Unos días antes del inicio de la ofensiva de Stalingrado, Krímov llegó al puesto de mando subterráneo del 64. º Ejército. El ayudante de campo del miembro del Consejo Militar Abrámov estaba sentado al escritorio y tomaba una sopa de pollo con una empanada.
Cuando el ayudante de campo dejó la cuchara, lanzando un suspiro que indicaba que la sopa estaba buena, Krímov sintió un deseo tan intenso de llevarse a la boca una empanada de col que se le humedecieron los ojos.
Después de que el ayudante de campo anunciara su llegada, se hizo el silencio al otro lado del tabique. Luego se oyó una voz ronca que Krímov reconoció, pero demasiado apagada para descifrar lo que decía.
El ayudante de campo regresó y le comunicó:
– El miembro del consejo Militar no puede recibirle.
Krímov se quedó desconcertado.
– No he sido yo el que ha pedido verle. Fue el camarada Abrámov quien me mandó llamar.
El ayudante de campo, absorto en la contemplación de su sopa, no respondió.
– ¿Es que lo ha anulado? No entiendo nada -dijo Krímov.
Volvió a la superficie y anduvo con paso lento y pesado a lo largo del pequeño barranco en dirección a la orilla del Volga donde se encontraba la sede de la redacción del periódico del ejército.
Caminaba furioso por aquella convocatoria absurda y por el deseo repentino que le había suscitado la empanada del ayudante, y entretanto aguzaba el oído y percibía el fuego de los cañones, desordenado y perezoso, que procedía de Kuporosnaya Balka.
Una chica con gorro y capote militar caminaba en dirección a la sección de operaciones. Krímov le echó una ojeada y pensó: «Vaya preciosidad».
El recuerdo de Zhenia le asaltó y de repente una congoja familiar le oprimió el corazón. Como siempre, se reprendió al instante: «¡Olvídala, olvídala!». Recordó la noche pasada con aquella joven cosaca.
Después pensó en Spiridónov: «Es un buen hombre. Si bien no tiene nada de Spinoza».
Todos estos pensamientos, el perezoso cañoneo, su enfado con Abrámov, el cielo otoñal, le vendrían a la cabeza a menudo con una nitidez dolorosa.
Un oficial del Estado Mayor con los distintivos verdes de capitán en el capote y que le había seguido desde el puesto de mando le llamó.
Krímov le miró perplejo.
– Venga por aquí, por favor -dijo el capitán en voz baja, señalando la puerta de una isba.
Krímov pasó por delante del centinela y cruzó el umbral. Entraron en una habitación donde había un escritorio y el retrato de Stalin colgado con chinchetas en la pared de madera.
Krímov esperaba que el capitán le dijera de un momento a otro: «Disculpe, camarada comisario de batallón, ¿le importaría llevarle un informe al camarada Toschéyev, en la orilla izquierda?».
En su lugar, el capitán dijo:
– Entrégueme su arma y sus documentos personales. Krímov balbuceó unas palabras que carecían ya de sentido…
– ¿Con qué derecho? Muéstreme sus documentos antes de exigirme los míos.
Luego, cuando se convenció de que, aunque incomprensible y absurdo, lo que le estaba sucediendo era real, pronunció las palabras que en circunstancias semejantes miles de personas habían balbuceado antes que él:
– Es un disparate, no entiendo nada, se trata de un malentendido.
Pero éstas ya no eran las palabras de un hombre libre.
– ¿Se está haciendo usted el tonto o qué? Responda: ¿quién le reclutó durante el periodo del cerco?
El interrogatorio tenía lugar en la sección especial del frente, en la orilla izquierda del Volga.
El suelo pintado, los tiestos de flores en la ventana, el reloj de péndulo en la pared respiraban una calma provinciana. Las vibraciones de los cristales y el estruendo que llegaba de Stalingrado -al parecer, en la orilla derecha los bombarderos estaban soltando su carga- le resultaban agradablemente familiares.
¡Qué poco se parecía aquel teniente coronel, sentado detrás de una mesa de cocina rústica, al juez instructor de labios pálidos de su imaginación!
Pero fue aquel teniente coronel, con la espalda manchada de la grasa de una estufa sucia, el que se acercó al taburete de madera donde estaba sentado el experto en el movimiento obrero de los países del Oriente colonial. Caminó hacia el hombre que llevaba una estrella de comisario en la manga del uniforme, el hombre al que una mujer dulce y cariñosa había traído al mundo, y le propinó un puñetazo en la cara.
Nikolái Grigórievich se pasó la mano por los labios y por la nariz, se miró la palma y la vio manchada de sangre y saliva. Después intentó mover la mandíbula. Tenía los labios entumecidos y sentía la lengua como una piedra. Echó una ojeada al suelo pintado y recién lavado, y tragó sangre.
Durante la noche el odio hacia el funcionario se apoderó de él. Al principio no había sentido odio ni dolor físico. El puñetazo en la cara era el signo exterior de una catástrofe moral; sólo pudo reaccionar con entumecimiento y estupor.
Krímov, avergonzado, se volvió a mirar al centinela. ¡El soldado había visto cómo golpeaban a un comunista! Pegaban al comunista Krímov, le pegaban delante de uno de esos hombres por los que se había hecho la Gran Revolución, esa revolución en la que Krímov había participado. El teniente coronel miró el reloj. Era la hora de la cena en el comedor de los jefes de sección.
Mientras Krímov era conducido a través de los copos de nieve sucia que cubrían el patio hacia un rústico edificio construido a base de troncos que hacía las veces de cárcel, el sonido de las bombas que caían sobre Stalingrado se hizo especialmente nítido.
Una vez se hubo recuperado de su estupor, el primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue que una bomba alemana podía destruir aquella prisión… Y ese pensamiento le pareció sencillo y aborrecible.
En la sofocante celda de madera le invadieron la rabia y la desesperación; estaba completamentefuera de sí. Él era el hombre que gritaba con voz ronca mientras corría hacia el avión al encuentro de su amigo Gueorgui Dimítrov, el hombre que había portado el féretro de Klara Zetkin y el que hacía un momento, con mirada furtiva, había tratado de averiguar si el funcionario volvería a pegarle. Era él quien había liberado del cerco a unos hombres que le llamaban «camarada comisario». Pero también era él a quien el artillero koljosiano había mirado con desprecio, él, el comunista golpeado durante el interrogatorio por otro comunista…
No lograba todavía reconocer el colosal significado de las palabras «privación de libertad». Se había convertido en otro, todo en él tenía que cambiar: le privaban de la libertad.
Se le nubló la vista. Iría a ver a Scherbakov al Comité Central, y siempre podría dirigirse a Mólotov; no descansaría hasta que aquel miserable teniente coronel fuera fusilado. ¡Sí, coja el teléfono! Llame a Priajin… Stalin ha oído hablar de mí, conoce mi nombre. El camarada Stalin le había preguntado una vez al camarada Zhdánov: «¿Es éste el Krímov que ha trabajado en el Komintern?».
Nikolái Grigórievich sintió bajo los pies un barrizal: ahora le engulliría una ciénaga sin fondo, oscura, pegajosa como la pez. Se había abatido sobre él algo invencible, algo más potente que la fuerza de las divisiones de panzers alemanes. Le habían privado de la libertad.
«¡Zhenia! ¡Zhenia! ¿Me ves? ¡Zhenia! Mírame, me está pasando una desgracia horrorosa. Estoy completamente solo, abandonado, abandonado también por ti.»
Un degenerado le había golpeado. La mente se le enturbió, los dedos le temblaban hasta el espasmo por el deseo de lanzarse contra aquel hombre de la sección especial.
Jamás había sentido un odio similar, ni hacia la policía del zar, ni hacia los mencheviques, ni siquiera hacia el oficial de las SS que un día le había interrogado.
En el hombre que le pisoteaba Krímov no había reconocido a un extraño, sino a sí mismo, a aquel niño que lloraba de felicidad cuando leía las extraordinarias palabras del Manifiesto comunista: «¡Proletarios del mundo, uníos!».
Y aquella proximidad era realmente espantosa…
Cayó la noche. A veces el rumor de la batalla de Stalingrado invadía el aire estancado y viciado de la prisión. Tal vez los alemanes, en defensa de su justa causa, golpeaban a Batiuk o Rodímtsev.
De vez en cuando se oía trajín en el pasillo. Se abrían las puertas de la celda común donde estaban los desertores, los traidores a la patria, saqueadores y violadores. A veces alguno pedía ir al retrete y el centinela, antes de abrir la puerta, discutía largo y tendido con el prisionero.
Cuando trasladaron a Krímov desde la orilla de Stalingrado, le colocaron provisionalmente en la celda común. Pero nadie prestó atención al comisario con la estrella roja cosida en la manga; sólo le preguntaron si tenía papel para liar un cigarrillo de majorka, A aquella gente sólo le interesaba comer, fumar, satisfacer las propias necesidades.
¿Quién, quién había urdido todo aquel asunto? Qué sentimiento tan desgarrador: tenía la certeza de su inocencia y al mismo tiempo experimentaba una gélida sensación de culpa irreparable.
El túnel de Rodímtsev, las ruinas de la casa 6/1, los pantanos de Bielorrusia, tú verano en Vorónezh, los pasos de los ríos: todo lo que le daba sensación de felicidad y ligereza había muerto para él.
Deseaba salir a la calle, pasear, levantar la cabeza y mirar el cielo. Ir a por un periódico. Afeitarse. Escribir una carta a su hermano. Beber una taza de té. Devolver un libro que había cogido en préstamo la noche anterior. Quiso mirar la hora en su reloj de pulsera, ir al baño, coger de su maleta un pañuelo de bolsillo. Pero no podía hacer nada. Le habían privado de la libertad.
Pronto sacaron a Krímov de la celda común al pasillo. El comandante había gritado al centinela:
– Pero ¿en qué idioma hablo? ¿Por qué demonios le has metido en la celda común? No te quedes ahí como un pasmarote. ¿Quieres que te envíe a primera línea?
Cuando el comandante se hubo ido, el centinela se quejó a Krímov:
– Siempre pasa lo mismo. La individual está ocupada. Fue él quien me ordenó incomunicar a los destinados a ser fusilados. Si le meto a usted ahí, ¿dónde mando al otro? Poco después Nicolái Grigórievich vio cómo el pelotón de fusilamiento se llevaba de la celda al condenado a muerte. El cabello rubio del condenado se le pegaba a la nuca, estrecha y hundida. Podía tener tanto veinte años como treinta y cinco.
Krímov fue transferido a la celda de aislamiento que acababa de quedar libre. En la penumbra logró distinguir una escudilla sobre la mesa y reconoció al tacto una miga de pan moldeada en forma de liebre. Lo más probable es que el condenado hubiera acabado de hacerla hacía poco porque el pan todavía estaba blando, sólo las orejas se habían secado.
Todo quedó sumido en el silencio. Krímov, con la boca entreabierta, permanecía sentado en el catre. No lograba dormir. Tenía muchas cosas sobre las que reflexionar, pero su cabeza, aturdida, se negaba a concentrarse; las sienes le palpitaban y el cráneo parecía inundado por una marea baja; todo daba vueltas, se balanceaba, chapoteaba, y no había nada a lo que aferrarse, ningún lugar donde amarrar el hilo del pensamiento.
Por la noche volvió a oír ruidos en el pasillo. Los centinelas llamaban al cabo de guardia. Percibió el retumbo de sus botas. El comandante (Krímov lo reconoció por la voz) gritó:
– Que se vaya al diablo el comisario de batallón. Llevadlo al puesto de guardia. -Después añadió-: Es un caso excepcional, se ocupará el jefe.
La puerta se abrió y un soldado gritó:
– ¡Fuera!
Krímov salió. En el pasillo había un hombre con los pies descalzos y en ropa interior. Krímov había visto muchas cosas malas en su vida, pero ninguna tan terrible como aquella cara. Pequeña, de un amarillo sucio, todo en ella lloraba lamentablemente: las arrugas, las mejillas temblorosas, los labios, Todo lloraba excepto los ojos, pero habría sido mejor no ver su expresión atroz.
– Venga, venga -apremió el guardia a Krímov.
En el puesto de guardia el centinela le contó el «caso excepcional».
– Me amenazan con mandarme a primera línea, pero este lugar es mil veces peor. Aquí uno tiene siempre los nervios de punta… Trajeron a un hombre que se había automutilado para fusilarlo; se había disparado en la mano izquierda a través de una hogaza de pan. Lo fusilan, lo entierran y, mira por dónde, resucita por la noche y viene a vernos.
El guardia evitaba dirigirse directamente a Krímov, así no tenía que escoger entre tutearle o tratarle de usted.
– Trabajan de una manera tan chapucera que te crispan los nervios. Al ganado lo sacrifican con más esmero. ¡Es una chapuza total! La tierra está helada, desbrozan un poco la maleza, cubren el cuerpo de cualquier manera y se van. Está claro cómo salió de nuevo a la superficie. ¡Si le hubieran enterrado según las instrucciones nunca habría asomado la cabeza!
Y Krímov, que toda la vida había respondido a las preguntas y aclarado las ideas a la gente, ahora preguntó confuso:
– Pero ¿por qué regresó?
El guardia se rió.
– Y ahora el sargento que lo condujo a la estepa dice que hay que mantenerlo con pan y té hasta que no se formalicen sus documentos, pero el superior de la sección administrativa es duro de pelar y arma un escándalo: «¿Cómo vamos a darle té si ya lo hemos liquidado de la lista?».
Para mí, lleva razón. El sargento hace un trabajo chapucero ¿y la sección administrativa tiene que responder por ello?
Krímov preguntó de pronto:
– ¿En qué trabajaba usted antes de la guerra?
– Era apicultor en una explotación del Estado.
– Ya veo -dijo Krímov.
En ese momento todo a su alrededor y en su interior se había vuelto oscuro y absurdo.
Al amanecer Krímov fue trasladado de nuevo a la celda individual. La liebre de pan estaba todavía al lado de la escudilla. Pero ahora se había vuelto dura, áspera. De la celda común le llegó una voz engatusadora que pedía:
– Guardia, sé buen tipo, llévame a mear.
Entretanto en la estepa salió un sol rojo oscuro; una remolacha sucia y helada subió al cielo salpicada de terrones y barro.
Poco después metieron a Krímov en la parte trasera de un camión y a su lado se sentó un teniente de escolta con aire simpático a quien el sargento entregó la maleta del prisionero. El camión, rechinando y traqueteando sobre el barro helado de Ájtuba, avanzó hacia el aeródromo de Leninsk.
Aspiró una bocanada de frío húmedo y el corazón se le llenó de esperanza y de luz: tal vez aquel terrible sueño había acabado.
Nikolái Grigórievich bajó del coche y miró la estrecha entrada gris de la Lubianka. La cabeza le retumbaba por el rugido de los motores durante aquellas largas horas de avión, por la rápida sucesión de campos arados y no arados de riachuelos, de bosques, por la alternancia de sentimientos de desesperación, seguridad y duda.
La puerta se abrió y penetró en un mundo sofocante de rayos X impregnado de oficialidad y bañado por una luz agresiva. Era un mundo que existía al margen de la guerra, fuera de la guerra y por encima de la guerra.
En una habitación vacía y sofocante, a la luz deslumbrante de un proyector, le ordenaron que se desnudara por completo, y mientras un hombre en bata le palpaba el cuerpo a conciencia, Krímov, poniéndose rígido, pensaba que estaba claro que ni el estruendo ni el hierro de la guerra podían impedir el movimiento metódico e impúdico de aquellos dedos…
Un soldado muerto, y en su máscara antigás una nota que ha escrito antes del ataque: «Muero por defender la felicidad soviética. Dejo mujer y seis hijos». Un tanquista quemado, negro como el alquitrán, con mechones de pelo pegados a su joven cabeza. Un ejército popular compuesto por varios millones de hombres que marchan por ciénagas y bosques, disparando cañones y ametralladoras…
Pero los dedos continuaban desempeñando su trabajo con calma y seguridad, mientras bajo el fuego el comisario Krímov gritaba: «Camarada Guenerálov, ¿es que no quiere defender la patria soviética?».
– Dése la vuelta, inclínese, piernas separadas.
Luego, ya vestido, le fotografiaron de frente y de perfil con el cuello de la guerrera desabrochado y una expresión viva e inmóvil en la cara.
Con una aplicación indecente, dejó marcadas las huellas digitales sobre una hoja de papel. El diligente oficial le quitó los botones de los pantalones y el cinturón.
Le hicieron subir en un ascensor iluminado por una luz cegadora y caminó sobre la alfombra de un pasillo largo y vacío, dejando atrás puertas con mirillas redondas. Eran como las salas de una clínica quirúrgica cuya especialidad fuera el cáncer. El aire era cálido, plomizo, todo estaba iluminado por una rabiosa luz eléctrica. Era un instituto de radiología para hacer diagnósticos sociales…
«¿Quien me habrá metido aquí dentro?»
En aquella atmósfera sofocante, ciega, se hacía difícil pensar. Se habían intrincado el sueño, la realidad, el delirio, el pasado, el futuro. Había perdido la percepción de sí mismo… «¿He tenido una madre? Quizá no. Zhenia se había vuelto indiferente. Las estrellas entre las copas de los pinos, el paso del Don, la bengala verde de los alemanes; proletarios de todos los países, uníos; debe de haber personas detrás de cada puerta; seré comunista hasta la muerte; ¿dónde estará ahora Mijaíl Sídorovich Mostovskoi?; la cabeza me zumba, ¿fue Grékov el que disparó contra mí? Grigori Yevséyevich Zinóviev, presidente del Komintern, caminó por este mismo pasillo; qué aire pesado, espeso, qué luz maldita emana de los proyectores… Grékov disparó contra mí, el funcionario de la sección especial me soltó un puñetazo en los dientes, los alemanes también me dispararon, qué me depara el destino; os lo juro, no soy culpable de nada, tengo ganas de orinar, aquellos viejos que cantaban en el aniversario de Octubre cuando visité a Spiridónov eran espléndidos. VeCheKá, VeCheKá, VeCheKá; Dzerzhinski era el dueño de esta casa; Guénrij Yagoda, luego Menzhinski, y más tarde el pequeño proletario petersburgués, Nikolái. Ivánovich Yezhov, de ojos verdes, y ahora el amable e inteligente Lavrenti Pávlovich Beria. Ya nos hemos visto, ¡saludos para usted! ¿Qué era lo que cantábamos? "Levántate, proletario, lucha por tu causa"; yo no soy culpable de nada, tengo que orinar, no van a fusilarme, ¿verdad?»
Qué extraño era andar por aquel pasillo rectilíneo como la trayectoria de una flecha mientras la vida está tan enmarañada de senderos, barrancos, pantanos, arroyos, polvo de estepa, campos de trigo abandonados; debes abrirte paso, dar rodeos, pero el destino es lineal, andas recto como una cuerda, pasillos, pasillos, y luego más puertas a lo largo de los pasillos.
Krímov avanzaba con paso cadencioso, ni rápido ni lento, como si el centinela no anduviera detrás de él sino delante.
Algo había cambiado en él desde el momento en que había entrado en la Lubianka.
«La disposición geométrica de los puntos», pensó mientras le tomaban las huellas sin entender el motivo de esa reflexión, aunque expresara exactamente lo que le había pasado.
La nueva sensación estaba generada por el hecho de que ya no tenía conciencia de sí mismo. Si hubiera pedido agua, le habrían dado de beber. Si hubiera sufrido un ataque al corazón, un médico le habría suministrado la inyección apropiada. Pero él ya no era Krímov. Todavía no podía comprenderlo, pero lo sentía. Ya no era el camarada Krímov, aquel que mientras se vestía, comía, compraba una entrada de cine, pensaba, se echaba a dormir tenía siempre conciencia de sí mismo. El camarada Krímov se diferenciaba de todos los hombres por su alma y su mente, su veteranía en el Partido, que se remontaba a antes de la Revolución, sus artículos publicados en la revista La Internacional Comunista; por sus actitudes, sus pequeñas manías, por su peculiar modo de comportarse, por el tono de voz que adoptaba en las conversaciones que mantenía con los miembros del Komsomol, las secretarias de los raikoms de Moscú, los obreros, los viejos miembros del Partido, sus amigos y postulantes. Su cuerpo era todavía como cualquier otro cuerpo humano, sus movimientos y pensamientos eran parecidos a los movimientos y pensamientos humanos, pero la esencia del camarada y hombre Krímov, su dignidad y su libertad, habían desaparecido.
Le llevaron a una celda rectangular con un suelo de parqué limpio donde había cuatro catres cubiertos con unas colchas bien extendidas, sin la menor arruga. Al instante se dio cuenta de que tres seres humanos miraban con interés humano al cuarto individuo.
Eran hombres. No sabía si eran buenos o malos; desconocía si eran hostiles o indiferentes respecto a él, pero el bien, el mal, la indiferencia que emanaba de ellos eran humanos.
Se sentó en el catre que le habían indicado, y los otros tres, sentados también en sus catres con libros abiertos sobre las rodillas, le miraron fijamente en silencio. Y aquella sensación maravillosa, preciosa, que creía haber perdido, volvió a aparecer.
Uno de los hombres era de complexión maciza, con la frente abombada, el rostro arrugado y una masa de cabellos canosos y negros, despeinados a lo Beethoven y con unos rizos que le caían sobre la frente baja y prominente. El segundo era un viejo con las manos pálidas como el papel, un cráneo huesudo, calvo, y la cara parecida a un bajorrelieve esculpido en metal, como si por sus venas y arterias corriera nieve en lugar de sangre.
El tercero, que ocupaba el catre contiguo al de Krímov, tenía aspecto amable y una mancha roja en el caballete de la nariz por las gafas que acababa de quitarse. Parecía infeliz y bueno. Indicó la puerta con el dedo, sonrió de modo apenas perceptible, sacudió la cabeza y Krímov comprendió que el centinela estaba allí, al otro lado de la mirilla, observándoles.
El primero en romper el silencio fue el hombre de los cabellos enmarañados.
– Bueno -comenzó con tono afable e indolente-, me permito, en nombre de todos los aquí presentes, saludar a las fuerzas armadas. ¿De dónde viene, querido camarada? Krímov sonrió confuso y dijo: -De Stalingrado.
– Oh, me alegra conocer a alguien que ha participado en nuestra heroica resistencia. Bienvenido a nuestra cabaña.
– ¿Fuma? -preguntó enseguida el viejo de la tez blanca.
– Sí -respondió Krímov. El viejo asintió y miró fijamente el libro.
– Yo les he jugado una mala pasada a mis camaradas explicó el amable vecino miope-. Dije que no fumaba y ahora la administración no me pasa mí ración de tabaco.
Dígame, ¿hace mucho que dejó Stalingrado?
– Todavía estaba allí esta mañana.
– ¡Vaya! -exclamó el gigante-. ¿Le han traído en un Douglas?
– Así es -respondió Krímov.
– Explíquenos, ¿cómo está la situación en Stalingrado?
No hemos conseguido ningún periódico.
– Debe de tener hambre, ¿verdad? -preguntó el amable miope-. Nosotros ya hemos comido.
– No, no tengo hambre -contestó Krímov-. Los alemanes no van a tomar Stalingrado. Ahora está del todo claro.
– Siempre ha estado claro -dijo el gigante-. La sinagoga sigue en pie y seguirá estando en pie.
El viejo cerró de golpe el libro y preguntó:
– Usted, por lo que parece, es miembro del partido comunista, ¿no?
– Sí, soy comunista.
– Más bajo, más bajo, hablad en un susurro -advirtió el amable miope.
– Incluso de su pertenencia al Partido -se lamentó el gigante.
A Krímov le resultaba familiar la cara del gigante y de repente recordó por qué: era un famoso presentador moscovita. Una vez había asistido con Zhenia a un concierto en la Sala de Columnas y lo había visto en escena. ¡Y he aquí donde volvían a encontrarse!
En aquel momento se abrió la puerta, el centinela se asomó y preguntó:
– ¿Quién tiene un nombre que comienza por K?
– Yo, Katsenelenbogen -respondió el gigante.
Se levantó, se atusó un poco la poblada cabellera y, con parsimonia, avanzó hacia la puerta.
– Va a ser interrogado -murmuró el amable vecino.
– ¿Y por qué han preguntado por un nombre con K?
– Es una regla. Anteayer el guardia lo llamó: «¿Hay aquí un cal Katsenelenhogen cuyo nombre comienza por K?». Verdaderamente ridículo. Está medio chiflado.
– Sí, nos reímos un rato -dijo el viejo.
«¿Y tú, con tu aspecto de viejo contable, cómo has venido a parar aquí? -se preguntó Krímov- Mi nombre también empieza con K.»
Los detenidos se preparaban para echarse a dormir, pero la intensa luz seguía encendida y Nikolái sentía que alguien le observaba a través de la mirilla mientras se quitaba las polainas, se ajustaba los calzoncillos, se rascaba el pecho. Era una luz especial. No continuaba encendida para los hombres que se encontraban en el interior de la celda, sino para que éstos fueran más visibles. Si hubiera sido más práctico observarles en la oscuridad, les habrían tenido a oscuras.
El viejo contable estaba acostado con la cara vuelta hacia la pared. Krímov y su vecino miope hablaban en susurros, sin mirarse y cubriéndose la boca con la mano para que el guardia no viera el movimiento de sus labios.
De vez en cuando miraban el catre vacío. ¿Todavía estaba el presentador contando chistes? El vecino musitó:
– Todos nosotros, en la celda, nos hemos vuelto cobardes como conejos. Es como en el cuento: el mago toca a las personas y les crecen unas enormes orejas.
Habló a Krímov sobre los compañeros de celda. El viejo, Dreling, resultó ser un socialista revolucionario, un socialdemócrata o un menchevique. Nikolái Grigórievich había oído ese nombre antes. Dreling había pasado más de veinte años preso, entre cárceles y campos. Le quedaba poco para alcanzar a los prisioneros de Schlisselburg: Morózov, Novorusski, Frolenko y Figner. Le acababan de trasladar a Moscú debido al nuevo cargo que se le imputaba: había tenido la idea de organizar en el campo conferencias sobre la cuestión agraria para los deskulakizados.
El historial del presentador en la Lubianka era tan largo como el de Dreling. Hacía veintitantos años, en la época de Dzerzhinskí, había comenzado a trabajar en la Cheká, después, en la OGPU bajo las órdenes de Yagoda, luego en el NKVD con Yezhov, y más tarde en el MGB [108] con Beria.
Había estado en el aparato central y en los campos, donde dirigía enormes proyectos de construcción.
Krímov se había equivocado también respecto a su interlocutor. El funcionario soviético Bogoleyev era crítico de arte, experto en fondos de museos, un poeta cuyos versos no se habían publicado porque no estaban en línea con la época.
Bogoleyev susurró de nuevo:
– Pero ahora todo ha terminado, ¿comprende? Me he convertido en un conejo asustado.
¡Qué extraño y terrible era todo! En el mundo no había nada más que los pasos del Bug y el Dniéper, el asedio de Piriatin y los pantanos de Óvruch, el Mamáyev Kurgán, la casa 6/1, las conferencias políticas, la escasez de municiones, los instructores políticos heridos, los asaltos nocturnos, el trabajo político en la marcha y en el combate, los ataques de tanques, los morteros, los Estados Mayores Generales, las ametralladoras pesadas…
Y en ese mismo mundo, al mismo tiempo, no había otra cosa que interrogatorios nocturnos, toques de diana, inspecciones, visitas al lavabo bajo escolta, cigarrillos distribuidos a cuentagotas, registros, careos, testigos, las decisiones de la OSO [109].
Aquellas dos realidades coexistían. Pero ¿por qué le parecía natural, inevitable, que sus vecinos, privados de libertad, estuvieran encarcelados en una celda de la prisión política? ¿Por qué era absurdo, incomprensible, impensable que él, Krímov, hubiera ido a parar a aquella celda, a aquel catre?
Sentía el deseo irresistible de hablar de sí mismo. No se contuvo y dijo:
– Mi mujer me ha abandonado, no tengo a nadie que pueda enviarme paquetes.
La cama del enorme chequista permaneció vacía hasta la mañana.
En otros tiempos, antes de la guerra, Krímov pasaba a menudo por la noche delante de la Lubianka y se preguntaba qué sucedía detrás de las ventanas de aquel edificio insomne.
