilos, respondió:
– No vale la pena que preguntes por él, ha resultado ser un canalla, un kulak hijo de puta. Lo reconoció todo durante el interrogatorio.
Y ahora Guétmanov, mirando con ojos escrutadores a Maschuk, repitió:
– No, no se trata de una chiquillada.
– Vamos -lo interrumpió Maschuk-, no tiene ni cinco años, hay que tener en cuenta su edad.
Sagaidak habló con un tono tan afectuoso que todos los presentes sintieron la calidez de sus palabras:
– Con toda honestidad os diré que me faltan fuerzas para ser tan estricto con los niños. Sería necesario, pero me falta coraje. Lo único que me importa es que tengan buena salud…
Todos miraron a Sagaidak con compasión. No era un padre feliz. Su hijo mayor, Vitali, todavía estudiante de noveno curso, llevaba mala vida. Un día incluso la milicia lo había arrestado por haber participado en una pelea en un restaurante; su padre tuvo que telefonear al comisario popular adjunto de Asuntos Interiores para tapar el escándalo en el que estaban implicados los hijos de eminentes personalidades, generales, académicos, la hija de un escritor, la hija del comisario popular de Agricultura. Durante la guerra el joven Sagaidak quería entrar en el ejército como voluntario, y su padre lo inscribió en un curso de dos años en una academia de artillería. Vitali fue expulsado por indisciplina y bajo amenaza de ser enviado al frente con la primera compañía de refuerzo.
Hacía un mes que el joven Sagaidak estudiaba en la escuela de mortero y, para alborozo de sus padres, todavía no había hecho ninguna de las suyas; tenían esperanzas pero, en el fondo, se temían lo peor.
El segundo hijo de Sagaidak, Igor, con tan sólo dos años de edad había sufrido una parálisis y, a consecuencia de la enfermedad, quedó lisiado: se desplazaba con muletas, sus flacas piernecitas eran endebles. El pequeño Igor no podía ir a la escuela, eran los profesores los que iban a darle clases a casa. Era un alumno aplicado y trabajador.
No había en toda Ucrania, ni en Moscú, Leningrado o Tomsk, un solo neuropátologo eminente al que los Sagaidak pudieran consultar sobre Igor. No había ningún nuevo medicamento en el extranjero que Sagaidak no hubiera conseguido por medio de representaciones comerciales o embajadas. Sabía que podían reprocharle aquel amor excesivo, pero al mismo tiempo sabía que ése no era un pecado mortal. De hecho también él, tras conocer el fuerte sentimiento paterno de varios oficiales regionales, tenía en cuenta que las nuevas generaciones amaban de manera particularmente profunda a sus hijos. Sabía que le perdonarían por haber traído una curandera en avión desde Odessa para que visitara a Igor, así como por la hierba que se había hecho enviar a Kiev por un viejo sacerdote del Extremo Oriente en un paquete de correo especial.
– Nuestros líderes son personas especiales -dijo Sagaidak-. No me refiero al camarada Stalin, huelga decirlo, sino a sus colaboradores más estrechos… Ponen siempre al Partido por encima de sus sentimientos paternos.
– Sí, pero saben comprender; no pueden esperar de todos el mismo comportamiento -dijo Guétmanov y aludió a la severidad que manifestaba un secretario del Comité Central respecto al hijo, que había cometido una falta.
La conversación en torno a los niños prosiguió con un tono diferente, íntimo y sencillo. Al parecer, toda la fuerza interior de aquellos hombres, toda su capacidad de alegrarse dependía sólo de que las mejillas de sus Tániechkas o sus Vitalis estuvieran bien sonrosadas, de que les trajeran buenas notas de la escuela a medida que pasaban de curso.
Galina Teréntievna comenzó a hablar de sus hijas:
– Hasta los cuatro años la pequeña Svetlana estuvo enferma; tenía colitis continuas, la niña estaba extenuada. Y sólo le ha curado una cosa: manzana cruda rallada.
Guétmanov intervino:
– Hoy delante de la escuela me dijo: «En la escuela, a Zoya y a mí nos llaman las hijas de general». Zoya se puso a reír y la descarada me dijo: «Hija del general, vaya honor… A nuestra clase va la hija de un mariscal: ¡eso sí que es algo!».
– Ya veis -dijo alegremente Sagaidak-, no es fácil contentarlos. Hace pocos días, Ígor me dijo: «Tercer secretario… no es nada del otro mundo».
Nikolái también habría podido contar muchas anécdotas divertidas sobre sus hijos, pero comprendía que sería una inconveniencia hablar de la inteligencia de sus hijos mientras se hablaba de la de Ígor y las hijas de Guétmanov.
Maschuk, pensativo, dijo:
– Nuestros padres en el campo no trataban con tantos miramientos a sus hijos.
– Y no por ello los querían menos -dijo el hermano de la anfitriona.
– Los querían, por supuesto, pero bien que les zurraban, o a mí por lo menos.
Guétmanov añadió:
– Me acuerdo de que mi difunto padre partió a la guerra en 1915. No os riáis, alcanzó el grado de suboficial, fue condecorado dos veces con la cruz de San Jorge. Mi madre lo equipó: le metió en el petate un jersey, una camiseta, unos calcetines, huevos cocidos y panecillos, mientras mi hermana y yo estábamos acostados en la cama y lo vimos, al alba, sentarse a la mesa por última vez. Fue a buscar una tina de agua, que se encontraba en el zaguán, y cortó leña. Mi madre siempre se acordaba.
Miró el reloj y dijo:
– Oh…
– Mañana es el día -dijo Sagaidak y se levantó.
– El avión sale a las siete.
– ¿Desde el aeropuerto civil? -preguntó Maschuk. Guétmanov asintió.
– Mejor -dijo Nikolái Teréntievich y se levantó también él-. El militar se encuentra a quince kilómetros.
– ¿Qué importancia tiene eso para un soldado? -dijo Guétmanov.
Empezaron a despedirse, hacer ruido, reírse, abrazarse, y cuando los invitados ya estaban en el pasillo con el abrigo y los sombreros puestos, Guétmanov dijo:
– El soldado puede acostumbrarse a todo, a calentarse con humo y afeitarse con una lezna. Pero hay algo a lo que nunca puede habituarse: a vivir separado de los hijos.
Y por su voz, la expresión de la cara y las miradas de los que se iban, era evidente que ya no bromeaban.
Por la noche, Dementi Trífonovich, en uniforme, escribía sentado a la mesa. Su mujer, en bata, sentada a su lado, seguía con la mirada su mano. Él dobló la carta y dijo:
– Va dirigida al director sanitario regional en caso de que necesites un tratamiento especial o tengas que salir de la ciudad para una consulta. Tu hermano se ocupará del permiso y el médico te extenderá un certificado.
– ¿Has escrito la autorización para recibir el cupo de raciones? -preguntó la mujer.
– No es necesario -respondió él-. Basta con que telefonees al responsable del obkom o, mejor todavía, a Puzichenko directamente, él se ocupará de todo.
Ordenó la pila de cartas que había escrito, las autorizaciones y notas, y concluyó:
– Bueno, me parece que esto es todo.
Permanecieron en silencio.
– Tengo miedo por ti, mi amor -dijo la mujer-. Te vas a la guerra.
Él se levantó.
– Cuida de ti y de los niños. ¿Has metido el coñac en la maleta?
– Sí, sí. ¿Te acuerdas de hace dos años, antes de volar a Kislovodsk? Escribiste las autorizaciones al amanecer, exactamente igual que hoy.
– Ahora los alemanes están en Kislovodsk -dijo Guétmanov.
Después deambuló por la habitación, aguzando el oído.
– ¿Están durmiendo?
– Claro que están durmiendo -respondió Calina Teréntievna.
Fueron a la habitación de los niños. Era extraordinario cómo aquellas dos figuras corpulentas y recias se movían en la penumbra sin hacer el menor ruido. Sobre la blanca tela de la almohada resaltaban las cabezas oscuras de los niños dormidos. Guétmanov se detuvo a escuchar su respiración.
Se llevó la mano al pecho, ante el temor de que los violentos latidos de su corazón perturbaran su sueño. Allí, en la penumbra, le embargó un sentimiento profundo y angustioso de ternura, inquietud y piedad hacia aquellos niños. Le entraron unas ganas locas de abrazar a su hijo, a sus hijas, de besar sus caras soñolientas. Estaba abrumado por una ternura impotente, un amor incontrolado; se sentía perdido, turbado, débil.
No le asustaban ni le agitaban los pensamientos de la nueva responsabilidad que debía asumir. Con frecuencia había tenido que emprender nuevos trabajos y nunca le había costado encontrar la línea correcta que seguir. Sabía que lo mismo ocurriría con el cuerpo de tanques.
Pero ¿qué hacer para reconciliar la férrea austeridad con la ternura, con el amor que no sabe de leyes ni líneas del Partido?
Miró a su mujer, que apoyaba la mejilla sobre la mano, como una campesina. En la penumbra su cara parecía más delgada, joven, tal como era la primera vez que habían ido al mar, poco después de casarse, a la casa de reposo «Ucrania», justo a la orilla del mar.
Bajo la ventana sonó un ligero toque de claxon: era el automóvil del obkom. Guétmanov se volvió una vez más hacia los niños y abrió los brazos, expresando con ese gesto toda su impotencia ante un sentimiento que no podía dominar.
En el pasillo, después de las palabras y los besos de despedida, se puso la pelliza y el gorro alto de piel, esperando a que el chófer se hiciera cargo de las maletas.
– Ya está -dijo; y de repente se quitó el gorro, dio un paso en dirección a su mujer y la abrazó de nuevo.
Y en esa nueva y última despedida, cuando a través de la puerta entreabierta el viento húmedo y frío de la calle se mezcló con el calor de la casa, cuando la piel áspera y curtida de la pelliza rozó con la seda perfumada de la bata, ambos sintieron que sus vidas, hasta ahora una sola cosa, se escindían en dos y la angustia les abrasó los corazones.
Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova, la hermana menor de Liudmila, se había instalado en Kúibishev con una vieja alemana, Jenny Guenríjovna Guenrijson, que hacía mucho tiempo había trabajado como institutriz en casa de los Sháposhnikov.
A Yevguenia Nikoláyevna le resultaba extraño, después de Stalingrado, compartir una pequeña habitación tranquila con una viejecita que no dejaba de asombrarse de cómo una niña con dos trenzas se había convertido en una mujer adulta.
Jenny Guenríjovna vivía en un cuartucho sombrío que en un tiempo había estado destinado al servicio en aquel enorme piso que había pertenecido a unos comerciantes. Ahora en cada habitación vivía una familia, y cada habitación estaba dividida con ayuda de biombos, cortinas, alfombras, respaldos de sofás en rincones y esquinas, donde se dormía, comía, recibía a invitados, y donde la enfermera ponía inyecciones a un anciano paralítico.
Por la noche la cocina zumbaba con las voces de los inquilinos.
A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba aquella cocina con las bóvedas llenas de hollín y el fuego rojo negro de los hornillos de petróleo.
Entre la lencería que se secaba en los cordeles se oía el alboroto de los inquilinos en batas, chaquetones guateados, guerreras. Los cuchillos resplandecían. Las mujeres que estaban lavando arrodilladas ante las tinas y los barreños levantaban nubes de vapor. La amplia cocina nunca se encendía y sus lados recubiertos de azulejos blanquecían fríos como laderas nevadas de un volcán hace tiempo extinguido.
En el apartamento vivía la familia de un estibador que había partido para el frente, un ginecólogo, un ingeniero de una fábrica de armamento, una madre soltera que trabajaba como cajera en una tienda, la viuda de un peluquero caído en el frente, el administrador de una oficina de correos y, en la habitación más grande, la antigua sala de estar, vivía el director de una policlínica.
El apartamento era espacioso, como una ciudad, e incluso tenía a su loco, un viejecito silencioso con ojos de cachorro manso y amable.
Vivían todos hacinados, pero al mismo tiempo aislados; se enfadaban, luego se reconciliaban; encubrían los detalles de sus vidas para luego compartir con sus vecinos todas y cada una de sus cuestiones íntimas.
A Yevguenia Nikoláyevna le entraban ganas de retratar no tanto los objetos y los habitantes de la casa, como el sentimiento que suscitaban en ella. Se trataba de un sentimiento tan enrevesado y difícil que ni siquiera un gran artista podría pintarlo. Surgía de la fusión de la potente fuerza militar del pueblo y del Estado con aquella cocina oscura y mísera, con sus chismes y mezquindades; de una unión donde convivía el acero mortal de las armas con las cacerolas de cocina y las mondas de patatas. La expresión de ese sentimiento rompería toda línea, alteraría los contornos, y tomaría la forma en una relación aparentemente absurda de imágenes fragmentarias y manchas luminosas.
La viejecita Guenrijson era una criatura tímida, dócil y servicial. Llevaba un vestido negro con un cuello blanco y tenía las mejillas siempre sonrosadas a pesar de su hambre persistente.
En su mente habitaban recuerdos de las travesuras de Liudmila cuando ésta era una colegiala de primer curso, de los balbuceos infantiles de la pequeña Marusia, y de cómo Dmitri con dos años había entrado una vez en el comedor vestido con su delantalito y gritando: «Hora de ñam-ñam, hora de ñam-ñam».
Ahora Jenny Guenríjovna trabajaba como empleada doméstica para la familia de una dentista: cuidaba de la madre enferma de la patrona. A veces la dentista viajaba por la región durante cinco o seis días por mandato del Departamento de Sanidad; en aquellas ocasiones Jenny Guenríjovna se quedaba a dormir en su casa para ayudar a la vieja inválida que, después de la última apoplejía, apenas lograba mover las piernas.
Jenny no tenía ningún sentido de la propiedad, y no hacía más que excusarse ante Yevguenia Nikoláyevna, a quien pedía permiso para abrir la ventana de ventilación a fin de que su viejo gato tricolor pudiera dar rienda suelta a su celo. Sus intereses y preocupaciones principales estaban centrados en el gato: temía molestar a los vecinos.
Un vecino de piso, el ingeniero Draguin, que regentaba un taller, miraba con cruel mofa su cara arrugada, su talle esbelto y seco como el de una niña, sus quevedos que le colgaban de un cordón negro. A la naturaleza plebeya de aquel vecino le sublevaba que la vieja permaneciera fiel a sus recuerdos del pasado y que contara con sonrisa idiota y beata cómo antes de la Revolución llevaba a pasear en carroza a sus pupilos, así como sus días como dama de compañía de madame en sus viajes a Venecia, París y Viena. Muchos de los «pequeños» que había educado habían luchado junto a los generales blancos Denikin o Wrangel durante la guerra civil y habían sido asesinados por soldados rojos, pero a la viejecita sólo le interesaban los recuerdos sobre la escarlatina, difteria o colitis que habían padecido de pequeños.
Yevguenia Nikoláyevna le decía a Draguin:
– Nunca he conocido a nadie tan dulce y sumiso. Créame, es la mejor persona de todos los que vivimos en este piso.
Draguin miraba a los ojos de Yevguenia Nikoláyevna con un descaro típicamente masculino y respondía:
– Canta, pajarito, canta. Camarada Sháposhnikova, usted se ha vendido a los alemanes por unos pocos metros cuadrados.
Jenny Guenríjovna, al parecer, no amaba a los niños sanos. A menudo hablaba a Yevguenia Nikoláyevna de su pupilo más enclenque, el hijo de un obrero judío. Todavía conservaba sus dibujos y cuadernos y siempre rompía a llorar cuando describía la muerte de este pacífico niño.
Hacía muchos años desde que había vivido con los Sháposhnikov, pero se acordaba de todos los nombres y motes de los niños, y lloró cuando se enteró de la muerte de Marusia; había empezado a escribir una carta para Aleksandra Vladímirovna, que ahora estaba en Kazán, pero nunca había conseguido terminarla.
A las huevas de lucio les llamaba caviar y contaba a Zhenia que antes de la guerra los niños desayunaban una taza de caldo fuerte y una loncha de carne de ciervo.
Daba casi toda su ración a su gato, al que llamaba «mi niño plateado». El gato la quería con locura y, aunque era un animal salvaje y desconfiado, al ver a la viejecita se transformaba en una criatura cariñosa y alegre.
Draguin a menudo la interrogaba sobre cuál era su opinión respecto a Hitler: «Entonces, ahora seguro que estará contenta, ¿no es cierto?»; pero la astuta viejecita se había declarado antifascista y tildaba al Führer de caníbal.
Apenas servía para algo: no sabía lavar ni cocinar, y cuando iba a la tienda para comprar cerillas, el vendedor siempre se las ingeniaba para cortar de su cupón las provisiones mensuales de carne y azúcar.
Decía que los niños actuales no se parecían en nada a los niños de la época que ella llamaba «de paz». Todo había cambiado, incluso los juegos: las niñas del tiempo «de paz» jugaban al aro, al diábolo con palos lacados, o con una pelota colorada medio deshinchada que llevaban en una redecilla blanca de la compra. Los de hoy, sin embargo, jugaban al voleibol, nadaban estilo crol, en invierno se ponían pantalones de esquí para jugar a jockey, gritaban y silbaban.
Sabían más que la propia Jenny Guenríjovna sobre alimentos, abortos y maneras fraudulentas de adquirir cartillas de racionamiento, sobre tenientes y tenientes coroneles que traían del frente manteca y conservas a otras mujeres que no eran las suyas.
A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba escuchar los recuerdos de la vieja alemana sobre sus años de infancia, su padre, su hermano Dmitri, del que Jenny Guenríjovna se acordaba especialmente bien: a menudo enfermaba de tosferina y difteria.
Un día Jenny Guenríjovna le dijo:
– Me acuerdo de la última familia para la que trabajé en 1917. El monsieur era ministro de Hacienda, se paseaba por el comedor y decía: «Estamos acabados, queman las fincas, han parado las fábricas, la moneda se devalúa, saquean las cajas de caudales». Y les pasó exactamente igual que a ustedes, toda la familia se dispersó. Monsieur, madame y mademoiselle huyeron a Suecia, mi pupilo se fue como voluntario con el general Kornílov, y madame lloraba: «Todos los días nos despedimos, el fin está cerca».
Yevguenia Nikoláyevna sonrió con tristeza y no respondió.
Una noche un comisario de policía llevó una citación a Jenny Guenríjovna. La vieja alemana se puso su sombrero de flores blancas y pidió a Zhénechka que diera de comer al gato; ella iría a la policía y de allí directamente al trabajo, adonde la madre de la dentista; le prometió que volvería un día después. Al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevna encontró la habitación patas arriba y los vecinos le dijeron que Jenny Guenríjovna había sido arrestada.
Yevguenia Nikoláyevna fue a hacer indagaciones. En la milicia le dijeron que la viejecita había partido con un convoy de alemanes hacia el norte.
Al día siguiente se presentó un comisario de policía junto con el administrador de la casa y cogieron una cesta sellada llena de ropa vieja, fotos y cartas amarillentas.
Yevguenia se dirigió al NKVD [27] para averiguar cómo podía enviarle a la viejecita una prenda de abrigo. El hombre de la ventanilla le preguntó:
– ¿Y usted quién es? ¿Una alemana?
– No, soy rusa.
– Váyase a casa. No incordie haciendo preguntas.
– Sólo he venido para saber cómo puedo mandarle ropa de invierno.
– ¿No lo ha entendido? -dijo el hombre de la ventanilla con una voz tan tranquila que Yevguenia Nikoláyevna se asustó.
Aquella noche oyó a algunos inquilinos que hablaban de ella en la cocina.
Una voz dijo:
– La verdad, no es correcto obrar así.
Una segunda voz le respondió:
– Para mí ha sido lista. Primero puso un pie, luego informó de la vieja a quien correspondiera; la ha despachado y ahora es la dueña de la habitación.
Una voz masculina dijo:
– ¿Una habitación? Un cuartucho, mejor dicho. Una cuarta voz intervino:
– Sí, una mujer así siempre se sale con la suya. Habrá que andarse con cuidado…
El destino del gato fue triste. Dormitaba abatido en la cocina mientras los vecinos discutían qué hacer con él.
– ¡Maldito alemán! -decían las mujeres.
Inesperadamente, Draguin declaró que estaba dispuesto a colaborar en la alimentación del gato. Pero el gato no vivió mucho tiempo sin Jenny Guenríjovna porque una de sus vecinas, no se sabe si por accidente o por maldad, lo escaldó con agua hirviendo, y murió.
A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba su existencia solitaria en Kúibishev.
Probablemente nunca había sido tan libre como ahora. A pesar de las dificultades de la vida, se sentía ligera y emancipada. Durante mucho tiempo, hasta que no obtuvo el permiso de residencia [28], no tuvo derecho a cartilla de racionamiento y sólo podía comer una vez al día en el comedor con los cupones de comida. Ya desde la mañana pensaba en el momento de entrar al comedor y que le dieran un plato de sopa.
En aquella época apenas pensaba en Nóvikov. En cambio pensaba cada vez con mayor frecuencia en Krímov, casi constantemente; pero la luminosidad interna, la carga afectiva, era más bien escasa.
El recuerdo de Nóvikov se encendía y apagaba sin atormentarla.
Pero un día, en la calle, vio de lejos a un soldado alto con un capote largo, y por un instante le pareció que se trataba de Nóvikov. Se le entrecortó la respiración, le flaquearon las piernas, sintió que la felicidad la embargaba, que se apoderaba de ella. Un minuto más tarde comprendió que se había equivocado y enseguida olvidó su emoción.
Por la noche se despertó de pronto y pensó: «¿Por qué no escribe? ¿Acaso no sabe la dirección?».
Vivía sola; no tenía cerca a Krímov, ni a Nóvikov, ni a sus familiares. Y en apariencia, en aquella libertad solitaria había felicidad. Pero sólo en apariencia.
En aquel periodo se habían instalado en Kúibishev muchos Comisariados del Pueblo, se habían trasladado instituciones y redacciones de periódicos. La ciudad se había convertido temporalmente en la capital, refugio del Moscú evacuado, con su cuerpo diplomático, el ballet del Teatro Bolshói, sus escritores célebres, sus presentadores moscovitas y sus periodistas extranjeros.
Todos estos miles de moscovitas vivían en cuchitriles, habitaciones de hotel, residencias, y seguían con sus actividades habituales: los secretarios de Estado, los jefes del gabinete, los directores administrativos daban órdenes a sus subordinados y dirigían la economía del país; los embajadores extraordinarios y plenipotenciarios se desplazaban en coches lujosos a las recepciones con los altos cargos de la política exterior soviética; Ulánova, Lémeshev, Mijáilov entretenían al público del ballet y la ópera; el señor Shapiro, el representante de la agencia United Press, formulaba preguntas insidiosas a Salomón Abrámovich Lozovski, el responsable de la Oficina de Información Soviética, durante las conferencias de prensa; los escritores escribían noticias para radios y periódicos soviéticos y extranjeros; los periodistas se desplazaban a los hospitales para obtener nuevas con las que escribir reportajes sobre la guerra.
Pero la vida de los moscovitas allí era totalmente diferente. Lady Cripps, la esposa del embajador extraordinario y plenipotenciario de Gran Bretaña, se levantaba de la mesa después de tomar la cena con un cupón en el restaurante del hotel y envolvía en papel de periódico los trozos de pan y los terrones de azúcar que habían sobrado para subirlos a la habitación; los corresponsales de varias agencias de noticias internacionales iban al mercado, abriéndose paso entre los heridos, y hablaban largo y tendido sobre la calidad del tabaco casero haciendo girar los cigarrillos de muestra, o bien hacían cola para los baños públicos, apoyando el peso ahora en una pierna luego en la otra; algunos escritores, célebres por la hospitalidad que brindaban, discutían sobre cuestiones de orden internacional y el destino de la literatura con una copita de aguardiente casero acompañado de una ración de pan.
Enormes instituciones se encajonaban en los oscuros pisos de Kúibishev; los directores de los grandes periódicos soviéticos recibían a sus invitados en mesas donde, después de las horas de trabajo, los niños preparaban sus lecciones y las mujeres cosían.
En esta mezcla de aparato estatal y bohemia de la evacuación había algo atractivo.
Yevguenia Nikoláyevna tuvo que hacer frente a muchas dificultades para obtener el permiso de residencia.
El jefe de la oficina de diseños y proyectos donde ella había comenzado a trabajar, el teniente coronel Rizin, un hombre alto de voz suave y susurrante, desde el primer día comenzó a lamentarse por la responsabilidad que había asumido contratando a alguien que no tenía los papeles en regla. Le ordenó, pues, que fuera a la comisaría local después de extenderle un certificado de trabajo.
Un oficial de la comisaría se quedó con el pasaporte de Yevguenia Nikoláyevna y su certificado y le dijo que volviera al cabo de tres días para conocer la respuesta.
Cuando llegó el día asignado, Yevguenia Nikoláyevna entró en el pasillo en penumbra donde había personas sentadas a la espera de ser recibidas; sus rostros reflejaban esa expresión particular que a menudo muestran las personas que han ido a la comisaría por cuestiones relacionadas con el pasaporte o permisos de residencia. Yevguenia se acercó a la ventanilla. Una mano femenina con las uñas pintadas con un esmalte rojo oscuro le alargó el pasaporte y le dijo con voz tranquila:
– Se lo han denegado.
Se puso a la cola para hablar con el jefe de la sección de pasaportes. La gente de la fila hablaba a media voz y seguía con la mirada a las empleadas con los labios pintados, vestidas con chaquetones guateados y botas, que pasaban por el pasillo. Un hombre ataviado con un abrigo de entretiempo y una visera pasó calmosamente; el cuello de la guerrera militar le asomaba por debajo de la bufanda; sus botas crujían. Abrió con una pequeña llave la cerradura: era Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Yevguenia Nikoláyevna observó que las personas que guardaban cola no se habían alegrado como acostumbra a suceder después de una larga espera, sino que cuando se acercaban a la puerta miraban temerosos a los lados, como si estuvieran a punto de echarse a correr en el último momento.
Durante la espera, Yevguenia Nikoláyevna oyó historias de hijas que no habían obtenido permiso para vivir con sus madres, una mujer paralítica a la que le habían denegado la residencia para su hermano, una mujer que había ido a cuidar a un inválido de guerra y no le habían dado la autorización.
Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Grishin. Éste le indicó con un gesto que tomara asiento, miró sus documentos y dijo:
– Se lo han denegado -dijo-. ¿Qué quiere?
– Camarada Grishin -dijo ella con voz trémula-, entiéndalo, durante todo esto tiempo no he recibido la cartilla de racionamiento.
El hombre la miró con ojos imperturbables, su cara ancha y joven expresaba una indiferencia ausente.
– Camarada Grishin -dijo Zhenia-, deténgase un momento a pensar en esta incongruencia. En Kúibishev hay una calle que lleva mi apellido, la calle Sháposhnikov, en honor a mi padre, uno de los pioneros del movimiento revolucionario en Samara, y ustedes deniegan el permiso de residencia a su hija…
Los ojos serenos de Grishin se clavaron en ella: la estaba escuchando.
– Necesito una petición oficial -dijo él-. Sin petición no hay permiso.
– Pero es que yo trabajo en una institución militar. -Eso no consta en su certificado de trabajo.
– ¿Puede ser de ayuda?
Grishin respondió de mala gana:
– Tal vez.
Por la mañana, cuando Yevguenia Nikoláyevna acudió al trabajo contó a Rizin que le habían denegado el permiso de residencia. El hombre levantó las manos y dijo con voz queda:
– Ay, qué estúpidos, quizá no entiendan que se ha convertido en una trabajadora indispensable para nosotros, que usted presta servicio a la Defensa.
– Así es -confirmó Yevguenia-. Me han dicho que necesito un documento oficial que certifique que nuestra oficina está subordinada al Comisariado Popular de Defensa. Se lo ruego encarecidamente: redáctemelo y esta tarde lo llevaré a la comisaría.
Al cabo de un rato, Rizin se acercó a Zhenia y con voz culpable dijo:
– Necesito una solicitud por escrito de la policía. De lo contrario tengo prohibido escribir un certificado de ese tipo.
Esa misma tarde Yevguenia fue a la comisaría y, después de la inevitable cola, pidió a Grishin la solicitud, odiándose a sí misma por su sonrisa aduladora.
– No pienso escribirle ninguna solicitud -dijo Grishin. Rizin, al enterarse de la nueva negativa de Grishin, se lamentó y dijo pensativo:
– Bien, dígale que me haga una petición verbal.
La tarde siguiente Zhenia debía encontrarse con el literato moscovita Limónov, que en un tiempo había sido amigo de su padre. Justo después de salir del trabajo se dirigió a la comisaría y pidió a la gente que aguardaba en la cola que le permitieran pasar a ver al jefe de la sección de pasaportes «literalmente un minuto», sólo para hacer una pregunta. La gente se encogió de hombros y desvió la mirada. Al final, dijo con rabia:
– ¿Ah, sí? ¿Quién es el último?
Aquel día el ambiente en la comisaría era especialmente deprimente. Una mujer con las piernas llenas de varices sufrió un ataque de histeria en el despacho de Grishin y se puso a gritar: «Se lo ruego, se lo ruego». Un manco lanzó improperios contra Grishin en el mismo despacho; el siguiente también armó un alboroto, se oían sus palabras: «No me iré de aquí». Pero en realidad se fue enseguida. En medio de aquel jaleo no se oía a Grishin, no levantó la voz ni una sola vez; incluso parecía que no estaba presente, como si la gente gritara y amenazara para sí misma.
Yevguenia hizo cola durante una hora y media y, de nuevo, odiando su propia cara amable y el emocionado «muchas gracias» que pronunció en respuesta a una pequeña señal de Grishin para que se sentara, le pidió que llamara por teléfono a su jefe, explicando que éste dudaba de si tenía derecho a redactar un certificado sin una solicitud previa con un número y sello, pero que después había accedido a escribirle el certificado con la nota: «En respuesta a su solicitud oral del día tal del mes tal».
Yevguenia Nikoláyevna colocó sobre la mesa de Grishin un papelito preparado de antemano donde con caligrafía gruesa y clara había escrito el apellido y patronímico de Rizin, número de teléfono, cargo, rango y en letra pequeña, entre paréntesis: «pausa para comer» y «desde… hasta».
– No haré ninguna solicitud.
– Pero ¿por qué? -preguntó ella.
– No debo hacerlo.
– El teniente coronel Rizin dice que sin solicitud, aunque sea oral, no tiene permiso para escribir un certificado.
– Si no tiene permiso, que no lo escriba.
– Pero ¿qué voy a hacer yo?
– Eso es asunto suyo.
La pasmosa tranquilidad de Grishin la desconcertó; si se hubiera enfadado o irritado por su insistencia, se habría sentido mejor. Pero Grishin continuaba allí sentado, de medio perfil, sin pestañear siquiera, sin prisa.
Yevguenia Nikoláyevna sabía que los hombres se fijaban en su belleza, lo percibía cuando hablaba con ellos. Pero Grishin la miraba como si fuera una vieja con ojos lacrimosos o una lisiada; al entrar en aquel despacho ya no era un ser humano, una mujer joven y atractiva, sólo una solicitante.
A Yevguenia la confundía su propia debilidad, del mismo modo que la confundía la seguridad monolítica de Grishin. Yevguenia Nikoláyevna caminaba por la calle, se apresuraba, llegaba con más de una hora de retraso a su cita con Limónov; pero mientras se afanaba en llegar, había perdido todo interés ante ese encuentro. Todavía podía sentir el olor del pasillo de la comisaría, aún veía las caras de los que hacían cola, el retrato de Stalin iluminado por la luz tenue de la lámpara eléctrica; y al lado, Grishin. Grishin, tranquilo, sencillo, cuya alma mortal concentraba la omnipotencia granítica del Estado.
Limónov, un hombre alto, grueso, cabezón, con rizos alrededor de su gran calvicie, la recibió con alegría.
– Comenzaba a temer que ya no viniera -le dijo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo.
Le preguntó sobre Aleksandra Vladímirovna:
– Desde que éramos estudiantes, su madre ha sido para mí el modelo de mujer rusa con alma valiente. Siempre escribo de ella en mis libros, es decir, no propiamente de ella, sino en general, bueno, ya me entiende.
Bajando la voz y echando una ojeada a la puerta, le preguntó:
– ¿Alguna noticia de Dmitri?
Luego comenzaron a hablar de pintura, y los dos se ensañaron con Repin. Limónov se puso a hacer una tortilla en su cocinilla eléctrica, jactándose de ser el mejor especialista en tortillas de Rusia; tanto era así que el chef del Nacional había aprendido de él.
– Entonces, ¿qué tal? -preguntó ansioso mientras servía a Zhenia y, entre suspiros, añadió-: Lo confieso, me encanta comer.
¡Cómo persistía el peso de las impresiones experimentadas en las dependencias policiales! Al llegar a la habitación cálida de Limónov, llena de libros y revistas, donde enseguida se agregaron dos personas mayores perspicaces y amantes del arte, Zhenia no pudo arrancar a Grishin de su corazón helado.
Pero la gran fuerza de la conversación, libre e inteligente, hizo que Zhenia, al poco rato, se olvidara de Grishin y de los rostros de angustia de las personas en la cola. Parecía no existir nada más en la vida que las conversaciones sobre Rubliov, Picasso, la poesía de Ajmátova y Pasternak, las obras de Bulgákov…
Pero una vez salió a la calle se olvidó de las conversaciones inteligentes. Grishin, Grishin… En el piso nadie le preguntó si había logrado el permiso de residencia, ni le pidió que le enseñara el pasaporte con el sello estampado. Pero desde hacía varios días tenía la impresión de que la controlaba la mujer más anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, una mujer de nariz larga, siempre afable, vivaracha, de voz embelesadora e inmensamente falsa. Cada vez que se topaba con Glafira Dmítrievna y veía sus ojos oscuros, a un mismo tiempo zalameros y lúgubres, Zhenia se asustaba. Tenía la sospecha de que en su ausencia Glafira Dmítrievna, con una llave maestra, se colaba en su habitación, revolvía entre sus papeles, apuntaba sus declaraciones para la milicia, leía sus cartas.
Yevguenia Nikoláyevna se esforzaba por abrir la puerta sin hacer ruido, andaba de puntillas por el pasillo temiendo encontrársela. Esperaba que de un momento a otro le dijera: «¿Por qué transgrede la ley? Seré yo la que tenga que responder por ello».
A la mañana siguiente, Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Rizin y le contó la espera infructuosa en la oficina de pasaportes.
– Ayúdeme a conseguir un billete para el barco de Kazán, de lo contrario me enviarán a un yacimiento de turba por haber quebrantado la ley de pasaportes.
Ya no le pidió nada más sobre el certificado y en adelante se dirigió a él con tono sarcástico, airado.
Aquel hombre apuesto y fornido, de voz dulce, la miraba avergonzado por su propia debilidad. Ella sentía constantemente su mirada melancólica y tierna sobre su espalda, sus piernas, su cuello, su nuca; podría advertir aquella insistente mirada de admiración. Pero la fuerza de la ley que regía la circulación de documentos burocráticos, al parecer, no se podía tomar a la ligera.
Aquel día Rizin se acercó a Zhenia y en silencio le dejó sobre una hoja de dibujo el tan anhelado certificado.
Yevguenia también le miró en silencio y los ojos se le anegaron de lágrimas.
– Lo pedí a través de la sección secreta -dijo Rizin-. Pero sin demasiadas esperanzas y de repente recibí la autorización del superior.
Los colegas de Yevguenia la felicitaban, diciéndole: «Por fin se han terminado tus sufrimientos».
Fue a la comisaría. La gente de la cola la saludó, algunos la reconocieron, e incluso le preguntaron: «¿Cómo va…?». Otras voces le propusieron: «No haga cola, pase directamente, su asunto es de un minuto, ¿para qué va a estar esperando dos horas?».
La mesa del despacho y la caja fuerte pintada burdamente de marrón a imitación de madera ya no le parecían tan lúgubres ni burocráticas.
Grishin miró fijamente cómo los dedos apresurados de Zhenia depositaban ante él el papel requerido y asintió imperceptiblemente, satisfecho:
– Bien, entonces deje el pasaporte y los certificados y dentro de tres días vuelva en horario de oficina; podrá retirar sus documentos en recepción.
Su tono de voz era el de costumbre, pero a Zhenia le pareció que sus ojos claros le sonreían amistosamente.
De regreso a casa pensaba que Grishin se había revelado un ser humano como cualquier otro: había sonreído al hacer una buena acción. Resultó que no era un desalmado y comenzó a sentirse incómoda por todo lo malo que había pensado sobre el jefe de la sección de pasaportes.
Tres días más tarde una mano grande femenina con las uñas pintadas de esmalte rojo oscuro le alargó a través de la ventanilla el pasaporte con los papeles cuidadosamente doblados en su interior. Zhenia leyó la resolución escrita con caligrafía bien legible: «Permiso de residencia denegado por no tener relación con la habitación que ocupa».
– Hijo de perra -profirió en voz alta Zhenia sin lograr contenerse-. Te has estado divirtiendo a mi costa, torturador despiadado.
Gritaba agitando en el aire su pasaporte sin sello, volviéndose a la gente de la cola en busca de apoyo, pero vio que le daban la espalda. Por un momento se inflamó en ella un espíritu de insurrección, desesperación y rabia. Así gritaban las mujeres que habían enloquecido de desesperación en las colas de 1937, en espera de tener noticias sobre familiares condenados sin derecho a correspondencia [29], en la sala en penumbra de la cárcel de Butirka, en Matrósskaya Tishiná, en Sokólniki.
Un miliciano apostado en el pasillo cogió a Zhenia por el codo y la empujó hacia la puerta.
– ¡Déjeme, no me toque! -gritó y se zafó de la mano del miliciano, apartándole de un empujón.
– Ciudadana -le dijo con voz ronca-. Basta ya, le van a caer diez años.
Le pareció atisbar en los ojos del miliciano una chispa de compasión, de piedad.
Se dirigió rápidamente a la salida. Por la calle los transeúntes que caminaban empujándola tenían todos sus papeles en regla, sus permisos de residencia, sus cartillas de racionamiento…
Por la noche soñó con un incendio: estaba inclinada sobre un hombre herido con la cara apoyada contra el suelo. Trataba de arrastrarlo y, aunque no podía verle la cara, comprendió que se trataba de
Krímov.
Se despertó extenuada, deprimida.
«Ojalá viniera pronto», pensaba mientras se vestía, y murmuraba:
– Ayúdame, ayúdame.
Y deseaba ardientemente, casi hasta el sufrimiento, ver no tanto a Krímov, al que había salvado por la noche, sino a Nóvikov, tal como lo había visto aquel verano en Stalingrado.
Aquella vida sin derechos, sin permiso de residencia, sin cartilla de racionamiento, con el miedo constante al portero, al administrador de la casa, a la anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, era opresiva, la torturaba de manera insoportable. Zhenia entraba con sigilo en la cocina, cuando todos dormían, y por la mañana se esforzaba en asearse antes de que los otros inquilinos se levantaran. Y cuando los vecinos le hablaban, ponía una voz repulsivamente afable, que no era la suya, como la de una cristiana baptista.
Aquel día Zhenia presentó la dimisión de su puesto de trabajo.
Había oído que, tras la denegación del permiso de residencia, se presentaría un comisario de la policía que le haría firmar un compromiso de salida de Kúibishev antes de tres días. En el texto se leían las siguientes palabras: «Las personas que infrinjan la regulación relativa al régimen de pasaportes están sujetas…». Zhenia no quería «estar sujeta a…». Se había hecho a la idea de que tenía que irse de Kúibishev. Enseguida se sintió más tranquila, y la imagen de Grishin, Glafira Dmítrievna, de sus ojos blandos como olivas podridas, dejó de atormentarla, asustarla. Había renunciado a la ilegalidad, se había sometido a la ley.
Mientras escribía su dimisión y se disponía a llevársela a Rizin, la llamaron por teléfono: era Limónov.
Le preguntó si estaba libre al día siguiente por la tarde porque había llegado de Tashkent una persona que contaba con gracia y donaire la vida de los habitantes de aquel lugar y que le traía saludos de Alekséi Tolstói. Zhenia sintió de nuevo el perfume de una vida diferente.
Y, aunque no tenía intención de hacerlo, Zhenia acabó contándole a Limónov todos sus intentos por conseguir el permiso de residencia.
Él la escuchó sin interrumpirla; luego dijo:
– Vaya historia, es bastante curiosa: le ponen el nombre del padre a una calle y a la hija le deniegan el permiso de residencia. Es verdaderamente interesante.
Se quedó un momento pensativo y después le propuso:
– Bueno, Yevguenia Nikoláyevna. No presente hoy la dimisión, esta tarde voy a una reunión donde estará presente el secretario del obkom y le contaré su caso.
Zhenia le dio las gracias, pero pensó que en cuanto colgara el teléfono se olvidaría de ella. Con todo, no entregó su dimisión a Rizin; sólo le pidió si podía conseguirle un billete de barco a Kazán a través del Estado Mayor.
– Eso es pan comido -le dijo Rizin y levantó las manos-. El problema está en los órganos de la milicia. Pero ¿qué le vamos a hacer? Kúibishev tiene un régimen especial, con instrucciones especiales.
Después le preguntó:
– ¿Está libre esta noche?
– No, estoy ocupada -respondió Yevguenia, enfadada.
Mientras volvía a casa pensó que pronto vería a su madre, a su hermana, a Víktor Pávlovich, a Nadia, y que en Kazán la vida sería más fácil que en Kúibishev. Se sorprendió de haberse sentido tan afligida, de haber pasado tanto miedo al entrar en la comisaría de policía. ¿Que le habían denegado el permiso? Qué más le daba… Y si Nóvikov le enviaba una carta, siempre podía pedirle a los vecinos que se la reenviaran a Kazán.
A la mañana siguiente, poco después de llegar al trabajo, recibió una llamada telefónica. Una voz amable le pidió que pasara por la oficina de pasaportes para recoger su permiso de residencia.
Yevguenia trabó amistad con uno de los inquilinos de su apartamento: Sharogorodski. Cuando éste se giraba bruscamente daba la impresión de que su gruesa cabeza gris alabastro iba a separársele del cuello delgado y caería al suelo con estruendo. Zhenia había notado que la tez pálida del anciano se tornasolaba de un suave azul celeste. La combinación de piel azulada y el frío azul cielo de los ojos la fascinaban. El anciano procedía de una familia de alta alcurnia y Zhenia se divertía pensando que si se le pintara un retrato a Sharogorodski debería ser en azul.
La vida de Vladimir Andréyevich Sharogorodski había sido peor antes de la guerra que en la actualidad. La Oficina de Información Soviética le encargaba notas sobre Dmitri Donskói, Suvórov, Ushakov, sobre las tradiciones de la oficialidad rusa, sobre poetas del siglo XIX: Tiútchev, Baratinski…
Vladimir Andréyevich le había contado a Zhenia que por línea materna descendía de una casa principesca de mayor antigüedad que los Romanov.
De joven había trabajado en un zemstvo [30] provincial y había predicado las ideas de Voltaire y Chaadáyev entre los hijos de los terratenientes, los maestros rurales y los curas jóvenes.
Vladimir Andréyevich le relató a Zhenia una conversación que había mantenido cuarenta y cuatro años antes con un decano de la nobleza provincial: «Usted, representante de una de las familias más antiguas de Rusia, se ha empeñado en convencer a los campesinos de que desciende del mono. Y entonces el campesino le preguntará: ¿Y los grandes duques? ¿Y el príncipe heredero? ¿Y el zar? ¿Y la zarina…?».
Pero Sharogorodski había continuado turbando los ánimos y acabó siendo exiliado a Tashkent. Un año más tarde recibió el perdón y partió a Suiza. Allí conoció a muchos activistas revolucionarios: bolcheviques, mencheviques, eseristas y anarquistas. Todos conocían al príncipe extravagante. Participaba en reuniones y debates, con algunos incluso mantenía relaciones amistosas, aunque no estaba de acuerdo con nadie. Durante aquella época trabó amistad con un estudiante judío, un bundista [31] de barba negra llamado Lípets.
Poco antes de la Primera Guerra Mundial volvió a Rusia y se estableció en su finca. De vez en cuando publicaba artículos sobre literatura e historia en Nizhegorodski Listok.
No se ocupaba de la economía, y era su madre la que administraba la finca.
Sharogorodski resultó ser el único propietario cuya finca respetaron los campesinos. El Kombed [32] incluso le asignó una carretada de leña y cuarenta coles. Vladimir Andréyevich vivía en la única habitación de la casa con calefacción y las ventanas intactas. Leía y escribía poesía. Leyó a Yevguenia uno de sus poemas titulado Rusia.
Insensata despreocupación
por los cuatro costados.
Llanura. Infinitud.
Graznan cuervos de mal agüero.
Desenfreno. Incendios. Secretismo.
Indiferencia obtusa.
Originalidad por doquier.
Una terrible magnificencia.
Leía pronunciando con esmero las palabras, subrayando los puntos y las comas, enarcando sus largas cejas que, sin embargo, no le empequeñecían la frente espaciosa.
En 1926 a Sharogorodski se le ocurrió impartir conferencias sobre historia de la literatura rusa; menospreciaba a Demián Bedni y alababa a Fet, participó en debates sobre la belleza y la justicia de la vida, que entonces estaban en boga, se declaró adversario de toda clase de Estado, definió el marxismo como una doctrina limitada, habló del destino trágico del alma rusa, y al final se ganó un nuevo viaje a Tashkent a cuenta del gobierno. Allí vivió asombrado por el poder de los argumentos geográficos en las discusiones teóricas, y sólo a finales de 1933 obtuvo la autorización para trasladarse a Samara, a casa de su hermana mayor, Yelena Andréyevna. Murió poco antes de que estallara la guerra.
Sharogorodski nunca invitaba a nadie a su habitación, pero una vez Zhenia pudo echar un vistazo a los aposentos del príncipe: pilas de libros y periódicos viejos se elevaban en los rincones; sillones vetustos estaban encajados unos sobre otros hasta el mismo techo; retratos en marcos dorados yacían en el suelo. Sobre un sofá de terciopelo rojo había una colcha que perdía su relleno de algodón.
Era un hombre dulce, poco hábil con los asuntos prácticos de la vida. Era una de esas personas de las que se suele decir: «Es un hombre con alma de niño y tiene una bondad angelical». Pero podía mostrar indiferencia, mientras recitaba sus versos preferidos, ante un niño hambriento o una vieja harapienta con la mano extendida suplicando un trozo de pan.
Mientras escuchaba a Sharogorodski, Yevguenia a menudo recordaba a su primer marido, aunque aquel viejo enamorado de Fet y de Soloviov no se parecía a Krímov, el oficial del Komintern.
A Yevguenia le sorprendía que Krímov, impasible a la fascinación del paisaje y las fábulas rusos, a los versos de Fet y Tiútchev, fuera tan ruso como el viejo Sharogorodski. Todo aquello de la vida rusa que desde la juventud era querido por Krímov, los nombres sin los que no concebía a Rusia, a Sharogorodski le resultaba indiferente y a menudo incluso hostil.
Fet era un dios para Sharogorodski y, además, un dios ruso. del mismo modo que consideraba divinas las fábulas sobre Finist el Halcón Brillante y Las dudas de Glinka. Y por mucho que admirara a Dante, lo estimaba privado de la divinidad de la música y la poesía rusa.
Krímov, en cambio, no establecía diferencias entre Dobroliúhov y Lassalle, entre Chernishevski y Engels. Para él Marx era más grande que todos los genios rusos, y la Sinfonía Heroica de Beethoven triunfaba indiscutiblemente sobre la música rusa. Quizá sólo con Nekrásov hacía una excepción: lo consideraba el poeta más grande del mundo.
A veces a Yevguenia Nikoláyevna le parecía que Sharogorodski la ayudaba no sólo a comprender a Krímov, sino los entresijos de su relación con Nikolái Grigórievich.
A Zhenia le gustaba conversar con Sharogorodski. A menudo la charla se iniciaba con boletines preocupantes, luego Sharogorodski se lanzaba a disertar sobre el destino de Rusia.
– La nobleza rusa -decía- es culpable ante Rusia, Yevguenia Nikoláyevna, pero también ha sabido amarla. De la primera guerra no nos han perdonado nada, nos lo han reprochado todo: nuestros idiotas y zopencos, nuestros glotones soñolientos, Rasputin, el coronel Miasoyédov, las alamedas de tilos y la despreocupación, las isbas sin chimenea y los zuecos de los campesinos… Seis hijos de mi hermana perecieron en Galitzia; mi hermano, un hombre viejo y enfermo, murió en el campo de batalla, pero la Historia no lo ha tenido en cuenta… Y debería hacerlo.
A menudo Zhenia escuchaba sus juicios literarios que no concordaban en absoluto con los de sus contemporáneos. Situaba a Fet por encima de Pushkin y Tiútchev. Nadie en Rusia conocía a Fet como él, y probablemente el propio Fet al final de su vida no recordaba de sí mismo todo lo que sabía de él Vladimir Andréyevich.
Consideraba a Lev Tolstói demasiado realista y, aunque reconocía la poesía que había en su obra, no lo apreciaba. Valoraba a Turguéniev, pero opinaba que su talento era superficial en exceso. De la prosa rusa lo que más le gustaba era Gógol y Leskov.
Estimaba que Belinski y Chernishevski eran los primeros que habían asestado un golpe mortal a la poesía rusa.
Además le había dicho a Zhenia que, aparte de la poesía rusa, había tres cosas que amaba en el mundo, y las tres comenzaban por «s»: sacarosa, sueño y sol.
– ¿Acaso moriré sin ver ni uno solo de mis poemas publicados? -preguntaba él.
Una tarde, al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevnase encontró a Limónov. Caminaba por la calle con el abrigo desbotonado y una bufanda clara a cuadros colgándole del cuello, y se apoyaba sobre un bastón nudoso. Aquel hombre recio tocado con una aristocrática shapka de castor destacaba de manera extraña entre la muchedumbre de Kúibishev.
Limónov acompañó a Zhenia hasta casa y, cuando ella lo invitó a subir para tomar un té, le dijo mirándola con atención a los ojos:
– Se lo agradezco, a decir verdad me debe al menos medio litro por el permiso de residencia. -Y respirando pesadamente, comenzó a subir por la escalera.
Limónov entró en la pequeña habitación de Zhenia y dijo:
– Ejem, aquí no hay demasiado espacio para mi cuerpo, pero quizá sí que lo haya para mis pensamientos.
De repente se puso a hablar con ella en un tono de voz poco natural y comenzó a exponerle sus teorías sobre el amor y las relaciones sexuales.
– ¡Es avitaminosis, avitaminosis espiritual! -exclamó con afán-. ¿Comprende? Es un hambre tan poderosa como la que experimentan los toros, las vacas, los ciervos cuando están carentes de sal. Aquello que yo no tengo, aquello que no tienen mis allegados, mi mujer, lo busco en el objeto de mi amor. ¿Lo comprende? La esposa de un hombre es la causa de la avitaminosis. Y el hombre anhela encontrar en su amada aquello que durante años, durante décadas, no ha encontrado en su mujer. ¿Lo entiende?
La tomó de la mano y se puso a acariciarle la palma, después la espalda, le rozó el cuello, la nuca.
– ¿Me comprende? -repetía con voz insinuante-. Es todo muy sencillo. ¡Avitaminosis espiritual!
Zhenia seguía con ojos divertidos e incómodos cómo aquella gran mano blanca, con uñas bien cuidadas, se desplazaba ligeramente de la espalda al pecho, y le dijo:
– Por lo visto, la avitaminosis puede ser tanto física como espiritual. -Y con la voz aleccionadora propia de una profesora de primer curso, añadió-: Deje de manosearme, no debe hacerlo.
La miró estupefacto y, en lugar de incomodarse, se echó a reír. Y ella se puso a reír también con él.
Mientras tomaban té y hablaban del pintor Sarián llamaron a la puerta. Era Sharogorodski.
El nombre de Sharogorodski le resultaba familiar a Limónov por algunas notas manuscritas y correspondencia que se guardaba en el archivo. Sharogorodski no había leído los libros de Limónov, pero lo conocía de oídas puesto que su apellido se mencionaba a menudo en los periódicos, en las listas de escritores especializados en temática histórico-militar.
Comenzaron a charlar, cada vez con mayor contento y entusiasmo a medida que comprobaban las afinidades que compartían. En su conversación surgían los nombres de Soloviov, Merezhkovski, Rózanov, Guippius, Bieli, Berdiáyev, Ustriálov, Balmont, Miliukov, Yebréinov, Rémizov, Viacheslav Ivánov.
Zhenia pensaba que era como si aquellos dos hombres hubieran emergido desde el fondo de un mundo sumergido de libros, cuadros, sistemas filosóficos, representaciones teatrales…
Y de repente Limónov expresó en voz alta lo que ella acababa de pensar:
– Es como si estuviéramos reflotando la Atlántida del fondo del océano.
Sharogorodski asintió con tristeza.
– Sí, sí, pero usted sólo es un explorador de la Atlántida rusa, mientras que yo soy uno de sus habitantes, y me he ido a pique con ella hasta el fondo del océano.
– Bah! -respondió Limónov-, pero la guerra también ha hecho salir a algunos a la superficie.
– Sí, es cierto -estuvo conforme Sharogorodski-, al parecer a los fundadores del Komintern no se les ha ocurrido nada mejor que repetir en la hora de la guerra: «Santa tierra rusa» -y sonrió-. Espere, la guerra acabará en victoria y entonces los internacionalistas declararán: «Nuestra Rusia es la madre de todos los pueblos».
Yevguenia Nikoláyevna percibía no sin cierta extrañeza que si aquellos hombres hablaban tan animados, con tanta elocuencia e ingenio, no era sólo porque se alegraban de aquel encuentro sino porque habían descubierto un tema cercano. Comprendía que los dos hombres -uno de ellos muy viejo y el otro bastante entrado en años- eran conscientes de que ella los escuchaba y querían gustarle. Qué extraño. Y no menos raro era que, al mismo tiempo que esto le resultaba indiferente e incluso ridículo, le suscitaba una sensación agradable.
Zhenia los miraba y pensaba: «Comprenderse a uno mismo es imposible… ¿Por qué sufro tanto por mi vida pasada, por qué me da tanta pena Krímov, por qué pienso tan insistentemente en él?».
Y de la misma manera que en un tiempo le habían resultado extraños los alemanes e ingleses adheridos al Komintern de Krímov, ahora escuchaba con tristeza e irritación a Sharogorodski burlándose de los internacionalistas. Aquí tampoco arrojaba luz la teoría de Limónov sobre la avitaminosis. Y es que en estas cosas no hay teorías que valgan.
De repente, le pareció que constantemente pensaba y se inquietaba por Krímov sólo porque añoraba a otro hombre, un hombre en el que, sin embargo, apenas pensaba.
«¿Es posible que de verdad le ame?», se asombró ella.
Durante la noche el cielo sobre el Volga se despejó de nubes. Las colinas separadas por barrancos oscuros como boca de lobo flotaban despacio bajo las estrellas.
De vez en cuando una estrella fugaz cruzaba el cielo, y Liudmila Nikoláyevna pedía en voz baja: «Ojalá Tolia esté vivo».
Aquél era su único deseo, no quería nada más del cielo…
En una época, cuando todavía estudiaba en la Facultad de Física y Matemáticas, estuvo trabajando en la realización de cálculos en el Instituto de Astronomía. Allí aprendió que los meteoros llegaban en enjambres a la Tierra en diferentes meses: las Perseidas, las Oriónidas, y también las Gemínidas, las Leónidas. Ya había olvidado qué meteoros llegaban a la Tierra en octubre, en noviembre… Pero ¡ojalá Tolia estuviera vivo!
Víktor le reprochaba su desgana para ayudar a la gente, su falta de amabilidad con sus parientes. Estaba convencido de que si ella hubiera querido, Anna Semiónovna habría vivido con ellos y no se habría quedado en Ucrania.
Cuando el primo de Víktor fue liberado de un campo penitenciario y condenado al exilio, ella se había negado a que pasara la noche en su casa por temor a que el administrador del inmueble se enterara. Sabía que su madre recordaba que Liudmila estaba en Gaspra cuando murió su padre; en lugar de interrumpir sus vacaciones, llegó a Moscú dos días después del entierro.
Su madre a veces le hablaba de Dmitri, horrorizada de lo que le había pasado.
– De pequeño siempre decía la verdad y así fue toda la vida. Y de repente aquella historia de espionaje, un plan para asesinar a Kagánovich y Voroshílov… Una mentira vergonzosa, terrible. ¿A quién le beneficia? ¿Quién quiere destruir a las personas puras, honestas…?
Un día le dijo a su madre:
– No puedes poner la mano en el fuego por Dmitri. A los inocentes no los meten en la cárcel.
Y ahora recordaba la mirada que le había lanzado su madre.
En una ocasión le había dicho a su madre acerca de la mujer de Dmitri:
– Nunca he podido soportar a la mujer de Dmitri, te lo digo con toda franqueza, y ahora la soporto menos todavía. Y recordaba la respuesta de su madre:
– Pero imagínatelo: una sentencia de diez años de cárcel para una mujer por no denunciar a su marido.
Después se acordó de aquella vez que había llevado a casa un cachorro que había encontrado en la calle, y como Víktor no lo quería, ella le había gritado:
– ¡Eres cruel!
Y él le respondió:
– Ay, Liuda, no me importa que seas joven y bella; pero lo que sí me importa es que tengas buen corazón no sólo con los perros y los gatos.
Ahora, sentada en la cubierta, por primera vez no se gustaba a sí misma, recordaba las palabras amargas que le había tocado escuchar en su vida, no deseaba culpar a los otros… Una vez el marido, riendo, le había dicho por teléfono: «Desde que tenemos el cachorro en casa, oigo la voz dulce de mi mujer».
Y un día la madre le había reprochado: «Liuda, cómo puedes rechazar a los mendigos; piénsalo: uno que tiene hambre te pide a ti, que estás saciada».
Pero ella no era avara. Le encantaba tener invitados en casa y sus comidas tenían fama entre sus conocidos.
Sentada de noche en la cubierta, nadie la veía llorar. Sí, era dura, había olvidado todo lo que le habían enseñado, no servía para nada, no podía gustar a nadie, había engordado, el pelo se le había encanecido, tenía la tensión alta, su marido no la amaba; por eso él pensaba que ella era insensible. ¡Pero si al menos Tolia estuviera vivo! Estaba dispuesta a reconocerlo todo, a arrepentirse de todas las faltas que le atribuía su familia con tal que Tolia siguiera con vida.
¿Por qué no hacía otra cosa que pensar en su primer marido? ¿Dónde estaba? ¿Cómo podía encontrarle? ¿Por qué no había escrito a su hermana en Rostov? Ahora era imposible: los alemanes estaban allí. La hermana le habría dado noticias de Tolia.
El ruido de los motores del barco, las vibraciones de la cubierta, el embate del agua, el centelleo de las estrellas en el cielo, todo se confundía y se mezclaba, y Liudmila Nikoláyevna se adormeció.
Ya casi estaba amaneciendo. La niebla flotaba por encima del Volga y parecía que hubiera engullido todo signo de vida. De repente salió el sol, como un estallido de esperanza. El cielo se espejeaba en el agua, la oscura agua otoñal comenzó a palpitar mientras el sol parecía gritar a las olas del río. El talud de la orilla parecía espolvoreado de sal por la escarcha nocturna, y los árboles rojizos destacaban alegremente sobre aquel fondo blanco. Arreció el viento, la niebla se disipó y el mundo alrededor se volvió transparente como el cristal, pero en aquel sol deslumbrante y en el azul del agua y el cielo no había calor.
La tierra era enorme; incluso en el bosque que daba la sensación de no tener límites se veían el principio y el fin, mientras la tierra se desplegaba siempre infinita.
E igual de enorme y eterna, como la Tierra, era la desgracia.
En el barco había un grupo de pasajeros que iban a Kúibishev en camarotes de primera clase, altos cargos de los Comisariados del Pueblo, vestidos todos de color caqui, tocados con grises gorros de astracán típicos de coronel. En los camarotes de segunda clase viajaban las esposas y las suegras importantes, uniformadas de acuerdo a su rango, como si hubiera una indumentaria especial para esposas, madres de esposas y suegras. Las esposas llevaban abrigos de piel, con estolas de piel blanca; las suegras y las madres, abrigos de paño azules con cuellos de astracán negros y pañuelos de color marrón. Los niños que las acompañaban tenían una mirada aburrida y descontenta. A través de la ventana de los camarotes se vislumbraba la comida que los pasajeros llevaban consigo. El ojo experto de Liudmila distinguía sin dificultad el contenido de las bolsas; la mantequilla clarificada y la miel navegaban por el Volga en cestos, tarros herméticamente cerrados, oscuras botellas selladas. Por los fragmentos de conversación que había captado de los pasajeros de los camarotes que paseaban por cubierta había comprendido que su máxima preocupación era el tren que iba de Kúihishev a Moscú.
Liudmila tuvo la impresión de que aquellas mujeres miraban con indiferencia a los soldados y tenientes del Ejército Rojo que estaban sentados en los pasillos, como si no tuvieran hijos o hermanos en la guerra.
Por la mañana, cuando transmitían el boletín de la Oficina de Información Soviética las mujeres no se detenían debajo del megáfono junto a los soldados y los marineros sino que entornaban los ojos soñolientos en dirección a los altavoces y proseguían con sus asuntos.
Liudmila se enteró por los marineros de que todo el barco había sido reservado para las familias de funcionarios importantes que volvían a Moscú vía Kúibishev, y que los soldados y civiles habían subido a bordo en Kazán por orden de las autoridades militares. Los pasajeros legítimos habían montado un escándalo, se negaban a permitir que los soldados embarcaran, llamaron por teléfono a un plenipotenciario del Comité de Defensa Estatal.
Era un espectáculo increíblemente extraño ver a los soldados del Ejército Rojo de camino a Stalingrado con caras de culpabilidad porque estaban incomodando a los pasajeros legítimos.
A Liudmila Nikoláyevna le resultaba insoportable la pasmosa tranquilidad de aquellas mujeres. Las abuelas llamaban a los nietos y, sin ni siquiera interrumpir la conversación, con movimiento acostumbrado, metían galletas en las bocas de sus nietos. Y, cuando una vieja rechoncha enfundada en un abrigo de piel siberiana salió de su camarote situado en proa para pasear a dos niños por la cubierta, las mujeres se precipitaron a saludarla, sonriéndola, mientras en las caras de sus maridos asomaba una expresión afable pero inquieta.
Si en aquel preciso momento la radio hubiera anunciado la apertura de un segundo frente o la ruptura del sitio de Leningrado no se habrían inmutado, pero si alguien les hubiera dicho que se había suprimido el vagón internacional en el tren dirección a Moscú, todos los acontecimientos de la guerra habrían palidecido ante las terribles pasiones desatadas para ver quién se quedaba las plazas de primera clase.
¡Sorprendente! Y es que Liudmila Nikoláyevna, con su abrigo de astracán gris y estola de piel, iba uniformada como las pasajeras de primera y segunda clases. De hecho, no hacía demasiado tiempo ella también se había indignado cuando a su marido no le dieron un billete de primera para viajar a Moscú.
Le contó a un teniente de artillería que su hijo, teniente de artillería a su vez, se encontraba gravemente herido en un hospital de Sarátov. Habló con una anciana enferma sobre Marusia y Vera, y sobre su suegra, que había muerto en territorio ocupado. Su sufrimiento era el mismo sufrimiento que se respiraba en aquella cubierta, el sufrimiento que siempre encuentra su camino desde los hospitales y las tumbas de los frentes a las isbas de madera y los barracones sin número de campos anónimos.
Al salir de casa Liudmila no había cogido ni una cantimplora ni un trozo de pan: pensaba que durante todo el viaje no tendría hambre ni sed.
Pero una vez en el barco se le había despertado un hambre voraz, y Liudmila comprendió que no iba a ser fácil saciarla. Al segundo día, algunos soldados se pusieron de acuerdo con los fogoneros y cocinaron en la sala de máquinas una sopa de mijo, llamaron a Liudmila y le sirvieron sopa en una escudilla.
Liudmila se sentó sobre una caja vacía y sorbió la sopa ardiente de un recipiente prestado con una cuchara prestada.