Los arrestados eran encerrados en la prisión durante ocho meses, un año, un año y medio, mientras la instrucción estaba en curso. Luego, sus familiares recibían cartas desde los campos, descubrían nombres nuevos: Komi, Salejard. Norilsk, Kotlas, Magadán, Vorkutá, Kolymá, Kuznetsk, Krasnoyarsk, Karaganda, la bahía de Nagayevo…
Pero miles de personas que acababan recluidas en la prisión interior de la Lubianka desaparecían para siempre.
La fiscalía informaba a los parientes de que habían sido condenados a «diez años sin derecho a correspondencia», pero en los campos no existían condenados con semejantes penas. Diez años sin derecho a correspondencia significaba casi con total seguridad que los habían fusilado.
Cuando un hombre escribía una carta desde un campo decía que se encontraba bien, que no pasaba frío, y pedía, si era posible, que le enviaran ajo y cebolla. Los familiares comprendían que el ajo y la cebolla iban bien para el escorbuto. Nadie hacía mención nunca, en esas cartas, sobre el período de instrucción pasado en la prisión provisional.
Durante las noches de verano de 1937 era particularmente horroroso pasar por delante de la Lubianka y el callejón Komsomolski.
Las calles oscuras y sofocantes estaban desiertas. Los edificios se erguían, negros, con las ventanas abiertas, al mismo tiempo despoblados y llenos de gente. El silencio era todo menos apacible. En las ventanas iluminadas, cubiertas por cortinas blancas, se entreveían sombras; en la entrada las puertas de los coches retumbaban, se encendían los faros. Parecía que la inmensa ciudad estuviera paralizada por la mirada vítrea y brillante de la Lubianka. A Krímov le venían a la memoria personas conocidas. La distancia respecto a ellos no podía medirse en el espacio; existía en otra dimensión. No había fuerza ni en la tierra ni en el cielo capaz de abarcar aquel inmenso abismo, tan profundo como la misma muerte. Pero esas personas no estaban bajo tierra, no reposaban en un ataúd sellado, sino que estaban ahí al lado, vivos, y respiraban, pensaban, lloraban…
Los coches continuaban descargando nuevos arrestados: cientos, miles, decenas de miles de personas desaparecían tras las paredes de la prisión interna de la Lubianka, tras las puertas de Butirka, de Lefortovo.
Nuevas personas eran asignadas para cubrir los puestos de los detenidos, en los raikoms, en los Comisariados del Pueblo, los departamentos militares, la fiscalía, en las clínicas, en las direcciones de las fábricas, en los comités locales y de las fábricas, en las secciones agrícolas, en los laboratorios bacteriológicos, en la dirección de los teatros, en los despachos de constructores aeronáuticos, en los institutos que elaboraban los proyectos de gigantescos centros químicos y metalúrgicos.
Luego, después de un breve periodo de tiempo, ocurría que los mismos que habían cubierto la vacante de los arrestados, enemigos del pueblo, terroristas y saboteadores eran acusados de ser enemigos que hacían doble juego y eran arrestados a su vez. Un camarada de Leningrado le había confiado en un susurro a Krímov que en su celda se encontraban tres secretarios del mismo raikom de Leningrado; cada uno de ellos había desenmascarado a su predecesor como terrorista y enemigo del pueblo. En la celda estaban uno al lado del otro y convivían sin rencor.
Dmitri Sháposhnikov, el hermano de Yevguenia Nikoláyevna, había entrado una vez en este edificio con un pequeño hatillo blanco preparado por su mujer: una toalla, jabón, dos mudas de ropa interior, un cepillo de dientes, calcetines y tres pañuelos. Había franqueado la puerta conservando en la memoria las cinco cifras de su número del carné del Partido, su escritorio de representante comercial en París, el coche cama donde, en su trayecto hacia Crimea, había aclarado su relación con su mujer, bebido agua mineral y hojeado, entre bostezos, El asno de oro.
Obviamente Mitia era inocente. Sin embargo fue encarcelado, mientras que a Krímov jamás le habían molestado.
Un día Abarchuk, el primer marido de Liudmila Sháposhnikova, había pasado también por este pasillo iluminado que conducía de la libertad a la no libertad. Abarchuk se había precipitado, solícito, al interrogatorio para disipar aquel absurdo malentendido. Transcurrieron cinco meses, siete, ocho…, y Abarchuk declaró por escrito: «La idea de matar al camarada Stalin me la sugirió un agente de los servicios secretos alemanes con el que, en su momento, me había puesto en contacto uno de los líderes de la oposición clandestina… La conversación tuvo lugar después de la manifestación del Primero de Mayo en el bulevar Yauzki. Prometí dar una respuesta definitiva al cabo de cinco días y acordamos encontrarnos de nuevo…».
El trabajo que se llevaba a cabo detrás de esas ventanas era increíble, verdaderamente fantástico.
Abarchuk no apartó siquiera la vista cuando un oficial de Kolchak le disparó. Sin embargo le habían obligado a firmar una declaración falsa. Por supuesto, Abarchuk era un verdadero comunista, un comunista cuya solidez había sido probada en tiempos de Lenin. Por supuesto que no era culpable de nada. Aun así, lo habían arrestado y había confesado.
Pero Krímov, en aquella época, no había sido arrestado ni obligado a firmar retractaciones… Sabía, de oídas, cómo ocurrían estas cosas. Le habían llegado informaciones a través de personas que le decían en un susurro: «Recuerda, si se lo cuentas a alguien, ya sea tu mujer o tu madre, estoy perdido».
Había obtenido información de aquellos que, caldeados por el vino e irritados por la presuntuosa estupidez de su interlocutor, de repente, después de soltar alguna palabra comprometida, se interrumpían, y al día siguiente, como quien no quiere la cosa, preguntaban: «Por cierto, ayer no dije demasiadas tonterías, ¿verdad? ¿No te acuerdas? ¡Bueno, tanto mejor!».
También le habían contado algunas cosas las mujeres de los amigos, que iban a los campos a encontrarse con sus maridos.
Pero no eran más que rumores y habladurías. De hecho, a Krímov no le había pasado nada parecido.
Y ahora ahí estaba, esta vez le habían metido en la cárcel. Era increíble, absurdo, inaudito, pero había sucedido. Cuando encarcelaban a los mencheviques, a los socialistas revolucionarios, a los miembros de la guardia blanca, los popes, los jefes kulaks, nunca, ni siquiera por un momento, se había parado a pensar en lo que podían sentir esos hombres al perder la libertad, mientras esperaban la sentencia. No había pensado tampoco en sus mujeres, ni en sus madres, ni en sus hijos.
Ciertamente, cuando los proyectiles comenzaron a impactar más cerca, a mutilar a los suyos y no a los enemigos, no se había mostrado ya tan indiferente: no acababan en la cárcel los adversarios, sino los verdaderos soviéticos, los miembros del Partido.
Y cuando encarcelaron a personas que le eran muy cercanas, gentes de su generación que él consideraba auténticos bolcheviques leninistas, aquello le dejó trastornado, no durmió en toda la noche, acuciado por las dudas de si Stalin tenía derecho a privar así a la gente de libertad, a torturarles y fusilarles. Pensó en los sufrimientos que debían soportar ellos, sus mujeres, sus madres. Al fin y al cabo ya no se trataba de kulaks, no eran guardias blancos, sino bolcheviques leninistas.
Y sin embargo, se las había apañado para tranquilizarte a sí mismo: después de todo a él no le habían metido en la cárcel, no le habían deportado, no había sido obligado a firmar nada ni a confesarse culpable de falsos cargos.
Pero ahora había llegado su turno. Ahora Krímov, el bolchevique leninista, había sido arrestado. Ahora no cabía ningún consuelo, ninguna interpretación, ninguna justificación. Había sucedido.
Ahora ya lo sabía. Los dientes, las orejas, la nariz, las ingles eran objeto de registro en un hombre desnudo. Después el hombre caminaba por el pasillo, patético y ridículo, sujetándose los pantalones que se le caían y los calzoncillos con los botones arrancados. A los miopes les quitaban las gafas y éstos entornaban inquietos los ojos, se los frotaban. El hombre entraba en la celda y se convertía en un ratón de laboratorio, se desarrollaban en él nuevos reflejos: hablaba en susurros, se levantaba del catre, se tendía en él, satisfacía sus necesidades, dormía y soñaba bajo una constante vigilancia. Todo era espantosamente cruel, absurdo, inhumano. Por primera vez comprendió con claridad las terribles cosas que se hacían en la Lubianka. Estaban torturando a un bolchevique, a un leninista, al camarada Krímov.
Pasaban los días y Krímov seguía sin ser interrogado.
Ahora sabía cuándo y qué le darían de comer, las horas de paseo y los días de baño; conocía el olor del tabaco de la prisión, la hora de la inspección, el orden aproximado de los libros de la biblioteca; conocía la cara de los centinelas y se inquietaba mientras esperaba que sus compañeros de celda regresaran del interrogatorio. Katsenelenbogen era al que llamaban más a menudo. A Bogoleyev siempre le llamaban por la tarde.
¡La vida sin libertad! Era una enfermedad. Perder la libertad es como perder la salud. La lámpara estaba encendida, del grifo salía agua, en la escudilla habla sopa. Pero también la luz, el agua y el pan eran especiales: se los daban porque estaba previsto. Cuando el interés de la instrucción lo requería, los detenidos eran privados temporalmente de luz, comida, sueño. En realidad, todo lo que recibían no era por ellos mismos, sino porque el dispositivo funcionaba así.
El anciano huesudo fue llamado una sola vez y cuando volvió del interrogatorio comunicó con arrogancia:
– Después de tres horas de silencio el juez instructor finalmente se ha convencido de que mi apellido es Dreling.
Bogoleyev era siempre amable y hablaba con sus compañeros de celda con respeto; cada mañana les preguntaba por su salud y se interesaba por cómo habían dormido.
Una vez se puso a recitar versos a Krímov, pero después se interrumpió y dijo:
– Lo siento, lo más probable es que no le interese lo más mínimo.
Krímov se rió.
– Para serle honesto, no he comprendido ni una palabra. Hubo un tiempo en que leía a Hegel y lo entendía.
Bogoleyev tenia pavor a los interrogatorios y se ponía hecho un manojo de nervios cada vez que el guardia entraba en la celda y preguntaba: «¿Quién tiene un nombre que comienza por B?». Cuando volvía a la celda parecía más delgado, más pequeño y más viejo. Resumía sus interrogatorios siempre de manera confusa, fragmentaria, con los ojos entornados. Era imposible comprender de qué se le acusaba, si de haber atentado contra la vida de Stalin o de no apreciar las obras inspiradas por el realismo socialista.
Un día el gigante chequista sugirió a Bogoleyev:
– Ayude al amigo a formular su imputación. Le aconsejo algo del tipo: «Sintiendo un odio feroz hacia todo lo que es nuevo, critiqué sin fundamento las obras de arte galardonadas con el premio Stalin». Le caerán, diez años. Y no denuncie a demasiada gente que conozca, eso no le ayudará a salvar el pellejo. Por el contrario, le acusarán de conspiración y será enviado a un campo penitenciario de régimen estricto.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Bogoleyev-. Ellos lo saben todo. ¿Cómo podría ayudarles?
A menudo, siempre en cuchicheos, filosofaba sobre su tema preferido, es decir, que todos éramos personajes de cuento: amenazadores comandantes de división, paracaidistas, admiradores de Matisse y Písarev, miembros del Partido, geólogos, chequistas, edificadores de planes quinquenales, pilotos, constructores de gigantescos complejos metalúrgicos… Y he aquí que nosotros, arrogantes y seguros de nosotros mismos, hemos franqueado el umbral de una casa encantada y una varita mágica nos ha transformado en gorriones, en cochinillos, en ardillas. Sólo necesitamos mosquitos o huevos de hormiga.
Tenía un pensamiento original, extraño y evidentemente profundo, pero en las cuestiones prácticas era mezquino: siempre estaba alerta, temeroso de que le dieran menos comida y peores raciones que a los demás, de que le acortaran el paseo y de que, durante el mismo, alguien se le comiera el pan seco.
La vida estaba llena de acontecimientos, pero al mismo tiempo seguía siendo vacía, irreal. Vivían en el cauce de un río seco. El juez instructor estudiaba los guijarros, las grietas, los desniveles de la orilla. Pero el agua que una vez había moldeado ese cauce ya no existía.
Dreling casi nunca intervenía en las conversaciones, y si hablaba, la mayor parte de las veces lo hacía con Bogoleyev, probablemente porque no pertenecía al Partido.
Pero, incluso con Bogoleyev, se irritaba a menudo.
– Es usted un tipo extraño -le dijo una vez-. Primero, porque se muestra respetuoso y amable con personas a las que desprecia. Segundo, porque cada día me pregunta cómo me encuentro, aunque le resulte indiferente que yo viva o muera.
Bogoleyev alzó los ojos al techo de la celda, alargó los brazos y respondió:
– Escuche.
Y declamó, como cantando:
«¿De qué materia está hecho tu caparazón?»,
pregunté a la tortuga, y ella contestó:
«De miedos acumulados».
¡En el mundo no hay nada más sólido!
– ¿Son suyos los versos? -preguntó Dreling.
Bogoleyev abrió de nuevo los brazos y no respondió.
– El viejo tiene miedo, ha almacenado un montón de miedos -observó Katsenelenbogen.
Después del desayuno Dreling le enseñó la cubierta de un libro a Bogoleyev y le preguntó:
– ¿Le gusta?
– A decir verdad, no -respondió Bogoleyev.
Dreling asintió.
– Yo tampoco soy un entusiasta de esta obra. Plejánov, en cierta ocasión, dijo: «El personaje de la madre creado por Gorki es un icono, y la clase obrera no necesita iconos».
– ¿Qué tienen que ver aquí los iconos? -replicó Krímov-. Generaciones enteras han leído La madre.
Dreling, en un tono de maestra de guardería infantil, explicó:
– Los iconos son necesarios para aquellos que quieren manipular a la clase obrera. Por ejemplo, en vuestros altares comunistas está el icono de Lenin y el del santo Stalin. Nekrásov no necesitaba iconos.
Parecía que no sólo la frente, el cráneo, las manos, la nariz estuvieran torneados por huesos blancos; también sus palabras sonaban como un repiqueteo de huesos.
«Oh, qué canalla», pensó Krímov.
Bogoleyev montó en cólera -Krímov nunca había visto a aquel hombre tímido y amable, siempre comedido, así de enfadado- y exclamó:
– Usted y sus ideas acerca de la poesía se quedaron estancados en Nekrásov. Pero después hemos tenido a Blok, Mandelshtam, Jlébnikov.
– Nunca he leído a Mandelshtam -confesó Dreling-pero Jlébnikov es la decadencia total, una ruina.
– ¡Váyase a paseo! -replicó bruscamente Bogoleyev, y por primera vez elevó el tono de voz-: Me dan náuseas usted y sus máximas de Plcjánov. En esta celda hay marxistas de diferentes tendencias, pero por lo que respecta a la poesía sois todos unos obtusos, no comprendéis nada en absoluto.
Era extraño. A Krímov le afligía en particular la idea de que a ojos de los centinelas, ya fueran los del turno de día o de la noche, él, un bolchevique, un comisario político del ejército, no se diferenciaba en nada del viejo Dreling.
En ese momento él, que detestaba el simbolismo, el decadentismo, que toda su vida había amado a Nekrásov, estaba dispuesto a apoyar a Bogoleyev.
Si el viejo saco de huesos hubiera dicho una sola palabra contra Yezhov, habría justificado sin titubear la ejecución de Bujarin, la deportación de las mujeres que se negaban a denunciar a sus maridos, las horribles condenas, los horribles interrogatorios.
Pero Dreling no dijo nada.
En ese instante entró un centinela para acompañar a éste al baño.
Katsenelenbogen dijo a Krímov:
– Durante cinco días estuvimos los dos solos en esta celda. Estaba más callado que un pez congelado. Una vez le dije: «Tiene gracia, ¿no? Dos judíos de cierta edad pasan juntos las veladas en el caserío de la Lubianka [110] y no intercambian ni una palabra». ¿Y qué hizo él? ¡Siguió callado! ¿A qué viene ese desprecio? ¿Por qué no quiere hablar conmigo? ¿Es una manera de vengarse? ¿Está haciendo teatro? ¿Con qué finalidad? Ya está crecidito para andarse con chiquilladas.
– ¡Es un enemigo! -sentenció Krímov.
Estaba claro que el interés del chequista hacia Dreling no era superficial.
– ¡Es increíble! -dijo-. No le han metido aquí por nada. A sus espaldas tiene el campo penitenciario y por delante la tumba, pero se muestra duro como una roca. ¡Le envidio! Le llaman para interrogarle: ¿quién tiene un nombre que empieza por D? Y se queda callado como un tarugo, no responde. Ha conseguido que le llamen por su nombre. Los superiores entran en la celda, pero aunque le dispararan, él no se levantaría.
Cuando Dreling volvió del baño, Krímov dijo a Katsenelenbogen:
– Ante el tribunal de la historia todo es insignificante. Incluso aquí, usted y yo continuamos odiando a los enemigos del comunismo.
Dreling lanzó a Krímov una mirada de curiosidad burlona.
– ¿Qué tribunal es ése? -preguntó sin dirigirse a nadie-. ¡Ésta es la justicia sumaria de la historia!
Katsenelenbogen se equivocaba al envidiar la fuerza del viejo huesudo, porque aquella fuerza no tenía nada de humano. Lo que calentaba su corazón desolado y vacío era el calor químico de un fanatismo ciego, animal.
Daba la impresión de que no le afectara la guerra que se estaba librando en Rusia, los acontecimientos ligados a ella: nunca pedía noticias del frente, de Stalingrado; no sabía que existían ciudades nuevas y una potente industria. Ya no vivía la vida de un hombre, sino que jugaba una perpetua y abstracta partida de damas que sólo le concernía a él.
Krímov estaba intrigado por Katsenelenbogen: entendía, sentía que era inteligente. Bromeaba, charlataneaba, hacía el tonto; pero sus ojos eran inteligentes, perezosos, estaban cansados. Tenía la mirada de alguien que está de vuelta de todo, que está cansado de vivir y no teme a la muerte.
– Una vez, refiriéndose a la construcción de la vía férrea a lo largo del litoral del océano Ártico, dijo a Krímov:
– Un proyecto increíblemente hermoso -y añadió-: Lo cierto es que llevarlo a cabo le ha costado la vida a decenas de miles de personas.
– ¡Qué horror! -respondió Krímov.
Katsenelenbogen se encogió de hombros.
– ¡Si hubiera visto cómo marchaban las columnas de prisioneros al trabajo! En un silencio sepulcral. El azul y el verde de la aurora boreal sobre sus cabezas, hielo y nieve alrededor, y el bramido del océano negro. ¡Es ahí donde se entiende qué es la potencia!
A veces daba consejos a Krímov:
– Hay que echar una mano al juez instructor. Es nuevo en el oficio y tiene dificultades para salir del paso… Si le ayudas, si le haces alguna sugerencia, te estarás ayudando a ti mismo: te salvarás de cientos de horas de interrogatorios en cadena. De todos modos el resultado será el mismo: la OSO te dará lo establecido.
Krímov intentó replicar, pero Katsenelenbogen contestó:
– La inocencia personal es un vestigio de la Edad Media, es alquimia. Tolstói decía que en el mundo no existen hombres culpables, pero nosotros, los chequistas, hemos elaborado una tesis superior: en el mundo no existen hombres inocentes, no existen individuos que no estén sujetos a jurisdicción. Culpable es todo aquel contra el cual hay una orden de arresto, y ésta se puede emitir contra cualquiera, incluso contra los que se han pasado la vida firmando órdenes contra otros. El Moro ha cumplido su obra, el Moro puede partir.
Katsenelenbogen conocía a muchos amigos de Krímov, algunos de ellos en calidad de procesados en los casos de 1937. Tenía una extraña manera de hablar de personas cuya instrucción había llevado, sin rabia ni emoción: «Un tipo interesante», «un excéntrico», «una persona simpatica».
A menudo mencionaba a Anatole France y la Duma sobre Opanás [111] de Bagritski, le gustaba citar al Benia Krik de Babel, llamaba por sus nombres y patronímicos a los cantantes y bailarinas del Bolshói.
Era un coleccionista de libros raros y, según le contó a Krímov, había adquirido un precioso volumen de Radíschev poco antes del arresto.
– Me gustaría que mi colección fuera donada a la Biblioteca Lenin -dijo una vez-. De lo contrario los libros acabarán desperdigados por culpa de tipos idiotas que no tienen ni la menor idea de su valor.
Estaba casado con una bailarina. Pero parecía que el destino del libro de Radíschev le inquietaba más que la suerte de su mujer, y cuando Krímov se lo hizo notar, el chequista respondió:
– Mi Angelina es una mujer inteligente. Sabe cómo arreglárselas.
Daba la impresión de que lo comprendía todo, pero que no sentía nada. Conceptos sencillos como separación, sufrimiento, libertad, amor, fidelidad conyugal, amargura eran un misterio para él.
En su voz aparecía un rastro de emoción cuando hablaba de sus primeros años de trabajo en la Cheká. «¡Qué tiempos, qué gente!», decía. Todo lo que había constituido la vida de Krímov, en cambio, no le parecía más que charlatanería propagandística.
De Stalin, afirmaba:
– Le admiro más que a Lenin. Es el único ser al que realmente amo.
Pero ¿por qué este hombre, que había participado en la instrucción de los procesos a los líderes de la oposición, que en tiempos de Beria había dirigido una gigantesca obra en un Gulag subantártico, mantenía una actitud tan tranquila y resignada ante el hecho de tener que asistir, en su propia casa, a los interrogatorios nocturnos, sujetándose bajo el abdomen los pantalones sin botones? ¿Por qué tenía una actitud ansiosa, morbosa, en relación con el menchevique Dreling, que lo castigaba con su silencio?
A veces a Krímov le asaltaban las dudas. ¿Por qué se indignaba, se inflamaba, mientras escribía sus cartas a Stalin, para cubrirse después de un sudor helado? El Moro había hecho su obra. Pero todo aquello ya le habla pasado en 1937 a decenas de miles de miembros del Partido parecidos a él, incluso mejores. El Moro había hecho su obra. ¿Por qué encontraba tan repugnante la palabra «denuncia»? ¿Solo porque le habían arrestado por la denuncia de alguien? Sin embargo, él solía recibir las denuncias políticas de los informadores de diversas unidades. Un procedimiento normal, las denuncias de siempre. El soldado Riaboshtan lleva una cruz, llama ateos a los comunistas. ¿Cuánto tiempo sobrevivió el soldado Riaboshtan cuando le enviaron a un batallón disciplinario?
El soldado Gordéyev ha declarado que no cree en la fuerza del armamento soviético, que la victoria de Hitler es inevitable. ¿Cuánto tiempo sobrevivió el soldado Gordéyev en el batallón disciplinario? El soldado Markóvich ha declarado: «Todos los comunistas son ladrones, pero llegará el día en que los liquidaremos a golpe de bayoneta y el pueblo, finalmente, será libre». El tribunal condenó a Markóvich a la pena capital.
Después de todo, él también había sido un delator: había denunciado a Grékov ante la dirección política del frente y si éste no hubiera muerto a causa de una bomba alemana, le habrían enviado ante un pelotón de fusilamiento. ¿Qué sentían, qué pensaban estos hombres cuando eran enviados a los batallones disciplinarios, cuando eran juzgados por tribunales y les interrogaban en las secciones especiales?
Y ¿cuántas veces antes de la guerra se había visto involucrado en asuntos de ese tipo, cuántas veces había escuchado tranquilamente mientras un amigo le decía: «He informado de mi conversación con Piotr al comité del Partido»; «Ha revelado honestamente en la reunión del Partido el contenido de la carta de Iván»; «Lo han convocado y él, como verdadero comunista, ha tenido que contarlo todo, desde los ánimos de los camaradas hasta la carta de Volodia»?
Sí, sí, todo eso había ocurrido.
Y al fin y al cabo, con qué finalidad… Todas esas explicaciones que él había dado de viva voz y por escrito no habían ayudado a nadie a salir de la cárcel. Sólo tenían un verdadero sentido: impedir su propia caída en terreno pantanoso, salvarle.
Había defendido mal, muy mal a sus amigos porque esas historias no le gustaban, las temía y las evitaba por todos los medios. ¿Por qué a veces sentía calor y otras frío? ¿Que quería? ¿Que el guardia de turno en la Lubianka conociera su soledad, que los jueces instructores se deshicieran en suspiros porque la mujer que amaba le había abandonado, que tuvieran en cuenta que por las noches llamaba a Zhenia, que se mordía la mano y que su madre seguía llamándole Nikolenka?
Una noche Krímov se despertó, abrió los ojos y vio a Dreling junto al catre de Katsenelenbogen. La rabiosa luz de la lámpara iluminaba la espalda del viejo prisionero de los campos. También Bogoleyev se despertó y se sentó sobre el catre con la manta sobre las piernas.
Dreling se precipitó hacia la puerta y la golpeó con su puño huesudo, gritando con una voz también huesuda:
– ¡En, guardia! ¡Que venga un médico, rápido! Un detenido ha sufrido un ataque al corazón.
– ¡Silencio! ¡Cállese! -gritó el guardia, que había corrido a mirar por la mirilla.
– ¿Cómo que silencio? ¡Un hombre se está muriendo! -chilló Krímov y, tras saltar de su cama, corrió hacia la puerta y comenzó a golpearla con el puño junto a Dreling.
Se dio cuenta de que Bogoleyev se había vuelto a acostar y se había cubierto con una manta, como si temiera mezclarse en aquel episodio nocturno.
Enseguida se abrió la puerta y en la celda irrumpieron varios hombres.
Katsenelenbogen yacía sin conocimiento. A los guardias les llevó un largo rato instalar su enorme cuerpo en la camilla.
Al día siguiente por la mañana Dreling preguntó de improviso a Krímov:
– Dígame, ¿se ha encontrado usted a menudo, en su calidad de comisario político, con manifestaciones de descontento en el frente?
– ¿De qué descontento habla? -le replicó Krímov-. ¿Por qué?
– Me refiero al descontento respecto a la política bolchevique de los koljoses, a la dirección general de la guerra; en definitiva, a cualquier manifestación de descontento político.
– Ni una sola vez. Nunca me he encontrado con el menor indicio de una actitud semejante -afirmó Krímov.
– Ah, ya entiendo, me lo imaginaba -concluyó Dreling, y asintió satisfecho.
La idea de cercar a los alemanes en Stalingrado se consideraba un golpe de genialidad.
La concentración secreta de tropas en los flancos de los ejércitos de Paulus repetía un principio nacido en los tiempos en que los primeros hombres, con los pies desnudos, la frente baja, la mandíbula prominente, se deslizaban a través de los arbustos y rodeaban las cuevas que habían usurpado los forasteros venidos de los bosques. ¿Qué era lo sorprendente? ¿La diferencia entre el garrote y la artillería de largo alcance? ¿O la inmutabilidad de ese principio a lo largo de los siglos?
Pero ni la desesperación ni el asombro han logrado hacer comprender que el movimiento en espiral de la humanidad, aunque alargue sus giros, mantiene un eje invariable.
En cualquier caso, si bien el principio del cerco, que constituía la esencia del plan de Stalingrado, no era nuevo, es indiscutible el mérito de aquellos que idearon el ataque seleccionando con inteligencia las zonas donde se aplicaría el viejo método. Escogieron bien el momento de entrar en acción, instruyeron y dispusieron hábilmente los ejércitos. Otro de los méritos de los organizadores de la ofensiva fue la magistral interacción entre tres frentes: el del suroeste, el del Don y el de Stalingrado. Una de las tareas más arduas fue la concentración secreta de las tropas en la estepa desprovista de camuflajes naturales; Entretanto, fuerzas del norte y el sur se preparaban, deslizándose a lo largo de los flancos derecho e izquierdo de los alemanes, para coincidir en las inmediaciones de Kalach, cercar al enemigo, romper los huesos y oprimir el corazón y los pulmones del ejército de Paulus. Se invirtieron esfuerzos abrumadores en la elaboración de los detalles de la operación, en obtener información sobre el armamento, las tropas, las retaguardias y las líneas de comunicación del enemigo.
Sin embargo, en la base de este trabajo en el que participaban el comandante supremo, el mariscal Iósif Stalin; los generales Zhúlcov, Vasilievski, Vóronov, Yeremenko, Rokossovski y muchos oficiales de talento del Estado Mayor General, estaba el principio del cerco del enemigo, introducido en la práctica militar por los velludos hombres primitivos.
Se puede reservar la denominación de «genio» para aquellos que introducen en la vida ideas nuevas, ideas que se refieren a la sustancia y no al envoltorio, al eje y no a las espirales en torno al eje. Pero desde los tiempos de Alejandro Magno las innovaciones estratégicas y tácticas no tienen nada que ver con ese tipo de proezas divinas. Abrumada por el carácter monumental de las operaciones militares, la conciencia humana tiende a identificar las grandiosas batallas con las conquistas mentales de sus jefes militares.
La historia de las batallas muestra que los jefes militares no han introducido variantes significativas en las operaciones relacionadas con la ruptura de la defensa, el acoso, el cerco, la liquidación del enemigo: adoptan y ponen en práctica los principios que ya conocían los hombres de Neardenthal, aplicados, al fin y al cabo, por los lobos que cercan a las tropas y por las tropas que intentan defenderse de los lobos.
Un enérgico director de fábrica que conozca su oficio garantizará el aprovisionamiento necesario de materias primas y combustible, la intercomunicación entre los talleres, y respetará decenas de otras condiciones, pequeñas y grandes, indispensables para hacer que la fábrica sea productiva.
Pero cuando los historiadores declaran que la actividad del director ha establecido los principios de la metalurgia, de la electrotécnica, del análisis radiológico del metal, la mente de aquel que estudia la historia de la fábrica empieza a disentir: los rayos X no fueron descubiertos por nuestro director, sino por Röntgen… y los altos hornos existían antes de nuestro director.
Los verdaderos descubrimientos científicos hacen a los hombres más sabios que la naturaleza. La naturaleza aprende a conocerse en estos descubrimientos, a través de ellos. La gloria del hombre reside en las innovaciones de Galileo, Newton, Einstein, en el conocimiento del espacio, el tiempo, la materia y la energía. Con estos descubrimientos el hombre ha creado una profundidad y una altura superiores a las existentes en la naturaleza y de este modo ha contribuido a un mejor conocimiento de la naturaleza misma, a su enriquecimiento.
Se pueden considerar menos importantes, de segunda categoría, aquellos descubrimientos donde los principios existentes, tangibles, visibles, formulados por la naturaleza, son reproducidos por el hombre.
El vuelo de los pájaros, el movimiento de los peces, la oscilación del cardo corredor y el giro de los cantos rodados, la fuerza del viento que hace balancear los árboles y mece sus ramas, la retropropulsión de las holoturias: todo esto es expresión de una ley tangible y clara. El hombre extrae el principio de un fenómeno, lo extrapola a su esfera y lo desarrolla conforme a sus posibilidades y exigencias.
Esas actividades son de una importancia capital para la existencia de aviones, turbinas, motores de reacción, misiles. No obstante, la humanidad debe su creación a su talento, no a su genio.
Los descubrimientos que utilizan principios descubiertos, cristalizados por los hombres, y no por la naturaleza -el principio de los campos electromagnéticos, por ejemplo-, que encuentran su aplicación y su desarrollo en la radio, la televisión, los radares, forman parte de los descubrimientos de segunda categoría. Lo mismo sucede con la liberación de la energía atómica. Fermi, el descubridor de la pila atómica de uranio, no puede aspirar al título de genio, aunque su descubrimiento haya inaugurado una nueva era en la historia mundial.
En los descubrimientos aún menores, de tercera categoría, el hombre aplica aquello que ya existe en su esfera de actividad; por ejemplo, instala un nuevo motor en una aeronave, sustituye el motor de vapor de un barco por uno eléctrico, o el eléctrico por uno atómico.
Es ahí, en esta tercera categoría, donde hay que situar la actividad humana en la esfera del arte militar, donde nuevas condiciones técnicas interactúan con viejos principios. Sería absurdo negar la importancia de un general cuando se libra una batalla. Sin embargo, no sería justo atribuirle la calificación de genio, un apelativo que resultaría estúpido en relación con un ingeniero de fábrica, pero que aplicado a un general se convierte además en dañino y peligroso.
Dos martillos, uno al norte y otro al sur, cada uno compuesto por millones de toneladas de metal y de sangre humana, aguardaban la señal.
Las primeras en lanzar la ofensiva fueron las fuerzas dispuestas al noroeste de Stalingrado. El 19 de noviembre de 1941 a las 7.30 de la mañana, comenzó un bombardeo masivo de artillería a lo largo de los frentes del suroeste y del Don que duró alrededor de ochenta minutos. Un diluvio de fuego llovió sobre las posiciones ocupadas por las unidades del 3.er Ejército rumano.
A las 8.50 entraron en combate la infantería y los tanques. La moral de los soldados soviéticos era insólitamente alta. La 76ª División de Infantería marchó al ataque al son de una marcha.
Al mediodía habían roto la primera línea de defensa enemiga. El combate se desplegó sobre un territorio inmenso. El 4° Cuerpo del ejército rumano fue derrotado. La I ª División de Caballería rumana había sido separada y aislada de las demás unidades del 3.er Ejército en la zona de Kráinaya.
El 5° Ejército de Tanques soviético inició la ofensiva desde las colinas, a treinta kilómetros al suroeste de Serafímovich, rompió las posiciones del 2° Cuerpo del ejército rumano y, tras un veloz repliegue hacia el sur, ya a mediodía, tomó las posiciones elevadas al norte de Perelazovski. Los cuerpos de tanques y caballería soviéticos conquistaron al atardecer Gusinki y Kalmikov, penetrando sesenta kilómetros en la retaguardia del ejército rumano.
Veinticuatro horas más tarde del inicio de la ofensiva, al alba del 20 de noviembre, les llegó el turno de atacar a las fuerzas concentradas en las estepas calmucas, al sur de Stalingrado.
Nóvikov se despertó mucho antes del amanecer, pero estaba tan angustiado que no se dio ni cuenta.
– ¿Quiere té, camarada comandante del regimiento? -preguntó Vershkov con una voz solemne y discreta a la vez.
– Sí, dígale al cocinero que me prepare unos huevos,
– ¿Cómo los quiere, camarada coronel?
Nóvikov guardó silencio, se quedó pensativo y Vershkov creyó que el coronel estaba absorto en sus pensamientos y no había oído su pregunta.
– Al plato -respondió al fin Nóvikov, y miró el reloj-. Vaya a ver si Guétmanov se ha levantado; en media hora partimos.
Parecía no ser consciente de que dentro de una hora y media comenzaría el bombardeo, que cientos de motores de aviones de asalto y bombarderos invadirían el cielo con sus zumbidos, que los zapadores se deslizarían para cortar los alambres y barrer los campos de minas, y la infantería, arrastrando las ametralladoras, correría por las colinas sumergidas en la niebla, tantas veces observadas a lo lejos con los binóculos. Parecía que, en aquella hora, no se sintiera unido a Belov, Makárov y Kárpov. Parecía haber olvidado que el día antes, los tanques soviéticos habían penetrado en la brecha abierta por la artillería y la infantería en el frente alemán y habían avanzado decididamente en dirección a Kalach, y que dentro de unas horas sus tanques se moverían desde el sur al encuentro de los que procedían del norte para cercar el ejército de Paulus.
No pensaba en el comandante del frente ni en la posibilidad de que Stalin mencionara su nombre en la orden del día siguiente. No pensaba en Yevguenia Nikoláyevna, no recordaba el amanecer en Brest-Litovsk, cuando corría hacia el aeropuerto y en el cielo brillaban los primeros fuegos de la guerra. No pensaba en ello, pero todo aquello estaba en él.
Dudaba si calzarse las botas nuevas o las gastadas, no quería olvidarse la pitillera, pensaba que aquel hijo de perra le había traído otra vez el té frío. Comía los huevos y con un trozo de pan rebañaba con esmero la mantequilla derretida en la sartén.
– He cumplido sus órdenes -informó Vershkov, y luego, en tono confidencial, añadió-: Le pregunté al soldado si el comisario estaba allí y me contestó: «¿Y dónde iba a estar? Duerme con su hembra».
El soldado había utilizado una palabra más fuerte que «hembra», pero Vershkov no consideró oportuno repetírsela al comandante del cuerpo.
Nóvikov guardaba silencio y con la yema del dedo recogía las migas de pan sobre la mesa.
Poco después entró Guétmanov.
– ¿Una taza de té? -le propuso Nóvikov.
Con la voz entrecortada Guétmanov dijo:
– Es hora de partir, Piotr Pávlovich. Ya hemos tenido suficiente té y azúcar; hay que combatir a los alemanes. «Vaya, un tipo duro», pensó Vershkov. Nóvikov entró en la parte de la casa que albergaba el Estado Mayor, habló con Neudóbnov sobre las comunicaciones y la transmisión de las órdenes, y examinó el mapa.
La engañosa quietud de la noche le recordó a Nóvikov su infancia transcurrida en el Donbass. Pocos minutos antes de que el aire se llenara del sonido de sirenas y bocinas y que la gente se encaminara a la entrada de las minas y las fábricas, todo parecía sumido en el sueño. Pero el pequeño Peria Nóvicov, que se despertaba antes de que sonara la sirena, sabía que cientos de manos buscaban a tientas las botas en la oscuridad, mientras las mujeres con los pies descalzos se deslizaban por el suelo y hacían Tintinear la vajilla sobre los hornos de hierro fundido.
– Vershkov -llamó-, haz que lleven mi tanque al puesto de observación; hoy lo necesitaré.
– A sus órdenes -respondió Vershkov-, lo cargaré con sus cosas y las del comisario.
– No olvide el cacao -le advirtió Guétmanov,
Neudóbnov salió al zaguán con el capote echado sobre los hombros.
– Acaba de telefonear el teniente general Tolbujin. Quería saber sí el comandante del cuerpo había salido para ir al puesto de observación.
Nóvikov asintió y dio una palmada en la espalda al conductor.
– En marcha, Jaritónov.
Una vez en la carretera salieron del pueblo y dejaron atrás la última casa, giraron abruptamente a la derecha, luego a la izquierda, y después avanzaron en dirección oeste, adentrándose entre las blancas manchas de nieve y la maleza de la estepa.
Pasaron a lo largo de las cañadas donde estaban concentrados los tanques de la primera brigada.
De repente Nóvikov ordenó a Jaritónov: «Detente». Saltó del jeep y se acercó a los tanques que se perfilaban confusamente en la oscuridad.
Caminó sin dirigir la palabra a nadie, mirando fijamente las caras de los soldados. Tenía clavada en la mente la imagen de los jóvenes reclutas, todavía con los cabellos largos, que había visto hacía poco en la plaza del pueblo. No eran más que niños y en el mundo todo se confabulaba para enviarlos bajo el fuego: las instrucciones del Estado Mayor General, la orden del comandante del frente, la orden que él impartiría dentro de una hora a los comandantes de las brigadas, los discursos que habían escuchado de los instructores políticos, lo que habían leído en los poemas y en los artículos del periódico. ¡Al ataque, al ataque! Y en el oeste los hombres aguardaban para golpearles, despedazarlos, aplastarlos bajo las orugas de sus tanques.
«Va a celebrarse una boda», pensó. Si, pero una boda sin vino dulce, sin armónicas. «Amargo» [112], gritaría Nóvikov, y los novios de diecinueve años besarían sin esconderse y con respeto a las novias.
Nóvikov tenia la impresión de que caminaba entre sus hermanos, sus sobrinos, los hijos de los vecinos, y que miles de mujeres, jóvenes y viejas invisibles, estaban mirándoles.
Las madres rechazan el derecho de un hombre a enviar a la muerte a otro hombre durante la guerra. Pero también en la guerra se encuentran hombres que pertenecen a esta resistencia clandestina de las madres. Hombres que dicen: «Quédate aquí un momento. ¿Dónde quieres ir? ¿No oyes el fuego ahí fuera? Mi informe puede esperar. Pon el hervidor en el fuego». Hombres que dicen a sus superiores por teléfono: «A sus órdenes, haremos avanzar a una ametralladora», y después de colgar el auricular, dicen: «¿Para qué vamos a hacer que avance un ametrallador al tuntún? Me matarán a un buen hombre».
Nóvikov volvió al coche. Tenía una expresión severa y sombría, como si hubiera absorbido en él la oscuridad húmeda de aquel amanecer de noviembre. Cuando el jeep se puso en marcha, Guétmanov le lanzó una mirada comprensiva y le dijo:
– Sabes, Piotr Pávlovich, quiero decirte esto justamente hoy: te quiero, tengo confianza en ti.
Reinaba un silencio denso, indivisible, y en el mundo parecía que no existiera la estepa, ni la niebla, ni el Volga; sólo un perfecto silencio. Entre las nubes oscuras brilló veloz un relámpago, luego la niebla gris se volvió purpúrea y de repente los truenos invadieron cielo y tierra…
Los cañones cercanos y los lejanos unieron sus voces; el eco reforzaba su vínculo, amplificaba el polifónico entrelazamiento de voces que llenaba el gigantesco contenedor del espacio en el que se desplegaba la batalla.
Las casitas de adobe temblaban, trozos de arcilla se desprendían de las paredes y caían al suelo sin hacer ruido. En los pueblos de las estepas las puertas de las isbas comenzaron a abrirse y cerrarse por sí solas, mientras el ahora frágil hielo del lago se agrietaba.
Un zorro corría, meneando su pesada cola de abundante pelo sedoso, y la liebre en lugar de huir de él le seguía; en el aire se levantaban en vuelo, agitando las alas pesadas, aves rapaces nocturnas y diurnas, tal vez reunidas por primera vez… Los lirones soñolientos que salían de sus madrigueras parecían abuelos desgreñados escapando de una isba incendiada.
Probablemente en los puestos de combate la temperatura del húmedo aire matutino subió un grado a causa de las miles de ardientes piezas de artillería.
Desde el punto de observación de primera línea se distinguían con nitidez las explosiones de los obuses soviéticos, las espirales de oleoso humo amarillo y negro retorciéndose en el aire, las fuentes de tierra y nieve sucia, la blancura lechosa del fuego de acero.
La artillería enmudeció. Una nube de humo mezclaba con lentitud sus jirones deshidratados y ardientes con el húmedo frío de la estepa.
Enseguida el cielo se llenó de un nuevo sonido, estruendoso, amplio, tenso: los aviones soviéticos se dirigían hacia el oeste. Su zumbido, sus rugidos y bramidos hacían físicamente tangible la grandiosa profundidad dei ciego cáelo nebuloso. Los aviones de asalto blindados y los cazas volaban casi a ras de suelo, presionados contra la superficie por la capa baja de nubes, mientras en las nubes y por encima de ellas mugían con voz de bajo los invisibles bombarderos.
Los alemanes en el cielo sobre Brest-Litovsk, los rusos sobre la estepa del Volga…
Nóvikov no pensaba, no recordaba, no comparaba. Lo que sentía era más importante que los recuerdos, las comparaciones, los pensamientos.
Se hizo el silencio. Los hombres que aguardaban para dar la señal de ataque y los hombres dispuestos a abalanzarse sobre las posiciones rumanas al oír la señal fueron engullidos por el silencio.
En aquella calma parecida a un remoto mar sordo y mudo, en aquellos segundos se determinaba el rumbo de la historia. Qué belleza, qué felicidad poder participar en la batalla decisiva para el destino de tu patria. Qué sensación penosa y tremenda era levantarse de cuerpo entero ante la muerte, no esconderse ya de ella sino correr a su encuentro. Qué espantoso es morir joven. ¡Vivir, ganas de vivir! No existe en el mundo deseo más intenso que el de salvar una vida joven, una vida apenas vivida todavía. Ese deseo no vive en los pensamientos, es más fuerte que el pensamiento; existe en la respiración, en las aletas de la nariz, en los ojos, en los músculos, en la hemoglobina de la sangre que devora ávida el oxígeno. Es un deseo de tal magnitud que no se puede comparar con nada, cualquier medida es inadecuada. El miedo. El miedo antes del ataque…
Guétmanov emitió un suspiro hondo y jadeante; miró a Nóvikov, el teléfono de campaña, el radiotransmisor.
La cara del coronel le sorprendió: no era la cara del hombre que había conocido durante los últimos meses. Y sin embargo, lo había visto enfadado, preocupado, altivo, alegre, sombrío.
Las baterías rumanas que todavía no habían sido abatidas volvían a la vida una tras otra, disparando ráfagas de fuego desde la retaguardia hacia la línea del frente. Potentes cañones antiaéreos abrieron fuego contra objetivos terrestres.
– Piotr Pávlovich -pronunció Guétmanov profundamente emocionado-. ¡Es la hora! La suerte está echada.
A él, la necesidad de sacrificar a hombres por la causa siempre le había parecido natural, indiscutible, y no sólo en tiempo de guerra.
Pero Nóvikov ganaba tiempo: mandó que le pusieran en contacto con Lopatin, el comandante del regimiento de artillería pesada que había estado despejando el camino para sus tanques.
– Ten cuidado, Piotr Pávlovich -dijo Guétmanov, señalando su reloj-. Tolbujin te va a comer vivo.
Nóvikov se resistía a admitir ante sí mismo, y menos aún ante Guétmanov, aquel sentimiento vergonzoso y ridículo.
– Me preocupan los tanques -se justificó-. Perderemos un gran número. No tardaré más que unos minutos; los T-34 son máquinas tan espléndidas… Aplastaremos las baterías antiaéreas y antitanque, las tenemos ya en la palma de la mano.
La estepa humeaba ante ellos y los hombres, a su lado, en la trinchera, le miraban fijamente, sin apartar la vista; los comandantes de las brigadas esperaban sus órdenes por radio. Se había apoderado de Nóvikov su pasión profesional de coronel avezado en la guerra, su burda ambición le hacía estremecerse de impaciencia; Guétmanov le instigaba y él temía a los superiores.
Sabía muy bien que las palabras que había dirigido a Lopatin no serían estudiadas en el Estado Mayor General ni entrarían en los manuales de historia, no suscitarían las alabanzas de Stalin y Zhúkov, y tampoco le acercarían a la anhelada Orden de Suvórov.
Existe un derecho superior al de mandar a los hombres a la muerte sin pensar: el derecho a pensárselo dos veces antes de enviar a los hombres a la muerte.
Nóvikov había ejercido esa responsabilidad.
En el Kremlin Stalin esperaba los informes del general Yeremenko comandante en jefe del frente de Stalingrado.
Miró el reloj: la preparación de la artillería acababa de terminar, la infantería había avanzado y las unidades móviles estaban preparadas para penetrar en la brecha abierta por la artillería. Los aviones bombardeaban la retaguardia, las carreteras y los aeródromos.
Diez minutos antes había hablado con Vatutin: el avance de las unidades de blindados y de la caballería al norte de Stalingrado había superado cualquier previsión.
Tomó en la mano un lápiz y miró el teléfono, que continuaba mudo. Deseaba trazar sobre el mapa el movimiento apenas iniciado en el flanco sur, pero una sensación de superstición le obligó a apartar el lápiz. Sentía con claridad que Hitler, en esos instantes, estaba pensando en él y que, a su vez, sabía que él, Stalin, estaba pensando en Hitler.
Churchill y Roosevelt confiaban en él, pero Stalin sabía que su confianza no era incondicional. Le sacaba de quicio que, aunque le consultaran de buena gana, siempre se pusieran de acuerdo previamente entre ellos. Sabía que las guerras van y vienen, pero la política permanece. Admiraban su capacidad lógica, sus conocimientos, la lucidez de sus reflexiones, pero veían en él a un político asiático y no a un líder europeo, y eso le disgustaba.
De improviso recordó los ojos penetrantes de Trotski, su despiadada inteligencia, la arrogancia de sus párpados semicerrados, y por primera vez lamentó que no estuviera ya en el reino de los vivos: habría oído hablar de este día. Stalin se sentía feliz, rebosante de fuerza física, no tenía ya en la boca ese repugnante sabor a plomo, tampoco tenía el corazón oprimido. Para él la sensación de vivir se confundía con el bienestar. Tras el estallido de la guerra Stalin había experimentado una sensación de angustia física que no le abandonaba nunca, ni siquiera cuando veía a sus mariscales paralizados por el terror ante el estallido de su ira, o cuando miles de personas en pie le aclamaban en el teatro Bolshói. Tenía la continua sensación de que las personas de su entorno recordaban aún su desconcierto durante el verano de 1941 y se mofaban de el a sus espaldas.
Un día, en presencia de Mólotov, se había cogido la cabeza entre las manos, balbuceando: «Qué hacer…, qué hacer…». Durante una reunión del Consejo del Estado para la Defensa se le quebró la voz y todos bajaron la mirada. Cuántas veces había dado órdenes sin sentido y había advertido que su absurdidad era evidente para todos. El 3 de julio había sorbido nerviosamente agua mineral mientras pronunciaba un discurso por la radio y las ondas habían transmitido su nerviosismo. A finales de julio Zhúkov le había llevado la contraria ásperamente y él, por un instante, se apocó y se limitó a decir: «Haga lo que crea mejor». A veces le entraban ganas de delegar en aquellos que había exterminado en 1937, en Ríkov, Kámenev, Bujarin: que dirijan ellos el ejército, el país.
A veces también le asaltaba un sentimiento extraño y espantoso: tenía la impresión de que los enemigos que debía derrotar en el campo de batalla no eran sólo los enemigos actuales. Detrás de los tanques de Hitler, entre el polvo y el humo, emergían todos aquellos que creía haber castigado, domado y aplacado para siempre. Salían de la tundra, despedazaban el hielo eterno que se había cerrado sobre ellos, cortaban las alambradas. Convoyes cargados de gente resucitada venían de Kolymá, de la región de Komi. Mujeres y niños campesinos se levantaban de la tierra con caras espantadas, tristes, demacradas, y andaban, andaban, buscándolo con ojos mansos y doloridos. Stalin sabía mejor que nadie que no sólo la historia juzga a los vencidos.
En ciertos momentos Beria le resultaba insoportable porque le parecía que comprendía sus pensamientos.
Todas aquellas impresiones desagradables, aquellas debilidades, no duraban demasiado, como máximo algunos días, afloraban sólo a ratos. Pero la sensación de abatimiento no le abandonaba, el ardor de estómago le angustiaba, le dolía la nuca y a veces padecía vértigos preocupantes.
Miró de nuevo el teléfono: era hora de que Yeremenko le anunciara la ofensiva de los tanques.
La hora de su poder había llegado. En aquellos minutos se decidía el destino del Estado fundado por Lenin; a la fuerza centralizada del Partido se le ofrecía la posibilidad de realizarse con la construcción de enormes fábricas, de centrales atómicas y estaciones termonucleares, de aviones a reacción y de turbohélice, de cohetes cósmicos e intercontinentales, de rascacielos, palacios de la ciencia, nuevos canales y mares, de carreteras y ciudades más allá del Círculo Polar. Estaba en juego el destino de países como Francia y Bélgica, ocupados por Hitler, de Italia, de los Estados escandinavos y de los Balcanes; se decidía la sentencia de muerte de Auschwitz y Buchenwald, así como la apertura de los novecientos campos de concentración y de trabajo creados por los nazis.
Se decidía la suerte de los prisioneros de guerra alemanes que serían deportados a Siberia. Se decidía la suerte de los prisioneros de guerra soviéticos en los campos de concentración alemanes, quienes gracias a la voluntad de Stalin compartirían, después de su liberación, el destino de los prisioneros alemanes.
Se decidía la suerte de los calmucos y de los tártaros de Crimea, de los chechenos y los balkares deportados por orden de Stalin a Siberia y Kazajstán, que habían perdido el derecho a recordar su historia, a enseñar a sus hijos en su lengua materna. Se decidía la suerte de Mijoels y su amigo, el actor Zuskin, de los escritores Berguelsón, Márkish, Féfer, Kvitko, Nusinov, cuyas ejecuciones debían preceder al funesto proceso de los médicos judíos con el profesor Vovsi a la cabeza. Se decidía la suene de los judíos salvados por el Ejército Rojo, contra los cuales, en el décimo aniversario de la victoria popular de Stalingrado, Stalin descargaría la espada del aniquilamiento que había arrancado de las manos de Hitler. Se decidía el destino de Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Rumania. Se decidía el destino de los campesinos y obreros rusos, la libertad del pensamiento ruso, de la literatura y la ciencia rusas.
Stalin estaba emocionado. En aquella hora la futura potencia del Estado se fundía con su voluntad.
Su grandeza, su genialidad no existían por sí solas, independientemente de la grandeza del Estado y de las fuerzas armadas. Los libros que había escrito, sus trabajos científicos, su filosofía tendrían sentido, se convertirían en objeto de estudio y admiración por parte de millones de personas sólo si el Estado vencía.
Le pusieron en contacto con Yeremenko.
– Bueno, ¿cómo va por ahí? -preguntó Stalin sin saludarle siquiera-, ¿Han salido los tanques?
Yeremenko, al oír la voz rabiosa de Stalin, apagó precipitadamente el cigarrillo.
– No, camarada Stalin. Tolbujin está ultimando la preparación de la artillería. La infantería ha limpiado la primera línea. Los tanques todavía no han penetrado en la brecha.
Stalin lanzó una serie de improperios y colgó el teléfono.
Yeremenko volvió a encender el cigarrillo y llamó al comandante del 51° Ejército.
– ¿Por qué no han salido aún los tanques? -pregunto. Tolbujin sujetaba con una mano el auricular y se secaba con un enorme pañuelo, que tenía en la otra, el sudor que le corría por el pecho. Llevaba la guerrera desabotonada, y del cuello abierto de la camisa de un blanco inmaculado, le sobresalían los pesados pliegues de grasa en la base del cuello. Se sobrepuso al jadeo y respondió con la lentitud propia de un hombre obeso que comprende no solo con la mente, sino también con todo el cuerpo, que toda agitación le resulta nefasta:
– El comandante del cuerpo de tanques me acaba de informar de que hay baterías enemigas en su camino que todavía están operativas. Ha pedido algunos minutos para abatirlas con el fuego de la artillería pesada.
– ¡Dé la contraorden! -respondió bruscamente Yeremenko-. ¡Que ataquen los tanques de inmediato! Infórmeme dentro de tres minutos.
– A sus órdenes -respondió Tolbujin.
Yeremenko quiso insultar a Tolbujin, pero en lugar de eso le preguntó de pronto:
– ¿Por qué jadea? ¿Está enfermo?
– No, no, me encuentro bien, Andréi Ivánovich; acabo de desayunar.
– Adelante, entonces -dijo Yeremenko y, tras colgar el auricular, observó-: Dice que ha desayunado y no puede respirar…
Luego blasfemó durante un largo rato, lanzando expresivos insultos.
Cuando sonó el teléfono en el puesto de mando, apenas audible a causa de la artillería que había reanudado el ataque, Nóvikov comprendió que se trataba del comandante del ejército y que iba a exigirle que los tanques penetraran en la brecha.
Escuchó a Tolbujin y pensó: «¡Me lo imaginaba!», y dijo: «¡Sí, camarada general, a sus órdenes!».
Sonrió en dirección a Guétmanov.
– Es igual, todavía necesitamos cuatro minutos.
Tres minutos después Tolbujin telefoneó de nuevo y, esta vez sin jadear, clamó:
– ¿Está de broma, camarada coronel? ¿Por qué oigo fuego de artillería? ¡Cumpla las órdenes!
Nóvikov ordenó a la radiotelefonista que le pusiera en contacto con el comandante del regimiento de artillería Lopatin. Oía la voz de Lopatin, pero guardaba silencio y seguía el movimiento del segundero en su reloj en espera del plazo fijado.
– ¡Qué hombre! -exclamó Guétmanov con sincera admiración.
Un minuto más tarde, cuando hubo cesado el fuego de la artillería pesada, Nóvikov se puso los auriculares y llamó al comandante de la brigada de tanques que debía ser la primera en avanzar por la brecha.
– ¡Belov! -exclamó.
– Le escucho, camarada coronel.
Nóvikov, abriendo la boca con un grito iracundo y ebrio, aulló:
– ¡Belov, al ataque!
La niebla se volvió más espesa por el fuego azulado, el aire zumbó por el rumor de los motores y el cuerpo de tanques se precipitó hacía la brecha del frente enemigo.
Los objetivos de la ofensiva rusa se hicieron evidentes para el comando alemán del Grupo de Ejércitos B cuando, al amanecer del 20 de noviembre, la artillería retumbó en la estepa calmuca y las unidades de choque del frente de Stalingrado, dispuestas más al sur de la ciudad, pasaron al ataque contra el 4° Ejército rumano desplegado en el flanco derecho de Paulus.