– ¡Está buena la sopa! -le dijo uno de los cocineros y, puesto que Liudmila Nikoláyevna no contestó, le preguntó con tono provocador-: ¿Es que no está buena? ¿No está espesa?
Había cierta dosis de cándida generosidad en aquel requerimiento de elogio por parte de un soldado a una persona que acababa de alimentar.
Liudmila ayudó a un soldado a ajustar un muelle en un fusil defectuoso, algo que ni siquiera un sargento condecorado con la orden de la Estrella Roja había sabido hacer. Tras ser testigo de una discusión entre dos tenientes de artillería, cogió un lápiz y les ayudó a solucionar una fórmula de trigonometría. Después de este episodio, el teniente, que la llamaba «ciudadana», de repente pasó a dirigirse a ella por su nombre y patronímico. Y por la noche Liudmila Nikoláyevna caminó por el puente.
Un frío gélido se elevaba del río y de las tiniebla, emergía un viento contrario y despiadado. Sobre la cabeza brillaban las estrellas y no hallaba consuelo ni paz en aquel cruel cielo de hielo y fuego que dominaba su cabeza infeliz.
Antes de la llegada del barco a Kúibishev, elegida capital temporal durante la guerra, el capitán recibió la orden de prolongar su viaje a Sarátov para subir a bordo a los heridos que llenaban los hospitales de la ciudad.
Los pasajeros de los camarotes iniciaron los preparativos del desembarco, sacaron maletas y paquetes a la cubierta.
Se comenzaron a entrever las siluetas de fábricas, barracas, casitas con tejados de hierro, y parecía que, tras la popa, el agua chapoteara de otra manera y el motor de la nave sonara con un ritmo diferente, angustioso.
Y luego la mole de Samara, gris, rojiza, negra, comenzó a emerger lentamente entre los vidrios que centelleaban, entre los jirones de fábrica y el humo de la locomotora.
Los pasajeros que desembarcaban en Kúibishev esperaban en un lado de la cubierta. No dijeron adiós ni dedicaron siquiera un gesto de cabeza a las personas que quedaban en cubierta: durante el viaje no habían hecho amistad con nadie.
Una limusina negra, una lujosa ZIS-101, aguardaba a la viejecita con abrigo de piel siberiana y a sus dos nietos. Un hombre con la cara amarillenta, que llevaba un abrigo largo de general, saludó a la anciana y estrechó las manos de los dos niños.
Transcurridos algunos minutos, los pasajeros con niños, maletas y paquetes se esfumaron como si nunca hubieran existido.
En el barco quedaron sólo los capotes de los soldados y los chaquetones de los marineros.
Liudmila Nikoláyevna imaginó que entre gente unida por un mismo destino, marcada por el cansancio y la desgracia, le sería más fácil respirar.
Pero se equivocaba.
Sarátov acogió a Liudmila Nikoláyevna de manera ruda y cruel.
Nada más poner un pie en el embarcadero tropezó con un borracho vestido con capote militar, que gritándole la empujó y la insultó.
Liudmila Nikoláyevna empezó a subir por un sendero empinado y empedrado de guijarros, y luego se detuvo, jadeante, a echar la vista atrás. Abajo, entre los almacenes grises del embarcadero, blanqueaba el barco, y como si entendiera su pena, le gritó suavemente, a breves intervalos: «Anda, ve, anda…». Y ella continuó.
En la parada de tranvía mujeres jóvenes, sin mediar palabra, empujaban con diligencia a viejos y débiles. Un ciego con un gorro del Ejército Rojo, que a todas luces acababa de salir del hospital, todavía no se sabía manejar solo, se cambiaba de un pie a otro con pasitos inciertos, golpeteaba repetidamente un bastón delante de él. Como un niño se aferró ávidamente a la mano de una mujer de mediana edad. Ésta retiró la mano y se alejó haciendo sonar contra el adoquinado las suelas metálicas de sus botas. Todavía agarrado a su manga, el hombre ciego le explicó deprisa:
– Acabo de salir del hospital, ayúdeme a subir.
La mujer despotricó y lo empujó. El ciego perdió el equilibrio y se sentó en el pavimento.
Liudmila miró la cara de la mujer.
¿De dónde procedía aquel rostro inhumano? ¿Qué podía haberlo engendrado? ¿El hambre de 1921 sufrido durante su infancia? ¿La peste de 1930? ¿O toda una vida plagada de miseria?
El ciego se quedó por un instante paralizado; después se levantó y gritó con la voz de un pajarito. Tal vez, con la aguda sensibilidad de sus ojos ciegos, se veía a sí mismo con el gorro torcido, blandiendo absurdamente aquel bastón en el aire.
Seguía golpeando el bastón, y aquellos molinetes que describía en el aire expresaban su odio hacia el despiadado mundo de los videntes. La gente se daba empujones mientras se metía en el vagón; y él permanecía allí, llorando, gritando. Y aquellos a los que Liudmila con esperanza y amor había creído estar ligada por los vínculos familiares de las dificultades, las necesidades, la bondad y la desgracia era como si hubieran conspirado para no comportarse como seres humanos. Como si se hubieran puesto de acuerdo para desmentir la opinión de que el bien se puede encontrar infaliblemente en los corazones de aquellos que llevan la ropa manchada y las manos negras por el trabajo.
Algo doloroso, oscuro tocó a Liudmila Nikoláyevna, y ese contacto bastó para llenarla del frío y las tinieblas de miles de verstas, de vastas extensiones rusas miserables, para colmarla de una sensación de impotencia en la tundra de la vida.
Liudmila volvió a preguntar a la conductora dónde tenía que bajar y ésta le respondió con tranquilidad:
– Ya se lo he dicho. ¿Está sorda o qué?
Los pasajeros bloqueaban la puerta de la entrada sin responder si bajaban o no en la próxima parada; no querían moverse, como si se hubieran convertido en piedra. Liudmila se acordó de que cuando era niña había estudiado en la clase preparatoria del colegio femenino de Sarátov. En las mañanas de invierno, sentada a la mesa, bebía el té balanceando las piernas, y su padre, al que adoraba, le untaba de mantequilla un bollo todavía caliente. La lámpara se reflejaba en la gorda mejilla del samovar, y ella no tenía ganas de alejarse de la cálida mano del padre, del cálido pan, del cálido samovar.
En aquellos momentos parecía que en la ciudad no había viento de noviembre, ni hambre, ni suicidios, ni niños agonizantes en los hospitales, sino sólo calor, calor, calor.
En el cementerio local estaba enterrada su hermana mayor, Sonia, muerta a causa de la difteria; Aleksandra Vladímirovna le había puesto de nombre Sonia en honor a Sofía Lvovna Peróvskaya [33]. Y en aquel cementerio también estaba enterrado el abuelo.
Se acercó al edificio de dos plantas de la escuela, el hospital donde estaba Tolia.
No había centinela en la entrada, lo cual le pareció una buena señal. De pronto la embistió una ráfaga de aire tan sofocante y viscoso que ni siquiera las personas extenuadas de frío disfrutaban de aquel calor y preferían volver a la intemperie. Pasó por delante de los lavabos donde todavía se conservaban las tablillas con los rótulos «niños» y «niñas». Atravesó el pasillo, impregnado del olor de la cocina, y más adelante entrevió, a través de una ventana empañada, varios ataúdes rectangulares dispuestos en el patio interior, y una vez más, como cuando estaba en la entrada de su casa con la carta todavía sin abrir en la mano, se dijo: «Oh, Dios mío, si pudiera morir ahora mismo». Pero siguió avanzando con grandes pasos a lo largo de una alfombra gris y, después de rebasar una mesita con plantas de interior que le resultaban familiares -esparragueras y filodendros-, se acercó a una puerta donde, al lado del cartel «Cuarta clase», colgaba un letrero escrito a mano: «Recepción».
Liudmila agarró el mango de la puerta y la luz del sol que atravesaba las nubes golpeó la ventana, y todo alrededor se iluminó.
Minutos más tarde un locuaz empleado repasó las tarjetas de una caja grande que brillaba a la luz del sol y le dijo:
– Bien, entonces busca usted a Sháposhnikov A. V., Anatoli Ve…, veamos… Tiene suerte de no haberse encontrado con nuestro comandante con el abrigo todavía puesto, le habría hecho la vida difícil… Veamos… entonces Sháposhnikov…, sí, sí, aquí está… Teniente, exacto.
Liudmila seguía con la mirada los dedos que sacaban la ficha de la caja de madera contrachapada y le parecía estar ante Dios: en sus manos estaba pronunciar «vivo» o «muerto». Y justo en ese instante el locuaz empleado hizo una pausa para tomar una decisión.
Liudmila Nikoláyevna llegó a Sarátov una semana después de que Tolia se hubiera sometido a una nueva operación, la tercera. La operación había sido practicada por el médico militar de segundo grado Máizel. Había sido una intervención larga y difícil: Tolia estuvo más de cinco horas con anestesia general y le pusieron dos inyecciones de hexonal por vía intravenosa. Ningún cirujano del hospital militar ni de la clínica universitaria había efectuado antes una intervención semejante en Sarátov. Sólo tenían conocimiento de ella por la literatura especializada: los americanos habían publicado una descripción detallada en una revista de medicina militar de 1941.
En vista de la complejidad de dicha operación, el doctor Máizel, después de efectuar un examen radiológico rutinario, habló largo y tendido con el teniente. Le explicó la naturaleza de los procesos patológicos que se estaban produciendo en su organismo a consecuencia de la grave herida. Al mismo tiempo le habló con absoluta franqueza sobre los riesgos que acarreaba la intervención. No todos los doctores que había consultado se habían mostrado unánimes respecto a la decisión de operar: el anciano profesor Rodiónov se había pronunciado en contra. El teniente Sháposhnikov formuló dos o tres preguntas y allí mismo, en la sala de radiología, después de reflexionar un instante, dio su consentimiento.
La operación había comenzado a las once de la mañana y se prolongó hasta las cuatro de la tarde. En la intervención estuvo presente el doctor Dimitruk, el director del hospital. Según las opiniones de los médicos que asistieron a la operación, ésta había sido brillante.
Máizel, una vez en la mesa de operaciones, había resuelto correctamente dificultades que no habían sido previstas ni tratadas en la descripción de la publicación médica.
El estado del paciente durante la operación fue satisfactorio; su pulso se mantuvo constante, sin caídas.
Hacia las dos el doctor Máizel, que tenía sobrepeso y estaba lejos de ser joven, se sintió indispuesto y durante algunos minutos se vio obligado a interrumpir la operación. La terapeuta, la doctora Klestova, le suministró Validol y luego pudo terminar su labor sin más interrupciones. Poco después del final de la operación, sin embargo, cuando el teniente Sháposhnikov fue trasladado a cuidados intensivos, el doctor Máizel sufrió una grave angina de pecho. Sólo repetidas inyecciones de alcanfor y el suministro de una fuerte dosis de nitroglicerina líquida habían acabado hacia la noche con los espasmos de las arterias coronarias. Evidentemente, el ataque se había originado por la excitación nerviosa y la sobrecarga excesiva de un corazón enfermo.
La enfermera Teréntieva, que hacía guardia junto al enfermo, seguía el desarrollo del postoperatorio. Klestova entró en la unidad y tomó el pulso al paciente, todavía inconsciente. Las constantes vitales de Sháposhnikov no habían sufrido alteraciones destacables y la doctora dijo a la enfermera Teréntieva:
– Máizel le ha dado una nueva vida y él casi se muere. A lo que la enfermera Teréntieva respondió:
– Oh, si al menos el teniente Tolia lograra salir adelante…
La respiración de Sháposhnikov apenas era audible. Su cara no mostraba signo alguno de movilidad, los brazos delgados y el cuello parecían los de un niño, y en la piel pálida, apenas visible en la penumbra, se percibía el bronceado que le había quedado de los ejercicios en el campo y las marchas forzadas en la estepa. El estado en el que se encontraba estaba a caballo entre la inconsciencia y el sueño, un pesado sopor causado por los efectos de la anestesia y el agotamiento de sus fuerzas físicas y morales.
El paciente musitaba palabras inarticuladas y a veces frases enteras. A Teréntieva le daba la impresión de que repetía una cantinela: «Qué bien que no me hayas visto así». Después permanecía en silencio, las comisuras de los labios se le relajaban; parecía que, en estado de inconsciencia, llorara.
Hacia las ocho de la tarde el enfermo abrió los ojos y pidió a la enfermera Teréntieva, agradablemente sorprendida, que le diera de beber. La mujer explicó al paciente que le habían prohibido ingerir líquidos, y añadió que la operación había sido un éxito y que pronto se recuperaría. Le preguntó cómo se encontraba y él respondió que le dolía el costado y la espalda, pero sólo un poco.
La enfermera le comprobó de nuevo el pulso y le humedeció los labios y la frente con una toalla mojada.
En ese momento el enfermero Medvédev entró en el pabellón para informar a la enfermera Teréntieva de que el jefe de cirugía, Platónov, la requería al teléfono. Fue a la habitación de la enfermera de guardia, cogió el auricular e informó al doctor Platónov de que el paciente se había despertado y que su estado, teniendo en cuenta la dura intervención que había soportado, era normal. Luego pidió que la sustituyeran puesto que debía acudir a la comisaría militar de la ciudad para solucionar un problema que había surgido a consecuencia del cambio de destinación del marido. El doctor Platónov le concedió permiso y le pidió que tuviera a Sháposhnikov bajo observación hasta que pudiera examinarlo.
Teréntievna volvió al pabellón. El enfermo yacía en la misma postura que lo había dejado, pero la expresión de sufrimiento se le había atenuado en la cara: las comisuras de los labios se le habían subido de nuevo y su aspecto parecía tranquilo y sonriente. Al parecer, el sufrimiento constante envejecía la cara de Sháposhnikov, y ahora que sonreía sorprendió a la enfermera: tenía las mejillas hundidas, ligeramente hinchadas; los labios carnosos y pálidos; la frente alta, sin la menor arruga, como si no fuera la de un adulto, ni siquiera la de un adolescente, sino la de un niño. La enfermera preguntó al paciente cómo se encontraba, pero no respondió: al parecer, se había dormido. La enfermera examinó con ansiedad la expresión de su rostro. Cogió la muñeca de Sháposhnikov y no le notó el pulso; la mano todavía estaba un poco caliente, con aquel calor débil, apenas perceptible, que conserva por la mañana la estufa encendida el día antes cuando aún no ha sido alimentada.
Y aunque la enfermera había vivido siempre en la ciudad, se dejó caer de rodillas y, en voz baja, para no molestar a los vivos, se lamentó como una campesina:
– Querido nuestro, ¿por qué nos has abandonado?
Por el hospital se difundió la noticia de que la madre del teniente Sháposhnikov había llegado. El comisario del batallón, Shimanski, fue el encargado de recibir a la madre del teniente muerto. Shimanski, un hombre apuesto cuyo acento revelaba su origen polaco, fruncía la frente mientras esperaba a Liudmila Nikoláyevna, resignándose de antemano a las inevitables lágrimas que ésta derramaría, o tal vez a un desmayo. Se pasaba la lengua por el bigote, apenas dejado crecer, sin lograr vencer la compasión que en él suscitaban tanto el teniente muerto como su madre, y precisamente por eso estaba irritado con uno y otro: ¿qué pasaría con sus nervios si tenía que ponerse a recibir a las madres de todos los tenientes muertos?
Shimanski invitó a Liudmila Nikoláyevna a que tomara asiento antes de comenzar a hablar y le acercó una garrafa de agua.
– Se lo agradezco, pero no tengo sed.
Escuchó el relato sobre el concilio médico que había precedido a la operación (el comisario de batallón no consideró necesario mencionar al médico que se había opuesto), sobre las dificultades de la intervención en sí y lo bien que había ido. Shimanski añadió que los cirujanos eran de la opinión que aquella operación se debía practicar en caso de heridas graves como las que había sufrido el teniente Sháposhnikov. Dijo además que la muerte del teniente Sháposhnikov sobrevino por paro cardíaco y que, tal como habían revelado las conclusiones de la autopsia del patólogo anatómico, el médico militar de tercer grado Bóldirev, el diagnóstico y la prevención de aquel desenlace inesperado estaba fuera del alcance de los médicos.
Asimismo el comisario de batallón la informó de que cientos de pacientes pasaban por el hospital y raras veces se había encontrado con alguno tan estimado por el personal médico como el teniente Sháposhnikov, un paciente responsable, educado, muy reservado, que siempre evitaba escrupulosamente pedir cualquier cosa y molestar al personal.
Por último, Shimanski afirmó que debía sentirse orgullosa de haber educado a un hijo que había sabido, con abnegación y honor, dar su vida por la patria. Luego le preguntó si tenía alguna petición.
Liudmila Nikoláyevna se disculpó por hacer perder el tiempo al comisario y, tras sacar de su bolso una hoja de papel, comenzó a leer sus peticiones.
Pidió que le indicaran el lugar donde su hijo había sido enterrado.
El comisario asintió en silencio y lo anotó en su cuaderno.
Quería hablar con el doctor Máizel.
El comisario le comunicó que, al enterarse de su llegada, el doctor Máizel también había expresado su deseo de verla.
Pidió si podía conocer a la enfermera Teréntieva. Shimanski asintió y escribió otra nota en su cuaderno. Además preguntó si podía quedarse de recuerdo los objetos personales del hijo.
El comisario tomó nota también de eso.
Luego solicitó que se repartieran entre los heridos los regalos que había llevado para su hijo, y depositó sobre la mesa dos cajitas de boquerones y un paquete de chocolatinas.
Los grandes ojos azules de la mujer se cruzaron con los del comisario. Éste entornó los suyos involuntariamente ante su brillo.
Shimanski pidió a Liudmila que volviera al hospital al día siguiente a las nueve y media de la mañana: todas sus peticiones serían satisfechas.
El comisario de batallón Shimanski siguió con la mirada la puerta que se cerraba, miró los regalos que había dejado para los heridos, se tomó el pulso pero no lo encontró, se dio por vencido y bebió el agua que había ofrecido al inicio de la conversación a Liudmila Nikoláyevna.
Parecía que Liudmila Nikoláyevna no tuviera un minuto libre. Por la noche vagó por las calles, se sentó en un banco del jardín de la ciudad, fue a la estación para entrar en calor, vagó de nuevo por las calles desiertas con paso rápido y decidido.
Shimanski cuna o todas sus promesas.
A las nueve y media de la mañana, Liudmila Nikoláyevna se encontró con la enfermera Teréntieva y le pidió que le contara todo lo que sabía de Tolia.
Liudmila Nikoláyevna se puso una bata y subió en compañía de Teréntieva al primer piso, recorrió el pasillo por el cual habían conducido a su hijo hasta la sala de operaciones, se detuvo un momento ante la puerta de la unidad de cuidados intensivos, miró la cama, vacía aquella mañana. La enfermera Teréntieva caminaba a su lado y se secaba la nariz con el pañuelo. Volvieron a la planta baja, y Teréntieva se despidió de ella. Poco después entró en la sala de espera, respirando con dificultad, un hombre obeso con el pelo cano y ojeras oscuras bajo unos ojos igualmente oscuros. La bata almidonada y deslumbrante del cirujano Máizel parecía aún más blanca en comparación con su tez morena y aquellos ojos oscuros desencajados.
Máizel explicó a Liudmila Nikoláyevna los motivos por los que el profesor Rodiónov se había opuesto a la operación. Parecía que adivinara todo lo que ella quería preguntarle. Le contó las conversaciones que había mantenido con el teniente Tolia antes de la operación y, comprendiendo su estado de ánimo, le contó con cruda sinceridad el desarrollo de la misma.
Después le dijo que había sentido una ternura casi paternal hacia el teniente Tolia, y la voz de bajo del cirujano hizo vibrar con finura, como un leve lamento, el cristal de la ventana. Liudmila observó por primera vez sus manos, unas manos peculiares; parecían vivir una vida aparte de aquel hombre con ojos lastimeros. Eran severas, pesadas, con dedos grandes, fuertes y oscuros.
Máizel quitó las manos de la mesa. Como si leyera el pensamiento de Liudmila, le dijo:
– Hice todo lo que pude. Pero, en lugar de salvarlo de la muerte, mis manos le acercaron a ella. -Y posó nuevamente las manos sobre la mesa.
Liudmila comprendió que todo lo que decía Máizel era verdad.
Cada palabra que pronunciaba sobre Tolia, y que deseaba con ardor, la torturaba y consumía. Pero había algo más que hacía la conversación difícil y dolorosa: sentía que el cirujano había querido celebrar ese encuentro por él mismo, no por ella. Y aquello le suscitó un sentimiento de escasa simpatía hacia Máizel.
Cuando llegó el momento de la despedida, Liudmila le dijo que estaba convencida de que había hecho todo lo posible para salvar a su hijo. Él respiraba fatigosamente, y Liudmila tuvo la impresión de que sus palabras le habían quitado un peso de encima y comprendió de nuevo que precisamente porque consideraba un derecho escucharlas, él había buscado ese encuentro y se había salido con la suya.
Un reproche asaltó su pensamiento: «¿Será posible que encima tenga que dar consuelo?».
El cirujano se marchó, y Liudmila Nikoláyevna fue a hablar con el comandante, un hombre que llevaba un gorro alto de piel. Éste le hizo el saludo militar y le informó con voz ronca de que el comisario le había dado instrucciones para que la llevaran en coche hasta el lugar donde su hijo había recibido sepultura, pero que el coche tardaría diez minutos en llegar porque habían ido a entregar la lista de los asalariados a la oficina central. Los efectos personales del teniente ya estaban listos, pero en cualquier caso sería más cómodo recogerlos a la vuelta del cementerio.
Todas las peticiones de Liudmila Nikoláyevna se cumplían con precisión y escrupulosidad militar. Pero notaba que el comisario, la enfermera, el comandante, todos querían algo de ella: tranquilidad, perdón, consuelo.
El comisario se sentía culpable porque en su hospital morían hombres. Hasta la visita de Sháposhnikova esto no le había inquietado; ¿acaso no era lo que se esperaba en un hospital en tiempo de guerra? La calidad del tratamiento médico nunca había sido criticada por las autoridades.
Lo que sí le reprochaban era la insuficiente organización del trabajo político y la nefasta información sobre la moral de los heridos.
No se combatía suficiente el escepticismo entre los heridos, ni las opiniones hostiles de aquellos que se oponían a la colectivización. Se habían producido casos de divulgación de secretos militares.
Shimanski había sido convocado por la sección política de la dirección sanitaria del distrito. Le amenazaron con enviarle al frente si la sección especial recibía noticias de que se habían producido nuevos desórdenes de carácter ideológico.
Y ahora el comisario se sentía culpable ante la madre del teniente muerto, porque el día anterior habían fallecido tres enfermos, y él había tomado una ducha y le había pedido su plato preferido al cocinero, estofado con chucrut, regado abundantemente con cerveza que había obtenido en la tienda de Sarátov. La enfermera Teréntieva se sentía culpable ante la madre del teniente muerto porque su marido, ingeniero militar, servía en el Estado Mayor del ejército y no había ido al frente y el hijo, que tenía sólo un año más que Sháposhnikov, trabajaba en una oficina de diseños y proyectos de una fábrica aeronáutica. También el comandante se sentía culpable: era un militar profesional que prestaba servicio en un hospital de retaguardia, había enviado a casa tela buena de gabardina y botas de fieltro, mientras que el teniente muerto había dejado a su madre un uniforme de percal.
El sargento de labios gruesos y orejas carnosas se sentía culpable ante la mujer que conducía al cementerio. Los ataúdes estaban fabricados con tablas de madera de mala calidad. Los cadáveres eran depositados en los ataúdes en ropa interior; los soldados rasos eran amontonados en fosas comunes, y los epitafios de las sepulturas se hacían con caligrafía descuidada, sobre tablillas sin pulir, escritos con una tinta poco resistente. A decir verdad los muertos en las divisiones de los batallones médico-sanitarios eran enterrados en las fosas sin ataúdes y las inscripciones se hacían con un lápiz de tinta que se borraban con la primera lluvia. Y los caídos en combate, en los bosques, los pantanos, los barrancos o en campo raso a menudo no encontraban a nadie que los sepultara, salvo la arena, las hojas secas o las ventiscas de nieve.
Pero a pesar de todo, el sargento se sentía culpable ante la mujer por la pésima calidad de la madera; aquella mujer que se sentaba a su lado y le preguntaba cómo enterraban a los muertos, si amortajaban los cadáveres, si recibían sepultura juntos o separados, y si se pronunciaban unas últimas palabras delante de sus tumbas.
Se sentía incómodo además porque antes de emprender el trayecto al cementerio había hecho una escapada a un almacén con un amigo y había bebido un frasco de alcohol medicinal diluido acompañado de pan y cebolla. Se sentía avergonzado de que en el coche flotara el olor a alcohol y cebolla; pero por mucho que se esforzara por no echar el aliento, no podía evitarlo.
El sargento miraba con aire sombrío el espejo del retrovisor donde se reflejaban los ojos risueños del conductor, que le incomodaban.
«Vaya, el sargento se ha puesto como una cuba», decían despiadadamente los ojos alegres y jóvenes del conductor.
Todos los hombres son culpables ante una madre que ha perdido a un hijo en la guerra; y a lo largo de la historia de la humanidad todos los esfuerzos que han hecho los hombres por justificarlo han sido en vano.
Los soldados de un batallón de trabajo descargaban ataúdes de un camión. En la silenciosa lentitud de sus movimientos se veía que estaban acostumbrados a realizar aquel trabajo. Uno de ellos, de pie en la parte trasera del camión, acercaba el ataúd hasta el borde, otro se lo cargaba a las espaldas y lo levantaba en el aire, y un tercero se aproximaba en silencio y lo cogía por el extremo opuesto.
La tierra helada crujía bajo sus botas mientras transportaban las cajas hasta tina amplia fosa común, y después de colocarlas en el borde del foso, volvían al camión. Luego, cuando el camión se marchó de vacío a la ciudad, los soldados se sentaron sobre los ataúdes, colocados ante la fosa abierta, y se pusieron a liar cigarrillos con gran cantidad de papel y poca de tabaco.
– Parece que hoy hay menos faena -dijo uno y se puso a encender la lumbre con un eslabón de muy buena calidad: la yesca en forma de cordel estaba metida en una caja de cobre, y el pedernal estaba encajonado dentro. El soldado agitó la yesca y el humo permaneció suspendido en el aire.
– El sargento dijo que hoy sólo habría un camión -dijo otro soldado dando una calada a su cigarro y expulsando una gran bocanada de humo.
– Podemos acabar la tumba cuando venga.
– Claro, será más cómodo; traerá la lista y hará la comprobación -añadió el tercero, que no fumaba; en su lugar, cogió un trozo de pan del bolsillo, lo sacudió, lo sopló ligeramente y comenzó a masticarlo.
– Dile al sargento que nos traiga un pico; un cuarto de hora es tiempo suficiente para que la costra se hiele, y mañana toca preparar una nueva; ¿crees que lograremos retirar la tierra con las palas?
El que había encendido el fuego, chocando las manos con un golpe seco, sacó la colilla de la boquilla de madera, que tamborileó ligeramente contra la tapa del ataúd.
Los tres se quedaron callados como si escucharan. Reinaba el silencio.
– ¿Es verdad que sólo nos darán raciones de rancho en frío para comer? -preguntó el soldado que masticaba pan, bajando la voz para no molestar a los muertos en sus tumbas con una conversación que carecía de interés para ellos.
El segundo fumador, aspirando el humo de una colilla de una larga boquilla de caña, lo miró a contraluz y movió la cabeza.
De nuevo se hizo el silencio.
– No hace mal día hoy, sólo un poco de viento.
– Escucha, ha llegado el camión; a la hora de comer habremos acabado.
– No, no es nuestro camión. Es un coche.
Salieron del coche el sargento, al que conocían bien, y una mujer con un pañuelo, y ambos se dirigieron a la verja de hierro donde se habían cavado las tumbas la semana pasada; después habían tenido que cambiar de sitio por falta de espacio.
– Miles de personas son enterradas y nadie asiste a los funerales -dijo uno-. En tiempo de paz sucede todo lo contrario: un muerto y cien personas detrás llevándole flores.
– También lloran por éstos -dijo otro repiqueteando delicadamente sobre la tabla una uña grande y curvada torneada por el trabajo manual como un guijarro por el mar-. Sólo que nosotros no vemos esas lágrimas. Mira, el sargento vuelve solo.
Volvieron a fumar, esta vez los tres. El sargento se acercó y dijo con afabilidad:
– Bueno, chicos, si todos fumamos, ¿quién trabaja por nosotros?
En silencio soltaron tres nubes de humo y luego uno, el dueño de la piedra de mechero, dijo:
– Ahora acabamos el cigarro… Escucha, está llegando el camión. Lo reconozco por el motor.
Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.
Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una mano fría jugara con ellos.
Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban túmulos idénticos, grises, sin hierba, sin flores, con una única ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.
Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde estaba, qué hacía, en qué pensaba, si su pequeño dormía apoyado contra la pared de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba té, sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terrón de azúcar, si estaba corriendo campo a través bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le habría servido té en la taza, le habría dicho «come un poco más de pan», le habría quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor del cuello… Pero siempre desaparecía, no conseguía encontrarlo. Y ahora que había encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.
A lo lejos se recortaban tumbas con cruces de granito de antes de la Revolución. Las lápidas funerarias se erguían como una muchedumbre de inútiles viejos que dejaban a todo el mundo indiferente; algunos caídos de lado, otros apoyados sin fuerza sobre los troncos de los árboles.
Parecía que el cielo se hubiera quedado sin aire, como si lo hubieran aspirado, y que sobre la cabeza de Liudmila se extendiera un desierto de polvo seco. Pero la potente bomba silenciosa, que succionaba el aire del cielo, trabajaba, trabajaba, y ahora para Liudmila no sólo no había cielo, tampoco había fe ni esperanza; en el infinito desierto sin aire sólo había un pequeño túmulo de tierra entre grises terrones helados.
Todo lo que vivía, su madre, Nadia, los ojos de Víktor, incluso los boletines de guerra, todo había dejado de existir.
Lo que estaba vivo había muerto. El único que vivía en todo el mundo era Tolia. ¡Qué silencio la rodeaba! ¿Sabía él que su madre había venido…?
Liudmila se arrodilló, suavemente, para no molestar a su hijo, luego puso recta la tablilla con su nombre; él siempre se enfadaba cuando su madre le arreglaba el cuello de la cazadora mientras lo acompañaba a la escuela.
– Aquí estoy, ya he llegado, y tú probablemente pensabas que tu mamá no vendría…
Hablaba a media voz, temiendo que la oyeran las personas que estaban fuera de la verja del cementerio.
Los camiones circulaban rápidamente a lo largo de la carretera y una oscura ventisca de polvo se arremolinaba y humeaba por el asfalto, se rizaba, se ondulaba… Caminaban, haciendo retumbar sus botas militares, repartidores de leche con sus bidones, gente con sacos, los escolares tapados con chaquetones acolchados y gorros de uniforme invernales.
Pero aquel día lleno de movimiento era para ella una imagen borrosa.
Qué silencio.
Hablaba con el hijo, recordando los detalles de su vida pasada y el espacio se llenaba de aquellos recuerdos que existían sólo en su conciencia: la voz infantil, los llantos, el frufrú de los libros ilustrados, el tintineo de la cuchara contra el borde del plato blanco, el zumbido de un radiorreceptor de fabricación casera, el crujido de los esquíes, el chirrido de los toletes en el estanque cerca de la dacha, el susurro del papel del caramelo, la aparición inesperada de su carita, las espaldas, el pecho.
Sus lágrimas, sus aflicciones, sus buenas y malas acciones, revividas en la desesperación de Liudmila, continuaban existiendo, emergían de la memoria, concretas y tangibles.
No eran los recuerdos del pasado los que se habían apoderado de ella, sino la agitación de las emociones vividas.
¿Qué se pensaba él que hacía, leyendo toda la noche con aquella luz tan mala? ¿Acaso quería comenzar a llevar gafas tan joven…?
Y ahora yacía allí, con una ligera camisa de algodón, descalzo, sin manta, en aquel lugar donde la tierra estaba completamente gélida y donde por la noche la helada se recrudecía.
De repente a Liudmila le empezó a sangrar la nariz. El pañuelo se empapó y se volvió pesado. La cabeza le daba vueltas, se le nubló la vista y por un instante creyó perder el conocimiento. Entrecerró los ojos y cuando los volvió a abrir el mundo que su sufrimiento había hecho revivir ya había desaparecido. Quedaba sólo el polvo gris que el viento levantaba en remolinos sobre las tumbas que, sucesivamente, se cubrían de humo.
El agua de la vida que surgía de la superficie del hielo y que hacía emerger a Tolia de las tinieblas, corría, desaparecía; y ahora, aquel mundo que por un instante había roto las cadenas para hacerse él mismo realidad, el mundo creado por la desesperación de una madre, retrocedía. Su desesperación, como si hubiera estado investida de poderes divinos, levantó al teniente de la tumba y cuajó el desierto de nuevas estrellas.
En los minutos apenas transcurridos, él era el único que estaba vivo y gracias a él vivía todo el resto del mundo.
Pero ni siquiera el vehemente deseo de una madre era suficiente para lograr contener a multitudes ingentes de personas, carreteras y ciudades, mares, la misma tierra, e impedir que prosiguieran su frenética actividad a pesar de la muerte de Tolia.
Liudmila se pasó por los ojos secos el pañuelo impregnado de sangre. Con la cara pringosa de sangre seca, encorvada, resignada, empezaba a asumir, en contra de su voluntad, que Tolia ya no existía.
El personal del hospital se había sorprendido por su serenidad y sus preguntas. No comprendían que ella no podía darse cuenta de lo que para ellos era evidente, que Tolia estaba muerto. El amor que sentía por su hijo era tan fuerte que su muerte no podía cambiarlo: para ella, él seguía viviendo.
Estaba fuera de sí, pero nadie se había dado cuenta. Ahora, por fin, había encontrado a Tolia. Y actuaba como una gata que ha encontrado a su gatito muerto, se alegra y lo lame.
El alma soporta largos sufrimientos durante años, a veces incluso décadas, hasta que, piedra sobre piedra, erige poco a poco el túmulo del ser querido y llega a aceptar la pérdida irreparable, se resigna a la inevitabilidad de lo que ha pasado.
Los soldados, que ya habían concluido su trabajo, se habían marchado; el sol se disponía ya a ocultarse, las sombras proyectadas por las tablillas de madera contrachapada se alargaban. Liudmila se quedó sola.
Pensaba que debía comunicar la muerte de Tolia a los familiares, a su padre que se encontraba en un campo penitenciario. A su padre sin falta. ¿En qué había pensado Tolia antes de la operación? ¿Cómo le habían dado de comer, con una cucharilla? ¿Durmió, aunque fuera un poco, de lado, boca arriba? A él le gustaba la limonada con azúcar. ¿Cómo estaría acostado ahora, tendría la cabeza rasurada?
Todo lo que la rodeaba cada vez se volvía más oscuro, tal vez a causa del insoportable dolor de su alma.
De repente el pensamiento de que su sufrimiento nunca tendría fin la dejó estupefacta: Víktor moriría, los descendientes de su hija morirían y ella seguiría llorando su pérdida.
Y cuando aquella sensación de angustia se volvió tan intolerable que el corazón no podía soportarla, de nuevo la frontera entre la realidad y el mundo que Liudmila se había creado en su interior se desvaneció, y ante su amor la eternidad retrocedió.
Para qué comunicar la muerte de Tolia a su padre; Víktor y todos sus allegados con toda probabilidad aún no sabían nada. Tal vez lo mejor era esperar, a fin de cuentas, nada era seguro…
Sí, más valía esperar, tal vez todo acabaría por arreglarse.
Liudmila dijo en un susurro:
– No digas nada a nadie, todavía no se sabe nada; todo se arreglará.
Cubrió con el faldón del abrigo los pies de Tolia. Se quitó el pañuelo de la cabeza y lo envolvió alrededor de la espalda de su hijo.
– Dios mío, esto no se hace, ¿por qué no te han dado una manta? Cúbrete al menos un poco los pies.
Se encontraba en un estado de semiinconsciencia en el que continuaba hablando con su hijo, le reprochaba por sus cartas demasiado breves. Se despertaba de aquel letargo y volvía a colocarle bien el pañuelo que el viento había movido.
Qué bien estaban los dos solos, sin que nadie los molestara. Nadie quería a Tolia. Todos decían que era feo porque tenía los labios gruesos y prominentes, porque se comportaba de un modo extraño, porque era violento y susceptible. A ella tampoco la quería nadie, los suyos sólo veían en ella defectos… Mi pobre niño, tímido, torpe, hijito querido… Sólo él la amaba, y ahora, de noche, en aquel cementerio, permanecía a su lado, nunca la abandonaría, y cuando se convirtiera en una viejecita inútil para todos, él seguiría amándola… Qué desarmado estaba ante la vida. Nunca pedía nada, era tímido, ridículo; la maestra dice que en la escuela es el hazmerreír de todos, que le toman el pelo hasta sacarlo de quicio y él llora, como un niño pequeño. Tolia, Tolia, no me dejes sola.
Se hizo de día; un resplandor rojo, helado se encendió sobre la estepa del Volga. Un camión pasó rugiendo por la carretera.
Su locura había pasado. Estaba sentada junto a la tumba de su hijo. El cuerpo de Tolia estaba cubierto de tierra. Él ya no estaba.
Liudmila se miró los dedos sucios, el pañuelo revolcado por el suelo; tenía las piernas entumecidas, notaba la cara sucia. Le picaba la garganta.
Le daba lo mismo. Si alguien le hubiera dicho que la guerra había terminado, que su hija había muerto; si le hubieran puesto al lado un vaso de leche caliente y un trozo de pan tibio, no se habría movido, no habría extendido la mano. Permanecía sentada sin angustia, sin pensamientos. Todo le resultaba indiferente, inútil. Sólo quedaba un dolor constante que le encogía el corazón, le oprimía en las sienes. El personal del hospital y un médico con bata blanca decían algo de Tolia, y ella veía el movimiento de sus labios, pero no oía las palabras. La carta que había recibido del hospital se le había caído del bolsillo del abrigo, pero no tenía ganas de recogerla del suelo, de sacudirle el polvo. No pensaba en cuando Tolia tenía dos años y todavía caminaba balanceándose inseguro, siguiendo con paciencia y perseverancia un saltamontes que saltaba de aquí para allá; ni en que no había preguntado a la enfermera si antes de la operación, el último día de su vida, estaba tumbado de lado o boca arriba. Veía la luz del día, no podía dejar de verla.
De repente se acordó de cuando Tolia había cumplido tres años; por la tarde, bebiendo té y comiendo pastel, le había preguntado:
– Mamá, ¿por qué está oscuro si hoy es mi cumpleaños?
Vio las ramas de los árboles, las lápidas pulidas del cementerio que brillaban con el sol, la tablilla con el nombre de su hijo, «Shaposhn», escrito con letras grandes, e «ikov», en caracteres diminutos, todos apretujados unos contra otros. No pensaba, no tenía voluntad. No tenía nada.
Se levantó, recogió la carta, quitó con las manos entumecidas los granos de tierra del abrigo, lo limpió, se frotó los zapatos, sacudió durante un buen rato el pañuelo hasta que casi recuperó su color blanco. Se lo puso en la cabeza, con el dobladillo se quitó el polvo de las cejas, se limpió la sangre de los labios y la barbilla. Se dirigió hacia la salida sin mirar atrás, sin prisa, pero tampoco despacio.
Después de su vuelta a Kazán, Liudmila Nikoláyevna comenzó a adelgazar y a parecerse cada vez más a las fotografías de cuando era joven e iba a la universidad. Iba a la tienda restringida a buscar comestibles y preparaba la comida; encendía la estufa, lavaba los suelos y hacía la colada. Los días de otoño le daban la impresión de ser muy largos, y no encontraba nada para llenar su vacío.
El día de su regreso de Sarátov explicó a su familia el viaje, sus reflexiones sobre la culpabilidad que sentía hacia los suyos, su llegada al hospital; abrió la bolsa que contenía los jirones del uniforme ensangrentado de Tolia. Mientras hablaba, Aleksandra Vladímirovna respiraba fatigosamente, Nadia lloraba, y Víktor Pávlovich tenía un temblor en las manos que le impedía coger de la mesa el vaso de té. Maria Ivánovna, que había ido a visitarla, se puso pálida, tenía la boca entreabierta y en su mirada era patente el sufrimiento. Sólo Liudmila hablaba con calma, con sus grandes ojos azules muy abiertos y brillantes.
Aunque toda su vida había llevado la contraria a todo el mundo, ahora no discutía con nadie. Antes bastaba con que alguien explicara cómo se llegaba a la estación para que Liudmila se agitara hasta el punto de ponerse furiosa, afirmando que eran otras calles y otros trolebuses los que había que tomar.
Un día, Víktor Pávlovich le preguntó:
– Liudmila, ¿a quién hablas por las noches?
Y ella respondió:
– No lo sé. Tal vez esté soñando.
Víktor no ahondó más en las preguntas, pero le confió a la suegra que casi todas las noches Liudmila abría unas maletas, extendía una manta sobre el sofá que había en el rincón y hablaba en voz baja, con tono febril.
– Tengo la sensación, Aleksandra Vladímirovna, de que durante el día ya sea conmigo, con Nadia o con usted, Liudmila está como en un sueño, mientras que por las noches su voz se vuelve más animada, como antes de la guerra -dijo Víktor Pávlovich-. Me parece que está enferma, que se ha convertido en otra persona.
– No sé -respondió Aleksandra Vladímirovna-. Todos sufrimos. Todos con la misma intensidad y cada uno a su manera.
Alguien que llamaba a la puerta interrumpió la conversación. Víktor Pávlovich se levantó. Pero Liudmila Nikoláyevna le gritó desde la cocina:
– Abro yo.
La familia no lograba entender qué significaba, pero habían notado que después de su regreso de Sarátov Liudmila Nikoláyevna comprobaba varias veces al día si había correo en el buzón.
Cuando alguien llamaba a la puerta, se apresuraba en ser ella quien abriera. También ahora, al oír sus pasos apresurados, casi a la carrera, Víktor Pávlovich y Aleksandra Vladímirovna intercambiaron una mirada.
Luego oyeron la voz irritada de Liudmila:
– No hay nada, no tengo nada para usted hoy, y no venga tan a menudo. ¡Le di medio kilo de pan hace dos días!
El teniente Víktorov fue llamado al puesto de mando por el mayor Zakabluka, el comandante de un regimiento de cazas acantonado en reserva. Velikánov, el oficial de servicio del Estado Mayor, le anunció que el mayor se había dirigido con un U-2 al mando aéreo cerca de Kalinin y que no regresaría hasta la noche. Cuando Víktorov le preguntó a Velikánov el motivo de la convocatoria, éste le guiñó un ojo y le dijo que, probablemente, tenía que ver con la borrachera y el escándalo que se había armado en la cantina.
Víktorov echó una ojeada detrás de la cortina fabricada con una tela impermeable y un edredón. Oyó el tecleo de una máquina de escribir. Al ver a Víktorov, Volkonski, el jefe de la oficina, se anticipó a su pregunta:
– No, no hay cartas, camarada teniente.
La mecanógrafa, la asalariada Lénochka, se volvió hacia el teniente, luego miró a un espejito alemán tomado como trofeo de un avión derribado -regalo del difunto piloto Demídov-, se ajustó el gorro, desplazó la regla sobre el documento que estaba copiando y reanudó el repiqueteo de la máquina.
Aquel teniente de cara alargada que siempre hacía la misma monótona pregunta al jefe deprimía a Lénochka.
Víktorov, de regreso al aeródromo, se desvió por el lindero del bosque.
Hacía un mes que su regimiento se había retirado del frente a fin de completar los rangos que los pilotos caídos en batalla habían dejado sin efecto.
Un mes antes aquel territorio del norte que Víktorov no conocía se le había antojado inquietante. La vida del bosque, el joven río que serpenteaba ágilmente entre las abruptas colinas, el olor a putrefacción, a setas, el ulular de los árboles, le ponían en estado de alarma día y noche.
Durante las incursiones aéreas parecía que los olores de la tierra llegaban hasta la cabina del piloto. Del bosque y los lagos llegaba el aliento de la vieja Rusia que Víktorov sólo conocía por los libros que había leído antes de la guerra. Allí, a través de los lagos y los bosques discurrían antiguos senderos, y con la leña de aquellos bosques se habían construido casas, iglesias, se habían tallado mástiles de barcos. El tiempo se había demorado aquí y todavía corría el lobo gris y Aliónushka lloraba en la pequeña orilla por la que ahora Víktorov se dirigía a la cantina. Tenía la impresión de que aquel tiempo pasado era ingenuo, sencillo, joven, y no sólo las muchachas que vivían en las teremá [34], sino también los comerciantes con barbas grises, los diáconos y los patriarcas, parecían miles de años más jóvenes respecto a sus compañeros rebosantes de experiencia: los aviadores procedentes del mundo de la velocidad, los cañones automáticos, los motores diésel, el cine y la radio, llegados a aquellos bosques con el escuadrón del mayor Zakabluka. El mismo Volga, rápido, delgaducho, corriendo entre las escarpadas orillas multicolores, a través del verde del bosque, entre los bordados azul celeste y rojo de las flores, era un símbolo de aquella juventud que se marchitaba.
¿Cuántos tenientes, sargentos, y también soldados rasos anónimos, recorren la senda de la guerra? Fuman el número de cigarrillos que les han asignado, golpean con la cuchara blanca la escudilla de hojalata, juegan con naipes en los trenes, en las ciudades saborean helados de palito, tosen mientras beben su pequeña dosis de cien gramos de alcohol, escriben el número establecido de cartas, gritan por el teléfono de campaña, disparan, algunos con un cañón de pequeño calibre, otros con artillería pesada, chillan algo mientras presionan el acelerador de un T-34…
La tierra bajo sus botas era como un viejo colchón chirriante y elástico: encima una capa de hojas ligeras, frágiles, diferentes entre sí también en la muerte; y, debajo, otra de hojas disecadas, viejas, de hace años, que se habían macerado y constituían una única masa marrón; polvo de la vida que un día había brotado en capullos, susurrado en el viento de una tormenta, brillado al sol después de una lluvia.
La maleza, casi reducida a polvo, ligera, se desmenuzaba bajo sus pies. La luz suave, tamizada por la pantalla de los árboles, llegaba hasta la tierra del bosque. El aire era espeso, denso, y los pilotos de los cazas, acostumbrados a los torbellinos de aire, lo notaban de modo particular. Los árboles, calientes y sudorientos, desprendían el característico olor a frescura húmeda de la madera. Pero el olor a hojas muertas y maleza predominaba sobre la fragancia de aquel bosque vivo. Allí, donde se erguían los abetos, aquel olor quedaba interrumpido por otro, el de la nota aguda y estridente de la esencia de trementina. El álamo temblón emanaba un aroma empalagosamente dulce; el aliso desprendía un olor amargo. El bosque vivía al margen del resto del mundo, y Víktorov tenía la impresión de entrar en una casa donde todo era diferente al exterior: los olores, la luz a través de las cortinas bajadas, los sonidos tenían otras resonancias entre aquellas paredes. Hasta que no saliera del bosque se sentiría extraño, como acompañado de personas poco conocidas. Era como si estuviera en el fondo de las aguas de un estanque mirando hacia arriba a través de la capa gruesa de aire de bosque, como si las hojas chapotearan, como si los hilos de una telaraña que se habían enredado en la estrellita verde de su gorra fueran algas suspendidas en la superficie. Las moscas veloces con grandes cabezas, los mosquitos indolentes, y el urogallo abriéndose paso entre las ramas, como una gallina, parecían agitar sus alas, pero nunca se elevarían en lo alto del bosque, así como los peces nunca se elevarán más allá de la superficie del agua; y si una urraca consigue levantar el vuelo hasta la copa de un álamo temblón inmediatamente después volverá a sumergirse en las ramas, así como un pez que por un instante ha hecho brillar su flanco plateado al sol se sumergirá rápidamente en el agua. Y qué extraño parece el musgo entre las gotas de rocío, azules, verdes, que se apagan en las profundidades tenebrosas del bosque.
Era hermoso, después de aquella penumbra silenciosa, salir a un claro iluminado. Todo adquirió otro aspecto, la tierra cálida, el olor a enebro calentado por el sol, el movimiento del aire; había grandes campanillas inclinadas que parecían fundidas en un metal violeta, y se veían los colores de los claveles salvajes con los tallos pegajosos de resina… El alma se vuelve despreocupada, y el claro es como un día feliz en una vida miserable. Las mariposas amarillas, los pulidos escarabajos azul oscuro, las hormigas, las serpientes que se mueven ligeramente entre la hierba, no se mueven para sí mismos, sino que todos juntos colaboran en un trabajo común. Una rama de abedul adornada de pequeñas hojas le rozó la cara; un saltamontes saltó, aterrizó sobre él, como si se tratara del tronco de un árbol, y se agarró a su cinturón, tensando tranquilamente las patas. Permanecía inmóvil con los ojos redondos, como de cuero, y la cara de un carnero. Calor, tardías flores de fresa, los botones y la hebilla del cinturón calientes por el sol. Probablemente este claro nunca había sido sobrevolado por un U-88, ni por un Heinkel en reconocimiento nocturno.
Por la noche Víktorov solía recordar los meses transcurridos en el hospital de Stalingrado. Se le había borrado de la memoria la camisa húmeda por el sudor, el agua un poco salada que le provocaba náuseas y aquel mal olor que le había atormentado. Aquellos días en el hospital le parecían un tiempo de felicidad. Y ahora, en el bosque, escuchando el rumor de los árboles, pensaba: «¿De veras oí alguna vez sus pasos?».
¿Era posible que todo aquello hubiera ocurrido? Ella le abrazaba, le acariciaba los cabellos, lloraba, y él le besaba los ojos salados y húmedos.
A veces Víktorov se imaginaba que llegaba con un Yak a Stalingrado. Había pocas horas de vuelo; podía repostar en Riazán, luego ir hasta Engels, donde el controlador aéreo era conocido suyo. Bueno, luego siempre podrían fusilarlo.
Le venía a la cabeza un relato que había leído en un viejo libro de historia: los hermanos Sheremétev, los acaudalados hijos del mariscal de campo, dieron en matrimonio al príncipe Dolgoruki a su hermana de dieciséis años, quien antes de la boda, al parecer, sólo le había visto una vez. Los hermanos asignaron a la novia una formidable dote, sólo la plata ocupaba tres habitaciones enteras. Dos días después de la boda, Pedro II fue asesinado. Dolgoruki, su favorito, fue arrestado, deportado a Siberia y encerrado en una torre de madera. La joven esposa desoyó los consejos, a pesar de que le hubiera resultado fácil deshacerse de aquel matrimonio, puesto que, en el fondo, sólo habían convivido dos días. Siguió a su marido y se estableció en la isba campesina de un bosque remoto. Durante diez años se acercó todos los días a la torre donde estaba preso Dolgoruki. Una mañana vio que la ventana de la torre estaba abierta de par en par, la puerta no estaba cerrada. La joven princesa corrió por la calle arrodillándose ante cualquiera que pasara, campesino o arquero qué más daba, y les suplicaba que le dijeran adonde se habían llevado a su marido. La gente le dijo que Dolgoruki había sido trasladado a Nizhni Nóvgorod. ¡Cuántos sufrimientos tuvo que soportar la princesa durante ese camino a pie! Y en Nizhni Nóvgorod supo que Dolgoruki había sido descuartizado. Entonces la princesa decidió retirarse a un convento de Kiev. El día que debía tomar los hábitos estuvo vagando largo rato por la orilla del Dniéper. Lo que lamentaba no era perder su libertad, sino la obligación de despojarse de su anillo de boda del que no se veía capaz de separarse…
Vagó por la orilla durante muchas horas, y luego, cuando el sol comenzó a ponerse, se quitó el anillo del dedo, lo lanzó al Dniéper y se dirigió a las puertas del monasterio.
Y el teniente de las fuerzas aéreas, crecido en un orfanato y que una vez había sido mecánico en la central térmica de Stalingrado, no podía dejar de pensar en la princesa Dolgorúkaya. Caminaba por el bosque imaginando que había muerto y le habían enterrado; que su avión había sido abatido por el enemigo, y que el morro había caído en picado contra el suelo; ahora, ya aherrumbrado, los pedazos cubrirían la hierba, y por allí deambularía Vera Sháposhnikova, que se detendría, descendería por los peñascos hasta el Volga con la mirada fija en el agua… Y doscientos años atrás había estado allí la joven princesa Dolgorúkaya; salía a un claro, se abría paso entre los linos, apartaba los arbustos cubiertos de bayas rojas. Se apoderó de él un dolor amargo, desesperado, pero al mismo tiempo dulce.
Un joven teniente de espalda estrecha va por el bosque, con la guerrera raída: ¡cuántos otros como él serán olvidados en estos tiempos inolvidables!
Mientras se dirigía al aeródromo Víktorov se dio cuenta de que algo estaba pasando. Los camiones cisterna circulaban por el campo de aviación, los técnicos y los mecánicos de batallón del servicio del aeródromo trajinaban alrededor de los aviones cubiertos con red de camuflaje. El radiotransmisor, por lo general silencioso, emitía un sonido seco, concentrado y preciso.
«Está claro», pensó Víktorov acelerando el paso.
Sus sospechas se vieron enseguida confirmadas cuando se encontró con Solomatin, un teniente con unas manchas rosas en un pómulo causadas por una quemadura.
– Ha llegado la orden, salimos de la reserva -le anunció.
– ¿Hacia el frente? -preguntó Víktorov.
– Hacia dónde si no, ¿a Tashkent? -replicó Solomatin, alejándose en dirección al pueblo.
Era patente su preocupación; Solomatin había iniciado una relación seria con la dueña de la casa donde se hospedaba y ahora, con toda probabilidad, se apresuraba para estar junto a ella.
– Solomatin lo tiene claro: la isba, para la mujer; la vaca, para él -observó la voz familiar del teniente Yeriomin, el compañero de patrulla de Víktorov.
– ¿Adónde nos envían, Yerioma? -preguntó Víktorov.
– Quizás a la ofensiva del frente noroeste. Acaba de llegar el comandante de la división en un R5. Puedo preguntar a un amigo que pilota un Douglas en el comando aéreo. Él siempre lo sabe todo.
– ¿Para qué preguntar? Pronto nos lo comunicarán.
El frenesí de la excitación no sólo había perturbado al Estado Mayor y a los pilotos sino que había contagiado a todo el pueblo. El suboficial Korol, de ojos negros y labios gruesos, el piloto más joven del regimiento, caminaba por la calle llevando en las manos ropa blanca, lavada y planchada, y encima del montón, un pastel de miel y una bolsa de bayas secas.
A Korol solían tomarle el pelo porque sus patronas -dos viejas viudas- lo atiborraban con dulces de miel. Cuando salía en misión, iban al aeródromo para recibirle a mitad de camino. Una era alta y derecha, la otra tenía la espalda encorvada; él caminaba en medio de ellas enfurruñado, avergonzado, como un niño mimado, y los pilotos decían que marchaba en formación flanqueado por un signo de interrogación y un signo exclamativo.
El comandante de la escuadrilla, Vania Martínov, salió de casa con el capote puesto. En una mano llevaba una maleta, en la otra el gorro de gala que, por miedo a arrugarlo, no metía en la maleta. La hija de la patrona, una chica pelirroja sin pañuelo en la cabeza y la permanente hecha en casa, lo seguía con una mirada que hacía innecesaria cualquier pregunta al respecto.
Un muchacho cojo informó a Víktorov de que el instructor político Golub y el teniente Skotnoi, con los que compartía alojamiento, se habían ido ya con su equipaje.
Víktorov se había mudado hacía pocos días a aquel apartamento; antes se había alojado con Golub en casa de una pérfida patrona, una mujer de frente alta abombada y ojos saltones amarillos. Mirar esos ojos era suficiente para ponerse enfermo.
Para librarse de sus inquilinos llenaba la isba de humo, y en una ocasión añadió ceniza al té. Golub trataba de persuadir a Víktorov para que redactara un informe sobre la mujer al comisario del regimiento, pero aquél se había negado.
– Bueno, espero que pille el cólera -concedió Golub, y añadió unas palabras que de niño le oía decir a su madre-: Si algo llega a nuestra orilla, o es mierda o son restos de un naufragio.
Se mudaron a una nueva casa que les pareció un paraíso. Pero no tuvieron mucho tiempo para disfrutarla.
Pronto también Víktorov, cargado con un saco y una maleta rota, pasaba por delante de las isbas grises que parecían tener dos pisos de alto; el cojito iba dando saltitos a su lado apuntando a los gallos y los aviones que sobrevolaban el bosque con una funda de pistola alemana que Víktorov le había regalado. Dejó atrás la isba donde la vieja Yevdokia Mijéyevna le había echado humo después de ver su rostro impasible detrás de los cristales empañados. Nadie hablaba con la vieja Yevdokia cuando traía desde el pozo dos cubos de madera y se detenía para tomar aliento. No tenía ni una vaca ni una oveja ni vencejos bajo el techo. Golub había pedido información sobre ella, había tratado de encontrar pruebas sobre su origen kulak, pero resultó que era de familia pobre. Las mujeres contaban que se había vuelto loca después de la muerte de su marido: había caminado hasta un lago en medio del frío otoñal y se había pasado días enteros sentada. Los hombres la habían sacado de allí a la fuerza. Pero las mujeres decían que antes incluso de casarse y de la muerte del marido ya era poco comunicativa.
Ahí estaba Víktorov, caminando a través de las calles de aquel pueblo, y dentro de unas horas habría abandonado para siempre aquel lugar rodeado de bosques y todo aquel mundo, el susurro de los árboles, el pueblo donde los alces se erguían en los huertos, los helechos, las manchas amarillentas de la resina, los ríos, los cuclillos, dejaría de existir. Desaparecerán los viejos y las muchachas, las conversaciones sobre cómo se llevó a cabo la colectivización, los relatos sobre los osos que arrebataban a las mujeres los cestos de frambuesas, las historias sobre los niños que pisaban con los talones desnudos las cabezas de las víboras… Aquel pueblo, para él extraño y singular, cuya vida se desarrollaba en torno al bosque como la vida del pueblo obrero donde él había nacido y crecido se desarrollaba en torno a una fábrica, desaparecería.
Luego el caza aterrizará y en un instante surgirá una nueva base aérea, un nuevo pueblo obrero o campesino con sus viejas, sus chicas, sus lágrimas y sus risas, sus gatos con narices peladas por las cicatrices, las leyendas del pasado, los recuerdos sobre la colectivización total y sus buenas y malas patronas.
Y el bello Solomatin, en ese nuevo contexto, se calará la gorra a la primera ocasión y deambulara por la calle, cantará al son de la guitarra y enamorará a alguna chica.
El comandante del regimiento, el mayor Zakabluka, con la cara bronceada y el cráneo blanco afeitado, hizo tintinear cinco órdenes de la Bandera Roja y, balanceándose sobre sus piernas torcidas, leyó a los pilotos la orden de reincorporación al servicio; añadió después que debían pasar la noche en los refugios y que la ruta sería anunciada antes del vuelo.
Concluyó con la prohibición de salir del aeródromo y la advertencia de que los que así lo hicieran recibirían un severo castigo.
– No quiero que nadie esté dando cabezadas en el aire -explicó-. Dormid antes del vuelo.
Tomó la palabra Berman, el comisario del regimiento, quien, aunque sabía disertar con eficacia y elegancia sobre las sutilezas de la aeronáutica, no era muy querido debido a su arrogancia. Las relaciones entre Berman y los pilotos habían empeorado a raíz de un episodio ocurrido con el piloto Mujin, que mantenía un romance con la bella radiotelegrafista Lidia Vóinova. Aquella historia de amor contaba con la simpatía de todo el mundo. En cuanto tenían un minuto libre se encontraban, iban a pasear junto al río y caminaban cogidos de la mano. Su relación era tan evidente que nadie se burlaba de ellos.
Y de repente circuló un rumor, un rumor difundido por la propia Lidia que había hecho una confidencia a una amiga, y de la amiga pasó a ser del dominio de todo el regimiento. Durante uno de sus habituales paseos Mujin había violado a Vóinova amenazándola con un arma de fuego.
Cuando el caso llegó a oídos de Berman, éste montó en cólera y puso tanto empeño que en diez días Mujin fue juzgado por un tribunal militar y condenado a muerte.
Antes de que se ejecutara la sentencia llegó un miembro del Consejo Militar del Aire, un tal general Alekséyev, con el objetivo concreto de aclarar las circunstancias del delito de Mujin. Lidia acabó de desconcertar al general, se arrodilló ante él y le rogó que la creyera, que la acusación contra Mujin era una mentira absurda.
Le contó toda la historia. Mujin y ella habían estado besándose en un claro del bosque; después se quedó dormida y Mujin para hacerle una broma, sin que ella se diera cuenta, le deslizó una pistola entre las rodillas y disparó contra el suelo. Ella se despertó gritando y Mujin comenzó a besarla de nuevo. Se lo había contado a su amiga, que había hecho correr otra versión, una mucho más espantosa. La única verdad de toda aquella historia era su amor hacia Mujin. Todo se resolvió de la mejor manera: la sentencia quedó anulada y Mujin fue trasladado a otro regimiento.
Desde ese suceso los pilotos veían con malos ojos a Berman.
Un día Solomatin dijo en la cantina que un ruso jamás se habría comportado de esa manera. Entonces un piloto, tal vez Molchánov, repuso que todas las naciones tenían sus villanos.
– Tomemos a Korol, por ejemplo -dijo Vania Skotnoi-. Es judío, sin embargo trabajar en pareja con él es perfecto. Si sales con él en misión de reconocimiento, ten por seguro de que en la cola tienes a un amigo que no te va a fallar.
– Pero ¿cómo quieres que Korol sea judío? -dijo Solomatin-. Korol es uno de los nuestros. En el aire me fío más de él que de mí mismo. Una vez, sobrevolando Rzhev, me barrió justamente de debajo de la cola un Messer. Y dos veces dejé escapar a un fritz tocado para sacar de un apuro a Borka Korol. Y ya sabes que cuando combato me olvido hasta de mi madre.
– Ya veo -dijo Víktorov-. Si un judío es bueno, dices que no es judío.
Todos rieron, pero Solomatin continuó:
– Muy bien, reíros, pero a Mujin no le debió parecer nada divertido cuando Berman lo condenó a la pena capital.
Entretanto Korol entró en la cantina y un piloto le preguntó, interesado:
– Oye, Boria, ¿eres judío?
– Sí, lo soy.
– ¿Estás seguro?
– Completamente.
– ¿Circuncidado?
– Vete al cuerno -respondió Korol.
Todos se echaron a reír de nuevo.
Cuando los pilotos se dirigían del aeródromo al pueblo, Solomatin se puso al lado de Víktorov.
– ¿Sabes? -le dijo-. Has pronunciado tu discurso en balde. Cuando trabajaba en la fábrica de jabón aquello estaba plagado de judíos, todos jefes; he visto con mis propios ojos a esos Samuel Abrámovich. Se apoyan mutuamente entre ellos, tenlo por seguro.
– ¿De qué me hablas? -dijo Víktorov encogiéndose de hombros-. ¿Es que me has puesto en el mismo saco?
Berman proclamó a los pilotos que una nueva era había comenzado y que se había acabado la vida en la reserva. Eso ya lo habían comprendido por sí mismos, pero aun así le escuchaban con atención, no fuera a ser que deslizara en su discurso una pista sobre su destino, si el regimiento se quedaría en el frente noroeste y se instalarían cerca de Rzhev o si serían transferidos al oeste o al sur.
Berman hablaba.
– La primera cualidad de un piloto de combate consiste en conocer bien su máquina y equipo para utilizarlos eficazmente; la segunda es el amor a su máquina: debe amarla como si fuera su hermana o su madre; la tercera, tener valor, es decir, la cabeza fría y el corazón caliente. La cuarta, sentir el espíritu de camaradería del que está imbuida nuestra vida soviética. La quinta, ¡la abnegación en el combate! ¡El éxito depende de cada pareja de aviones que trabajan juntos! ¡Sigue al líder de la patrulla! Un verdadero piloto también le da vueltas a la cabeza en tierra, analiza el último combate, considera: «Ah, así habría sido mejor, así no se debe hacer».