El cuerpo de tanques, activo en el flanco izquierdo de las tropas de asalto soviéticas, penetró en la brecha abierta entre los lagos Tsatsa y Barmantsak, y acto seguido se lanzó al noroeste en dirección a Kalach, al encuentro de los cuerpos de tanques y de caballería que combatían en los frentes del Don y del suroeste.
En la tarde del 20 de noviembre las unidades soviéticas que avanzaban desde Serafímovich habían llegado más al norte de Surovíkino, y constituían una amenaza para las líneas de comunicación de Paulus.
Sin embargo el 6° Ejército de Paulus todavía no era consciente del peligro del cerco. A las seis de la tarde del día 19 el Estado Mayor de Paulus comunicaba al comandante del Grupo de Ejércitos B, el barón Von Weichs, que el 20 de noviembre tenía la intención de continuar las actividades de reconocimiento que ciertas subdivisiones habían emprendido en Stalingrado.
Aquella misma noche, Paulus recibió la orden de Von Weichs de interrumpir las operaciones ofensivas en Stalingrado y concentrar las unidades blindadas y de infantería, así como las armas antitanque, escalonándolas detrás de su flanco izquierdo para lanzar un ataque en dirección noroeste.
Esta orden, que Paulus recibió a las diez de la noche, marcaba el final de la ofensiva alemana en Stalingrado.
La vertiginosa sucesión de acontecimientos hizo que la orden perdiera sentido.
El 21 de noviembre los grupos de ataque soviéticos procedentes de Serafímovich y Klétskaya se unieron y efectuaron un giro de noventa grados respecto a su posición inicial, moviéndose hacia el Don, en la región de Kalach, y más al norte, directamente hacia la retaguardia del ejército de Paulus.
Aquel día, cuarenta tanques soviéticos aparecieron en la elevada orilla occidental del Don, a pocos kilómetros de Golubinskaya, donde estaba emplazado el cuartel general de Paulus. Otro grupo de tanques tomó rápidamente el puente que cruzaba el Don: la defensa alemana confundió a la unidad de tanques soviética con un destacamento de entrenamiento, equipado con medios confiscados al enemigo, que a menudo utilizaba aquel puente. Los tanques soviéticos entraron en Kalach. Se trazaba así el cerco a dos ejércitos alemanes: el 6° de Paulus y el 4° blindado de Hoth.
Una de las mejores unidades de combate de Paulus, la 384ª División de Infantería, adoptó una posición de defensa orientando el frente del propio dispositivo hacia el noroeste.
En aquel mismo momento el ejército de Yeremenko, que había partido desde el sur, aplastaba a la 29ª División Motorizada alemana, abatía el 6° Cuerpo del ejército rumano y avanzaba entre los ríos Chervlennaya y Donskaya Tsaritsa hacia la vía férrea que unía Kalach y Stalingrado.
Poco antes del anochecer los tanques de Nóvikov se acercaron a un núcleo de resistencia rumana fuertemente fortificado.
Esta vez Nóvikov no titubeó, no se aprovechó de la oscuridad nocturna para concentrar a escondidas, furtivamente, los tanques antes de lanzarlos al ataque. A una orden suya, los tanques, los cañones autopropulsados, los carros blindados y los camiones de la infantería motorizada encendieron simultáneamente los faros.
Cientos de luces deslumbrantes, cegadoras, quebraron la noche. Una enorme masa de máquinas salió de la oscuridad de la estepa, ensordeciendo con su rugido, con las descargas de sus cañones y las ráfagas de las ametralladoras, cegando con su luz lacerante, paralizando a la defensa rumana, sembrando el pánico.
Después de una breve batalla, los tanques continuaron su avance.
En la mañana del 22 de noviembre, los tanques soviéticos procedentes de las estepas calmucas irrumpieron en Buzinovka. Aquella misma noche, las secciones acorazadas soviéticas que se habían movido desde el sur y el norte unieron sus fuerzas al este de Kalach, en la retaguardia de los ejércitos alemanes de Paulus y Hoth. El 23 de noviembre, varias formaciones de fusileros habían tomado posiciones en los ríos Chir y Aksái, y cubrían eficazmente los flancos de los grupos de asalto.
El objetivo que el alto mando del ejército había marcado a las tropas se había cumplido: las fuerzas alemanas habían sido cercadas en el transcurso de cien horas.
– ¿Cuál fue el curso posterior de los acontecimientos? ¿Qué lo determinó? ¿Qué voluntad humana se convirtió en instrumento de la fatalidad histórica?
A las seis de la tarde del 22 de noviembre, Paulus envió un radiomensaje al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos B:
El ejército está cercado. Todo el valle del río Tsaritsa, la vía férrea de Soviétskaya a Kalach, el puente sobre el Don y las colinas sobre el margen occidental del Don están, a pesar de nuestra heroica resistencia, en manos de los rusos… La situación, por lo que respecta a las municiones, es crítica. Tenemos provisiones para seis días. Solicito libertad de acción en el caso de que no sea posible establecer una defensa perimétrica. En tal situación podríamos vernos obligados a abandonar Stalingrado y el frente norte.
La noche del 22 de noviembre Paulus recibió la orden de Hitler de llamar a la zona que ocupaba su ejército «Fortaleza Stalingrado».
La orden precedente había sido: «El comandante del ejército debe dirigirse a Stalingrado y trasladar allí su Estado Mayor. El 6° Ejército establecerá una defensa perimétrica en espera de indicaciones ulteriores».
Al término de la reunión celebrada entre Paulus y los comandantes de los cuerpos de ejército, el barón Von Weichs telegrafió al alto mando:
A pesar de la terrible responsabilidad que siento sobre mí al tomar esta decisión, debo informar que considero necesario apoyar la petición del general Paulus respecto a la retirada del 6° Ejército…
El jefe del Estado Mayor de las fuerzas terrestres, el general Zeitler, con el que Von Weichs estaba en contacto Permanente, compartía sin reservas la opinión de Paulus y Weichs acerca de la necesidad de abandonar la zona de Stalingrado, pues, a su entender, resultaba del todo imposible abastecer por vía aérea los enormes contingentes militares que se encontraban sitiados.
A las dos de la madrugada del 24 de noviembre Zeitler informó a Weichs de que finalmente había logrado convencer a Hitler de que debían abandonar Stalingrado. El Führer, concluía, daría la orden de la retirada del 6,° Ejército el 24 de noviembre por la mañana.
Poco después de las diez de la mañana, la única línea de comunicación telefónica existente entre el Grupo de Ejércitos B y el 6° Ejército fue cortada.
La orden de Hitler se esperaba de un momento a otro. Puesto que era de vital importancia actuar con rapidez, el barón Von Weichs asumió la responsabilidad de dar la orden de romper el cerco.
En el momento en que los soldados de transmisiones se disponían a enviar por radio el mensaje de Weichs, el jefe del centro de transmisiones oyó el mensaje que el Führer enviaba desde su cuartel general al comandante Paulus:
El 6° Ejército ha sido cercado temporalmente por los rusos. He decidido concentrar el ejército en la zona: norte de Stalingrado, Kotlubán, cotas 137 y 139, Marinovka, Tsibenko, Sur de la ciudad.
El ejército puede tener la certeza de que haré todo cuanto pueda para mantener el abastecimiento y romper el cerco. Conozco al valeroso 6° Ejército y a su comandante, y estoy seguro de que cumplirán con su deber.
ADOLF HITLER
La voluntad de Hitler, expresión del funesto destino del Tercer Reich, se convirtió en el destino del ejército de Paulus. Hitler escribió una nueva página de la historia militar alemana con la pluma de Paulus, Weichs, Zeitler; con la pluma de los comandantes de los cuerpos y regimientos del ejército; con la pluma de los soldados, de todos aquellos que no querían cumplir su voluntad, pero que la cumplieron hasta el final.
Tras cien horas de combate, las fuerzas de los tres frentes -el de Stalingrado, el del Don y el del suroeste- se habían unido.
Bajo el pálido cielo invernal, en la nieve removida de la periferia de Kalach, las divisiones soviéticas acorazadas de primera línea entraron en contacto. El nevado espacio de la estepa había sido roturado por cientos de orugas, quemado por las explosiones de los obuses. Las pesadas máquinas levantaban enormes nubes de nieve y el blanco manto notaba en el aire. Allí donde los tanques hacían bruscos virajes, además de la nieve alzaban polvo de arcilla helada.
Los cazas y bombarderos de apoyo soviéticos volaban a baja altura sobre la estepa. Al noroeste retumbaban las piezas de artillería de gran calibre y relámpagos confusos iluminaban un cielo humeante y sombrío.
Dos T-34 se detuvieron uno frente al otro junto a una casita de madera. Los tanquistas, sucios, excitados por el éxito de la batalla y la proximidad de la muerte, aspiraban con placer y ruidosamente el aire gélido, que les parecía aún más agradable después del calor sofocante y oleoso del interior del tanque. Los tanquistas liberaron sus cabezas de los cascos de piel negra y entraron en la casa. Allí, el comandante del tanque procedente del lago Tsatsa sacó del bolsillo de su uniforme una petaca con medio litro de vodka… Una mujer enfundada en un chaquetón guateado y que calzaba unas enormes botas de fieltro dejó sobre la mesa los vasos que tintineaban en sus temblorosas manos, y dijo entre sollozos:
– Creíamos que no saldríamos vivos cuando los nuestros comenzaron a disparar; disparaban y disparaban sin cesar, he pasado dos días en el sótano.
– Entretanto habían entrado en la habitación otros dos tanquistas de baja estatura y anchos de hombros, como dos armarios.
– Ves, Valeri ¡qué hospitalidad! Pero da la casualidad de que nosotros hemos traído algo para hincar el diente -observó el comandante del tanque que procedía del frente del Don. Valeri hundió la mano en un bolsillo profundo del uniforme, sacó un pedazo de salchichón ahumado envuelto en una mugrienta proclama de guerra y se puso a romperlo en trozos, reponiendo cuidadosamente con los dedos el tocino blanco que escapaba de las rodajas. Después de beber, a los tanquistas les embargó una sensación de bienestar. Uno de ellos, sonriendo con la boca llena, dijo:
– Mirad lo que significa habernos encontrado: vuestro vodka y nuestro salchichón se han unido. La broma fue del agrado de todos, y los tanquistas, sin parar de reír, la repitieron mientras masticaban el salchichón, rebosantes del calor de la camaradería.
El comandante del tanque procedente del sur comunicó por radio al jefe de su compañía que se había producido la reunión de tropas en la zona de Kalach. Añadió algunas palabras sobre el hecho de que los soldados venidos del frente suroeste parecían ser gente cabal y que habían vaciado una botella juntos.
El informe siguió los cauces establecidos hasta llegar al alto mando, y al cabo de unos minutos el comandante de brigada Kárpov anunciaba al comandante del cuerpo que el encuentro se había efectuado.
Nóvikov percibía la atmósfera de exaltación que había surgido en torno a él en el Estado Mayor. El cuerpo avanzaba casi sin sufrir pérdidas y había cumplido, dentro de los plazos previstos, los objetivos que le habían fijado.
Después de haber enviado su informe al comandante del frente, Neudóbnov estrechó durante largo rato la mano de Nóvikov. Los ojos del jefe del Estado Mayor, por lo general amarillos e irritados, se habían vuelto más límpidos y dulces.
– Ya ve los milagros que pueden realizar nuestros hombres una vez eliminados los enemigos internos y los saboteadores -dijo.
Guétmanov abrazó a Nóvikov, miró a los oficiales que estaban a su lado, a los chóferes, los ordenanzas, los radiotelegrafistas, y se sorbió los mocos sonoramente, para que todos le oyeran.
– ¡Te doy las gracias, Piotr Pávlovich! -dijo-. Recibe un agradecimiento ruso, un agradecimiento soviético. Te da las gracias el comunista Guétmanov. Me quito el sombrero ante ti; gracias.
Y de nuevo besó y abrazó al conmovido Nóvikov.
– Lo has preparado todo, has instruido a los hombres a la perfección, lo has previsto todo y ahora has recogido los frutos de tu trabajo -le elogió Guétmanov.
– Qué va, no estaba previsto -dijo Nóvikov, a quien escuchar las palabras de Guétmanov le procuraba un placer casi insoportable a la vez que cierta incomodidad. Y agitando un fajo de informes de guerra añadió-: Estas son mis previsiones. Confiaba sobre todo en Makárov, pero éste se quedó rezagado, se desvió de la ruta asignada y desperdició una hora y media en una escaramuza innecesaria en su flanco. En cuanto a Belov, estaba convencido de que avanzaría sin prestar atención a sus flancos, pero el segundo día, en lugar de rebasar un centro de resistencia enemiga y avanzar sin demora hacia el noroeste, se enzarzó en una refriega contra unidades de artillería e infantería, e incluso pasó a la defensiva, despilfarrando once horas con esas tonterías. Fue Kárpov el primero en llegar a Kalach; avanzó a toda velocidad, como una flecha, sin mirar atrás ni una sola vez y sin preocuparse de lo que sucedía en sus flancos, y logró ser el primero en cortar las principales líneas de comunicación de los alemanes. He aquí mi conocimiento de los hombres. He aquí mis previsiones. Y yo que pensé que Kárpov estaría tan ocupado vigilando sus flancos que tendría que hacerle avanzar a garrotazos…
Guétmanov sonrió.
– Está bien, está bien. Todos conocemos el valor de la modestia; es algo que nos enseña nuestro gran Stalin…
Nóvikov era feliz. Pensó que probablemente amaba de veras a Yevguenia Nikoláyevna, si se había pasado el día pensando tanto en ella; continuaba mirando alrededor y le parecía que de un momento a otro la vería llegar.
Bajando la voz hasta reducirla a un susurro, Guétmanov dijo:
– Lo que nunca olvidaré, Piotr Pávlovich, es la manera en que retrasaste el ataque durante ocho minutos. El comandante apremia. El comandante del frente exige que lance inmediatamente los tanques a la brecha. Stalin, según me han contado, llamó a Yeremenko para preguntarle por qué no había comenzado el ataque. Hiciste esperar a Stalin, y así fue como penetramos en la brecha sin perder un solo tanque ni un solo hombre. Es algo que no olvidaré en toda mi vida.
Por la noche, cuando Nóvikov había salido con su tanque hacia Kalach, Guétmanov fue a ver al jefe del Estado Mayor y le dijo:
– Camarada general, he escrito una carta donde informo de la actitud del comandante del cuerpo, que retrasó por propia voluntad ocho minutos el inicio de una operación decisiva, de grandísima importancia; una operación capaz de decidir el destino de la guerra. Se lo ruego, tenga en cuenta este documento.
En el momento en que Vasilevksi informó a Stalin por radio de que los ejércitos alemanes habían sido cercados, Stalin tenía a su lado a su secretario, Poskrebishev. Stalin, sin mirar a Poskrebishev, permaneció algunos segundos sentado con los ojos cerrados, como si estuviera dormido. El secretario contuvo la respiración, esforzándose por no hacer el menor movimiento.
Era la hora de su triunfo. No sólo había vencido al enemigo presente, también se había impuesto sobre el pasado. La hierba crecería más espesa sobre las tumbas campesinas de los años treinta. El hielo, las colinas nevadas más allá del Círculo Polar conservarían su plácido mutismo.
Sabía mejor que nadie en el mundo que a los vencedores no se les juzga.
Stalin deseó tener a su lado a sus hijos, a su nieta, la pequeña hija del pobre Yákov. Tranquilo, con el ánimo sosegado, acariciaría la cabeza de su nieta sin dignarse mirar el mundo que se extendía más allá del umbral de su cabaña. La hija afectuosa, la nieta dulce y enfermiza, los recuerdos de la infancia, el frescor del jardín, el lejano rumor del río… ¿Qué importancia tenía todo lo demás? Su fuerza no dependía de los regimientos militares ni de la potencia del Estado.
Despacio, sin abrir los ojos, con entonación especialmente suave, se puso a cantar:
Ay, has caído en la red, mi querido pajarito.
Tú y yo no nos separaremos nunca por nada del mundo.
Poskrebishev, mirando la cabeza entrecana y la incipiente calvicie de Stalin, su cara picada de viruelas, los ojos cerrados, sintió de repente que se le estaban helando los dedos.
La ofensiva coronada por el éxito en la zona de Stalingrado había tapado los agujeros en la línea de la defensa soviética. No sólo entre los enormes frentes de Stalingrado y del Don, no sólo entre los ejércitos de Chuikov y las divisiones soviéticas en el norte, no sólo entre los batallones y las compañías separadas de sus retaguardias, no sólo entre los grupos de asalto atrincherados en las casas de Stalingrado.
La sensación de aislamiento, de estar cercados o medio cercados, había desaparecido, y había sido sustituida al mismo tiempo en la conciencia de las gentes por un sentimiento de integridad, unión y pluralidad. Esa conciencia de unión entre el individuo y la masa del ejército es lo que se suele llamar la moral del vencedor.
La mente y el ánimo de los soldados alemanes caídos en el cerco de Stalingrado sufrieron la misma transformación, aunque por supuesto en sentido inverso. Un enorme pedazo de carne, formado por cientos de miles de células dotadas de razón y sentimiento, había sido separado del cuerpo de las fuerzas armadas alemanas.
La idea, expresada en su momento por Tolstói, según la cual es imposible cercar totalmente a un ejército, se basaba en la experiencia militar de su época.
La guerra de 1941-1945 demostró, no obstante, que se puede sitiar un ejército, encadenarlo al suelo y envolverlo con un anillo de hierro. El cerco, durante la guerra de 1941-1945, fue una realidad implacable para muchos ejércitos soviéticos y alemanes.
La observación de Tolstói era indudablemente cierta en sus tiempos, pero como la mayoría de las reflexiones sobre política y guerra expresadas por grandes hombres, no poseía vida eterna.
El cerco de Stalingrado fue posible gracias a la extraordinaria movilidad de las tropas y a la excesiva lentitud de las enormes retaguardias sobre las que se apoyaba su propia movilidad. Las unidades que cercan tienen todas las ventajas de la movilidad. Las unidades que son cercadas, por su parte, pierden toda movilidad, ya que en esas condiciones no pueden organizar una retaguardia compleja, sólida, estructurada a la manera de una fábrica. Las unidades cercadas están paralizadas; las unidades que efectúan el cerco tienen motores y alas.
Un ejército cercado, privado de movilidad, pierde algo más que su supremacía técnico-militar. Los soldados y los oficiales de los ejércitos cercados quedan, en cierto modo, excluidos del mundo contemporáneo y son empujados al mundo del pasado. Tienden a valorar de nuevo no sólo las fuerzas de los ejércitos en el campo de batalla, las perspectivas de la guerra, sino también la política estatal, la fascinación de los jefes de los partidos, los códigos, la Constitución, el carácter nacional, el pasado y el futuro de su pueblo.
Los asediantes también se entretienen con reevaluaciones parecidas, pero de carácter contrario, como el águila que siente con placer la fuerza de sus propias alas y planea sobre la presa paralizada e impotente.
El cerco que sufrió el ejército de Paulus en Stalingrado determinó el curso de la guerra. El triunfo en Stalingrado estableció el resultado de la guerra, pero la tácita disputa entre el pueblo y el Estado, ambos vencedores, todavía no había acabado. El destino del hombre, su libertad, dependían de ella.
En la frontera de Prusia oriental y Lituania lloviznaba sobre el bosque otoñal de Görlitz, y un hombre de estatura mediana, con impermeable gris, caminaba por un sendero que discurría entre altos árboles. Los centinelas, al ver a Hitler, contenían la respiración, se quedaban inmóviles y las gotas de lluvia corrían lentamente por sus caras.
El Führer tenía ganas de respirar aire fresco, de estar solo. El aire húmedo le resultaba agradable. Las gotas eran ligeras y refrescantes. Los árboles, cálidos y taciturnos. Qué placentero era pisar la suave alfombra de hojas muertas.
Los hombres del cuartel general del campo le habían irritado ese día de modo intolerable… Stalin nunca le había suscitado respeto. Todos sus actos antes de la guerra le habían parecido estúpidos y groseros. Su astucia, su perfidia, correspondían a la simplicidad de un campesino. Su gobierno también era ridículo. Algún día Churchill comprendería el trágico papel desempeñado por la nueva Alemania que, con su propio cuerpo, había servido de escudo a Europa, protegiéndola contra el bolchevismo asiático de Stalin. Pensaba en los hombres que habían insistido en la retirada del 6° Ejército de Stalingrado. Ahora serían particularmente reservados y respetuosos. Le irritaban también los que tenían una confianza absoluta en él: pronto comenzarían a demostrarle su fidelidad con verbosos discursos. Se esforzaba todo el tiempo en pensar con desprecio en Stalin, humillarlo, y comprendía que esa exigencia era debida a la pérdida del sentimiento de superioridad… ¡Cruel y vengativo tendero caucásico! El éxito de aquel día no cambiaba nada… ¿Acaso no brillaba una secreta burla en los ojos de Zeitzler, ese viejo castrado? Le irritaba la idea de que Goebbels se apresuraría a informarle de las bromas del primer ministro inglés sobre su talento como jefe militar. Goebbels, entre risas, le diría: «Reconoce que es ingenioso», y en el fondo de sus ojos bellos e inteligentes, por un segundo se revelaría el resplandor del triunfo del envidioso, que creía sofocado para siempre.
Los problemas que le había creado el 6° Ejército le inquietaban y le impedían ser él mismo. La principal desgracia no consistía en la pérdida de Stalingrado ni en las divisiones cercadas, sino en el hecho de que Stalin le había vencido. Bueno, pronto lo arreglaría.
Hitler siempre había tenido pensamientos ordinarios y debilidades encantadoras, pero como era grande y omnipotente, todo eso conmovía y suscitaba admiración en el pueblo. El encarnaba el ímpetu nacional alemán. Pero tan pronto como la potencia de la nueva Alemania y de sus fuerzas armadas había comenzado a vacilar, también su sabiduría se había ofuscado y había perdido su genialidad. No envidiaba a Napoleón. No soportaba a los hombres cuya grandeza no desaparecía en la soledad, en la impotencia, en la miseria; a los hombres que en un sótano oscuro, en un desván, conservaban la fuerza.
No había podido, durante aquel paseo solitario por el bosque, sacudirse de encima el peso de la cotidianidad y encontrar en el fondo de su alma una solución sincera y superior, inaccesible para las ratas de oficina del Estado Mayor General y de la dirección del Partido.
La sensación de haberse vuelto un hombre corriente venía acompañada de una insoportable sensación de opresión. No era un hombre como los demás lo que hacía falta para fundar la nueva Alemania, para avivar la guerra y los hornos de Auschwitz, para crear la Gestapo. El fundador y Führer de la nueva Alemania debía sobresalir entre la humanidad. Sus sentimientos, sus pensamientos, su vida cotidiana sólo podían existir por encima del resto de los seres humanos.
Los tanques rusos le habían devuelto al punto de partida. Sus pensamientos, sus decisiones, su odio no estaban hoy dirigidos contra Dios y el destino del mundo. Los carros rusos le habían vuelto a situar entre los hombres.
La soledad en el bosque, que inicialmente le había calmado, ahora le parecía espantosa. Solo, sin guardaespaldas, sin los habituales ayudantes de campo, se sentía como el niño del cuento que se pierde en la oscuridad del bosque encantado. Del mismo modo vagaba Pulgarcito; así se había perdido la cabritilla en el bosque, sin saber que en la oscuridad acechaba el lobo.
De las oscuras tinieblas de las décadas transcurridas emergieron sus miedos infantiles, el recuerdo de la ilustración de un libro de cuentos: una cabritilla en un claro iluminado por el sol, y entre la espesura húmeda y oscura del bosque, los ojos rojos y los dientes blancos del lobo.
De repente Hitler sintió deseos de, gritar como cuando era niño; deseaba llamar a su madre, cerrar los ojos, correr.
Pero en el bosque, entre los árboles, se ocultaba el regimiento de su guardia personal, miles de hombres fuertes, entrenados, despiertos, con reflejos inmediatos. La misión de su vida consistía en evitar que el mínimo soplo de aire llegara a mover un pelo de su cabeza, que no lo tocara siquiera. El zumbido discreto del teléfono transmitía a todos los sectores y zonas los movimientos del Führer, que había decidido pascar solo por el bosque.
Dio media vuelta y, reprimiendo el deseo de salir corriendo, se dirigió hacia los edificios verde oscuro de su cuartel general.
Los guardias vieron que el Führer apretaba el paso, sin duda para tratar asuntos urgentes que requerían su presencia en el Estado Mayor. ¿Cómo podían imaginar que pocos minutos antes del crepúsculo el caudillo de Alemania había escapado del lobo del cuento?
Detrás de los árboles brillaban las luces de los edificios del Estado Mayor. Por primera vez, al pensar en el fuego de los hornos crematorios sintió un horror humano.
Una extraña inquietud se apoderó de los hombres que se encontraban en los refugios y en el puesto de mando del 62° Ejército: tenían ganas de tocarse la cara, palpar sus uniformes, mover los dedos de los pies encerrados en las botas. Los alemanes no disparaban. Se había hecho el silencio.
Aquel silencio daba vértigo. Los hombres tenían la impresión de haberse vaciado, de que se les había entumecido el corazón; que los brazos, las piernas se movían como miembros extraños. Causaba una impresión inverosímil, inconcebible, comer las gachas en silencio, y en silencio escribir una carta, despertarse por la noche en medio de la calma. El silencio tenía voz propia, había hecho nacer una infinidad de sonidos que parecían nuevos y extraños: el tintineo del cuchillo, el susurro de la página de un libro, el crujido de la tarima, las pisadas de los pies desnudos, el chirrido de la pluma, el tictac del reloj de pesas en la pared del refugio.
El jefe del Estado Mayor del ejército Krilov entró en el refugio del comandante. Chuikov estaba sentado en el catre y frente a él, detrás de una pequeña mesa, se hallaba Gurov. Krilov quería anunciar rápidamente las últimas novedades: el frente de Stalingrado había pasado al ataque, el cerco sobre las tropas de Paulus se decidiría en las próximas horas. Miró a Chuikov y Gúrov y tomó asiento, en silencio, en el catre. Krilov debió de ver algo muy importante en los rostros de sus camaradas para no hacerles partícipes de esa información, que tenía una importancia capital.
Los tres hombres permanecían callados. El silencio daba vida a nuevos ruidos hasta ese instante borrados en Stalingrado. El silencio estaba a punto de generar nuevos pensamientos, pasiones, inquietudes que habían sido acallados durante los días de combate.
Pero en esos instantes no tenían todavía nuevos pensamientos: sus emociones, ambiciones, ofensas, odio no se habían liberado del peso aplastante de Stalingrado. No pensaban que de ahora en adelante sus nombres estarían ligados a una página gloriosa de la historia militar de Rusia.
Aquellos instantes de silencio fueron los mejores de su vida, instantes regidos exclusivamente por sentimientos humanos, y ninguno de los allí presentes pudo explicarse el motivo de tanta felicidad y de tanta tristeza, del amor y la paz que les había invadido.
¿Es necesario continuar hablando de los generales de Stalingrado después del éxito del ataque defensivo? ¿Es necesario contar las pasiones mezquinas que se adueñaron de algunos jefes de la defensa en Stalingrado? ¿De cómo bebían y discutían sin interrupción a propósito de una gloria indivisible? ¿De cómo Chuikov, borracho, se lanzó contra Rodímtsev con la intención de estrangularlo sólo porque, en el mitin celebrado para conmemorar la victoria de Stalingrado, Nikita Jruschov abrazó y besó a Rodímtsev sin dignarse mirar siquiera a Chuikov?
¿Es necesario explicar que Chuikov y su Estado Mayor fueron los primeros en abandonar la santa tierra de Stalingrado para asistir a las celebraciones del vigésimo aniversario de la Cheká-OGPU? ¿Y que al día siguiente él y sus camaradas, borrachos como una cuba, estuvieron a punto de ahogarse en el Volga y fueron sacados del agua por los soldados? ¿Es necesario hablar de los insultos, los reproches, las sospechas, la envidia?
La verdad es sólo una. No hay dos verdades. Sin verdad, o bien con fragmentos, con una pequeña parte de la verdad, con una verdad cortada y podada, es difícil vivir. Una verdad parcial no es una verdad. Dejemos que en esta maravillosa y silenciosa noche reine en el alma la verdad, sin máscaras. Restituyamos a los hombres, por esta noche, la bondad, la grandeza de sus duras jornadas de trabajo…
Chuikov salió del refugio y subió despacio a la cima de la pendiente del Volga. Los escalones de madera crujían bajo sus pies. Estaba oscuro. £1 este y el oeste callaban. Las siluetas de los bloques de las fábricas, las ruinas de los edificios de la ciudad, las trincheras, los refugios se habían fundido en la tranquila y silenciosa tiniebla de la tierra, del cielo, del Volga.