Los pilotos, mientras tanto, adoptaban una expresión de fingido interés en sus caras, miraban al comisario e intercambiaban impresiones en voz baja.
– Tal vez escoltemos a los Douglas que llevan víveres a Leningrado -dijo Solomatin, que tenía una amiga en Leningrado.
– ¿O tal vez en dirección a Moscú? -preguntó Molchánov cuya familia vivía en Kúntsevo, una localidad al oeste de Moscú.
– Quizá nos envíen cerca de Stalingrado -dijo Víktorov.
– Bah, es poco probable -replicó Skotnoi.
A él le era indiferente el lugar adonde destinaran al regimiento puesto que todos sus parientes se encontraban en la Ucrania ocupada.
– Y tú, Boria, ¿adónde volarías? -preguntó Solomatin-. ¿A tu capital judía, Berdíchev?
De pronto los sombríos ojos de Korol se oscurecieron de rabia y, en voz alta y clara, le soltó un aluvión de insultos.
– ¡Suboficial Korol! -gritó Berman.
– A sus órdenes, camarada comisario.
– Cállese.
Pero Korol ya se había callado.
El mayor Zakabluka tenía gran reputación y fama en el arte de la blasfemia y jamás habría amonestado a un piloto de combate soltando tacos en presencia de un superior. Él mismo cada mañana gritaba a su ordenanza de forma amenazante:
– ¡Maziúkin, tu puta madre…! -y después acababa en un tono más manso-: Va, venga, dame la toalla.
Sin embargo, como buen conocedor del carácter de picapleitos del comisario, el comandante del escuadrón no se atrevió a «amnistiar» rápidamente a Korol. Berman redactaría un informe donde expondría cómo Zakabluka había desacreditado su liderazgo político ante los pilotos. De hecho, Berman ya había informado por escrito a la sección política de que Zakabluka, desde que le habían pasado a la reserva, se había montado su propio señorío, bebía vodka con el jefe de Estado Mayor y tenía un lío con una lugareña, la zootécnica Zhenia Bondariova.
Así que el comandante Zakabluka no tuvo otra alternativa que lidiar con el asunto.
– ¿Qué son esos modales, suboficial Korol? ¡Dos pasos al frente! ¿A qué viene este desorden? -gritó con voz ronca y amenazadora.
Luego llevó el caso más lejos:
– Instructor político Golub, comunique al comisario por qué razón el suboficial Korol ha infringido la disciplina.
– Permita que le informe, camarada mayor, que ha discutido con Solomatin, pero no he oído el motivo.
– ¡Teniente mayor Solomatin!
– ¡Presente, camarada mayor!
– Su informe. ¡A mí no! ¡Al comisario del batallón!
– Adelante -asintió Berman sin mirar a Solomatin.
Sospechaba que el mayor Zakabluka tenía sus razones para no dar su brazo a torcer. Sabía que era un hombre que destacaba por una astucia inusitada tanto en tierra como en el aire; allí, en lo alto, era donde sabía mejor que nadie adivinar al instante el objetivo del enemigo, su táctica, y se anticipaba a sus movimientos. En tierra sabía cuándo era necesario fingirse un tontaina y reír obsequiosamente las bromas burdas de un hombre estúpido. Y sabía dominar a sus jóvenes tenientes, que no se amilanaban ante nada ni nadie.
Durante el periodo pasado en reserva, Zakabluka había manifestado interés por la agricultura y, principalmente, por la ganadería y la avicultura. Se ocupaba también de la preparación de conservas de frutas y hortalizas: hacía licor de frambuesa, salaba y secaba las setas. Sus comidas eran célebres y a los comandantes de otros regimientos les gustaba ir a verle en sus horas libres a bordo de sus U2 para tomar un tentempié y echar un trago. Pero el mayor no ofrecía su hospitalidad a cambio de nada.
Berman conocía otra peculiaridad de Zakabluka que hacía que su relación con él fuera particularmente difícil: el circunspecto, precavido y taimado Zakabluka era a la vez un temerario que cuando tenía algo entre ceja y ceja se lanzaba de cabeza, sin importarle que le fuera la vida en ello.
– Luchar contra los jefes es inútil, como mear de cara al viento -decía a Berman, y de pronto cometía un acto insensato en contra de sus intereses, tanto que desorientaba por completo al comisario.
Cuando los dos se encontraban de buen humor, conversaban, se guiñaban el ojo y se daban palmaditas en la espalda o sobre el estómago.
– Nuestro comisario es un hombre inteligente -decía Zakabluka.
– Y es fuerte nuestro heroico mayor -decía Berman.
A Zakabluka no le gustaba el comisario por su carácter melifluo, la diligencia con que insertaba en sus informes cada palabra imprudente; se mofaba de la debilidad de Berman por las chicas bonitas, su pasión por el pollo cocido («déme el muslito», pedía), y su indiferencia por el vodka; reprobaba su falta de interés hacia las condiciones de vida de los demás pero también la habilidad con que creaba condiciones satisfactorias para su propia comodidad. De Berman apreciaba su inteligencia, su disposición para entrar en conflicto con los superiores por el bien de la causa y el coraje (a veces parecía que el propio Berman no se daba cuenta de lo fácil que era perder la vida).
Y ahí estaban aquellos dos hombres, a punto de conducir al campo de batalla a un escuadrón de cazas, y mirándose de soslayo mientras escuchaban el informe de Solomatin.
– Debo decir con franqueza, camarada comisario del batallón, que ha sido culpa mía si Korol ha infringido la disciplina. Me he burlado de él y él ha soportado mis pullas, pero al final ha perdido la paciencia.
– ¿Qué le ha dicho usted? Transmítaselo al comisario del regimiento -interrumpió Zakabluka.
– Los chicos estaban intentando adivinar el destino del escuadrón, a qué frente nos enviarían, y yo le he dicho a Korol: «Tú seguro que quieres ir a tu capital, a Berdíchev».
Los pilotos observaban a Berman.
– No lo entiendo. ¿De qué capital habla? -preguntó Berman, pero de repente lo comprendió.
Berman se quedó desconcertado y todo el mundo se dio cuenta, especialmente el mayor, que se sorprendió de que eso le ocurriera a un hombre tan afilado como una cuchilla de afeitar. Pero lo que siguió a continuación fue todavía más asombroso.
– Bueno, ¿y qué más da? -dijo Berman-. ¿Y si usted, Korol, le hubiera preguntado a Solomatin, que, como todos sabemos, nació en el pueblo de Dórojovo en el distrito de Novo-Ruzski, si le apetece luchar sobre Dórojovo? ¿Debería haberle respondido con un puñetazo en la cara? Me sorprende encontrar la mentalidad del shtetl en un miembro del Komsomol [35].
Acababa de pronunciar unas palabras que ejercían, inevitablemente, cierto poder hipnótico sobre los hombres. Todos comprendían que Solomatin quería ofender a Korol y lo había logrado, pero Berman explicaba convencido que Korol no se había liberado de los prejuicios nacionalistas y que su conducta manifestaba desprecio respecto a la amistad entre los pueblos. Korol no debía olvidar que eran precisamente los fascistas los que se servían de prejuicios nacionalistas.
Todo lo que decía Berman era por sí mismo verdadero y justo. La Revolución y la democracia habían engendrado las ideas sobre las que ahora hablaba con voz emocionada. Pero en aquel instante, la fuerza de Berman residía en que más que servir a un ideal se servía de él, subordinándolo a sus necesidades, que ahora eran cuestionadas.
– ¿Lo ven, camaradas? -continuó el comisario Berman-. Allí donde no hay claridad de ideas, tampoco hay disciplina. Esto explica el modo en que ha actuado hoy Korol.
Meditó unos instantes y añadió:
– El acto indecente de Korol, su actitud, es indigna de un soviético.
Por supuesto, Zakabluka no podía ya inmiscuirse. Berman había transformado la falta de Korol en una cuestión política, y Zakabluka sabía que ningún comandante en activo podía permitirse una intromisión en la acción de los órganos políticos.
– Así son las cosas, camaradas -dijo Berman, y después de una pequeña pausa para enfatizar sus palabras, concluyó-: el primer responsable de este acto indecente es el culpable directo, pero también lo soy yo, comisario de este escuadrón, ya que no he sabido ayudar al piloto Korol a dominar su repugnante residuo nacionalista. Es una cuestión más seria de lo que me parecía al principio; por eso no castigaré ahora a Korol por su infracción disciplinaria. Asumiré el compromiso de reeducar al suboficial Korol.
Todos se movieron y se acomodaron mejor en sus asientos al percatarse de que el asunto había concluido.
Korol miró fijamente a Berman. Algo en su mirada hizo que Berman se estremeciera, moviera bruscamente los hombros y se fuera.
Por la noche, Solomatin le dijo a Víktorov:
– Ves, Lenia, son siempre así: el uno por el otro, ni visto ni oído. Si este incidente te hubiera pasado a ti o a Vania Skotnoi, ten la certeza de que Berman os habría enviado a un batallón disciplinario.
Aquella noche, en lugar de irse a dormir, los pilotos se tumbaron sobre los catres de los refugios a fumar y charlar. Skotnoi, que había tenido una ración de vodka de despedida durante la cena, cantaba:
El avión entra en barrena.
Ruge, contra el regazo de la tierra va a estrellarse.
No llores, querida, tranquila.
Olvídame para siempre.
Velikánov no pudo contenerse: se fue de la lengua y todos supieron que el regimiento estaba a punto de ser enviado cerca de Stalingrado.
La luna se había alzado sobre el bosque, y su mancha inquieta iluminaba los árboles. El pueblo que se encontraba a dos kilómetros del aeródromo parecía inmerso en la ceniza, oscuro, silencioso. Los pilotos que estaban sentados junto a la entrada del refugio contemplaban el mundo maravilloso de la Tierra. Víktorov miraba las tenues sombras que la luna proyectaba sobre las alas y las colas de los Yak y empezó a acompañar en voz baja al cantante:
Nos sacarán fuera del avión,
la carcasa agarrada entre los brazos.
Alto en el cielo se elevarán los cazas
para acompañarnos en el último vuelo.
Y los que estaban echados sobre los catres seguían conversando. En la penumbra no podían distinguirse las caras de quienes hablaban, aunque se reconocían perfectamente por la voz. Sin necesidad de llamarse por el nombre, respondían y hacían preguntas.
– Fue Demídov el que pidió que lo destinaran en misión. ¿Te acuerdas? Si no volaba, adelgazaba.
– ¿Te acuerdas de cuando escoltábamos a unos Petliakov cerca de Rzhev? Ocho Messer se le lanzaron en picado y él no rehuyó el combate, resistió durante diecisiete minutos.
– Sí, no estaría mal sustituir nuestros cazas por unos Junkers.
– Siempre cantaba mientras volaba. No pasa un día sin que me acuerde de sus canciones. Cantaba también las canciones de Vertinski.
– ¡Era un hombre culto el moscovita!
– Sí, ése en el aire no te dejaba plantado. Siempre miraba por los que se quedaban detrás.
– Tú no tuviste tiempo de conocerlo.
– Claro que sí. Dime cómo vuelas y te diré qué clase de compañero eres.
Skotnoi acabó de cantar otra estrofa y todos se callaron a la espera de que continuara. Pero Skotnoi no entonó otra canción. Repitió, en cambio, un proverbio muy conocido entre los aviadores que comparaba la vida de un piloto de caza con la camiseta de un niño [36].
Después la conversación giró en torno a los alemanes.
– Lo mismo pasa con ellos, enseguida se les ve el plumero. Puedes decir si se trata de un buen piloto o si va en busca de novatos o rezagados.
– En general, no suelen tener parejas fuertes.
– No pondría la mano en el fuego.
– El boche le hinca los dientes al que está herido, pero escapa veloz si estás activo.
– Uno a uno. Yo también he derribado uno así.
– No te ofendas, pero yo no otorgaría una condecoración por abatir un Junkers.
– Un tarán [37]: así es la naturaleza rusa.
– ¿Por qué me iba a ofender? Ahora no me puedes quitar la medalla.
– A propósito del tarán, hace mucho tiempo que acaricio un sueño… ¡Golpear el avión enemigo con mi hélice y no se hable más!
– El tarán, sí, el tarán. Aproximarse por la cola. Derribarlo, aplastarlo, confundirlo con el humo, el gas.
– Me gustaría saber si el comandante se va a llevar la vaca y las gallinas en el Douglas.
– Ya las han matado, las están conservando en salazón. Alguien dijo arrastrando las palabras, pensativo:
– Ahora mismo me sentiría cohibido llevando a una chica a un buen club; he perdido la costumbre.
– Solomatin no lo estaría.
– ¿Tienes envidia, Lenia?
– Envidio el hecho, no el objeto.
– Claro. Fiel hasta la tumba.
Luego todos se pusieron a recordar la batalla de Rzhev, la última antes de entrar en reserva, cuando siete cazas se encontraron con un nutrido número de Junkers prestos a bombardear acompañados de unos Messer. Cada piloto elogiaba sus propias hazañas, pero en realidad comentaban lo que habían conseguido juntos.
– Estaban en el fondo del bosque, pero en cuanto alzaron el vuelo fueron inconfundibles. ¡Volaban en tres filas! Reconocí enseguida la silueta de los Ju-87, con las patas prominentes y el morro amarillo. Bueno, pensé para mí, la cosa va a estar movidita.
– Al principio pensé que eran disparos de la artillería antiaérea.
– Hay que reconocer que el sol estaba de nuestra parte. Me puse de espaldas al sol, y abajo, de cabeza. Iba a la izquierda, pero de repente el alemán se me pone a una treintena de metros… Me tambaleé, pero no pasó nada: ¡el avión obedecía perfectamente! Me lancé contra el Junkers abriendo fuego con toda la artillería, empezó a echar humo, y en ésas, un Messer con el morro amarillo y largo como un lucio gira hacia mí. Pero ya era demasiado tarde para él. Vi la luz azul de las balas trazadoras.
– Y yo vi las mías que dieron en el blanco sobre las alas negras.
– Te lo pasaste en grande.
– De pequeño siempre estaba lanzando la corneta, y mi padre me sacudía de lo lindo. Luego, cuando trabajaba en la fábrica, nada más acabar la jornada me iba andando al club de aviación, siete kilómetros de ida y siete de vuelta. Estaba molido, pero nunca me salté una clase.
– Escucha esto. Me habían quemado el depósito de aceite y los tubos de la gasolina. La carlinga era un horno, todo echaba humo. Y en ese momento un alemán me da un golpe en el ala, las gafas se me rompieron, los cristales se hicieron añicos, tenía los ojos llenos de lágrimas. Me lanzo en picado contra él para devolverle la cortesía. Solomatin me cubre. Mi avión estaba en llamas, pero no tenía miedo, había perdido el sentido del tiempo. No sé cómo, pero logré aterrizar. Y yo no me quemé, sólo mis botas y el avión.
– Yo parece como si lo estuviera viendo ahora mismo -añadió otra voz-: Estaban a punto de abatir a nuestro compañero. Hago todavía dos virajes y él con un gesto me dice que me vaya. Yo no iba en pareja y me lanzaba contra los Messer para echar una mano a quien lo necesitara.
– Una vez me llevé una buena, me acribillaron como a una vieja perdiz.
– Doce veces me lancé a por el alemán. Al final conseguí tocarlo. Lo vi sacudir la cabeza y supe que era mi oportunidad. Lo derribé con mi cañón a veinticinco metros de distancia.
– Sí, en general, a los alemanes no les gusta combatir en un plano horizontal; prefieren el plano vertical.
– ¡Eso es un despropósito!
– ¿Qué?
– ¡Todo el mundo lo sabe, incluso las chicas del pueblo! Los alemanes tratan de evitar los giros bruscos.
Todos se callaron; al cabo de un rato alguien dijo:
– Partiremos mañana en cuanto amanezca. Demídov se quedará aquí solo.
– Bueno, amigos, cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero yo me voy al pueblo, a dar una vuelta.
– ¿Una visita de despedida? Claro, vamos.
En medio de la noche, todo -el río, el campo, el bosque- estaba tan tranquilo y maravilloso como si en el mundo no existiera ni el odio, ni las traiciones, ni la vejez, sólo el amor correspondido. Las nubes flotaban sobre la luna, que a su vez caminaba sobre el velo que envolvía la Tierra. Sólo unos pocos pasaron aquella noche en el refugio. En los linderos del bosque, cerca de las vallas, refulgían los pañuelos blancos y estallaban risas felices. En el silencio un árbol se estremecía, asustado por un sueño nocturno, y de vez en cuando el río bisbiseaba un rumor incomprensible y enseguida volvía a correr en silencio.
Llegó la hora amarga para el amor: la hora de la despedida, la hora del destino. El que llora olvidará al día siguiente; a otra pareja los separará la muerte, para algunos el destino decretará un nuevo encuentro: la fidelidad.
Nació un nuevo día. Los motores se pusieron a rugir, el viento de las hélices aplastó la hierba estropeada y miles de gotas microscópicas temblaron al sol… Los aviones militares, uno detrás del otro, se alzaban a aquella altura azul, elevando en el cielo cañones y ametralladoras. Daban vueltas, esperaban a sus compañeros, se ponían en formación…
Todo lo que aquella noche había parecido tan inmenso desaparecía en el cielo azul…
Ahora las casas grises parecían cajitas con sus huertitos rectangulares, que se deslizaban, desaparecían bajo el ala del avión… Ya no se veía el sendero cubierto por la hierba, no se veía la tumba de Demídov… ¡En marcha! Y todo el bosque se estremecía, se desvanecía definitivamente bajo las alas del avión.
– ¡Buenos días, Vera! -dice Víktorov.
A las cinco de la madrugada los guardias de turno despertaron a los detenidos. Todavía era noche cerrada y los barracones estaban iluminados por esa luz despiadada que hay en las prisiones, las estaciones ferroviarias y las salas de admisión de los hospitales.
Miles de hombres, tosiendo y escupiendo se ponían los pantalones forrados y sus zapatos, se rascaban los costados, el cuello, la barriga.
Cuando los que dormían en las literas de arriba daban con los pies en la cabeza a los que estaban vistiéndose abajo, notaban que éstos les apartaban los pies sin mediar una palabra; o bien, los de abajo, apartaban en silencio la cabeza.
Había algo profundamente antinatural en aquel despertar nocturno de una enorme masa de prisioneros, el ajetreo de cabezas y espaldas en medio del espeso humo de la majorka [38], la luz eléctrica inflamada. Alrededor había cientos de kilómetros cuadrados de raiga rígidos sumidos en un silencio gélido, mientras el campo estaba atestado de gente, lleno de movimiento, humo, luz.
Durante la primera mitad de la noche había nevado sin interrupción, los montones de nieve bloqueaban las puertas de los barracones y habían inundado el camino que conducía a la mina…
Las sirenas ulularon lentamente y tal vez en alguna parte de la taiga los lobos aullaron en respuesta a aquellas voces potentes y siniestras. En el campo los mastines ladraban roncamente mientras retumbaba el ruido sordo de los tractores afanándose en despejar de nieve los caminos hacia las minas y los guardias se intercambiaban voces.
La nieve seca, iluminada por los proyectores, brillaba blanda y suave. En el inmenso campo, bajo los ladridos incesantes de los perros, empezó el control. Las voces afónicas de los guardas sonaban exasperadas… Y he aquí que un río humano, a punto de desbordarse por el abundante caudal, fluye en dirección a los pozos de mina. El suelo cruje bajo las botas de piel y fieltro. Abriendo desmesuradamente su único ojo, la torre del puesto de vigilancia mira con atención…
Entretanto las sirenas del norte continuaban aullando, ahora próximas ahora lejanas, entonando una monótona sinfonía, como una orquesta formada por varias bandas, que se extendía por la tierra helada de Krasnoyarsk, la República Autónoma de los Komi, sobre Magadán, sobre Soviétskaya Gavan, sobre las nieves de Kolymá, sobre la tundra de la Chukotka, sobre los campos al norte de Murmansk y el Kazajstán del Norte…
Acompañados del sonido de las sirenas y los golpes rítmicos de una palanca contra un segmento de riel colgado de un palo, los hombres marchaban a extraer el potasio de Solikamsk, el cobre de Rídder y de los ríos del lago Baljash, el plomo y el níquel de Kolymá, el carbón de Kuznetsk y Sajalín. Marchaban los constructores de la vía férrea que discurría sobre el hielo eterno a lo largo de la orilla del océano glacial; otros limpiaban los caminos a través de la tundra de Kolymá; un grupo partía a talar el bosque de Siberia, los Urales del Norte, las regiones de Murmansk y Arjanguelsk…
En aquella hora nocturna llena de nieve comenzaba la jornada en los lagpunkts [39] de la taiga y en toda la extensión del enorme sistema de campos del Dalstrói [40].
Aquella noche el zek [41] Abarchuk fue presa de un ataque de angustia. No era la doliente angustia habitual del campo, sino una fiebre ardiente como la malaria, una angustia que te empuja a gritar, salirte del catre, darte puñetazos en el cráneo.
Por la mañana, mientras los prisioneros se preparaban para ir al trabajo a toda prisa, y a la vez a regañadientes, el vecino patilargo de Abarchuk, el capataz de gas Neumolímov, que había sido comandante de una brigada de caballería durante la guerra civil, le preguntó:
– ¿Por qué te movías tanto esta noche? ¿Soñabas con una mujer? Te reías incluso.
– Tú sólo piensas en eso -respondió Abarchuk.
– Pues yo pensaba que llorabas durmiendo -dijo el pridurok [42] Monidze, el segundo vecino de litera de Abarchuk, ex miembro del presídium de la Internacional de la Juventud Comunista- y quería despertarte.
Un tercer amigo de Abarchuk, el auxiliar médico Abraham Rubin, no se había dado cuenta de nada y mientras salían a la oscuridad helada, dijo:
– ¿Sabes qué? Esta noche he soñado que Nikolái Ivánovich Bujarin, vivo y alegre, venía a visitarnos al Instituto de Profesores Rojos y se había armado una escandalera a propósito de la teoría de Enchmen.
Abarchuk se puso a trabajar en el almacén de herramientas. Su ayudante, un tal Bárjatov, que tiempo atrás había degollado a una familia de seis miembros para robarles, estaba encendiendo la estufa con un trozo de leña de cedro y desechos de serrería; Abarchuk ordenaba las herramientas dispersas por las cajas. Le parecía que la punta afilada de las limas y los buriles, impregnados de un frío abrasador, expresaba la sensación que había experimentado durante la noche.
Aquel día no se diferenciaba en nada de los anteriores. Por la mañana el contable había enviado a Abarchuk los pedidos de herramientas que les habían formulado de campos lejanos, ya aprobados por el departamento técnico. Ahora tenía que sacar el material y las herramientas correspondientes, embalarlo en cajas, cumplimentar el inventario adjunto. Algunos envíos estaban incompletos y había que redactar unos certificados especiales.
Como de costumbre Bárjatov no hacía nada y obligarle a trabajar era imposible. Cuando llegaba al almacén sólo se ocupaba de cuestiones de alimentación, y aquel día, desde primera hora de la mañana, se había puesto a hervir en la olla una sopa de patatas y hojas de col. Un profesor de latín del Instituto Farmacéutico de Járkov, ahora recadero en la primera sección, se escapó para hacer una visita a Bárjatov; con los dedos rojos y temblorosos volcó sobre la mesa algunos granos de mijo sucios. Bárjatov le chantajeaba por algún asunto.
Por la tarde, la sección de finanzas llamó a Abarchuk: en sus cuentas no cuadraban los números. El subjefe de la sección le gritó, lo amenazó con mandar un informe a su superior y estas amenazas le provocaron náuseas. Solo, sin ayuda, no lograba sacar adelante todo el trabajo, pero al mismo tiempo no se atrevía a quejarse de Bárjatov. Estaba cansado, tenía miedo de perder el puesto de almacenero e ir a parar de nuevo a la mina o a la tala de árboles. El pelo se le había vuelto cano, había perdido la fuerza… Ése era el motivo de su ataque de angustia: su vida se le había ido bajo el hielo siberiano.
A su regreso de la sección de finanzas Bárjatov dormía con la cabeza apoyada sobre unas botas de fieltro que, al parecer, le había traído uno de los delincuentes comunes; al lado de la cabeza estaba la cacerola vacía y en la mejilla tenía pegado el mijo del botín.
Abarchuk sabía que a veces Bárjatov se llevaba herramientas del almacén y, por tanto, era posible que las botas fueran fruto de una operación de intercambio de material del almacén. En una ocasión que Abarchuk advirtió la falta de tres limas le dijo:
– ¡Robar en la Gran Guerra Patria el escaso metal! Debería darte vergüenza…
Y Bárjatov le había replicado:
– Tú, piojo, cierra el pico, ¡si no, verás!
Abarchuk no se atrevió a despertar a Bárjatov directamente; en su lugar se puso a hacer ruido, a ordenar sierras de cinta, tosió, dejó caer un martillo. Bárjatov se despertó y le siguió con la mirada, una mirada tranquila y despreocupada. Después dijo en voz baja:
– Un chico del convoy de ayer me contó que hay campos peores que éste. Los zeks llevan cadenas y medio cráneo afeitado. Sin nombre, sólo un número cosido sobre el pecho, sobre las rodillas, y en la espalda un as de diamantes.
– Patrañas -replicó Abarchuk.
Bárjatov siguió con voz soñadora:
– Habría que enviar allí a todos los políticos fascistas -anunció-. Y a ti, carroña, el primero, así no volverías a despertarme.
– Disculpe, ciudadano Bárjatov, si he interrumpido vuestro reposo -dijo Abarchuk.
Generalmente temía a Bárjatov, pero esta vez no lograba controlar su rabia.
A la hora del relevo llegó Neumolímov, negro del polvo de carbón.
– Bueno, ¿cómo va la emulación? [43] -preguntó Abarchuk-. ¿El pueblo participa?
– Poco a poco. Que el carbón es necesario para el frente es algo que todos comprenden. Hoy nos han llegado carteles de la sección cultural y educativa [44] «Ayudemos a la patria superando la cuota de trabajo fijado».
Abarchuk suspiró.
– ¿Sabes qué? Alguien debería escribir un tratado sobre los tipos de angustia en los campos. Una te oprime, otra te agobia, la tercera te ahoga, no te deja respirar. Y hay una especial, una que ni te ahoga ni te oprime ni te agobia, sino que desgarra al hombre por dentro, como un monstruo de las profundidades del mar que de repente sale a la superficie.
Neumolímov dibujó una sonrisa triste, pero los dientes no le brillaron, los tenía todos estropeados y se confundían con el color del carbón.
Bárjatov se acercó a ellos y Abarchuk, volviéndose, le dijo:
– Andas siempre con tanto sigilo que haces que me sobresalte: te encuentro a mi lado cuando menos me lo espero.
Bárjatov, un hombre que nunca sonreía, dijo con aire serio:
– ¿Tienes algo en contra de que haga una incursión al almacén de víveres?
Cuando se fue, Abarchuk le confió a su amigo:
– Esta noche me acordé del hijo que tuve con mi primera mujer. Lo más probable es que haya partido al frente. Luego se inclinó hacia Neumolímov y siguió:
– Me gustaría que el chico se convirtiera en un buen comunista. Me imaginaba que me encontraba con él y le decía: «Recuerda, el destino de tu padre no importa, es una tontería, pero la causa del Partido es sagrada. ¡La ley suprema de nuestro tiempo!».
– ¿Lleva tu apellido?
– No -respondió Abarchuk-, pensaba que se convertiría en un pequeño burgués.
Por la noche y también la noche del día antes había pensado en Liudmila. Deseaba verla. Buscaba en los trozos de periódicos moscovitas esperando leer de repente: «Teniente Anatoli Abarchuk». Entonces comprendería que el hijo había querido llevar el apellido de su padre.
Por primera vez en su vida tenía ganas de que alguien lo compadeciera; se imaginaba acercándose al hijo, la respiración entrecortada, y se señalaría el cuello con la mano: «No puedo hablar».
Tolia le abrazaría y él apoyaría la cabeza sobre su pecho y rompería a llorar sin avergonzarse, con amargura, con tanta amargura… Permanecerían así mucho tiempo, el uno frente al otro, el hijo una cabeza más alto que el padre…
Tolia probablemente siempre estaría pensando en su padre. Habría buscado a sus viejos camaradas, quienes le habrían contado cómo su padre había luchado por la Revolución. Tolia le diría: «Papá, papá, el pelo se te ha puesto todo blanco, qué cuello tan delgado, arrugado… Has combatido todos estos años, has librado una batalla solo, una batalla enorme».
En el curso de la instrucción le dieron tres días seguidos comida salada, sin darle de beber; le pegaron.
Al final comprendió que lo que querían no era tanto obligarlo a firmar una declaración de sabotaje o espionaje, ni inducirlo a acusar a otras personas. Lo que se proponían, sobre todo, era instalar en él la duda sobre la justicia de la causa a la que él había consagrado toda su vida. Durante la instrucción llegó a pensar que había caído en manos de unos bandidos, y que tal vez bastaría obtener una entrevista con el jefe del departamento para descubrir el pastel y que detuvieran a aquel juez instructor criminal que en realidad era un malhechor.
Sin embargo, con el paso del tiempo se había dado cuenta de que no se trataba sólo de algunos sádicos.
Había aprendido las leyes que regían los trenes y barcos de prisioneros. Había visto cómo los presos comunes se jugaban a las cartas no sólo los bienes ajenos sino las vidas ajenas. Había sido testigo de lamentables depravaciones y traiciones, y visto la India [45] criminal, histérica, sanguinaria, vengativa e increíblemente cruel. Vio riñas terribles entre los perros, los que aceptaban trabajar, y los ladrones honrados [46], los ortodoxos que se negaban a trabajar.
Solía decir: «No meten a alguien en prisión por nada». Creía que sólo un grupo reducido, él incluido, había ido a parar allí por error, pero que los demás, la inmensa mayoría, habían sido encarcelados justificadamente: la espada de la justicia castigaba a los enemigos de la Revolución.
Vio el servilismo, la deslealtad, la sumisión, la crueldad… Las definía como taras congénitas del capitalismo y consideraba que sólo podía encontrarlas en hombres del antiguo régimen, los oficiales blancos, los kulaks, los nacionalistas burgueses.
Su fe era firme, su fidelidad al Partido, inquebrantable. Justo cuando estaba a punto de marcharse, Neumolímov exclamó:
– Casi me olvido, alguien ha preguntado hoy por ti.
– ¿Quién?
– Uno del convoy que llegó ayer. Los han repartido para el trabajo. Ha preguntado por ti y yo le he dicho: «Lo conozco por casualidad, y por casualidad hace cuatro años que dormimos uno al lado del otro en la tarima». Me dijo su nombre, pero lo he olvidado.
– ¿Cómo era? -preguntó Abarchuk.
– Bueno… Debilucho, con una cicatriz en la sien.
– Ay -gritó Abarchuk-, ¿no será Magar?
– Sí, eso es.
– Es mi camarada, mayor que yo, mi maestro, ¡el que me metió en el Partido! ¿Qué te preguntó? ¿Qué dijo?
– Lo de costumbre: qué pena te había caído. Le respondí: «Habían pedido cinco, pero le dieron diez». Le dije que habías comenzado a toser y que pronto serías liberado.
Sin escucharlo, Abarchuk repetía:
– Magar, Magar… Durante un tiempo trabajó en la Cheká. Era un hombre fuera de lo normal, ¿sabes?, un tipo especial. A un camarada le hubiera dado todo, en invierno te habría dado su abrigo, su último trozo de pan. Y era inteligente, un hombre instruido. Y un proletario de pura cepa, hijo de un pescador de Kerch.
Abarchuk se giró y se inclinó hacia Neumolímov:
– ¿Te acuerdas? Dijimos que los comunistas del campo deberíamos fundar una organización, ser útiles al Partido, y Abrashka Rubin preguntó: «¿Quién sería el secretario?». Pues ya lo tenemos.
– Yo te voto a ti. A él no le conozco. Y luego, ¿dónde lo buscas? Han salido diez coches cargados de gente para diferentes campos y probablemente se lo han llevado.
– No importa, lo encontraremos. Ah, Magar, Magar. ¿Así que preguntaba por mí?
– Por poco me olvido para qué había venido -dijo Neumolímov-. Dame una hoja de papel. ¡Vaya memoria que tengo!
– ¿Una carta?
– No, voy a dirigir una petición a Semión Budionni para que me envíen al frente.
– No te enviarán.
– Semia se acuerda de mí.
– El ejército no admite en sus filas a los prisioneros políticos. Lo que puedes hacer es ayudar a incrementar nuestra producción de carbón. Los soldados nos lo agradecerán.
– Quiero combatir.
– Budionni no puede ayudarte. Yo he escrito al propio Stalin.
– ¿Que Budionni no puede ayudarme? ¡Debes de estar bromeando! ¿Es que no quieres darme papel? No te lo pediría si me lo hubieran dado en la sección de educación y cultura, pero no me lo dan. He superado mi cupo.
– De acuerdo. Te daré una hoja -respondió Abarchuk.
Le quedaba algo de papel guardado del que no tenía que rendir cuentas. En la sección de educación y cultura llevaban la cuenta del papel y había que justificar el empleo que de él se hacía.
Aquella noche, en el barracón, la vida seguía su curso habitual.
El viejo caballero de la guardia real, Tungúsov, parpadeaba repetidamente mientras contaba una interminable historia novelada: los delincuentes comunes le escuchaban con atención, se rascaban y asentían con gesto de aprobación. Tungúsov tejía una historia rocambolesca y complicada, insertando nombres de bailarinas famosas, el famoso Lawrence de Arabia, aventuras extraídas de Los tres mosqueteros y viajes del Nautilus, de Jules Verne.
– Espera, espera -lo interrumpió uno de los oyentes-. ¿Lomo que ha atravesado la frontera de Persia? ¡Ayer dijiste que la habían envenenado!
Tungúsov se calló, miró con dulzura a su crítico y después reanudó su relato con soltura:
– Nadin estaba muy grave pero consiguió recuperarse. Los esfuerzos de un médico tibetano, que le vertió entre los labios entreabiertos unas gotas de una preciosa infusión hecha con hierbas azules de altas montañas, le restituyeron a la vida. Por la mañana ya era capaz de moverse por su habitación sin ayuda. Recuperó las fuerzas.
La explicación satisfizo al auditorio.
– Comprendido, sigue entonces -le dijeron.
En un rincón al que llamaban el «sector koljosiano» todos reían mientras escuchaban al viejo Gasiuchenko, a quien los alemanes habían nombrado jefe de un pueblo, recitar cancioncillas obscenas con voz cantarina…
Un periodista y escritor de Moscú, aquejado de una hernia, un hombre bueno, inteligente y tímido, masticaba lentamente un trozo de pan blanco que había recibido el día antes en un paquete enviado por su mujer. Evidentemente el gusto y el crujido del mendrugo le recordaban la vida pasada y las lágrimas asomaban a sus ojos.
Neumolímov discutía con un tanquista que cumplía pena en el campo por violación y asesinato. El soldado amenizaba a los oyentes burlándose de la caballería mientras Neumolímov, pálido de odio, le espetaba:
– ¿Sabes lo que hicimos con nuestras espadas en 1920?
– Sí, degollabais gallinas robadas. Un solo tanque KV podría haber acabado con vuestro primer Ejército de Caballería entero. No se puede comparar la guerra civil con ésta, mundial.
El joven ladrón Kolka Ugárov la había tomado con Rubin y trataba de convencerle de que le cambiara sus zapatos por unas zapatillas rotas con la suela desgastada.
Rubin, oliéndose el peligro, bostezaba nervioso, volviéndose hacia sus vecinos en busca de un apoyo.
– Escucha, judío -dijo Kolka, parecido a un gato salvaje de ojos claros-, escucha, carroña, ten cuidado, me estás poniendo los nervios de punta.
Luego Ugárov dijo:
– ¿Por qué no me has firmado el papel para librarme del trabajo?
– No tenía derecho. No estás enfermo.
– Entonces ¿no lo firmarás?
– Kolia, amigo, te aseguro que lo haría, pero no puedo.
– En definitiva, no lo harás.
– Pero entiéndelo. Es que piensas que si pudiera…
– Está bien. No hay más que hablar.
– No, espera, intenta comprenderme…
– Lo he comprendido, ahora comprenderás tú.
Shtedding, un sueco rusificado -se decía que en realidad era un espía-, levantó por un momento los ojos del cuadro que estaba pintando sobre un trocito de cartón que le habían dado en la sección de educación y cultura, miró a Ugárov, a Rubin, sacudió la cabeza y volvió de nuevo a su cuadro titulado Madre taiga. Shtedding no temía a los delincuentes comunes que, por alguna razón, no le tocaban.
Cuando Ugárov se alejó, Shtedding dijo a Rubin:
– No eres prudente, Abraham Yefímovich.
Tampoco temía a los comunes el bielorruso Konashévich que antes del arresto había sido mecánico de aviación en el Extremo Oriente y había conquistado, en la flota del Pacífico, el título de campeón de boxeo de peso medio. Era respetado por los comunes pero ni una vez salía en defensa de aquellos que los ladrones maltrataban.
Abarchuk atravesó con pasos lentos el estrecho pasillo que había entre las tarimas dispuestas en dos niveles, y de nuevo se apoderó de él la angustia. El extremo más lejano del barracón, de cien metros de largo, estaba sumergido en una niebla de majorka y cada vez tenía la impresión de que, llegado al horizonte del barracón, vería algo nuevo; sin embargo el espectáculo siempre era el mismo: el muro donde, bajo los lavaderos en forma de canalones de madera por los que discurría el agua, los reclusos lavaban sus peales, los escobones apoyados contra la pared estucada, los cubos pintados, los colchones sobre las tarimas rellenos de virutas que perdían a través de la arpillera, el ruido monótono de las conversaciones, las caras demacradas de los presos, todos del mismo color.
La mayoría de los zeks, en espera del toque de silencio, se sentaban en las tarimas, hablaban de la sopa, de mujeres, de la deshonestidad del encargado de cortar el pan, del destino de sus cartas a Stalin y las peticiones a la fiscalía de la Unión Soviética, de las nuevas normas concernientes a la extracción y el transporte de carbón, del frío de hoy, del frío de mañana.
Abarchuk caminaba despacio escuchando fragmentos de conversación. Le parecía que la misma conversación interminable se prolongaba hacía años entre millones de hombres durante las etapas de los convoyes, en los barracones de los campos: los jóvenes hablaban de mujeres, los viejos de comida. Pero era especialmente desagradable oír a los viejos hablar con concupiscencia de mujeres y a los jóvenes de las sabrosas comidas que habían disfrutado antes del campo.
Abarchuk se apresuró al pasar delante del catre donde estaba sentado Gasiushenko: un hombre viejo, a cuya mujer sus hijos y nietos llamaban «mamá» y «abuela», que soltaba unas impudicias que infundían miedo.
Sólo deseaba que llegara pronto el toque de silencio, el momento de tumbarse en el catre, enrollarse la cabeza con el chaquetón, no ver, no oír.
Abarchuk miró hacia la puerta: en cualquier momento podía entrar Magar. Abarchuk convencería al jefe de dormitorio para que le asignara un lugar a su lado, y por las noches conversarían abiertamente, con sinceridad: eran dos comunistas, maestro y discípulo, dos miembros del Partido.
En los catres donde estaban situados los amos del barracón, es decir Perekrest -el jefe de la brigada de los comunes en la mina-, Bárjatov y el jefe de dormitorio Zarókov, se había organizado un pequeño banquete. El lacayo de Perekrest, el planificador Zheliábov, había extendido una toalla sobre una mesita y estaba colocando encima tocino, arenques, dulces de miel: el tributo que Perekrest percibía de los que trabajaban en su brigada.
Abarchuk pasó delante de los catres de los amos sintiendo que el corazón se le encogía: tal vez lo invitaran, le pedirían que se sentara con ellos. ¡Tenía tantas ganas de algo apetitoso! ¡El canalla de Bárjatov! Pensar que hacía y deshacía a su antojo en el almacén… Abarchuk sabía que robaba clavos, había hurtado tres limas, pero no había dicho ni una palabra a los guardias. Al menos, Bárjatov habría podido llamarle, decirle: «¡Eh, jefe, siéntate con nosotros!». Y, despreciándose, Abarchuk sintió que no eran sólo las ganas de comer, sino otro sentimiento el que le agitaba, un sentimiento infame, bajo, propio del campo: entrar en el círculo de los fuertes, hablar de igual a igual con Perekrest, que hacía temblar a todo el grandioso campo.
Y Abarchuk pensó de sí mismo: «carroña». Y de Bárjatov inmediatamente después: «carroña».
A él no le invitaron, pero sí a Neumolímov y, sonriendo con los dientes marrones, el comandante de la brigada, condecorado con dos órdenes de la Bandera Roja, se acercó a los catres. El hombre sonriente, que estaba a punto de sentarse a la mesa de los ladrones, veinte años antes había guiado en combate a los regimientos de caballería para instituir una comuna mundial… ¿Por qué le había hablado a Neumolímov de Tolia, la persona que más amaba en el mundo?
Aunque él también, a fin de cuentas, había luchado por la comuna y desde su despacho de Kuzhass hacía informes a Stalin… y ahora míralo ahí, emocionado por la esperanza de que lo llamaran, mientras pasaba al lado de la mesita cubierta con una sucia toalla bordada.
Abarchuk se acercó al catre de Monidze que estaba remendando un calcetín y dijo:
– ¿Sabes qué pienso? No envidio a los que están en libertad. Tengo envidia de los que se encuentran en los campos de concentración alemanes. ¡Eso sí que está bien! ¡Ser prisionero y saber que los que te pegan son fascistas! Entre nosotros es lo más espantoso, lo más duro: son los nuestros, los nuestros, los nuestros, ¡estamos entre los nuestros!
Monidze levantó sus grandes ojos tristes y dijo:
– A mí hoy Perekrest me ha amenazado: «Tenlo presente, amigo, te daré un puñetazo en el cráneo, te denunciaré en el puesto de guardia, e incluso me estarán agradecidos, tú eres el último de los traidores».
– ¡Y eso no es lo peor! -dijo Abrashka Rubin, sentado en el catre de al lado.
– Sí, sí -insistió Abarchuk-, ¿has visto qué contento estaba el comandante de la brigada cuando lo han llamado?
– Te duele que no te hayan llamado a ti, ¿verdad? -preguntó Rubin.
Abarchuk, con aquel odio particular que suscita un reproche o una sospecha justa, replicó:
– Ocúpate de tu alma, y no metas las narices en la mía. Rubin cerró los ojos como hacen las gallinas.
– ¿Yo? Si ni siquiera me atrevo a ofenderme. Estoy en la casta de los inferiores, soy un intocable. ¿Has oído mi conversación con Kolka hace un momento?
– No es eso, no es eso -esgrimió gesticulando Abarchuk.
Luego se levantó y se puso a caminar en dirección a la entrada, a lo largo del pasillo que separaba los catres, y de nuevo le llegaron las palabras de una conversación larga, interminable.
– … cada día borsch con carne de cerdo, incluso los festivos.
– ¡Qué pechos! Increíble.
– Me gustan las cosas sencillas, cordero con gachas. ¿Quién necesita todas esas salsas vuestras…?
Regresó al catre de Monidze y durante un rato se sentó a escuchar.
Rubin decía:
– Al principio no comprendí por qué me dijo: «Te convertirás en un compositor». Se refería a un soplón. ¿Lo entiendes? el compositor escribe óperas; el soplón, al óper [47].
– Que se vaya al diablo -dijo Monidze, sin dejar de remendar-. Ser un chivato, eso es lo último.
– ¿Cómo, ser un chivato? -se maravilló Abarchuk-, pero si eres comunista.
– Uno como tú -le replicó Monidze-, un ex.
– Yo no soy un ex -dijo Abarchuk-, y tú tampoco lo eres.
De nuevo Rubin le había hecho enfadarse expresando una sospecha justa, siempre más ofensiva y pesada que una injusta. Y le dijo:
– El comunismo no tiene nada que ver. Estoy harto de ese enjuague de maíz tres veces al día. No lo soporto más. Ése es un buen motivo para convertirse en un chivato. Y éste el inconveniente: no quiero que me ataquen durante la noche y me encuentren en la letrina a la mañana siguiente como a Orlov, con la cabeza dentro del agujero. ¿Has oído mi conversación con Ugárov?
– La cabeza hacia abajo, los pies hacia arriba -indicó Monidze, y se puso a reír, tal vez porque no había nada de lo que reírse.
– ¿Qué crees? ¿Que me dejo guiar por el puro instinto de conservación? -preguntó Abarchuk y sintió un deseo histérico de dar un puñetazo a Rubin.
Se puso de pie y caminó por el barracón.
Desde luego estaba harto del brebaje de maíz. Hacía días que trataba de adivinar lo que les servirían de comer para el aniversario de la Revolución de Octubre: guisado de hortalizas, macarrones a la marinera, gratén…
Desde luego, muchas cosas dependían del óper y los caminos que llevaban a las cimas de la vida -por ejemplo, ser responsable del baño o de las raciones de pan- eran misteriosos y confusos. De hecho, él podría haber trabajado en el laboratorio, con bata blanca, a las órdenes de una directora asalariada que no tuviera nada que ver con los delincuentes; podía trabajar en la sección de planificación, dirigir una mina… Pero Rubin se equivocaba, Rubin quería humillar, Rubin te minaba las fuerzas, buscaba en el hombre lo que le aflora en el subconsciente. Rubin era un saboteador.
Durante toda su vida Abarchuk había sido implacable con los oportunistas, siempre había odiado a las personas con dos caras, a los elementos ajenos desde el punto de vista social.
Su fuerza espiritual, su fe, consistía en el derecho a juzgar. Había perdido la confianza en su mujer y la había abandonado. Creía que no sería capaz de hacer de su hijo un combatiente inquebrantable y se había negado a darle su nombre. Abarchuk estigmatizaba a los que dudaban, despreciaba a los llorones y a los escépticos que manifestaban debilidad. Condenaba a los técnicos que en el Kuzbass se dejaban llevar por la nostalgia de sus familias moscovitas. Había hecho que sentenciaran a cuarenta obreros socialmente ambiguos que habían abandonado la obra para volver a sus pueblos. Había repudiado a su padre burgués.
Era dulce ser inquebrantable. Juzgando a los otros afirmaba su propia fuerza interior, su ideal, su pureza. En aquello residía su consuelo y su fe. Nunca había eludido las movilizaciones del Partido. Había renunciado voluntariamente al salario máximo de los funcionarios del Partido. Para él la afirmación de sí mismo consistía en su propio sacrificio. Siempre llevaba la misma guerrera y las mismas botas cuando iba al trabajo, a las reuniones del Comisariado del Pueblo, al teatro, y también cuando el Partido lo había mandado a Yalta a curarse y paseaba por la orilla. Quería parecerse a Stalin.
Perdiendo el derecho a juzgar se perdía a sí mismo. Rubin se había dado cuenta. Casi cada día hacía alusiones a la debilidad, a la cobardía, a los deseos miserables que se infiltran en la mente concentracionaria.
Anteayer había dicho:
– Bárjatov abastece a la chusma de metal robado en el almacén, y nuestro Robespierre calla. Como reza la canción, también los polluelos quieren vivir…
Cuando Abarchuk estaba a punto de condenar a alguien y se sentía asimismo culpable, empezaba a vacilar, era presa de la desesperación, se hundía en la confusión.
Abarchuk se paró junto al catre donde el viejo príncipe Dolgoruki hablaba con Stepanov, un joven profesor del Instituto de Economía. En el campo Stepanov se comportaba con altivez, se negaba a levantarse cuando las autoridades entraban en el barracón, expresaba abiertamente sus opiniones antisoviéticas. Estaba orgulloso de que, a diferencia de la masa de detenidos políticos, él había sido condenado por una causa concreta: había escrito un artículo titulado «El Estado de Lenin y Stalin», y lo había dado a leer a los estudiantes. El tercero o el cuarto de sus lectores le denunció.
Dolgoruki había regresado a la Unión Soviética desde Suecia. Antes había vivido durante mucho tiempo en París, pero en un momento dado había sentido nostalgia por la patria. Una semana después de regresar lo arrestaron. En el campo rezaba, había trabado amistad con los miembros de las sectas religiosas y escribía poesía de carácter místico.
Ahora estaba leyendo sus versos a Stepanov.
Abarchuk escuchó con la espalda apoyada contra el poste que aguantaba las dos literas de catres. Dolgoruki, los ojos medio cerrados, leía con labios trémulos y agrietados. Y su voz baja era a su vez trémula, rota:
¿Acaso no fui yo el que eligió la hora, el lugar,
el año, la nación, el pueblo de mi nacimiento,
a fin de atravesar todos los bautismos y sufrimientos,
del agua, el fuego, la conciencia?
Caído en la boca de la bestia apocalíptica,
en lo podrido de su vientre inmundo,
continúo creyendo en el artífice
que en el principio puso cada cosa en el mundo.
Creo en la justicia de la fuerza suprema
que desencadenó los elementos primeros,
y desde las entrañas de la Rusia quemada
clamo: ¡Oh, Señor mío, tu juicio es justo!
Templas en el fuego al ser,
hasta que duro y puro es como un diamante.
Y si hay poca leña en el horno de fundir,
Dios mío, ¡ten aquí esta carne mía!
Cuando hubo terminado su lectura, permaneció sentado con los ojos entornados, moviendo los labios sin decir una palabra.
– Tonterías -sentenció Stepanov-, puro decadentismo. Dolgoruki hizo un ademán a su alrededor con su mano, pálida y exangüe.
– ¿Ve adónde han llevado a los rusos los Chernishevski y los Herzen? ¿Recuerda lo que escribió Chaadáyev en su tercera carta filosófica?
Stepanov profirió en tono didáctico:
– Usted y su oscurantismo místico me repugnan tanto como los organizadores de este campo. Usted, como ellos, olvida que existe una tercera vía para Rusia, la más natural: la vía de la democracia y la libertad.
Más de una vez Abarchuk había discutido con Stepanov, pero ahora se le habían pasado las ganas de intervenir en la conversación, de denunciar en su interlocutor al enemigo, al emigrado interior. Pasó por el rincón donde rezaban los baptistas, escuchó su bisbiseo.
En aquel instante retumbó la voz estentórea de Zarókov, el jefe de dormitorio:
– ¡En pie!
Todos saltaron de su sitio; los guardias irrumpieron en el barracón. Abarchuk miraba la cara pálida y larga de Dolgoruki con el rabillo del ojo. Realmente estaba en las últimas. Se mantenía en posición de firmes mientras sus labios murmuraban. Probablemente repetía sus versos. Cerca de él se sentaba Stepanov que, fiel a su propio instinto anárquico, se negaba a someterse a las reglas del ordenamiento interno.
– Un cacheo, un cacheo -susurraban los prisioneros.
Pero no hubo cacheo. Dos jóvenes soldados escolta con gorras rojas y azules pasaban entre los catres examinando a los reclusos.
Cuando llegaron a la altura de Stepanov, uno de ellos le dijo:
– ¿Todavía sentado, profesor? ¿Tienes miedo de enfriarte el culo?
Y Stepanov, volviendo hacia ellos su cara larga de nariz chata, repitió en voz alta como un papagayo: «Soy un detenido político».
Aquella noche Rubin fue asesinado en el barracón.
El asesino había apoyado un clavo grueso contra su oreja y entonces, con un golpe enérgico, se lo hundió hasta el cerebro. Cinco personas, entre ellas Abarchuk, fueron llamadas al despacho del delegado operativo. Por lo visto, el óper trataba de averiguar la procedencia del clavo. Unos clavos parecidos acababan de llegar al almacén de herramientas, pero aún no se habían distribuido.
Durante el aseo Bárjatov estaba cerca de Abarchuk en el barreño. Volvió hacia él su cara mojada y, lamiéndose de los labios las gotas de agua, dijo en voz baja:
– Acuérdate de esto, carroña: si te chivas al óper, a mí no me pasará nada, pero yo acabaré contigo, y de una manera que a todos los del campo se les pondrá la piel de gallina.
Mientras se secaba con la toalla, hundió sus ojos tranquilos y húmedos en los de Abarchuk y, leyendo en ellos lo que quería leer, le apretó la mano.
En la cantina Abarchuk dio a Neumolímov su escudilla de sopa de maíz.
– Animales. ¡Hacer eso a nuestro Abraham! ¡Menudo hombre era! -dijo Neumolímov y se acercó la escudilla de sopa.
Sin hablar, Abarchuk se levantó de la mesa.
La muchedumbre agolpada en la entrada de la cantina se abrió para dejar paso a Perekrest. Tuvo que agacharse para franquear el umbral, puesto que los techos del campo no estaban diseñados para hombres de su estatura.
– Hoy es mi cumpleaños -informó a Abarchuk-. Ven, únete a nosotros. Beberemos vodka.
¡Qué horror! Decenas de personas habían oído el asesinato de aquella noche, habían visto al hombre que se había deslizado hasta el catre de Rubin.
¿Qué les habría costado saltar abajo desde la litera, dar la voz de alarma por todo el barracón? Juntos habrían podido dominar al asesino en dos minutos, salvar a su compañero. Pero nadie levantó la cabeza, nadie gritó. Habían matado a un hombre como se degüella a una oveja. Los demás permanecieron acostados, simulando que dormían, aguantándose la tos: se habían tapado la cabeza con la chaqueta para no oír cómo se agitaba el moribundo.
¡Qué vileza! ¡Qué sumisión!
Pero él tampoco dormía, se había quedado callado, se había tapado la cabeza con la chaqueta… Sabía con absoluta lucidez que la sumisión no era porque sí, era fruto de la experiencia, del conocimiento de las leyes del campo.
Podrían haberse levantado, detener al asesino, pero un hombre con un cuchillo en la mano siempre es más fuerte que un hombre desarmado. La fuerza de un grupo de prisioneros apenas dura un instante, mientras que un cuchillo siempre es un cuchillo.
Abarchuk pensaba en el interrogatorio que le esperaba; era fácil para el óper exigir declaraciones: él no dormía por la noche en el barracón, no se lavaba en los lavabos comunes con la espalda a merced de una puñalada, no andaba por las galerías de la mina, ni iba a las letrinas del campo, donde varios hombres podían asaltarle y meterle la cabeza en un saco.
Sí, había visto aquella noche cómo el hombre se había acercado a Rubin. Había oído sus estertores, cómo Rubin, en su agonía, golpeaba los pies y las manos contra el catre.
El capitán Mishanin, el delegado operativo, hizo llamar a Abarchuk a su despacho, cerró la puerta y dijo:
– Siéntese, detenido.
Comenzó con las primeras preguntas de rigor, aquellas a las que los detenidos políticos respondían siempre con precisión y rapidez.
Luego levantó los ojos cansados hacia Abarchuk y lo miró unos instantes en silencio. Comprendía perfectamente que el recluso, hombre de experiencia, temiendo la inevitable venganza nunca le revelaría cómo el asesino se había hecho con el clavo.
Abarchuk, a su vez, le miraba. Observaba la cara joven del capitán, los cabellos, las cejas, las pecas de su nariz, y pensaba que debía de ser dos o tres años mayor que su hijo.
El óper le formuló la pregunta que tres presos se habían negado a responder.
Abarchuk permaneció callado un rato.
– Y bien, ¿es usted sordo?
Abarchuk continuó en silencio.
Cómo deseaba que el óper, tal vez no de manera abierta, sino limitándose a seguir las frases establecidas del interrogatorio, le dijera: «Escuche, camarada Abarchuk, en el fondo usted es un comunista. Hoy estás en el campo, pero mañana tú y yo pagaremos nuestra cuota de miembros a la misma organización. Ayúdame de camarada a camarada, como miembro del Partido».
Pero el capitán Mishanin dijo:
– ¿Es que se ha dormido? Yo le despertaré.
Pero no hizo falta despertar a Abarchuk. Con voz ronca respondió:
– Los clavos del almacén los robó Bárjatov. Además sustrajo tres limas. En mi opinión el asesinato lo cometió Nikolái Ugárov. Sé que Bárjatov le dio el clavo y más de una vez había amenazado a Rubin con matarle. Ayer volvió a amenazarlo. Rubin se negó a firmarle un certificado de enfermedad.
Luego cogió el cigarrillo que le extendía y dijo:
– Considero mi deber como miembro del Partido darle esta información, camarada delegado operativo. El camarada Rubin era un viejo miembro del Partido.
Mishanin le dio fuego y comenzó a escribir deprisa, sin hablar. Después le replicó amistosamente:
– Debe saber, prisionero, que no tiene derecho a hablar de pertenencia al Partido. Tampoco tiene derecho a llamarme camarada. Yo, para usted, soy ciudadano comandante.
– Le pido que me disculpe, ciudadano comandante -rectificó Abarchuk.
– Me llevará varios días acabar la investigación -dijo Mishanin-. Entretanto no tendrá ningún problema. Luego, ya sabe…, podemos trasladarle a otro campo.
– No, no tengo miedo, ciudadano comandante -respondió Abarchuk.
Se fue al almacén sabiendo que Bárjatov no le preguntaría nada. Bárjatov le miraría insistentemente, trataría de sonsacarle la verdad siguiendo sus movimientos, sus miradas, sus carraspeos…
Abarchuk era feliz, había obtenido una victoria sobre sí mismo.
Había reconquistado el derecho a juzgar. Y al recordar a Rubin, Abarchuk lamentó no poder decirle las cosas malas que había pensado de él el día antes.
Tres días más tarde Magar seguía sin aparecer. Abarchuk preguntó por él en la dirección de la mina, pero los empleados que conocía no encontraron en ninguna lista el nombre de Magar. Aquella tarde, cuando Abarchuk ya había comprendido que el destino los separaba, el enfermero Triufelev se acercó hasta el barracón. Cubierto de nieve y quitándose el hielo de las pestañas, le dijo a Abarchuk:
– Oye, en la enfermería hay un zek que ha preguntado por ti. Será mejor que te lleve enseguida. Primero obtén la autorización del jefe. De lo contrario… ya sabes cómo son nuestros zeks. Puede estirar la pata en cualquier momento, y no querrás hablar con él cuando lo metan en la camisa de madera, ¿verdad?
El enfermero condujo a Abarchuk al pasillo de la enfermería donde flotaba un olor característico, distinto al de los barracones, un mal olor. Pasaron en la penumbra al lado de montones de camillas de madera y fardos de chaquetones que, por lo visto, esperaban a ser desinfectados.
Magar estaba en un cuarto aislado, un cuchitril con paredes de vigas donde casi pegadas la una a la otra había dos camas de hierro. Generalmente ponían en aislamiento a los enfermos infecciosos o a los moribundos. Las finas patas de las camas parecían de alambre, pero no se habían curvado; en camas así nunca instalaban a personas corpulentas.
– Por ahí no, por ahí no, a la derecha -dijo una voz en tono tan familiar que a Abarchuk le pareció que ya no existían las canas ni la prisión, sino aquello por lo que había vivido y por lo que estaría feliz de dar la vida.
Mirando la cara de Magar patéticamente, dijo despacio:
– Buenos días, buenos días, buenos días…
Magar, por temor a no lograr dominar la emoción, habló con un tono de voz intencionadamente cotidiano.
– Siéntate, siéntate enfrente de mí, en la otra cama.
Y al percatarse de la mirada que Abarchuk lanzaba a la cama vecina, añadió:
– No le molestarás, ahora ya nada le molestará. Abarchuk se inclinó para ver mejor la cara de su compañero, después se volvió a mirar al difunto cubierto.
– ¿Hace mucho que ha ocurrido?
– Murió hace un par de horas y por ahora los enfermeros no lo tocan, esperan al médico. Mejor así; si no, nos meten a otro y con uno vivo no podremos hablar.
– Es cierto -reconoció Abarchuk, y no preguntó nada de lo que más le interesaba: «Así pues, ¿te han cogido por Búbnov o por el caso Sokólnikov? ¿Cuántos años te han caído? ¿Has estado en Vladimir o en el campo para políticos de Súzdal? ¿Te sentenció una comisión especial o un tribunal militar? ¿Has firmado contra ti?».
Se giró a mirar el cuerpo cubierto y dijo:
– ¿Quién es? ¿De qué ha muerto?
– Era un deskulakizado. Ha muerto a causa del campo. Llamaba a una tal Nastia, quería irse…
Paulatinamente Abarchuk comenzó a distinguir en la penumbra la cara de Magar. Había cambiado tanto que no lo habría reconocido: ¡un viejo al final de su vida!
Mientras notaba contra la espalda el contacto de la mano rígida del muerto, sintió la mirada de Magar sobre él y pensó: «Probablemente debe de estar pensando lo mismo: nunca lo habría reconocido».
Pero Magar dijo:
– Acabo de caer en la cuenta: no hacía más que gruñir algo así como «be… be… be…» y lo que quería decir era: «Beber, beber». Justo al lado tenía un vaso. Si al menos hubiera podido satisfacer su última voluntad…
– Ya lo ves, también un muerto nos impide hablar con tranquilidad.
– Es comprensible -respondió Magar, y Abarchuk reconoció aquella entonación familiar que siempre le conmovía: por lo general era así como Magar comenzaba a hablar de cosas serias-. Hablamos de él, pero en realidad se trata de nosotros.
– ¡No, no! -gritó Abarchuk y, agarrando la palma caliente de Magar, la apretó, lo abrazó por los hombros, sacudiéndose por unos sollozos silenciosos.
– Gracias -balbució Magar-. Gracias, camarada, amigo.
Los dos se callaron, respiraban con dificultad, sus alientos se confundían. A Abarchuk le pareció que no eran sólo sus respiraciones lo que se fundía.
Magar habló primero.
– Escucha -dijo-. Escucha, amigo mío, te llamo así por última vez.
– Pero ¿qué tienes? ¡Tú vivirás! -dijo Abarchuk. Magar se sentó en la cama.
– No quiero torturarte, pero debo decírtelo. Y tú escucha -se dirigió al muerto-: te concierne, a ti y a tu Nastia. Éste es mi último deber como revolucionario y lo cumpliré. Tú, camarada Abarchuk, eres de una naturaleza especial. Nos conocimos en un tiempo, en un momento especial; nuestro mejor momento, me parece. Bien, tengo que decirlo… Nos equivocamos. Mira adónde nos ha llevado nuestro error… Nosotros dos debemos pedirle a ese hombre que nos perdone. Dame de fumar. Pero ¿por qué arrepentirse ahora? Ningún arrepentimiento puede expiar lo que hemos hecho. Eso es lo que te quería decir. Punto primero. Ahora el segundo: no comprendimos la libertad. La aplastamos. Ni siquiera Marx la valoró: la libertad es el fundamento, el sentido, la base de la base. Sin libertad no hay revolución proletaria. Ése era el segundo punto y ahora escucha el tercero. Atravesamos el campo, la taiga, pero nuestra fe es más fuerte que todo. Sin embargo, eso no es fortaleza, sino debilidad, instinto de conservación. Al otro lado de la alambrada, el instinto de conservación lleva a la gente a transformarse, a menos que prefieran morir, ser enviados a un campo de prisioneros. Y así los comunistas han creado un ídolo, se han puesto uniformes y hombreras, profesan el nacionalismo, han levantado la mano contra la clase obrera, si es necesario revivirán las Centurias Negras… [48] Pero aquí, en el campo, el mismo instinto ordena a la gente no cambiar: si no quieres enfundarte el abrigo de madera no debes cambiar durante las décadas que pases en el campo. En eso reside la salvación… Son dos caras de la misma moneda…
– ¡Para! -gritó Abarchuk y alzó su puño cerrado sobre la cara de Magar-. ¡Te han quebrado! ¡No lo has resistido! Todo lo que has dicho es mentira, delirio.
– No lo es. A mí también me gustaría creerlo, pero no es así, no deliro en absoluto. Te estoy pidiendo que me sigas. Como hace veinte años. Si no podemos vivir como revolucionarios, entonces lo mejor es morir.
– ¡Basta! ¡Es suficiente!
– Perdóname, me doy cuenta. Parezco una vieja prostituta que llora por la virginidad perdida. Pero te lo digo: ¡recuérdalo! Querido amigo, perdóname…
– ¡Perdonarte! Mejor sería que yo… Mejor sería que uno de los dos estuviera ahí tumbado, en lugar de este cadáver, que tú estuvieras muerto antes de este encuentro…
Ya en la puerta, Abarchuk añadió:
– Vendré a verte de nuevo… Te ordenaré las ideas; de ahora en adelante yo seré tu maestro.
A la mañana siguiente, Abarchuk se encontró al enfermero Triufelev en la plaza del campo. Arrastraba un trineo con un bidón de leche amarrado con cuerdas. Era extraño ver a alguien en el Polo Ártico con la cara bañada en sudor.
– Tu amigo no beberá más leche -dijo-. Se ha colgado durante la noche.
Siempre es agradable sorprender al interlocutor con una noticia inesperada, y el enfermero miró a Abarchuk con aire triunfante.
– ¿Ha dejado alguna nota? -preguntó Abarchuk aspirando una bocanada de aire gélido.
Estaba seguro de que Magar habría dejado una nota y que la escena de ayer era totalmente fortuita.
– ¿Una nota para qué? ¿Para que acabe en manos del óper?
Aquélla fue la peor noche de su vida. Estaba tumbado inmóvil, apretando los dientes, los ojos completamente abiertos y fijos contra la pared de enfrente, cubierta de las manchas oscuras de las chinches aplastadas.
Se dirigía a su hijo, a aquel que un día le había negado su apellido, le invocaba: «Tú eres lo único que me queda, eres mi única esperanza. ¿Lo entiendes? Mi amigo, mi maestro quería matar en mí la voluntad y la razón, y él mismo se ha matado. Tolia, Tolia, eres lo único que me queda en el mundo, ¿puedes verme? ¿Puedes oírme? ¿Sabrás algún día que tu padre no se doblegó, que no sucumbió a la duda?».
Entretanto, a su alrededor, el campo dormía en un sueño profundo, ruidoso, desagradable. El aire, que se había vuelto pesado y sofocante, estaba atravesado por ronquidos, gemidos, gritos y el sonido de dientes rechinando.
De repente, Abarchuk se levantó sobre el catre: le pareció ver que se movía una sombra, rápida y silenciosa.
A finales del verano de 1942 el Ejército del Grupo del Cáucaso comandado por Kleist se había apoderado de la explotación petrolera soviética cerca de Maikop. Los ejércitos alemanes habían llegado a Cabo Norte y Creta, al norte de Finlandia y a las costas del Canal de la Mancha. El Zorro del desierto, el mariscal Erwin Rommel, se encontraba a ochenta kilómetros de Alejandría. Los cazadores habían alzado la bandera con la esvástica sobre la cima del Elbrus. Manstein había recibido la orden de mover sus gigantescos cañones y los lanzacohetes de la nueva artillería hacia la ciudadela del bolchevismo, Leningrado. Mussolini elaboraba el plan de ataque contra el Cairo y se entrenaba en montar un semental árabe. Dietl, el soldado de las nieves, había llegado a latitudes septentrionales nunca antes alcanzadas por ningún conquistador europeo. París, Viena, Praga, Bruselas se convirtieron en ciudades de provincia alemanas.
Había llegado el momento para el nacionalsocialismo de realizar sus más crueles designios contra la vida humana y la libertad. Los líderes del fascismo mienten cuando afirman que la tensión de la lucha les obliga a ser tan crueles. Al contrario, el peligro los reconduce a la cordura; la falta de confianza en sus fuerzas les obliga a moderarse.
El día en que el fascismo esté convencido de su triunfo definitivo, el mundo se atragantará en sangre. Cuando el fascismo no encuentre más resistencia armada, nada contendrá ya a los verdugos de los niños, las mujeres y los viejos. Porque el ser humano es el gran enemigo del fascismo.
En otoño de 1942 el gobierno del Reich adoptó una serie de leyes particularmente crueles e inhumanas.
En particular, el 12 de septiembre de 1942, cuando el nacionalsocialismo estaba en el apogeo de sus éxitos militares, los judíos de Europa fueron sustraídos a la jurisdicción de los tribunales ordinarios y transferidos a la Gestapo.
Adolf Hitler y los dirigentes del Partido tomaron la decisión de aniquilar a la nación judía.
A veces Sofía Ósipovna Levinton pensaba en su vida anterior: cinco años de estudios en la Universidad de Zúrich, las vacaciones de verano que había pasado en París e Italia, los conciertos en el conservatorio, las expediciones a las regiones montañosas del Asia Central, sus treinta y dos años de trabajo como doctora, sus platos preferidos, sus amistades cuyas vidas, hechas de días duros y días felices, se habían trenzado con la suya, las habituales conversaciones telefónicas, las palabras ucranianas de siempre: «Hola…, qué tal…», las partidas de cartas, los objetos que se habían quedado en su habitación de Moscú.
Recordaba los meses pasados en Stalingrado: Aleksandra Vladímirovna, Zhenia, Seriozha, Vera, Marusia. Cuanto más cerca de ella estaban las personas, más lejos parecían irse.
Una tarde, Sofía Ósipovna, encerrada en un vagón de mercancías varado en una vía muerta de un nudo ferroviario que estaba a escasa distancia de Kiev, buscaba piojos en el cuello de su chaqueta mientras a su lado dos ancianas hablaban en yiddish, rápido y en voz baja. De improviso comprendió con una claridad insólita que todo aquello le estaba pasando a ella: a la pequeña Sóniechka de la infancia, a la Sonka de los años de juventud, a Sofía, a la mayor Sofía Ósipovna Levinton, médico militar.
El cambio principal que se producía en las personas consistía en el debilitamiento de su sentido de la individualidad mientras que, cada vez con mayor intensidad, advertían el sentido de la fatalidad.
«¿Quién soy en realidad? ¿Quién es la auténtica Sofía? -se preguntaba-. ¿Es la enclenque mocosa que tenía miedo de papá y la abuela, o la corpulenta, la irascible Sonia con los galones en el cuello, o la de hoy, la sucia y piojosa Sofía?»
El deseo de la felicidad se había evaporado, pero en su lugar habían aparecido infinidad de aspiraciones y proyectos: desembarazarse de los piojos… levantarse hasta la rendija y respirar un poco de aire puro… poder orinar… lavarse al menos un pie… y además el deseo, el deseo vivo en todo el cuerpo, de beber.
La habían arrojado en aquel vagón y, mientras miraba en la penumbra, que en un primer momento le había parecido oscuridad total, había oído una risa en voz baja.
– ¿Es que hay locos que ríen aquí dentro? -preguntó.
– No -respondió una voz de hombre-, estamos contándonos chistes.
Alguien musitó melancólicamente:
– Una judía más en nuestro desventurado convoy.
De pie al lado de la puerta, Sofía Osipovna entornaba los ojos para acostumbrarse a la oscuridad y respondía a las preguntas que le hacían.
Además de los llantos, los gemidos, el hedor, la envolvió una atmósfera de palabras y entonaciones olvidadas desde la infancia…
Sofía Ósipovna quiso adentrarse más en el vagón, pero no pudo avanzar. Notó una pierna delgadita con pantalones cortos y se disculpó:
– Perdóname, pequeño, ¿te he hecho daño?
Pero el muchacho no respondió. Entonces dijo dirigiéndose a la oscuridad:
– ¿La mamá de este niño mudo podría decirle que se moviera? No puedo quedarme todo el rato de pie.
Desde un rincón se oyó una voz de hombre teatral, histérica:
– Tendría que haber enviado un telegrama de antemano, entonces le habríamos reservado una habitación con baño.
– Imbécil -profirió Sofía Osipovna.
Una mujer cuya cara ya podía distinguir en la penumbra dijo:
– Siéntese a mi lado, aquí hay sitio de sobra.
Sofía Osipovna sintió que se apoderaba de sus dedos un temblor rápido, ligero.
Era el mundo de su infancia, el mundo de los shtetl, y pudo constatar cómo había cambiado todo.
En el vagón había trabajadores de cooperativas, radio-técnicos, estudiantes de una escuela de magisterio, profesores de un instituto profesional, un ingeniero de una fábrica de conservas, un zootécnico, una chica veterinaria. Antes en los shtetl no se conocían aquellas profesiones. Pero Sofía Ósipovna no había cambiado, seguía siendo la misma niña que tenía miedo de papá y la abuela. ¿Era posible que aquel mundo, en el fondo, tampoco hubiera cambiado? Por otra parte, ¿qué importancia tenía? Viejo o nuevo, el mundo del shtetl rodaba hacia el abismo.
Oyó la voz de una mujer joven que decía:
– Los alemanes de hoy en día son unos salvajes; ni siquiera han oído hablar de quién es Heinrich Heine.
Desde otro rincón replicó una voz de hombre en tono burlón:
– Ya, pero a fin de cuentas estos salvajes nos transportan como ganado. ¿De qué nos sirve saber quién es ese Heine?
A Sofía Ósipovna le hicieron preguntas sobre la situación en el frente, y dado que no contó nada bueno, le dijeron que estaba mal informada; comprendió que aquel vagón de ganado tenía su estrategia, cimentada en un ardiente deseo de vivir.
– Pero ¿es que no sabe que a Hitler le han enviado un ultimátum para que libere inmediatamente a todos los judíos?
Sí, sí, por supuesto. Cuando el sentimiento de melancolía bovina, de irremediable fatalismo se transforma en un lacerante sentido del horror, el absurdo opio del optimismo acude en ayuda de los hombres.
Muy pronto desapareció el interés por Sofía Ósipovna, y pasó a convertirse en otra viajera como los demás, que no sabe para qué y adónde se la llevan. Nadie le preguntó su nombre ni su patronímico; nadie recordó su apellido. Sofía Ósipovna constataba con estupor que, aunque el proceso de evolución había llevado millones de años, habían bastado pocos días para hacer el camino inverso, el camino que va del ser humano a la bestia sucia y miserable, desprovista de nombre y de libertad.
Le sorprendía que en aquella enorme desgracia que se había abatido contra ellos aquellos hombres continuaran preocupándose de nimiedades cotidianas, que se irritaran entre sí por tonterías.
Una mujer anciana le dijo en un susurro:
– Doctora, mire a aquella grande dame que no se mueve de la rendija, como si su hijo fuera el único que necesitara aire fresco. Madame se va al balneario.
Durante la noche el tren se detuvo dos veces, y todo el vagón oyó el crujido de los pasos de los centinelas y captaba sus incomprensibles palabras en ruso y alemán.
La lengua de Goethe sonaba horrible en medio de la noche en las estaciones rusas, pero el ruso que hablaban los colaboradores de la policía alemana era todavía más siniestro.
Por la mañana Sofía Ósipovna sufría el hambre como todos y soñaba con un trago de agua. Incluso había algo patético y esmirriado en su sueño. Veía una lata de conservas abollada, en cuyo fondo quedaba un poco de líquido tibio. Y se rascaba con pequeños movimientos rápidos y bruscos, como hacen los perros cuando se buscan las pulgas.
Ahora creía haber comprendido la diferencia entre vida y existencia. Su vida se había acabado, interrumpido, pero la existencia seguía, se prolongaba. Y aunque aquella existencia era miserable, el pensamiento de una muerte cercana le colmaba el corazón de terror.
Comenzó a llover; algunas gotas entraron por la ventanilla enrejada. Sofía Ósipovna rompió un ribete de tela del dobladillo de su camisa, se arrimó a la pared del vagón y deslizó la tira por una hendidura. Luego esperó a que el trozo de tela se empapara de agua de lluvia, lo sacó y se puso a masticar la tela fresca y húmeda. También sus vecinos comenzaron a arrancar trozos de tela, y Sofía Ósipovna se sintió orgullosa de haber encontrado un medio de capturar la lluvia.
El niño al que Sofía Ósipovna había empujado al entrar en el vagón estaba sentado a pocos pasos de ella y observaba a la gente deslizar trozos de tela por la rendija que quedaba entre la puerta y el suelo. En la luz incierta distinguió su cara delgada de nariz afilada. Debía de tener seis años. Sofía Ósipovna pensó que desde que ella había entrado en el vagón nadie le había dirigido la palabra al niño y él había permanecido inmóvil y mudo.
– Cógelo, hijo.
No se movió.
– Tómalo, es para ti -insistió ella, y el niño alargó la mano, indeciso.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó.
Éste respondió en voz baja:
– David.
La vecina de Sofía, Musia Borísovna, le explicó que David era de Moscú. Había ido a pasar las vacaciones a casa de su abuela y la guerra lo había separado de la madre. La abuela había muerto en el gueto y otra pariente suya, Rebekka Bujman, que viajaba con su marido enfermo, no permitía al niño siquiera que se sentara a su lado.
Al final del día Sofía Ósipovna estaba saturada de escuchar conversaciones, relatos, discusiones; también ella se había puesto a hablar y a discutir.
Cuando se dirigía a sus interlocutores, decía:
– Brider yidn [49], escuchad lo que os digo…
Muchos aguardaban con esperanza el final del viaje creyendo que los conducirían a campos donde cada uno trabajaría según su especialidad y los enfermos serían instalados en barracones para impedidos. Hablaban del tema incesantemente. Pero un alarido mudo se había alojado misteriosamente en sus corazones y no les abandonaba.
Por los relatos de sus compañeros de viaje Sofía Ósipovna supo cuánta inhumanidad hay en el ser humano. Le contaron que una mujer había puesto a su hermana paralítica en una palangana y la había sacado fuera de casa en pleno invierno para que muriera de frío. Le contaron que había madres que habían matado a sus propios hijos y que una de ellas viajaba en el vagón. Le contaron de personas que habían vivido escondidas durante meses en las alcantarillas, como las ratas, alimentándose de inmundicias, dispuestas a cualquier sufrimiento para salvar la vida.
La vida de los judíos bajo el fascismo era horrible, y los judíos no eran ni santos ni malhechores, eran seres humanos.
La piedad que Sofía Ósipovna sentía por aquella gente se volvía particularmente intensa cuando miraba al pequeño David. La mayor parte del tiempo permanecía inmóvil y callado. De vez en cuando sacaba del bolsillo una vieja caja de cerillas, miraba de reojo en el interior y luego volvía a esconderla en el bolsillo.
Sofía Ósipovna llevaba varios días sin dormir, el sueño la había abandonado. Aquella noche se quedó sentada en vela, en la oscuridad hedionda. «¿Dónde estará Zhenia Sháposhnikova en este momento?», pensó de repente. Escuchaba los susurros y los gritos de la gente y se daba cuenta de que sus cabezas estaban llenas de imágenes dolorosamente vívidas que las palabras no podían expresar. ¿Cómo conservar, cómo retener en la memoria aquellas imágenes en caso de que quedaran hombres sobre la Tierra y que quisieran saber lo que había ocurrido?
– ¡Zlata! ¡Zlata! -gritó una voz de hombre entrecortada por los sollozos.
…El cerebro de Naum Rozemberg, un contable de cuarenta años, realizaba sus cálculos habituales. Caminaba por la carretera y contaba: en el de anteayer, 110; en el de ayer, 71; los cinco días antes, 612.; eso suma un total de 783… Qué lástima no haber llevado una cuenta separada de los hombres, los niños, las mujeres… Las mujeres arden más fácilmente. Un Brenner experimentado dispone los cuerpos de manera que los viejos huesudos, ricos en ceniza, ardan al lado de los cuerpos de las mujeres. Ahora darán la orden -«desvíense de la carretera»-, así mandaron un año antes a los que ahora vamos a desenterrar y a extraer de la fosa con ganchos sujetados a cuerdas. Un Brenner experimentado puede determinar a partir de un montículo cuántos cuerpos yacen dentro de una fosa: cincuenta, cien, doscientos, seiscientos, mil… El Scharführer Elf exige que a los cuerpos se les llame Figuren, cien figuras, doscientas figuras, pero Rozemberg los llama: personas, hombre asesinado, niño ejecutado, viejo ejecutado… Los llama así en voz baja, de lo contrario el Scharführer descargaría nueve gramos de metal contra él, pero sigue musitando obstinadamente: «Ahora sales de la fosa, hombre ejecutado… Niño, no te agarres a tu mamá con las manos, os quedaréis juntos, no te irás lejos de ella…».
– ¿Qué estás susurrando por ahí?
– Nada, se lo ha parecido.
Y susurra: «Lucha, en eso consiste su pequeña lucha…». Anteayer abrieron una fosa donde había ocho muertos. El Scharführer gritaba: «Esto es una mofa, un equipo de veinte Brenner para quemar ocho figuras». Tenía razón, pero ¿qué podían hacer ellos si en la pequeña aldea sólo había dos familias de judíos? Una orden es una orden: desenterrar todas las tumbas y quemar todos los cuerpos… Ahora se han desviado de la carretera y caminan por la hierba y por ciento quincuagésima vez, en medio del verde claro, he aquí un montículo gris: una tumba. Ocho cavan, cuatro abaten troncos de robles y los sierran en leños de la longitud de un cuerpo humano, dos los cortan con hachas y cuñas, dos acercan de la carretera tableros viejos y secos, encendajas, recipientes con gasolina, cuatro preparan el lugar para la hoguera, excavan la zanja para las cenizas: hay que averiguar de dónde sopla el viento.
Enseguida desaparece el olor a podredumbre del bosque y los guardias ríen, blasfeman, se tapan la nariz; el Scharführer escupe y se aleja hasta el lindero del bosque. Los Brenner lanzan sus palas, cogen los ganchos, se tapan la nariz y la boca con trapos… «Buenos días, abuelo, te toca ver el sol de nuevo, pero cómo pesas…» Una madre asesinada junto a sus tres hijos: dos niños -uno de ellos todavía escolar- y una niña que debió de nacer en 1939, enferma de raquitismo, pero no importa, ahora ya está curada… No te aferres así a tu mamá, no se irá a ninguna parte… «¿Cuántas figuras?», grita el Scharführer desde el lindero. «Diecinueve», y en voz muy baja, casi para sus adentros, «personas muertas». Todos maldicen: ya ha pasado media jornada. La semana pasada, en cambio, abrieron una tumba de doscientas mujeres, todas jóvenes. Al retirar la capa superior de la tierra, se levantó un vapor gris sobre la tumba y los guardias se pusieron a reír. «¡Qué mujeres más calientes!» Sobre las zanjas por donde circula el aire colocan la leña seca, después los leños de roble -éstos arden bien-, luego los cadáveres de las mujeres; se añade leña, luego los cadáveres de los hombres, más leña, después otros restos de cuerpos, luego un tanque de gasolina, a continuación, en el centro, una bomba incendiaria; luego el Scharführer da una orden y los guardias sonríen por anticipado. Los Brenner cantan a coro: «¡La hoguera arde!». Después echan las cenizas en la fosa. De nuevo se hace el silencio; se mantiene, se vuelve más profundo. Después los condujeron a un bosque, esta vez no vieron un montículo en medio del claro verde; el Scharführer ordenó cavar un agujero de cuatro metros por dos; todos lo comprendieron, el trabajo había concluido: 89 pueblos, más 18 shtetl, más cuatro aldeas, más dos ciudades de distrito, más tres sovjoses [50], dos cerealistas y uno de leche; en total, 116 núcleos de población, los Brenner han desenterrado116 túmulos…
Mientras cava la fosa para él y sus compañeros, el contable Naum Rozemberg sigue calculando: la semana pasada 783, y el mes antes 4.826; un total de 5.609 cuerpos quemados. Calcula, calcula y el tiempo pasa sin que se dé cuenta, calcula la media de figuras -no, de cadáveres- en cada fosa:
5.609 entre el número de tumbas, 116; eso da una media de 48,35 cadáveres por fosa: redondeando, 48 cadáveres por tumba.
Si tenemos en cuenta que veinte Brenner han trabajado durante treinta y siete días, por cada Brenner eso da… «¡En fila!», grita el jefe de los guardias, y el Scharführer ordena: «In die Grube marsch!» [51]. Pero él no quiere ser enterrado. Corre, se cae, se levanta, corre perezoso, el contable no sabe correr, pero no han logrado matarle, reposa sobre la hierba del bosque, en silencio, y no piensa en el cielo que se alza sobre su cabeza, ni en Zlata, Zlátochka, a la que asesinaron cuando estaba en el sexto mes de gestación, está tendido en la hierba y calcula lo que no tuvo tiempo de calcular junto a la fosa: veinte Brenner, treinta y siete días, el total de días por Brenner… eso en primer lugar; ahora, en segundo, tiene que calcular la cantidad de leña por persona; tercero, hay que calcular el tiempo medio de combustión por una figura, cuánto…
Una semana más tarde unos policías lo encontraron y lo condujeron al gueto.
Y ahora aquí, en el vagón, susurra todo el rato, cuenta, multiplica, divide. ¡El balance anual!
Tiene que presentárselo a Bujman, el jefe de contabilidad del Gosbank. De pronto, durante la noche, en sueños, lágrimas ardientes brotan y le arrancan la costra que le cubre el cerebro y el corazón.
– ¡Zlata!, ¡Zlata! -grita.
La ventana de la habitación de Musia Borísovna daba a las alambradas del gueto. Una noche la bibliotecaria se despertó, levantó el extremo de la cortina y vio a dos soldados arrastrando una ametralladora; los rayos azules de la luz de la luna hacían centellear el acero pulido y las gafas del oficial que caminaba delante. Oyó el ruido sordo de los motores. Los vehículos se acercaban al gueto con los faros apagados, y el pesado polvo nocturno se tornaba plateado y se arremolinaba alrededor de sus ruedas, como divinidades flotando entre nubes.
En aquellos tranquilos minutos de claro de luna, mientras las patrullas de las SS y SD, destacamentos de policías ucranianos, unidades auxiliares y una columna motorizada de la Gestapo se aproximaban a las puertas del gueto dormido, la mujer midió el destino del siglo XX.
La luz de la luna, el movimiento rítmico y majestuoso de las tropas armadas, los potentes camiones negros, el tictac despavorido del reloj de pesas en la pared, la blusa, el sujetador y las medias sobre la silla, el cálido olor del hogar: todo aquel batiburrillo de cosas opuestas e incompatibles se habían conciliado.
De vez en cuando, en el vagón, Natasha, la hija del viejo doctor Karasik, detenido y ejecutado en 1937, se ponía a cantar. A veces incluso cantaba por la noche, lo que no causaba enfado en la gente del vagón.
Era tímida, hablaba siempre con una voz apenas audible, mantenía la mirada baja, sólo visitaba a sus parientes más cercanos y se sorprendía de la audacia de las jóvenes que bailaban en las fiestas.
En el proceso de selección de personas sujetas a aniquilación no fue incluida en el grupo de artesanos y médicos cuya útil vida se conservaría: a nadie le interesaba la vida de una señorita marchita de pelo ya canoso. Un guardia la empujó hacia la colina polvorienta donde estaba el mercado. Se encontró ante tres hombres borrachos; a uno de ellos, ahora jefe de policía, lo conocía de antes de la guerra, cuando trabajaba como administrador en el almacén del ferrocarril. Ni siquiera comprendió que aquellos tres hombres eran árbitros de la vida y la muerte de los hombres. Un policía la empujó hacia una muchedumbre clamorosa de niños, mujeres y hombres, los considerados inútiles.
Luego caminaron hacia el aeródromo, bajo aquella canícula que sería la última para ellos. Dejaban atrás manzanos polvorientos al borde del camino; lanzaban por última vez gritos penetrantes, rasgándose la ropa; rezaban. Natasha caminaba en silencio.
Nunca había pensado que la sangre pudiera ser de un rojo tan vivo bajo el sol. Cuando los gritos, los disparos, los ronquidos cesaron por un instante, se oyó el susurro de la sangre en la fosa: ella corría sobre los cuerpos blancos como sobre piedras blancas.
Después vino un momento menos terrible: el crepitar de la ametralladora y la cara del verdugo fatigada por el trabajo, sencilla y bonachona, aguardando paciente a que ella se acercara y se colocara en el borde de la fosa susurrante.
Cuando llegó la noche, escurrió la camisa mojada y volvió a la ciudad. Los muertos no salían de la tumba, por tanto ella estaba viva. Y mientras, a través de los patios, Natasha se dirigía al gueto, vio que en la plaza había un baile popular. Una orquesta compuesta por instrumentos de viento y cuerda tocaba la melodía triste y melancólica de un vals que siempre le había gustado, y a la luz opaca de la luna y los faroles, las parejas -chicas y soldados-giraban por la plaza polvorienta, y su pisoteo se mezclaba con la música. En ese instante aquella señorita marchita se sintió feliz y a salvo; y, desde entonces, cantaba con el presentimiento de una felicidad futura y, a veces, si nadie la veía, incluso trataba de bailar el vals.
David no recordaba con certeza todo lo que había sucedido después del inicio de la guerra. Pero una noche, en el vagón, aquel pasado reciente le volvió a la mente con claridad diáfana.
Está oscuro y su abuela lo lleva a casa de los Bujman. El cielo está cuajado de diminutas estrellas y el horizonte es claro, de color verde limón. Las hojas de bardana le tocan las mejillas como manos frías y húmedas.
En la buhardilla, detrás de una pared falsa de ladrillos, se esconde gente. De día las chapas negras del techo se calientan al rojo. A veces, un olor a quemado inunda la buhardilla, el gueto está en llamas. Durante el día todos permanecen inmóviles en el refugio. La pequeña Svetlana, la hija de los Bujman, llora monótonamente. Bujman está enfermo del corazón, de día todos lo creen muerto. Pero por la noche come y se pelea con su mujer.
De repente ladridos de perros. Voces no rusas: «Asta! Asta! Wo sind die joden?» [52], y, sobre las cabezas, crece el estruendo. Los alemanes han trepado al techo a través del tragaluz.
El sonido retumbante de suelas de hierro sobre el cielo de chapa negro se interrumpe. Se oyen golpecitos ligeros, astutos: alguien está examinando las paredes.
En el refugio se hace el silencio, un silencio implacable, con los músculos tensos de las espaldas y los cuellos, ojos desencajados de la angustia, bocas torcidas en una mueca. La pequeña Svetlana responde con un lamento sin palabras al sonido del engatusador golpeteo. De improviso deja de llorar, David se vuelve hacia ella y se encuentra con los ojos furiosos de la madre de Svetlana, Rebekka Bujman.
Más tarde aquellos ojos y la cabeza de la niña colgando de un lado, como una muñeca de trapo, le volvieron a la mente, pero fugazmente.
En cambio recordaba, a menudo y con todo detalle, su vida de antes de la guerra. En el vagón, como un viejo, David revivía su pasado, lo acariciaba, lo amaba.
Para su cumpleaños, el 12 de diciembre, mamá le había comprado un libro de cuentos. En el claro de un bosque había una cabritilla gris; la oscuridad del bosque parecía especialmente amenazadora. Entre troncos marrón oscuro, matamoscas y otros hongos venenosos, se vislumbraban las rojas fauces abiertas y los ojos verdes de un lobo.
Sólo David conocía el inminente asesinato. Golpeaba el puño sobre la mesa, escondiendo el claro del bosque con la palma de la mano, pero comprendía que no podía proteger a la cabritilla.
Y por la noche gritaba:
– ¡Mamá, mamá, mamá!
Su madre se despertaba y se acercaba a su cama, como una nube en la noche tenebrosa, y él bostezaba feliz porque sentía que la fuerza más grande del mundo le defendía de la oscuridad del bosque nocturno.
Cuando se hizo mayor eran los perros rojos de El libro de la selva lo que le daba miedo. Una noche su habitación se llenó de fieras rojas, y David, con los pies descalzos, avanzó a tientas guiándose por el cajón abierto de la cómoda junto a la cama de su madre.
Cuando tenía la fiebre alta, siempre le asaltaba la misma pesadilla: estaba acostado en una playa arenosa, y minúsculas olas, no más grandes que su dedo meñique, le hacían cosquillas en el cuerpo. De repente una montaña de agua azul se alzaba silenciosamente y se acercaba a una velocidad vertiginosa. David estaba tumbado sobre la arena caliente, la montaña azul oscuro se abatía sobre él. Era todavía más horrible que el lobo y los perros rojos.
Por la mañana mamá se iba al trabajo y él salía a la escalera de servicio y vertía su taza de leche en una vieja lata de conservas de cangrejo cuyo destinatario era un delgado gato vagabundo de cola larga y fina, hocico blanco y ojos lacrimosos. Un día la vecina les comunicó que al amanecer habían venido unos hombres y, gracias a Dios, habían metido aquel repugnante gato vagabundo en una caja; por fin se lo habían llevado al instituto.
– Pero ¿adónde quieres que vaya? ¿Cómo voy a saber yo dónde está ese instituto? Es del todo imposible. ¡Olvídate de ese gato desgraciado! -le decía la madre mirando sus ojos implorantes-. ¿Cómo vas a sobrevivir en este mundo? ¡No se puede ser tan sensible!
La madre quiso enviarlo a un campamento infantil de verano, pero él lloró, suplicó con las manos juntas, gritando:
– Te prometo que iré a casa de la abuela, pero ¡no me envíes al campamento!
Cuando la madre lo acompañó en tren a casa de la abuela, en Ucrania, David apenas probó bocado durante el trayecto: le daba vergüenza masticar un huevo duro o desenvolver una croqueta de un papel grasiento.
La madre se quedó en casa de la abuela junto a David cinco días, luego tuvo que volver al trabajo. En el momento de la despedida el niño no lloró, pero le apretó con tanta fuerza el cuello que su madre le dijo:
– Me ahogas, bobo. Aquí te hartarás de fresas y además son baratas. Vendré a buscarte dentro de dos meses.
Al lado de la casa de la abuela Roza había una parada del autobús que hacía el recorrido entre la ciudad y la tenería. En ucraniano la parada de autobús se llamaba zupinka.
El difunto abuelo había sido miembro del Bund, un hombre de renombre, había vivido un tiempo en París. Por aquel motivo la abuela se había ganado el respeto de todos y no pocos despidos laborales.
A través de las ventanas abiertas se oía la radio: «Uvaga, uvaga [53], aquí Kiev».
Durante el día la calle estaba desierta, y se animaba cuando salían los alumnos del instituto profesional de la tenería, que se gritaban de una acera a otra: «Bella, ¿has aprobado el examen?
Jashka, ¿preparamos juntos el marxismo?».
Por la noche regresaban a casa los trabajadores de la tenería, los vendedores, los electricistas del centro radiofónico local. La abuela trabajaba en el comité local de la policlínica.
David no se aburría cuando la abuela no estaba en la casa.
Cerca, en un viejo huerto abandonado, entre decrépitos y estériles manzanos, pastaba una vieja cabra, vagaban gallinas marcadas con pintura y hormigas silenciosas trepaban por la hierba. En el huerto los gorriones y cuervos del lugar se mostraban seguros de sí mismos y hacían ruido, mientras que los pájaros del campo, pájaros cuyo nombre David desconocía, se comportaban como campesinas intimidadas.
David escuchó muchas palabras nuevas: glechik, dikt, kaliuzha, riazhenka, riaska, puzhalo, liadache, koshenia… [54] en estas palabras reconoció ecos y reflejos de su lengua materna, el ruso. Oyó hablar en yiddish y se quedó sorprendido de que mamá y la abuela conversaran delante de él en aquella lengua. Nunca había oído a su madre hablar una lengua que él no comprendiera.
La abuela lo llevó de visita a casa de una sobrina, la gorda Rebekka Bujman. Entraron en una habitación que impresionó a David por la abundancia de cortinas de encaje blanco; Eduard Isaákovich Bujman, el jefe de contabilidad del Gosbank, hizo su aparición vestido con chaqueta militar y botas.
– Jaim -dijo Rebekka-, tenemos visita de Moscú: es el hijo de Raya. -Y enseguida añadió-: Bueno, saluda a tío Eduard.
– Tío Eduard, ¿por qué la tía Rebekka le llama Jaim? -preguntó David.
– Ésa es una pregunta difícil -dijo Eduard Isaákovich-. ¿No sabes que en Inglaterra a todos los Jaim se les llama Eduard?
Después el gato se puso a arañar la puerta, y cuando consiguió abrirla todos vieron en el centro de la habitación a una niña con mirada inquieta sentada en un orinal.
Un domingo David fue al mercado con su abuela. Por el camino encontraron viejas con pañuelos negros, encargadas de vagones de ferrocarril soñolientas y taciturnas, altivas mujeres de dirigentes locales, mujeres campesinas calzadas con botas de agua.
Los mendigos judíos gritaban con voces rudas y enojadas: la gente parecía darles limosna más por temor que por compasión. Por la carretera de cantos rodados pasaban los camiones de los koljoces cargados de sacos de patatas y salvado, jaulas de mimbre llenas de gallinas que gritaban en cada bache, como viejas judías enfermas.
Lo que más le fascinaba y le aterrorizaba, hasta el punto de llevarle a la desesperación, eran los puestos de las carnicerías. David había visto sacar de un carro a un ternero muerto: tenía la boca pálida entreabierta y el pelaje rizado y blanco del cuello manchado de sangre.
La abuela compró una gallina joven variopinta y se la llevó por las patas atadas con un trozo de tela blanca, y David caminaba a su lado intentando ayudar a la gallina a levantar su débil cabeza, preguntándose asombrado cómo su abuela podía ser tan inhumanamente cruel.
Recordó unas palabras incomprensibles de su madre. Decía que la familia por parte del abuelo eran personas cultas e instruidas, pero que por parte de la madre todos eran pequeño burgueses y comerciantes. Seguramente ése era el motivo por el que su abuela no tenía piedad de la gallina.
Entraron en un patio, salió a su encuentro un viejecito con una kipá en la cabeza y la abuela comenzó a hablar con él en yiddish. El viejecito cogió la gallina entre los brazos, farfulló algunas palabras y la gallina cacareó confiada. El viejo hizo entonces un gesto muy rápido, un movimiento apenas perceptible pero obviamente terrible, y se echó la gallina por encima del hombro. Ésta comenzó a correr batiendo las alas y el niño vio que no tenía cabeza, lo que corría era sólo un cuerpo decapitado: el viejecito había matado la gallina.
Después de una carrera de pocos pasos, el cuerpo cayó arañando el suelo con sus patas fuertes y jóvenes, y dejó de vivir.
Aquella noche David tuvo la sensación de que el olor húmedo de las vacas y sus crías degolladas llegaba incluso hasta su habitación.
La muerte, que antes vivía en la ilustración de un bosque donde un lobo dibujado se acercaba furtivamente a una cabritilla dibujada, dejó de estar confinada en las páginas del libro de cuentos. Por primera vez David comprendió con claridad meridiana que también él era mortal, no sólo como en los cuentos, sino de verdad.
Comprendió que un día su mamá moriría. La muerte les llegaría a ambos, pero no saldría de un bosque de cuento donde los abetos se yerguen en la penumbra, sino de este aire, de la vida, de estas paredes familiares, y sería imposible escaparse de ella.
David sintió la muerte con una claridad y una profundidad que sólo son capaces de alcanzar los niños y los grandes filósofos, cuyo vigor especulativo se aproxima a la sencillez y la fuerza del sentimiento infantil.
De los asientos hundidos sobre los que habían colocado unas tablas de madera contrachapada y del armario ropero emanaba un olor bueno y tranquilizador, el mismo olor de los cabellos y los vestidos de la abuela. Una noche cálida y engañosamente calma los rodeaba.
Aquel verano la vida dejó de estar confinada en los cubitos con dibujos pintados en los silabarios. Vio qué destellos azules irradian las oscuras alas de un pato y cuánta broma burlona encierra su graznido. Se encaramó al tronco rugoso de un cerezo y logró coger las blancas cerezas que brillaban entre el follaje. Fue a ver de cerca a un ternero amarrado al poste de un páramo y le extendió un terrón de azúcar; mudo de felicidad miró los ojos tiernos de la enorme criatura.
Pinchik el pelirrojo se acercó a David y le propuso, arrastrando las erres:
– ¿Quier-r-r-r-es camor-r-r-a?
En el vecindario de la abuela, los judíos y los ucranianos se parecían. La vieja Partinskaya, de visita en casa de la abuela, decía con su voz arrulladora:
– ¿Ha oído la noticia, Roza Nusinovna? Sonia se va a Kiev, ha hecho las paces con el marido.
La abuela, juntando las manos y riendo, respondía:
– ¡Vaya! ¡Menuda comedia!
Aquel mundo a David le parecía mejor y más agradable que la calle Kírov, donde una vieja mujer llamada Drako-Drakon con la cara toda pintada paseaba su caniche por la calle asfaltada, donde cada mañana estacionaba delante del portal una limusina ZIS-101, donde una vecina, con quevedos y un cigarrillo entre sus labios rojos de carmín, susurraba con furia ante la cocina comunal de gas: «Tú, trotskista, has vuelto a tirarme el café del hornillo».
Era de noche cuando David y su madre volvieron de la estación. Caminaron por una calle pavimentada, iluminada por la luna, y pasaron por delante de una iglesia católica blanca que albergaba en un nicho a un Cristo delgado, del tamaño de un niño de doce años, inclinado, y en la cabeza, una corona de espinas. Dejaron atrás la escuela de magisterio donde una vez había estudiado su madre.
Y algunos días después, un viernes por la noche, David vio a los viejos que se dirigían a la sinagoga entre el polvo dorado que levantaban los pies desnudos de unos chicos jugando al fútbol en un solar.
Había un encanto conmovedor en aquella yuxtaposición de casas blancas ucranianas, el chirrido de las grúas del pozo y los antiguos bordados negros y blancos de los mantos de oración que suscitaban la admiración desde tiempos bíblicos, remotos e insondables. Y coexistía todo junto: el Kohzar [55], Pushkin y Tolstói, los manuales de física, La enfermedad infantil del izquierdismo en el movimiento comunista, los hijos de sastres y zapateros que habían combatido en la guerra civil, los instructores del raikom, los tribunos y cizañeros del sóviet de sindicatos regional, conductores de camiones, inspectores de policía, conferenciantes marxistas.
Cuando llegó a casa de la abuela, David se enteró de que su madre era desdichada. La primera en anunciárselo fue la gorda tía Rajil, que tenía las mejillas tan coloradas que daba la impresión de que siempre se avergonzaba de algo.
– ¡Cómo es posible, abandonar a una mujer tan maravillosa como tu madre! ¡Ya se arrepentirá, ya!
Un día después David ya sabía que su padre se había ido con una mujer rusa ocho años mayor que él; que él ganaba dos mil quinientos rublos al mes en la Filarmónica, pero que mamá no había aceptado pensión alimenticia y vivía sólo de su sueldo: trescientos diez rublos al mes.
Una vez David enseñó a su abuela el capullo que guardaba en una caja de cerillas.
– Pero bueno, ¿para qué quieres esa porquería? ¡Tíralo ahora mismo!
David fue a la estación de mercancías dos veces y vio cómo cargaban en los vagones a toros, carneros y cerdos. Un toro mugía potente como si sufriera o implorara piedad. Al niño le atenazó un miedo pavoroso, pero los ferroviarios que pasaban junto a los vagones con chaquetas sucias y desgarradas ni siquiera volvían sus caras demacradas y extenuadas hacia la bestia doliente.
Una semana después de su llegada, una vecina de la abuela llamada Deborah cuyo marido, Lázar Yankélevich, trabajaba como mecánico en la fábrica de máquinas agrícolas, trajo al mundo a su primer hijo. El año antes Deborah había ido a casa de su hermana, en Kolymá, y durante una tormenta le cayó un rayo. Intentaron reanimarla practicándole la respiración artificial, pero al final desistieron y la cubrieron de tierra. Así yació durante dos horas, como muerta… Y, mira por dónde, ahora daba a luz a un bebé, ella que durante quince años había sido estéril. La abuela contó esa historia y luego añadió:
– Eso es lo que dice la gente, pero el año pasado tuvo que someterse a una operación.
David y su abuela fueron a visitar a los vecinos.
– ¡Bueno, Luzia! ¡Bueno, Deba! -dijo la abuela después de echar un vistazo a aquella criaturita de dos piernas acostada en el cesto de la ropa.
Pronunció aquellas palabras en tono amenazador, como advirtiendo al padre y a la madre que no se tomaran a la ligera aquel milagro acontecido.
En una pequeña casa al lado de la vía férrea vivía la vieja Sorkina con sus dos hijos sordomudos, peluqueros de oficio. Todo el vecindario les temía, y la vieja Partinskaya decía a David en ucraniano:
– Si no beben están tranquilos. Pero cuando han bebido se tiran el uno encima del otro, se pelean como caballos, lanzándose cuchillos.
Un día la abuela mandó a David que llevara un tarro de nata a Musia Borísovna… La habitación de la bibliotecaria era minúscula. Sobre la mesa había una pequeña taza, en la pared había fijada una estantería donde reposaban algunos libros pequeños y sobre la cama colgaba una pequeña fotografía. En la imagen aparecían David de bebé y su madre. Cuando David miró la fotografía, Musia Borísovna se ruborizó y dijo:
– Tu mamá y yo nos sentábamos en el mismo pupitre en la escuela.
David le recitó la fábula de la cigarra y la hormiga y Musia Borísovna declamó el inicio de la poesía «Sasha lloraba mientras talaban el bosque…».
Por la mañana todo el patio estaba murmurando: durante la noche a Solomón Slepoi le habían robado la pelliza que había guardado en naftalina para preservarla del verano.
Cuando la abuela se enteró de la desaparición de la pelliza, exclamó:
– Gracias, Dios mío. Es lo mínimo que se merecía.
David se enteró de que Slepoi era un delator y que había denunciado a mucha gente en los tiempos de confiscación de divisas extranjeras y de oro. Dos de sus víctimas fueron fusiladas y otra murió en la enfermería de la prisión.
La noche y sus terribles ruidos, el canto de los pájaros, sangre inocente…, todo se mezclaba en un potaje en ebullición abrasador. Décadas más tarde, David hubiera podido comprenderlo, pero incluso en ese momento era consciente, noche y día, de su horror y su conmovedor encanto.
Antes del sacrificio del ganado infectado deben adoptarse varias medidas preventivas: el transporte, la concentración en puntos adecuados, la instrucción de personal cualificado, la excavación de fosas y zanjas.
La población que colabora con las autoridades para llevar el ganado infectado a los mataderos o para capturar los animales dispersos no lo hace por un odio cerval hacia los terneros y las vacas, sino por instinto de conservación.
Asimismo, en los casos de exterminios masivos de personas la población local no profesa un odio sanguinario contra las mujeres, los ancianos y los niños que van a ser aniquilados. Por ese motivo, la campaña para el exterminio masivo de personas exige una preparación especial. En este caso no basta tan sólo con el instinto de conservación: es necesario incitar en la población el odio y la repugnancia.
Fue precisamente en una atmósfera de odio y repulsión como se preparó y llevó a cabo la aniquilación de los judíos ucranianos y bielorrusos. En su momento, en aquella misma tierra, después de haber movilizado y atizado la ira de las masas, Stalin abanderó la campaña para la aniquilación de los kulaks como clase, la campaña para la destrucción de los degenerados y saboteadores trotskistasbujarinistas.
La experiencia había mostrado que la mayor parte de la población, tras ser expuesta a empresas similares, está dispuesta a obedecer hipnóticamente todas las indicaciones de las autoridades. Luego hay una minoría particular que ayuda activamente a crear la atmósfera de la campaña: fanáticos ideológicos, sanguinarios que disfrutan y se alegran ante las desgracias ajenas, gente que actúa en beneficio propio en la rapiña de objetos, apartamentos y la ocupación de eventuales puestos vacantes. A la mayoría, sin embargo, la horrorizan las ejecuciones masivas, y esconden su propio estado de ánimo no sólo a sus más allegados, sino a sí mismos. Estas personas llenan salas donde se celebran reuniones dedicadas a las campañas de exterminio pero, por frecuentes que sean las reuniones y grandes las dimensiones de las salas, no existe casi ningún caso en que alguien haya infringido la tácita unanimidad del voto. Y, naturalmente, todavía es más extraordinario que un hombre, ante un perro que acaso tenga la rabia, no aparte la mirada de sus ojos suplicantes, sino que lo acoja en la casa donde vive junto a su mujer e hijos. Sin embargo también hubo casos así.
La primera mitad del siglo XX será recordada como una época de grandes descubrimientos científicos, revoluciones, grandiosas transformaciones sociales y dos guerras mundiales.
Pero la primera mitad del siglo XX entrará en la historia de la humanidad como la época del exterminio total de enormes extractos de población judía, un exterminio basado en teorías sociales o raciales. Hoy en día se guarda silencio sobre ello con una discreción comprensible.
En ese tiempo, una de las particularidades más sorprendentes de la naturaleza humana que se reveló fue la sumisión. Hubo episodios en que se formaron enormes colas en las inmediaciones del lugar de la ejecución y eran las propias víctimas las que regulaban el movimiento de las colas. Se dieron casos en que algunas madres previsoras, sabiendo que habría que hacer cola desde la mañana hasta bien entrada la noche en espera de la ejecución, que tendrían un día largo y caluroso por delante, se llevaban botellas de agua y pan para sus hijos. Millones de inocentes, presintiendo un arresto inminente, preparaban con antelación fardos con ropa blanca, toallas, y se despedían de sus más allegados. Millones de seres humanos vivieron en campos gigantescos, no sólo construidos sino también custodiados por ellos mismos.
Y no ya decenas de miles, ni siquiera decenas de millones, sino masas ingentes de hombres fueron testigos sumisos de la masacre de inocentes. Pero no sólo fueron testigos sumisos: cuando era preciso votaban a favor de la aniquilación en medio de un barullo de voces aprobador. Había algo insólito en aquella extrema sumisión.
Por supuesto, hubo resistencia, hubo valentía y tenacidad por parte de los condenados, alzamientos, incluso sacrificios llegado el caso cuando, para salvar a un hombre desconocido y lejano, otros hombres arriesgaban su propia vida y la de su familia. Pero la sumisión de las masas es un hecho irrebatible.
¿Qué hemos aprendido? ¿Se trata de un nuevo rasgo que brotó de repente en la naturaleza humana? No, esta sumisión nos habla de una nueva fuerza terrible que triunfó sobre los hombres. La extrema violencia de los sistemas totalitarios demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano en continentes enteros.
Una vez puesta al servicio del fascismo, el alma del hombre declara que la esclavitud, ese mal absoluto portador de muerte, es el único bien verdadero. Sin renegar de los sentimientos humanos, el alma traidora proclama que los crímenes cometidos por el fascismo son la más alta forma de humanitarismo y está conforme en dividir a los hombres en puros y dignos e impuros e indignos. La voluntad de sobrevivir a cualquier precio se expresa en el oportunismo del instinto y la conciencia.
En ayuda del instinto acude la fuerza hipnótica de las grandes ideas. Apelan a que se produzca cualquier víctima, a que se acepte cualquier medio en aras del logro de objetivos supremos: la futura grandeza de la patria, la felicidad de la humanidad, la nación o una clase, el progreso mundial.
Y al lado del instinto de supervivencia, al lado de la fuerza hipnótica de las grandes ideas, trabaja también una tercera fuerza: el terror ante la violencia ilimitada de un Estado poderoso que utiliza el asesinato como medio cotidiano para gobernar.
La violencia del Estado totalitario es tan grande que deja de ser un medio para convertirse en un objeto de culto místico, de exaltación religiosa.
¿Cómo si no cabe explicar las posiciones de algunos pensadores e intelectuales judíos que juzgaron necesario el asesinato de los judíos para la felicidad de la humanidad, que afirmaron que, a sabiendas de eso, los judíos estaban dispuestos a conducir a sus propios hijos al matadero para la felicidad de la patria, dispuestos a realizar el sacrificio que en un tiempo había realizado Abraham?
¿Cómo si no cabe explicar que un poeta, campesino de nacimiento, dotado de razón y talento, escribiera con sentimiento genuino un poema que exalta los años terribles de sufrimientos padecidos por los campesinos, años que han engullido a su propio padre, un trabajador honrado y sencillo?
Uno de los medios de los que se sirve el fascismo para actuar sobre el hombre es la total, o casi total, ceguera. El hombre no cree que vaya al encuentro de su propia aniquilación. Es sorprendente que aquellos que se encontraban al borde de la tumba fueran tan optimistas. Sobre la base de la esperanza -una esperanza absurda, a veces deshonesta, a veces infame- surgió la sumisión, que a menudo era igual de miserable y ruin.
La insurrección de Varsovia, la insurrección de Treblinka, la insurrección de Sobibor, las pequeñas revueltas y levantamientos de los Brenner nacieron de la desesperación más absoluta. Pero, naturalmente, la desesperación total y lúcida no generó sólo levantamientos y resistencia: engendró también el deseo -extraño en un hombre normal- de ser ejecutado lo más pronto posible.
La gente discutía por el puesto en la cola hacia la fosa sangrienta mientras en el aire resonaba una voz excitada, demente, casi exultante:
– Judíos, no tengáis miedo. No es nada terrible. Cinco minutos y todo habrá terminado.
Todo, todo engendraba sumisión, tanto la esperanza como la desesperación. Sin embargo, los hombres, aunque sometidos a la misma suerte, no tienen el mismo carácter.
Es necesario reflexionar sobre qué debió de soportar y experimentar un hombre para llegar a considerar la muerte inminente como una alegría. Son muchas las personas que deberían reflexionar, y sobre todo las que tienen tendencia a aleccionar sobre cómo debería de haberse luchado en unas condiciones de las que, por suerte, esos frívolos profesores no tienen ni la menor idea.
Una vez establecida la disposición del hombre a someterse ante una violencia ilimitada, cabe extraer la última conclusión, de gran relevancia para entender la humanidad y su futuro.
¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia totalitaria? ¿Pierde el hombre su deseo inherente a ser libre? en esta respuesta se encierra el destino de la humanidad y el destino del Estado totalitario. La transformación de la naturaleza misma del hombre presagia el triunfo universal y eterno de la dictadura del Estado; la inmutabilidad de la tendencia del hombre a la libertad es la condena del Estado totalitario.
He aquí que las grandes insurrecciones en el gueto de Varsovia, en Treblinka y Sobibor, el gran movimiento partisano que inflamó decenas de países subyugados por Hitler, las insurrecciones postestalinianas en Berlín en 1953 o en Hungría en 1956, los levantamientos que estallaron en los campos de Siberia y Extremo Oriente tras la muerte de Stalin, los disturbios en Polonia, los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión del derecho de opinión que se extendió por muchas ciudades, las huelgas en numerosas fábricas, todo ello demostró que el instinto de libertad en el hombre es invencible. Había sido reprimido, pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por destino, pero no por naturaleza.
La aspiración innata del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo. El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro.
Una máquina eléctrica puede efectuar cálculos matemáticos, memorizar acontecimientos históricos, jugar al ajedrez, traducir libros de una lengua a otra. Supera al hombre en su capacidad de solucionar con mayor rapidez problemas matemáticos; su memoria es impecable.
¿Existe un límite al progreso que crea máquinas a imagen y semejanza del hombre?
Evidentemente la respuesta es no.
Se puede imaginar la máquina de los siglos y milenios futuros. Escuchará música, sabrá apreciar la pintura, ella misma pintará cuadros, compondrá melodías, escribirá versos.
¿Hay un límite a su perfeccionamiento? ¿Podrá ser comparada a un hombre? ¿Lo sobrepasará?
La reproducción del hombre por parte de la máquina necesitará cada vez más electrónica, volumen y superficie.
El recuerdo de la infancia, las lágrimas de felicidad, la amargura de la separación, el amor a la libertad, la compasión hacia un perrito enfermo, la aprensión, la ternura maternal, la reflexión sobre la muerte, la tristeza, la amistad, la esperanza repentina, la suposición feliz, la melancolía, la alegría inmotivada, la turbación inesperada…
¡Todo, la máquina lo reproducirá todo! Sin embargo, sobre la Tierra no habrá lugar suficiente para colocar la máquina, esa máquina cuyas dimensiones siempre continuarán creciendo en medida y peso como si intentara recrear las particularidades de la mente y el alma del hombre medio, del hombre insignificante.
El fascismo aniquiló a decenas de millones de hombres.
En una casa espaciosa, luminosa y limpia de un pueblo situado en un bosque de los Urales, Nóvikov, el comandante del cuerpo de tanques, y el comisario Guétmanov acababan de examinar los informes de los comandantes de las brigadas que habían recibido la orden de salir de la reserva y entrar en servicio activo.
El trabajo insomne de los últimos días había dado paso a una calma momentánea.
Como suele suceder en esos casos, a Nóvikov y a sus subordinados les daba la impresión de que les había faltado tiempo para completar la instrucción de los reclutas. Pero ahora el periodo de instrucción había llegado a su fin, había acabado la asimilación de la óptica, los equipos de radio, los principios de balística y el funcionamiento de los motores y las piezas móviles; había terminado el periodo de prácticas de la dirección del tiro, de evaluación, elección y repartición de los objetivos, de determinación del momento propicio para abrir fuego, de la observación de los impactos, de la introducción de modificaciones, del cambio de objetivos.
El nuevo maestro, la guerra, enseña rápido, hace trabajar a los rezagados, llena las lagunas.
Guétmanov alargó la mano hacia el armarito que se encontraba entre las dos ventanas, tamborileó con un dedo y dijo:
– Eh, amigo, ven a primera línea.
Nóvikov abrió la puerta del armario, sacó una botella de coñac y lo sirvió en dos grandes vasos azulados.
– ¿Por quién vamos a brindar? -dijo el comisario, pensativo.
Nóvikov sabía a la salud de quién había que beber, precisamente por eso Guétmanov lo había preguntado.
Después de un momento de vacilación, Nóvikov dijo:
– Camarada comisario del cuerpo, beberemos a la salud de los que usted y yo estamos a punto de conducir a la batalla. Que no derramen mucha sangre.
– Correcto, antes de nada preocupémonos de los cuadros que nos han confiado -asintió Guétmanov-. ¡Bebamos por nuestros muchachos!
Brindaron y luego vaciaron sus vasos.
Nóvikov, con precipitación indisimulada, volvió a llenar los vasos y dijo:
– ¡Por el camarada Stalin! ¡Que seamos dignos de su confianza!
Se percató de que en los ojos atentos y afectuosos de Guétmanov había asomado una sonrisa burlona e, irritado consigo mismo, pensó: «¡Maldita sea! He corrido demasiado».
– Claro que sí -dijo Guétmanov bondadosamente-, brindemos por nuestro viejecito, por nuestro papaíto. Bajo su mando hemos navegado hasta las aguas del Volga.
Nóvikov miró al comisario, pero ¿qué se puede leer en una cara gorda, sonriente, de pómulos salientes, en los ojos entornados, alegres y desprovistos de bondad de un hombre inteligente de cuarenta años? De repente Guétmanov se puso a hablar del jefe del Estado Mayor, el general Neudóbnov:
– Es un buen tipo. Un bolchevique. Un auténtico estalinista. Un hombre con experiencia de mando. Y resistencia. Lo conocí en 1937. Yezhov lo mandó a limpiar el distrito militar. Bueno, en esos tiempos yo tampoco me ocupaba de un jardín de infancia… Hizo un trabajo concienzudo. No era un blandengue, era un hacha: ¡había liquidado listas de hombres enteras! Sí, se ganó la confianza de Yezhov, tanto como Vasili Vasílievich Úlrij. Hay que invitarlo enseguida, si no se ofenderá.
Por su tono se habría podido creer que condenara la lucha librada contra los enemigos del pueblo, lucha en la que, Nóvikov lo sabía, Guétmanov había tomado parte. Y Nóvikov miró de nuevo a Guétmanov y no lograba comprenderlo.
– Sí -dijo Nóvikov despacio y a regañadientes-, en aquella época algunos las hicieron buenas.
Guétmanov hizo un ademán y cambió de tema.
– Hoy ha llegado un informe del Estado Mayor General: horrible. Los alemanes avanzan hacia el monte Elbrus, y en Stalingrado empujan a los nuestros al agua. Lo digo sin rodeos: es culpa nuestra, hemos disparado contra los nuestros, hemos destruido nuestros cuadros.
Nóvikov sintió un repentino arrebato de confianza hacia Guétmanov:
– Sí, camarada comisario, han destruido a muchos hombres buenos. Han hecho verdadero daño al ejército. Por ejemplo, el general Krivoruchko: perdió un ojo durante un interrogatorio, si bien él le rompió la cabeza al juez instructor con un tintero.
Guétmanov asintió con simpatía y dijo:
– Lavrenti Pávlovich aprecia mucho a nuestro Neudóbnov. Y Lavrenti Pávlovich es un hombre inteligente: nunca se equivoca juzgando a las personas.
«Sí, sí», pensó Nóvikov para sus adentros, resignadamente.
Se callaron y escucharon las voces bajas y silbantes que llegaban de la habitación de al lado.
– Mientes, esos calcetines son nuestros.
– ¿Cómo que vuestros, camarada teniente? ¿Qué le pasa, está chiflado o qué? -Y la misma voz añadió, esta vez tuteando-: Pero dónde los pones, no los toques, ésos son los cuellos de nuestros uniformes.
– Y qué más, camarada instructor, ¿cómo que vuestros? ¡Mire!
Eran el ayudante de campo de Nóvikov y el ordenanza de Guétmanov que estaban separando la ropa de sus jefes después de la colada.
– Tengo a estos diablos bajo control -dijo Guétmanov-. Antes, cuando caminábamos usted y yo, ellos iban detrás de nosotros hacia los ejercicios de tiro del batallón de Fátov. Yo crucé el arroyo a través de las piedras, mientras que usted pasó saltando y sacudió la pierna para quitarse el barro. Pues bien, miré atrás y vi a mi ordenanza cruzar el arroyo a través de las piedras y a su teniente saltar y sacudirse la pierna.
– Eh, pendencieros, discutid en voz baja -dijo Nóvikov, y las voces allí al lado cesaron de inmediato.
En la habitación entró el general Neudóbnov, un hombre pálido, de frente alta y tupidos cabellos canos. Lanzó una mirada a los vasos y a la botella, colocó sobre la mesa un fajo de papeles y le preguntó a Nóvikov:
– Camarada coronel, ¿qué vamos a hacer con el jefe de Estado Mayor de la segunda brigada? Mijáilov volverá dentro de un mes y medio, he recibido un certificado médico del hospital del distrito.
– Pero ¿qué clase de jefe de Estado Mayor va a ser un hombre sin intestino y sin un trozo de estómago? -dijo Guétmanov mientras servía en un vaso coñac para Neudóbnov-. Beba, camarada general, beba ahora que los intestinos están en su sitio.
Neudóbnov enarcó las cejas y miró interrogativamente con sus ojos gris claro en dirección a Nóvikov.
– Por favor, camarada general, se lo ruego -le invitó Nóvikov.
Le irritaban los modales de Guétmanov, su actitud de amo y señor allí adonde iba, convencido de su derecho a emitir su opinión largo y tendido en las reuniones que se celebraban para resolver problemas técnicos de los que no entendía nada. Y con esa misma seguridad, convencido de su derecho, Guétmanov era capaz de ofrecer el coñac ajeno, invitar a los huéspedes a descansar en la cama de otro, leer de la mesa papeles que no le pertenecían.
– Tal vez podríamos nombrar temporalmente para el cargo al mayor Basángov -dijo Nóvikov-. Es un oficial sensato y ya ha participado en combates de tanques en Novograd- Volinski. ¿Tiene alguna objeción el comisario de brigada?
– Ninguna, naturalmente -respondió Guétmanov-. ¿Qué objeción podría hacer…? Pero sí una consideración. El subjefe de la segunda brigada es un teniente coronel armenio, su superior del Estado Mayor será un calmuco, a lo que hay que añadir que, en la tercera brigada, el superior del Estado Mayor es el teniente coronel Lifshits. Tal vez podríamos prescindir del calmuco.
Miró a Nóvikov y luego a Neudóbnov.
– Para ser francos, eso es lo que nos dice el sentido común, pero el marxismo nos ha dado otro enfoque sobre esa cuestión.
– Lo principal es cómo el camarada en cuestión combatirá al alemán, ése es mi marxismo – declaró Nóvikov-. Y dónde rece su abuelo a Dios, si en una iglesia, en una mezquita… -meditó un instante y añadió-: o en una sinagoga, a mí me da lo mismo… Yo pienso así: lo principal en la guerra es disparar.
Eso, eso -asintió con alegría Guétmanov-. No tenemos sinagogas ni lugares de oración en nuestro cuerpo de tanques. Después de todo estamos defendiendo Rusia. -Acto seguido frunció el ceño y dijo con rabia-: Os lo digo de verdad: basta ya. ¡Me dan ganas de vomitar! Siempre sacrificamos a los rusos en nombre de la amistad de los pueblos. Un natsmen [56] apenas necesita saber el alfabeto para que le nombren comisario del pueblo, mientras que a nuestro Iván, no importa que sea un pozo de ciencia, lo mandamos al cuerno, «¡cede el paso al natsmen!». Han transformado al gran pueblo ruso en una minoría nacional. Yo estoy a favor de la amistad entre los pueblos, pero no en estos términos. ¡Basta!
Nóvikov se quedó pensativo, miró los papeles que estaban sobre la mesa, tamborileó en el vaso con la uña y dijo:
– ¿Soy yo quien oprime a los rusos por una simpatía particular hacia los calmucos?
Se volvió hacia Neudóbnov y añadió:
– Bien, el mayor Sazónov es nombrado temporalmente jefe del Estado Mayor de la segunda brigada.
– El oficial Sazónov es excepcional -comentó Guétmanov en voz baja.
Y Nóvikov, que había aprendido a ser rudo, autoritario, duro, sintió de nuevo inseguridad ante el comisario… «Bien, bien… -pensó consolándose-, no entiendo de política. Sólo soy un proletario que sabe de guerra. Nuestro trabajo es sencillo: aplastar a los alemanes.»
Pero, aunque se reía para sus adentros de la incompetencia en materia militar de Guétmanov, le resultaba desagradable sentirse tímido frente a él.
Aquel hombre de cabeza grande, cabellos desgreñados, estatura mediana, pero ancho de espaldas y con un vientre prominente, aquel tipo divertido, de voz estentórea, siempre en movimiento, tenía una energía inagotable.
Aunque nunca había estado en el frente, en las brigadas se decía de él: «¡Oh, es combativo nuestro secretario!».
Le gustaba organizar los mítines del Ejército Rojo; sus discursos cautivaban a la audiencia, bromeaba mucho y hablaba con sencillez, a menudo groseramente.
Caminaba bamboleándose y normalmente se apoyaba en un bastón; si un tanquista estaba en las musarañas y no lo saludaba, Guétmanov se detenía delante y, apoyándose en el famoso bastón, se quitaba la gorra y hacía una profunda reverencia como un viejo campesino.
Era irascible y odiaba las objeciones. Cuando alguien discutía con él, se ponía a resoplar y fruncir el ceño; una vez se encolerizó, levantó la mano y acabó descargando un puñetazo contra el capitán Gubenkov, el jefe del Estado Mayor del regimiento de artillería pesada. Como decían de él sus camaradas, se mostraba «terriblemente sujeto a sus principios».
El ordenanza de Guétmanov condenó severamente al terco capitán:
– Ese cerdo ha sacado de quicio a nuestro comisario.
Guétmanov no trataba con consideración a quienes habían sido testigos de los primeros días duros de la guerra. En una ocasión había dicho del favorito de Nóvikov, el comandante de la primera brigada Makárov:
– Le haré escupir toda la filosofía de 1941.
Nóvikov optó por callar, si bien le gustaba hablar con Makárov sobre aquellos primeros días de la guerra, días terribles pero en cierto sentido fascinantes.
En la audacia, en la agudeza de sus juicios, Guétmanov parecía todo lo contrario que Neudóbnov.
Pero los dos hombres, a pesar de sus diferencias, estaban unidos por un vínculo sólido.
La mirada inexpresiva pero atenta de Neudóbnov, sus frases bien perfiladas, sus palabras siempre sosegadas, deprimían a Nóvikov.
En cambio, Guétmanov, riéndose a carcajadas, decía:
– Tenemos suerte. En sólo doce meses los alemanes se han vuelto más odiosos para nuestros campesinos que los comunistas en veinticinco años.
O bien, sonriendo de improviso:
– Qué quieres, a nuestro papaíto le gusta que le digan que es genial.
Ese atrevimiento no contagiaba al interlocutor, bien al contrario, le inspiraba inquietud.