Así se manifestaba la victoria del pueblo. No con la marcha ceremonial del ejército bajo el estruendo de la orquesta, ni tampoco en los fuegos artificiales o en las salvas de la artillería, sino en la húmeda quietud nocturna que envolvía a la tierra, la ciudad, el Volga…
Chuikov se había conmovido; su corazón endurecido por la guerra le martilleaba en el pecho. Aguzó el oído: el silencio se había roto. Desde Banni Ovrag y la fábrica Octubre Rojo llegaba una canción. Abajo, en la orilla del Volga, se oían voces apagadas y los acordes de una guitarra.
Chuikov regresó al refugio. Gúrov, que le había esperado para cenar, le dijo:
– Esta calma es increíble, Vasili Ivánovich.
Chuikov resopló y no dijo nada.
Luego, una vez sentados a la mesa, Gúrov observó:
– Eh, camarada, has tenido que pasarlas canutas si lloras por una canción alegre.
Chuikov le fulminó con una mirada viva y desconcertada.
En el refugio excavado en la ladera del barranco de Stalingrado, algunos soldados del Ejército Rojo estaban sentados alrededor de una mesa improvisada, a la luz de una lámpara de fabricación casera.
Un sargento servía vodka en los vasos de sus compañeros y los hombres observaban cómo el líquido precioso alcanzaba el nivel indicado por su uña torcida.
Después de beber, todos alargaron las manos hacia el pan.
Uno acabó de masticar y dijo:
– Sí, las hemos pasado moradas, pero al final hemos vencido.
– Los fritzes se han calmado, no se oye ni un ruido.
– Sí, ya han tenido suficiente.
– La epopeya de Stalingrado ha terminado.
– Pero antes les ha dado tiempo de provocar muchas desgracias. Han quemado la mitad de Rusia.
Masticaban el pan muy despacio, sin apresurarse, reencontrando en la calma la sensación feliz y tranquila de aquellos que por fin pueden reposar, beber y comer después de un largo y difícil trabajo.
Las mentes comenzaban a nublarse, pero esta niebla tenía algo especial, no les aturdía. Y todo se percibía con extrema lucidez: el sabor del pan, el crujido de la cebolla, las armas amontonadas bajo la pared de arcilla de la trinchera, el recuerdo del hogar, el Volga y la victoria sobre el potente enemigo, obtenida con esas mismas manos que acariciaban los cabellos de los niños, que abrazaban a las mujeres, que despedazaban el pan y liaban cigarrillos con papel de periódico.
Los moscovitas que se preparaban para volver a casa después de la evacuación quizá se alegraban más de dejar atrás su vida como evacuados que de encontrarse de nuevo en Moscú. Las calles de Sverdlovsk, Omsk, Tashkent o Krasnoyarsk, las casas, las estrellas en el cielo otoñal, el sabor de la comida: todo se había vuelto odioso.
Si las noticias que transmitía la Oficina de Información Soviética eran buenas, decían:
– Bueno, pronto nos marcharemos de aquí. Si el boletín, en cambio, era alarmante, se lamentaban: -Oh, seguro que interrumpirán la reevacuación de las familias.
Corrían infinidad de historias sobre personas que habían logrado regresar a Moscú sin salvoconducto; cambiaban varias veces de tren, pasando de trenes de largo recorrido a ferrocarriles regionales, luego cogían trenes eléctricos donde no efectuaban controles.
La gente había olvidado que en octubre de 1941 cada día pasado en Moscú era una tortura. Con qué envidia miraban a los moscovitas que habían cambiado el siniestro cielo natal por la tranquilidad de Tartaria, Uzbekistán…
La gente había olvidado que algunos no consiguieron subir a los convoyes en los fatídicos días de octubre de 1941» que abandonaron maletas y hatillos y se fueron a pie hasta Zagorsk, porque deseaban huir de Moscú. Ahora la gente estaba dispuesta a abandonar sus pertenencias, el trabajo, una vida cómoda, y marchar a pie hasta Moscú, con el único fin de dejar a sus espaldas los lugares de la evacuación. La principal razón de estas dos posiciones opuestas -la impetuosa fuerza que empujaba fuera de Moscú y hacia Moscú- consistía en el hecho de que el año de guerra transcurrido había transformado la conciencia de Jos hombres, y el miedo místico hacia los alemanes se había convertido en la certeza de la superioridad de las fuerzas soviéticas. La terrible aviación alemana ya no parecía tan terrible.
En la segunda mitad de noviembre la Oficina de Información Soviética comunicó el inicio de la ofensiva contra el grupo de ejércitos nazis en la provincia de Vladikavkaz (Ordzhonikidze) y el sucesivo-avance victorioso en la provincia de Stalingrado. Durante dos semanas el locutor anunció nueve veces: «Última hora… La ofensiva de nuestras tropas continúa… Un nuevo golpe asestado contra el enemigo… Nuestros ejércitos han vencido la resistencia del enemigo en las inmediaciones de Stalingrado y han roto su nueva línea de defensa en la orilla oriental del Don… Nuestros ejércitos prosiguen el ataque, han recorrido de diez a veinte kilómetros… Las tropas desplegadas en el curso medió del Don han pasado a la ofensiva contra los ejércitos alemanes… Ofensiva de nuestras tropas en el Cáucaso septentrional… Nuevo ataque de nuestros ejércitos al suroeste de Stalingrado…».
En vísperas del nuevo año, 1943, la Oficina de Información Soviética emitió un comunicado titulado «Balance de la ofensiva desplegada en las últimas seis semanas en los accesos de Stalingrado», en el que describía cómo habían sido cercados los ejércitos alemanes en Stalingrado.
En la conciencia de la gente estaba a punto de operarse un cambio. Los primeros movimientos tuvieron lugar en el subconsciente, con un secretismo no inferior a aquel con el que se había preparado la ofensiva de Stalingrado. Esta transformación, acaecida en el inconsciente, se hizo evidente, se expresó por primera vez después de la ofensiva de Stalingrado.
Lo que había ocurrido en la conciencia colectiva se distinguía de lo que había sucedido en los días del desenlace victorioso de la batalla de Moscú, si bien, en apariencia, los dos fenómenos eran idénticos.
La diferencia consistía en el hecho de que la victoria de Moscú había servido, fundamentalmente, para cambiar la Actitud hacia los alemanes. El temor místico hacia el ejército alemán se desvaneció en diciembre de 1941.
Stalingrado, la ofensiva de Stalingrado, contribuyó a crear una nueva conciencia en el ejército y en la población. Los soviéticos, los rusos, comenzaron a verse de otra manera y a comportarse de modo diferente respecto a la gente de otras nacionalidades. La historia de Rusia comenzó a ser percibida como la historia de la gloria rusa, y no como la historia de los sufrimientos y las humillaciones de los campesinos y obreros rusos.
El factor nacional, antes un aspecto relativo a la forma, se transformó en contenido, se convirtió en un nuevo fundamento para la comprensión del mundo.
En los días de la victoria de Moscú la gente pensaba según las viejas categorías de pensamiento, las nociones dominantes antes de la guerra.
La reinterpretación de los acontecimientos bélicos, la toma de conciencia de la fuerza de las armas rusas y del Estado formaban parte de un proceso más amplio, largo y complejo.
Dicho proceso había comenzado mucho antes de la guerra; sin embargo, no había tenido lugar tanto en la conciencia del pueblo como a un nivel subconsciente.
Tres grandiosos acontecimientos fueron las piedras angulares de esta reinterpretación de la vida y las relaciones humanas: la colectivización del campo, la industrialización y el año 1937.
Estos acontecimientos, como la Revolución de Octubre de 1917, causaron desplazamientos y movimientos de enormes masas de población; tales movimientos estuvieron acompañados por la eliminación física de personas en un número superior, que no inferior, al exterminio que había tenido lugar en la época de la liquidación de la nobleza rusa y de la burguesía industrial y comercial.
Estos acontecimientos, capitaneados por Stalin, señalaron el triunfo económico y político de los constructores del nuevo Estado soviético, del socialismo en un solo país. Estos acontecimientos constituían el resultado lógico de la Revolución de Octubre.
Sin embargo, el nuevo régimen que había triunfado en los tiempos de la colectivización, de la industrialización y de la sustitución casi total de los cuadros dirigentes no quería renunciar a las viejas ideas y las fórmulas ideológicas, si bien éstas habían perdido su contenido real. El nuevo régimen se servía de la vieja fraseología y de las viejas ideas, que habían surgido años antes de la Revolución, cuando se constituyó el ala bolchevique del partido socialdemócrata. La base del nuevo régimen era su carácter estatal-nacional.
La guerra aceleraba el proceso de reinterpretación de la realidad que de manera subterránea se llevaba a cabo en el periodo prebélico, y apresuró la manifestación de la conciencia nacional; la palabra «ruso» recuperó su sentido.
Al inicio, en la época de la retirada, esta palabra se asociaba en mayor medida con atributos negativos: el retraso ruso, la desorganización, la falta de caminos transitables propia de los rusos, el fatalismo ruso… Pero una nueva conciencia nacional había nacido; sólo esperaba una victoria militar.
Paralelamente, el Estado tomaba conciencia de sí mismo en el marco de nuevas categorías.
La conciencia nacional es una fuerza potente y maravillosa en tiempos de adversidad. Es maravillosa no porque sea nacional, sino porque es humana; es la manifestación de la dignidad del hombre, de su amor por la libertad, de su fe en el bien.
Pero despertada en tiempos de desgracia, la conciencia nacional puede desarrollarse de formas diversas.
Es indudable que el sentimiento nacional se manifiesta de modo diferente en el jefe del departamento de personal, que protege la empresa de la contaminación de los cosmopolitas y nacionalistas burgueses, que en el soldado del Ejército Rojo que defiende Stalingrado.
La vida de la Unión Soviética vinculó el despertar de la conciencia nacional con los objetivos que el Estado se había fijado después de la guerra: la lucha por la idea de la soberanía nacional, la afirmación del soviético, del ruso, en cualquier terreno de la vida.
Todos estos propósitos no surgieron de improviso durante la guerra y la posguerra; aparecieron antes, cuando tuvieron lugar los acontecimientos que se desarrollaron en el campo, la creación de una industria pesada nacional y |n llegada de nuevos mandos dirigentes; hechos que, en su conjunto, marcaron el triunfo de un régimen que Stalin definió como «socialismo en un solo país».
Los defectos congénitos de la socialdemócrata rusa fueron borrados, suprimidos.
Y precisamente en el punto de inflexión de Stalingrado en el momento en que las llamas de Stalingrado eran la única señal de libertad en un reino tenebroso, dio inicio este proceso de reinterpretación.
La lógica de los acontecimientos hizo que la guerra del pueblo, que alcanzó su punto culminante durante la defensa de Stalingrado, permitiera a Stalin proclamar abiertamente la ideología del nacionalismo estatal.
En el periódico mural colgado en el vestíbulo del Instituto de Física apareció un artículo titulado «Siempre con el pueblo».
En el articulo se hablaba de la enorme importancia que la Unión Soviética, guiada a través de la tempestad de la guerra por el gran Stalin, concedía a la ciencia; de las consideraciones y los honores con que el Partido y el gobierno colmaban a los hombres de ciencias, sin parangón con otras partes del mundo, y de cómo, incluso en aquel terrible periodo, el Estado soviético fomentaba las condiciones necesarias para que los científicos desarrollaran un trabajo normal y fructífero. Más adelante se referían los grandes objetivos que el instituto tenía por delante: las nuevas construcciones, ampliación de los viejos laboratorios, la relación entre teoría y práctica, así como el papel que desempeñaba las investigaciones científicas en la industria bélica.
Asimismo se aludía al entusiasmo patriótico que había exaltado al colectivo de los obreros científicos, quienes se esforzaban por mostrarse dignos de la confianza y los desvelos del Partido, e incluso del propio camarada Stalin, y por no decepcionar la esperanza que el pueblo había depositado en el glorioso grupo de vanguardia de la intelectualidad soviética: los hombres de ciencia.
En la última parte del artículo se constataba que, por desgracia, dentro de ese colectivo sano y fraternal había individuos que no eran conscientes de su responsabilidad para con el pueblo y el Partido, hombres extraños a la gran familia soviética. Estas personas se oponían a la colectividad, anteponían sus intereses personales por encima de los deberes que el Partido imponía a los científicos, eran propensos a exagerar sus méritos científicos, reales o ilusorios. Algunos de ellos, voluntariamente o no, se convertían en portavoces de opiniones y puntos de vista extraños, no soviéticos; predicaban ideas políticamente hostiles. Estas personas, por lo general, exigían una actitud neutra hacia las teorías idealistas, reaccionarias y oscurantistas de los científicos idealistas extranjeros; se jactaban de los vínculos que mantenían con ellos, rebajando así el sentimiento de orgullo nacional de los científicos rusos y disminuyendo los méritos de la ciencia soviética. A veces se erigían en defensores de una justicia por así decirlo pisoteada, con el fin de granjearse popularidad entre personas poco perspicaces, confiadas e ingenuas. En realidad, sembraban la semilla de la discordia, la desconfianza en la fuerza de la ciencia rusa, la irreverencia hacia su glorioso pasado y sus grandes exponentes.
El artículo exhortaba a eliminar cualquier forma de corrupción, todo lo que fuera adverso y hostil, todo lo que supusiera un estorbo para el cumplimiento, durante la Gran Guerra Patria, de los objetivos fijados por el Partido y el pueblo a los científicos. El artículo concluía con las palabras: «¡Adelante, hacia las nuevas cumbres de la ciencia! Sigamos la vía gloriosa, iluminada por el faro de la filosofía marxista, esa vía por la que nos guía el gran partido de Lenin y Stalin».
Aunque el artículo no mencionaba nombres, en el laboratorio todos comprendieron que las alusiones acusatorias se referían a Shtrum.
Savostiánov le habló a Shtrum del artículo, pero éste se negó a leerlo. En ese momento se encontraba con sus colaboradores, que estaban acabando de montar los nuevos aparatos.
Shtrum pasó un brazo alrededor de los hombros de Nozdrín y exclamó:
– Pase lo que pase, esta máquina hará su trabajo.
Nozdrín, de pronto, empezó a despotricar a diestro y siniestro, y Víktor Pávlovich no comprendió, en aquel instante, a quien iban dirigidas aquellas imprecaciones.
Al final de la jornada laboral, Sokolov fue a verle.
– Le admiro, Víktor Pávlovich. Ha trabajado todo el día como si nada. Su fuerza socrática es extraordinaria.
– Si un hombre es rubio por naturaleza, no se vuelve moreno porque se hable de él en un periódico mural -respondió Shtrum.
Se había familiarizado con la sensación de estar resentido con Sokolov, y la costumbre había difuminado aquel sentimiento hasta el punto de que era como si perteneciera al pasado. Ya no reprochaba a Sokolov su carácter reservado y su acritud timorata. A veces incluso se decía: «Tiene muchas virtudes, y a fin de cuentas, todos tenemos defectos».
– Sí-dijo Sokolov-. Pero hay artículos y artículos. Anna Stepánovna se encontró mal después de leerlo. Primero fue a la enfermería y luego la enviaron a casa.
«Pero ¿qué es eso tan terrible que han escrito?», pensó Shtrum. Sin embargo no pidió detalles a Sokolov y nadie le mencionó el contenido del artículo.
De la misma manera, probablemente, se le oculta a un enfermo terminal el avance inexorable de la enfermedad que le corroe.
Aquella noche Shtrum fue el último en abandonar el laboratorio. Alekséi Mijaílovich, el viejo guardián que ahora trabajaba en el guardarropa, le dijo mientras le tendía el abrigo:
– Es así, Víktor Pávlovich; en este mundo no hay paz para la buena gente.
Una vez se hubo puesto el abrigo, Víktor Pávlovich subió de nuevo las escaleras y se detuvo ante el tablero del periódico mural. Leyó el artículo y, azorado, miró a su alrededor; le pareció que le iban a arrestar al instante, pero el vestíbulo estaba desierto y tranquilo.
La relación de desequilibrio entre la fragilidad del cuerpo humano y la potencia colosal del Estado se le apareció en su concreta e imponente realidad; tuvo la sensación de que el Estado le escrutaba el rostro con unos ojos enormes, claros. De un momento a otro se abalanzaría sobre su cuerpo, y él, castañeteando los dientes, emitiría un gemido, un grito, y desaparecería para siempre.
La calle estaba atestada, pero a Shtrum le parecía que una franja de tierra de nadie le separaba de los transeúntes.
En el trolebús un hombre tocado con un gorro militar de invierno le decía a su compañero de viaje, con voz excitada:
– ¿Has oído el boletín «Última hora»?
Desde los asientos de delante, alguien gritó:
– ¡Stalingrado! Los alemanes han sido aplastados.
Una mujer entrada en años miró a Shtrum como si le reprochara su silencio.
Shtrum estaba pensando en Sokolov con ternura: «Los hombres están llenos de defectos; él los tiene y yo también».
Pero tras considerar que equipararse a los demás en sus debilidades y defectos nunca es del todo sincero, enseguida rectificó: «Sus opiniones dependen del amor que profesa al Estado, del éxito de su vida. Se arrima al sol que más calienta; ahora que la victoria está cercana no pronunciará ni una sola palabra de crítica. Yo soy diferente, tanto si le va bien al Estado como si le va mal, tanto si me golpea como si me acaricia, mi actitud hacia él no cambia».
Cuando llegara a casa le contaría a Liudmila Nikoláyevna lo del artículo. Esta vez sí que le habían tomado en seno. Le diría: «Ahí tienes mi premio Stalin, Liúdochka. Sólo se escriben artículos de ese tipo cuando se quiere encarcelar a alguien».
«Nuestros destinos están unidos -pensó-. Si te invitaran a la Sorbona para impartir un ciclo de conferencias, ella vendría conmigo; y si me mandaran a un campo de Kolymá, también me seguiría.
«Bien, no puedes decir que no te lo has ganado, y a pulso además», le diría Liudmila Nikoláyevna.
Y él le replicaría con acritud: «No necesito críticas sino comprensión. Críticas tengo más que suficientes en el instituto».
Fue Nadia la que le abrió la puerta. En la penumbra del pasillo, ella le abrazó, apretándose contra su pecho.
– Tengo frío, estoy empapado; deja que me quite el abrigo. ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– ¿Es que no te has enterado? ¡Stalingrado! Una inmensa victoria. Los alemanes están acorralados, ¡Venga, entra enseguida!
Le ayudó a quitarse el abrigo y le arrastró hacia la habitación tirándole del brazo.
– Por aquí, por aquí. Mamá está en la habitación de Tolia.
Abrió la puerta. Liudmila Nikoláyevna estaba sentada en el escritorio de Tolia. Volvió lentamente la cabeza hacia él y le sonrió con aire triste y solemne.
Aquella noche Shtrum no le contó a Liudmila lo que había ocurrido en el instituto.
Estaban sentados ante el escritorio de Tolia. Liudmila Nikoláyevna dibujaba en un folio la posición de los alemanes cercados en Stalingrado mientras le explicaba a Nadia su propio plan de operaciones militares.
Durante la noche, en su cuarto, Shtrum no dejó de pensar: «¡Dios mío! ¿Y si escribiera una carta de arrepentimiento? Todo el mundo lo hace en esta clase de situaciones».
Transcurrieron varios días desde la aparición del artículo en el periódico mural. El trabajo en el laboratorio seguía su curso habitual.
Shtrum tenía momentos bajos, luego recuperaba la energía se mostraba activo, iba de aquí para allá en el laboratorio tamborileando los dedos ágiles, bien en el alféizar de la ventana, bien en las cajas metálicas, sus melodías preferidas.
Decía en tono de broma que, evidentemente, en el instituto se había propagado una epidemia de miopía, porque los conocidos que se encontraban cara a cara con él pasaban de largo, abstraídos, sin saludarle siquiera. Gurévich, pese a que le había visto desde lejos, había adoptado un aire pensativo, había cruzado la calle y se había detenido a contemplar un cartel. Shtrum, siguiendo su recorrido, se había vuelto para mirarle; en el mismo instante también Gurévich había levantado la mirada y sus ojos se habían encontrado. Gurévich hizo un gesto de sorpresa y alegría, y comenzó a enviarle señas de saludo. Pero no había nada de divertido en todo aquello.
Svechín, al encontrarse con Shtrum, le había saludado y había ralentizado el paso con buenas formas, pero por la expresión de su cara se diría que se había topado con el embajador de una potencia enemiga.
Víktor Pávlovich llevaba la cuenta de quién le había dado la espalda, quién le saludaba con un movimiento de cabeza, quién le estrechaba la mano.
Cuando llegaba a casa, lo primero que preguntaba a su mujer era:
– ¿Ha llamado alguien?
Liudmila Nikoláyevna respondía como siempre:
– Nadie, excepto Maria Ivánovna.
Y sabiendo de antemano qué pregunta venía a continuación después de esas palabras, añadía:
– De Madiárov todavía no hay ninguna noticia.
– Ya lo ves -le decía él-, los que telefoneaban cada día ahora lo hacen de vez en cuando; y los que lo hacían ocasionalmente han dejado de hacerlo del todo.
Le parecía que también en casa le trataban de manera diferente. Una vez Nadia había pasado delante de él, que estaba bebiendo un té, sin saludarlo.
Shtrum le había gritado en tono airado:
– ¿Ya no se dice ni buenos días? ¿Qué soy? ¿Un objeto inanimado?
Evidentemente su cara era tan patética, tan dolorosa que Nidia, comprendiendo su estado de ánimo, en vez de responderle con una grosería se apresuró a decir:
– Perdóname, querido papá. Aquel mismo día él decidió indagar:
– Oye, Nadia, ¿sigues viendo a tu gran estratega? Nadia se limitó a encogerse de hombros, sin articular palabra.
– Quiero advertirte de una cosa -dijo-. Que no se te pase por la cabeza hablar con él de política. Sólo me falta que me pillen por alguna indiscreción tuya.
Nadia, en lugar de responder con una insolencia, observó:
– Puedes estar tranquilo, papá.
Por la mañana, al acercarse al instituto, Shtrum comenzaba a mirar alrededor y luego aminoraba el paso, y de nuevo lo aceleraba. Una vez se había convencido de que el pasillo estaba vacío, caminaba a toda prisa, con la cabeza gacha, y si en alguna parte se abría una puerta, a Víktor Pávlovich se le encogía el corazón.
Al entrar en el laboratorio, su respiración era pesada, como la de un soldado que acaba de llegar a su trinchera después de atravesar un campo bajo fuego enemigo. Un día, Savostiánov pasó a ver a
Shtrum y le dijo:
– Víktor Pávlovich, por lo que más quiera, se lo rogamos todos: escriba una carta, arrepiéntase, le aseguro que eso le ayudará. Reflexione; lo está echando todo a perder y justo cuando tiene por delante un trabajo importante, más que importante, grandioso; las fuerzas vivas de nuestra ciencia le miran con esperanza. Escriba una carta, reconozca sus errores.
– Pero ¿de qué debo arrepentirme? ¿De qué errores? -preguntó Shtrum.
– Qué más da, lo hace todo el mundo: escritores, científicos, dirigentes del Partido; incluso nuestro querido músico Shostakóvich reconoce sus errores, escribe cartas de arrepentimiento y, después, continúa trabajando como si nada.
– Pero ¿de qué debería arrepentirme? ¿Ante quién?
– Escriba a la dirección, escriba al Comité Central. No importa, a cualquier parte. Lo principal es que se arrepienta. Algo así como: «Reconozco mi culpa, he tergiversado ciertas cosas, soy plenamente consciente y prometo enmendarme». Más o menos en estos términos; pero usted ya sabe de qué le hablo, es ya un cliché. Lo importante es que esos escritos ayudan, siempre ayudan.
Los ojos de Savostiánov, por lo general alegres y risueños, estaban serios. Parecía que incluso hubieran cambiado de color.
– Gracias, gracias, querido mío -dijo Shtrum-, su amistad me conmueve.
Una hora después Sokolov le dijo:
– Víktor Pávlovich, la próxima semana el Consejo Científico celebrará una sesión plenaria; creo que usted debería intervenir.
– ¿En calidad de qué? -preguntó Shtrum.
– Me parece que debería dar explicaciones; en pocas palabras, creo que debería admitir su error.
Shtrum se puso a andar por la habitación, después se paró de golpe al lado de la ventana y, mirando fijamente al patio, dijo:
– Piotr Pávlovich, ¿no sería mejor escribir una carta? Mire, es más fácil que escupirse encima en público.
– No, creo que debe hacer una intervención. Ayer hablé con Svechín y me dio a entender que allí -hizo un gesto vago en dirección a la cornisa superior de la puerta- prefieren que intervenga a que escriba una carta.
Shtrum se volvió enseguida hacia él.
– No intervendré ni escribiré ninguna carta. Sokolov, con la entonación paciente de un psiquiatra que discute con un enfermo, observó:
– Víktor Pávlovich, en su posición guardar silencio significa suicidarse con plena conciencia; pesan sobre usted imputaciones de carácter político.
– ¿Sabe lo que me resulta más penoso? -le preguntó Shtrum-. No comprendo por qué ha de pasarme algo así en unos días de alegría general, en los días de la victoria. ¡Y pensar que cualquier hijo de perra puede decir que ataqué abiertamente los principios del leninismo porque estaba convencido de que asistíamos al fin del poder soviético! Como si me gustara atacar a los débiles.
– Sí, lo he oído decir -dijo Sokolov.
– No, no, ¡al diablo con ellos! -dijo Shtrum-. No entonaré un mea culpa.
Pero por la noche se encerró en su habitación y comenzó a escribir la carta. Lleno de vergüenza, la hizo pedazos y se puso a redactar el texto para su intervención en el Consejo Científico. Al releerlo dio un golpe contra la mesa con la palma de la mano y rompió el papel en mil pedazos. -Basta, ¡se acabó! -dijo en voz alta-. Que pase lo que haya de pasar. Que me encarcelen.
Permaneció inmóvil durante un rato, reflexionando sobre su última decisión. Después le vino a la cabeza la idea de escribir el texto aproximado de la carta que habría escrito si hubiera decidido arrepentirse; en eso no había nada de humillante. Nadie vería la carta; nadie.
Estaba solo, la puerta cerrada con llave, en la casa todos dormían; al otro lado de la ventana reinaba el silencio, no se oían ni bocinas ni ruido de coches.
Pero una fuerza invisible le oprimía. Sentía su poder hipnótico, que le obligaba a pensar como ella quería y a escribir bajo su dictado. Se encontraba dentro de él, y le helaba el corazón, disolvía su voluntad, se entrometía en las relaciones con su familia y su hija, en su pasado, en los pensamientos de su juventud. Había acabado sintiendo que era un ser privado de talento, aburrido, pesado, que agotaba a todo el mundo con su monótona locuacidad. Incluso su trabajo le parecía apagado, como si estuviera cubierto de cenizas y polvo; había dejado de llenarle de luz y alegría.
Sólo la gente que nunca ha sentido una fuerza semejante puede asombrarse de que alguien se someta a ella. Los que la han experimentado, por el contrario, se sorprenderán de que un hombre pueda rebelarse contra tal fuerza, aunque sólo sea un momento, con alguna expresión airada o un tímido gesto de protesta.
Shtrum escribía la carta de arrepentimiento sólo para él, luego la escondería y no se la enseñaría a nadie; pero al mismo tiempo, en su fuero interno, sentía que más adelante podía serle útil, si bien por el momento seguiría guardada.
Al día siguiente, mientras bebía el té, miró el reloj: era hora de ir al laboratorio. Una gélida sensación de soledad se apoderó de él. Tenía la impresión de que, hasta el fin de sus días, nadie iría a verle. Ya no le telefoneaban, pero no sólo por miedo: no le llamaban porque era aburrido, no despertaba interés y era mediocre.
– Nadie llamó ayer, ¿verdad? -preguntó a Liudmila Nikoláyevna y declamó con énfasis-: «Estoy solo en la ventana; no aguardo a un huésped ni a un amigo» [113].
– Olvidé decirte que ha vuelto Chepizhin. Ha llamado, quiere verte.
– ¿Cómo has podido olvidarte?