Antes de la guerra Guétmanov había estado al frente de una región. Pronunciaba discursos sobre la producción de ladrillos y la organización del trabajo de investigación científica en una filial del Instituto de Carbón, hablaba de la calidad de la cocción del pan en la fábrica de pan de la ciudad, de los defectos de la novela Llamas azules publicada en el almanaque local, de la reparación del parque de tractores, del inadecuado almacenamiento de las mercancías en las naves locales, sobre la epidemia de peste aviaria en los corrales de los koljoces.
Ahora hablaba con la misma seguridad de la calidad del combustible, de las normas del consumo de los motores y de la táctica de los combates con tanques, de la acción conjunta de infantería, tanques y artillería en caso de que rompieran la defensa del adversario, de la marcha de los tanques, del servicio médico en batalla, de los códigos de radio, de la psicología militar del tanquista, de la peculiar relación que se establece entre los miembros de cada dotación y de las diversas dotaciones entre sí, de las reparaciones rutinarias y las prioritarias, sobre la evacuación de la maquinaria averiada en el campo de batalla.
En una ocasión Guétmanov y Nóvikov, que estaban en el batallón del capitán Fátov, se detuvieron frente al tanque que había resultado vencedor en las pruebas de tiro.
Mientras el oficial al mando del blindado respondía a las preguntas de los superiores acariciaba suavemente con la palma de la mano la pared del tanque.
Guétmanov preguntó al tanquista si le había resultado difícil hacerse con el primer puesto. Y éste, animado de improviso, había respondido:
– No, ¿por qué iba a ser difícil? Yo amo a mi tanque. Apenas llegué de mi pueblo al centro de instrucción y lo vi, enseguida lo amé aunque parezca increíble.
– Un flechazo -señaló Guétmanov y se echó a reír.
Y en aquella risa condescendiente había cierta condena al amor ridículo del joven hacia su tanque.
Nóvikov sintió en aquel instante que él era igual de ridículo, que también él podía amar estúpidamente. Pero no quería hablar con Guétmanov de su capacidad de amar de modo estúpido y cuando éste se puso serio dijo al tanquista con tono ejemplar:
– ¡Bravo! el amor al tanque es una gran fuerza. Has obtenido éxito porque amas a tu carro -Nóvikov añadió con tono de burla-: Pero ¿por qué razón concreta amarlo? Es un blanco enorme y fácil, hace un ruido infernal que lo desenmascara inmediatamente y quienes van en él se aturden con el estruendo. Cuando está en movimiento traquetea y desde él es imposible observar ni apuntar correctamente.
Guétmanov había mirado a Nóvikov y sonreído con ironía. Y ahora, mientras llenaba de nuevo los vasos, sonrió del mismo modo, miró a Nóvikov y dijo:
– Nuestro itinerario pasa por Kúibishev. Nuestro comandante podrá hacerle una visita a alguien que yo me sé. Brindemos por el encuentro.
«Sólo me faltaba eso», pensó Nóvikov sintiendo que se ruborizaba como un colegial.
La guerra había sorprendido al general Neudóbnov en el extranjero. No fue hasta inicios de 1942, a su regreso al Comisariado Popular de Defensa en Moscú, cuando vio las barricadas más allá del río Moscova, las barricadas antitanque, y escuchó las señales de alarma aérea.
Neudóbnov, como Guétmanov, no hacía nunca preguntas a Nóvikov sobre la guerra, tal vez porque se avergonzaba de no haber estado nunca en el frente.
Sin embargo Nóvikov quería comprender por qué cualidades Neudóbnov había llegado a ser general, y por ello reflexionaba sobre la biografía del jefe de Estado Mayor, que se reflejaba en las hojas de su expediente como un abedul joven en un estanque.
Neudóbnov era mayor que Nóvikov y Guétmanov y en 1916 había estado recluido en una cárcel zarista por su participación en un grupo bolchevique.
Después de la guerra civil fue enviado por el Partido a trabajar en el GPU [57], prestó servicio en las tropas fronterizas, fue enviado a estudiar a la Academia, periodo durante el que fue secretario de la organización del Partido de su promoción. Después trabajó en el departamento militar del Comité Central, en la oficina central del Comisariado Popular de Defensa.
Antes de la guerra había estado dos veces en el extranjero. Formaba parte de la nomenklatura. Al principio Nóvikov no comprendía del todo qué significaba eso de la nomenklatura, cuáles eran los privilegios y derechos especiales de los que gozaban esos dirigentes.
Neudóbnov avanzaba con extraordinaria rapidez a través del habitualmente largo periodo que separa la candidatura a un cargo del nombramiento al mismo; parecía que el Comisariado Popular de Defensa sólo esperara la candidatura de Neudóbnov para aprobarla. Había algo extraño, sin embargo, en la información que constaba en su expediente: en un primer momento parecía explicar todos los misterios de la vida de un hombre, los motivos de sus éxitos y fracasos, pero un momento después sólo parecía oscurecer la esencia, no explicar nada.
A su modo de ver la guerra reexaminaba los historiales, las biografías, los informes confidenciales, los diplomas… Y de repente el dirigente Neudóbnov, que formaba parte de la nomenklatura, se había encontrado bajo las órdenes del coronel Nóvikov. Pero sabía perfectamente que una vez acabada la guerra cesaría también aquella situación anormal.
Neudóbnov había llevado consigo a los Urales un fusil de caza y había dejado pasmados a todos los aficionados del cuerpo; Nóvikov dijo que seguramente, en su tiempo, el zar Nicolás II también salía de caza con un fusil de ese tipo. A Neudóbnov se lo habían dado en 1938 junto con una dacha y varios objetos confiscados: muebles, alfombras y una vajilla de porcelana.
Hablaran de lo que hablaran, ya fuera de la guerra, de la situación de los koljoces, del libro del general Dragomírov, de la nación china, de las cualidades del general Rokossovski, del clima de Siberia, de la calidad de la tela para capote rusa, o de la belleza superior de las rubias sobre las morenas, las opiniones de Neudóbnov nunca se pasaban de la raya.
Resultaba difícil comprender si aquello obedecía a la discreción o bien era la expresión de su verdadera naturaleza.
A veces, después de la cena, se volvía locuaz y contaba historias sobre saboteadores que habían sido desenmascarados y que actuaban en los campos más inesperados: en la fabricación de instrumental médico, en talleres de fabricación de botas para el ejército, en pastelerías, en palacios de pioneros, en los establos del hipódromo de Moscú, la Galería Tretiakov.
Poseía una memoria excelente y al parecer leía mucho: estudiaba las obras de Lenín y Stalin. Durante las discusiones solía decir:
– El camarada Stalin ya en el XVII Congreso decía… -y citaba.
Una vez Guétmanov le dijo:
– Hay citas y citas. Se han dicho cosas de todo tipo… Por ejemplo: «La tierra ajena no queremos, pero de la nuestra ni un centímetro cederemos». Y ¿dónde están los alemanes ahora?
Neudóbnov se encogió de hombros como si la presencia de los alemanes en el Volga no significara nada en comparación con las palabras sobre que no se cedería un solo centímetro de tierra.
De repente todo se desvaneció: los tanques, el reglamento militar, los ejercicios de tiro, el bosque, Guétmanov, Neudóbnov… ¡Zhenia! ¿De veras volvería a verla?
Nóvikov se sorprendió de que Guétmanov, después de leer una carta que había recibido de casa, le dijera:
– Mi esposa nos compadece, le he descrito las condiciones en que vivimos.
Lo que al comisario le parecía una vida ardua, para Nóvikov era un lujo excesivo.
Por primera vez había podido escoger su alojamiento. Una vez, yendo a visitar a una brigada, había dicho que el sofá no le gustaba y, cuando regresó al lugar del sofá, éste había sido reemplazado por una silla con un respaldo de madera; y Vershkov, su ayudante de campo, estaba esperándolo ansioso para ver si el cambio era del agrado del oficial.
El cocinero le preguntaba:
– ¿Cómo está el borsch, camarada coronel?
Nóvikov amaba a los animales desde que era niño. Y ahora bajo su cama vivía un erizo que, como amo y señor, se pasaba la noche correteando por la habitación. También tenía una joven ardilla que comía avellanas y vivía en una jaula especial, decorada con el emblema de un tanque que le habían construido los mecánicos. La ardilla se había acostumbrado rápidamente a Nóvikov y a veces se le sentaba en las rodillas, lo miraba fijamente, confiada y curiosa, con ojos de pilluela. Todos se mostraban atentos y amables con los animales: el ayudante de campo Vershkov, el cocinero Orlénev, el conductor Jaritónov.
Y aquello para Nóvikov no era un asunto baladí. Una vez, antes de la guerra, llevó a la residencia de oficiales un cachorro que mordisqueó un zapato al coronel e hizo, en el transcurso de media hora, tres charcos de pipí en la cocina comunal; fue tal el revuelo que se armó que Nóvikov se vio obligado a separarse de su perro.
Llegó el día de la partida y entre el comandante del cuerpo de tanques y su jefe de Estado Mayor quedó pendiente una riña intrincada sin resolver.
Llegó el día de la partida, y con él las preocupaciones por el combustible, por las provisiones del viaje, por la organización de los carros y los convoyes.
Comenzó a pensar cómo serían sus futuros colegas, los hombres cuyos batallones de artillería saldrían hoy de la reserva y se dirigirían a la vía férrea; comenzó a preguntarse acerca del hombre ante el cual tendría que cuadrarse y decir: «Camarada general, permítale que le informe…».
Llegó el día de la partida y Nóvikov no había conseguido ver a su hermano, a su sobrina. Cuando partió hacia los Urales pensó que estaría cerca de su hermano; sin embargo, no había tenido tiempo de verlo.
Ya había sido informado del movimiento de las brigadas, de que las plataformas para la maquinaria pesada estaban preparadas, y de que el erizo y la ardilla habían sido liberados en el bosque.
Era difícil gobernar, responder por cada nadería, revisar cada detalle. Los tanques ya estaban dispuestos sobre las plataformas. Pero ¿no se habrían olvidado de poner el freno a las máquinas, poner la primera, fijar las torretas del cañón hacia delante, bloquear las escotillas? ¿Habrían preparado los cepos de madera para inmovilizar los tanques y prevenir oscilaciones peligrosas?
– ¿Y si jugáramos una última partida de cartas? -preguntó Guétmanov.
– Por mí, de acuerdo -respondió Neudóbnov.
Pero Nóvikov tenía ganas de salir al aire libre, estar un rato a solas.
En aquella hora silenciosa que precede al anochecer, el aire tenía una transparencia sorprendente, y los objetos más insignificantes y minúsculos destacaban con nitidez. De las chimeneas el humo se desprendía sin arremolinarse, descendía en columnas perfectamente verticales. La leña de las cocinas de campaña crepitaba. En medio de la calle había un tanquista con las cejas muy negras, una chica lo abrazaba, apoyaba la cabeza contra su pecho, lloraba. De los edificios del Estado Mayor sacaban cajas y maletas, máquinas de escribir en sus estuches negros. Los soldados de transmisiones estaban enrollando dentro de la bobina los cables gruesos y negros que se extendían entre las brigadas y el Estado Mayor de la división. Detrás de los cobertizos un carro disparaba, jadeaba, echaba bocanadas de humo mientras se preparaba para partir. Los conductores vertían combustible en los nuevos Ford de carga, retiraban las fundas acolchadas de las capotas. Entretanto, el mundo a su alrededor permanecía inmóvil.
Nóvikov estaba de pie en el porche y miraba pasar los tanques; por un momento sentía que aminoraba el peso de sus preocupaciones y angustias.
Antes de caer la noche, montado en un jeep, desembocó en la carretera que conducía a la estación.
Los tanques salían del bosque.
La tierra, endurecida por las primeras heladas, sonaba bajo su peso. El sol poniente iluminaba las copas del lejano abetal de donde salía la brigada del teniente coronel Kárpov. Los regimientos de Makárov marchaban entre jóvenes abedules. Los soldados habían decorado sus blindados con ramas de árboles y daba la impresión de que las agujas de pino y las hojas de los abedules hubieran nacido, como las corazas de los carros de combate, del rugido de los motores, del crujido argénteo de las orugas de los tanques.
Los militares que parten desde las reservas hacia el frente suelen decir:
– ¡Se montará una gran fiesta!
Nóvikov, que se había desviado a un lado del camino, observaba el paso de las máquinas.
¡Cuántos dramas, cuántas historias cómicas y extrañas habían pasado en este lugar! ¡Qué sucesos tan extraordinarios le habían explicado…! Durante el almuerzo en el Estado Mayor del batallón habían descubierto una rana en la sopa… El suboficial Rozhdéstvenski, con estudios superiores, había herido a un camarada en el vientre mientras limpiaba su arma, y acto seguido se había suicidado. Un soldado del regimiento de infantería motorizada se había negado a prestar juramento diciendo: «Juraré sólo en la iglesia».
Un humo azul y gris se aferraba a los arbustos situados al borde del camino.
Una infinidad de pensamientos diversos se amalgamaban en aquellas cabezas cubiertas por cascos de cuero; pensamientos al mismo tiempo personales y comunes a todo el pueblo: las desventuras de la guerra, el amor por la propia tierra; pero también aquella maravillosa diferencia que hermana a todas las personas, que las uniforma en la diversidad.
¡Ay, Dios mío! Dios mío… Cuántos eran, todos ataviados con monos negros, ceñidos con cinturones anchos… Los superiores escogían a los jóvenes anchos de espalda y de baja estatura, aptos para deslizarse fácilmente por la escotilla y moverse dentro del tanque. ¡Cuántas respuestas idénticas plasmadas en sus formularios acerca de sus padres, sus madres, el año de nacimiento, la fecha del diploma de estudios, de los cursos para conducir tractores!
Los verdes y achatados T-34, todos con las escotillas abiertas y las lonas impermeabilizadas atadas a los blindajes verdes, parecían fundirse en uno.
Un tanquista entonaba una canción; otro, con los ojos entornados, estaba lleno de temor y malos presentimientos; el tercero pensaba en su casa; el cuarto masticaba pan y salchichón, y sólo pensaba en eso; el quinto, boquiabierto, se esforzaba en reconocer un pájaro sobre un árbol (¿no sería una abubilla?); el sexto se preguntaba inquieto si no habría ofendido el día antes a su compañero con una palabra grosera; el séptimo, un tipo ladino que no se dejaba llevar por la ira, soñaba con romperle la cara a su adversario, el comandante de un T-34 que iba delante; el octavo componía mentalmente un poema; el noveno pensaba en los senos de una chica; el décimo compadecía a un perro que, entendiendo que lo habían abandonado entre los refugios vacíos, se lanzaba contra el blindaje del tanque e intentaba enternecer al tanquista moviendo tristemente la cola; el undécimo pensaba qué bello sería huir al bosque, vivir solo en una pequeña isba, alimentarse de hayas, beber agua de un manantial y caminar descalzo; el duodécimo se preguntaba si debía fingirse enfermo y pasar una larga temporada en un hospital; el decimotercero se repetía una historia que le habían contado de pequeño; el decimocuarto recordaba una conversación con una chica y no le afligía la separación definitiva, sino al contrario, se alegraba; el decimoquinto pensaba en el futuro: después de la guerra le gustaría ser director de una cantina.
«Ay, chicos», piensa Nóvikov.
Ellos le miran. Piensan que probablemente esté comprobando si sus uniformes están en buen estado, que está escuchando los motores y por su sonido adivina la experiencia o falta de la misma de los conductores y los mecánicos; que está observando si se ha mantenido la distancia correcta entre los tanques o si hay temerarios que intentan tomar la delantera respecto a los demás.
Pero él los mira de la misma manera que ellos a él, y los pensamientos que ellos abrigan son sus propios pensamientos: piensa en su botella de coñac que Guétmanov se había tomado la licencia de abrir; piensa que Neudóbnov tiene un carácter difícil, que no volverá a cazar en los Urales, y, por otra parte, que la última vez fue un fracaso, con aquel estruendo de metralleta, tanto vodka y bromas estúpidas…; piensa en la mujer a la que ama desde hace tantos años y que en breve volverá a ver… Cuando hace seis años se enteró de que se había casado, escribió una breve nota: «Me tomo un permiso indefinido, devuelvo mi revólver: número 10322». Eso fue cuando estaba de servicio en Nikolsk-Ussuríiski. Pero al final no había apretado el gatillo…
Tímidos, taciturnos, risueños y fríos, meditabundos, mujeriegos, egoístas inofensivos, vagabundos, avaros, contemplativos, buenazos… Helos ahí, dirigiéndose al combate por una causa común y justa. Esa verdad era hasta tal punto sencilla que hablar de ella parecía difícil. Pero justamente de esa sencillísima verdad se olvidan aquellos que deberían tomarla como punto de partida. Allí, en alguna parte, debía de hallarse la respuesta a aquella vieja disputa: ¿vive el hombre para el sábado? [58]
¡Qué triviales eran los pensamientos sobre las botas, sobre el perro abandonado, sobre la isba en un pequeño pueblo remoto, sobre el odio hacia un compañero que te ha arrebatado a una chica…! Sin embargo, en aquello estaba la esencia.
Las agrupaciones humanas tienen un propósito principal: conquistar el derecho que todo el mundo tiene a ser diferente, a ser especial, a sentir, pensar y vivir cada uno a su manera.
Para conquistar ese derecho, defenderlo o ampliarlo, la gente se une. Y de ahí nace un prejuicio horrible pero poderoso: en aquella unión en nombre de la raza, de Dios, del Partido, del Estado se ve el sentido de la vida y no un medio. ¡No, no y no! Es en el hombre, en su modesta singularidad, en su derecho a esa particularidad donde reside el único, verdadero y eterno significado de la lucha por la vida.
Nóvikov sentía que aquellos hombres lograrían su objetivo: serían más fuertes, más astutos, más inteligentes que sus enemigos. Aquella mole de cerebros, laboriosidad, osadía y cálculo, eficacia operativa, furia; aquella riqueza espiritual de chicos del pueblo, estudiantes, alumnos de décimo curso, torneros, tractoristas, maestros, electricistas, conductores de autobús, malos, buenos, duros, amantes de la risa, solistas de coro, acordeonistas, precavidos, lentos, atrevidos, todos ellos se mancomunarían, se fundirían en una sola cosa, y así unidos, deberían llevarse la victoria, demasiada riqueza para no vencer.
Si no es uno, será otro, si no es en el centro, será en un flanco, si no es durante la primera hora de batalla, será en la segunda, pero lo conseguirán, serán más astutos, y con su potencia destrozarán, aplastarán al enemigo… El éxito en el combate depende sólo de ellos, lo conseguirán en el polvo, en el humo, en el instante en que sabrán sopesar, desplegarse, lanzarse, disparar una fracción de segundo antes, una fracción de centímetro más acertados, con mayor convicción y entusiasmo que el enemigo.
Sí, ellos tienen la solución. En aquellos chicos que van en las máquinas con cañones y ametralladoras radica la fuerza principal de la guerra.
Pero ¿lograrían unirse? La riqueza interior de todos ellos ¿se comportaría como una única fuerza?
Nóvikov los miraba, los contemplaba, y tuvo un pálpito, feliz y certero, que embargó todo su ser: «Esa mujer será mía, será mía».
Fueron días extraordinarios.
Krímov tenía la impresión de que la historia había dejado de ser un libro, desembocaba en la vida, se confundía con ella.
Sentía vivamente el color del cielo y las nubes de Stalingrado, el brillo del sol en el agua. Aquellas sensaciones le recordaban la época de la infancia, cuando la visión de las primeras nieves, el repiqueteo de la lluvia estival o un arco iris le colmaban de felicidad. Ese sentimiento maravilloso se atempera con los años y abandona casi por completo a todos los seres vivos que se habitúan al milagro de la vida sobre la tierra.
Todo lo que a Krímov le había parecido equivocado en los últimos tiempos, todo lo que le había parecido un engaño, en Stalingrado se desvanecía. «Es como en tiempos de Lenín», pensaba.
Le parecía que la gente allí le trataba de manera diferente, mejor que antes de la guerra. Era lo mismo ahora que cuando los alemanes los habían cercado: ya no se sentía hijastro de su tiempo. Poco tiempo antes, en la orilla izquierda del Volga, preparaba con entusiasmo sus ponencias y consideraba natural que la dirección política lo hubiera transferido al trabajo de conferenciante.
Pero ahora se sentía profundamente ofendido por ese cambio. ¿Por qué lo habían apartado de su puesto de comisario militar? Creía que no se las arreglaba peor que otros, sea como fuere lo hacía mejor que muchos…
En Stalingrado tenía buenas relaciones con la gente. La igualdad y la dignidad habitaban aquella ladera de arcilla donde tanta sangre se había derramado.
Había un interés casi generalizado sobre ternas como la organización de los koljoces después de la guerra, las relaciones futuras entre los grandes pueblos y los gobiernos. El trabajo cotidiano de los soldados, su trabajo con las palas, con los cuchillos de cocina que empleaban para limpiar patatas y las chairas que utilizaban para reparar las botas, todo aquello parecía tener una relación directa con la vida del pueblo en la posguerra, así como con la vida de otros pueblos y estados.
Casi todos creían que el bien triunfaría en la guerra y los hombres honrados, que no habían dudado en sacrificar sus vidas, podrían construir una vida justa y buena. Aquella convicción resultaba conmovedora en unos hombres que sabían que tenían pocas posibilidades de sobrevivir hasta el final de la guerra y que, en cada despertar, se sorprendían por estar vivos un día más.
Por la noche, Krímov, después de una conferencia rutinaria, se presentó en el refugio del teniente coronel Batiuk, el comandante de la división desplegada sobre las laderas del Mamáyev Kurgán y junto al Banni Ovrag. Batiuk, un hombre de pequeña estatura cuya cara expresaba todo el cansancio de la guerra, se alegró de su llegada.
Sobre la mesa del teniente coronel habían dispuesto para la cena una buena gelatina y un pastel caliente casero. Mientras servía vodka a Krímov, Batiuk entrecerró los ojos y dijo:
– Oí que venía a darnos unas conferencias y me pregunté a quién visitaría primero, si a Rodímtsev o a mí. Al final se decidió por Rodímtsev.
Después se echó a reír, jadeando:
– Aquí se vive como en un pueblo. Por la tarde, cuando hay un poco de calma, nos dedicamos a telefonear a nuestros vecinos: ¿qué has comido? ¿Quién ha venido a verte? ¿Adónde vas? ¿Te han dicho los superiores quién tiene la mejor casa de baños? ¿De quién han escrito en el periódico? No escriben nunca de nosotros, siempre de Rodímtsev; a juzgar por los periódicos es el único que combate en Stalingrado.
Batiuk sirvió al invitado mientras que él mismo se conformó con un poco de té y pan, indiferente a los placeres de la buena mesa.
Krímov se dio cuenta de que la tranquilidad de movimientos y la lenta manera de hablar ucraniana de la que hacía gala Batiuk no se correspondían con los problemas que le rondaban por la cabeza.
A Nikolái Grigórievich le apenó que Batiuk no le formulara ni una sola pregunta relacionada con la conferencia. Como si ésta no hubiera tocado ninguna de las preocupaciones reales de Batiuk.
Krímov estaba impresionado por el relato de Batiuk sobre las primeras horas de la guerra. Durante la retirada general de la frontera, Batiuk había guiado a su regimiento hacia el oeste para impedir el paso de los alemanes. Los oficiales superiores, que se estaban replegando en la misma carretera, pensaron que iba a entregarse a los alemanes. Allí mismo, en la carretera, tras un interrogatorio a base de insultos y gritos histéricos, dieron la orden de fusilarlo. En el último instante, cuando ya estaba al pie del árbol, los soldados liberaron a su comandante.
– Sí, camarada teniente coronel -dijo Krímov-. Un asunto serio.
– No sufrí un ataque al corazón -respondió Batiuk-, pero mi corazón no ha vuelto a ser el mismo.
– ¿Oye los disparos en el mercado? -preguntó Krímov con cierto tono teatral-. ¿Qué anda haciendo Gorójov ahora?
Batiuk le miró de reojo.
– Yo sé qué está haciendo Gorójov. Jugar a las cartas.
Krímov dijo que le habían avisado de que iba a celebrarse una reunión de francotiradores en el refugio de Batiuk y que le interesaría asistir a ella.
– Claro, es interesante, por qué no -respondió el teniente coronel.
Hablaron de la situación en el frente. A Batiuk le preocupaba la concentración nocturna de las fuerzas alemanas en el sector norte.
Cuando los tiradores certeros se reunieron en el refugio del comandante de la división, Krímov comprendió para quién había sido cocinado el pastel.
Sobre los bancos dispuestos a lo largo de las paredes y en torno a la mesa se acomodaron varios hombres con chaquetas; parecían tímidos e incómodos, pero al mismo tiempo conscientes de su dignidad. Los que se iban incorporando se esforzaban en no hacer ruido y, como los obreros que colocan en su lugar palas y hachas, apostaban en un rincón sus fusiles y ametralladoras.
La cara del famoso francotirador Záitsev parecía bondadosamente familiar, como la de un campesino amable y sosegado. Pero cuando Vasili Záitsev volvió la cabeza y frunció el ceño se acentuó la dureza de sus rasgos.
Krímov recordó una impresión que tuvo antes de la guerra: un día, en el transcurso de una reunión, observaba a un viejo conocido y, de improviso, aquel rostro que siempre le parecía severo se le reveló bajo una luz completamente diferente: movía los párpados, tenía la nariz baja, la boca entreabierta, un mentón pequeño. Todos aquellos detalles juntos le daban un aire débil e indeciso.
Al lado de Záitsev se sentaba el operador de mortero Bezdidko, un hombre de espalda estrecha y ojos castaños siempre risueños, y el joven uzbeco Suleimán Jalímov, que sacaba los labios hacia delante como un niño. El francotirador-artillero Matsegur, que se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, parecía un afable padre de familia y no había en él ningún indicio que revelara el carácter amenazador de su oficio.
Los otros presentes en el refugio -el teniente de artillería Shuklín, Tókarev, Manzhulia, Solodki- también parecían tipos tímidos y apocados.
Batiuk les hacía preguntas con la cabeza gacha: semejaba más un alumno ávido de saber que uno de los comandantes más sabios y experimentados de Stalingrado.
Los ojos de todos los presentes se iluminaron con la expectación alegre de un chiste cuando se dirigió a Bezdidko en ucraniano:
– Bueno, Bezdidko, ¿cómo ha ido?
– Ayer se las hice pasar canutas a los boches, camarada teniente coronel. Pero esta mañana sólo he matado a cinco desperdiciando cuatro bombas de mano.
– Sí, no es un trabajo como el de Shuklín; él destruyó catorce tanques con un cañón.
– Pero Shuklín usó sólo un cañón porque en su batería no tenían más.
– Ha hecho saltar el burdel de los alemanes -declaró el atractivo Bulátov, sonrojándose.
– Y yo lo había tomado por un refugio cualquiera.
– A propósito de refugios -intervino Batiuk-. Hoy una bomba de mano me ha arrancado la puerta -y dirigiéndose a Bezdidko añadió en ucraniano en tono de reproche-: Pensé que era culpa de ese hijo de perra de Bezdidko, que se hace tanto el tímido. Y pensar que fui yo quien le enseñó a disparar.
El apuntador de artillería Manzhulia constató particularmente intimidado después de coger un trozo de pastel:
– Es buena la masa, camarada teniente coronel.
Batiuk hizo tintinear un cartucho de fusil contra el vaso.
– Bien, camaradas, un poco de seriedad.
Se trataba de una reunión de trabajo similar a las que se celebran en las fábricas o en los campamentos. Pero no eran tejedores ni panaderos ni sastres, y no hablaban de pan ni de trilladura.
Bulátov contó que había visto a un alemán que andaba por la carretera abrazado a una mujer; los había obligado a echarse al suelo y, antes de matarlos, les había dado la oportunidad de alzarse tres veces y de nuevo obligado a echarse al suelo, levantando con las balas nubes de polvo a dos o tres centímetros de sus piernas.
– Lo maté cuando se inclinó sobre ella; quedaron tendidos en medio de la carretera, en forma de cruz.
La indolencia con la que Bulátov narraba la historia acentuaba su horror, un horror que nunca está presente en los relatos de los soldados.
– No nos cuentes bolas, Bulátov -le interrumpió Záitsev.
– No son bolas -replicó Bulátov, sin comprender-. A día de hoy mi cuenta asciende a setenta y ocho. El camarada comisario no me permitiría mentir; aquí está su firma.
Krímov tenía ganas de participar en la conversación, de decir que probablemente entre los alemanes asesinados por Bulátov había obreros, revolucionarios, internacionalistas… Era importante tener aquello presente, de lo contrario corrían el riesgo de convertirse en ultranacionalistas. Pero Nikolái Grigórievich no dijo nada. Aquellos pensamientos no eran necesarios para la guerra; en lugar de armar, desarmaban.
Ceceando, el blancuzco Solodki contó cómo había matado a ocho alemanes el día antes. Luego añadió:
– Soy un koljosiano de Umansk. Lo que los fascistas hicieron en mi pueblo fue increíble. Yo también perdí un poco de sangre: me hirieron tres veces. Eso es lo que me hizo dejar de ser koljosiano y convertirme en francotirador.
Lúgubre, Tókarev explicó la mejor manera de escoger un apostadero en una carretera transitada por los alemanes para ir a la cocina o a buscar agua, y añadió:
– Mi mujer me escribe contándome lo que han pasado los que han sido hechos prisioneros cerca de Mozhaev; han matado a mi hijo porque le llamé Vladimir Ilich.
Jalímov, excitado, explicó:
– Nunca me apresuro. Disparo cuando el corazón me lo dice. Cuando llegué al frente me hice amigo del sargento Gúrov; yo le enseñé uzbeco y él a mí ruso. Lo mató un alemán, y yo abatí a doce de ellos. Cogí los prismáticos del oficial y me los colgué al cuello: he seguido sus indicaciones, camarada instructor político.
Había algo terrible en los informes de aquellos franco-tiradores. Durante toda su vida Krímov se había burlado de las medrosas almas intelectuales, se había burlado de Yevguenia Nikoláyevna y Shtrum que lamentaban los sufrimientos que habían soportado los deskulakizados durante el periodo de la colectivización. A propósito de los acontecimientos de 1937, le había dicho a Yevguenia: «No es terrible que liquidemos a nuestros enemigos, al diablo con ellos; lo terrible es cuando dispararnos contra los nuestros».
Ahora deseaba decir que nunca había vacilado, que siempre había estado dispuesto a eliminar a aquellos canallas de los guardias blancos, a los rastreros de los mencheviques y los eseristas, a los popes, a los kulaks, que nunca había sentido la menor piedad hacia los enemigos de la Revolución, pero que, sin embargo, no podía alegrarse de que, junto a los fascistas, se aniquilara a los obreros alemanes. Había algo terrible en los relatos de los francotiradores, aunque supieran bien en nombre de qué actuaban así.
Záitsev se puso a contar su combate con un francotirador alemán a los pies del Mamáyev Kurgán. Se había prolongado durante varios días. El alemán sabía que Záitsev le vigilaba y él, a su vez, vigilaba a Záitsev. Resultó que su pericia era muy similar y que ninguno lograba imponerse al otro.
– Aquel día derribó a tres de los nuestros, mientras yo permanecía a cubierto, sin realizar un solo disparo. Luego tira una última vez, no yerra el blanco, y el soldado cae de lado, los brazos en cruz. Desde su bando avanza un soldado con un papel en la mano, yo continúo agazapado, observo… Y él, lo sé, piensa que si hubiera un tirador apostado habría matado al soldado del papel, pero en cambio ha pasado. Sé que no puede ver al soldado que ha abatido y que desearía contemplar a su víctima. Silencio. Un segundo alemán pasa corriendo con un cubo; ni un ruido desde mi puesto. Pasan todavía unos quince minutos y empieza a ponerse de pie. Se levanta. Entonces me levanto yo de cuerpo entero…
Al revivir la escena, Záitsev se alzó desde detrás de la mesa. La particular expresión de severidad que antes le había asomado en el rostro ahora se había convertido en su expresión más genuina y dominante; no era ya un chico de aire bondadoso y nariz ancha: había algo leonino, algo poderoso y siniestro en sus aletas de nariz hinchadas, en su frente alta, en sus ojos llenos de una terrible luz de triunfo.
– Comprendió quién era yo. Y le disparé.
Durante un instante se hizo el silencio. Probablemente el mismo silencio que siguió al disparo de Záitsev, casi se podía oír el cuerpo inerte del muerto cayendo al suelo. Batiuk se volvió de improviso hacia Krímov y preguntó:
– Bueno, ¿le parece interesante?
– Sí, magnífico -respondió Krímov, y eso es todo lo que dijo.
Krímov pasó la noche en el refugio de Batiuk.
Batiuk, moviendo los labios, contaba las gotas para el corazón que iba vertiendo en el vaso y seguidamente añadió agua.
Entre bostezos contó a Krímov los asuntos relacionados con la división; no hablaba de los combates, sino de todo tipo de hechos cotidianos.
A Krímov le daba la impresión de que todo lo que le explicaba estaba en relación con el episodio que le había ocurrido durante las primeras horas de la guerra, y que todos sus pensamientos emanaban de ahí.
Desde que había llegado a Stalingrado, Krímov no lograba desembarazarse de una sensación extraña. A veces le parecía que se encontraba en un reino donde el Partido no existía; otras, por el contrario, creía respirar el aire de los primeros días de la Revolución.
De repente Krímov preguntó:
– ¿Hace mucho que está en el Partido, camarada teniente coronel?
Batiuk respondió:
– ¿Por qué, camarada coronel? ¿Le parece que me desvío de la línea adecuada?
Durante un rato Krímov no contestó. Después dijo:
– Mire, siempre he sido considerado bastante buen orador dentro del Partido. He intervenido en grandes mítines de obreros. Pero aquí tengo la sensación de que me guían en lugar de guiar yo. Es muy extraño. ¿Quién es el que muestra el camino? ¿Quién arrastra a quién? Me apetecía tornar parte en la conversación de sus francotiradores, hacer una enmienda, pero después he pensado que ya sabían todo lo que necesitaban saber. A decir verdad, ésa no es la única razón por la que no dije nada. La dirección política nos indica que debemos imbuir en la conciencia de los soldados que el Ejército Rojo es un ejército de vengadores. No es momento para que me ponga a hablar del internacionalismo y la concepción de clase. ¡Lo principal es movilizar la furia de las masas contra los enemigos! No quiero ser como el tonto del cuento que llega a una boda y comienza a rezar por el eterno reposo del difunto…
Pensó un momento y dijo:
– Y luego, hay la costumbre… El Partido moviliza el odio de las masas, la furia, para destruir al enemigo. El humanitarismo cristiano no conviene a nuestra causa. Nuestro humanitarismo soviético es severo. No nos andamos con ceremonias…
De nuevo hizo una pausa.
– Desde luego no me refiero a casos como el suyo, cuando le iban a fusilar en vano… También en el 1937 a veces batíamos a los nuestros: ahí radica nuestra desgracia. Pero los alemanes han penetrado en la patria de los obreros y los campesinos. ¡Y la guerra es la guerra! ¡Lo tienen bien merecido!
Krímov esperaba una respuesta de Batiuk, pero éste callaba, no porque le desconcertaran las palabras de Krímov, sino porque sencillamente se había quedado dormido.
En la acería Octubre Rojo, inmersa en la penumbra, hombres enfundados en chaquetones acolchados iban y venían, retumbaban los disparos, se encendían llamaradas, y no se sabía si era polvo o niebla lo que flotaba en el aire.
El general Guriev, comandante de la división, había instalado los puestos de mando de los regimientos en el interior de los hornos. Krímov tenía la sensación de que la gente que había en esos hornos -hornos que hasta hace poco habían fundido acero- eran especiales; ellos mismos tenían el corazón de acero.
Desde ahí podían oírse no sólo los pasos de las botas alemanas y los gritos de mando, sino también los sigilosos chasquidos de los alemanes al recargar sus fusiles.
Cuando Krímov se deslizó, arqueando la espalda, por la boca del horno, donde se encontraba el mando del regimiento de fusileros y percibió en las palmas de la mano el calor que todavía persistía en los ladrillos refractarios, una especie de timidez se apoderó de él; era como si se le fuera a revelar de inmediato el secreto de la gran resistencia.
En la semioscuridad distinguió a un hombre en cuclillas, vio su cara amplia, escuchó una voz acogedora:
– ¡Un invitado ha llegado a nuestro palacio! Por favor, cien gramos de vodka y un huevo cocido para nuestro visitante.
En la polvorienta y sofocante penumbra, a Nikolái Grigórievich se le pasó por la cabeza que nunca le explicaría a Yevguenia Nikoláyevna que la había recordado mientras se deslizaba por un horno de fundición de Stalingrado. En el pasado había intentado olvidarla, librarse de ella. Pero ahora se había resignado a que ella le siguiera insistentemente a todas partes. Incluso había penetrado en el horno, la hechicera, no había manera de escapar de ella…
Por supuesto estaba más claro que el agua. ¿Quién necesitaba a los hijastros de su tiempo? Lo mejor era enviarlos con los lisiados y los jubilados. Mejor aún, hacer jabón con ellos. Que ella se hubiera ido no hacía más que confirmar y alumbrar por completo la desesperación de su vida; ni siquiera allí, en Stalingrado, tenía un verdadero cometido militar…
Por la noche en aquel mismo lugar, después de su conferencia, Krímov conversó con el general Guriev. Éste se había quitado la chaqueta y se pasaba constantemente el pañuelo por la cara roja, y con voz alta y ronca ofrecía vodka a Krímov; con el mismo tono gritaba órdenes por teléfono a varios comandantes de los regimientos; con la misma voz alta y ronca con la que reprendía al cocinero por no saber asar como es debido las brochetas de carne, telefoneaba a su vecino Batiuk para preguntarle si habían jugado al dominó en el Mamáyev Kurgán.
– Tenemos buenos hombres aquí, alegres -dijo Guriev-. Batiuk es un tipo inteligente, el general Zhóludev que está en la fábrica de tractores es un viejo amigo mío. En el complejo fabril Barricada está el coronel Gúrtiev, también es buen tipo, pero lleva una vida monacal, no prueba el vodka. Naturalmente, eso es un error.
Luego pasó a explicar a Krímov que a nadie le quedaban tan pocas bayonetas activas como a él, tenía entre seis y ocho hombres por compañía; nadie estaba tan incomunicado como él; a veces, cuando venía una lancha, la tercera parte de los ocupantes llegaban heridos. Nadie, salvo Gorójov en el mercado, se hallaba en un lugar de tan difícil acceso.
– Ayer Chuikov llamó a Shuba, mi jefe de Estado Mayor. Estaban en desacuerdo respecto a la situación exacta de la línea de frente. El coronel Shuba volvió completamente enfermo.
Lanzó una mirada a Krímov y dijo:
– ¿Piensa que le echó un rapapolvo? -y se puso a reír-. No, yo le echo un rapapolvo cada día. Él le hizo saltar los dientes, toda la primera fila.
– Sí… -dijo Krímov despacio.
Aquel «sí» admitía que la dignidad del individuo no siempre triunfaba en las pendientes de Stalingrado.
Luego Guriev comenzó a argumentar por qué los periodistas escribían tan mal sobre la guerra.
– Se esconden, los hijos de puta, no ven nada con sus propios ojos, se quedan al otro lado del Volga, en la retaguardia más tranquila, y escriben sus artículos. Si alguien es hospitalario con ellos, entonces hablan de él. Por ejemplo, Tolstói escribió Guerra y paz. Hace cien años que la gente lo lee y lo leerán todavía durante cien años más. ¿Y por qué? Porque participó en la guerra, él mismo combatió. Sabía de quién se tenía que hablar.
– Disculpe, camarada general -dijo Krímov-. Tolstói no participó en la guerra de 1812.
– ¿No participó en ella? ¿Qué quiere decir? -replicó el general.
– Sencillamente que no participó -repitió Krímov-. Tolstói no había nacido en la época de la guerra contra Napoleón.
– ¿Que no había nacido? -volvió a preguntar Guriev-. ¿Cómo que no había nacido? ¿Qué quiere decir?
Entre ellos se desencadenó una discusión violenta, la primera que seguía a una conferencia de Krímov. Para su sorpresa, el general se negó a creerle.
Al día siguiente Krímov fue a la fábrica Barricada donde estaba acantonada la división de fusileros siberianos del coronel Gúrtiev. Cada día sentía acrecentar sus dudas acerca de la utilidad de sus conferencias. A veces tenía la impresión de que le escuchaban por gentileza, como hacen los no creyentes ante los sermones de un viejo sacerdote. A decir verdad, se alegraban de su llegada. Pero comprendía que se alegraban desde el punto de vista humano y no por sus discursos. Se había convertido en uno de esos instructores políticos que se ocupan de tareas burocráticas, parlotean y estorban a quienes combaten. Los únicos funcionarios políticos que continuaban en su sitio eran los que no hacían preguntas, los que no se enfrascaban en largos informes y partes, los que no se dedicaban a la propaganda, sino que combatían.
Recordaba las clases de marxismo-leninismo que daba en la universidad, cuando él y su auditorio se sentían mortalmente aburridos al estudiar, como un catequismo, el breviario de la historia del Partido.
Sólo en tiempo de paz aquel tedio era legítimo, inevitable; mientras que allí, en Stalingrado, se volvía absurdo, un sinsentido. ¿Para qué servía todo aquello?
Krímov se encontró con Gúrtiev en la entrada del refugio del Estado Mayor pero no reconoció en aquel hombre delgaducho, calzado con botas de caña de lona y vestido con un capote militar raquítico, al comandante de la división.
La conferencia de Krímov se celebró en un amplio refugio de techo bajo. Nunca antes, durante su estancia en Stalingrado, Krímov había oído un fuego de artillería parecido. No tenía más remedio que alzar la voz todo el rato.
El comisario de la división Svirin, un hombre con un discurso altisonante y coherente, rico en expresiones agudas y divertidas, dijo antes del inicio de la conferencia:
– ¿Por qué el público se limita a los oficiales de alto rango? Que vengan los topógrafos, los soldados de la compañía de defensa que estén libres, los soldados de transmisiones y enlaces que no tengan turno, que vengan a la conferencia sobre la situación internacional. Después de la ponencia se proyectará una película. Baile hasta el amanecer.
Guiñó un ojo a Krímov como diciéndole: «Ya verás, va a ser sensacional. Será bueno para su informe, para usted y para nosotros».
Por la sonrisa de Gúrtiev al mirar al escandaloso Svirin y por el modo en que éste ajustó a Gúrtiev el capote sobre la espalda, Krímov comprendió el espíritu de amistad que reinaba en aquel refugio. Pero por la manera en que Svirin, entornando sus ojos ya de por sí estrechos, miró al jefe de Estado Mayor Savrásov, y por el descontento y evidente mala gana con que éste devolvió la mirada a Svirin, Krímov comprendió que no sólo el espíritu de amistad y camaradería reinaba en aquel refugio.
Inmediatamente después de la conferencia, el comandante y el comisario de la división salieron a atender la llamada urgente del comandante del ejército. Krímov se puso a hablar con Savrásov. Era, a todas luces, un hombre de un carácter rudo y pesado, ambicioso y susceptible. Muchas características suyas -su ambición, su brutalidad, el cinismo jocoso con que hablaba de la gente -eran desagradables.
Savrásov, sin quitarle los ojos de encima a Krímov, pronunciaba un monólogo:
– Llegas a Stalingrado a un regimiento cualquiera y lo sabes: ¡el más fuerte y decidido es el comandante del regimiento! Esto es cierto. Aquí no importa cuántas vacas tiene un campesino. Aquí sólo se mira una cosa: si el tipo tiene mollera. ¿Tiene? Entonces bien. Aquí no hay nada falso. Y en tiempo de paz ¿qué ocurría? -Se reía con sus ojos amarillos en la cara de Krímov-. Mire, yo no soporto la política. Todos esos tipos de derecha, de izquierda, esos oportunistas, esos teóricos… No soporto a los aduladores. Y, aunque no me mezclo en política, han intentado echarme fuera una decena de veces. Es una suerte que no sea del Partido, si no ora me tildarían de borracho, ora de mujeriego. ¿Tendría que fingir, ¿no es así? No me veo capaz.
Krímov tenía ganas de decir a Savrásov que en su Stalingrado, en el Stalingrado de Krímov, su destino no se arreglaría, que él no hacía otra cosa que vagar, sin nada serio que hacer. ¿Por qué Vavílov y no él era comisario de la división de Rodímtsev? ¿Por qué el Partido tenía más confianza en Svirin que en él? Después de todo, él era más inteligente, tenía una visión más amplia de las cosas, más experiencia en el Partido, y no le faltaba coraje. Además, si era preciso, él sabría mostrar la dureza necesaria, no le temblaría la mano… Comparados con él, los otros no eran más que militantes de la alfabetización. «Vuestro tiempo ha expirado, camarada Krímov, se esfumó.»
Aquel coronel de ojos amarillos le había calentado, encendido, deprimido.
Pero ¿por qué tenía todavía dudas, Señor? Su vida privada se había derrumbado, había rodado pendiente abajo… El problema no era que Zhenia se hubiera dado cuenta de que era incapaz de resolver las cuestiones materiales. Eso a ella le daba igual, era un ser puro. ¡Lo había dejado de amar! ¿Cómo se puede amar a los acabados, a los vencidos? Un hombre sin aureola. Sí, sí, le habían expulsado de la nomenklatura… Aunque bien mirado, era honesta, pero eso no impedía que las cosas materiales también le importaran. Así era todo el mundo. También Yevguenia Nikoláyevna. Nunca se casaría con un pintor indigente, aunque hubiera pintarrajeado ese garabato que ella había declarado genial…
Krímov habría podido confiar muchos de esos pensamientos al coronel de ojos amarillos, sin embargo se limitó a responderle en los puntos que coincidían.
– Pero ¿qué dice, camarada coronel? Usted simplifica demasiado las cosas. Antes de la guerra tampoco se preocupaban únicamente de contar cuántas vacas tenía un campesino. No es posible escoger los cuadros basándose exclusivamente en el criterio de la eficacia.
La guerra impedía mantener una conversación sobre lo que existía antes de que estallara el conflicto. Retumbó una enorme explosión, y entre la niebla y el polvo emergió un capitán preocupado, un telefonista dio voces: llamaban de un regimiento. Un tanque alemán había abierto fuego contra el Estado Mayor del regimiento en cuestión, y los ametralladores, que habían saltado detrás del tanque, se habían refugiado en una casa de piedra donde se encontraban los jefes de una división de artillería. Estos últimos, que estaban instalados en el primer piso, habían iniciado el combate contra los alemanes. El tanque había incendiado una casa de madera cercana, y el fuerte viento del Volga empujaba las llamas hacia el puesto de mando del comandante del regimiento Chámov, que comenzó a ahogarse, junto con todo su Estado Mayor, por lo que decidieron trasladar el cuartel general. Pero cambiar el puesto de mando a la luz del día, bajo el fuego de la artillería y el cruce de proyectiles de gran calibre, no era fácil.
Todos aquellos acontecimientos se desarrollaban simultáneamente en el perímetro de defensa de la división. Unos pedían consejo, otros refuerzos de artillería, los terceros autorización para replegarse, los cuartos se limitaban a informar, los quintos querían información. Cada uno tenía una misión particular y todos tenían en común que era una cuestión de vida o muerte.
Cuando las cosas se calmaron un poco, Savrásov preguntó a Krímov:
– ¿Y si comemos algo, camarada comisario del batallón, mientras los superiores regresan al Estado Mayor del ejército?
Savrásov no se sometía a la regla introducida por el comandante y el comisario de la división que prohibía el consumo de vodka. Por eso prefería comer por separado.
– Gúrtiev es un buen militar -declaró Savrásov un poco achispado-. Es un hombre instruido, honesto. Por desgracia, también es un asceta terrible. Con él uno diría que está en un monasterio. En cambio yo, por las chicas, tengo un interés de lobo, adoro esos asuntos, como los vampiros. Que no se le escape un chiste en presencia de Gúrtiev. De todos modos combatimos juntos y, en general, todo está en orden. Pero el comisario no me quiere demasiado, a pesar de que por naturaleza sea tan monje como yo. ¿Piensa que Stalingrado me está haciendo envejecer? Al contrario, yo aquí, con estos amigos, me encuentro muy bien.
– Yo también tengo el temperamento del comisario -dijo Krímov.
Savrásov movió la cabeza.
– Sí y no. La cuestión no consiste en el vodka, si no en esta otra. -Y con un dedo golpeó la botella y después la frente.
Ya habían acabado de comer cuando el comandante y el comisario regresaron al puesto de mando de Chuikov.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Gúrtiev con tono apresurado y estricto, examinando la mesa.
– El jefe de transmisiones ha resultado herido, los alemanes han intentado hundir el punto de enlace de Zhóludev, y han incendiado la casita en el punto de enlace de Chámov y Mijalev.
Chámov ha tosido un poco por la inhalación de humo, por lo demás nada especial -respondió Savrásov.
Svirin observó la cara colorada de Savrásov y, alargando afectuosamente las palabras, dijo:
– No hacemos otra cosa que beber vodka, ¿no es cierto, camarada coronel?
El comandante de la división pidió al comandante del regimiento, el mayor Beriozkin, que hiciera un informe sobre la situación de la casa 6/1: ¿acaso no sería mejor retirar las tropas?
Beriozkin aconsejó al comandante de la división que no lo hiciera aunque la casa estuviera bajo amenaza de cerco. La casa albergaba puestos de observación de gran importancia para la artillería en la orilla izquierda del Volga, ya que transmitía datos relevantes sobre el enemigo. También estaba acantonada una subdivisión de zapadores que estaba en condiciones de paralizar el avance de los blindados enemigos. Era poco probable que los alemanes iniciaran una ofensiva general sin haber liquidado antes aquel foco de resistencia; sus tácticas eran bien conocidas. Con la ayuda de refuerzos, la casa 6/1 podía ofrecer una larga resistencia y desbaratar la estrategia de los alemanes. Dado que los enlaces sólo podían alcanzar la casa asediada raramente durante las horas nocturnas y que las comunicaciones telefónicas se interrumpían constantemente, era conveniente enviar a un radiotelegrafista con un transmisor.
El comandante de la división estuvo conforme con Beriozkin. Durante la noche el instructor político Soshkin y un grupo de soldados lograron alcanzar la casa 6/1 y entregar a sus defensores cajas de municiones y granadas de mano. También llevaron un aparato de radio y a una joven radiotelegrafista del centro de comunicaciones.
El instructor político, de regreso al despuntar el alba, explicó que el comandante de la unidad se había negado a redactar un informe y había añadido: «No tengo tiempo para papeleo, debemos rendir cuentas sólo ante los fritzes».
– No le encuentro ni pies ni cabeza a lo que está pasando allí -dijo Soshkin-. Todos temen a ese Grékov, pero él los trata de igual a igual; duermen hacinados, y él en medio de ellos, le tutean y le llaman Vania. Discúlpeme por lo que voy a decirle, camarada comandante, pero aquello parece más la Comuna de París que una unidad militar.
Moviendo la cabeza, Beriozkin preguntó de nuevo:
– ¿Así que se ha negado a redactar el informe? ¡Vaya tipo!
Después Pivovárov, el comisario del regimiento, pronunció un discurso sobre los comandantes que se comportaban como partisanos.
Beriozkin, en tono conciliador, dijo:
– ¿Qué quiere decir «como partisanos»? Sólo son muestras de iniciativa, de independencia. A veces también desearía estar cercado para liberarme de todos esos tejemanejes burocráticos.
– A propósito de informes -intervino Pivovárov-, redacte uno detallado para el comisario de la división.
En la división se tomarían en serio el informe de Soshkin.
El comisario de la división ordenó a Pivovárov que obtuviera información pormenorizada sobre la situación de la casa 6/1 e instara a que Grékov sentara la cabeza. Al mismo tiempo el comisario de la división escribió a un miembro del Consejo Militar y al jefe de la sección política del ejército informándoles del alarmante estado de las cosas, tanto moral como políticamente, entre los combatientes.
En el ejército el informe del instructor político Soshkin fue leído con más atención. El comisario de la división recibió instrucciones de no postergar más el asunto y ocuparse de la casa sitiada. El jefe de la sección política del ejército, que ostentaba el rango de general de brigada, redactó un informe urgente al superior de la dirección política del frente.
Katia Véngrova, la radiotelegrafista, llegó de noche a la casa 6/1. Por la mañana se presentó a Grékov, el responsable de la misma, y éste, mientras escuchaba el informe, miraba atentamente los ojos confusos, asustados y al mismo tiempo juguetones de la chica, que estaba ligeramente encorvada.
Tenía una boca grande y labios exangües. Grékov esperó algunos segundos antes de responder a su pregunta ¿Puedo retirarme?».
Durante esos segundos en su cabeza autoritaria se agolparon pensamientos ajenos por completo a la guerra: «Ay, Dios mío, qué belleza…, piernas bonitas…, parece asustada… debe de ser la niñita de su mamá. ¿Cuántos años tendrá…? Como máximo, dieciocho. Ojalá que mis chicos no le salten encima…».
Todas estas consideraciones que pasaron por la cabeza de Grékov inesperadamente concluyeron con este pensamiento: «¿Quién es el jefe aquí? ¿Quién está haciendo ir de cabeza a los alemanes, eh?».
Después respondió a su pregunta:
– ¿Adónde quiere retirarse, señorita? Quédese cerca de su aparato de radio. Ya encontraremos algo para que envíe.
Tamborileó con el dedo sobre el radiotransmisor y miró de reojo al cielo donde gemían los bombarderos alemanes.
– ¿Es usted de Moscú? -le preguntó él.
– Sí -fue su escueta respuesta.
– Siéntese, aquí nada de ceremonias, con confianza.
La chica dio un paso a un lado y los cascajos de ladrillo crujieron bajo sus botas; el sol brillaba en los cañones de las ametralladoras y sobre el cuerpo negro de la pistola alemana que Grékov tenía como trofeo. Katia se sentó y miró los abrigos amontonados bajo la pared derruida. Por un momento se sorprendió de que ese cuadro ya no le pareciera asombroso. Sabía que las ametralladoras dispuestas en los boquetes de las paredes a modo de aspilleras eran Degtiarev, sabía que en el cargador de la Walter capturada había ocho halas, que esa arma disparaba con potencia pero no permitía apuntar con precisión, sabía que los abrigos apilados en un rincón pertenecían a soldados muertos que estaban sepultados allí cerca: el olor a chamusquina se mezclaba con aquel otro, ya familiar para ella. Y el radiotransmisor que le habían dado aquella noche se parecía al que utilizaba en Kotlubán: el mismo cuadrante, el mismo conmutador. Le venía a la mente cuando se encontraba en las estepas y, mirándose en el cristal polvoriento del amperímetro, se arreglaba los cabellos que le salían por debajo del gorro.
Nadie le dirigía la palabra, y tenía la sensación de que la vida terrible y violenta de aquella casa la evitaba.
Pero cuando un soldado de pelo canoso, cuya manera de hablar le indicó que se trataba de un operador de mortero, comenzó a proferir palabras soeces y malsonantes, Grékov le dijo:
– Padre, ¿qué modales son ésos? No es manera de hablar delante de una chica.
Katia se estremeció, pero no por los exabruptos del viejo, sino por la mirada de Grékov.
Aunque nadie le hablara, sentía que en la casa todos estaban alarmados por su presencia. Le parecía sentir en la piel la tensión que se había desatado a su alrededor, una tensión que ni siquiera se diluía cuando los aviones descendían en picado y comenzaban a aullar, las bombas explotaban cerca y llovían los cascajos de ladrillo.
Ahora Katia ya se había acostumbrado a los bombardeos e incluso lograba controlarse ante el silbido de las granadas de metralla. Pero las miradas pesadas y atentas de los hombres sobre ella le producían el mismo estremecimiento.
La noche antes las otras chicas de transmisiones la habían compadecido diciéndole:
– ¡Será horrible para ti estar allí!
Por la noche un soldado la condujo al puesto de mando del regimiento. Allí se sentía particularmente la proximidad del enemigo, la fragilidad de la vida. La vida humana parecía tan precaria: ahora estás aquí y al cabo de un minuto ya no.
El comandante del regimiento, moviendo la cabeza con aire afligido, le dijo:
– ¿Cómo pueden enviar a niños como tú a la guerra? Luego añadió:
– No tengas miedo, querida. Si algo no marcha bien, infórmame enseguida por radio.
Y lo dijo con una voz tan buena y paternal que Katia a duras penas logró reprimir las lágrimas.
Luego otro soldado la condujo al puesto de mando del batallón. Allí sonaba un gramófono y el comandante pelirrojo del batallón invitó a Katia a beber y bailar con él al son de la Serenata china.
En el batallón el miedo era aún más latente, y Katia tuvo la impresión de que el comandante del batallón no había bebido para divertirse sino para aplacar un pavor insoportable, para olvidar que su vida era tan frágil como el cristal.
Y ahora permanecía sentada sobre un montón de ladrillos en la casa 6/1. Por alguna razón no experimentaba temor; pensaba en su fabulosa, bellísima vida antes de la guerra.
Los hombres de la casa cercada parecían extraordinariamente fuertes y seguros de sí mismos. Su aplomo la tranquilizaba. Era esa misma seguridad propia de los grandes médicos, los obreros cualificados de un taller de laminado, los sastres cortando un paño preciado, los bomberos y los viejos maestros explicando la lección junto a la pizarra.
Antes de la guerra Katia se imaginaba condenada a tener una vida desdichada. Antes de la guerra pensaba que sus amigos y conocidos que viajaban en autobús eran derrochadores. Las personas que veía salir de restaurantes mediocres le parecían seres fabulosos; a veces había seguido a un pequeño grupo que salía del Darial o del Terek y había intentado escuchar su conversación. Al volver a casa de la escuela decía solemnemente a su madre:
– ¿Sabes lo que ha pasado hoy? Una chica me ha invitado a un vaso de gaseosa con jarabe: jarabe auténtico que olía a grosella.
No era fácil que salieran las cuentas con el dinero restante de los cuatrocientos rublos que su madre recibía tras deducir el impuesto sobre la renta, el impuesto cultural y el empréstito del Estado. No podían permitirse ropa nueva, así que remendaban las prendas viejas; no participaban en el pago de la portera Marusia, que hacía la limpieza en las zonas comunes del apartamento, y cuando les tocaba el turno de la limpieza, Katia fregaba el suelo y vaciaba las basuras; no compraban la leche en la lechería, sino en las tiendas estatales donde las colas eran enormes, pues de ese modo ahorraban seis rublos al mes; y cuando no había leche en las tiendas estatales, la madre de Katia iba por la tarde al mercado, donde los lecheros que tenían prisa por coger el tren vendían la leche más barata que por la mañana, y costaba casi lo mismo que en las tiendas estatales. Nunca utilizaban el autobús, era demasiado caro, y sólo tomaban el tranvía los días que debían recorrer largas distancias. Katia no iba a la peluquería; el cabello se lo cortaba su madre. Naturalmente hacían ellas solas la colada, y en su habitación tenían una lámpara que daba una luz tenue, apenas un poco más luminosa que la que había en las zonas de uso común de la casa.
Preparaban comida para tres días: una sopa y a veces gachas con un poco de carne magra; un día Katia, después de comerse tres platos de sopa seguidos, dijo:
– Hoy hemos tenido una comida de tres platos.
La madre nunca mencionaba cómo eran las cosas cuando su padre todavía vivía con ellas y Katia no se acordaba siquiera. Sólo a veces Vera Dmítrievna, una amiga de la madre, decía mientras miraba a madre e hija preparar la comida: «Sí, nosotras también tuvimos nuestra hora de gloria».
Pero la madre se enfurecía y Vera Dmítrievna no se extendía más sobre cómo era la vida cuando Katia y su madre conocieron su hora de gloria.
Un día Katia encontró en el armario una foto de su padre. Era la primera vez que veía su cara en una fotografía, pero inmediatamente, como si alguien se lo hubiera soplado, comprendió que era su padre. En el reverso de la fotografía estaba escrito: «A Lidia: pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman» [59].
Katia no dijo nada a su madre, pero al volver de la escuela, sacaba la fotografía y durante largo rato contemplaba aquellos ojos oscuros, que le parecían tristes.
Un día preguntó:
– ¿Dónde está papá ahora?
Su madre respondió:
– No lo sé.
Sólo cuando Katia estaba a punto de partir para el ejército, su madre le habló por primera vez de él, y así Katia se enteró de que había sido arrestado en 1937, y conoció la historia de su segundo matrimonio.
No durmieron en toda la noche, siguieron hablando hasta el amanecer. Todo se había vuelto del revés: la madre, por lo general reservada, contaba a su hija cómo el marido la había abandonado, le habló de sus propios celos, de su humillación, ofensa, amor, piedad. Y Katia se asombraba de que el mundo del alma humana fuera tan grande, hasta el punto de que ante él retrocedía incluso el rugido de la guerra. Por la mañana se despidieron. La madre atrajo la cabeza de Katia hacia sí, pero el saco a su espalda le tiraba hacia atrás los hombros. Katia dijo:
– Mamá, pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman…
Luego su madre le tocó suavemente el hombro.
– Es hora, Katia. Anda, ve.
Y Katia se fue, como se iban en aquella época millones de jóvenes y viejos; se fue de la casa materna tal vez para no volver nunca más, o tal vez para volver cambiada, separada para siempre de su difícil y querida infancia.
Y ahora estaba ahí sentada, al lado del responsable de la casa 6/1 de Stalingrado, Grékov, y miraba su gruesa cabeza, el ceño fruncido, los labios prominentes.
Aquel primer día la comunicación telefónica funcionaba.
La larga inactividad y el aislamiento de la vida de la casa 6/1 pesaban en la joven radiotelegrafista con una tristeza insoportable. Sin embargo, aquel primer día la preparó para entender cuál era la vida que le esperaba.
Supo que los puestos de observación que transmitían los datos a la artillería de la orilla izquierda del Volga estaban situados en las ruinas del primer piso, y que el superior del primer piso era un teniente que llevaba una guerrera sucia y unas gafas que le resbalaban continuamente por su nariz respingona.
Comprendía que aquel viejo enfadado que soltaba tacos había sido trasladado desde la milicia; estaba orgulloso de ser jefe de pieza. Entre un muro alto y una montaña de cascotes estaban dispuestos los zapadores a las órdenes de un hombre que caminaba gruñendo y torciendo el gesto, como si le dolieran los juanetes de los pies.
El jefe del único cañón era un hombre calvo con una camiseta de marinero a rayas. Se llamaba Koloméitsev. Katia había oído a Grékov gritar:
– ¡Koloméitsev! ¡Despierta! ¡Has vuelto a perder una oportunidad!
La infantería y las ametralladoras estaban al cargo de un suboficial de barba clara. Su cara enmarcada por una barba acentuaba su juventud pero el suboficial debía de hacerse ilusiones de que la barba le daba el aspecto de un hombre maduro, al menos en la treintena.
Por la tarde le dieron de comer pan y salchichón de cordero. Después se acordó de que en el bolsillo de su chaqueta tenía un caramelo y se lo introdujo furtivamente en la boca. Luego le entraron ganas de dormir, a pesar de que los disparos resonaban cerca. Se quedó dormida todavía chupando el caramelo, pero el sufrimiento y la angustia no la abandonaron. De repente llegó a sus oídos una voz lánguida. Sin abrir los ojos, escuchó:
Pero como un vino, la pena de los días idos
acrecienta su fuerza a medida que envejece… [60]
Junto al pozo de piedra iluminado por una luz ámbar vespertina se hallaba un chico sucio, con los cabellos desgreñados, que tenía ante sí un libro. Sobre los ladrillos rojos estaban sentados cinco o seis hombres. Grékov estaba tumbado sobre su abrigo con la barbilla apoyada sobre los puños. Un joven de aspecto georgiano escuchaba con incredulidad, como si dijera: «Déjalo, a mí no me comprarás con estas tonterías».
Una explosión cercana levantó una nube de polvo de cascotes, como si se hubiera arremolinado una niebla de fábula; los hombres sentados sobre aquellos montones sangrientos de ladrillo y sus armas en medio de aquella neblina rojiza parecían venir del día terrible del que habla el Cantar de las huestes de Ígor [61]. Inesperadamente, el corazón de la chica se estremeció ante la absurda certeza de una felicidad futura.
Al día siguiente tuvo lugar un acontecimiento que aterrorizó a todos los habitantes de la casa, aunque ya estaban curados de espanto.
El «inquilino» de mayor rango del primer piso, el teniente Batrakov, tenía bajo su mando a un observador y un calculador. Katia los veía varias veces al día: el triste Lampásov, el ingenioso y cándido Bunchuk y el extraño suboficial gafudo que sonreía continuamente ante sus propios pensamientos.
En los momentos de silencio, sus voces se oían a través de un boquete en el techo.
Lampásov había criado pollos antes de la guerra y le describía a Bunchuk la inteligencia y las pérfidas costumbres de sus gallinas. Bunchuk, pegado al visor, hablaba como cantando y arrastrando las palabras: «Sí, hay una columna de vehículos de fritzes que viene desde Kalach… Un tanque en el medio… Algunos fritzes más a pie, todo un batallón… Y tres cocinas de campaña, como ayer, echan humo y los fritzes van con cacerolas…». Algunas de sus observaciones no tenían importancia estratégica, sólo presentaban un interés costumbrista. Canturreaba: «El comandante de los fritzes pasea un perro, el perro husmea un poste, probablemente quiere orinar… Lo está haciendo… y el oficial espera». Y luego: «Ahora veo a dos chicas hablando con varios fritzes… les ofrecen cigarrillos a las chicas… Una chica coge uno, lo enciende, la otra sacude la cabeza, parece que diga: “yo no fumo…”».
De repente Bunchuk, con el mismo tono cantarín, anunció: «La plaza está llena de soldados… Hay una orquesta… Hay una tarima en el medio… no, una pila de madera…». Luego guardó silencio un buen rato y, cuando volvió a hablar, su voz cantarina estaba llena de desesperación: «Ay, camarada teniente, veo que conducen a una mujer de unos cuarenta años que grita algo… La orquesta suena… Atan a la mujer a un poste… a su lado hay un niño, también lo atan. Camarada teniente, no puedo soportar ver esto… Dos fritzes están vaciando bidones de gasolina…».
Batrakov transmitió por teléfono lo que estaba sucediendo al otro lado del Volga.
Se acercó al visor y con sus maneras de lugareño de Kaluga, imitando la voz de Bunchuk, vociferó: «Ay, todo está cubierto de humo y la orquesta toca…».
– ¡Fuego! -gritó después con una voz terrible, y se giró en dirección a la orilla izquierda del Volga.
Ni el menor ruido al otro lado del Volga…
Unos minutos más tarde el lugar de la ejecución cayó bajo el fuego concentrado de la artillería pesada del regimiento. La plaza quedó envuelta en polvo y humo.
Unas horas más tarde supieron por el explorador Klímov que los alemanes se disponían a quemar a una mujer y un niño gitanos sospechosos de espionaje. El día antes Klímov había dejado algo de ropa sucia a una vieja que vivía en una cueva con su nieta y una cabra; le prometió que volvería más tarde para recoger la ropa limpia. Ahora tenía la intención de preguntarle qué había pasado con los dos gitanos, si habían sido quemados por los alemanes o abatidos por los obuses soviéticos. Klímov se arrastró entre las ruinas por senderos que sólo él conocía, pero en el lugar donde se encontraba la cueva, de noche, un bombardeo soviético había destruido todo: no había ni rastro de la abuela, la nieta, la cabra, ni de sus camisas y calzoncillos. Sólo descubrió, entre los troncos partidos y los trozos de estucado, un gatito sucio. El pequeño felino se hallaba en un estado deplorable, pero no pedía nada, no se quejaba, tal vez pensaba que la vida sobre la tierra consistía en eso: estruendo, hambre, fuego.
Klímov no se explicaba por qué, de repente, se metió el gatito en el bolsillo.
A Katia le sorprendían las relaciones que había entre los hombres de la casa 6/1. En lugar de dar su informe en posición de firmes, como exige el reglamento, Klímov se había sentado al lado de Grékov y hablaban como dos viejos amigos. Klímov encendió su cigarrillo con el de Grékov.
Cuando acabó su relato, Klímov se acercó a Katia y dijo:
– Así es, señorita. En este mundo pasan cosas terribles. Al sentir su mirada dura y penetrante, Katia suspiró y se ruborizó.
Sacó del bolsillo el gatito y lo puso sobre un ladrillo al lado de Katia.
Aquel día una decena de hombres se le acercaron para hablarle de temas felinos, sin embargo nadie hablaba del caso de la gitana, a pesar de que todos estaban impresionados. Los que deseaban mantener con ella una conversación sensible, con el corazón en la mano, adoptaban en cambio un tono burlón, grosero. Los que sencillamente querían pasar la noche con ella se le dirigían ceremoniosamente, con delicadeza almibarada.
El gatito no dejaba de temblar, con todo el cuerpo: evidentemente, estaba conmocionado por la explosión.
El viejo operador de mortero dijo frunciendo el ceño:
– Mátalo y asunto resuelto. De él sólo sacarás pulgas. El segundo operador de mortero, el voluntario Chentsov, apuesto y con la tez morena, aconsejó a Katia:
– Tire esa porquería, señorita. Si al menos fuera siberiano…
El lúgubre Liájov, un zapador de labios finos y cara de perro, era el único que se interesaba realmente por el gato, indiferente a los encantos de la radiotelegrafista.
– Una vez, cuando estábamos en las estepas -dijo a Katia-, algo me golpeó de repente. Pensé que era una bala perdida, pero era una liebre. Se quedó conmigo hasta la noche y, cuando todo se hubo calmado, se fue.
A continuación añadió:
– Usted es una señorita, pero al menos comprende: aquello es un 108 milímetros, ése es el sonido de un Vaniusha, aquello es un avión de reconocimiento sobrevolando el Volga. Mientras que la liebre, la estúpida, no entendía nada. No podía distinguir un mortero de un obús. Si los alemanes lanzan una bengala, la liebre se sobresalta. Pero ¿cómo haces para explicárselo? Eso es lo que me da pena de esos animales.
Katia, dándose cuenta de que su interlocutor hablaba en serio, le respondió con la misma seriedad:
– No estoy de acuerdo del todo. Los perros, por ejemplo, entienden de aviación. Cuando estábamos acantonados en un pueblo, había un perro bastardo que se llamaba Kerzon, y si nuestros IL estaban volando, él se quedaba tumbado, sin levantar la cabeza siquiera. Pero en cuanto oía el ruido de los Junkers, Kerzon buscaba refugio. Nunca se equivocaba.
El aire se estremeció atravesado por un penetrante aullido: un Vaniusha alemán. Se oyó un estruendo metálico, y un humo negro se mezcló con el polvo sangriento de ladrillos y una lluvia estruendosa de cascotes. Un minuto después, cuando el polvo se posó en el suelo, la radiotelegrafista y Liájov retomaron la conversación como si fueran otras personas y no ellos los que acababan de caer al suelo. A Katia se le había contagiado la seguridad que irradiaban los hombres de la casa cercada. Parecía que estuvieran convencidos de que en aquella casa todo era frágil, quebradizo, también el hierro y la piedra; todo menos ellos.
Por encima de sus cabezas se oyó una ráfaga de ametralladora, y justo después una segunda.
Liájov dijo:
– Esta primavera estábamos en los alrededores de Sviatogorsk y de pronto empezamos a oír silbidos por encima de nuestras cabezas, pero no las detonaciones. No comprendíamos nada. Después resultó que eran estorninos que habían aprendido a hacer el silbido de las balas… También nuestro comandante, que era teniente mayor, cayó en el error.
– En casa me imaginaba que la guerra eran gatos corriendo, gritos de niños, todo alrededor en llamas… Al llegar a Stalingrado vi que realmente era así.
El siguiente hombre en acercarse a la radiotelegrafista fue el barbudo Zúbarev.
– Y bien -preguntó con interés-, ¿cómo está nuestro jovencito con bigotes? -Levantó un extremo del trapo que cubría al gatito-. ¡Oh, pobre animal! ¡Qué débil está! -dijo mientras los ojos le brillaban con insolencia.
Por la noche, después de un breve combate, los alemanes lograron avanzar una corta distancia hacia un ala de la casa 6/1; ahora las ametralladoras cubrían el camino que unía la casa con la defensa soviética. La conexión telefónica con el puesto de mando del regimiento de fusileros quedó interrumpida. Grékov ordenó que se abriera un paso que conectara el sótano con un túnel subterráneo de la fábrica cercano a la casa.
– Tenemos explosivos -comunicó a Grékov el sargento Antsíferov, un hombre corpulento que sostenía en la mano una taza de té y en la otra un terrón de azúcar.
Los habitantes de la casa, sentados en un foso junto a la pared maestra, conversaban. La ejecución de la gitana los había conmovido, pero nadie hablaba de ello. Parecían indiferentes al cerco.
A Katia le parecía extraña esa tranquilidad, pero se sometía a ella, e incluso la espantosa palabra cerco ya no le infundía miedo entre los valientes soldados de la casa 6/1. Ni siquiera tuvo miedo cuando oyó, allí mismo, a su lado, el tableteo de una ametralladora y Grékov gritó:
– ¡Disparad, disparad! Están ahí.
Y tampoco sintió miedo cuando Grékov dijo:
– Cada uno con lo que más guste: granadas, cuchillos, palas… Ya conocéis vuestro trabajo. Dadles, no importa cómo.
En los minutos de tregua los habitantes de la casa se enzarzaban en una conversación animada sobre el aspecto físico de la radiotelegrafista. Batrakov, que parecía estar en otro mundo y además era miope, reveló inesperadamente sus conocimientos sobre los atributos de Katia.
– La chica tiene lo que se dice un buen busto -dijo él.
Koloméitsev, el artillero, no era de la misma opinión. En expresión de Zúbarev, a él le gustaba llamar al pan, pan y al vino, vino.
– ¿Os habéis aprovechado del gato para hablar con ella? -preguntó Zúbarev.
– ¿Cómo no? -respondió Batrakov-. A través del corazón del niño se conquista a la madre. Incluso nuestro papaíto le habló del gato.
El viejo operador de mortero escupió y se pasó la palma de la mano por el pecho.
– ¿Dónde tiene lo que debe tener una mujer digna de merecer ese nombre? Vamos, ¡responded!
Pero lo que más enfureció a Zúbarev fueron las alusiones al hecho de que Grékov había echado el ojo a la radiotelegrafista.
– Claro que en nuestras condiciones incluso una Katia cualquiera nos resolvería la papeleta. En el país de los ciegos… Tiene las piernas largas como una cigüeña, el trasero plano y los ojos grandes como una vaca. ¿A eso le llamas mujer?
Chentsov le objetó:
– A ti te basta con que sea tetuda. Ese punto de vista está pasado de moda, es de antes de la Revolución.
Koloméitsev, un hombre obsceno y chabacano que acumulaba en su cabezota calva una infinidad de particularidades sorprendentes, reía entornando sus ojos de un gris turbio.
– La chica no está mal -dijo-. Pero tengo un enfoque particular de la cuestión. Me gustan pequeñas, preferiblemente armenias y judías, con el pelo corto y los ojos grandes y vivarachos.
Zúbarev miró pensativo el cielo oscuro iluminado por los haces de rayos de los reflectores y preguntó en voz baja:
– Me preguntó cómo acabará todo esto.
– ¿Te refieres a con quién acabará ella? Con Grékov, por supuesto.
– Ni mucho menos. No está tan claro -dijo Zúbarev, y tras coger del suelo un trozo de ladrillo lo estrelló con fuerza contra el muro.
Los compañeros le miraron a él y su barba, y se rieron.
– ¿Cómo vas a seducirla? ¿Con tu barba? -se interesó Batrakov.
– ¡Con el canto! -corrigió Koloméitsev-. Sala de transmisión: el soldado de infantería al micrófono. Él cantará, ella transmitirá la emisión. Formarán uno de esos dúos; lo digo yo. ¡Harán una buena pareja!
Zúbarev se giró hacia el compañero que el día antes recitaba poesía.
– ¿Y tú qué piensas?
El viejo operador de mortero dijo con acritud:
– No dice nada, por tanto no tiene ganas de hablar. -Y con el tono de un padre que amonesta a su hijo porque escucha la conversación de los adultos, añadió-: Sería mejor que fueras a dormir al sótano mientras la situación lo permita.
– Allí está ahora Antsíferov enfrascado en abrir un paso con trilita -dijo Batrakov.
En aquel momento Grékov estaba dictando un informe a Katia. Comunicaba al Estado Mayor del ejército que, a juzgar por los indicios, los alemanes estaban preparando un ataque y que con toda probabilidad lo lanzarían contra la fábrica de tractores. Pero pasó por alto un detalle: que la casa donde él se encontraba con sus hombres parecía ser el mismo eje de la ofensiva. Mientras observaba el cuello de la chica, sus labios y sus pestañas medio bajadas imaginaba, y lo imaginaba muy vivamente, aquel frágil cuello roto, con una vértebra asomándole de la piel nacarada desgarrada, y aquellas pestañas sobre unos ojos de pescado vidriosos, y sus labios muertos como hechos de caucho gris y polvoriento.
Y tenía ganas de abrazarla, de sentir su calor, su vida, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los dos desaparecieran, mientras aquella belleza habitara su cuerpo femenino, pletórico de juventud.
Le parecía que deseaba abrazarla sólo por compasión, pero ¿acaso la compasión hace zumbar los oídos y pulsar la sangre en las sienes?
El Estado Mayor no respondió de inmediato.
Grékov se estiró hasta sentir crujir dulcemente los huesos, emitió un jadeante respiro mientras pensaba: «Está bien, está bien, queda toda la noche por delante», y preguntó con dulzura:
– ¿Cómo está el gatito que trajo Klímov? ¿Está mejor? ¿Ha recobrado fuerzas?
– ¿Y cómo iba a coger fuerzas? -respondió la radiotelegrafista.
Cuando Katia se acordaba de la mujer y el niño gitanos en la hoguera, le empezaban a temblar los dedos y miraba a Grékov con el rabillo del ojo para ver si se había dado cuenta.
Ayer mismo le había parecido que nadie le hablaría en la casa 6/1, pero hoy, mientras comía las gachas, había pasado por su lado el chico barbudo con un subfusil en la mano y le había gritado como a una vieja amiga:
– Katia, ¡un poco más de energía! -Y, con un golpe preciso, le mostró cómo debía hundir la cuchara en la escudilla.
Volvió a ver al chico que el día antes leía poesía mientras él mismo trasladaba unos obuses con una lona impermeable. Más tarde se giró y lo vio de pie frente a un perol lleno de agua; había sentido cómo posaba su mirada sobre ella y justo por eso se había girado, pero él había desviado la mirada a tiempo.
Ahora Vera ya imaginaba quién le enseñaría mañana sus cartas y fotografías, quién daría suspiros y la miraría en silencio, quién le traería regalitos -una cantimplora medio llena de agua, algunos mendrugos de pan blanco-, quién le confesaría que ya no creía en el amor de las mujeres y que no se volvería a enamorar. Por lo que respecta al soldado de infantería barbudo, seguro que intentaba ponerle las manos encima.
Al fin el Estado Mayor respondió, y Katia comenzó a transmitir la respuesta a Grékov: «Le ordeno que dé un informe detallado cada día a las doce horas en punto…».
De pronto Grékov le dio un golpe en la mano haciéndole retirar la palma del conmutador. Ella gritó asustada.
Grékov sonrió y dijo:
– Un fragmento de obús ha dejado fuera de servicio el radiotransmisor, restableceremos el contacto cuando convenga a Grékov.
La chica lo miró, confusa.
– Perdóname, Katiusha -dijo Grékov y le cogió la mano.
Al despuntar el alba, el regimiento de Beriozkin comunicó al puesto de mando de la división que los hombres de la casa 6/1 habían abierto un paso subterráneo que la conectaba con un túnel de hormigón de la fábrica de tractores, y de hecho algunos soldados ya se encontraban en el taller de la fábrica. El oficial de guardia de la división transmitió la información al Estado Mayor del ejército, que a su vez informó al general Krilov, y Krilov ordenó que le trajeran a uno de esos hombres de la fábrica para interrogarlo. El oficial de enlace condujo al cuartel general del ejército al joven que había escogido el oficial de servicio del puesto de mando. Avanzaron por un desfiladero que llevaba a la orilla, y durante el trayecto el chico le daba vueltas a la cabeza, hacía preguntas, se mostraba inquieto.
– Tengo que volver a la casa. Tenía instrucciones de efectuar un reconocimiento del túnel para ver cómo podemos evacuar a los heridos.
– No te preocupes por eso -respondió el oficial-. Vas a ver a un comandante superior al tuyo; harás lo que él te ordene.
De camino, el chico contó al oficial que llevaban más de dos semanas en la casa 6/1 y que durante ese tiempo se habían alimentado de las patatas que habían encontrado en el sótano y bebido el agua del circuito de calefacción central, y hasta tal punto se las habían hecho pasar moradas a los alemanes, que éstos les habían enviado a un negociador ofreciéndoles dejarles salir del cerco hasta la fábrica, pero que obviamente el comandante -el chico lo llamaba el «gerente de la casa»- había respondido con la orden de abrir fuego. Cuando alcanzaron el Volga, el chico se tumbó y empezó a beber agua y, una vez que se hubo saciado, sacudió cuidadosamente con la palma de la mano las gotas de agua que se le habían quedado adheridas a la chaqueta y las lamió como hace un hambriento con unas migajas de pan. Le contó que el agua del circuito de la calefacción central estaba podrida y que durante los primeros días todos habían padecido trastornos intestinales, pero que luego el gerente había ordenado que se hirviera el agua y los síntomas desaparecieron. Luego caminaron en silencio. El chico prestaba atención a los bombarderos nocturnos, miraba el cielo coloreado por las bengalas rojas y verdes, surcado por las trayectorias de las balas trazadoras y los proyectiles. Vio las llamas moribundas de los incendios de la ciudad que todavía no se habían extinguido, los blancos fogonazos de los cañones, las explosiones azules de las bombas contra el Volga y continuó aminorando el paso hasta que el oficial le gritó:
– ¡Vamos, un poco más de brío!
Caminaban entre las rocas de la orilla; los proyectiles silbaban por encima de sus cabezas, los centinelas los llamaban. Luego subieron por un sendero a lo largo de la ladera, entre los refugios encajados en la montaña de arcilla, ahora subían los escalones de tierra, ahora golpeaban con los tacones contra las tablas de madera. Por fin llegaron a un pasaje cubierto de alambre de espino: el cuartel general del 62° Ejército. El oficial de enlace se ajustó el cinturón y entró por una trinchera de comunicación que conducía a los refugios del Consejo Militar, que se distinguían por el grosor de sus troncos.
El centinela fue a buscar al ayudante de campo y por un instante brilló suavemente, a través de la puerta entreabierta, la luz de la lámpara eléctrica de mesa cubierta por una pantalla.
El ayudante de campo los iluminó con una linterna, preguntó el nombre del chico y les ordenó que aguardaran.
– Pero ¿cómo regresaré a la casa? -preguntó el muchacho.
– No te preocupes, todos los caminos conducen a Kiev -respondió el ayudante de campo.
Luego añadió con severidad:
– Entra. Si te mata un disparo de mortero seré yo quien tenga que responder ante el general.
El chico se sentó en la tierra cálida y oscura de la entrada, se inclinó contra la pared y se quedó dormido.
Una mano lo sacudió violentamente y en la confusión del sueño, donde se mezclaban los gritos atroces de los últimos días de combate y el susurro apacible de su propia casa -una casa que ya no existía-, irrumpió una voz enojada:
– Sháposhnikov, el general le espera. Dese prisa…
Seriozha Sháposhnikov pasó dos días enteros en el búnker de la sección de defensa del Estado Mayor. La vida en aquel cuartel general le atormentaba. Parecía que aquella gente se entretuviera, de la mañana a la noche, en no hacer nada. Le vino a la cabeza un día en que, en compañía de su abuela, había esperado durante ocho horas un tren que partía de Rostov en dirección a Sochi, y pensó que la espera de ahora se parecía a la de entonces, cuando aguardaba en una estación antes de la guerra. Luego sonrió ante lo absurdo de comparar la casa 6/1 con un balneario de Sochi. Pidió al comandante del Estado Mayor que le dejara marcharse, pero éste prorrogó su estancia, puesto que no había recibido instrucciones explícitas por parte del general. Éste, después de haber llamado a Sháposhnikov, le había hecho un par de preguntas; luego el interrogatorio se había interrumpido por una llamada telefónica. El comandante del Estado Mayor había decidido no liberar al chico por el momento: tal vez el general se acordara de él.
Al entrar en el búnker, el comandante interceptaba la mirada de Sháposhnikov y le decía:
– No te preocupes. No me he olvidado.
A veces los ojos suplicantes del soldado le irritaban y entonces decía:
– ¿Qué es lo que no te gusta de aquí, eh? Te damos de comer de primera y además estás caliente. Tendrás tiempo más que suficiente para que te maten.
Cuando el día está lleno de estruendo y el soldado vive inmerso hasta las orejas en el caldero de la guerra no está en condiciones de comprender ni de ver su propia vida; debe distanciarse aunque sea sólo unos pasos. Y entonces, como si se encontrara en la orilla, capta con la mirada el río en toda su inmensidad. ¿Era realmente él quien, sólo un momento antes, nadaba en medio de aquellas aguas embravecidas?
A Seriozha le parecía apacible la vida en su regimiento de milicianos acantonado en la estepa: las guardias nocturnas, el resplandor lejano en el cielo, las conversaciones de los soldados…
Sólo tres de esos milicianos voluntarios se habían encontrado en el sector de la fábrica de tractores. Poliakov, a quien no le gustaba Chentsov, decía: «De todo el ejército de voluntarios sólo han quedado un viejo, un joven y un estúpido».
La vida en la casa 6/1 había ofuscado todo lo que había existido antes. Aunque esta vida era inverosímil, era la única real y todo lo que había ocurrido con anterioridad se había vuelto irreal.
Sólo a veces, por la noche, emergía en su memoria la cabeza gris de Aleksandra Vladímirovna, los ojos juguetones de tía Zhenia, y el corazón le oprimía, inundado por el amor.
Durante los primeros días que había pasado en la casa 6/1 pensaba que la irrupción de Grékov, Koloméitsev, Antsíferov en su vida familiar habría resultado extraña, horrible… Pero ahora a veces se imaginaba que su tía, su prima, el tío Víktor Pávlovich estarían completamente fuera de lugar en su vida actual.
Ay, si su abuela hubiera escuchado cómo blasfemaba ahora Seriozha…
¡Grékov!
No tenía del todo claro si en la casa 6/1 se habían reunido personas sorprendentes, especiales, o bien si la gente corriente al caer allí, se volvía extraordinaria…
El voluntario Kriakin aquí no habría mandado ni un día. Y Chentsov, aunque no fuese querido, seguía allí… Pero ya no era el mismo que en los tiempos de voluntario: le había salido la vena administrativa.
¡Grékov! Qué extraordinaria conjunción de fuerza, audacia, autoridad y sentido práctico para la vida cotidiana. Recordaba cuál era el precio de los zapatos de niño antes de la guerra y el salario de un mecánico o una mujer de la limpieza, la cantidad de trigo y la suma de dinero por una jornada de trabajo en el koljós donde trabajaba su tío.
O bien se ponía a hablar de qué había ocurrido en el ejército antes de la guerra, de las purgas, de los exámenes constantes, de los favoritismos en la distribución de los apartamentos; hablaba de algunas personas que durante 1937 habían ascendido a generales porque habían escrito decenas de denuncias y declaraciones que desenmascaraban a falsos enemigos del pueblo.
A veces parecía que su fuerza residía en una valentía animal, en la alegre desesperación con la que, dando un salto a través del boquete en la pared, gritaba:
– ¡No pasaréis, hijos de puta! -y lanzaba granadas de mano contra los alemanes, que ponían pies en polvorosa.
Otras veces parecía que su fuerza consistía en las relaciones amistosas que mantenía con los otros integrantes de la casa.
Su vida, antes de la guerra, no era nada del otro mundo: había sido capataz de mina, después se convirtió en técnico de construcción, luego en capataz de infantería de una unidad militar acantonada en los alrededores de Minsk; daba clases en el cuartel y en el campo de maniobras; seguía cursos de reciclaje en Minsk; por la noche leía, bebía vodka, iba al cine, jugaba a las cartas con los amigos, discutía con su mujer que con sobrada razón estaba celosa de infinidad de damas y señoritas de la región. Todo esto lo había contado él mismo. Y de pronto, en la imaginación de Seriozha, y no sólo de Seriozha, se había forjado la imagen de un héroe épico, de un defensor de la justicia.
Nuevas personas habían entrado en la vida de Seriozha, que habían suplantado en su corazón el lugar que antes ocupaban los suyos.
El artillero Koloméitsev era de oficio marinero y había navegado en buques de guerra; tres veces se había ido a pique en el mar Báltico.
A Seriozha le gustaba de Koloméitsev que a menudo hablaba con desprecio de la gente de la que no se solía hablar mal y que manifestara un insólito respeto hacia los científicos y los escritores. Todos los superiores, fuera cual fuese la dignidad o el rango que ostentaran, a su parecer no eran nada en comparación con el calvo Lobachevski o el viejo Romain Rolland.
De vez en cuando Koloméitsev hablaba de literatura. Sus palabras no se parecían en nada a los discursos de Chentsov sobre literatura edificante o patriótica. Le gustaba en especial un escritor inglés o americano. Aunque Seriozha nunca había leído a ese autor, y el propio Koloméitsev había olvidado su apellido, Seriozha estaba convencido de que escribía bien, tal era el placer, la alegría y las palabras obscenas con que lo elogiaba Koloméitsev.
– Lo que me gusta de él -decía- es que no me alecciona. Un hombre se abalanza sobre una mujer, punto y aparte; un soldado se emborracha, punto y aparte; a un viejecito se le muere su viejita, punto y aparte: es pura descripción. Es excitante, ríes, lloras, pero sigues sin saber por qué la gente vive.
Vasia Klímov, el explorador, había trabado amistad con Koloméitsev.
Un día Klímov y Sháposhnikov se infiltraron en las posiciones enemigas franqueando el terraplén de la vía férrea. Se arrastraron hasta el cráter que había producido una bomba alemana y que daba cobijo a una escuadra de ametralladores y a un oficial de artillería enemigos. Arrimados al borde del cráter, observaron la vida de campaña de los alemanes. Un joven ametrallador con la chaqueta desabotonada se había puesto un pañuelo rojo a cuadros por debajo del cuello de la camisa y se estaba afeitando. Seriozha oía cómo la barba dura y polvorienta crujía bajo la navaja. Otro alemán estaba comiendo algo de una pequeña lata de conservas; por un instante, Seriozha miró la expresión de intenso placer en su cara ancha. El oficial estaba dando cuerda a su reloj de pulsera, y Seriozha sintió el impulso de preguntarle en un susurro, para no asustarle: «Perdone, ¿qué hora es?».
Klímov arrancó la anilla de una granada y la lanzó al interior del cráter. Aún no se había asentado el polvo cuando Klímov lanzó una segunda granada para poco después saltar dentro del cráter. Los alemanes yacían muertos; parecía mentira que unos segundos antes estuvieran llenos de vida. Klímov, entre estornudos provocados por el gas de la explosión y el polvo, cogió todo aquello que pudiera servirle: el obturador de una ametralladora pesada, un binóculo, el reloj, que quitó con sumo cuidado de la mano todavía caliente del oficial para no mancharse de sangre; y luego sacó las cartillas militares de los uniformes despedazados de los ametralladores.
De regreso de la misión, Klímov entregó los trofeos requisados y, mientras explicaba lo que había sucedido, pidió a Seriozha que le echara un poco de agua en las manos, se sentó al lado de Koloméitsev y dijo:
– Vamos a fumarnos un cigarrillo.
En ese instante llegó corriendo Perfíliev, que se definía como «un apacible habitante de Riazán amante de la pesca».
– Eh, Klímov, ¿qué haces ahí sentado? -gritó Perfíliev-. El gerente de la casa te busca, debes volver otra vez a las posiciones alemanas.
– Ahora, ahora voy -respondió Klímov en un tono ligeramente culpable, y comenzó a recoger sus bártulos: un subfusil y una bolsa de lona impermeable con granadas.
Tocaba los objetos con delicadeza, como si temiera hacerles daño. A muchos colegas los trataba de usted, nunca soltaba tacos.
– No serás baptista, ¿no? -preguntó un día el viejo Poliakov a Klímov, que había matado a ciento diez personas.
Klímov no era un tipo callado, le gustaba hablar, en particular de su infancia. Su padre era obrero en la fábrica Putílov. Klímov, a su vez, era un tornero cualificado: antes de la guerra daba clases en una escuela de artes y oficios. Seriozha se divertía escuchándole contar la vez en que uno de sus alumnos se había atragantado con un tornillo y tuvo que sacárselo de la garganta con ayuda de unas pinzas antes de que llegara el servicio de emergencias, porque se había puesto todo azul y estaba a punto de ahogarse.
Pero un día Seriozha vio cómo Klímov se emborrachaba con el Schnapps que había cogido como botín de guerra a los alemanes, y daba tanto miedo que incluso Grékov se sintió intimidado.
El más desaliñado de la casa era el teniente Batrakov, que nunca limpiaba sus botas y golpeaba tanto una suela contra el suelo al andar que los otros soldados lo reconocían sin necesidad de levantar la cabeza. En cambio, decenas de veces al día, el teniente limpiaba sus gafas con un trozo de gamuza; las gafas no correspondían a su graduación y a Batrakov le parecía que el polvo y el humo de las explosiones le empañaban los cristales. Klímov le había llevado más de una vez las gafas que sustraía a los alemanes muertos. Pero Batrakov no tenía suerte: las monturas eran buenas, pero los cristales nunca eran los apropiados.
Antes de la guerra Batrakov enseñaba matemáticas en un instituto técnico; se distinguía por la gran seguridad que tenía en sí mismo: hablaba de la mediocridad de los estudiantes en un tono de voz arrogante.
En una ocasión improvisó un examen de matemáticas para Seriozha del que éste salió muy mal parado. Los habitantes de la casa se echaron a reír y amenazaron al joven Sháposhnikov con hacerle repetir curso.
Un día que hubo una incursión aérea alemana, mientras los herreros martilleaban enloquecidos contra las piedras, la tierra, el hierro, Grékov vio que Batrakov estaba sentado en lo que quedaba de la escalera leyendo un libro.
Grékov dijo:
– No tienen nada que hacer. No se saldrán con la suya. ¿Qué queréis que hagan con un cretino semejante?
Toda iniciativa de los alemanes suscitaba en los soldados que defendían la casa, no tanto un sentimiento de miedo como una burla condescendiente: «Vaya, parece que los fritzes se están esforzando hoy…». «Mira, mira lo que se han inventado los granujas…» «Qué idiota, fíjate dónde va a soltar las bombas…»
Batrakov se había hecho amigo del comandante del pelotón de zapadores, Antsíferov, un hombre de unos cuarenta años al que le gustaba mucho hablar de sus enfermedades crónicas. En el frente sucedía algo insólito: bajo el fuego las úlceras y las ciáticas se curaban por sí solas.
Pero Antsíferov continuaba sufriendo en el infierno de Stalingrado la infinidad de enfermedades que anidaban en su voluminoso cuerpo. La medicina alemana no surtía efecto.
Cuando bebía el té con sus soldados reposando plácidamente, iluminado por la reverberación lúgubre de los incendios, aquel hombre de cara llena, con la cabeza redonda calva y los ojos como platos, parecía un ser irreal. A menudo se sentaba descalzo dado que le dolían los callos de los pies, y sin chaqueta porque siempre tenía calor. Y allí se quedaba sentado, bebiendo a sorbos un té caliente de una taza decorada con diminutas flores azules, enjugándose el sudor de la calvicie con un amplio pañuelo; suspiraba, sonreía y de nuevo soplaba sobre la taza, mientras el lúgubre soldado Liájov, con la cabeza enrollada en una venda, le servía a cada momento, de una enorme tetera humeante, un chorro hirviente. A veces Antsíferov, sin calzarse las botas, se subía a un montón de ladrillos gruñendo descontento y mirando qué sucedía fuera. Estaba de pie, descalzo, sin chaqueta ni gorro, como un campesino que se asoma al umbral de su isba en medio de una violenta tempestad para controlar su huerto.
Antes de la guerra trabajaba como jefe de obra. Su experiencia en la construcción ahora demostraba ser útil para otros propósitos. Su cabeza no paraba de elucubrar sistemas para destruir paredes, sótanos, casas enteras.
La mayor parte de las conversaciones entre Batrakov y Antsíferov giraban en torno a cuestiones filosóficas. Antsíferov, que había pasado de la edificación a la destrucción, sentía la necesidad imperiosa de comprender aquella insólita transición.
A veces, sin embargo, abandonaban las alturas de la filosofía -¿cuál es el fin de la vida? ¿Existe el poder soviético en otras galaxias? ¿En qué radica la superioridad de la estructura mental de los hombres respecto a la mujer? -para tocar otros temas más mundanos.
Entre las ruinas de Stalingrado todo asumía un significado diferente y la sabiduría de la que sentían necesidad los hombres a menudo estaba del lado de aquel pelmazo de Batrakov.
– Créeme, Vania -decía Antsíferov a Batrakov-, sólo gracias a ti he comenzado a entender algo. Antes pensaba que entendía la mecánica de la vida: a quién era necesario obsequiar con una botella de vodka, a quién procurarle neumáticos nuevos, a quién simplemente untarle la mano con cien rublos.
Batrakov estaba seriamente convencido de que habían sido sus nebulosos razonamientos y no Stalingrado los que habían cambiado la actitud de Antsíferov respecto a las personas, y le decía con indulgencia:
– Sí, amigo mío. Es una pena que no nos hayamos conocido antes de la guerra.
En el sótano se alojaba la infantería; aquellos que repelían los ataques enemigos eran los mismos que iban al contraataque arengados por la voz estridente de Grékov.
Al frente de la infantería estaba el teniente Zúbarev, que antes de la guerra había estudiado canto en el conservatorio. A veces, por la noche, se acercaba con sigilo hasta las líneas alemanas y entonaba «Oh, efluvios de la primavera, no me despertéis» o el aria de Lenski de Eugenio Oneguin.
Cuando le preguntaban qué le empujaba a subirse a un montón de cascotes para cantar, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida, Zúbarev eludía dar una respuesta. Quizás allí, donde el hedor de los cadáveres flotaba en el aire día y noche, quería demostrar, no sólo a sí mismo y a sus camaradas sino también a los enemigos, que las fuerzas destructoras, por poderosas que fueran, nunca podrían borrar la belleza de la vida.
¿De veras había sido posible vivir sin conocer a Grékov, Koloméitsev, Poliakov, Klímov, Batrakov, el barbudo Zúbarev?
Seriozha, que había crecido en un ambiente de intelectuales, ahora había comprobado que su abuela llevaba razón cuando afirmaba repetidamente que los trabajadores sencillos eran gente estupenda.
Pero Seriozha, que también era un chico inteligente, se había dado cuenta del error de la abuela: ella siempre había pensado que la gente sencilla era simple.
En la casa 6/1 los hombres no eran tan simples. Una aseveración de Grékov había impresionado particularmente a Seriozha:
– No se puede guiar a los hombres como a un rebaño de ovejas, y esto Lenin, a pesar de ser una persona inteligente, no lo comprendió. El objetivo de la revolución es liberar a los hombres. Pero Lenin decía: «Antes os dirigían de modo estúpido, yo lo haré de modo inteligente».
Seriozha nunca había oído unas condenas tan audaces contra los jefes del NKVD que en 1937 habían aniquilado a decenas de miles de inocentes. No había oído hablar antes con un dolor tan auténtico sobre las desgracias y sufrimientos que el campesinado había padecido durante la colectivización. El orador más ducho en esos ternas era el mismo Grékov, pero a menudo también Koloméitsev y Batrakov tocaban esos temas.
Ahora que Sháposhnikov se encontraba en el búnker del Estado Mayor; cada minuto que pasaba fuera de la casa 6/1 le parecía una eternidad. Le resultaba increíble que se pudiera hablar tanto sobre las horas de guardia y sobre quién había sido llamado para ver a qué comandante.
Intentaba imaginar qué estarían haciendo ahora Poliakov, Koloméitsev, Grékov.
Era una hora avanzada, todo se habría calmado y debían de estar hablando de la radiotelegrafista.
Cuando Grékov se proponía algo, nada ni nadie podía detenerle, ni siquiera Chuikov o Buda en persona.
Aquella casa alojaba a un puñado de hombres extraordinarios, fuertes, temerarios. Probablemente Zúbarev también esa noche entonaría sus arias… Y ella estaría sentada allí, indefensa, aguardando su destino.
– Los mataré -pensó Seriozha sin saber a qué se refería exactamente.
¿Qué esperanzas podía albergar? No había besado nunca a una chica y en cambio aquellos diablos eran hombres experimentados; sabrían cómo engatusarla, hacerle perder la cabeza.
Había oído un sinfín de historias sobre enfermeras, telefonistas, telemetristas, chicas acabadas de salir de la escuela que se convertían de mala gana en amantes de los comandantes de regimiento o de división. Unas historias que a él le traían sin cuidado.
Miró la puerta. ¿Cómo no se le había pasado antes por la cabeza que sencillamente podía levantarse e irse, sin pedir permiso a nadie?
Se levantó, abrió la puerta y se fue.
En ese preciso instante el oficial de servicio del Estado Mayor fue avisado por teléfono de que el jefe de la sección política Vasíliev había ordenado que le enviaran de inmediato al soldado de la casa cercada.
La historia de Datnis y Cloe continúa conmoviendo los corazones de los hombres, pero no porque su amor naciera entre viñas bajo el cielo azul.
La historia de Dafnis y Cloe se repite siempre y por doquier, ya sea en un sótano sofocante impregnado de olor a bacalao frito, en el búnker de un campo de concentración, entre los chasquidos de los ábacos en una oficina de contabilidad o en el almacén polvoriento de una hilandería.
Y esta historia había brotado por enésima vez entre ruinas, bajo el aullido de los bombarderos alemanes, en un lugar donde los hombres no alimentan sus cuerpos cubiertos de mugre y sudor con miel, sino con patatas podridas y agua de una vieja caldera, allí donde no existe aquella paz que te permite reflexionar, sólo piedras rotas, estruendo y pestilencia.
Pável Andréyevich Andréyev, un hombre viejo que trabajaba como vigilante en la central eléctrica de Stalingrado, recibió una nota de su nuera desde Leninsk donde le comunicaba que su mujer, Várvara Aleksándrovna, había fallecido a causa de una pulmonía.
Tras la noticia de la muerte de su mujer, Andréyev se volvió más taciturno; raramente iba a casa de los Spiridónov, por las tardes se sentaba en la entrada de la residencia para obreros y miraba los fogonazos de la artillería y los haces de luces de los proyectores en el cielo encapotado. En la residencia, a veces, intentaban entablar conversación con él, pero Andréyev se quedaba callado. Entonces, acaso creyendo que el viejo oía mal, su interlocutor subía el tono de voz para repetirle la pregunta. A lo que Andréyev contestaba con aire sombrío:
– Le oigo, le oigo, no estoy sordo. -Y de nuevo se encerraba en su mutismo.
La muerte de su mujer le había trastornado. Su vida entera se había reflejado en la de ella; todo lo bueno o lo malo que le había pasado, sus sentimientos de felicidad o tristeza existían en la medida que se reflejaban en el alma de Várvara Aleksándrovna.
Durante un bombardeo demoledor, entre las explosiones de bombas de varias toneladas, Pável Andréyevich miraba las columnas de tierra y humo que se levantaban entre los talleres de la central y pensaba: «Si mi viejita pudiera ver esto… Ay, Várvara, qué desgracia…».
Pero ella, en ese momento, ya no estaba entre los vivos.
Era como si las ruinas de los edificios destruidos por las bombas y los obuses, aquel patio arado por la guerra, los montículos de tierra, los hierros retorcidos, el humo acre y húmedo, la llama amarilla, reptil, trepadora de los aisladores de aceite ardiendo representaran su vida, y lo que ésta de ahora en adelante le reservaba.
¿De veras era el mismo hombre que tiempo atrás se sentaba en una habitación iluminada y tomaba el desayuno antes del trabajo junto a su mujer que le miraba, atenta, dispuesta a servirle una porción más?
Sí, sólo le quedaba morir solo.
Y de repente la recordó de joven, con los ojos vivarachos y los brazos bronceados.
Bueno, pronto llegaría la hora, no tardaría demasiado…
Una tarde bajó lentamente, haciendo crujir los peldaños, al refugio de los Spiridónov. Stepán Fiódorovich miró la cara del viejo y dijo:
– ¿Se encuentra mal, Pável Andréyevich?
– Usted es joven todavía, Stepán Fiódorovich -respondió-, pero no es tan fuerte como yo. Puede encontrar un modo de consolarse. Yo, en cambio, soy fuerte: llegaré solo hasta el final.
Vera, que fregaba los platos, se volvió para mirarlo sin comprender enseguida el significado de sus palabras.
Andréyev, que no necesitaba la compasión ajena, cambió de conversación:
– Es hora de que se vaya, Vera. Aquí no hay hospitales, sólo tanques y aviones.
Ella rió y se encogió de hombros.
Stepán profirió, con visible enojo:
– Hasta los desconocidos que se la cruzan por la calle le dicen que ya es hora de que se traslade a la orilla izquierda. Ayer vino un miembro del Consejo Militar, nos hizo una visita aquí, en el refugio; miró a Vera sin decir nada, pero cuando se subió a su coche me puso como un trapo: «¿En qué está pensando? ¿Es usted padre, sí o no? Si quiere la pasaremos a la otra orilla en lancha blindada». ¿Qué puedo hacer yo? Ella no quiere, y punto.
Stepán Fiódorovich hablaba con la fluidez de alguien que se pasa día y noche discutiendo la misma cuestión. Andréyev no decía nada; miraba un zurcido familiar en la manga de su chaqueta ahora descosido.
– Pero ¿qué carta va a recibir aquí de Víktorov? -prosiguió Stepán Fiódorovich-. Si no hay servicio de correo. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Y ni una sola noticia de la abuela, ni de Yevguenia, ni de Liudmila… No tenemos la menor idea de lo que ha pasado con Tolia y Seriozha.
Vera intervino:
– Pável Andréyevich sí que ha recibido una carta.
– Sí, una notificación de fallecimiento. -Stepán Fiódorovich se asustó de sus propias palabras y se puso a hablar irritado, señalando con la mano las paredes estrechas del refugio, la cortina que separaba la cama de Vera-: ¡Cómo puede vivir aquí una chica, una mujer! Todo el tiempo es un ir y venir de hombres, día y noche, obreros, guardias que se agolpan ahí, gritando, fumando.
– Tened piedad del bebé al menos -dijo Andréyev-, aquí morirá enseguida.
– ¿Qué pasará si irrumpen los alemanes? ¿Entonces, qué? -dijo Stepán Fiódorovich.
Vera no respondía. Estaba convencida de que un día Víktorov entraría por el pórtico en ruinas de la central. Le vería a lo lejos, en su mono de piloto, con sus botas de piel, el portaplanos en bandolera.
A veces salía a la calle para ver si había llegado. Los soldados que pasaban le gritaban desde los camiones:
– Eh, preciosa, ¿a quién esperas? ¡Ven con nosotros! Por un momento se alegraba y respondía:
– Vuestro camión no puede llevarme a donde yo voy.
Cuando los aviones soviéticos reconocían la zona, observaba las formaciones de los cazas que sobrevolaban bajo, por encima de la central, sintiendo que de un momento a otro reconocería a Víktorov.
Una vez el piloto de un caza hizo batir sus alas a modo de saludo. Vera lanzó un grito como un pajarillo desesperado; corrió, tropezó y cayó. Después, tuvo dolor de espalda durante varios días.
A finales de octubre vio un combate aéreo sobre la central eléctrica. No fue más que una refriega: los aviones soviéticos desaparecieron en una nube y los alemanes dieron media vuelta hacia el oeste. Pero Vera, inmóvil, miraba fijamente el cielo vacío. Sus ojos estaban llenos de una tensión tan desbordante que un mecánico que pasaba por el patio dijo:
– ¿Qué le pasa, camarada Spiridónova? ¿No estará herida?
Estaba convencida de que se encontraría con Víktorov justamente allí, en la central, pero el encuentro estaba condicionado por una especie de superstición: no podía decir nada a su padre, de lo contrario el destino se le volvería en contra. A veces la convicción de que en cualquier momento llegaría era tan absoluta que se ponía a cocinar pastelillos de patata y centeno, barría el suelo, cambiaba los muebles de sitio, sacaba brillo a los zapatos… A veces, sentada a la mesa con su padre, aguzaba el oído y exclamaba:
– Espera, vuelvo enseguida…
Y, echándose el abrigo sobre los hombros, salía a mirar a la calle, no fuera a ser que hubiera un piloto en el patio preguntando dónde vivía la familia Spiridónov.
Nunca, ni siquiera un instante, se le había pasado por la cabeza que él hubiera podido olvidarla. Estaba segura de que Víktorov pensaba en ella noche y día con la misma intensidad y perseverancia.
La central era atacada por la artillería alemana casi a diario. Los alemanes le habían tomado la medida y no erraban el blanco: los obuses caían sobre los talleres, el estruendo de las explosiones hacía temblar el suelo a cada momento. A menudo bombarderos solitarios sobrevolaban la central y lanzaban bombas. Los Messerschmitts volaban casi a ras de suelo y cuando estaban encima de la central disparaban ráfagas de ametralladora. A veces, a lo lejos, se perfilaban sobre las colinas tanques alemanes, se oía claramente el rápido traqueteo de sus armas.
Stepán Fiódorovich se había acostumbrado a los disparos y a las bombas, igual que el resto de los trabajadores de la central, pero todos lo vivían con sus últimas reservas de fuerza. A veces Spiridónov sentía que le vencía el agotamiento, sólo deseaba acostarse, enrollarse la cabeza con el abrigo y permanecer así, inmóvil, con los ojos cerrados. A veces se emborrachaba. A veces tenía ganas de correr hasta la orilla del Volga, ir a Tumak y adentrarse en la estepa de la orilla izquierda, sin volverse ni una vez a mirar la central, dispuesto a aceptar la deshonra de la deserción con tal de no oír el terrorífico aullido de los bombarderos alemanes. Cuando Stepán Fiódorovich telefoneaba a Moscú, a través del Estado Mayor destacado muy cerca del 64° Ejército, el responsable militar y adjunto del comisario del pueblo le decía: «Camarada Spiridónov, transmita nuestros saludos al heroico colectivo que está bajo su mando». Y Stepán Fiódorovich se sentía avergonzado: ¿dónde estaba aquel heroísmo? Además corría la voz de que los alemanes se disponían a efectuar un ataque aéreo en masa contra la central, que tenían el propósito de arrasar con bombas gigantescas y monstruosas. Estos rumores les helaban la sangre. Durante el día no dejaban de mirar de reojo el cielo gris, al acecho de las eventuales patrullas enemigas. Por la noche se sobresaltaba, le parecía oír constantemente aproximarse el sordo zumbido de las hordas aéreas. Del miedo, la espalda y el pecho se le empapaban de sudor.
Evidentemente no era el único que tenía los nervios de punta. Kamishov, el ingeniero jefe, una vez le había confesado a Spiridónov: «Siento que me fallan las fuerzas, me parece ver el infierno, miro la carretera y pienso: ¡ojalá pudiera largarme!».
El secretario de organización del Comité Central, Nikoláyev, una tarde que pasó a verle le pidió:
– Sírvame un vasito de vodka, Stepán Fiódorovich. Se me ha acabado el mío y últimamente no puedo dormirme sin ese antídoto contra las bombas.
Mientras le servía el vodka, Stepán Fiódorovich le dijo:
– A la cama no te irás sin saber una cosa más. Debería haber escogido un oficio cuyo material pudiera evacuarse fácilmente; en cambio, como ves, las turbinas no se pueden mover y no tenemos otro remedio que quedarnos con ellas. Los de las otras fábricas ya hace tiempo que se pasean por Sverdlovsk.
Mientras trataba de convencer una vez más a Vera de que partiera, le dijo:
– Francamente, me dejas pasmado. Cada día viene a verme gente pidiéndome que les deje marcharse de aquí con cualquier pretexto; a ti, en cambio, te lo pido encarecidamente, y ni caso. Si yo tuviera elección, no me quedaría ni un minuto más aquí.
– Me quedo aquí por ti -respondió bruscamente Vera-. Sin mí te darías definitivamente a la bebida.
Era obvio que Stepán Fiódorovich no se limitaba únicamente a temblar bajo el fuego enemigo. En la central existía también el coraje, el trabajo constante, la risa y las bromas, la percepción omnipresente de un destino despiadado.
Vera no dejaba de atormentarse por su futuro bebé. Tenía miedo de que naciera enfermo, que fuera nocivo para él que su madre viviera en aquel sótano asfixiante y lleno de humo cuyo suelo temblaba a diario bajo los bombardeos. En los últimos tiempos a menudo sentía náuseas, la cabeza le daba vueltas. Qué triste y asustadizo sería el bebé que daría a luz si los ojos de su madre no hacían más que ver ruinas, fuego y tierra torturada, el cielo gris lleno de aviones con cruces negras. Tal vez el niño incluso oía el rugido de las explosiones; tal vez su cuerpecito acurrucado se quedaba petrificado ante el aullido de las bombas y hundía su pequeña cabeza entre los hombros. Pasaban por su lado hombres con abrigos sucios de grasa, ceñidos a la cintura con cinturones militares de lona impermeabilizada, la saludaban con la mano a su paso, le sonreían y gritaban:
– ¿Qué tal, Vera? Vera, ¿piensas en mí?
Sí, podía sentir la ternura con que se dirigían a ella, una futura madre. Quizá su pequeño también sentía aquella ternura, y su corazón sería puro y bueno.
A veces se asomaba por el taller donde reparaban los carros de combate. Allí trabajaba Víktorov antes de la guerra, y Vera trataba de adivinar cuál era su máquina. Se esforzaba por imaginárselo en su mono de trabajo o en su uniforme de aviador; sin embargo se le aparecía obsesivamente la visión de él en bata de hospital.
En el taller no sólo la conocían los trabajadores de la central, sino también los tanquistas de la base. Prácticamente era imposible distinguirlos: los trabajadores civiles de la fábrica y los militares se parecían mucho con sus chaquetas acolchadas grasientas, sus gorros arrugados y sus manos negras.
Vera se hallaba absorta en sus pensamientos sobre Víktorov y el hijo de ambos, que sentía vivir en su interior día y noche; la zozobra por su abuela, la tía Zhenia, Seriozha y Tolia había abandonado su corazón, sólo experimentaba pena cuando pensaba en ellos.
Por la noche echaba de menos a su madre, la llamaba, se lamentaba, le pedía ayuda, murmuraba: «Querida mamá, ayúdame».
En esos momentos se sentía débil, impotente, nada que ver con aquella que decía tranquilamente a su padre:
– No insistas, de aquí no me voy.
Evidentemente no era el único que tenía los nervios de punta. Kamishov, el ingeniero jefe, una vez le había confesado a Spiridónov: «Siento que me fallan las fuerzas, me parece ver el infierno, miro la carretera y pienso: ¡ojalá pudiera largarme!».
El secretario de organización del Comité Central, Nikoláyev, una tarde que pasó a verle le pidió:
– Sírvame un vasito de vodka, Stepán Fiódorovich. Se me ha acabado el mío y últimamente no puedo dormirme sin ese antídoto contra las bombas.
Mientras le servía el vodka, Stepán Fiódorovich le dijo:
– A la cama no te irás sin saber una cosa más. Debería haber escogido un oficio cuyo material pudiera evacuarse fácilmente; en cambio, como ves, las turbinas no se pueden mover y no tenemos otro remedio que quedarnos con ellas. Los de las otras fábricas ya hace tiempo que se pasean por Sverdlovsk.
Mientras trataba de convencer una vez más a Vera de que partiera, le dijo:
– Francamente, me dejas pasmado. Cada día viene a verme gente pidiéndome que les deje marcharse de aquí con cualquier pretexto; a ti, en cambio, te lo pido encarecidamente, y ni caso. Si yo tuviera elección, no me quedaría ni un minuto más aquí.
– Me quedo aquí por ti -respondió bruscamente Vera-. Sin mí te darías definitivamente a la bebida.
Era obvio que Stepán Fiódorovich no se limitaba únicamente a temblar bajo el fuego enemigo. En la central existía también el coraje, el trabajo constante, la risa y las bromas, la percepción omnipresente de un destino despiadado.
Vera no dejaba de atormentarse por su futuro bebé. Tenía miedo de que naciera enfermo, que fuera nocivo para él que su madre viviera en aquel sótano asfixiante y lleno de humo cuyo suelo temblaba a diario bajo los bombardeos. En los últimos tiempos a menudo sentía náuseas, la cabeza le daba vueltas. Qué triste y asustadizo sería el bebé que daría a luz si los ojos de su madre no hacían más que ver ruinas, fuego y tierra torturada, el cielo gris lleno de aviones con cruces negras. Tal vez el niño incluso oía el rugido de las explosiones; tal vez su cuerpecito acurrucado se quedaba petrificado ante el aullido de las bombas y hundía su pequeña cabeza entre los hombros. Pasaban por su lado hombres con abrigos sucios de grasa, ceñidos a la cintura con cinturones militares de lona impermeabilizada, la saludaban con la mano a su paso, le sonreían y gritaban:
– ¿Qué tal, Vera? Vera, ¿piensas en mí?
Sí, podía sentir la ternura con que se dirigían a ella, una futura madre. Quizá su pequeño también sentía aquella ternura, y su corazón sería puro y bueno.
A veces se asomaba por el taller donde reparaban los carros de combate. Allí trabajaba Víktorov antes de la guerra, y Vera trataba de adivinar cuál era su máquina. Se esforzaba por imaginárselo en su mono de trabajo o en su uniforme de aviador; sin embargo se le aparecía obsesivamente la visión de él en bata de hospital.
En el taller no sólo la conocían los trabajadores de la central, sino también los tanquistas de la base. Prácticamente era imposible distinguirlos: los trabajadores civiles de la fábrica y los militares se parecían mucho con sus chaquetas acolchadas grasientas, sus gorros arrugados y sus manos negras.
Vera se hallaba absorta en sus pensamientos sobre Víktorov y el hijo de ambos, que sentía vivir en su interior día y noche; la zozobra por su abuela, la tía Zhenia, Seriozha y Tolia había abandonado su corazón, sólo experimentaba pena cuando pensaba en ellos.
Por la noche echaba de menos a su madre, la llamaba, se lamentaba, le pedía ayuda, murmuraba:
«Querida mamá, ayúdame».
En esos momentos se sentía débil, impotente, nada que ver con aquella que decía tranquilamente a su padre:
– No insistas, de aquí no me voy.
Durante el desayuno Nadia dijo pensativa:
– A Tolia le gustaban más las patatas cocidas que fritas. Liudmila Nikoláyevna señaló:
– Mañana habría cumplido exactamente diecinueve años y siete meses.
Por la noche dijo:
– Cómo habría sufrido Marusia al enterarse de las atrocidades cometidas por los fascistas en Yásnaia Poliana.
Poco después Aleksandra Vladímirovna llegó de una reunión en la fábrica y dijo a Shtrum, que la estaba ayudando a quitarse el abrigo:
– Hace un tiempo excelente, Vitia, el aire es seco y frío. Tu madre decía: «Como el vino».
Shtrum le respondió:
– Y cuando comía un buen chucrut lo llamaba «uva».
La vida se movía como un iceberg en el mar, la parte inferior, sumergida en las tinieblas gélidas, confería estabilidad a la parte superior, aquella que reflejaba las olas, respiraba, escuchaba el rumor y el chapoteo del agua…
Cuando los hijos de cualquier familia de amigos ingresaban en los cursos de doctorado, defendían una tesis, se enamoraban o se casaban, en las conversaciones familiares se mezclaba, junto a las felicitaciones, la tristeza.
Cuando Shtrum se enteraba de que algún conocido había muerto en el frente era como si alguna partícula de vida muriera dentro de él, como si algún color palideciera. Pero la voz del muerto seguía sonando en el ruido de la vida.
La época a la que estaban ligados el pensamiento y el alma de Shtrum era terrible, una época que se había levantado contra las mujeres y los niños. Sólo en su familia habían sido asesinados un chico, casi un niño, y dos mujeres.
A menudo le venían a la mente los versos de Mandelshtam que en una ocasión había oído citar a un pariente de Sokolov, el historiador Madiárov:
Me salta a las espaldas el siglo perro-lobo
pero yo no tengo sangre de lobo…
Pero aquella época era la suya, vivía con ella, y a ella permanecería ligado también después de la muerte.
Shtrum seguía sin progresar en el trabajo. Los experimentos que había comenzado mucho antes de la guerra no daban los resultados previstos en la teoría. Había algo absurdo y descorazonador en el caos de datos experimentales y la terca obstinación con que contradecían la teoría.
En un primer momento Shtrum estaba convencido de que la causa de su fracaso se debía a sus condiciones de trabajo insatisfactorias y a la falta de nuevos aparatos. Después se había enfadado con los colegas del laboratorio porque tenía la sensación de que no se aplicaban lo suficiente en el trabajo y se distraían con trivialidades.
No obstante, sus problemas no consistían en el hecho de que el alegre y encantador Savostiánov, lleno de talento, no cejara de hacer gestiones para conseguir cupones de vodka y que el sabelotodo de Márkov impartiera conferencias en horas de trabajo o que explicara a los colaboradores qué raciones alimenticias recibía uno u otro científico, y que tal científico dividía su ración entre sus dos ex mujeres y la actual. Anna Naumovna explicaba con una cantidad de detalles insoportable su relación con la casera.
El pensamiento de Savostiánov era vivo, claro. Márkov, como de costumbre, dejaba maravillado a Shtrum por la amplitud de sus conocimientos, por su capacidad artística para realizar los experimentos más sofisticados, por su lógica serena. Anna Naumovna, aunque vivía en una fría y decadente habitación de paso, trabajaba con una tenacidad y una escrupulosidad sobrehumanas. Y, como siempre, Shtrum estaba orgulloso de contar con Sokolov como uno de sus colaboradores.
Ni el rigor en la observancia de las condiciones experimentales, ni la determinación doble, ni las repeticiones de calibración de los instrumentos de medición aportaban claridad a su trabajo. El caos había irrumpido en el estudio de las sales orgánicas de los metales sometidos a una violenta radiación. Alguna vez Shtrum se imaginaba aquella partícula de sal como una especie de enano que hubiera perdido la decencia y la razón, un enano con un gorro cónico de través, de cara roja, que gesticulaba y realizaba movimientos obscenos, un enano que con sus minúsculos miembros hacía un corte de mangas al rostro severo de la teoría.
En la elaboración de la teoría habían participado físicos de fama mundial, los razonamientos matemáticos eran impecables, los datos experimentales acumulados durante décadas en reputados laboratorios alemanes e ingleses se ajustaban perfectamente en su estructura. Poco antes de la guerra se había realizado un experimento en Cambridge que debía confirmar el comportamiento de las partículas en ciertas condiciones. El éxito de dicho experimento había sido el máximo triunfo de la teoría. A Shtrum le había parecido tan poético y noble como el experimento de la relatividad que había confirmado la desviación de la luz procedente de una estrella cuando entraba en el campo gravitacional del Sol, preanunciada ya por la teoría de la relatividad. Atentar contra la teoría parecía impensable, como para un soldado arrancar las charreteras doradas de los hombros de un mariscal.
Entretanto el enano seguía haciendo muecas y obscenidades, y era imposible hacerlo entrar en razón. Poco antes de que Liudmila Nikoláyevna llegara a Sarátov, Shtrum había pensado que era posible ampliar el marco de la teoría, para lo cual había tenido que admitir dos hipótesis arbitrarias y recargar el aparato matemático.
Las nuevas ecuaciones concernían a la rama de las matemáticas en la que Sokolov estaba más fuerte y Shtrum le pidió ayuda aduciendo que en aquel campo no se sentía demasiado seguro.
Sokolov, en efecto, logró en poco tiempo deducir nuevas ecuaciones para la teoría ampliada.
El problema parecía resuelto: los datos experimentales no contradecían la teoría. Shtrum estaba contento por el éxito y felicitó a Sokolov. Éste a su vez felicitó a Shtrum, pero la inquietud y la insatisfacción persistían.
Pronto el abatimiento hizo mella en Shtrum, que confió a Sokolov:
– He notado, Piotr Lavréntievich, que el humor se me agria todas las tardes que veo a mi mujer remendar las medias. Me hace pensar en nosotros, que hemos remendado una teoría: un trabajo burdo, con hilos de otros colores, una verdadera chapuza.
Las dudas de Shtrum eran cada vez más acuciantes. Por suerte, no sabía mentirse a sí mismo e instintivamente intuía que el autoconsuelo le conduciría a la derrota.
En aquella ampliación de la teoría no había nada bueno. Una vez remendada había perdido su armonía interna, las hipótesis introducidas le habían restado fuerza y autonomía, y las ecuaciones se habían vuelto demasiado engorrosas para operar con ellas. Tenía algo rígido, anémico, talmúdico. Estaba como privada de una musculatura viva.
Y la nueva serie de experimentos realizados por el brillante Márkov entraban de nuevo en contradicción con las ecuaciones deducidas inicialmente. Para explicar esta nueva contradicción habría sido necesario elaborar una novedosa suposición teórica, también ésta infundada, apuntalar una vez más la teoría con cerillas y astillas de madera.
«Es absurdo», se dijo a sí mismo. Comprendía que había seguido un camino equivocado.
Recibió una carta de los Urales, del ingeniero Krímov, donde éste le notificaba que no tenía más remedio que posponer el trabajo de fundición y torneado de los aparatos que le había encargado, la fábrica estaba saturada de encargos militares; la preparación de los aparatos se retrasaría entre seis u ocho semanas del plazo estipulado.
La carta no entristeció a Shtrum, que no esperaba el nuevo material con la impaciencia de antes y no tenía confianza en que pudiera introducir modificaciones significativas en el resultado de los experimentos. A veces se apoderaba de él la rabia y entonces le entraban ganas de recibir lo antes posible los nuevos aparatos para convencerse de una vez por todas que los abundantes datos experimentales que habían recopilado contradecían de manera irrevocable y sin esperanza la teoría.
El fracaso en el trabajo se unía, en su mente, con sus desgracias personales y todo acababa por fundirse en una oscuridad grisácea.
Esta depresión se prolongó durante semanas. Víktor Pávlovich se había vuelto irascible, manifestaba un interés repentino por la rutina doméstica, se inmiscuía en las tareas de la cocina y no dejaba de sorprenderse de que Liudmila despilfarrara tanto dinero.
Incluso comenzó a interesarse por las discusiones entre Liudmila y los propietarios de la casa, que le exigían el pago de un suplemento en el alquiler por utilizar la leñera.
– Bueno, ¿cómo van las negociaciones con Nina Matvéyevna? -le preguntaba y, después de escuchar el relato de Liudmila, exclamaba-: Ay, demonios, qué maldita bruja…
Ahora ya no reflexionaba sobre los vínculos existentes entre la ciencia y la vida de los hombres, si ésta constituía un motivo de felicidad o de sufrimiento. Para ese tipo de pensamientos tendría que haberse sentido dueño, triunfador. Pero esos días se consideraba un aprendiz desafortunado, tenía la impresión de que nunca más podría trabajar como en el pasado, que la amargura sufrida lo había privado de su estímulo de investigador.
Repasaba en la memoria los nombres de físicos, matemáticos, escritores cuyas obras más importantes habían sido llevadas a cabo en los años de juventud; después de los treinta y cinco o cuarenta años ya no habían producido nada significativo. Ellos tenían de qué sentirse orgullosos, mientras que él debería pasar el resto de su vida sin haber hecho nada en su juventud de lo que pudiera sentirse satisfecho. Galois, cien años antes, había abierto muchas vías para el desarrollo de las matemáticas, y había muerto a los veintiún años; Einstein, con veintiséis años, publicó su obra Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento; Herz había muerto antes de cumplir los cuarenta. ¡Qué abismo se abría entre aquellos hombres y Shtrum!