Y comenzó a tamborilear sobre la mesa una música solemne.
Liudmila Nikoláyevna se acercó a la ventana. Shtrum caminó sin apresurarse, alto, encorvado, golpeando de vez en cuando con su cartera contra las piernas, y ella sabía que ahora estaba pensando en su encuentro con Chepizhin, en cómo le saludaría y hablaría con el amigo.
En los últimos días se compadecía de su marido, se inquietaba por él, pero al mismo tiempo pensaba en sus defectos, sobre todo en el principal: su egoísmo.
Había declamado: «Estoy solo en la ventana, no aguardo a ningún amigo», y se había ido al laboratorio, donde estaba rodeado de gente, donde tenía un trabajo; luego, por la tarde, pasaría a ver a Chepizhin y probablemente no regresaría antes de la medianoche; ni siquiera se le pasaría por la cabeza que ella estaría todo el día sola en casa; ella sí que estaría sola en la ventana del piso vacío, sin nadie a su lado, sin aguardar a ningún huésped, a ningún amigo. Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina a fregar los platos. Aquella mañana sentía un peso en el corazón. Hoy no llamaría María Ivánovna porque iba a casa de su hermana mayor, en Shabolovka.
¡Cuánto le preocupaba Nadia! No contaba nada, pero seguro que a pesar de las prohibiciones continuaba con sus paseos nocturnos. Y Víktor, enfrascado por completo en sus asuntos, no tenía tiempo para pensar en su hija.
Sonó el timbre; debía de ser el carpintero: el día antes le había llamado para que viniera a reparar la puerta de la habitación de Tolia. Liudmila Nikoláyevna se alegró: ¡un ser humano! Abrió la puerta; en la penumbra del pasillo había una mujer con un gorro gris de astracán y una maleta en la mano.
– ¡Zhenia! -gritó Liudmila, tan fuerte y lastimosamente que se sorprendió de su propia voz y, besando a su hermana, acariciándole la espalda, susurró:
– Está muerto. Tolia está muerto, muerto.
Un fino chorro de agua caliente caía en la bañera. Bastaba con aumentar un poco la presión para que al instante el agua se volviera fría. La bañera se llenaba despacio, pero a las dos hermanas les parecía que desde su encuentro sólo habían intercambiado un par de palabras.
Después, mientras Zhenia tomaba el baño, Liudmila Nikoláyevna no hacía más que acercarse a la puerta y preguntarle:
– ¿Qué, cómo estás? ¿Quieres que te frote la espalda? Cuidado con el gas, que no se te apague…
Unos minutos más tarde, Liudmila golpeó con el puño en la puerta y preguntó, enfadada:
– Pero ¿qué haces? ¿Te has dormido?
Zhenia salió del baño envuelta en el albornoz afelpado de su hermana.
– Ah, eres una bruja -dijo Liudmila Nikoláyevna.
Y Yevguenia Nikoláyevna recordó que Sofía Ósipovna también la había llamado bruja cuando Nóvikov había llegado una noche a Stalingrado.
La mesa estaba puesta.
– Qué sensación tan extraña -dijo Yevguenia Nikoláyevna-. Después de dos días de viaje en un vagón sin asientos reservados me he lavado en una bañera; debería sentirme colmada de felicidad, pero en el corazón…
– ¿Qué te trae por Moscú? ¿Alguna mala noticia? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
– Luego, luego.
E hizo un gesto con la mano para que no insistiera.
Liudmila le contó los asuntos de Víktor Pávlovich, el amor inesperado y ridículo de Nadia; le habló de los amigos que habían dejado de telefonear y de los que aparentaban no reconocer a Shtrum cuando se lo encontraban.
Yevguenia Nikoláyevna le habló de Spiridónov; ahora estaba en Kúibishev y no le ofrecerían un nuevo trabajo hasta que una comisión no aclarara su asunto. En cierto modo parecía noble y patético a la vez. Vera y el niño estaban en Leninsk. Stepán Fiódorovich rompía a llorar cuando hablaba del nieto. Luego le contó a Liudmila la deportación de Jenny Guenríjovna, lo amable que era el viejo Sharogorodski y cómo la había ayudado Limónov con el permiso de residencia.
En la cabeza de Zhenia había una niebla hecha de humo, del rumor de las ruedas, de las conversaciones en el vagón, y le causaba un extraño efecto ver la cara de su hermana, sentir el roce del suave albornoz sobre la piel recién lavada, estar sentada en una habitación con un piano y una alfombra.
Y en todo lo que se contaban las dos hermanas, acontecimientos tristes y alegres, divertidos y conmovedores de los últimos días, ambas sentían la presencia de los parientes y amigos que las habían abandonado para siempre, pero que continuaban ligados a ellas. Dijeran lo que dijeran de Víktor Pávlovich, la sombra de Anna Semiónovna estaba allí; detrás de Seriozha emergían su padre y su madre, prisioneros en un campo, y al lado de Liudmila Nikoláyevna resonaban día y noche los pasos de un joven tímido, ancho de espaldas y de labios prominentes. Pero no hablaban de ellos.
– No hay ninguna noticia de Sofía Ósipovna. Como si se la hubiera tragado la tierra -dijo Zhenia.
– ¿De la Levinton?
– Sí, sí, ella.
– No me caía demasiado bien -observó Liudmila Nikoláyevna-. ¿Aún pintas cuadros? -le preguntó después,
– En Kúibishev, no. Pero en Stalingrado sí.
– Cuando nos evacuaron, Víktor se llevó dos cuadros tuyos. Puedes estar orgullosa.
Zhenia sonrió.
– Sí, lo estoy.
Liudmila Nikoláyevna siguió:
– Entonces, generala, ¿no me cuentas lo más importante? ¿Eres feliz? ¿Le amas?
Zhenia se apretó el albornoz contra el pecho y murmuró:
– Sí, sí, soy feliz, le amo, soy amada… -Y lanzando una ojeada rápida a su hermana, añadió-: ¿Sabes por qué he venido a Moscú? Nikolái Grigórievich ha sido arrestado, está en la Lubianka.
– Dios mío, pero ¿por qué? ¡Es un hombre cien por cien de fiar!
– ¿Y nuestro Mitia, entonces? ¿Y tu Abarchuk? Él sí que lo era, al doscientos por ciento.
Liudmila Nikoláyevna se quedó un instante pensativa y luego dijo:
– Pero ¡hay que ver lo cruel que era tu Nikolái! No tuvo compasión de los campesinos durante la época de la colectivización. Me acuerdo de haberle preguntado: «¿Por qué hacen eso?». Y él me respondió: «¡Que se vayan al diablo esos kulaks!». Tenía una gran influencia sobre Víktor.
Zhenia dijo en tono de reproche:
– Ay, Liuda, siempre te acuerdas de los aspectos negativos de la gente y los dices en voz alta en el momento más inoportuno.
– Qué quieres que haga -replicó Liudmila Nikoláyevna-. Yo no tengo pelos en la lengua.
– Está bien, pero no hace falta que estés tan orgullosa de esa virtud tuya. -Luego le confió en un susurro-: Liuda, me han citado.
Cogió el pañuelo de su hermana, que estaba sobre el diván, cubrió con él el teléfono y dijo:
– Por lo visto pueden escuchar a través del teléfono. He tenido que firmar una declaración.
– Pero tú nunca fuiste la mujer legítima de Nikolái.
– No, pero me han interrogado como si fuera su esposa. Te lo contaré. Recibí el aviso de que debía comparecer con mi pasaporte. Pasé revista a todos: Mitia, Ida, incluso tu Abarchuk; se me pasaron por la mente todos nuestros amigos y conocidos que han estado en la cárcel, pero ni por un momento pensé en Nikolái. Estaba citada a las cinco. Un despacho de lo más ordinario. En la pared, los retratos enormes de Stalin y Beria. Un individuo joven, con una cara corriente, me escruta con una mirada penetrante y omnipotente. No se anduvo con rodeos: «¿Conoce las actividades contrarrevolucionarias de Nikolái Grigórievich Krímov?». Más de una vez tuve la sensación de que nunca saldría de allí. Imagínate, incluso insinuó que Nóvikov…, en pocas palabras, una porquería espantosa: que yo me había convertido en la amante de Nóvikov para sacarle toda la información posible y comunicársela a Nikolái Grigórievich… Sentí que se me paralizaba todo por dentro. Le dije: «Sabe, Krímov es un comunista tan fanático que quien está con él tiene la impresión de asistir a un raikom». Y él me dice: «¿Quiere decir que Nóvikov no le parece un verdadero soviético?». Le respondo: «Su trabajo es muy extraño: la gente combate en el frente contra los fascistas, y usted, joven, se queda en la retaguardia para cubrir a estos hombres de lodo». Pensaba que después de haberle dicho eso iba a atizarme en los morros, pero se sintió avergonzado, se ruborizó. En definitiva, han arrestado a Nikolái. Y las acusaciones son absurdas; trotskismo, relaciones con la Gestapo.
– Qué horror -dijo Liudmila Nikoláyevna, y pensó que también habrían podido estrechar el cerco sobre Tolia y haberle declarado sospechoso de cosas similares-. Me imagino cómo va a tomarse Viria la noticia -añadió-. En estos momentos está terriblemente nervioso, todo el rato tiene la impresión de que le van a meter en la cárcel. Recuerda siempre dónde, de qué y con quién ha hablado. Sobre todo en el maldito Kazan.
Durante un rato Yevguenia Nikoláyevna miró fijamente a su hermana y al final murmuró:
– ¿Quieres que te diga qué es lo más terrible? El juez instructor me preguntó: «¿Cómo es que no está al corriente del trotskísmo de su marido cuando él mismo le refirió palabras entusiastas acerca de Trotski, en relación con un artículo suyo que calificó como "puro mármol"?». Sólo después, mientras volvía a casa, recordé que Nikolái me había dicho: «Eres la única persona que lo sabe»; y por la noche, de repente, tuve un shock: se lo había contado a Nóvikov cuando estuvo en Kúibishev. Creí que iba a perder la razón, me invadió una angustia…
– Ay, infeliz -respondió Liudmila Nikoláyevna-. Era de esperar que esto ocurriera.
– Pero ¿por qué a mí? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna-. A ti también habría, podido pasarte.
– Nada de eso. Del primero te has separado y con el segundo te has juntado. A uno le cuentas confidencias del otro.
«Pero tú también te separaste del padre de Tolia. Seguro que le has contado muchas cosas a Víktor Pávlovich,
– No, te equivocas -dijo con convicción Liudmila Nikoláyevna-, no tiene ni punto de comparación.
– Pero ¿por qué? -preguntó Zhenia, sintiéndose enojada de repente al mirar a su hermana mayor-. Reconoce que lo que acabas de decir es una tontería.
Liudmila Nikoláyevna respondió sin inmutarse:
– No lo sé, tal vez sea una estupidez.
– ¿No tienes reloj? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna-. Tengo que llegar a tiempo al número 24 de Kuznetski Most. -Y sin poder contener más su irritación, declaró-: Tienes un carácter difícil, Liuda. Ya entiendo por qué mamá prefiere vivir en Kazán sin un techo propio, a pesar de que tú tienes un piso de cuatro habitaciones.
Después de haber dicho estas crueles palabras, Zhenia se arrepintió y acto seguido, para dar a entender a Liudmila que su relación fraternal era más fuerte que cualquier desavenencia, añadió:
– Quiero creer en Nóvikov. Pero la verdad es que… ¿cómo han llegado esas palabras a los órganos de seguridad? Es terrible, me siento como si me hubiera perdido en una espesa niebla.
Le hubiera gustado tanto que su madre estuviera a su lado. Zhenia habría apoyado la cabeza en su hombro y habría dicho: «Querida mamá, estoy tan cansada…».
Liudmila Nikoláyevna observó:
– ¿Sabes lo que puede haber pasado? Tu general quizá le haya contado esa conversación a alguien, y éste ha presentado la denuncia.
– Sí, sí -dijo Zhenia-. Qué extraño, una idea tan sencilla y ni se me había ocurrido.
En el silencio y la tranquilidad de la casa de Liudmila, Zhenia, percibía con mayor intensidad la inquietud interior que la dominaba…
Todo lo que no había sentido o pensado al abandonar a Krímov, todo lo que secretamente la torturaba y agitaba cuando se marchó: su ternura hacia él que no desaparecía, su inquietud por él, la costumbre de verle, se había acentuado en las últimas semanas.
Zhenia le imaginaba en el trabajo, en el tranvía, mientras hacía cola delante de las tiendas. Casi todas las noches soñaba con él, gemía, gritaba, se despertaba. Los sueños eran terribles, llenos de incendios, guerra, y era imposible alejar el peligro que amenazaba a Nikolái Grigórievich.
Por la mañana, mientras se vestía y se lavaba deprisa, temerosa de llegar tarde al trabajo, seguía pensando en él. Le parecía que no le amaba. Pero ¿acaso se puede pensar ininterrumpidamente en un hombre al que no se ama y sufrir tanto por su destino infeliz? ¿Por qué cada vez que Limónov y Sharogorodski bromeaban sobre la falta de talento de los poetas y pintores que él prefería le entraban ganas de ver a Nikolái, de acariciarle el cabello, de mimarle, compadecerle?
Ahora se había olvidado de su fanatismo, de su indiferencia hacia las víctimas de la represión, del odio con que hablaba de los kulaks durante la colectivización general. Ahora sólo se acordaba de las cosas bonitas, románticas, conmovedoras y tristes. El poder que ahora ejercía sobre ella residía en su debilidad. Sus ojos tenían una expresión infantil, la sonrisa era confusa, los movimientos, torpes.
Le imaginaba con las hombreras arrancadas, con la barba canosa; le veía, por la noche, echado sobre el catre; le veía de espaldas mientras paseaba por el patio de la prisión… Probablemente él imaginaba que ella había intuido su destino y que por eso había roto con él.
Yacía sobre el catre de la celda y pensaba en ella… La generala…
¿Cómo comprender si era piedad, amor, conciencia o deber?
Nóvikov le había enviado un salvoconducto y, utilizando la línea telefónica militar, se había puesto de acuerdo con un amigo suyo de las fuerzas aéreas, quien le había prometido que haría llegar a Zhenia en un Douglas al Estado Mayor del frente. Los jefes de Zhenia le habían, dado un permiso de tres semanas.
Yevguenia Nikoláyevna trataba de tranquilizarse, repitiéndose: «Él lo comprenderá; comprenderá que no podía actuar de otra manera».
Sabía que se había comportado muy mal con Nóvikov: allí estaba, esperándola.
Le había escrito contándoselo todo con una sinceridad despiadada. Después de haber enviado la carta, Zhenia pensó que la censura militar leería su contenido. Todo aquello podía causar un gran perjuicio a Nóvikov.
«No, no, él lo comprenderá», se repetía.
Pero el problema era que Nóvikov lo comprendería, y después la abandonaría para siempre.
¿Le amaba o amaba el amor que él sentía por ella?
Un sentimiento de miedo, de tristeza, de horror frente a la soledad se apoderó de ella cuando pensó en que su separación era, a fin de cuentas, inevitable.
La idea, además, de haber sido ella misma la que había estrangulado con sus propias manos su felicidad le era particularmente insoportable.
Pero cuando pensaba que ahora no podía cambiar nada, al contrario, que no dependía de ella, sino de Nóvikov, que la ruptura era completa y definitiva, esa idea le parecía especialmente dura.
Cuando se le hacía demasiado doloroso, demasiado insoportable recordar a Nóvikov, trataba de imaginar a Nikolái Grigórievich. Tal vez la llamaran para un careo con él… Buenos días, mi pobrecito querido.
Nóvikov, en cambio, era alto, fuerte, ancho de espaldas, y estaba investido de poder. No tenía necesidad de apoyo, se las arreglaría solo. Le había apodado «el coracero». Nunca olvidaría su maravilloso y atrayente rostro; siempre sentiría nostalgia de él, de la felicidad que ella misma había arruinado. No sentía piedad hacia ella misma. No le daba miedo sufrir. Pero sabía que Nóvikov no era tan fuerte como aparentaba. En su cara, a veces, asomaba una expresión de impotencia, de temor…
Además ella tampoco era tan despiadada consigo misma ni tan indiferente a sus propios sufrimientos.
Liudmila, como si adivinara los pensamientos de su hermana, le preguntó:
– ¿Qué será de ti y de tu general?
– Sólo pensarlo me da miedo.
– Una azotaina es lo que te mereces.
– ¡No podía actuar de otro modo! -se defendió Yevguenia Nikoláyevna.
– No me gusta que siempre tengas dudas. Si dejas a alguien, le dejas de verdad, sin dar marcha atrás. No tiene sentido llorar por la leche derramada.
– Ah, sí, claro -dijo Zhenia-. Aléjate del mal y haz el bien. No soy capaz de vivir según esta regla.
– Me refería a otra cosa. No me gusta Krímov, pero le respeto, y a tu general no le he visto nunca. Pero una vez has decidido convertirte en su mujer, tienes una responsabilidad hacia él. En cambio te estás comportando como una irresponsable. Un hombre que tiene un puesto importante, ¡un militar! Y su mujer, entretanto, le lleva paquetes a un detenido. ¿Te das cuenta de las consecuencias que puede tener para él?
– Lo sé.
– Pero ¿le amas?
– ¡Déjame en paz, por el amor de Dios! -dijo Zhenia con voz llorosa y pensó: «¿A quién amo?». -No, responde.
– No podía actuar de otra manera; la gente no va a la Lubianka por placer.
– No hay que pensar sólo en uno mismo.
– De hecho no estoy pensando sólo en mí.
– Víktor también piensa como tú. Pero en el fondo no es más que egoísmo.
– Tu lógica es increíble. De niña ya me chocaba. ¿A qué llamas egoísmo?
– Piénsalo bien, ¿cómo vas a ayudarle? No puedes revocar una sentencia.
– Ya verías, Dios no lo quiera, si fueras a dar con tus huesos a la cárcel; entonces comprenderías qué significa la ayuda de tus allegados.
Liudmila Nikoláyevna, para cambiar de tema, le preguntó:
– Dime, novia alocada, ¿tienes fotos de Marusia?
– Sólo una. ¿Te acuerdas? La tomamos en Sokólniki.
Apoyó la cabeza sobre el hombro de Liudmila y se quejó:
– Estoy tan agotada…
– Descansa, duerme un poco. Hoy no vayas a ningún lado; te he preparado la cama.
Zhenia, con los ojos entornados, negó con la cabeza.
– No, no, no vale la pena. Estoy cansada de vivir.
Liudmila Nikoláyevna trajo un sobre grande y esparció sobre el regazo de su hermana un pliego de fotografías.
Zhenia, al examinar las fotos, exclamaba: «…Dios mío, Dios mío…, me acuerdo de ésta, la hicimos en la dacha… Qué divertida está Nadia… Ésta la sacó papá después de la deportación… Mira, aquí sale Mitia de colegial, clavadito a Seriozha, sobre todo en la parte superior de la cara… Aquí está mamá con Marusia en brazos, yo no había nacido todavía…».
Se dio cuenta de que no había fotografías de Tolia, pero no le preguntó a su hermana dónde estaban.
– Bien, madame -dijo Liudmila-, hay que prepararte algo de comer.
– Tengo buen apetito -confirmó Zhenia-, igual que de niña. Ni siquiera las preocupaciones me lo quitan.
– Bueno, gracias a Dios -dijo Liudmila Nikoláyevna, y besó a su hermana.
Zhenia bajó del trolebús cerca del teatro Bolshói, ahora cubierto de telas de camuflaje, y subió por Kuznetski Most pasando por delante de los locales de exposición de la Unión de Pintores. Antes de la guerra exponían allí artistas que conocía y, una vez, también habían exhibido sus cuadros. Pero no pensó en ello.
Una extraña inquietud se había apoderado de ella. Su vida era como una baraja de cartas mezclada por una gitana. Ahora había salido la carta «Moscú».
A lo lejos distinguió la pared de granito gris oscuro del imponente edificio de la Lubianka.
«Buenos días, kolia», pensó. Quizá Nikolái Grigórievich, sintiendo que se acercaba, se había emocionado sin comprender el motivo.
Su viejo destino se había convertido en su nuevo destino. Todo lo que parecía haber desaparecido para siempre en el pasado se había convertido en su futuro.
La nueva y espaciosa sala de recepción, cuyas ventanas relucientes como espejos daban a la calle, estaba cerrada. Los visitantes debían dirigirse al viejo local.
Entró en un patio sucio, pasó por delante de una pared desconchada y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el recibidor todo tenía un aspecto sorprendentemente normal: mesas manchadas de tinta, bancos de madera apoyados contra las paredes, ventanillas con antepechos de madera donde daban información.
Daba la sensación de que la mole de piedra y los numerosos pisos cuyos muros daban a la plaza de la Lubianka, la Sretenka y la calle Furkasovski no tenían ninguna relación con aquella oficina.
La gente se agolpaba en la sala; los visitantes, la mayoría mujeres, hacían cola ante las ventanillas; algunos estaban sentados en los bancos; un viejo con unas gafas de cristales gruesos rellenaba, detrás de una mesa, un formulario. Zhenia, al mirar las caras viejas y jóvenes, tanto de hombres como de mujeres, pensó que todos tenían en común la expresión de los ojos, el pliegue de la boca, y que si se los hubiera encontrado en el tranvía, en la calle, habría adivinado que frecuentaban el número 24 de Kuznetski Most.
Zhenia se dirigió a un joven ordenanza que, aunque vestido con el uniforme del Ejército Rojo, no parecía un soldado, y éste le preguntó:
– ¿Es su primera vez? -y le indicó una ventanilla en la pared.
Zhenia se puso a la cola, sosteniendo el pasaporte en la mano; tenía los dedos y las palmas de la mano húmedos de la emoción. Una mujer tocada con un gorro que estaba delante de ella le dijo a media voz:
– Si no se encuentra en esta prisión, hay que ir a Matrósskaya Tishiná, y luego a la Butirka; pero sólo reciben algunos días, por orden alfabético. Después debe ir a la cárcel militar de Lefortovo, y finalmente volver aquí. Yo estuve buscando a mi hijo durante mes y medio. ¿Ya ha estado en la fiscalía militar?
La cola avanzaba deprisa y Zhenia pensó que no era buena señal: seguro que daban respuestas formales, lacónicas. Pero cuando a la ventanilla se acercó una anciana vestida con elegancia, se produjo una interrupción; la noticia corrió en un susurro, de boca en boca: el empleado había ido a informarse personalmente de las circunstancias de aquel asunto después de que la conversación telefónica resultara insuficiente, La mujer estaba vuelta de medio perfil hacia la cola, y la expresión de sus ojos entornados parecía indicar que no se sentía en el mismo plano que la mísera muchedumbre de los parientes de los detenidos.
Poco después la cola volvió a moverse, y una mujer joven, alejándose de la ventanilla, dijo en voz baja:
– Siempre la misma respuesta: no está permitido enviar paquetes.
La vecina le explicó a Yevguenia Nikoláyevna:
– Quiere decir que la instrucción no ha terminado.
– ¿Y las visitas? -preguntó Zhenia.
– ¿De qué visitas habla? -respondió la mujer, y sonrió ante la ingenuidad de Zhenia.
Yevguenia Nikoláyevna nunca habría imaginado que la espalda de un ser humano pudiera transmitir tan claramente su estado de ánimo. Las personas que se acercaban a la ventanilla tenían una manera particular de estirar el cuello, con los hombros levantados, los omóplatos tensos que parecían gritar, llorar, sollozar. Cuando siete personas separaban a Zhenia de la ventanilla, ésta se cerró con un ruido sordo, y alguien anunció una pausa de veinte minutos. Los que estaban en la cola tomaron asiento en sillas y bancos.
Había mujeres, madres; había también un anciano, un ingeniero cuya mujer, intérprete en la Sociedad de la Unión Soviética para las Relaciones Culturales con el Extranjero (VOKS), había sido arrestada; había una alumna de décimo curso cuya madre estaba en la cárcel y a cuyo padre le habían caído «diez años sin derecho a correspondencia»; había una viejecita ciega a la que acompañaba una vecina para pedir noticias sobre su hijo; había una extranjera, esposa de un comunista alemán, que hablaba mal el ruso, vestía a la occidental con un abrigo a cuadros y llevaba una bolsa de tela abigarrada en la mano: sus ojos eran iguales a los de las viejas rusas.
Había rusas, armenias, ucranianas, judías; había una koljosiana de las afueras de Moscú. Supo que el viejo que estaba rellenando el formulario detrás de la mesa era profesor en la academia Timiriázev; habían arrestado a su nieto, un escolar, por hablar más de la cuenta en una fiesta.
En aquellos veinte minutos, Zhenia se enteró de muchas cosas.
Ese día el empleado de turno era bueno… En la Butirka no aceptaban conservas; era necesario pasar ajo y cebolla, iban bien para el escorbuto… El miércoles pasado un hombre había ido a buscar sus papeles; le habían retenido durante tres años en la Butirka sin interrogarle ni una sola vez y luego lo dejaron en libertad… En general transcurría un año entre el arresto y el traslado al campo… No se deben entregar cosas de valor: en la cárcel de tránsito de Krásnaya Presnia mezclan a los «políticos» con los delincuentes comunes, y éstos se lo roban todo… Poco tiempo atrás había venido una mujer cuyo marido, un eminente ingeniero de edad avanzada, había sido arrestado: por lo visto, durante su juventud había tenido una breve relación con una mujer a la que mensualmente entregaba dinero para alimentar a un hijo al que nunca había visto; pero este niño se había hecho adulto y, en el frente, se había pasado al bando alemán; de modo que al ingeniero le habían condenado a diez años por ser el padre de un traidor a la patria… La mayoría eran acusados en virtud del artículo 58, párrafo 10: propaganda contrarrevolucionaria. Personas que hablaban demasiado, que no sabían morderse la lengua… Al ingeniero lo habían arrestado antes del Primero de Mayo; siempre se producen más arrestos antes de las fiestas… Allí había también una mujer: el juez instructor la había telefoneado a casa y, de repente, había oído la voz de su marido…
Curiosamente, en la sala de recepción del NKVD Zhenia se sentía más tranquila y aliviada que después del baño en casa de Liudmila.
Qué suerte tan maravillosa tenían las mujeres cuyos paquetes eran aceptados.
Alguien, con un cuchicheo apenas perceptible, dijo a su lado:
– Por lo que respecta a la gente arrestada en 1937, contestan lo primero que se les pasa por la cabeza. A una mujer le dijeron: «Está vivo y trabaja»; pero cuando vino por segunda vez el mismo empleado le dio un certificado: «Muerto en 1939».
El hombre de la ventanilla levantó los ojos, hacia Zhenia; tenía la cara vulgar de un burócrata que tal vez el día antes trabajaba en el cuerpo de bomberos, y que al siguiente, si se lo ordenaran los superiores, se ocuparía de rellenar documentos en la sección de condecoraciones.
– Quiero tener noticias del detenido Krímov, Nikolái Grigórievich -dijo Zhenia, y le pareció que aunque no la conocía había notado que hablaba con la voz alterada.
– ¿Cuándo le arrestaron? -preguntó el empleado.
– En noviembre -respondió.
Le dio un cuestionario.
– Rellénelo y entréguemelo directamente sin hacer cola; vuelva mañana por la respuesta.
Al tenderle la hoja, la miró de nuevo, y esta rápida ojeada ya no era la de un empleado corriente, sino la mirada inteligente de un chequista que lo registra todo en la memoria.
Rellenó el formulario; sus dedos temblaban como los del viejo de la academia Timiriázev que poco antes estaba sentado en ese mismo lugar.
A la pregunta sobre el grado de parentesco con el detenido, escribió: «Esposa», y subrayó la palabra con una gruesa línea.
Una vez entregado el cuestionario se sentó sobre el diván y guardó el pasaporte en el bolso. Lo cambió varias veces de compartimiento, y comprendió que no le apetecía separarse de las personas que hacían cola.
En aquel momento sólo quería una cosa: hacer saber a Krímov que ella estaba allí, que lo había abandonado todo por él y había corrido en su busca.
¡Si pudiera saber que ella estaba allí, tan cerca!
Caminó por la calle mientras atardecía. Yevguenia había pasado en esa ciudad gran parte de su vida, pero aquella vida, con sus exposiciones, sus teatros, las comidas en los restaurantes, los viajes a la dacha, los conciertos sinfónicos, quedaba tan lejos que ya no parecía suya. Lejos también estaban Stalingrado, Kúibishev y el bello rostro de Nóvikov, que a veces le parecía divinamente maravilloso.