Shtrum anunció a Sokolov su intención de interrumpir temporalmente el trabajo de laboratorio. Pero Piotr Lavréntievich consideraba que había que seguir la investigación, esperaba mucho de los nuevos aparatos. Sin embargo, Shtrum se había olvidado de hablarle de la carta que había recibido de la fábrica.
Víktor Pávlovich se daba cuenta de que su mujer estaba al corriente de sus fracasos, pero ella evitaba hacerle preguntas sobre el trabajo. Era evidente que no se interesaba por aquello que era lo más importante de su vida; en cambio encontraba tiempo para los quehaceres domésticos, para conversar con Maria Ivánovna, para discutir con los propietarios de la casa, para coser los vestidos de Nadia, para encontrarse con la mujer de Postóyev. Víktor se enfurecía con I.iudmila, sin entender cuál era su verdadero estado de ánimo.
Víktor pensaba que su mujer había vuelto a su vida habitual; de hecho ella era capaz de realizar esas tareas precisamente porque eran habituales y no requerían ningún esfuerzo por su parte.
Preparaba sopa de fideos y hablaba de los zapatos de Nadia porque durante años se había ocupado de hacerlo, y ahora repetía de manera mecánica los gestos de siempre. Y él no se daba cuenta de que su mujer, aunque había reanudado su vida anterior, le resultaba del todo extraña. Era como un viandante que, absorto en sus pensamientos, camina por una calle conocida evitando los hoyos, subiendo peldaños, sin darse cuenta siquiera de ellos.
Para hablar con el marido sobre su trabajo habría necesitado una fuerza nueva, un estímulo espiritual nuevo. Fuerza de la que Liudmila no disponía. En cambio Shtrum tenía la impresión de que su mujer continuaba interesándose por todo menos por su trabajo.
Estaba resentido porque Liudmila recordaba a menudo las ocasiones en que él no había sido demasiado amable con Tolia. Era como si hiciera el balance de las relaciones de Tolia con el padrastro y el resultado no fuera para él en absoluto favorable.
Liudmila decía a su madre:
– ¡Pobre, cómo le atormentaba tener la cara llena de granos! Había llegado a pedirme que le comprara una crema en una tienda de cosmética. Y Víktor todo el rato tomándole el pelo.
Y así era.
A Shtrum le gustaba meterse con Tolia, y cuando al llegar a casa el chico saludaba al padrastro, Víktor Pávlovich se lo quedaba mirando fijamente y sacudiendo la cabeza decía pensativo:
– Vaya, hermano, ¡tu cara parece un firmamento!
En los últimos tiempos Shtrum prefería no pasar las tardes en casa. Solía ir a casa de Postóyev a jugar una partida de ajedrez o a escuchar música, dado que la mujer de su anfitrión no era mala pianista. Otras, iba a ver a un nuevo conocido de Kazán, Karímov. Pero casi siempre terminaba en casa de los Sokolov.
Le gustaba la pequeña salita de la pareja, la dulce sonrisa de la hospitalaria Maria Ivánovna, y, por encima de todo, las conversaciones que tenían lugar en la mesa.
Cuando, después de la visita, avanzada la noche, caminaba de regreso a casa, la angustia, que por un momento se había apaciguado, volvía a apoderarse de él.
En lugar de ir a casa después del instituto, Shtrum se dirigió a buscar a su nuevo amigo, Karímov, para ir a ver juntos a los Sokolov.
Karímov era un hombre feo, con la cara picada de viruelas. Su tez morena le resaltaba los cabellos canos, y los cabellos canos hacían que su piel pareciera aún más oscura.
Karímov hablaba un ruso correcto, y sólo si se le escuchaba atentamente se notaba un leve acento en su pronunciación y matices diversos en la construcción de las frases.
Shtrum no había oído antes su apellido, pero luego supo que era conocido incluso fuera de Kazán. Karímov había traducido al tártaro la Divina Comedia y Los viajes de Gulliver, y ahora estaba traduciendo la Ilíada.
Cuando todavía no se conocían, a menudo se encontraban, al salir de la sala de lectura de la universidad, en la habitación reservada a los fumadores. La bibliotecaria, una vieja charlatana con los labios pintados vestida con negligencia, reveló a Shtrum muchos detalles sobre Karímov: había estudiado en la Sorbona, poseía una dacha en Crimea y antes de la guerra pasaba la mayor parte del año a orillas del mar. En Crimea habían quedado bloqueadas por la guerra su mujer y su hija, de las que no había vuelto a tener noticias. La vieja insinuó a Shtrum que la vida de aquel hombre había estado cuajada de penosos sufrimientos durante ocho años, pero Shtrum acogió la noticia con la mirada perpleja. Estaba claro que aquella vieja mujer también le había hablado a Karímov de él. Teniendo conocimiento el uno del otro se sentían incómodos por no haberse conocido personalmente, y cuando se encontraban, en lugar de sonreír fruncían el ceño. Finalmente un día tropezaron en el vestíbulo de la biblioteca, los dos rieron y se pusieron a hablar.
Shtrum no sabía si lo que decía suscitaba el interés de Karímov, pero a Shtrum le gustaba hablar cuando Karímov le escuchaba. Tenía presente, por triste experiencia personal, que muy a menudo se encontraban interlocutores inteligentes e ingeniosos, pero que al mismo tiempo eran insoportablemente aburridos.
Había personas en cuya presencia a Shtrum le resultaba incluso difícil pronunciar alguna palabra, la lengua se le volvía de madera, el diálogo adquiría tintes absurdos e incoloros, como entre sordomudos.
Había otras personas en cuya presencia cualquier palabra sincera sonaba falsa.
Y había personas, viejos conocidos, en cuya presencia Shtrum percibía su soledad de particular modo.
¿Cuál era el motivo? Quizás el mismo por el cual, a veces, se encuentra casualmente a alguien -el compañero de un breve viaje, el vecino de camastro, un interlocutor fortuito- en cuya presencia el mundo interior rompe su silencio y soledad.
Caminaban el uno al lado del otro, charlaban, y Shtrum se dio cuenta de que había momentos ahora en que, durante horas, no pensaba en su trabajo, especialmente durante las conversaciones vespertinas en casa de los Sokolov. Nunca antes le había pasado una cosa parecida, él siempre pensaba en su trabajo: en el tranvía, durante la comida, escuchando música, secándose la cara tras el aseo matutino.
Debía de ser que el callejón sin salida al que había desembocado era tan opresivo que inconscientemente alejaba cualquier pensamiento referente al trabajo.
– ¿Cómo le ha ido hoy el trabajo, Ajmet Usmánovich? -preguntó.
– Tengo la cabeza vacía, no consigo concentrarme -respondió Karímov-. No hago otra cosa que pensar en mi mujer y mi hija, y a veces me digo que todo acabará bien, que las volveré a ver. Hay momentos, en cambio, en que tengo el presentimiento de que están muertas.
– Le entiendo -dijo Shtrum.
– Lo sé -respondió Karímov.
Shtrum pensó que era extraño que se sintiera dispuesto a hablar de lo que ni siquiera hablaba con su mujer e hija con una persona a la que conocía desde hacía pocas semanas.
En la pequeña sala de los Sokolov se congregaban casi cada noche alrededor de la mesa personas que, de estar en Moscú, es poco probable que se hubieran encontrado.
Sokolov, un hombre de un talento extraordinario, expresaba sus ideas con verbo grácil. Por los cultismos y la corrección de su discurso costaba creer que su padre fuera un marinero del Volga. Era un hombre bueno y noble, pero la expresión de su cara era astuta y cruel.
Piotr Lavréntievich tampoco parecía un marinero del Volga: no probaba una gota de alcohol, temía las corrientes de aire y las enfermedades infecciosas, tenía la manía de lavarse las manos constantemente y cortaba la corteza del pan por la parte donde la había tocado con los dedos.
Shtrum, cuando leía sus trabajos, no dejaba de sorprenderse: ¿cómo era posible que un hombre que sabía pensar de un modo tan refinado y audaz y que exponía y demostraba sucintamente las ideas más complejas y sutiles se convirtiera en un absoluto pelmazo durante sus conversaciones nocturnas?
A Shtrum, como a muchas otras personas educadas en un círculo intelectual y literario, le gustaba introducir en su discurso palabras como «chorradas», «bulla», y a veces, en presencia de un venerable académico, tildar a una científica docta y huraña de «infame» y «pelandusca».
Antes de la guerra Sokolov no soportaba las conversaciones sobre política. En cuanto Shtrum sacaba a colación el argumento, Sokolov se callaba, se encerraba en sí mismo o bien cambiaba deliberadamente de terna.
En él se había revelado una extraña sumisión, una mansedumbre ante los crueles acontecimientos de la época de la colectivización y del año 1937. Parecía aceptar la ira del Estado como se acepta la ira de la naturaleza o de Dios. Shtrum tenía la impresión de que Sokolov creía en Dios y de que esa fe se manifestaba en su trabajo, en su obediencia humilde ante los poderosos de este mundo y en sus relaciones personales.
Un día Shtrum le preguntó directamente:
– ¿Cree en Dios, Piotr Lavréntievich?
Pero Sokolov se limitó a fruncir el ceño, sin responder nada.
Era sorprendente que ahora en casa de Sokolov se reuniera gente por las tardes y se mantuvieran conversaciones sobre política; Sokolov no sólo las soportaba sino que a veces también participaba.
Maria Ivánovna, pequeña, menuda, con gestos torpes de adolescente, escuchaba a su marido con una particular atención: una mezcla del tímido respeto de una estudiante, la admiración de una mujer enamorada y el cuidado condescendiente de una madre.
Por supuesto, las conversaciones comenzaban con los boletines militares, pero enseguida se alejaban de la guerra. No obstante, fuera cual fuese el tema de la conversación, todo estaba ligado al hecho de que los alemanes habían llegado hasta el Cáucaso y la cuenca baja del río Volga.
Paralelamente a los pensamientos tristes engendrados por los reveses militares, era palpable un sentimiento de desesperación, de temeridad: ¡lo que tenga que ser será…!
Por las noches, en aquella pequeña sala, abordaban una infinidad de temas; parecía que los muros cayeran en aquel espacio confinado y reducido, y que la gente dejara de hablar como de costumbre.
El marido de la difunta hermana de Sokolov, el historiador Madiárov, de cabeza grande y labios gruesos, con una piel morena ligeramente azulada, evocaba a veces episodios de la guerra civil que no recogían las páginas de la historia: el húngaro Gavro, comandante del regimiento internacional, el comandante del cuerpo de ejército Krivoruchko, Bozhenko, el joven oficial Schors, que había dado la orden de azotar, en su vagón, a los miembros de una comisión enviada por el Consejo Revolucionario de Guerra para controlar su Estado Mayor. Narraba el extraño y terrible destino de la madre de Gavro, una vieja campesina húngara que no sabía ni una sola palabra de ruso. Había llegado a la Unión Soviética junto con su hijo y, una vez que éste fue arrestado, todos la marginaron, la temían y ella, como una loca, vagaba por Moscú sin conocer el idioma.
Madiárov hablaba de los sargentos de caballería y los oficiales, enfundados en pantalones de montar bermejos con retazos de piel y las cabezas afeitadas azuladas, que se convertían en comandantes de división y de cuerpos del ejército. Contaba cómo esos hombres castigaban o perdonaban, y, bajándose de sus caballerías, se lanzaban sobre una mujer de la que se habían encariñado… Recordaba a los comisarios de los regimientos y las divisiones, tocados con sus budiónovki [62] que leían Así habló Zaratustra y ponían en guardia a los combatientes contra la herejía bakuniana… Hablaba de los oficiales del ejército zarista convertidos en mariscales y comandantes del ejército de primera clase.
Una vez, bajando la voz, dijo:
– Fue en la época en que Trotski todavía era Ley Davídovich…
Y en sus tristes ojos, en esos ojos que suelen tener los hombres corpulentos, inteligentes y enfermos, apareció una expresión particular.
Después sonrió y dijo:
– Montamos una orquesta en nuestro regimiento. Siempre tocaba el mismo tema: «Por la calle se paseaba un gran cocodrilo, un gran cocodrilo verde…». En todos los casos, ya fuera yendo al ataque o enterrando a los héroes, se tocaba la canción del cocodrilo verde. En un momento de siniestro repliegue Trotski vino a levantar el ánimo a las tropas. Movilizó a todo el regimiento. Estábamos en un villorrio polvoriento, triste, con perros vagabundos. Se montó una tribuna en medio de la plaza. Veo ahora mismo la escena: un calor sofocante, hombres adormilados, y ahí estaba Trotski con un gran lazo rojo, los ojos brillantes, proclamando: «Camaradas soldados del Ejército Rojo», con una voz tan atronadora que parecía que nos iba a caer una tormenta encima… Luego la orquesta empezó a tocar el Cocodrilo… Era una pieza extraña, pero este Cocodrilo con balalaica es más que una orquesta formada por varias bandas tocando la Internacional. Ella me llevará a coger con las manos vacías Varsovia, Berlín…
Madiárov hablaba tranquilo, sin apresurarse, no justificaba a los comandantes del Ejército Rojo que habían sido fusilados como enemigos del pueblo y traidores a la patria, no justificaba a Trotski, pero en su admiración hacia Krivoruchko y Dúbov, en el modo respetuoso y sencillo con el que pronunciaba los nombres de los jefes militares y de los comisarios del ejército fusilados en 1937, era evidente que no creía que los mariscales Tujachevski, Bliújer y Yegórov, que Murálov, responsable del distrito militar de Moscú, Levandovski, Gamárnik, Dibenko y Búbnov, o Unshlijt, o el primer sustituto de Trotski, Slianski, fueran enemigos del pueblo y traidores a la patria.
La tranquilidad en el tono de voz de Madiárov no parecía de este mundo. El poder del Estado había construido un nuevo pasado; hacía intervenir de nuevo a la caballería a su manera, exhumaba nuevos héroes para acontecimientos ya sepultados y destituía a los verdaderos. El Estado tenía poder para recrear lo que una vez había sido, para transformar figuras de granito y bronce, para manipular discursos pronunciados hacía tiempo, para cambiar la disposición de los personajes en una fotografía.
Se forjaba realmente una nueva historia. Incluso los hombres que habían sobrevivido a aquellos tiempos volvían a vivir la existencia pasada, de valientes se transformaban en cobardes, de revolucionarios en agentes extranjeros.
Pero escuchando a Madiárov parecía evidente que todo aquello acabaría dando lugar a una lógica más poderosa: la lógica de la verdad. Nunca se había hablado de estas cosas antes de la guerra.
Una vez Madiárov había dicho:
– Todos esos hombres habrían luchado hoy contra el fascismo. Habrían sacrificado sus propias vidas. Los mataron sin motivo…
El ingeniero químico Vladímir Románovich Artelev, originario de Kazán, era propietario del apartamento que los Sokolov tenían alquilado. La mujer de Artelev volvía del trabajo por la noche. Sus dos hijos estaban en el frente. Artelev era jefe del taller de una fábrica química, iba mal vestido, sin abrigo y gorro de invierno y, para resguardarse del frío, se ponía un chaleco forrado bajo el impermeable. En la cabeza llevaba una gorra mugrienta y arrugada que, cuando iba al trabajo, se calaba hasta las orejas.
Al entrar en casa de los Sokolov, soplándose los dedos rojos y congelados, dirigía tímidas sonrisas a los invitados sentados a la mesa, y Shtrum se sorprendía de que fuera el dueño de la casa, el jefe de un taller importante de una gran fábrica; más bien daba la impresión de ser un vecino pobre que viniera a pedir limosna.
Y también aquella tarde, con las mejillas hundidas e hirsutas, casi temiendo hacer ruido al pisar las tarimas, se quedó de pie al lado de la puerta para escuchar lo que decía Madiárov.
Maria lvánovna, que se dirigía a la cocina, se le acercó y le susurró algo al oído. Éste sacudió la cabeza con aire asustado: evidentemente declinaba su oferta de tomar un refrigerio.
– Ayer -decía Madiárov- un coronel que está aquí sometiéndose a una cura me contó que debe presentarse ante una comisión de investigación del Partido por haber golpeado a un teniente. Durante la guerra civil no sucedían estas cosas.
– Sin embargo usted mismo contó -objetó Shtrum- que Schors ordenó azotar a los miembros de una comisión enviada por el Consejo Revolucionario de Guerra.
– En aquel caso se trataba de un subordinado que daba latigazos a sus superiores -respondió Madiárov-. Es diferente.
– Lo mismo pasa en la fábrica -intervino Artelev-. Nuestro director tutea a todo el mundo y si le llamas camarada Shuriev se ofende. Hay que llamarle Leonti Kuzmich. Hace unos días, en el taller, se enfadó con un viejo químico. Shuriev gritó a voz en cuello: «Haz lo que yo diga o te daré tal patada en el culo que te sacaré volando de la fábrica», y el viejo va para los setenta y dos años.
– ¿El sindicato no interviene? -preguntó Sokolov.
– ¿Qué va a hacer el sindicato? -dijo Madiárov-. Su trabajo es exhortarnos a hacer sacrificios: antes de la guerra te preparan para la guerra, durante la guerra «todo es para el frente», y después de la guerra nos incitarán a remediar las consecuencias de la guerra. No tienen tiempo para ocuparse de un viejo.
Maria Ivánovna preguntó a media voz a su marido:
– ¿Qué te parece? ¿Es hora de servir el té?
– Sí, claro -respondió Sokolov-. Sírvenos té.
«Qué manera tan extraordinariamente silenciosa de moverse», pensó Shtrum mirando distraídamente la espalda delgada de Maria Ivánovna, que se deslizaba por la puerta entreabierta de la cocina.
– Ah, queridos amigos -exclamó de repente Madiárov-, ¿os imagináis lo que es la libertad de prensa? Una hermosa mañana después de la guerra abrís el periódico y en lugar de encontrar un editorial exultante, o la habitual carta de los trabajadores al gran Stalin, o un artículo acerca de la brigada de fundidores de obreros que ha trabajado un día extra en honor a las elecciones del Sóviet Supremo, o las historias sobre los trabajadores de Estados Unidos que han acogido el nuevo año en una situación de desesperación por el paro creciente y la miseria, imaginad que encontráis… ¡Información! ¿Os imagináis un periódico así? ¡Un periódico que ofrece información!
»Empezáis a leer un artículo sobre la mala cosecha en la región de Kursk, un artículo sobre una inspección para determinar las condiciones en la prisión de Butirka, una discusión sobre si la construcción del canal entre el mar Blanco y el Báltico es necesaria, la noticia de que un obrero llamado Golopuzov se ha manifestado en contra de la imposición de un nuevo empréstito.
»En pocas palabras, os enteráis de todo lo que pasa en el país: buenas y malas cosechas; arrebatos de entusiasmo cívico y robos a mano armada; la apertura de una nueva mina y un accidente en otra mina; las discrepancias entre Mólotov y Malenkov; leéis un reportaje sobre la marcha de una huelga porque el director de una fábrica ha ofendido a un viejo químico de setenta y dos años, leéis los discursos de Churchill, Blum, y no que «han declarado que…»; leéis un artículo sobre los debates en la Cámara de losComunes; os enteráis de cuántas personas se suicidaron ayer en Moscú y cuántas resultaron heridas en accidentes de tráfico y están hospitalizadas. Os enteráis de por qué no hay trigo sarraceno y no sólo de que han ido las primeras fresas por avión de Tashkent a Moscú. Averiguáis por los periódicos, y no por la señora de la limpieza cuya sobrina ha venido a Moscú a comprar pan, cuántos gramos de grano conceden a los trabajadores del koljós por un día de trabajo.
»Sí, y al mismo tiempo continuáis siendo verdaderos ciudadanos soviéticos.
»Entráis en una librería, compráis un libro y seguís siendo ciudadanos soviéticos, leéis a filósofos americanos, ingleses, franceses, a historiadores, economistas, comentadores políticos. Distinguís por vosotros mismos en qué tienen razón y en qué se equivocan; podéis pasear por el parque solos, sin niñera.
Justo cuando Madiárov finalizaba su discurso, Maria Ivánovna entró en la habitación con una montaña de tazas y platillos.
De repente Sokolov golpeó con un puño contra la mesa y dijo:
– ¡Basta! -exclamó-. Pido encarecidamente que se ponga fin a este tipo de conversaciones.
Maria Ivánovna miraba fijamente a su marido con la boca abierta. Un temblor repentino hizo tintinear la vajilla que llevaba en sus manos.
– ¡He aquí cómo Piotr Lavréntievich ha liquidado la libertad de prensa! -observó Shtrum-. No ha durado mucho tiempo que digamos. Menos mal que Maria Ivánovna no ha escuchado este discurso subversivo.
– Nuestro sistema -sentenció irritado Sokolov- ha demostrado su fuerza. Las democracias burguesas se han hundido.
Sí, efectivamente, lo ha demostrado -confirmó Shtrum-, pero la democracia burguesa y degenerada de Finlandia desafió, en los años cuarenta, nuestro centralismo, y las cosas no acabaron demasiado bien para nosotros. No soy admirador de la democracia burguesa, pero los hechos son los hechos. Y además, ¿qué tiene que ver el viejo químico con todo esto?
Dicho esto se volvió y se encontró con los ojos atentos y penetrantes de Maria lvánovna, que le escuchaba.
– No fue Finlandia, sino el invierno finlandés -puntualizó Sokolov.
– Déjalo, Petia -cortó Madiárov.
– Digámoslo así, entonces -propuso Shtrum-. Durante la guerra el Estado soviético demostró sus puntos fuertes y los débiles.
– ¿Qué puntos débiles? -quiso saber Sokolov.
– Bueno -respondió Madiárov-, para empezar que muchos de los que ahora podrían estar combatiendo se encuentran en la cárcel. ¿Por qué pensáis que estamos luchando a orillas del Volga?
– ¿Y qué tiene que ver el sistema con eso? -preguntó Sokolov.
– ¿Qué tiene que ver? -replicó Shtrum-. Según Piotr Lavréntievich, ¿la viuda del suboficial se disparó a sí misma en 1937? [63]
Y de nuevo sintió la mirada penetrante de Maria Ivanovna. Se dijo para sus adentros que se estaba comportando de una manera extraña en esa discusión: cuando Madiárov se había lanzado a criticar al Estado soviético Shtrum le había contradicho, y cuando Sokolov la había tomado con Madiárov, se había puesto a criticar a Piotr Lavréntievich.
A Sokolov le gustaba burlarse a veces de un artículo especialmente estúpido o de un discurso incorrecto, pero de inmediato se ponía rígido en cuanto la discusión tocaba la línea del Partido. En cambio Madiárov no ocultaba sus propias opiniones.
– Usted intenta buscar en las carencias del sistema soviético una explicación a nuestros reveses -señaló Sokolov-, pero el golpe que los alemanes han infligido a nuestro país ha sido de tal calibre que el Estado, al resistirlo, ha demostrado con creces su fuerza, y no su debilidad. Usted ve la sombra proyectada por un gigante y dice: «Mira qué sombra», pero se olvida del gigante de carne y hueso. En el fondo, nuestro centralismo es un motor social de una potencia incomparable, permite realizar milagros. Y ahora los ha cumplido, y los cumplirá también en el futuro.
– Si no fuera necesario al Estado -dijo Karímov-, se desharía de usted; le tiraría junto con sus planes, creaciones e ideas, pero si su idea concuerda con los intereses del Estado, pondrá a su servicio una alfombra voladora.
– Eso, eso -dijo Artelev-. Yo fui destinado durante un mes a una fábrica de especial relevancia militar. El propio Stalin seguía la puesta en marcha de los talleres, telefoneaba al director. ¡Qué equipamiento! Materia prima, piezas de recambio, todo aparecía como por arte de magia. No hablemos ya de las condiciones de vida. ¡Teníamos bañera y cada mañana te llevaban la crema de leche a casa! Nunca antes había vivido así. ¡Qué abastecimiento tan extraordinario de los instrumentos de trabajo! Y lo principal: nada de burocracia.
– Probablemente el burocratismo estatal, como el gigante del cuento, estaba al servicio de los hombres -afirmó Karímov.
– Si se ha podido alcanzar semejante perfección en las fábricas de relevancia militar -dijo Sokolov-, es obvio que finalmente se aplicará el mismo sistema en todas las fábricas.
– No -dijo Madiárov-. Son dos principios totalmente diferentes. Stalin no construye lo que la gente necesita: construye lo que necesita el Estado. Es el Estado, y no la gente, el que necesita la industria pesada. El canal que une el mar Blanco con el Báltico es inútil para la gente; en un plato de la balanza están las necesidades del Estado; en el otro, las necesidades del individuo. ¡Estos platos no lograrán equilibrarse!
– Eso es -aprobó Artelev-. Y fuera de esas fábricas especiales reina el caos total. Según el plan, debo enviar la producción necesaria para nuestros vecinos de Kazán a Chitá, y de Chitá la vuelven a enviar a Kazán. Necesito operarios y todavía no he agotado el crédito para las guarderías infantiles. ¿Qué hago? Traigo a los operarios haciéndoles pasar por puericultoras. ¡La centralización nos asfixia! Un inventor encontró un medio de producir mil quinientas piezas en lugar de doscientas y el director lo echó a patadas: el plan está calculado de acuerdo con el peso total de lo que producimos. Es mejor dejar las cosas como están. Y si la fábrica se paraliza por la falta de un material que se puede adquirir en el mercado por treinta rublos, prefiere asumir un descalabro económico de dos millones. No se arriesgará a pagar treinta rublos en el mercado negro.
Artelev echó una fugaz ojeada al auditorio y retomó la palabra sin dilación, como si temiera que no le dejaran acabar:
– Un obrero cobra poco, pero cobra en función del trabajo realizado. Un vendedor de agua con sirope cobra cinco veces más que un ingeniero. Los dirigentes, los directores, los comisarios del pueblo sólo saben decir una cosa: ¡cumplid con el plan! ¡No importa si te mueres de hambre, debes cumplir el plan! Por ejemplo, teníamos un director, un tal Shmatkov, que durante las reuniones gritaba: «¡La fábrica es más importante que vuestra propia madre! Hay que dejarse el pellejo si es preciso, pero el plan debe cumplirse. Y a los que no lo hagan, yo mismo los despellejaré». Y un buen día nos enteramos de que Shmatkov ha sido destinado a Voskresenk. «Afanasi Lukich, ¿cómo puede dejar la fábrica con el trabajo a la mitad?» Me respondió sencillamente, sin demagogia: «Mire, nuestros hijos estudian en un instituto de Moscú, y Voskresenk queda más cerca. Además, nos han ofrecido un buen piso, con jardín. Mi mujer siempre está enferma y necesita aire puro». Me sorprende que el Estado confíe en gente así, mientras que los obreros, y los científicos famosos, si no son miembros del Partido, siempre están a dos velas.
– Es muy sencillo -dijo Madiárov-. A estos personajesse les confía mucho más que a los institutos y las fábricas, se les confía el corazón del sistema, el sanctasanctórum: la vivificante fuerza del burocratismo soviético.
– Es lo que yo digo -continuó Artelev sin hacer caso a la broma de Madiárov-. Me gusta mi taller. No escatimo esfuerzos. Pero me falta lo esencial: no puedo despellejar viva a la gente, a mis operarios. Yo puedo dejarme el pellejo, pero no el de los otros obreros.
Shtrum, adoptando una actitud que ni siquiera él mismo comprendía, sintió la necesidad de contradecir a Madiárov, aunque compartía punto por punto sus observaciones.
– Hay algo en su razonamiento que no encaja -dijo-. ¿Cómo puede afirmar que los intereses del hombre no coinciden, no confluyen plenamente con los intereses del Estado que ha creado una industria bélica para la defensa? Creo que los cañones, los tanques, los aviones con los que se envía a combatir a nuestros hijos, nuestros hermanos, son necesarios para todos y cada uno de nosotros.
– Rigurosamente exacto -dijo Sokolov.
Maria lvánovna sirvió el té. Ahora hablaban de literatura.
– Dostoyevski ha caído en el olvido -observó Madiárov-. Las editoriales no lo reeditan y las bibliotecas no lo dejan en préstamo así como así.
– Porque es un reaccionario -sentenció Shtrum. -Es cierto. No debería haber escrito Los demonios -aprobó Sokolov.
– ¿Está seguro, Piotr Lavréntievich, de que no debería haber escrito Los demonios? -preguntó Shtrum-. ¿Tal vez es el Diario de un escritor lo que no debería haber escrito?
– No se puede castrar a los genios -dijo Madiárov-. Dostoyevski sencillamente no encaja con nuestra ideología. No es como Mayakovski, al que Stalin definió como el mejor y más dotado de nuestros poetas… Mayakovski es el Estado personificado, hecho emoción, mientras que Dostoyevski, incluso en su culto al Estado, es la misma humanidad.
– Si así lo cree -intervino Sokolov-, nada de la literatura del siglo XIX tiene cabida en nuestra ideología.
– ¡Ni mucho menos! -discrepó Madiárov-. ¿Qué hay de Tolstói? Él poetizó la idea de guerra del pueblo, y el Estado ahora se ha puesto al frente de la justa guerra del pueblo. Como ha dicho Ajmet Usmánovich, cuando las ideas coinciden aparece la alfombra voladora: se habla de Tolstói por la radio, en las veladas de lectura, sus obras se editan; incluso nuestros jefes lo citan.
– Con Chéjov no ha habido ningún obstáculo. Fue reconocido tanto en su época como en la nuestra.
– ¡Qué despropósito! -exclamó Madiárov golpeando las palmas de las manos contra la mesa-. Chéjov ha sido reconocido por un malentendido. De la misma manera que ha sido reconocido por un malentendido su continuador, Zóschenko.
– No lo entiendo -objetó Sokolov-. Chéjov es un realista. Son los decadentistas a los que criticamos.
– ¿No lo entiendes? -replicó Madiárov-. Espera, te lo explicaré.
– No se atreva a decir nada contra Chéjov -dijo Maria Ivánovna-. Lo amo por encima de todos los escritores.
– Haces muy bien, Mashenka -dijo Madiárov-. Pero tú, Piotr Lavréntievich, ¿acaso buscas una expresión de humanismo entre los decadentes?
Sokolov hizo un gesto de negación con la mano, con aire enfadado.
Pero Madiárov tampoco hacía caso a Sokolov, necesitaba expresar sus propias convicciones y para ello necesitaba un Sokolov que buscara humanidad entre los decadentes.
– ¡El individualismo no es humanidad! Usted se confunde; todos se confunden. ¿Le parece que ahora criticana los decadentes? ¡Tonterías! No son dañinos para el Estado, simplemente son irrelevantes, inútiles. Estoy convencido de que no hay un abismo entre el realismo socialista y el decadentismo. Mucho se ha discutido sobre la definición del realismo socialista. Es un espejo al que el Partido o el gobierno pregunta: «Espejito, espejito, di: ¿quién es el más bello de todos los reinos?», y el realismo socialista responde: «¡Tú, tú, Partido, gobierno, Estado, el más bello de todos los reinos!».
»Los decadentistas a la misma pregunta responden: “Yo, yo, yo, decadente, soy el más bello de todos”. Pero no existe una gran diferencia. El realismo socialista es la afirmación de la superioridad del Estado y el decadentismo es la afirmación de la superioridad del individuo. Los métodos son diferentes, pero la esencia es la misma: el éxtasis ante la propia superioridad. El Estado genial, sin defectos, menosprecia a todos los que no se le parecen. Y la personalidad del decadente, preciosa como el encaje, es profundamente indiferente al resto de las personalidades, a todas excepto dos: con una mantiene una disputa refinada, con la otra se da besitos y carantoñas. En apariencia parece que el individualismo, el decadentismo luchan por el hombre. ¡Mentira! Los decadentes son indiferentes respecto al hombre, y el Estado también lo es. No hay ningún abismo entre ellos.
Sokolov, frunciendo el ceño, escuchaba a Madiárov e intuyendo que se iba a poner a hablar de temas totalmente prohibidos, lo interrumpió:
– Permíteme un instante, ¿qué tiene eso que ver con Chéjov?
– Claro que tiene que ver, no faltaría más. Entre él y los contemporáneos hay un abismo infranqueable. En el fondo Chéjov se cargó a las espaldas la inexistente democracia rusa. El camino de Chéjov es el camino de la libertad de Rusia. Nosotros tomarnos otro camino. Intentad abarcar todos sus personajes. Tal vez sólo Balzac introdujo en la conciencia colectiva una masa de gente tan enorme. No, ni siquiera Balzac. Pensad: médicos, ingenieros, abogados, maestros, profesores, terratenientes, tenderos, industriales, institutrices, lacayos, estudiantes, funcionarios de toda clase, comerciantes de ganado, conductores, casamenteras, sacristanes, obispos, campesinos, obreros, zapateros, modelos, horticultores, zoólogos, actores, posaderos, prostitutas, pescadores, tenientes, suboficiales, artistas, cocineros, escritores, porteros, monjas, soldados, comadronas, prisioneros de Sajalín…
– ¡Basta, basta! -gritó Sokolov.
– ¿Ya basta? -rebatió Madiárov con un aire de amenaza cómico-. No, ¡no basta! Chéjov introdujo en nuestra conciencia toda la enorme Rusia, todas las clases, estamentos, edades… ¡Pero eso no es todo! Introdujo a esos millones de personas como demócrata, ¿lo entiende? Habló como nadie antes, ni siquiera Tolstói, había hablado: todos nosotros, antes que nada, somos hombres, ¿comprende? Hombres, hombres, hombres. Habló en Rusia como nadie lo había hecho antes. Dijo que lo principal era que los hombres son hombres, sólo después son obispos, rusos, tenderos, tártaros, obreros. ¿Lo comprende? Los hombres no son buenos o malos según si son obreros u obispos, tártaros o ucranianos; los hombres son iguales en tanto que hombres. Cincuenta años antes la gente, obcecada por la estrechez de miras del Partido, consideraba que Chéjov era portavoz de un fin de siècle. Pero Chéjov es el portador de la más grande bandera que haya sido enarbolada en Rusia durante toda su historia: la verdadera, buena democracia rusa. Nuestro humanismo ruso siempre ha sido cruel, intolerante, sectario. Desde Avvakum a Lenin nuestra concepción de la humanidad y la libertad ha sido siempre partidista y fanática. Siempre ha sacrificado sin piedad al individuo en aras de una idea abstracta de humanidad. Incluso Tolstói nos resulta intolerable con su idea de no oponerse al mal mediante la violencia, su punto de partida no es el hombre, sino Dios. Le interesa que triunfe la idea que afirma la bondad, de hecho los «portadores de Dios» siempre se han esforzado, por medio de la violencia, en introducir a Dios en el hombre, y en Rusia, para conseguir este objetivo, no retrocederán ante nada ni nadie; torturarán y matarán, si es preciso.
»Chéjov dijo: dejemos a un lado a Dios y las así llamadas grandes ideas progresistas; comencemos por el hombre, seamos buenos y atentos para con el hombre sea éste lo que sea: obispo, campesino, magnate industrial, prisionero de Sajalín, camarero de un restaurante; comencemos por amar, respetar y compadecer al hombre; sin eso no funcionará nada. A eso se le llama democracia, la democracia que todavía no ha visto la luz en el pueblo ruso.
»El hombre ruso ha visto todo durante los últimos mil años, la grandeza y la supergrandeza, sólo hay una cosa que no ha visto: la democracia. He aquí la diferencia entre el decadentismo y Chéjov. El Estado puede asestar un golpe en la nuca al decadente por rabia, puede darle un puntapié en el trasero. Pero el Estado no comprende la esencia de Chéjov, por eso lo tolera. En nuestro régimen la democracia verdadera, humana, no se admite.
Era evidente que la audacia de las palabras de Madiárov disgustaba profundamente a Sokolov.
Y Shtrum, que se había apercibido de ello, con una satisfacción particular, incomprensible incluso para él mismo, afirmó:
– Muy bien dicho. Es cierto y muy inteligente. Sólo pido un poco de indulgencia para con Skriabin que, por lo que parece, entra dentro de los decadentistas, pero me gusta.
Hizo un gesto de rechazo hacia la mujer de Sokolov, que le había ofrecido un platito con mermelada, y dijo:
– No, gracias, no me apetece.
– Es de grosella negra -explicó ella.
Él miró sus ojos castaños salpicados de puntos dorados y preguntó:
– ¿Es que le he confesado mi debilidad por las grosellas?
Ella sonrió y asintió con la cabeza. Tenía los dientes torcidos, los labios finos, sin brillo. Y al sonreír su cara ligeramente gris se tornó agradable, atractiva.
«Es una mujer agradable, buena -pensó Shtrum-. Es una lástima que siempre tenga la nariz roja.»
Karimov se volvió a Madiárov:
– Leonid Serguéyevich, ¿cómo conciliar su apasionado discurso sobre el humanismo de Chéjov con su himno a Dostoyevski? Para Dostoyevski, no todos los hombres en Rusia son iguales. Hitler ha llamado a Tolstói degenerado, pero se dice que tiene colgado en su despacho un retrato de Dostoyevski. Yo pertenezco a una minoría nacional, soy tártaro, pero nací en Rusia y no perdono a un escritor ruso su odio por los polacos y los judíos. No, no puedo, aunque se trate de un genio. Nos ha bastado con el derramamiento de sangre en la Rusia zarista, los escupitajos en los ojos, los pogromos. En Rusia un gran escritor no tiene derecho a perseguir a los extranjeros, despreciar a los polacos y los tártaros, a los armenios y los chuvachos.
El viejo tártaro de ojos oscuros esbozó una sonrisa maliciosa y altanera típicamente mongol, y continuó:
– ¿Ha leído la obra de Tolstói Hadjí Murat? ¿Tal vez haya leído Los cosacos? ¿O su relato, el prisionero del Cáucaso? Todo eso lo ha escrito un conde ruso, más ruso que el lituano Dostoyevski. Mientras los tártaros vivan, rezarán a Alá por Tolstói.
Shtrum miró a Karímov, pensando: «Bien, así es como tu piensas. Te has descubierto».
– Ajmet Usmánovich -intervino Sokolov-, respeto profundamente el amor que siente por su pueblo, pero permítame estar a mí también orgulloso del mío. Permítame que me sienta orgulloso de ser ruso, que me guste Tolstói no sólo porque escribiera bien de los tártaros. A nosotros los rusos, quién sabe por qué, no se nos permite estar orgullosos de nuestro pueblo, si no enseguida te toman por miembro de las Centurias Negras.
Karímov se levantó con la cara perlada de sudor y dijo:
– Os diré la verdad -comenzó-. En efecto, ¿por qué iba a mentir si existe una verdad? Si se recuerda cómo ya en los años veinte se exterminaba a todos aquellos de los que el pueblo tártaro se sentía orgulloso, todas las grandes personalidades de nuestra cultura, entonces se explica por qué se debe prohibir también el Diario de un escritor.
– No sólo a los vuestros, también a los nuestros -corrigió Artelev.
Karímov insistió:
– No sólo aniquilaron a nuestros hombres, sino también la cultura nacional. Los actuales intelectuales tártaros son salvajes en comparación con los que desaparecieron.
– Ya, ya -dijo Madiárov con aire de burla-. Los otros habrían podido crear no sólo una cultura, sino también una política interna y externa. Eso no convenía.
– Ahora tenéis vuestro propio Estado -afirmó Sokolov-. Tenéis institutos, escuelas, óperas, libros, periódicos en vuestra lengua, y es la Revolución la que os ha dado todo eso.
– Es cierto, tenemos una ópera del Estado y un Estado de opereta. Pero nuestra cosecha la recoge Moscú, y es Moscú la que nos mete en la cárcel.
– ¿Sería mejor que les metiera en la cárcel un tártaro en lugar de un ruso? -preguntó Madiárov.
– ¿Y si nadie encarcelara a nadie? -preguntó Maria Ivánovna.
– Mashenka -dijo Madiárov-. ¿Y qué más quieres? -Luego miró su reloj y dijo-: Vaya, es tarde.
– Quédese a dormir aquí -le propuso rápidamente Maria Ivánovna-. Le prepararemos la cama plegable.
En una ocasión se había lamentado a Maria Ivánovna de que se sentía especialmente solo cuando volvía por la noche a casa y no encontraba a nadie esperándole en la habitación vacía y oscura.
– No diré que no -respondió Madiárov-. ¿Está usted de acuerdo, Piotr Lavréntievich?
– Claro que sí, por supuesto -respondió Sokolov.
Y Madiárov añadió, en broma:
– … dijo el dueño de la casa sin el menor entusiasmo.
Todos se levantaron de la mesa y comenzaron a despedirse.
Sokolov salió para acompañar a sus invitados y Maria lvánovna, bajando la voz, dijo a Madiárov:
– Qué contenta estoy de que Piotr Lavréntievich no evite este tipo de conversaciones. En Moscú bastaba con que se hiciera la menor alusión en su presencia para que se callara, se encerrara en sí mismo.
Había pronunciado con una entonación particularmente cariñosa y respetuosa el nombre y el patronímico de su marido. Por la noche transcribía los manuscritos de sus trabajos, conservaba las copias sucias y pegaba sobre cartones sus notas fortuitas. Lo consideraba un gran hombre y al mismo tiempo le parecía un niño indefenso.
– Me gusta este Shtrum -dijo Madiárov-. No comprendo por qué se le considera un hombre desagradable. -Después añadió en tono de burla-: Me he dado cuenta de que ha pronunciado todos los discursos en su presencia, Mashenka. Cuando usted estaba ocupada en la cocina, se ahorraba su elocuencia.
Ella estaba de cara a la puerta, en silencio, como si no hubiera oído a Madiárov. Después dijo:
– ¿Qué quiere decir, Lenia? No me presta más atención que a un insecto. Petia considera que es un hombre descortés, burlón, arrogante; por eso los físicos no le quieren y algunos le temen. Pero yo no estoy de acuerdo, a mí, en cambio, me parece que es muy bueno.
– En mi opinión es cualquier cosa menos bueno -replicó Madiárov-. Dice sarcasmos a todo el inundo, no está de acuerdo con nadie. Pero tiene una mente abierta y no está adoctrinado.
– No, es bueno. Y vulnerable.
– Pero hay que reconocer -siguió Madiárov- que tampoco hoy Pétenka ha dicho ni una sola palabra de más.
Entretanto, Sokolov entró en la habitación, a tiempo de oír las últimas palabras de Madiárov.
– Le pido dos cosas, Leonid Serguéyevich. En primer lugar que no me dé lecciones y, segundo, que no vuelva a mantener este tipo de conversaciones en mi presencia.
Madiárov replicó:
– Sabe, Piotr Lavréntievich, yo tampoco necesito lecciones suyas. Y respondo por mis palabras, igual que usted responde por las suyas.
Sokolov, evidentemente, habría querido responder con brusquedad, pero se contuvo y volvió a salir de la habitación.
– Bueno, tal vez es mejor que me vaya a casa -dijo Madiárov.
– Me daría usted un disgusto -dijo Maria Ivánovna-. Usted sabe que es bueno. Se atormentará durante toda la noche.
Y se puso a explicarle que Piotr Lavréntievich tenía un alma herida, que había sufrido mucho en 1937 cuando fue sometido a crueles interrogatorios, y, como consecuencia, pasó cuatro meses en una clínica para enfermedades nerviosas.
Madiárov escuchaba, asintiendo con la cabeza.
– De acuerdo, de acuerdo, Masha, me ha convencido. -Pero de repente, enfurecido, añadió-: Todo esto es cierto, pero su Petrusha no es el único que ha soportado interrogatorios. ¿Se acuerda de cuando me encerraron once meses en la Lubianka? Durante todo ese tiempo Piotr sólo llamó a Klava una vez. ¿Acaso no era su propia hermana? Y si recuerda bien también le prohibió a usted, Mashenka, que la telefoneara. Klava sufrió mucho… Tal vez sea un gran físico, pero con alma de lacayo.
Maria lvánovna se cubrió la cara con las manos y permaneció sentada, en silencio.
– Nadie, nadie comprenderá el daño que me hace todo esto -dijo en voz baja.
De hecho, solamente ella sabía cuánto repugnaban a su marido las atrocidades cometidas durante la colectivización y el año 1937, qué pura era su alma. Y sólo ella sabía qué grande era su sumisión, su obediencia servil al poder.
Por eso, en casa, Piotr era tan tiránico, caprichoso, consentido, acostumbrado a que Mashenka le limpiara los zapatos, le diera aire con un pañuelo para que estuviera fresco, y durante los paseos alrededor de la dacha, le ahuyentara los mosquitos con ayuda de una ramita.
Un vez, durante su último año de universidad, Shtrum había lanzado al suelo un ejemplar del
Pravda y dicho a un compañero de curso:
– ¡Es un aburrimiento mortal! ¿Cómo puede leerlo alguien?
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el miedo se apoderó de él. Recogió el periódico, lo sacudió y esbozó una sonrisa extraordinariamente abyecta, tanto que muchos años más tarde se le subía la sangre a la cabeza cada vez que recordaba aquella sonrisa perruna.
Unos días después le extendió a aquel mismo compañero un número del Pravda y le dijo en tono jovial:
– Grisha, léete el editorial, está muy bien escrito. Su compañero, cogiendo el periódico, le dijo con voz compasiva:
– Estaba lleno de miedo el pobre Vitia… ¿Piensas que voy a denunciarte?
Entonces, todavía estudiante, Shtrum se hizo el juramento de callarse, de no expresar en voz alta pensamientos peligrosos o, si lo hacía, no acobardarse. Pero no mantuvo su palabra. A menudo perdía la prudencia, se encendía, metía la pata, y, metiendo la pata, perdía el coraje e intentaba apagar el fuego que él mismo había encendido.
En 1938, después del proceso de Bujarin, le comentó a Krímov:
– Diga usted lo que quiera, pero yo a Bujarin lo conozco personalmente, hablé con él dos veces.
Un tipo con cerebro, una sonrisa inteligente y agradable; en conjunto, un hombre honestísimo, extremadamente fascinante.
Y al instante, turbado por la mirada sombría de Krímov, farfulló:
– Por lo demás, el diablo sabrá… Espía, agente de la Ojrana [64], ¿dónde está aquí la honestidad y la fascinación? ¡Qué infamia!
Y de nuevo, el desconcierto. Krímov, con la misma expresión lúgubre con que le había escuchado, le dijo:
– Ya que somos parientes permíteme que te diga una cosa: no puedo, y nunca podré, asociar el nombre de Bujarin con el de la Ojrana.
Y Shtrum, presa de una rabia repentina contra sí mismo, contra la fuerza que impedía a los hombres ser hombres, gritó:
– Dios mío, no doy crédito a todo este horror. Esos procesos son una pesadilla. Pero ¿por qué confiesan todos? ¿Con qué fin?
Pero Krímov no dijo nada más. Evidentemente ya había dicho demasiado…
¡Oh, maravillosa y clara fuerza del diálogo sincero, fuerza de la verdad! ¡Qué precio tan terrible han tenido que pagar a veces los hombres por decir algunas palabras valientes, sin guardarse las espaldas!
¡Cuántas veces por la noche Shtrum, acostado en la cama, prestaba atención al rumor de los automóviles que circulaban por la calle! De repente Liudmila Nikoláyevna, con los pies descalzos, se acercaba a la ventana, corría la cortina. Y miraba, esperaba; después, sin hacer ruido, creyendo que Víktor Pávlovich dormía, se iba a la cama y se acostaba. Por la mañana ella le preguntaba:
– ¿Qué tal has dormido?
– Bien, gracias. ¿Y tú?
– Hacía un poco de calor, estuve un rato junto a la ventana.
– Ah.
¿Cómo transmitir ese sentimiento nocturno de inocencia y perdición al mismo tiempo?
– Recuerda, Vitia, cada palabra llega hasta ellos. Te buscarás tu perdición, la mía y la de tus hijos.
Y otro día:
– No puedo explicártelo todo, pero por el amor de Dios, escucha: ni una palabra a nadie. Víktor, vivimos una época terrible, no puedes imaginarte hasta qué punto. Recuerda, Víktor, ni una palabra a nadie…
A veces Víktor Pávlovich veía los ojos opacos, llenos de sufrimiento, de alguien que conocía desde la infancia. Y no le asustaba lo que su viejo amigo le decía, sino lo que no le decía. Por supuesto, Víktor Pávlovich no se atrevía a preguntarle directamente: «¿Eres un agente? ¿Te han interrogado?».
Recordaba la cara de su ayudante cuando, sin reflexionar, se le había escapado la broma de que Stalin había enunciado las leyes de la gravitación antes que Newton.
– No ha dicho usted nada, no he oído nada -exclamó alegremente el joven físico.
¿Cuál era el sentido de todas aquellas bromas? Bromear, en cualquier caso, era una idiotez, como divertirse dando un manotazo a un frasco de nitroglicerina.
¡Qué poder y claridad hay en la palabra, la palabra libre y desinhibida! La palabra que se pronuncia a pesar de todos los temores.
¿Era consciente Víktor de la tragedia oculta en aquellas conversaciones? Todos los que participaban en ellas odiaban el fascismo alemán y estaban aterrorizados por él… ¿Por qué sólo habían comenzado a hablar con franqueza en los días en que la guerra había llegado hasta las orillas del Volga, cuando todos sufrían por las derrotas militares y presagiaban la odiada esclavitud bajo Alemania?
Shtrum caminaba en silencio al lado de Karímov.
– Es sorprendente -dijo de pronto- lo que se lee en las novelas extranjeras sobre los intelectuales. Por ejemplo, he estado leyendo a Hemingway, y en sus libros los intelectuales, durante sus conversaciones, no hacen más que beber. Cócteles, whisky, ron, coñac, después de nuevo cócteles y whisky de todo tipo. En cambio los intelectuales rusos siempre han mantenido sus conversaciones más importantes ante un vaso de té. Los miembros de Naródnaya Volia, los populistas, los socialdemócratas, todos ellos se reunían en torno a un vaso de té. Lenin y sus amigos planearon la Revolución delante de un vaso de té. A decir verdad, parece que Stalin prefiere el coñac.
– Sí, sí -aprobó Karímov-, tiene razón. Y la conversación que hoy hemos mantenido también ha sido ante un vaso de té.
– Es lo que digo… ¡Qué inteligente es Madiárov! ¡Y valiente! Me entusiasman sus insólitas afirmaciones. Karímov cogió a Shtrum por el brazo.
– Víktor Pávlovich, ¿ha observado que incluso la observación más inocente de Madiárov suena como una conclusión general? Eso me inquieta. Fue arrestado en 1937 durante algunos meses y luego liberado. En aquella época no soltaban a nadie. Tiene que haber un motivo. ¿Me sigue?
– Le sigo -dijo Shtrum despacio-, ¿cómo no voy a seguirle? Usted piensa que es un provocateur.
Se separaron en la esquina y Shtrum se dirigió a casa.
«Al diablo, basta, hasta -pensaba-, al menos hemos hablado civilizadamente, sin tener miedo de todo, llamando a las cosas por su nombre, sin convencionalismos. París bien vale una misa.»
Menos mal que todavía existen hombres como Madiárov, hombres que no han perdido su independencia. Las palabras de advertencia que había dicho Karímov no helaron, como de costumbre, el corazón de Víktor.
Pensó que otra vez se había olvidado de hablarle a Sokolov de la carta que había recibido de los Urales.
Víktor Pávlovich caminaba en la oscuridad, por la calle desierta. De repente le vino a la cabeza un pensamiento inesperado. Y enseguida, sin dudarlo, supo que ese pensamiento era cierto. Tenía una nueva explicación para el fenómeno atómico que hasta ahora parecía no tener explicación y los abismos se habían transformado en puentes. ¡Qué sencillez, qué luz!
Aquella idea era sorprendentemente bella. Parecía que ni siquiera la hubiera engendrado él, como un nenúfar blanco que emergiera de la oscuridad serena de un lago. Exclamó, admirando su belleza…
Qué extraña coincidencia, pensó de repente, que aquella idea se le hubiera ocurrido cuando su mente estaba tan alejada de las reflexiones científicas, cuando las discusiones sobre el sentido de la vida le tenían absorbido; discusiones de un hombre libre, cuando sus palabras y las de sus interlocutores habían sido determinadas por la libertad, la amarga libertad.
La estepa calmuca parece triste y melancólica cuando se ve por primera vez, cuando vas en el automóvil lleno de preocupación e inquietud y tus ojos siguen distraídamente las colinas emergiendo despacio en el horizonte para luego ser poco a poco engullidas… Darenski tenía la impresión de que era siempre la misma colina azotada por el viento la que aparecía frente a él, que era la misma curva la que se abría, giraba y huía por encima de la capota de tela elástica del automóvil. Y los jinetes de la estepa también parecían idénticos, a pesar de que los había jóvenes e imberbes, otros de cabellos canos, algunos montados sobre bayos, otros sobre caballos moros voladores…
El coche atravesaba aldeas y grupos de casuchas con ventanas diminutas detrás de las cuales, como en un acuario, se arracimaban los geranios: parecía como si se hubiera roto el cristal de la ventana y aquel aire vivo se hubiera derramado en el desierto circundante y que el verde de los geranios se hubiese marchitado y muerto; el coche circulaba junto a las yurtas [65] de forma cilíndrica y recubiertas de arcilla, avanzaba entre plantas de flores en panoja llenas de filamentos largos y blancos, la vegetación de la estepa, entre hierba de camello, entre las manchas de las tierras salinas, entre las polvorientas y pequeñas patas de las ovejas, entre las hogueras sin humo que danzaban al viento…
Ante la mirada del viajero acostumbrado a desplazarse sobre los neumáticos hinchados con el aire contaminado de la ciudad, todo se fundía aquí en un gris uniforme, todo era monótono y repetitivo…
Salsolas, cardos, plantas gramináceas, ajenjo…
Las colinas se extendían por la llanura, aplanadas por el rodillo de épocas infinitas. La estepa calmuca del sureste posee una extraordinaria particularidad que traspasa gradualmente al desierto arenoso, que se extiende de Elista a Yashul hasta alcanzar la desembocadura del Volga y la orilla del mar Caspio…
En esta estepa la tierra y el cielo se han mirado recíprocamente tanto tiempo que se parecen como marido y mujer, dos seres que han pasado toda la vida juntos. Y es imposible saber si son los filamentos largos y blancos de las plantas gramináceas los que se abren camino en el monótono y tímido azul del cielo de la estepa, o si es la estepa la que se ha impregnado de cielo; cielo y tierra se han fundido en un polvo atemporal. De la misma manera, el agua gruesa y pesada de los lagos Tsatsa y Barmantsak parece una sábana de sal, mientras que las salinas no parecen tierra, sino agua de un lago.
Cuando no está nevado, en los días de noviembre y diciembre, el camino que atraviesa la estepa calmuca es extraordinario: la misma vegetación verde grisácea, el mismo polvo que se arremolina en la carretera no permite comprender si la estepa está seca y recalentada a causa del sol o del frío.
Tal vez por eso es una tierra de espejismos: la frontera entre tierra y cielo, entre agua y salinas, se ha borrado. La mente de un viajero sediento puede transformar ese mundo con facilidad: el aire bochornoso se convierte en piedras elegantes y estilizadas, y de la tierra árida brota un río de agua, los oasis de palmeras se extienden hasta el horizonte y los rayos del terrible y devastador sol se transforman en cúpulas doradas de templos y palacios… En un momento de extenuación es el hombre quien, a partir de la tierra y el cielo, crea el mundo de sus deseos.
El automóvil prosigue el viaje a lo largo del camino abierto en la estepa uniforme.
Y de repente esa región desértica se muestra al hombre bajo una luz completamente diferente.
¡La estepa calmuca! Antigua, noble creación de la naturaleza donde no existe ni un color estridente, ni un solo trazo duro, abrupto, incisivo en su relieve, donde la sobria melancolía de los matices que van del gris al azul pueden competir con el titánico torrente de colores del bosque ruso otoñal, la estepa donde las mórbidas y apenas onduladas líneas de las colinas ejercen una fascinación mayor que las cordilleras del Cáucaso, donde los lagos avaros atesoran en su seno aguas antiguas, oscuras, tranquilas que parecen expresar la esencia del agua mejor que todos los mares y los océanos…
Todo pasa, pero ese enorme y pesado sol de hierro fundido, en la niebla vespertina, ese viento amargo, impregnado de ajenjo, no puede ser olvidado… Y la estepa se yergue, pero no en su pobreza, sino en su riqueza.
En primavera la estepa joven, cubierta de tulipanes, es un océano donde no rugen las olas sino los colores. Los arbustos espinosos de la hierba de los camellos teñida de verde, y las jóvenes espinas con las puntas todavía tiernas y suaves, todavía no endurecidas…
Y en las noches de verano en la estepa puedes ver alzarse en toda su altura el rascacielos galáctico, desde los bloques de estrellas azules y blancas del fundamento hasta las nebulosidades humeantes y las ligeras cúpulas de las aglomeraciones esféricas que se hunden bajo el lecho del universo… La estepa tiene una particularidad maravillosa. Esa particularidad vive en ella, invariablemente, ya sea al alba, en invierno, en verano, en sombrías noches de lluvia o bajo el claro de luna. Siempre y por encima de todas las cosas la estepa habla al hombre de la libertad… La estepa se la recuerda a aquellos que la han perdido.
Darenski salió del coche y miró a un hombre montado a caballo que se dirigía a la colina. Con la vestimenta ceñida mediante una cuerda, estaba sentado sobre su cabalgadura de pelo largo y desde la colina contemplaba la estepa. Era viejo y su cara parecía de piedra.
Darenski llamó al viejo y, tras ir a su encuentro, le ofreció su pitillera. Éste, girando de golpe todo su cuerpo sobre la silla, con la vivacidad de la juventud y la reflexiva lentitud de la edad madura, se volvió a mirar la mano que le tendía la pitillera; luego la cara de Darenski, luego la pistola colgada al cinto, los tres distintivos de teniente coronel y sus elegantes botas. Entretanto, con los finos dedos oscuros, tan pequeños y delgados que se podría haber dicho tranquilamente que pertenecían a un niño, tomó un cigarrillo y le dio vueltas en el aire.
El rostro de pómulos prominentes, duro como la piedra, del viejo calmuco se transformó por completo y, entre las arrugas, dos ojos buenos e inteligentes escrutaron a Darenski. Y la mirada de esos viejos ojos marrones, al mismo tiempo escudriñadores y confiados, ocultaba algo espléndido. Darenski, sin razón aparente, se sintió alegre y cómodo. El caballo del viejo que había tensado hostilmente las orejas mientras Darenski se aproximaba se calmó de improviso, apuntó hacia él una oreja curiosa, luego la otra, después sonrió con su morro de dientes grandes y con unos ojos maravillosos.
– Gracias -dijo el viejo con un hilo de voz.
Pasó la palma de la mano sobre el hombro de Darenski y añadió:
– Tenía dos hijos en la división de caballería. El mayor -levantó la mano ligeramente por encima de la cabeza del caballo- está muerto, y el pequeño -bajó la mano ligeramente por debajo de la cabeza del caballo- es ametrallador: tiene tres medallas -luego le preguntó-: ¿Tienes padre?
Mi madre todavía vive, pero mi padre está muerto.
– Ay, eso es malo -movió la cabeza el viejo, y Darenski comprendió que el viejo no se había entristecido por cortesía, sino de corazón, al enterarse de que el coronel ruso que le había ofrecido un cigarrillo había perdido a su padre.
De improviso el calmuco lanzó un grito, agitó la mano en el aire y galopó colina abajo con una gracia y una velocidad extraordinarias. ¿Qué estaría pensando mientras galopaba a través de la estepa? ¿En sus hijos? ¿En que el coronel ruso que se había quedado junto a su coche averiado había perdido a su padre?
Darenski siguió el impetuoso galope del viejo y en las sienes no era la sangre lo que le latía, sino una única palabra: libertad, libertad, libertad.
Una envidia irrefrenable hacia el viejo calmuco se apoderó de él.
Darenski había sido enviado por el Estado Mayor del frente a una larga misión en las fuerzas militares desplegadas en el flanco izquierdo del frente. Esas misiones estaban particularmente mal vistas entre los oficiales debido a la escasez de agua, las pésimas condiciones de alojamiento, la precariedad de las provisiones, las grandes distancias y el mal estado de las carreteras.
El mando no tenía informaciones precisas respecto a la situación de las tropas esparcidas por las dunas a lo largo del mar Caspio y la estepa calmuca, y los superiores que habían enviado a Darenski a esta zona le habían confiado infinidad de tareas.
Después de recorrer cientos de kilómetros por la estepa, Darenski se sintió vencido por el aburrimiento. Allí nadie pensaba en la ofensiva; la situación de las tropas empujadas por los alemanes al extremo del mundo parecía desesperada…
¿Acaso era una ilusión el esfuerzo que soportaba el Estado Mayor día y noche, los informes sobre la inminencia de una ofensiva enemiga, la movilización de las reservas, los telegramas, los mensajes cifrados, el trabajo incesante del centro de transmisiones del frente, el ruido sordo de las columnas de blindados y camiones procedentes del norte…?
Mientras escuchaba las conversaciones poco optimistas entre los comandantes, reunía y comprobaba los datos sobre las condiciones del material, inspeccionaba las divisiones y las baterías, observaba las caras sombrías de los soldados y los jefes, y miraba cómo avanzaban, despacio, con indolencia, los hombres en el polvo de la estepa, Darenski poco a poco sucumbió a la angustia monótona de aquel lugar. «Es como si Rusia hubiera llegado hasta las estepas de los camellos, hasta las dunas de arena, y allí estuviera, extendida sobre la tierra dura, impotente, incapaz de alzarse de nuevo», pensaba.
Darenski llegó al Estado Mayor del ejército y se dirigió al oficial al mando.
En una habitación semioscura y amplia, un joven con el rostro abotargado, que se estaba quedando calvo y vestía una chaqueta sin insignias de rango, jugaba a las cartas con dos mujeres uniformadas, las dos tenientes. En lugar de interrumpir el juego cuando el teniente coronel entró en la habitación, le miraron con aire distraído y continuaron hablando animadamente:
– ¿No quieres triunfos? ¿Y una jota?
Darenski esperó a que terminara el reparto y preguntó:
– ¿Está alojado aquí el comandante del ejército? Una de las dos jóvenes mujeres le respondió:
– Ha ido al flanco derecho, volverá hacia la noche. Miró a Darenski con ojo experto, de militar, y afirmó más que preguntar:
– Camarada teniente coronel, viene del Estado Mayor del frente, ¿no es así?
– Exacto -respondió Darenski. Y, guiñando imperceptiblemente un ojo, le preguntó-: Disculpe, ¿puedo ver al miembro del Consejo Militar?
Está con el comandante del ejército, no regresará hasta la noche -respondió la segunda joven, que después añadió-: ¿Es usted del Estado Mayor de la artillería?
– Exacto -repitió Darenski.
La primera, que había respondido a la pregunta sobre el comandante, le pareció a Darenski particularmente atractiva, aunque era más entrada en años que la última en responder. Pertenecía a ese tipo de mujeres que parecían bellas, pero que un movimiento casual de la cabeza bastaba para que de repente revelaran un aspecto ajado, poco interesante, demasiado viejo. Tenía una bonita nariz recta y unos ojos azules fríos que parecían traslucir que conocía el valor exacto de sí misma y los demás.
Su cara parecía decididamente joven, no se le habrían puesto más de veinticinco años, pero apenas fruncía la frente o adoptaba una expresión pensativa, se hacían visibles las arrugas en las comisuras de los labios y la piel que le colgaba del cuello; por lo menos debía de tener unos cuarenta y cinco. Sin embargo sus piernas, vestidas con unas botas elegantes, hechas a medida, eran magníficas.
Todos esos detalles, que se tarda tanto en describir, fueron captados en un instante por el ojo experto de Darenski.
La segunda mujer era joven, pero rellenita, robusta. Tomados por separado, sus rasgos no tenían nada de extraordinario: su pelo carecía de volumen, tenía los pómulos prominentes y los ojos de un color incierto, pero era joven y femenina, hasta tal punto que incluso un ciego sentado a su lado lo habría notado.