Sólo quedaba la sala de recepción del número 24 de Kuznetski Most, y ahora tenía la sensación de estar caminando por las calles de una ciudad desconocida.
Mientras se quitaba los chanclos en la antesala y saludaba a la vieja empleada doméstica, Shtrum echó una ojeada a través de la puerta entreabierta del despacho de Chepizhin. La vieja Natalia Ivánovna ayudó a Shtrum a quitarse el abrigo y le dijo:
– Anda, vaya, le está esperando.
– ¿Nadiezhda Fiódorovna está en casa? -pregunto Shtrum.
– No, se fue ayer a la dacha con sus sobrinas, Víktor Pávlovich, ¿sabe si acabará pronto la guerra?
Shtrum respondió:
«-Cuentan que unos conocidos convencieron al chófer de Zhúkov para que le preguntara cuándo terminaría la guerra. Zhúkov se subió a su coche y preguntó a su chófer: «¿Sabrías decirme cuándo acabará la guerra?».
Chepizhin salió al encuentro de Shtrum.
– Vieja, ¿por qué entretienes a mis invitados? ¡Invita a los tuyos!
Cuando llegaba a casa de Chepizhin, Shtrum solía sentir que le subía la moral. Ahora, pese a su congoja, volvió a sentir esa ligereza particular que no experimentaba desde hacía tiempo.
Al entrar en el despacho de Chepizhin, después de mirar las estanterías de libros, tenía la costumbre de citar en broma las palabras de Guerra y paz: «Sí, las gentes han escrito mucho, no estaban ociosas».
Y también esta vez dijo: «Sí, las gentes han escrito…».
El desorden en las estanterías de la biblioteca se parecía al caos que reinaba en los talleres de las fábricas de Cheliabinsk.
– ¿Tiene noticias de sus hijos? -preguntó Shtrum.
– Recibí una carta del mayor-, el más joven está en Extremo Oriente.
Chepizhin tomó la mano de Shtrum y con un apretón silencioso le expresó aquello que no podía decir con palabras. Y la vieja Natalia Ivánovna se acercó a Víktor Pávlovich y le besó en el hombro.
– ¿Qué hay de nuevo, Víktor Pávlovich? -preguntó Chepizhin.
– Lo mismo que todo el mundo: Stalingrado. Ahora no cabe ninguna duda: Hitler está kaputt. En cuanto a mí, no tengo demasiadas buenas noticias; al contrario, todo va mal.
Y se puso a contarle sus desgracias:
– Mis amigos y mi mujer me aconsejan que me arrepienta. ¡Debo arrepentirme de tener razón! Habló mucho rato de sí mismo, con avidez, casi como un enfermo grave que piensa día y noche en su dolencia. Shtrum torció el gesto, se encogió de hombros. -Siempre me viene a la cabeza nuestra conversación a propósito del magma y toda la porquería que aflora a la superficie.» Nunca había estado rodeado de tanta basura. Y por alguna razón ha coincidido con los días de la victoria, lo cual resulta particularmente ofensivo, ultrajante hasta un punto inadmisible.
Miró la cara de Chepizhin y preguntó: -Según usted, ¿se trata una mera casualidad? La cara de Chepizhin era sorprendente: sencilla, incluso grosera, con pómulos prominentes, nariz chata, de campesino, y al mismo tiempo, tan intelectual y fina que un londinense o un lord Kelvin habrían podido envidiarle. Chepizhin respondió con aire sombrío:
– Primero dejemos que acabe la guerra y luego hablaremos de lo que es casual y lo que no.
– Es probable que para entonces los cerdos me hayan comido. Mañana decidirán mi suerte en el Consejo Científico. Es decir, mi suerte ya ha sido decidida por la dirección, en el comité del Partido. En el Consejo Científico sólo cumplirán con las formalidades: la voz del pueblo, la reivindicación pública…
A Víktor Pávlovich le asaltaba una extraña sensación mientras charlaba con Chepizhin: sentía alivio hablando de los acontecimientos angustiosos de su vida.
– Yo pensaba que ahora le llevarían en bandeja de plata, tal vez incluso en una de oro -dijo Chepizhin.
– ¿Y por qué? He arrastrado la ciencia al pantano de la abstracción talmúdica, y la he alejado de la práctica.
– ¡Si, sí, es increíble! -admitió Chepizhin; Un hombre ama a una mujer. Ella es el sentido de su vida, su felicidad, su pasión, su alegría. Pero él, por alguna razón, debe disimularlo; ese sentimiento, quién sabe por qué, es indecente. Debe decir que se mete en la cama con esa buena mujer porque le preparará la comida, le zurcirá los calcetines y le lavará la ropa.
Levantó ante su cara las manos, con los dedos separados. Y sus manos eran increíbles: manos de obrero, sólidas pinzas, aunque aristocráticas.
De repente tuvo un acceso de cólera:
– Pues bien, yo no me avergüenzo, no necesito el amor para que me preparen la comida, El valor de la ciencia reside en la felicidad que aporta a las personas. Pero nuestros gallardos académicos asienten al unísono; la ciencia es sirvienta de la práctica. Funciona según el principio de Schedrúv. «Sus deseos son órdenes para mí». Es la única razón por la que la ciencia es tolerada. ¡No! Los descubrimientos científicos tienen en sí mismos un valor superior. Contribuyen al perfeccionamiento del hombre mucho más que las locomotoras de vapor, las turbinas, la aviación y toda la metalurgia desde Noé hasta nuestros días. ¡Perfeccionan el alma, el alma!
– Pienso como usted, Dmitri Petróvich, pero mire por dónde el camarada Stalin no está de acuerdo.
– Es una pena, una pena. Porque hay que ver otro aspecto del asunto. La idea abstracta de Maxwell puede convertirse mañana en una señal de radio militar. La teoría de Einstein sobre los campos magnéticos, la mecánica cuántica de Schrödinger y las concepciones de Bohr pueden transformarse mañana en la práctica más potente. Eso es lo que se debe comprender. ¡Es tan sencillo que hasta una oca lo comprendería!
– Pero usted ha experimentado en su propia piel las pocas ganas que tienen los dirigentes políticos de reconocer que la teoría de hoy será la práctica de mañana -replicó Shtrum-. Le ha costado su puesto.
– No, justo al contrario -objetó con calma Chepizhin-. Yo no quería dirigir el instituto precisamente porque sabía que la teoría de hoy se transformará mañana en práctica. Pero es extraño, muy extraño: estaba convencido de que la designación de Shishakov supondría el comienzo del estudio de los procesos nucleares. Y en esa materia no tienen nada que hacer sin usted… De hecho, estoy convencido de ello.
– No comprendo el motivo que le empujó a dejar el trabajo en el instituto -repuso Shtrum-. Sus palabras me resultan confusas. Nuestros superiores han impuesto al instituto las tareas que a usted le alarmaban, eso está claro. Pero a menudo ocurre que las autoridades se equivocan en lo más evidente. Mire si no la manera en que el jefe estrechaba lazos de amistad con los alemanes; sólo unos días antes del inicio de la guerra estaba enviando a Hitler trenes repletos de caucho y de otras materias primas estratégicas. Pero en este caso… bueno, incluso a un gran político se le puede disculpar por no entender por dónde van los tiros.
En mi vida todo sucede a la inversa. Mis trabajos de antes de la guerra eran eminentemente prácticos: iba a la fábrica de Cheliabinsk para ayudar a instalar dispositivos electrónicos. Pero en tiempo de guerra…
Hizo un gesto de desesperación con la mano.
– Estoy perdido en un laberinto; a veces me atenaza el miedo, me siento incómodo. ¡Dios mío…! Trato de establecer la física de las interacciones nucleares, y me encuentro con el concepto de gravitación, de masa, de tiempo; el espacio se desdobla, no existe más como materia, tiene sólo un significado magnético. Conmigo, en el laboratorio, trabaja un joven lleno de talento, Savostiánov, y una vez, no sé cómo salió el tema, comenzamos a hablar de mi trabajo. Me hizo un montón de preguntas. Le expliqué que no tenemos todavía una teoría, sino sólo un programa y algunas ideas. El espacio paralelo es sólo un parámetro de una ecuación y no una realidad. La simetría sólo existe en las ecuaciones matemáticas, y de momento ignoro si le corresponde una simetría de las partículas. Las soluciones matemáticas han tomado la delantera a la física y no sé si la física de las partículas entrará en mis ecuaciones.
»Savostiánov roe escuchó durante un largo rato y luego dijo: "Todo esto me recuerda a un compañero de estudios. Se había embrollado con la solución de una ecuación y al rato dijo: 'Sabes, esto no es ciencia, sino dos ciegos copulando en un matorral de ortigas…'.
Chepizhin se echó a reír.
– Es curioso que no consiga dar a sus matemáticas un valor físico. Es como el gato de Alicia en el país de las maravillas: primero ves la sonrisa, luego el gato.
– ¡Dios mío! -dijo Shtrum-. Estoy profundamente convencido de que ése es el eje central de la vida humana. No cambiaré mis puntos de vista. No voy a renegar de mis creencias.
– Entiendo lo que significa para usted abandonar el laboratorio en el momento en que el nexo entre las matemáticas y la física está a punto de aflorar -observó Chepizhin-. Debe de ser duro para usted, pero me siento feliz: la honestidad no se puede borrar de un plumazo.
– Esperemos que no me borren a mí de un plumazo -profirió Shtrum.
Natalia Ivánovna trajo el té y se puso a mover los libros para hacer sitio en la mesa.
– ¡Oh, limón! -exclamó Shtrum.
– Usted es un invitado de honor -dijo Natalia Ivánovna.
– Un cero multiplicado por cero -replicó Shtrum.
– ¡Qué dice! -intervino Chepizhin-. ¿Por qué habla así?
– No digo más que la verdad, Dmitri Petróvich. Mañana decidirán mi destino. Estoy seguro. ¿Qué será de mí pasado mañana?
Se acercó el vaso de té y, tocando con la cucharilla la marcha de su desesperación en el borde del platito, repitió con aire abstraído:
– ¡Oh, limón!
Shtrum se sintió confuso. Había pronunciado dos veces la misma frase con la misma entonación.
Durante algunos minutos guardaron silencio, un silencio que rompió Chepizhin:
– Quisiera intercambiar con usted algunos puntos de vista.
– Por supuesto -respondió Shtrum, distraído.
– Oh, no es nada especial, sólo banalidades… Como usted bien sabe, la infinitud del universo es ya una verdad de Perogrullo. Una metagalaxia se convertirá algún día en un terrón de azúcar que cualquier liliputiense parsimonioso tomará con el té. Mientras que un electrón o un neutrón serán un mundo poblado de Gullivers. Esto lo saben hasta los niños que van a la escuela.
Shtrum asentía y pensaba: «Efectivamente, son banalidades. Hoy el viejo no está en forma». Entretanto imaginaba a Shishakov en la reunión del día siguiente. «No, no iré. Ir significaría arrepentirse; o bien habrá que discutir sobre cuestiones políticas, lo que equivale al suicidio…»
Bostezó discretamente y pensó: «insuficiencia cardíaca; es el corazón el que me hace bostezar». Chepizhin continuaba:
– Podríamos creer que sólo Dios es capaz de limitar el infinito… Porque detrás de la barrera cósmica tenemos que admitir ineludiblemente un poder divino. ¿No es así?
– Sí, sí, por supuesto -admitió Shtrum.
«Dmitri Petróvich, no estoy de humor para filosofías. Me pueden arrestar en cualquier momento. Eso está cantado. Además, en Kazán también hablé más de la cuenta con ese tal Madiárov. O es un chivato, o bien lo meterán en la cárcel y le harán hablar. Todo va mal a mi alrededor».
Shtrum miró a Chepizhin, y éste, al observar su mirada falsamente atenta, continuó hablando:
– Me parece que existe una barrera que limita el infinito del universo, la vida. Ese límite no está presente en la curvatura de Einstein, sino en la oposición «vida-materia inerte». Creo que la vida puede definirse como libertad. La vida es libertad. El principio fundamental de la vida es la libertad. Ahí está la barrera, en el Límite entre libertad y esclavitud, entre materia inerte y vida.
También he pensado que la libertad, una vez aparecida, comenzó a evolucionar. Esa libertad siguió dos caminos. El hombre goza de mayor libertad que los protozoos. Toda la evolución delmundo viviente va desde el grado más pequeño hasta el grado mayor de libertad. Ésta es la sustancia de la evolución de las formas vivas. La forma superior es la más rica en libertad. He aquí la primera rama de la evolución.
Shtrum, absorto en sus pensamientos, miró a Chepizhin. Éste hizo una señal con la cabeza, como aprobando la atención de su oyente.
– Pero, pensándolo bien, existe además una segunda rama, por así decirlo cuantitativa, de la evolución. Si calculamos que el peso medio de un ser humano es cincuenta kilos, la humanidad pesa cien millones de toneladas. Es mucho más de lo que pesaba, pongamos, hace mil años. La masa de la materia viva siempre aumentará más a expensas de lo inerte. El globo terráqueo, poco a poco, cobrará vida. El hombre, después de haber poblado los desiertos y el Ártico, se instalará bajo tierra, sin dejar de ampliar el horizonte de sus ciudades y los territorios subterráneos.
»La masa viva de la Tierra acabará por ganar la partida. Después, los diversos planetas cobrarán vida. Si se imagina la evolución de la vida hasta el infinito, entonces la transformación de la materia inanimada en materia viva continuará a escala galáctica. La materia se transmutará de inerte en viva, libre. El universo se animará, en el mundo todo se volverá vivo, y por tanto libre. La libertad y la vida vencerán a la esclavitud.
– Sí, sí -dijo Shtrum, y sonrió-. Se puede usar una integral.
– Ahí está -confirmó Chepizhin-. Me he ocupado de la evolución de las estrellas y he comprendido que no se puede bromear con el mínimo movimiento de la mínima manchita gris de mucosidad vital. Piense en la primera rama de la evolución: del grado más bajo al más alto. Llegaremos a un hombre dotado de todos los atributos de Dios: omnipresente, omnipotente, omnisciente. En el próximo siglo se resolverá la cuestión de la transformación de la materia en energía y de la creación de la materia viva. De modo paralelo se avanzará también, en la conquista del espacio y el logro de la velocidad máxima. En los milenios por venir el progreso se orientará hacia la conquista de las formas superiores de la energía psíquica.
De repente todo lo que Chepizhin decía le dejó de parecer a Shtrum pura charlatanería. Se dio cuenta de que no estaba de acuerdo con su amigo.
– El hombre sabrá materializar, a través de sus instrumentos, el contenido, el ritmo de la actividad psíquica de los seres dotados de razón en toda la meta galaxia. El movimiento de la energía psíquica en el espacio, a través del cual la luz viaja durante millones de años, se efectuará en un instante. La peculiaridad de Dios, su omnipresencia, será una conquista de la razón. Pero después de haber alcanzado la paridad con Dios, el hombre no se detendrá. Comenzará a resolver aquellos problemas que a Dios le han venido anchos. Establecerá comunicación con los seres inteligentes de los niveles superiores del universo, de otro espacio y otro tiempo, para los que la entera historia de la humanidad es sólo una confusa y efímera llamarada. Establecerá un contacto consciente con la vida en el microcosmos, cuya evolución es para el hombre sólo un breve instante. Será la época del total aniquilamiento del abismo espacio-tiempo. El hombre mirará a Dios de arriba abajo.
Shtrum movió la cabeza y observó:
– Dmitri Petróvich, al principio le escuchaba pensando que no estaba yo para filosofías; me pueden meter en la cárcel de un momento a otro, qué más me da a mí ahora la filosofía. Y de golpe me he olvidado de Kovchenko, y de Shishakov, y del camarada Beria, que mañana me cogerán del pescuezo y me pondrán de patitas en la calle, y que pasado mañana pueden arrestarme. Sin embargo, escuchándole, no siento felicidad, sino desesperación. Nosotros somos hombres sabios, y Hércules nos parece un raquítico. Entretanto los alemanes matan a viejos y niños judíos como si se tratara de perros rabiosos; nosotros hemos tenido el año 1937 y la colectivización forzosa con la deportación de millones de pobres campesinos, el hambre, el canibalismo… ¿Sabe? Antes todo me parecía sencillo y claro. Pero después de aquellas terribles perdidas y desgracias, todo se ha vuelto complejo y confuso. El hombre mirará de arriba abajo a Dios, pero ¿acaso no mirará de arriba abajo también al diablo, no lo superará también a él? Usted dice que la vida es libertad. ¿Comparten la misma opinión los detenidos de los campos? ¿No está la vida desperdiciando su propia potencia, no se derrama en el universo como sustrato de una esclavitud más espantosa que la esclavitud de la materia inerte de la que usted hablaba? Dígame, este hombre del futuro ¿superará en su bondad a Cristo? ¡Eso es lo más importante! Dígame, ¿qué ofrecerá al mundo el poder de un ser omnipresente y omnisciente si este ser conserva nuestra fatuidad y egoísmo zoológicos: egoísmo de clase, de raza, de Estado o simplemente individual? ¿No transformará este hombre el mundo entero en un campo de concentración galáctico? Dígame, ¿cree en la evolución de la bondad, de la moral, de la generosidad y en que el hombre es capaz de esa evolución?
Como si se sintiera culpable, torció el gesto y añadió:
– Disculpe si insisto en esta cuestión, que parece aún más abstracta que las ecuaciones de las que hablábamos.
– No es tan abstracta -respondió Chepizhin-, y no sé por qué se ha reflejado también en mi vida. He decidido no tomar parte en los trabajos relacionados con la fisión del átomo. El bien y la bondad de hoy no sirven al hombre para llevar una vida sensata, usted mismo lo ha dicho. ¿Qué pasará entonces si cae en sus garras la fuerza de la energía interna del átomo? Hoy la energía espiritual se encuentra en un plano deplorable. ¡Pero creo en el futuro! Creo que aumentará no sólo la potencia del hombre, sino también su capacidad de amar, su alma.
Estupefacto ante la expresión de Shtrum, se calló de golpe.
– Yo también lo creía, sí, lo creía -dijo Shtrum-, y una vez fui presa del pánico. Nos atormenta la imperfección del hombre. Pero ¿quién, por ejemplo, en mi trabajo piensa en todo esto? ¿Sokolov? Tiene un enorme talento, pero es apocado, se inclina ante la fuerza del Estado, considera que no hay poder más grande, ni siquiera Dios. ¿Márkov? Es del todo indiferente a cuestiones como el bien, el mal, el amor, la moral. Un talento práctico. Resuelve problemas científicos como un jugador de ajedrez. ¿Savostiánov, aquel del que le he hablado? Es amable, agudo, un físico maravilloso, pero es lo que se dice un joven irreflexivo y vacío. Llevó a Kazán un montón de fotografías de chicas en traje de baño; le gusta hacer ostentación de elegancia, beber, bailar. Para el la ciencia es un deporte; resolver una cuestión, comprender un fenómeno es lo mismo que establecer plusmarcas deportivas. ¡Lo principal es que nadie le ponga la zancadilla! ¿Pero acaso yo he reflexionado seriamente sobre todo esto? En nuestros tiempos sólo las personas con una gran alma deberían ocuparse de la ciencia; profetas, santos. En cambio, se dedican a la ciencia talentos prácticos, jugadores de ajedrez y deportistas. No saben lo que tienen entre manos. ¿Usted? ¡Pero usted es usted! ¡El Chepizhin que está trabajando en este momento en Berlín no se negará a trabajar con neutrones! ¿Y entonces? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Todo me parecía sencillo, claro, y ahora…
Mire, Tolstói consideraba un juego fútil sus geniales creaciones. Nosotros, físicos, creamos sin genialidad, pero nos damos ínfulas, nos pavoneamos.
Las pestañas de Shtrum empezaron a parpadear con más rapidez.
– ¿Dónde puedo encontrar la fe, la fuerza, la tenacidad? -dijo precipitadamente, y en su voz se dejó oír la entonación judía-. Bien, ¿qué le puedo decir? Usted ya sabe la desgracia que me ha ocurrido, y hoy me torturan sólo porque… No terminó la frase, se levantó de golpe, la cuchara se le cayó al suelo. Temblaba, sus manos temblaban.
– Víktor Pávlovich, cálmese, se lo suplico -dijo Chepizhin-. Hablemos de otra cosa.
– No, no, perdone. Me voy, no tengo bien la cabeza.
Discúlpeme.
Comenzó a despedirse.
– Gracias, gracias -decía Shtrum sin mirar la cara de Chepizhin, sintiendo que no podía dominar su emoción. Shtrum bajó por la escalera; las lágrimas le corrían por las mejillas.
Cuando Shtrum regresó a casa todos dormían. Tenía la sensación de que estaría sentado a la mesa hasta que se hiciera de día, copiando y releyendo su declaración de arrepentimiento, dudando por centésima vez de si debía ir al instituto.
Durante el largo trayecto de vuelta a casa no había pensado en nada, ni en las lágrimas en la escalera, ni en la conversación mantenida con Chepizhin e interrumpida por su repentino ataque de nervios, ni en la terrible mañana que le aguardaba al día siguiente, ni en la carta de su madre, que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. El silencio de las calles nocturnas le había subyugado, su cabeza estaba tan vacía como las avenidas de la noche moscovita. No sentía emoción, no se avergonzaba de sus recientes lágrimas, no le daba miedo su destino, no deseaba que todo acabara bien.
Por la mañana Shtrum fue al baño, pero encontró la puerta cerrada.
– Liudmila, ¿eres tú? -preguntó.
Dio un grito de sorpresa al oír la voz de Zhenia.
– Dios mío, Zhénechka, pero bueno, ¿qué es lo que te trae por aquí? -Estaba tan confuso que preguntó estúpidamente-: ¿Sabe Liuda que has llegado?
Ella salió del baño y se besaron.
– Tienes mal aspecto -dijo Shtrum, y añadió-: Es lo que se llama un piropo a la judía.
Allí mismo, en el pasillo, ella le contó el arresto de Krímov y el motivo de su visita. Se quedó estupefacto, Pero después de esta noticia la llegada de Zhenia le pareció mucho más preciosa. Si Zhenia hubiera llegado radiante de felicidad y llena de proyectos de una nueva vida, le habría parecido menos cercana y próxima.
Habló con ella, le hizo preguntas sin dejar de mirar el reloj…
– ¡Qué absurdo e insensato es todo esto! -dijo Shtrum-; recuerda mis conversaciones con Nikolái, siempre quería hacerme cambiar de idea. ¡Y ahora…! Yo soy la herejía personificada y paseo en libertad; el, un comunista ortodoxo está arrestado.
Liudmila Nikoláyevna le advirtió:
– Vitia, ten en cuenta que el reloj del comedor va diez minutos atrasado.
Farfulló algo y se dirigió a su habitación; mientras pasaba por el pasillo tuvo tiempo de mirar dos veces la hora que marcaba el reloj.
La sesión del Consejo Científico estaba fijada para las once de la mañana. Rodeado de objetos y libros que le resultaban familiares, podía sentir con una nitidez insólita, rayana en la alucinación, la tensión y la agitación que debían de reinar en el instituto. Las diez y media. Sokolov comienza a quitarse la bata. Savostiánov dice a media voz a Márkov: «Vaya, parece que el loco ha decidido no venir». Gurévich, rascándose su gordo trasero, mira a través de la ventana: una limusina especial se detiene al lado del instituto, sale Shishakov con un sombrero y una capa larga de pastor. A. continuación llega un segundo coche: el joven Badin. Kovchenko camina por el pasillo. En la sala de la reunión ya esperan quince personas; hojean el periódico. Han llegado con antelación para encontrar buenos puestos porque saben que después se agolpará un gran número de personas. Svechín y el secretario del comité del Partido en el instituto, Ramskov, «con el sello del secreto en la frente», están junto a la puerta del comité. El viejo académico Prásolov, con sus rizos canos y la mirada fija en el aire, parece flotar por el pasillo; dice que asambleas de ese tipo constituyen por sí mismas una bajeza increíble. Con un gran estruendo llegan en tropel los colaboradores científicos adjuntos.
Shtrum miró el reloj, cogió del escritorio su declaración, se la metió en el bolsillo y volvió a mirar el reloj.
Podía asistir al Consejo Científico y no arrepentirse, presenciar en silencio… No… Si iba no podría quedarse callado, y sí hablaba no tendría más remedio que arrepentirse. No ir equivalía a cerrarse todas las puertas…
Dirán: «No encontró el valor…, se opuso ostentosamente a la colectividad…, una provocación política…, en consecuencia ahora habrá que hablar con él en otra lengua». Sacó la declaración del bolsillo y acto seguido, sin leerla, volvió a guardarla en el bolsillo. Había releído aquellas líneas decenas de veces; «Reconozco que, al expresar desconfianza hacia la dirección del Partido, cometí un acto incompatible con las normas de conducta del hombre soviético, y por eso… En mi trabajo, sin ser consciente, me be alejado de la vía magna de la ciencia soviética e involuntariamente me he opuesto…».
Sentía el irrefrenable impulso de volver a leer la declaración, pero en cuanto la cogía entre las manos, cada sílaba le resultaba insoportablemente familiar…
El comunista Krímov había sido arrestado y encerrado en la Lubianka. Y a Shtrum, con sus dudas y horror ante la crueldad de Stalin, sus discusiones sobre la libertad, el burocratismo, con su actual historia marcada por aspectos políticos, hacía mucho tiempo que deberían haberle enviado a Kolymá…
Durante los últimos días era presa del miedo cada vez con mayor frecuencia; estaba convencido de que no tardarían en arrestarle.
Por lo general no se limitaban a expulsarte del trabajo: primero te criticaban agriamente, después te despedían del trabajo, y por último te metían en prisión.
Miró de nuevo el reloj. La sala debía de estar abarrotada. Los que habían tomado asiento mirarían a la puerta y cuchichearían entre sí: «Shtrum no ha aparecido…». Alguien diría: «Ya es casi mediodía y Víktor sigue sin presentarse». Shishakov habría ocupado el sillón de la presidencia y dejado la cartera sobre la mesa. Al lado de Kovchenko se erguiría una secretaria que le habría llevado unos documentos urgentes para que los firmara de inmediato.
La idea de la espera impaciente y excitada de decenas de personas congregadas en la sala de reuniones angustiaba de un modo insoportable, a Shtrum. Probablemente también en la Lubianka, en el despacho del hombre que seguía con atención su caso, estaban esperando. «¿Es posible que no venga?» Sentía y veía a un hombre ceñudo del Comité Central: «¿Así que no se ha dignado aparecer?». Veía a conocidos que decían a sus mujeres: «Es un chillado». Liudmila, en su fuero interno, desaprobaba su actitud: Tolia había dado la vida por un Estado con el que Víktor había entablado una disputa en tiempo de guerra.
Cuando recordaba cuántos parientes suyos y de Liudmila habían sido represaliados, deportados, se tranquilizaba pensando: «Si alguien me interroga diré que no sólo hay gente así a mi alrededor; también está Krímov, un amigo íntimo, un comunista conocido, un viejo miembro del Partido, un militante desde los tiempos de la clandestinidad…». ¡Pero mira lo que le había pasado a Krímov! Comenzarían a interrogarle y él recordaría cada uno de los discursos heréticos de Shtrum. Aunque, bien pensado, Krímov tampoco era un amigo tan íntimo. ¿Acaso no se había separado Zhenia de él? Y además tampoco había mantenido tantas conversaciones peligrosas con él; antes de la guerra a Shtrum no le acuciaban demasiado las dudas. Pero ¡ay si interrogaban a Madiárov…!
Decenas, cientos de esfuerzos, presiones, empujones, golpes parecían romperle las costillas, henderle los huesos del cráneo.
Qué insensatas las palabras del doctor Stockmann: «¡Es fuerte quien está solo…!». ¡Pero qué fuerte ni qué ocho cuartos! Miró alrededor de manera furtiva y con muecas deplorables y provincianas, comenzó a hacerse el nudo de la corbata, metió sus papeles en el bolsillo de la chaqueta de gala y se calzó los zapatos amarillos recién comprados. Liudmila Nikoláyevna entró en el momento en que él se encontraba de pie, vestido, cerca de la mesa. Se le acercó sin decir nada, le besó y salió de la habitación.