Y Darenski también percibió esos detalles al instante. Más aún, en un abrir y cerrar de ojos había comparado inmediatamente las cualidades de la primera, que le había respondido sobre el comandante, y de la segunda, que le había respondido a propósito del miembro del Consejo Militar; y había hecho una elección, una elección casi sin consecuencias prácticas, la misma que hacen casi todos los hombres al mirar a las mujeres. A pesar de que una infinidad de pensamientos le ocupaban la cabeza -¿dónde encontraría al comandante? ¿Lograría obtener la información que necesitaba de él? ¿Dónde podría comer y dormir: ¿Habría un camino largo y difícil desde la división hasta el extremo flanco derecho?-, decidió íntimamente: «¡La elijo a ella!».
Y así fue que en lugar de ir a ver al jefe del Estado Mayor se quedó jugando a las cartas.
Durante la partida, en la que jugó como compañero de la mujer de ojos azules, Darenski se enteró de muchas cosas: su compañera de juego se llamaba Alla Serguéyevna; la segunda, la más joven, trabajaba en la enfermería; el chico de la cara llena, Volodia, era cocinero en la cantina del Consejo Militar y probablemente estaba emparentado con alguien del mando.
Darenski notó enseguida el poder que ejercía Alla Serguéyevna; era obvio por la manera en que la gente se dirigía a ella cuando entraban a la habitación. Lo más probable es que el comandante fuera su marido, no sólo su amante, como pensó de entrada.
Al principio no comprendía por qué Volodia se comportaba de una manera tan familiar con ella. Luego se le ocurrió de repente que Volodia debía de ser el hermano de la primera mujer del comandante. Lo que no estaba claro era si la primera mujer del comandante estaba todavía viva; y si así era, si habían formalizado el divorcio.
Era evidente que la joven, Klavdia, no estaba casada con el miembro del Consejo Militar. Había ciertos matices de arrogancia y condescendencia en la manera en que Alla Serguéyevna le hablaba: «Sí, estoy jugando a las cartas contigo, nos tuteamos, pero son sólo exigencias de la guerra en la que tú y yo participamos».
Por su parte, Klavdia, también tenía un cierto sentido de superioridad respecto a Alla Serguéyevna. Darenski lo entendía así: «Muy bien, tal vez no estoy legalmente casada, pero al menos soy una compañera de guerra, soy fiel al miembro del Consejo; de ti, en cambio, aunque seas esposa legítima, sé dos o tres cosas… Atrévete a llamarme “amante del guerrero”…».
Volodia no se esforzaba en disimular lo mucho que le gustaba Klavdia. Parecía decir: «El mío es un amor desesperado; ¿cómo puedo, yo, un cocinero, competir con un miembro del Consejo Militar…? Pero aunque sólo sea un cocinero, te amo con un amor puro, tú misma lo debes de notar. Me basta con poder mirar tus ojos negros por los que te ama el miembro del Consejo Militar, nada más».
Darenski jugaba mal a las cartas y Alla Serguéyevna le tomó bajo su protección. A la mujer le gustaba el enjuto teniente coronel que decía «se lo agradezco»; balbuceaba «le ruego que me excuse», cuando al repartir las cartas sus manos se tocaban; miraba desolado a Volodia que se hurgaba la nariz con los dedos y luego se secaba con un pañuelo; sonreía amablemente ante las bromas de los compañeros de juego y él mismo era muy ingenioso.
Después de hacer una de sus bromas, ella le dijo: -Muy agudo, al principio no caía. Esta vida en la estepa me ha vuelto estúpida.
Pronunció estas palabras en voz baja, como para darle a entender, o mejor hacer que intuyera, que entre los dos se podía entablar una conversación íntima, de carácter privado, capaz de provocar escalofríos en la espalda, el único tipo de conversación que tiene importancia entre un hombre y una mujer.
Darenski continuó cometiendo errores y ella continuó corrigiéndole, pero entre ellos, mientras tanto, se había iniciado otro juego, un juego en el que Darenski no cometía errores, un juego que conocía perfectamente… Y aunque no hubieran hablado excepto para decirse «deshágase de las picas», «tire, tire, no tenga miedo, no se ahorre los triunfos», ella ya había visto y apreciado todos los atractivos que había en él: la suavidad y la fuerza, la reserva y la audacia, la timidez…
Alla Serguéyevna notaba todas esas cualidades por su propia perspicacia y porque Darenski sabía cómo mostrarlas. Y ella sabía demostrarle que entendía las miradas que él dirigía a su sonrisa, al movimiento de sus manos, a la manera como contraía la espalda, a su pecho bajo la elegante gabardina, a sus piernas, a sus cuidadas uñas. Darenski percibía que la voz de Alla era más cantarina y forzada, y su sonrisa era más amplia que de costumbre para permitirle apreciar la belleza de su voz, la blancura de sus dientes, la seducción de sus hoyuelos…
Darenski estaba emocionado y agitado por aquella atracción que se había despertado en él. Nunca se acostumbraba a una sensación así, y cada vez le parecía la primera. Su gran experiencia en las relaciones con las mujeres nunca se había transformado en costumbre. Su experiencia era una cosa, el placer y la excitación otra bien diferente. Precisamente eso le convertía en un verdadero amante de las mujeres.
Al final acabó pasando la noche en el cuartel general del ejército.
Por la mañana fue a ver al jefe del Estado Mayor, un coronel taciturno que no le hizo ni una pregunta sobre Stalingrado, sobre las novedades en el frente, sobre la situación al noroeste. Después de la conversación Darenski comprendió que aquel coronel podía ofrecer poca satisfacción a su curiosidad de inspector, le pidió que estampara un sello en sus documentos y salió a inspeccionar las tropas.
Se sentó en el coche con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas y en las manos, sin un solo pensamiento, sin deseo, reuniendo en sí la saciedad y el vacío total… Le parecía que a su alrededor todo se había vuelto insípido y vacío: el cielo, la vegetación de las estepas, las dunas que el día antes le habían gustado tanto. No tenía ganas de hablar ni de bromear con el conductor, el pensamiento de los suyos, incluso de su madre, que Darenski quería y admiraba, le aburría y le dejaba indiferente…
Las reflexiones sobre la batalla en el desierto, en los confines de la tierra rusa, no le preocupaban, pero se sucedían con indolencia.
De vez en cuando Darenski escupía, movía la cabeza, y con una especie de inexpresivo asombro susurraba: «Pero qué mujer…».
En aquellos momentos se agolpaban en su cabeza pensamientos de arrepentimiento y la constatación de que aquel tipo de caprichos pasajeros no traían nada bueno, y se acordaba de haber leído alguna vez en un escrito de Kuprín, o en alguna novela extranjera, que el amor se parece al carbón: cuando está candente, quema; cuando está frío, ensucia.
Sentía incluso asomar las lágrimas a sus ojos, no es que tuviera deseos de llorar, sino de lloriquear, quejarse a alguien… No era una elección propia, era la voluntad del destino… Luego se durmió. Cuando se despertó, decidió al instante: «Si no me matan, a mi regreso tengo que ver sin falta a Állochka».
Tras volver del trabajo, el comandante Yershov se detuvo ante la litera de Mostovskói y le dijo:
– Un americano ha oído por la radio que nuestra resistencia en Stalingrado ha desbaratado la estrategia de los alemanes.
Después, arrugando la frente, añadió:
– Además hay una información de Moscú… algo sobre la liquidación del Komintern.
– ¿Está de broma? ¿Se ha vuelto loco? -preguntó Mostovskói escrutando los ojos inteligentes de Yershov, fríos como el agua turbia de primavera.
– Quizás el americano se haya confundido -respondió Yershov rascándose el pecho con las uñas-. Quizá sea al contrario, que estén ampliando el Komintern.
Durante su vida Mostovskói había conocido varias personas parecidas, personas que se habían convertido en la membrana sensible, los portavoces de ideales, pasiones y pensamientos de toda la sociedad. Parecía que ningún acontecimiento serio en Rusia pudiera pasarles inadvertido. En la comunidad del campo de concentración ese portavoz de pensamientos y aspiraciones era Yershov. Pero el rumor sobre la liquidación del Komintern no presentaba el menor interés para este «director de conciencias» del campo.
El comisario de brigada Ósipov, que había sido responsable de la educación política de una gran unidad militar, se mostró asimismo indiferente a esta noticia.
– ¿Sabe lo que me ha dicho el general Gudz? -dijo Ósipov dirigiéndose a Mostovskói-. Me ha dicho: «Es culpa de su educación internacionalista, camarada comisario, que hayamos conocido la desbandada. Deberíamos educar al pueblo en el espíritu del patriotismo, el espíritu de Rusia».
– ¿Se refiere a Dios, el zar y la patria? -se rió maliciosamente Mostovskói.
– Todo eso son estupideces -dijo Ósipov bostezando nerviosamente-. Aquí la ortodoxia no cuenta, el problema es que los alemanes nos están despellejando vivos, querido camarada Mostovskói.
Un soldado español al que los rusos llamaban Andriushka, que dormía en la tercera fila de literas, había escrito «Stalingrado» en una tablilla de madera: por la noche miraba esa inscripción y por la mañana le daba la vuelta para que el kapo no la viera durante la inspección.
El mayor Kiríllov dijo a Mostovskói:
– Cuando no me enviaban a trabajar solía pasarme días enteros tumbado en la litera. Ahora me lavo la camisa y mastico astillas de pino contra el escorbuto.
Los oficiales de las SS, apodados «los alegres muchachos» porque siempre iban a trabajar cantando, increpaban a los rusos con más crueldad que de costumbre.
Lazos invisibles unían a los habitantes de los barracones del campo de concentración con la ciudad del Volga. Pero nadie estaba interesado en el Komintern.
Fue entonces cuando por primera vez Mostovskói fue abordado por el emigrado Chernetsov.
Cubriéndose con la palma de la mano la cuenca vacía de su ojo, aludió a la radioemisión que había escuchado el americano.
Era tanta su necesidad de hablar del tema que Mostovskói se alegró de que se le presentara aquella ocasión.
– Las fuentes no son fiables -señaló Mostovskói-. Probablemente sólo se trate de un rumor.
Con un tic neurasténico Chernetsov enarcó las cejas en señal de perplejidad, lo cual resaltaba desagradablemente su cuenca vacía.
– ¿Por qué? -preguntó el menchevique tuerto-. ¿Por qué es poco fiable? Los señores bolcheviques han fundado la Tercera Internacional, los señores bolcheviques han fundado la teoría del así llamado socialismo en un solo país. La unión de esos dos términos es la quintaesencia de lo absurdo. Como hielo frito… Gueorgui Valentínovich Plejánov escribió en uno de sus últimos artículos: «El socialismo o existe como sistema mundial, internacional, o no existe en absoluto».
– ¿El así llamado socialismo? -preguntó Mostovskói.
– Sí, sí, el «así llamado». El socialismo soviético.
Chernetsov sonrió y vio que Mostovskói también sonreía. Sonreían porque reconocían su pasado en aquellas palabras rencorosas, en aquellas entonaciones burlonas y odiosas.
La cuchilla afilada de su enemistad juvenil refulgió de nuevo a través de las décadas, y aquel encuentro en un campo de concentración nazi les recordó no sólo su antiguo odio, sino los tiempos de su juventud.
El prisionero extraño y enemigo conocía y amaba lo que Mostovskói durante su juventud habíaconocido y amado. Era Chernetsov, y no Ósipov o Yershov, quien recordaba el Primer Congreso del Partido, los nombres de personas que sólo a ellos les interesaban. Hablaban emocionados sobre las relaciones entre Marx y Bakunin, de qué habían dicho Lenin y Plejánov sobre los moderados y los radicales del periódico Iskra. Con qué afecto Engels, viejo y ciego, daba la bienvenida a los jóvenes socialdemócratas rusos que acudían a visitarle. ¡Qué insoportable había sido Liúbochka Akselrod en Zúrich!
Compartiendo evidentemente los mismos sentimientos que Mostovskói, el tuerto menchevique sonrió mientras decía:
– Los escritores han descrito de manera conmovedora el encuentro entre amigos de juventud. Pero ¿qué hay del encuentro entre enemigos de juventud, de perros viejos, de pelo gris y extenuados como usted y yo?
Mostovskói vio una lágrima corriendo por la mejilla de Chernetsov. Los dos comprendían que la muerte en el campo pronto anularía, cubriría de tierra, todos los acontecimientos de una larga vida: su enemistad, sus convicciones y sus errores.
– Sí -confirmó Mostovskói-, los que luchan contigo en el curso de toda una vida, se convierten a la fuerza en parte de tu propia vida.
– Es extraño -admitió Chernetsov- encontrarse en este pozo de lodo. -Después añadió inesperadamente-: Trigo, cereales, lluvia con sol… ¡Qué maravillosas palabras!
– Este campo es un sitio horrible -dijo Mostovskói; luego rió-. Todo parece bueno en comparación con él, incluso el encuentro con un menchevique.
Chernetsov movió tristemente la cabeza:
– Sí, no debe de ser fácil para usted.
– El hitlerismo… -dijo Mostovskói-. ¡El hitlerismo! Nunca imaginé que pudiera existir semejante infierno.
– No sé de qué se asombra -declaró Chernetsov-. El terror no debería sorprenderle.
Era como si el viento hubiera barrido todo lo bueno y melancólico que había nacido entre los dos, y enseguida se enzarzaron en una discusión violenta y despiadada.
Las difamaciones de Chernetsov eran horribles porque no sólo se alimentaban de mentiras. Las atrocidades que se habían cometido durante la construcción del socialismo, los pequeños y aislados errores, Chernetsov los elevaba a reglas generales. Así el menchevique recriminó a Mostovskói:
Por supuesto le conviene pensar que los hechos de 1937 no fueron más que «excesos» y que los crímenes cometidos durante la colectivización se debieron al «vértigo del éxito», que vuestro gran y querido líder sólo peca de una leve crueldad y ambición. Pero en realidad es todo lo contrario: la monstruosa inhumanidad de Stalin ha hecho de él el continuador de Lenin. De hecho a ustedes les gusta escribir: Stalin es el Lenin de nuestros tiempos. Ustedes creen que la miseria de los pueblos y el hecho de que los obreros estén privados de derechos no son más que elementos transitorios, dificultades del crecimiento. Ustedes son los verdaderos kulaks, los verdaderos monopolistas: el trigo que compráis a un campesino a cinco kopeks el kilo y luego volvéis a venderle a un rublo el kilo es la base de todo el edificio soviético.
– ¡Incluso usted, un emigrado y un menchevique, admite que Stalin es el Lenin de nuestros tiempos! -exclamó Mostovskói-. Somos los herederos de todas las generaciones de revolucionarios rusos desde Pugachev a Razin. Los herederos de Pugachev, Razin, Dobroliúbov y Herzen no sois vosotros, renegados mencheviques que habéis huido al extranjero, sino Stalin.
– ¡Sí, los herederos! -dijo Chernetsov-. ¿Se da cuenta del significado de las elecciones para la Asamblea Constituyente? ¡Después de mil años de esclavitud! Durante todo un milenio Rusia ha sido libre poco más de seis meses. Su Lenin no heredó la libertad rusa: la mató. Cuando pienso en los procesos de 1937 me viene a la mente otro legado completamente diferente: ¿se acuerda usted del coronel Sudeikin, el jefe de la Tercera Sección, que junto con Degáyev quería atemorizar al zar montando falsos complots y, por este medio, usurpar el poder? ¿Y usted piensa que Stalin es el heredero de Herzen?
– ¿Es que estoy hablando con un idiota? -preguntó Mostovskói-. ¿Dice en serio lo de Sudeikin? ¿Y la revolución social más grande de todos los tiempos, la expropiación a los expropiadores, las fábricas sustraídas a los capitalistas y las tierras arrebatadas a los terratenientes? ¿Es que no se ha dado cuenta? ¿Es que es eso herencia de Sudeikin? ¿Y la alfabetización general? ¿Y la industria pesada? ¿Y la irrupción del cuarto estado, obreros y campesinos, en todos los campos de la actividad humana? ¿Dónde está aquí la herencia de Sudeikin? Qué lástima me da.
– Lo sé, lo sé -dijo Chernetsov-, no se pueden discutir los hechos. Se explican. Sus mariscales y escritores, sus doctores en ciencias, artistas y comisarios del pueblo no están al servicio del proletariado. Están al servicio del Estado. Por lo que respecta a los que trabajan en los campos o las fábricas, espero que no se atrevan ustedes a decir que son los amos. ¡Vaya amos están hechos!
Se inclinó de repente hacia Mostovskói y dijo:
– Permítame que le diga que al único que respeto de todos ustedes es a Stalin. Él es un albañil y ustedes, unos señoritos. Stalin entiende cuál es la verdadera base del socialismo en un solo país: el terror, los campos penitenciarios, los procesos de brujas medievales.
Mijaíl Sídorovich replicó a Chernetsov:
– Querido, todas esas calumnias no son nuevas. Pero debo decirle que usted lo dice de una manera especialmente repulsiva. Sólo un hombre que haya vivido en su casa desde niño y que luego lo hayan echado a la calle puede ser tan despreciable. ¿Se da cuenta de qué tipo de hombre es ése? ¡Un lacayo!
Miró fijamente a Chernetsov y dijo:
– No le ocultaré que más bien tenía ganas de recordar lo que nos unía en 1898 y no lo que nos separó en 1903 [66].
– ¿Conversar sobre la época en que todavía no se había echado al lacayo de su casa?
Llegados a ese punto, Mijaíl Sídorovich montó en cólera:
– Sí, sí, ¡así es! ¡Un lacayo al que se ha expulsado, que ha huido! ¡Con guantes de hilo! Nosotros no llevamos guantes, no tenemos nada que ocultar. ¡Nuestras manos están sucias de sangre, de barro! ¿Y entonces? Hemos llegado al movimiento obrero sin los guantes de Plejánov… ¿Qué os han dado vuestros guantes de lacayo? ¿Las monedas de plata de Judas que recibís por vuestros miserables artículos en Sotsialistícheski Véstnik? Aquí, en el campo de concentración, los ingleses, los franceses, los polacos, los noruegos, los holandeses creen en nosotros. ¡La salvación del mundo está en nuestras manos! en la fuerza del Ejército Rojo. ¡Es el ejército de la libertad!
– ¿Y es así como ha sido siempre? -le interrumpió Chernetsov-. ¿Y qué me dice del pacto con Hitler y la invasión de Polonia en 1939? ¿Y de cómo vuestros carros aplastaron a Lituania, Estonia, Letonia? ¿Y la invasión de Finlandia? Vuestro ejército y Stalin han robado a los pueblos pequeños lo que la Revolución les había dado. ¿Y la represión de las sublevaciones campesinas en Asia Central? ¿Y la represión de Kronstadt? ¿Todo eso en nombre de la libertad y la democracia?
Mostovskói levantó las manos a la altura de la cara de Chernetsov:
– Aquí están: ¡sin guantes de lacayo!
– ¿Recuerda a Strelnikov, el jefe de la policía política? También él trabajaba sin guantes.
Escribía falsas confesiones en nombre de los revolucionarios a los que mandaba golpear casi hasta la muerte. ¿De qué os ha servido 1937? ¿Os habéis estado preparando para luchar contra Hitler, tal vez? ¿Quién os lo ha enseñado, Marx o Strelnikov?
– No me sorprenden en absoluto sus palabras nauseabundas -dijo Mostovskói-. No esperaba menos de usted. Pero ¿sabe lo que me sorprende? ¿Por qué los nazis le han hecho prisionero en un campo? ¿Por qué? A nosotros nos odian a muerte. Eso está claro. Pero ¿por qué Hitler le ha metido a usted y a sus amigos en el campo?
Chernetsov sonrió, y su cara adoptó la expresión que tenía al principio de la conversación.
– Ya, como usted ve, aquí me tienen -respondió-. No me sueltan. Intervenga a mi favor, tal vez me liberen. Pero Mostovskói no estaba para bromas.
– Con el odio que usted nos tiene no debería estar preso en un campo de concentración nazi. Y no hablo sólo de usted, sino también de ese tipo -dijo señalando a Ikónnikov-Morzh, que se aproximaba.
La cara y las manos de lkónnikov estaban manchadas de barro. Éste alargó a Mijaíl Sídorovich algunas hojas de papel sucias escritas a mano y dijo:
– Léalas. Quizá mañana estemos muertos.
Mostovskói, escondiendo las hojas bajo el jergón, exclamó furioso:
– Las leeré, pero ¿qué es eso de que mañana estaremos muertos?
– ¿Sabe lo que he oído? Que las fosas que hemos cavado están destinadas a cámaras de gas. Hoy han comenzado a verter hormigón en los cimientos.
– Sí -dijo Chernetsov-. Ese rumor ya corría cuando estábamos instalando la vía férrea.
Miró a su alrededor, y Mostovskói pensó que Chernetsov estaba interesado en comprobar si los compañeros que llegaban del trabajo advertían que estaba hablando en tono desenfadado con un viejo bolchevique. Con toda probabilidad se sentía orgulloso de que le vieran así los italianos, los noruegos, los españoles, los ingleses, pero sobre todo, los prisioneros rusos.
– ¿Y tenemos que continuar trabajando? -preguntó Ikónnikov-Morzh-. ¿Participar en la preparación del horror?
Chernetsov se encogió de hombros.
– ¿Qué cree, que estamos en Inglaterra? Aunque ocho mil personas se negaran a trabajar, no cambiaría nada. Las matarían en menos de una hora.
– No, no puedo -dijo Ikónnikov-Morzh-. No iré, no iré.
– Si no quiere trabajar, acabarán con usted -afirmó Mostovskói.
– Así es -dijo Chernetsov-. Puede creer estas palabras, el camarada aquí presente sabe qué significa incitar a la huelga en un país donde no existe democracia.
La conversación con Mostovskói lo había apesadumbrado. Ahí, en el campo nazi, las palabras que había pronunciado infinidad de veces en su apartamento de París le sonaban falsas, absurdas. Escuchando las conversaciones entre los reclusos a menudo descubría la palabra «Stalingrado». A eso, tanto si le gustaba como si no, estaba ligado el destino del mundo.
Un joven inglés le hizo el signo de la victoria y añadió:
– Rezaré por vosotros. Stalingrado ha detenido la avalancha.
Chernetsov, al oír esas palabras, sintió una feliz emoción y, dirigiéndose a Mostovskói, dijo:
– ¿Sabe? Heine decía que sólo los idiotas demuestran su propia debilidad ante el enemigo. Bueno, seré un idiota, tiene razón: veo claramente el gran significado de la lucha que mantiene el Ejército Rojo. Para un socialista ruso es duro comprenderlo, y al comprenderlo, estar orgulloso y sufrir, y al mismo tiempo, odiaros.
Miró a Mostovskói. Por un momento pareció como si el ojo sano de Chernetsov también estuviera inyectado en sangre.
– Pero ¿no entiende, incluso aquí, que un hombre no puede vivir sin democracia ni libertad? – preguntó Chernetsov.
– Basta, basta ya de crisis nerviosas.
Miró alrededor, y Chernetsov pensó que Mostovskói se preocupaba de que los que llegaban del trabajo lo vieran charlando amistosamente con un emigrado menchevique. Con toda probabilidad se avergonzaba incluso ante los extranjeros. Pero sobre todo ante los prisioneros rusos.
La órbita vacía y sangrienta miraba fijamente a Mostovskói.
Ikónnikov sacudió el pie descalzo del sacerdote que se sentaba en la litera de la segunda fila.
– Que dois-je faire, mio padre? Nous travaillons dans une Vernichtungslager.
Los ojos de antracita de Guardi escrutaron las caras de los allí presentes.
– Tout le monde travaille lábas. Et moi je travaille lábas. Nous sommes des esclaves -dijo lentamente-. Dieu nous pardonnera.
– C'est son métier -añadió Mostovskói.
– Mais ce n'est pas votre métier -contestó Guardi en tono de reproche.
Ikónnikov-Morzh dijo a toda prisa:
– Sí, eso es lo que dice Mijaíl Sídorovich, pero yo no quiero la absolución de mis pecados. No diga que son culpables los que te obligan, que tú eres un esclavo, y que no eres culpable porque no eres libre. ¡Yo soy libre! Soy yo el que está construyendo un Vernichtungslager, yo el que responde ante la gente que morirá en las cámaras de gas. Yo puedo decir: «¡No!». ¿Qué poder puede prohibírmelo si encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte? ¡Yo diré «no»! Je dirai non, mio padre, je dirai non.
Guardi puso su mano sobre la cabeza gris de Ikónnikov.
– Dones-moi votre main -dijo.
– Bien. Ahora el pastor amonestará a su oveja extraviada por su orgullo -dijo Chernetsov.
Mostovskói asintió.
Pero Guardi no amonestó a Ikónnikov: se llevó a los labios la mano sucia de Ikónnikov y la besó.
Al día siguiente Chernetsov estaba hablando con uno de sus pocos conocidos soviéticos, el soldado del Ejército Rojo Pavliukov que trabajaba como enfermero en el Revier.
Pavliukov se estaba quejando de que pronto tendría que dejar su puesto actual para ir a cavar fosas.
– Es por culpa de los miembros del Partido -aseguró-, no soportan que tenga un buen puesto porque he sabido sobornar a la gente acertada. Pero ellos saben guardarse las espaldas: siempre acaban trabajando en la cocina, en el Waschraum, como barrenderos. ¿Recuerda lo que pasaba antes de la guerra? el comité de distrito es mío. El sindicato es mío. ¿No es cierto? Aquí es lo mismo. Ponen a sus hombres en la cocina para tener raciones de comida más abundantes. Mantienen a un viejo bolchevique como si estuviera en una casa de reposo, mientras que vosotros ya os podéis estar muriendo como perros que no os mirarán siquiera. ¿Es justo? Después de todo nosotros también hemos trabajado duro por el poder soviético.
Chernetsov, confuso, admitió que hacía veinte años que no vivía en Rusia. Había notado que palabras como «emigrado» y «extranjero», alejaban al instante a los detenidos soviéticos. Pero la respuesta de Chernetsov no puso en alerta a Pavliukov.
Se sentaron sobre un montón de tablas. Pavliukov, que tenía el aspecto de un verdadero hijo del pueblo, con su nariz y frente ancha -como observó Chernetsov-, miró al centinela que se estaba dirigiendo a la torre de hormigón, y dijo:
– No tengo otra elección. Me uniré al ejército de voluntarios. De lo contrario será mi fin.
– ¿Para salvar el pellejo? -preguntó Chernetsov.
– Yo no soy un kulak -dijo Pavliukov-, y nunca he sido enviado a las talas forestales para cortar árboles, pero tengo mis reservas contra los comunistas. No te dejan vivir a tu manera. No, eso no lo siembres; con ésa no te cases; éste no es tu trabajo. El hombre acaba pareciéndose a un loro. Desde niño he querido abrir una tienda propia, una donde se pudiera comprar todo lo que uno quisiera. Y al lado de la tienda, un pequeño restaurante donde, después de las compras, poder tomar una copita, meterte algo caliente en el cuerpo, o si te apetece, una cerveza. ¿Sabe? Lo habría hecho a buen precio. Habría servido platos sencillos. ¡Patatas al horno! ¡Tocino con ajo! ¡Col en salmuera! ¿Sabe lo que le serviría a la gente con el vodka? ¡Huesos de tuétano! Los tendría todo el rato cociéndose en la olla. Así, tú pagas por el vodka, y yo te ofrezco un trozo de pan negro, un hueso, y sal, por supuesto. Y por todas partes, sillones de piel para evitar piojos. Te sientas ahí, tranquilamente, y nosotros te servirnos. Pero si le hubiera contado a alguien esa idea, me habrían enviado a Siberia. No veo dónde está el davo para el pueblo. Los precios serían la mitad que los del Estado. Pavliukov miró de reojo a su interlocutor.
– En nuestro barracón se han inscrito cuarenta tipos como voluntarios.
– ¿Por qué motivo?
– Por un plato de sopa, por un abrigo, para no trabajar hasta que te reviente el cráneo.
– ¿Y qué más?
– Algunos empujados por razones ideológicas.
– ¿Cuáles?
– Bueno, diferentes… La gente asesinada en los campos. La pobreza en los pueblos. Ya no soportan el comunismo.
– ¡Eso es despreciable! -exclamó Chernetsov.
El soviético lanzó una mirada de curiosidad al emigrado, y éste advirtió en su curiosidad una sorpresa burlona.
– Es vergonzoso, bajo, inmoral -dijo Chernetsov-. No es momento de ajustar cuentas; así no es como se arreglan las cosas. Es algo inmoral para uno mismo y para su país.
Se levantó y se sacudió el trasero.
– Nadie puede acusarme de sentir simpatía hacia los bolcheviques -dijo-. Pero, créame, no es momento para ajustar cuentas. No se una a Vlásov -comenzó a tartamudear en su excitación, y añadió-: Escuche, camarada. No vaya.
Después de pronunciar la palabra «camarada», como en los tiempos de su juventud, no pudo ocultar su emoción: -Dios mío -balbuceó-, si hubiera podido…
… El tren se alejó del andén. El aire, cargado de polvo, estaba impregnado de olores dispares: lilas, humo de la locomotora y de la cocina del restaurante de la estación, el hedor del basurero de la ciudad.
El farol continuaba alejándose, cada vez más distante, hasta que pareció inmovilizarse entre otras luces verdes y rojas.
El estudiante permaneció un instante en el andén antes de salir por la puerta lateral de la estación. Mientras ella se despedía de él, le había rodeado el cuello con sus brazos y le había besado en la frente, los cabellos, se sentía confusa, al igual que él, por la violencia repentina de sus sentimientos… Salía de la estación y la felicidad que había nacido en su interior le hacía girar la cabeza; parecía que aquél era el inicio de algo que llenaría toda su vida…
Había recordado aquel instante la tarde que finalmente abandonó Rusia, de camino a Slavuta. Se acordó más tarde, en un hospital de París, después de la operación en que le extrajeron el ojo afectado de glaucoma, y lo recordaba también cuando penetraba en el porche, siempre en penumbra, del banco donde trabajaba.
El poeta Jodásevich, que también había abandonado Rusia para instalarse en París, había escrito:
Va un peregrino, apoyado en un báculo:
quién sabe por qué me acuerdo de ti.
Va una carroza con las ruedas rojas:
quién sabe por qué me acuerdo de ti.
Se enciende una luz en el pasillo de noche:
quién sabe por qué me acuerdo de ti.
Siempre, en todas partes, por tierra y por mar,
o incluso en el cielo, me acordaré de ti…
Sentía de nuevo deseos de acercarse a Mostovskói y preguntarle:
– ¿No conocerá por casualidad a una tal Natasha Zadónskaya? ¿Sabe si está viva? ¿De veras ha caminado usted por la misma tierra que ella durante todas estas décadas?
El Stubenälteste Keize, un ladrón de Hamburgo que llevaba polainas amarillas y una chaqueta a cuadros color crema con los bolsillos de parche, estaba de buen humor durante el pase de lista nocturno. Deformando las palabras rusas, canturreaba: Kali zavtra voina, esli zavtra pochod… [67]
Su cara arrugada, color azafrán, los ojos marrones como de plástico, aquella noche expresaban bondad. Su mano regordeta, blanca como la nieve, sin un solo pelo, cuyos dedos eran capaces de estrangular a un caballo, daba golpecitos en la espalda y los hombros de los detenidos. Para él matar era tan sencillo como poner una zancadilla a modo de broma. Siempre mantenía un punto de excitación después de un asesinato, como un gato que ha estado jugando con un abejorro.
Casi siempre mataba por orden del Sturmführer Drottenhahr, el responsable de la sección sanitaria en el bloque oriental. Lo más difícil era acarrear los cuerpos hasta los crematorios, pero de eso no se ocupaba Keize: nadie se había atrevido a pedirle una tarea semejante. Drottenhahr era demasiado experto y no permitía que los hombres se debilitaran hasta el punto de que tuvieran que ser llevados al lugar de la ejecución en camilla.
Keize no apremiaba a los que estaban destinados a la «operación», no les hacía observaciones maliciosas, nunca los empujaba o golpeaba. Aunque había subido más de cuatrocientas veces los dos escalones de hormigón que conducían a las cámaras especiales siempre sentía un vivo interés por el hombre que iba a ser sometido a la operación: por la mirada de terror e impaciencia, de sumisión, sufrimiento, timidez y apasionada curiosidad con que el condenado iba al encuentro del hombre que iba a matarle.
Keize no lograba entender por qué le gustaba tanto lo prosaico de su trabajo. La cámara especial tenía una apariencia anodina: un taburete, un suelo de piedra gris, un desagüe, un grifo, una manguera, un despacho con un libro de registro.
La operación se efectuaba con absoluta naturalidad, siempre se hablaba de ella en tono de broma. Si se llevaba a cabo con ayuda de una pistola, Keize decía «disparar en la cabeza un grano de café»; si se hacía mediante una inyección de fenol, Keize lo llamaba «pequeña dosis de elixir».
Le parecía asombroso y sencillo el modo en que se revelaba el secreto de la vida en un grano de café y una dosis de elixir.
Sus ojos marrones de plástico tundido parecían no pertenecer a un ser vivo. Era una resina amarilla pardusca que se había petrificado… Y cuando en los ojos de hormigón de Keize aparecía una expresión de alegría, inspiraban terror, probablemente el mismo terror que siente un pececito que se aproxima a un tronco aparentemente cubierto de arena para descubrir de repente que la oscura masa viscosa tiene ojos, dientes, tentáculos.
Allí, en el campo de concentración, Keize experimentaba un sentimiento de superioridad respecto a los pintores, revolucionarios, científicos, generales, religiosos que poblaban los barracones. Ya no se trataba del grano de café o la dosis de elixir. Era un sentimiento de superioridad natural, y ese sentimiento le colmaba de alegría.
No gozaba de su enorme fuerza física, ni de su capacidad para apartar los obstáculos a su paso, de llevarse a la gente por delante o para forzar cajas fuertes. Se sentía orgulloso de los complejos enigmas que encerraba su alma. Había algo particular en su ira que se desataba sin lógica aparente. Una vez, en primavera, cuando los prisioneros de guerra rusos seleccionados por la Gestapo fueron descargados del convoy en el barracón especial, Keize les pidió que cantaran sus canciones preferidas.
Cuatro rusos con mirada de ultratumba y las manos hinchadas entonaron: «¿Dónde estás, oh, Suliko mía?». Keize escuchaba melancólico y miraba a un hombre de pómulos prominentes que estaba en un rincón. Por respeto a los artistas no interrumpió la canción, pero cuando los cantantes se callaron, dijo al hombre de pómulos salientes que no había participado en el coro que cantara como solista. Echando una ojeada al cuello sucio de la guerrera del soldado, donde quedaban las marcas de los galones descoidos, Keize preguntó:
– Verstehen Sie, Herr Major, ¿has comprendido, cerdo? el hombre asintió. Había comprendido.
Keize le cogió por el cuello y lo zarandeó como se sacude un despertador estropeado. El prisionero de guerra le asestó un puñetazo en el pómulo y le insultó.
Parecía que le había llegado su hora. Pero el Gauleiter del barracón especial no mató al mayor Yershov, le asignó catre del rincón, en el fondo, junto a la ventana. El lugar estaba vacío a la espera de alguien que resultara del agrado de Keize. Ese mismo día Keize llevó a Yershov un huevo de oca cocido y riéndose se lo dio.
– Ihre Stimme wird sebón! [68]
Desde entonces Keize se comportó bien con Yershov. También en el barracón todo el mundo respetaba a aquel prisionero cuya firmeza inflexible se asociaba a un carácter dulce y alegre.
Después del incidente con Keize, sólo uno de los intérpretes de Suliko estaba resentido con Yershov: el comisario de brigada Ósipov.
– Es un tipo difícil -decía.
Poco después de este suceso Mostovskói bautizó a Yershov como director de conciencias.
Además de Ósipov, otro hombre que sentía antipatía por Yershov era Kótikov, un prisionero de guerra taciturno que parecía saberlo todo de todo el mundo. Kótikov era incoloro; todo lo que tenía que ver con él -sus ojos, los labios, incluso la voz- carecía de color. La ausencia de color era tan pronunciada que se convertía en un color inolvidable.
Aquella noche la alegría de Keize durante el pase de lista hizo aumentar la tensión y el miedo entre los detenidos. Los habitantes de los barracones siempre vivían en estado de alerta, a la espera de que algo malo sucediera, y el miedo, los presentimientos, la angustia que experimentaban día y noche, ora se hacían más intensos, ora amainaban, pero nunca les abandonaban.
Hacia el final del pase de lista, ocho kapos fueron a los barracones especiales. Vestían una ridícula gorra de visera propia de un payaso y un brazalete de un amarillo vivo. A juzgar por sus caras, se adivinaba que no llenaban su escudilla de la olla del resto de los reclusos.
El hombre al mando, Kónig, era alto, rubio y apuesto. Vestía un abrigo de color acerado al que le habían descosido todos los distintivos. Por debajo del abrigo asomaban un par de botas que relucían como diamantes. Era un antiguo oficial de las SS que había sido degradado y relegado al campo por varios delitos criminales. Ahora era el jefe de la policía del campo.
– ¡Mütze ab! [69] -gritó Keize.
Así dio inicio el registro. Los kapos, con los gestos entrenados y aprendidos de los obreros de una fábrica, palpaban las mesas en busca de cavidades, sacudían los harapos, comprobaban con sus dedos ágiles e inteligentes las costuras de las ropas de los detenidos, y miraban dentro de las escudillas. A veces, a modo de broma, propinaban un rodillazo en el trasero a un detenido y decían: «A tu salud».
De vez en cuando los kapos se volvían hacia Kónig y le tendían algún objeto encontrado: unos apuntes, un cuaderno, una cuchilla de afeitar. Kónig, con un movimiento brusco de guantes, les hacía saber si le parecía digno de interés o no.
Durante el registro los detenidos permanecían de pie, alineados en fila.
Mostovskói y Yershov estaban uno al lado del otro, mirando a Kónig y Keize. Las figuras de los dos alemanes parecían fundidas en bronce.
Mostovskói se tambaleaba, la cabeza le daba vueltas. Apuntando con el dedo en dirección a Keize, dijo a Yershov:
– ¡Ay qué individuo!
– Un magnífico ejemplar ario -respondió Yershov. Y para que Chernetsov no le oyera murmuró al oído de Mostovskói-: Pero algunos de nuestros muchachos no se quedan cortos.
Chernetsov se entrometió en la conversación que no había oído y dijo:
– Cada pueblo tiene el derecho sagrado de poseer sus héroes, sus santos y sus villanos.
Mostovskói se volvió hacia Yershov, pero lo que dijo también iba para Chernetsov.
– Por supuesto, nosotros también tenemos a nuestros canallas, pero en el asesino alemán hay algo irrepetible.
El registro concluyó. Dieron la orden de echarse a dormir. Los prisioneros se encaramaron a sus literas.
Mostovskói se acostó y estiró las piernas. Luego recordó que no había comprobado si todas sus cosas seguían en orden. Se levantó con un gemido y empezó a examinar sus pertenencias. Parecía que no había desaparecido la bufanda, ni tampoco los trozos de tela que utilizaba como calcetines, pero la sensación de ansiedad no remitió.
Yershov se le aproximó y le dijo en voz baja:
– El kapo Nedzelski va diciendo por ahí que nuestro bloque se disolverá. Algunos de los hombres serán retenidos para ser sometidos a más interrogatorios y la mayor parte irá a parar a campos comunes.
– Qué más da -respondió Mostovskói.
Yershov se sentó en el catre y dijo, con una voz baja y sin embargo clara:
– ¡Mijaíl Sídorovich!
Mostovskói se incorporó sobre el codo y le miró.
– Mijaíl Sídorovich, he estado pensando en algo importante y necesito hablar con usted. Si vamos a morir quiero que sea haciendo ruido.
Hablaba en un susurro y Mostovskói, escuchando a Yershov, comenzó a sentirse embargado por la emoción. Era como si una brisa mágica soplara sobre él.
– El tiempo es oro -dijo Yershov-. Si los alemanes consiguen tomar ese diabólico Stalingrado, todo el mundo se instalará en la apatía. Sólo tiene que echar un vistazo a tipos como Kiríllov para convencerse.
El plan de Yershov consistía en formar una alianza militar entre los prisioneros de guerra. Repasó el plan punto por punto de memoria, como si estuviera leyendo un documento.
– … instauración de la disciplina y de la solidaridad entre todos los ciudadanos soviéticos presentes en el campo; expulsión de los traidores del propio círculo; sabotaje al enemigo; creación de comités de lucha entre prisioneros polacos, franceses, yugoslavos y checos…
Mirando sobre las literas la confusa penumbra del barracón, dijo:
– Algunos de los hombres de la fábrica militar confían en mí: reuniremos armas. Haremos las cosas a lo grande. Disponemos de enlaces con decenas de otros campos. Terror contra los traidores. Nuestro objetivo final: una sublevación general, una Europa libre y unida.
– ¡Una Europa libre y unida! Ay, Yershov, Yershov…
– No estoy hablando por hablar. Nuestra conversación es sólo el inicio de la lucha.
– Me alisto en su ejército -dijo Mostovskói y, moviendo la cabeza, repitió-: Una Europa libre… Aquí, en nuestro campo, habrá una sección de la Internacional Comunista, compuesta sólo por dos personas, una de las cuales ni siquiera está afiliada al Partido.
– Usted tiene conocimientos de alemán, inglés y francés, conseguiremos miles de contactos -afirmó Yershov-. ¿Qué Komintern necesita? Prisioneros de todos los países, ¡uníos!
Mostovskói, mirando a Yershov, pronunció unas palabras que creía haber olvidado hacía mucho tiempo:
– ¡La voluntad del pueblo! -Y se sorprendió de haber recordado justamente esas palabras.
– Tenemos que hablar con Ósipov y el coronel Zlatokrilets -prosiguió Yershov-. Ósipov tiene una gran energía. Pero no le gusto, es mejor que hable usted con él. Y yo hablaré con el coronel hoy mismo. Con ellos seremos cuatro.
El cerebro del mayor Yershov trabajaba sin tregua, día y noche, elaborando un plan para articular un movimiento clandestino que abarcara todos los campos alemanes. Pensaba en los medios de enlace entre ellos, reteniendo los nombres de los campos de trabajo, los campos de concentración y las estaciones ferroviarias. Pensaba en la creación de un código secreto, en la posibilidad de incluir en las listas de transporte, con ayuda de los detenidos que trabajaban en la administración, a los miembros de la organización secreta que tendrían que desplazarse de campo en campo.
¡Su alma acariciaba un sueño! La obra de miles de agitadores clandestinos y heroicos saboteadores culminaría con una insurrección armada en los campos. Quienes se involucraran en el alzamiento deberían hacerse con la artillería antiaérea, utilizada para la defensa del campo, para transformarla en medios antitanque y antiinfantería. Era preciso identificar a los artilleros reclusos y afrontar los cálculos relativos a las piezas incautadas por los grupos de asalto.
El mayor Yershov conocía bien la vida del campo; sabía valorar la potencia de la corrupción, del miedo, de la necesidad de llenar el estómago. Había visto a muchos hombres cambiar sus honestas guerreras por los capotes azul claro con hombreras de los voluntarios de Vlásov.
Presenciaba el abatimiento, el servilismo, la deslealtad y la sumisión. Constataba el horror ante el horror. Veía a hombres petrificados de miedo ante los aterradores oficiales de las SS.
Al mismo tiempo, en los pensamientos del harapiento mayor hecho prisionero no había fantasías.
Durante los tiempos oscuros del implacable avance alemán hacia el frente oriental, él sostenía a sus compañeros con palabras alegres y valientes, convencía a aquellos que estaban hinchados por el hambre a luchar por su salud. En él habitaba un desprecio inextinguible, provocador e indestructible por la violencia.
Los hombres captaban el fuego vivo que Yershov emanaba; un fuego sencillo y necesario a todos, igual al de la estufa rusa donde arde la leña de abedul.
Debía de ser aquella calidez, unida a la fuerza de su mente y coraje, la que había erigido a Yershov como líder indiscutible de los oficiales soviéticos en el campo. Yershov había comprendido hacía tiempo que Mijaíl Sídorovich sería el primer hombre al que confiaría sus pensamientos.
Tendido en el catre miraba fijamente las tablas rugosas del techo como si observara la tapa de su ataúd con el corazón aún latiéndole.
Aquí, en el campo, como nunca antes en sus treinta y tres años de vida, era consciente de su propia fortaleza. Su vida no había sido fácil antes de la guerra. Su padre, un campesino de Vorónezh, había sido deskulakizado en 1930. En aquella época, Yershov servía en el ejército. No rompió la relación con su padre. No fue admitido en la Academia Militar, aunque había pasado el examen de ingreso con calificación de sobresaliente. Después de conseguir con no pocas dificultades graduarse en la Escuela Militar fue destinado a una oficina de reclutamiento de distrito.
Su padre y el resto de la familia fueron confinados al norte de los Urales. Yershov pidió un permiso y fue a visitarle. Desde Sverdlovsk recorrió doscientos kilómetros por una vía estrecha. A lo largo de ambos lados de la vía se extendían vastas extensiones de bosques y pantanos, pilas de leña, el alambre espinoso del campo, las barracas y los refugios cavados en la tierra. Las altas torres de vigilancia se erguían como hongos venenosos con piernas gigantes. El convoy fue detenido dos veces: un pelotón de guardias buscaba a un prisionero fugado. Por la noche el tren se detuvo en un apartadero y esperó el paso de otro convoy en dirección opuesta. Yershov no lograba conciliar el sueño, oía los ladridos de los perros de la OGPU [70], los silbidos de los centinelas de un enorme campo penitenciario que se encontraba en las inmediaciones.
Llegó al final de la línea tres días después y, aunque llevaba en el cuello el distintivo de teniente, le pedían a menudo el pase ferroviario y los documentos reglamentarios y en cada control esperaba que le dijeran «venga, coge tus cosas» y le condujeran a un campo… Evidentemente también el aire de aquel lugar tenía algo de concentracionario.
Prosiguió su viaje por una carretera entre pantanos, recorriendo setenta kilómetros en la parte trasera de un camión. El vehículo pertenecía al sovjós OGPU donde trabajaba su padre. Iba atestado de trabajadores deportados a los que enviaban a talar árboles. Yershov les hizo algunas preguntas pero sólo recibió monosílabos como respuesta, evidentemente tenían miedo de su uniforme militar.
Al atardecer llegaron a una diminuta aldea encajonada entre la linde de un bosque y el borde de un pantano. Más tarde recordaría la dulce tranquilidad de la puesta de sol en las inmensas extensiones del norte. Bajo la luz del crepúsculo las isbas parecían completamente negras, como si las hubieran hecho hervir en alquitrán.
Cuando entró en la chabola, con él penetró la última luz del día. La humedad, el bochorno, el olor a comida de pobre, la ropa miserable y las camas, el calor del humo le salieron al encuentro.
De aquella oscuridad emergió su padre, la cara demacrada, ojos espléndidos que golpearon a Yershov por su indescriptible expresión.
Los brazos viejos, delgados, rudos envolvieron al hijo en un abrazo, y en ese movimiento convulso de los viejos brazos extenuados que colgaban del cuello del joven oficial se expresaba un tímido lamento y tanto dolor, una petición de defensa tan confiada, que Yershov sólo encontró un modo de responder: se echó a llorar.
Después visitaron tres tumbas: la madre había muerto en el primer invierno, la hermana mayor, Aniuta, en el segundo y Marusia, en el tercero.
Allí, en el mundo de los campos, los cementerios y los pueblos se fundían en uno. El mismo musgo cubría las paredes de madera de las isbas y las pendientes de los refugios, los túmulos y los terrones de los pantanos. La madre y las hermanas de Yershov descansarían por siempre bajo ese cielo: en invierno, cuando el hielo congela la humedad, y en otoño, cuando la tierra del cementerio se hincha con el agua sucia de los pantanos desbordados.
Padre e hijo permanecieron allí de pie, en silencio. Des pués el padre levantó la mirada hacia su hijo y abrió los brazos: «Perdonadme, vivos y muertos, porque no supe salvar a los que amaba».
Aquella noche el padre se confió al hijo. Habló con calma, tranquilo. Lo que le contó sólo podía ser dicho con tranquilidad, nunca expresado con lágrimas o gritos.
En una pequeña caja cubierta con un periódico Yershov le había llevado algunos obsequios y medio litro de vodka. El anciano habló, y el hijo se sentó a su lado y escuchó.
Le habló sobre el hambre, sobre la gente del pueblo que había muerto, sobre los niños cuyos cuerpos llegaron a pesar menos que una gallina o una balalaica.
Narró los cincuenta días de travesía, en invierno, en un vagón de ganado con goteras; día tras día los muertos viajaron al lado de los vivos. Prosiguieron el viaje a pie, las mujeres llevaban a los niños en brazos. La madre de Yershov deliraba de fiebre. Fueron conducidos al interior del bosque, donde no había ni una sola choza o refugio; comenzaron una nueva vida en pleno invierno, encendiendo hogueras, construyendo camas con ramas de abeto, derritiendo nieve en cacerolas, enterrando a los muertos…
«Es la voluntad de Stalin», afirmó el padre sin un ápice de ira o resentimiento. Así hablaba la gente sobre la fuerza del destino, una fuerza que no conoce la indecisión.
A su regreso del permiso, Yershov escribió a Kalinin, rogándole misericordia hacia un anciano inocente; pidió que permitieran al viejo vivir con su hijo. Pero su carta aún no había llegado a Moscú cuando Yershov fue citado ante las autoridades, que habían recibido la comunicación, o mejor dicho, la denuncia, de su viaje a los Urales.
Se le expulsó del ejército. Encontró trabajo en una obra. Su plan era ahorrar dinero y reunirse con su padre. Muy pronto, sin embargo, recibió una carta desde los Urales informándole de que su padre había muerto.
El día después del estallido de la guerra, el teniente de reserva Yershov fue movilizado.
En una batalla cerca de Roslavl, su comandante de batallón cayó muerto y Yershov tomó el mando. Reagrupó a sus hombres, lanzó un contraataque, recuperó el control del paso del río y aseguró la retirada de la artillería pesada de las reservas del Estado Mayor.
Cuanto más grande era la carga, más fuertes eran sus hombros. No era consciente de su fuerza. La sumisión no era inherente a su naturaleza. Cuanto más fuerte era el ataque, más furiosas eran sus ganas de luchar.
A veces se preguntaba de dónde procedía su odio contra los vlasovistas. Los llamamientos de Vlásov proclamaban lo mismo que su padre le había contado. Sí, sabía que aquélla era la verdad. Pero sabía también que aquella verdad puesta en boca de los alemanes y los vlasovistas se transformaba en mentira.
Sentía, le resultaba totalmente claro, que al luchar contra los alemanes, luchaba por una vida libre en Rusia, la victoria sobre Hitler se convertiría en la victoria sobre los campos de la muerte donde su padre, su madre y sus hermanos habían perecido.
Yershov experimentaba al mismo tiempo un sentimiento de dolor y felicidad: allí, en el campo, donde los datos biográficos de nada servían, él se había convertido en una fuerza, le seguían. Allí no eran relevantes las condecoraciones, ni las más altas insignias, ni las medallas, ni la sección especial, ni el servicio de personal, ni las comisiones de clasificación, ni las llamadas telefónicas del comité de distrito, ni la opinión del adjunto de la sección política.
Mostovskói le dijo un día:
– Como decía Heinrich Heine, «todos estamos desnudos bajo nuestras ropas»; pero mientras uno deja a la vista un cuerpo anémico, miserable cuando se quita el uniforme, otros parecen desfigurados por la ropa ceñida, se la quitan y se ve dónde está la verdadera fuerza.
El sueño de Yershov se había transformado en realidad, se había convertido en una tarea concreta: a quién hacer participar, a quién reclutar; y seleccionaba mentalmente, sopesando lo que había de bueno y malo en diversos hombres.
¿Quién entraría a formar parte del Estado Mayor clandestino? Cinco nombres le venían a la cabeza. Las debilidades humanas de cada día adquirieron de repente una dimensión nueva, lo insignificante cobraba sentido.
El general Gudz tenía la autoridad propia del rango, pero era indeciso, cobarde y, a todas luces, tenía poca instrucción; era válido cuando a su lado había un segundo inteligente, un Estado Mayor; siempre esperaba que el resto de los oficiales le prestaran sus servicios y le ofrecieran comida, y aceptaba dichos servicios como si se los debieran, sin reconocimiento. Parecía acordarse más de su cocinera que de su mujer e hijas. Hablaba mucho de caza: patos, gansos. Se acordaba de haber prestado servicio en el Cáucaso por los jabalíes y las cabras. Era evidente que le gustaba beber. No era más que un fanfarrón. A menudo hablaba de las batallas de 194r. Todos los que tenía alrededor se habían equivocado: ya fuera el colega de la derecha, ya el de la izquierda; el único que siempre tenía razón era el general Gudz. Pero nunca echaría la culpa de los fracasos al comando militar superior. En cuestiones cotidianas era experto y sabía cómo llevarse bien con las personas influyentes, sutil como un notario. En cualquier caso, si hubiera estado en sus manos, no habría confiado nunca a Gudz el comando de un regimiento y todavía menos un cuerpo del ejército.
El comisario de brigada Ósipov era un hombre brillante. Podía soltar una broma sarcástica sobre los que creen posible que se pueda librar una batalla en territorio enemigo sin apenas derramamiento de sangre, mirándote fijamente con sus ojos marrones. Pero una hora más tarde, duro como una piedra, reprendía a aquel que le había mostrado un atisbo de duda. Y el día después, aleteando las narices, decía entre dientes:
– Sí, camaradas, volamos más alto que nadie, más lejos, más rápido, y mirad dónde hemos llegado.
Sobre las derrotas militares de los primeros meses hacía un análisis lúcido, sin remordimiento, como un despiadado jugador de ajedrez.
Con la gente se expresaba libremente, con una desenvoltura afectada, poco sincera. Lo que más le interesaba eran las conversaciones con Kótikov.
¿Qué tenía este Kótikov que pudiera interesar tanto al comisario de brigada?
Ósipov atesoraba una larga experiencia. Conocía a los hombres y eso era de capital importancia para un Estado Mayor clandestino; sin un Ósipov no se las apañarían. Pero la experiencia no sólo era una ayuda, también podía ser un obstáculo.
A Ósipov le gustaba contar anécdotas sobre celebridades militares y los llamaba familiarmente por sus nombres: Semión Budionni, Andriushka Yeremenko…
Una vez le dijo a Yershov: «Tujachevski, Yegórov y Bliújer no son más culpables que usted o yo».
Kiríllov, sin embargo, contó a Yershov que en 1937, cuando Ósipov era subjefe de la Academia Militar, denunció sin piedad a docenas de hombres acusándoles de ser enemigos del pueblo.
Tenía un miedo cerval a las enfermedades: se palpaba constantemente, sacaba la lengua y bizqueaba para comprobar si la tenía sucia. Pero no temía a la muerte.
El coronel Zlatokrilets, lúgubre, franco, sencillo, era comandante del regimiento. Juzgaba que el Alto Mando era culpable de lo que pasó en 1941. Todos percibían su fuerza combativa de comandante y soldado. Era físicamente fuerte. También su voz era poderosa. Sólo una voz así puede detener al que se escapa e incitarlo al ataque. Soltaba tacos sin parar.
Él a los hombres no les daba explicaciones: les daba órdenes. Un camarada. Dispuesto a dar sopa a un soldado de su propio plato de campaña. Pero era muy grosero.
Los hombres comprendían siempre lo que quería. En el trabajo era el jefe: gritaba y nadie desobedecía.
No cedía un ápice, no se la pegaban. Con él se podía trabajar codo con codo. Pero vaya si era grosero.
Kiríllov era inteligente, pero en él había cierto relajamiento. No se le escapaba el menor detalle, pero miraba con ojos cansados… Indiferente, no le gustaban las personas, pero les perdonaba sus debilidades y cobardías. No temía a la muerte, a veces parecía que la buscara.
Durante la retirada había hablado de manera más inteligente que el resto de los comandantes. Él, sin ser miembro del Partido, una vez dijo:
– No creo que los comunistas puedan hacer mejores a los hombres. Nunca ha pasado un caso así en el curso de la historia.
Parecía indiferente a todo, pero una noche lloró en las literas; a la pregunta de Yershov se calló durante largo rato, después susurró: «Rusia me da pena». En cierta manera, era tierno. En otra ocasión dijo: «Añoro la música». Ayer con una sonrisa de loco había dicho: «Yershov, escucha, voy a recitarte un poema». A él no le habían gustado los versos, pero los recordaba y se le habían quedado molestamente grabados en la memoria:
Camarada mío, en la larga agonía,
no llames a nadie pidiendo ayuda.
Deja que me caliente las manos,
con tu sangre humeante.
Y no llores de miedo como un niño,
no estás herido, sólo estás muerto.
Trae para aquí, es mejor que coja tus botas,
a mí todavía me tocará ir a la lucha.
¿De veras los había escrito él?
No, Kiríllov no era una buena opción. ¿Cómo podía liderar a los demás si apenas podía consigo mismo?
¡Mostovskói era de otra casta! Tenía una educación exquisita y una voluntad de hierro. Se rumoreaba que en los interrogatorios no había dado su brazo a torcer. Pero en fin, no había nadie a quien Yershov no le encontrara una pega. El otro día le había dicho a Mostovskói:
– ¿Por qué desperdicia el tiempo chismorreando con esa gentuza, Mijaíl Sídorovich? ¿Por qué molestarse con Ikónnikov-Morzh y ese emigrado tuerto, el sinvergüenza?
– ¿Cree que mis convicciones se tambalearán? -le preguntó Mostovskói de manera burlona-. ¿Que puedo convertirme en un evangelista o en un menchevique?
– El diablo lo sabe -respondió Yershov-. Si no quieres oler a mierda, no la toques… Ese Ikónnikov estuvo recluso en nuestros campos. Ahora los alemanes lo arrastran de interrogatorio en interrogatorio. Se venderá, le venderá a usted y a todos los que le rodean…
La conclusión era sólo una: no existen hombres ideales para una empresa secreta, hay que sopesar las fuerzas y las debilidades de cada uno, lo cual no era demasiado difícil; sólo la esencia de un hombre puede decidir si es idóneo o no. Pero la esencia no puede ser medida. Se puede adivinar, presentir. Y fue así que decidió comenzar por Mostovskói.
Respirando con dificultad, el general Gudz se acercó hasta Mostovskói. Arrastraba los pies, resollaba y sacaba el labio inferior hacia delante, los pliegues de piel flácida en las mejillas y el cuello le temblaban; todos esos movimientos, gestos, sonidos, que conservaba como vestigio de su vigorosa corpulencia, producían un efecto extraño teniendo en cuenta su actual delgadez.
– Querido padre -le dijo a Mostovskói-, si me permitiera hacerle alguna observación sería absurdo. No tengo más derecho a criticarle que un general tiene a criticar a un coronel general. Pero se lo diré sin rodeos: es un error confraternizar con Yershov. Es un tipo ambiguo. Sin conocimientos militares. Por su cabeza es un teniente, pero le gusta dar consejos a los coroneles. Debería andarse con cuidado.
– Está diciendo tonterías, excelencia -señaló Mostovskói.
– Tal vez lo sean -dijo Gudz, casi sin aliento-. Son tonterías, claro. Me han informado de que en el barracón común ayer se inscribieron doce hombres al Ejército de Liberación Ruso. ¿Sabe cuántos de ellos eran kulaks? No expreso sólo mi opinión personal, represento a alguien de probada experiencia política.
– ¿No será Ósipov?
– Tal vez lo sea. Usted es un teórico, no comprende todo el estiércol que hay aquí.
– Ha iniciado una conversación muy curiosa -dijo Mostovskói-. Comienzo a sospechar que no queda nada de los hombres, salvo la vigilancia. ¿Quién podría habérselo imaginado?
Gudz oyó la bronquitis en su pecho crujir y hacer gluglú y respondió con una angustia terrible:
– No viviré para ver la libertad, no la veré.
Mostovskói, siguiéndolo con la mirada, de repente se dio un puñetazo con fuerza en la rodilla: acababa de comprender por qué se sentía tan inquieto y angustiado. Durante el registro habían desaparecido los papeles que le había entregado Ikónnikov.
– A saber lo que había escrito ese granuja. Tal vez Yershov tenga razón y ese miserable de Ikónnikov es un provocateur. Tal vez me los endosó a propósito para incriminarme.
Se dirigió a la litera de Ikónnikov. No se encontraba allí y sus vecinos no sabían su paradero. Maldita sea… todo aquello, el catre vacío de Ikónnikov, la desaparición de los papeles, le hizo ver que no se había comportado adecuadamente, no debería haber hablado con aquel yuródivi, aquel buscador de Dios.
En sus discusiones con Chernetsov, Ikónnikov a menudo se oponía al menchevique, pero esto no quería decir nada. Sin embargo, el yuródivi había entregado los papeles a Mostovskói mientras Chernetsov estaba presente… así que ahí estaban, el delator y el testigo.
Su vida ahora era necesaria para la causa, para la lucha, y él podía perderla inútilmente.
«Viejo idiota… codeándote con la basura y echando tu vida a perder cuando eres necesario para luchar por la Revolución», pensaba, mientras una angustia dolorosa continuaba creciendo en su interior.
En las letrinas se encontró con Ósipov: el comisario de brigada lavaba algunas prendas en los canalones de hojalata, a la tenue luz de una lámpara anémica.
– Me alegra encontrarle aquí -dijo Mostovskói-. Tengo que hablar con usted.
Ósipov asintió, miró a su alrededor y se secó las manos en los costados.
Los dos hombres se sentaron en la repisa de cemento que sobresalía de la pared.
– Es lo que me temía. Ese canalla no pierde el tiempo -le comentó Ósipov cuando Mostovskói empezó a hablarle de los planes de Yershov.
Acarició la mano de Mostovskói con su palma húmeda.
– Camarada Mostovskói -le dijo-, me maravilla su firmeza. Es un bolchevique de la cohorte de Lenin. Por usted no pasan los años. Es un ejemplo para todos nosotros.
Bajó la voz.
– Camarada Mostovskói, nuestra organización militar ya ha sido fundada; habíamos decidido no contárselo de momento, no queríamos poner su vida en peligro. Aun así debo decirle una cosa: no se puede confiar en Yershov. Pero, por lo visto, el tiempo no hace mella en los compañeros de lucha de Lenin. Se lo digo claramente: no podemos confiar en Yershov. Como se dice, tiene una biografía mediocre: un pequeño kulak, rencoroso por las represiones. Pero somos realistas. De momento no podemos prescindir de él. Se ha granjeado el reconocimiento gracias a su populachería. Usted sabe mejor que yo cómo el Partido ha sabido servirse de personas como él para sus propios fines.
Pero debe estar al corriente de la opinión que nos merece: confiamos en él, pero prudentemente y sólo por algún tiempo.
– Camarada Ósipov, llegará hasta el fondo, no dudo de él.
Las gotas repiqueteaban contra el suelo de cemento.
– Escuche, camarada Mostovskói -dijo Ósipov despacio-. No tenernos secretos con usted.
Aquí hay un camarada enviado desde Moscú. Éste no es sólo mi punto de vista, es también el suyo. Sus directivas son para nosotros, los comunistas, incuestionables: órdenes que nos da el Partido, órdenes de Stalin en circunstancias excepcionales. Colaboraremos con su ahijado, el «director de conciencias»; lo hemos decidido y así lo haremos. Sólo es importante una cosa: ser realista, pensar dialécticamente. Pero no es tarea mía enseñárselo.
Mostovskói guardó silencio. Ósipov le abrazó y le besó tres veces en los labios. En sus ojos brillaron las lágrimas.
– Le beso como besaría a mi padre -le dijo-, y siento la necesidad de santiguarle, como mi madre solía bendecirme.
Y Mijaíl Sídorovich sintió que la sensación insoportable, dolorosa, de la complejidad de la vida se desvanecía.
Una vez más, como en su juventud, el mundo parecía sencillo y diáfano, claramente dividido entre los «nuestros» y «ellos».
Aquella noche, los SS entraron en el barracón especial y se llevaron a seis hombres, Míjaíl Sídorovich Mostovskói entre ellos.