¡No, no leería aquella declaración burocrática de arrepentimiento! Diría la verdad, lo que le saliera del corazón: «Camaradas, amigos míos, os he escuchado con dolor, y con dolor pensaba cómo es posible que me encuentre solo en los días del gran acontecimiento de Stalingrado, conquistada gracias a miles de sufrimientos; escucho los reproches llenos de desdén de mis compañeros, hermanos, amigos… Os lo juro: todo mi cerebro, mi sangre, todas mis fuerzas…». Sí, sí, sí, ahora sabía lo que diría… Más rápido, más rápido. «Todavía estoy a tiempo… Camaradas… Camarada Stalin, he vivido de manera equivocada, he tenido que llegar hasta el borde del abismo para vislumbrar mis errores en toda su dimensión…» ¡Lo que dijera saldría de lo más profundo de su corazón! «Camaradas, mi hijo murió en Stalingrado…»
Se dirigió hacia la puerta.
Precisamente en aquel instante acababa de decidirlo todo, sólo le quedaba caminar a toda prisa hacia el instituto, dejar el abrigo en el guardarropa, entrar en la sala, escuchar el susurro excitado de decenas de personas, mirar las caras conocidas, y decir: «Pido la palabra. Camaradas, quiero transmitiros lo que he pensado y sentido estos días…».
En cambio fue justo en ese momento cuando empezó a quitarse lentamente la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla, se deshizo el nudo de la corbata, la enrolló y la colocó en el borde de la mesa, se sentó y comenzó a desatarse los cordones de los zapatos.
Le invadió una sensación de ligereza y claridad. Estaba sentado y meditaba tranquilamente. No creía en Dios pero, no sabía por qué, le parecía que en aquel momento Dios le miraba. Nunca en su vida había experimentado un sentimiento de tanta felicidad ni de tanta humildad. Ahora ya no era capaz de demostrar que estaba equivocado.
Pensó en su madre. Tal vez ella estaba junto a él cuando, sin darse cuenta, había cambiado de idea. De hecho, hasta un minuto antes, de un modo absolutamente sincero» había querido expresar un arrepentimiento histérico. No pensaba en Dios, no pensaba en su madre cuando había tomado, de manera irrevocable, su última decisión. Pero aunque él no pensara en ellos, estaban a su lado.
«Estoy bien, me siento feliz», pensó.
Se imaginó de nuevo la reunión, las caras de la gente, las voces de los que intervenían.
Qué bien estoy, qué luminoso es todo», pensó de nuevo.
Nunca, le parecía, habían sido tan serías sus reflexiones sobre la vida, sus allegados, su comprensión de sí mismo y del propio destino.
Liudmila y Zhenia entraron en la habitación. Al verle sin chaqueta, en calcetines y con el cuello de la camisa abierto, liudmila exclamó con la entonación de una vieja:
– ¡Dios mío, no has ido! ¿Qué pasará ahora?
– No lo sé -respondió él.
– Quizá no sea demasiado tarde. -Luego le miró y añadió-: No sé, no sé, ya eres un hombre adulto. Pero cuando decides ciertas cuestiones no deberías pensar sólo en tus principios.
Él estaba callado, después suspiró.
– ¡Liudmila! -intervino Zhenia.
– Bueno, no pasa nada, no pasa nada -dijo Liudmila-. Que pase lo que tenga que pasar.
– Sí, Liúdochka -añadió Shtrum-. Sea como sea, saldremos adelante.
Se cubrió el cuello con la mano y sonrió.
– Perdóname, Zhenevieva, estoy sin corbata. Miró a Liudmila y Zhenia, y sólo ahora le pareció comprender de verdad lo serio y difícil que era vivir en la Tierra; y lo importantes que eran las relaciones con sus allegados.
Comprendía que la vida continuaría como de costumbre y que comenzaría a irritarse de nuevo, a inquietarse por naderías, a enfadarse con su mujer y su hija.
– ¿Sabéis qué? Basta de hablar de mí -dijo-. Venga, Zhenia, juguemos una partida de ajedrez. ¿Recuerdas cuando me hiciste mate dos veces seguidas?
Dispusieron las piezas, y Shtrum, que jugaba con las blancas, movió el peón del rey. Zhenia observó:
– Nikolái, cuando tenía las blancas, siempre hacía el primer movimiento avanzando con el peón del rey. ¿Me dirán algo hoy en Kuznetski Most?
Liudmila Nikoláyevna se inclinó y acercó a Shtrum unas zapatillas de andar por casa. Él, sin mirar, trató de acertar con los pies en ellas; entonces su mujer, refunfuñando, se agachó para calzarle. Shtrum la besó en la cabeza y pronunció con gesto distraído:
– Gracias, Liúdochka, gracias.
Zhenia, que todavía no había movido pieza, sacudió la cabeza.
– No, no lo entiendo. El trotskismo es una vieja historia. Debe de haber pasado algo. Pero ¿qué?, ¿qué?
Mientras rectificaba la disposición de las piezas blancas, Liudmila Nikoláyevna explicó:
– Casi no he dormido en toda la noche. ¡Un comunista tan fiel, tan seguro de sus convicciones!
– Has dormido estupendamente -respondió Zhenia-. Me he despertado varias veces y todas las veces roncabas.
Liudmila Nikoláyevna se enfadó.
– No es verdad, no he podido pegar ojo.
Y respondiendo en voz alta al pensamiento que la preocupaba, dijo a su marido:
– No pasa nada, no pasa nada, esperemos sólo que no te arresten. Y si te lo quitan todo, tampoco me da miedo: venderemos algunas cosas, nos iremos a la dacha y venderé fresas en el mercado. O enseñaré química en la escuela.
– Os confiscarán la dacha -dijo Zhenia.
– Pero ¿es posible que no comprendas que Nikolái no es culpable de nada? -preguntó Shtrum-. El es de otra generación. Piensa con un sistema de coordenadas diferente.
Estaban sentados en torno al tablero de ajedrez, mirando las figuras, contemplando la única pieza desplazada, y conversaban:
– Zhenia, querida -decía Víktor Pávlovich-, has obrado con conciencia. Créeme, es lo mejor que tiene el hombre. No sé qué te depara la vida, pero de una cosa estoy seguro: ahora has actuado según tu conciencia. Nuestra principal desgracia es que no vivimos como nos dicta la conciencia. No decimos lo que pensamos. Sentimos una cosa y hacemos otra. Recuerda lo que dijo Tolstói a propósito de las penas capitales: «¡No puedo callarme!». Pero nosotros callamos cuando en 1937 ejecutaron a millones de inocentes.
– ¡Y los mejores se callaban! Y hubo algunos que dieron ruidosamente su aprobación. Nos callamos durante los horrores de la colectivización general. Creo que nos precipitamos al hablar de socialismo; éste no consiste sólo en la industria pesada. Antes de todo está el derecho a la conciencia. Privar a un hombre de este derecho es horrible. Y si un hombre encuentra en sí la fuerza para obrar con conciencia, siente una alegría inmensa. Estoy contento por ti: has actuado según te ha dictado la conciencia.
– Vicia, deja de predicar como si fueras Buda y de confundir la cabeza de esta pequeña boba -dijo Liudmila Nikoláyevna-. ¿Qué tiene que ver aquí la conciencia? Arruina su vida, atormenta a un buen hombre, ¿qué gana con esto Krímov? No creo que pueda ser feliz si lo sueltan. Cuando se separaron, todo estaba en perfecto orden; y ella tenía la conciencia limpia.
Yevguenia Nikoláyevna tomó en la mano la pieza del rey, la hizo girar en el aire, echó una ojeada al trozo de fieltro pegado en la base y la volvió a dejar en su lugar.
– Liuda -dijo ella-, ¿de qué felicidad hablas? Yo no pienso en la felicidad.
Shtrum miró el reloj. De la esfera emanaba una sensación de paz; las agujas parecían apacibles, soñolientas.
– Ahora deben de estar enfrascados en la discusión, estarán imprecando contra mí. Pero yo no siento odio ni humillación.
– Yo, por el contrario, les rompería la cara a esos desvergonzados -dijo Liudmila-. Primero te dicen que eres la esperanza de la ciencia y luego te escupen en la cara. Y tú, Zhenia, ¿cuándo tienes que ir a Kuznetskí Most?
– Hacia las cuatro.
– Te preparo la comida y luego te vas.
– ¿Qué hay de comer hoy? -se interesó Shtrum, y sonriendo, añadió-: ¿Saben lo que les pido, pequeñas damas?
– Lo sé, lo sé. Quieres trabajar un poco -respondió Liudmila Nikoláyevna, al tiempo que se levantaba.
– Otro se daría con la cabeza contra la pared, en un día como hoy -observó Zhenia.
– Es mi punto débil, no el fuerte -respondió Shtrum-.
Mira, ayer Dmitri Petróvich me soltó un discurso sobre ciencia. Pero yo tengo otra opinión, otro punto de vista. Un poco como Tolstói: él dudaba, le atormentaba la cuestión de si la literatura sirve a la gente, si los libros que escribía eran o no necesarios.
– ¿Sabes qué? -arguyó Liudmila-, primero escribe el Guerra y paz de la física.
Shtrum se sintió terriblemente avergonzado.
– Sí, sí, Liúdochka, tienes razón, me estaba yendo por las ramas -farfulló, y sin querer miró con reproche a su mujer, añadiendo-: ¡Señor! Incluso en estos momentos tienes que recalcar las palabras que pronuncio de manera equivocada.
De nuevo se quedó solo. Releyó las anotaciones que había escrito el día antes y al mismo tiempo pensó en el día de hoy. ¿Por qué se había sentido mejor cuando Liudmila y Zhenia habían salido de la habitación? En su presencia había advertido una sombra de falsedad. En la propuesta de la partida de ajedrez, en su deseo de trabajar, había hipocresía. Seguramente Liudmila lo había percibido cuando le había llamado Buda. Y cuando había pronunciado su elogio a la conciencia, había notado que su voz sonaba artificial y como de madera. Ante el temor de que intuyeran cierta autocomplacencia por su parte se había esforzado en charlar acerca de temas prosaicos, pero como en sus sermones, había algo que sonaba falso.
Una vaga sensación de inquietud le angustiaba, y no lograba comprenderlo: le faltaba algo.
Varias veces se levantó, se acercó a la puerta; prestó atención a las voces de su mujer y Yevguenia Nikoláyevna.
No quería saber qué habían dicho en la reunión, quién había intervenido con especial intolerancia y animosidad, qué resoluciones habían acordado. Escribiría una breve carta a Shishakov comunicándole que se había puesto enfermo y durante algunos días no iría al instituto. Después las cosas se solucionarían por sí solas, el siempre estaba dispuesto a ser útil en la medida de lo posible. Es decir, en todo. ¿Por qué, en los últimos tiempos, temía tanto el arresto? Después de todo, no había hecho nada tan horrible. Había hablado más de la cuenta, aunque en realidad tampoco tanto. Y lo sabían.
Pero la sensación de intranquilidad seguía latente, y echaba ojeadas impacientes a la puerta. ¿Acaso era hambre lo que sentía? Con toda probabilidad, tendría que despedirse de la tienda restringida al personal del instituto. Y también de la famosa cantina.
En la entrada sonó un ligero timbrazo y Shtrum corrió presto al pasillo, gritando en dirección a la cocina:
– Abro yo, Liudmila.
Abrió de par en par la puerta, y en la penumbra del pasillo le miraron fijamente los ojos preocupados de Maria Ivánovna:
– Vaya, aquí está -dijo en voz baja-. Sabía que no iría. Mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, percibiendo en las manos el calor de su nuca transmitido al cuello del abrigo, Shtrum de repente comprendió que la estaba esperando; presintiendo su llegada aguzaba el oído, miraba la puerta. Se dio cuenta por la sensación de ligereza, de alegría natural que de pronto había experimentado al verla. Así pues, era con ella con quien deseaba encontrarse todas las noches mientras volvía a casa desde el instituto, con la congoja atenazándole el corazón, mirando con ansiedad a los transeúntes, escrutando las caras de las mujeres detrás de los cristales de los tranvías y los trolebuses. Y cuando, una vez en casa, preguntaba a Liudmila Nikoláyevna: «¿Ha venido alguien?», quería saber si era ella quien había venido. Sí, así era desde hacía tiempo. Ella llegaba, charlaban y bromeaban, se iba, y él creía olvidarla. Afloraba en su memoria cuando hablaba con Sokolov o cuando Liudmila Nikoláyevna le transmitía saludos de su parte. Parecía que no existiera más allá de aquellos momentos en que la veía o hablaba de lo encantadora que era. A veces, para hacer rabiar a Liudmila, le decía que su amiga no había leído ni a Pushkin ni a Turguéniev.
Paseaba con ella por el Jardín Neskuchni y le gustaba mirarla, le gustaba que ella, sin equivocarse nunca, le comprendiera fácilmente, le conmovía la expresión infantil y atenta con que le escuchaba. Una vez que se despedían, él dejaba de pensar en ella. Después la recordaba caminando por la calle, y de nuevo la olvidaba.
Y ahora, ahora había sentido que ella nunca dejaba de estar a su lado, sólo había tenido la impresión de que no estaba. Siempre estaba con él, incluso cuando no pensaba en ella: no la veía, no la recordaba, pero ella continuaba estando ahí. Cuando no pensaba en ella tenía la sensación de que ella estaba en otra parte y no se daba cuenta de que sufría constantemente por su ausencia. Pero hoy, justo en este día que se comprendía profundamente a sí mismo y a las personas cuya vida transcurría a su lado, al observar con atención su cara, se le habían revelado sus sentimientos hacia Maria Ivánovna. Al verla se sintió feliz, porque la constante y abrumadora sensación de su ausencia había desaparecido de golpe. Se sentía aliviado porque estaba con él y había dejado de sufrir inconscientemente por no tenerla a su lado. En los últimos tiempos se sentía siempre solo. Sentía su soledad cuando hablaba con su hija, con los amigos, con Chepizhin, con su mujer. Pero le había bastado con ver a Maria Ivánovna para que su soledad se diluyera.
Este descubrimiento no le sorprendió: era natural, indiscutible. ¿Cómo era posible que un mes, dos meses antes, cuando todavía vivían en Kazán, no hubiera comprendido una cosa tan sencilla e incontestable?
Y, naturalmente, el día que había sentido su ausencia con especial intensidad, los sentimientos disimulados en lo más profundo de su alma habían salido a flote y se habían vuelto conscientes. Y como era imposible ocultar lo que le pasaba, enseguida, en la entrada, frunciendo el ceño y mirándola, dijo:
– Tenía todo el rato la impresión de tener un hambre canina y no dejaba de mirar la puerta, como si esperara que me llamaran para la comida; pero, por lo visto, esperaba la llegada inminente de Maria Ivánovna. Ella no dijo nada, como si no le hubiera oído, y entró en la sala.
Se sentó en el diván al lado de Zhenia, a la que acababa de conocer, y Víktor Pávlovich deslizó la mirada ora sobre la cara de Zhenia, ora sobre la cara de María Ivánovna y luego sobre la de Liudmila.
¡Qué bellas eran las hermanas! Aquel día la cara de Liudmila Nikoláyevna parecía más hermosa que de costumbre. La severidad que a menudo la afeaba se había desvanecido y sus grandes ojos claros miraban con dulzura, tristes.
Zhenia se atusó el cabello; sentía sobre sí la mirada de María Ivánovna, que le dijo:
– Perdone, Yevguenia Nikoláyevna, pero no imaginaba que una mujer pudiera ser tan bella. Nunca he visto una cara como la suya.
Después de decir estas palabras, se ruborizó. -Mashenka, mira sus manos, sus dedos -dijo Liudmila Nikoláyevna-, y el cuello, el cabello.
– Y las ventanas de la nariz-dijo Shtrum.
– ¿Me tomáis por un caballo, o qué? -protesto Zhenia-. ¡Como si me importara mucho!
– El forraje no va al caballo -sentenció Shtrum, y aunque no estaba del todo claro qué significaban esas palabras, suscitaron la risa general.
– Vitia, ¿tienes hambre? -dijo liudmila Nikoláyevna.
– Sí, sí; no, no -dijo, y vio que Maria Ivánovna se ruborizaba. Entonces comprendió que había oído las palabras que le había dicho en la entrada.
Estaba sentada como un gorrión, toda gris, delgada, con el cabello peinado como una maestra de escuela y la frente abombada, con una chaqueta de punto remendada en los codos, y cada palabra que salía de su boca le parecía a Shtrum el colmo de la inteligencia, de la delicadeza, de la bondad; cada movimiento expresaba gracia, dulzura.
No habló de la reunión del Consejo Científico; se interesó por Nadia, pidió a Liudmila Nikoláyevna que le prestara La montaña mágica de Mann, preguntó a Zhenia sobre Vera y su hijito, y qué contaba en sus cartas Aleksandra Vladímirovna desde Kazán.
A Shtrum le llevó un rato comprender que Maria Ivánovna le había dado a la conversación el giro necesario. Era como si subrayara que no había ninguna fuerza capaz de impedir a los hombres seguir siendo hombres, que el poderoso Estado es incapaz de invadir la esfera de los padres, los hijos, las hermanas, y que en ese día fatídico, su admiración por las personas con las que ahora estaba sentada se manifestaba también en el hecho de que su victoria les daba el derecho a hablar no de lo que era impuesto desde el exterior sino de lo que existía en el interior, dentro de cada ser humano.
Lo había intuido con acierto, y mientras las mujeres hablaban de Nadia y el bebe de Vera, él guardaba silencio, sintiendo que la luz que se había encendido en su interior ardía tímidamente, calida, sin vacilar, sin palidecer.
Le parecía que el encanto de Maria Ivánovna cautivaba a Zhenia. Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina y Maria Ivánovna se levantó para ir a ayudarla.
– Qué mujer tan encantadora -dijo Shtrum con aire soñador.
Zhenia le llamo burlonamente, trayéndole de vuelta a la realidad:
– ¿Vitka? ¡Eh, Vitka!
Se quedó desconcertado ante aquel apelativo inesperado (hacía mas de veinte años que nadie le llamaba Vitka).
– ¡La joven dama está enamorada de ti como una gata! -dijo Zhenia.
– ¡Vaya tontería! -replicó él-. ¿Y por qué «joven dama»? No tiene nada de dama. Liudmila nunca ha tenido amigas, pero con Maria Ivánovna ha hecho buenas migas.
¿Y contigo? -preguntó Zhenia en tono de broma.
– Estoy hablando en serio -dijo Shtrum.
Al ver que se enfadaba, ella le miró riéndose.
– ¿Sabes qué, Zhénechka? ¡Vete al diablo! -exclamó Shtrum. Entretanto había llegado Nadia. Todavía en la entrada preguntó al instante:
– ¿Papá ha ido a arrepentirse?
Entró en la sala. Shtrum la abrazó y la besó.
Yevguenia Nikoláyevna miró a su sobrina con los ojos húmedos.
– No tiene ni gota de nuestra sangre eslava -dijo-. Es una auténtica chica judía.
– Son los genes de papá -respondió Nadia.
– Tú eres mi ojito derecho, Nadia -dijo Yevguenia Nikoláyevna-. Como Seriozha lo es para su abuela.
– No te preocupes, papá, nosotros te mantendremos -dijo Nadia.
– ¿Quién es nosotros? -preguntó Shtrum-. ¿Tu teniente y tú? Lávate las manos cuando vuelves de la escuela.
– ¿Con quién está hablando mamá?
– Con María Ivánovna.
– ¿Te gusta Maria Ivánovna? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna.
– Para mí es la mejor persona en el mundo -dijo Nadia-. Me casaría con ella, si pudiera.
– Es buena, un ángel -apostilló con burla Yevguenia.
– ¿Y a ti, tía Zhenia? ¿No te gusta?
– No me gustan los santos, su santidad esconde la histeria -respondió Yevguenia Nikoláyevna-. Pretiero a 10 infames declarados.
– ¿Histeria? -preguntó Shtrum.
– Te lo aseguro, Víktor; estoy hablando en general, no de ella.
Nadia se fue a la cocina y Yevguenia Nikoláyevna dijo a Shtrum:
– Cuando vivía en Stalingrado Vera tenía un teniente. Y ahora Nadia tiene el suyo. ¡Apareció y desaparecerá! ¡Mueren con tanta facilidad! Vitia, qué triste.
– Zhénechka, Zhenevieva, ¿de veras no te gusta María Ivánovna?-preguntó Shtrum.
– No sé, no sé -respondió atropelladamente Zhenia-.
Hay un tipo de mujeres que tienen un carácter apacible, abnegado. Una mujer así no dice: «Hago el amor con ese hombre porque me apetece», sino: «Es mi deber, siento compasión por él, me sacrifico». Estas mujeres hacen el amor con los hombres, se juntan y se separan de ellos porque les apetece, pero dicen: «Era necesario, así lo quiere la moral, la conciencia, he renunciado, me he sacrificado». En realidad no sacrifican nada, han hecho lo que querían, y lo más abyecto es que estas damas creen sinceramente en su sacrificio. ¡No puedo soportar a esas mujres! ¿Sabes por qué? A menudo tengo la impresión de que yo también pertenezco a esa clase de mujeres.
Durante la comida, Maria Ivánovna dijo a Zhenia:
– Yevguenia Nikoláyevna, si me lo permite la acompañaré. Tengo una triste experiencia en estos asuntos. Además, siendo dos es más fácil.
Zhenia se sintió confusa y respondió:
– No, no, muchas gracias, son cosas que una tiene que hacer sola. No se puede compartir esa carga.
Liudmila Nikoláyevna miró de reojo a su hermana, y, como para darle a entender que mantenía una relación sincera con Maria ivánovna, dijo:
– A Mashenka se le ha metido en la cabeza que no le has gustado.
Yevguenia Nikoláyevna no respondió.
– Si, sí -confirmó Maria Ivánovna-. Lo presiento. Pero perdone que haya hablado del tema. Es una estupidez. ¿Qué le importo yo? Liudmila Nikoláyevna ha hecho mal en decírselo. Ahora parece que esté insistiendo para obligarla a cambiar de opinión. He hablado por hablar. Por lo demás…
Sin esperárselo, Yevguenia Nikoláyevna dijo de un modo sincero:
– Pero ¿qué dice, querida? No, no… Tengo sentimientos tan confusos; perdóneme. Usted es buena.
Luego, levantándose con un movimiento rápido, dijo;
– Bueno, hijos míos, como dice mamá; «¡Ha llegado la hora!».
Pasaba mucha gente por la calle.
– ¿Tiene prisa? -preguntó Shtrum-. ¿Quiere que vayamos otra vez al Jardín Neskuchni?
– No, la gente sale ahora del trabajo, y yo debo llegar a tiempo para recibir a Piotr Lavréntievich.
Shtrum pensó que ella le invitaría a pasar por su casa para que Sokolov le contara qué había sucedido en el Consejo Científico. Pero ella no decía nada y sospechó que Sokolov temía encontrarse con él.
Le dolía que tuviera tanta prisa por regresar a casa, aunque era algo completamente natural.
Pasaron por delante del jardín público, a poca distancia de la calle que conducía al monasterio Donskói.
De repente ella se detuvo y dijo:
– Sentémonos un momento, luego cogeré el trolebús.
Estaban sentados en silencio, pero él sentía su inquietud. Con la cabeza ligeramente inclinada, miraba a Shtrum a los ojos.
Continuaron callados. Ella tenía los labios fruncidos, pero a él le parecía oír su voz. Todo estaba claro, tan claro como si ya se lo hubieran dicho todo. En realidad, ¿qué podían añadir las palabras?
Comprendía que estaba a punto de suceder algo muy serio, que su vida iba a tomar una nueva impronta, que le aguardaban tiempos revueltos. No quería causar sufrimiento a los demás; era mejor que nadie conociera su amor, tal vez ellos tampoco se lo confesaran. Pero tal vez… Lo que ahora estaba sucediendo, la tristeza y la felicidad, era algo que no podían ocultarse, y eso conllevaba, inevitablemente, cambios que trastornaban sus vidas. Lo cierto es que todo lo que sucedía dependía de ellos, pero al 'mismo tiempo les parecía que era un destino al que no podían sustraerse. Entre ellos había nacido algo verdadero, natural, no determinado por su voluntad, al igual que no depende del hombre la luz del día; al mismo tiempo aquella verdad generaba una irremediable mentira, una falsedad, una crueldad para con las personas más cercanas. Sólo de ellos dependía evitar esa mentira y esa crueldad; bastaba con rechazar la luz clara y natural.
Un hecho le resultaba evidente: en aquellos momentos había perdido para siempre la serenidad de espíritu. Fuera lo que fuese lo que les reservara el destino, no encontrarían paz en su alma. Tanto si ocultaba sus sentimientos a la mujer que tenía al lado como si los dejaba aflorar y se convertían en su nuevo destino, él ya no conocería la paz.
No tendría paz ni en los momentos en que la añorara sin cesar ni cuando estuviera cerca de ella, atenazado por los tormentos de la conciencia.
Maria continuaba mirándole con una insoportable expresión de felicidad y desesperación en su rostro.
Pero él no se ha doblegado, no ha cedido a esa fuerza enorme y despiadada, y ahora aquí, sobre este banco, qué débil se siente, qué impotente.
– Víktor Pávlovich -dijo-, tengo que marcharme. Piotr Lavréntievich me espera.
Le tomó la mano y le dijo:
– No volveremos a vernos. He dado mi palabra a Piotr Lavréntievich de que no volvería a encontrarme con usted.
Sintió aquel pánico que experimentan las personas que mueren de un ataque al corazón: su corazón, cuyos latidos no dependen de la voluntad del hombre, se detuvo, y el universo comenzó a oscilar, se tambaleó, la tierra y el aire desaparecieron.
– ¿Por qué, Maria Ivánovna? -preguntó.
– Piotr Lavréntievich me ha hecho prometerle que dejaría de verle. Le he dado mi palabra. La verdad, es terrible, pero se encuentra en tal situación… Está enfermo y temo por su vida.
– Masha.
En su voz, en la cara de ella, había una fuerza inquebrantable, como aquella con la que él había tenido que enfrentarse en los últimos tiempos.
– Masha -repitió.
– Dios mío, pero ¿no lo entiende? Mire, yo no lo escondo, ¿para qué hablar de ello? No puedo, no puedo. Piotr Lavréntievich ya ha soportado demasiado. Usted también lo sabe. Y recuerde los sufrimientos que ha padecido Liudmila Nikoláyevna. Es imposible.
– Sí, sí, no tenemos derecho -repetía él. -Querido mío, mi pobre amigo, luz mía -dijo ella. Se le había caído el sombrero al suelo; probablemente la gente los mirara.
– Sí, sí, no tenemos derecho -repitió él. Shtrum le besó las manos y, mientras sostenía sus dedos pequeños y fríos, sintió que su firme decisión de no volverle a ver mis estaba ligada a su debilidad, su sumisión, su impotencia…
Ella se levantó del banco y se marchó sin mirar atrás mientras él permanecía sentado y pensaba que por primera vez había visto ante sí la felicidad, la luz de su vida, y que todo le había abandonado. Le parecía que aquella mujer, a la que acababa de besar los dedos, habría podido sustituir todo lo que él deseaba en la vida, lo que soñaba: la ciencia, la gloria y la alegría del reconocimiento público.
El día después de la reunión del Consejo Científico, Shtrum recibió una llamada telefónica de Savostiánov, que se interesó por cómo estaba y por la salud de Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum le preguntó sobre la reunión, y Savostiánov respondió:
– Víktor Pávlovich, no quiero preocuparle, pero ha resultado ser más grave de lo que pensaba.
«¿Habrá intervenido Sokolov?», pensó Shtrum y preguntó:
– Pero ¿qué resolución han adoptado?
– Una despiadada. Se considera que ciertas cosas son inadmisibles; han pedido a la dirección que examine la cuestión del futuro próximo, de…
– Entiendo -dijo Shtrum.
Y aunque estaba convencido de que iban a adoptar una resolución de ese tipo, se sintió turbado.
«No soy culpable de nada -pensó-, pero me mandarán a la cárcel; van a arrestarme. Ellos saben que Krímov es inocente y le han encarcelado.»
– ¿Alguien votó en contra? -preguntó Shtrum, y del otro lado del teléfono le llegó el embarazoso silencio de Savostiánov.
– No, Víktor Pávlovich; digamos que hubo unanimidad -dijo al fin Savostiánov-. Se ha causado usted un perjuicio enorme al no venir hoy.
La voz de Savostiánov se oía mal, evidentemente llamaba desde un teléfono público.
Aquel mismo día telefoneó Anna Stepánovna. Como había sido destituida de su puesto, ya no iba al instituto y no sabía nada de la reunión del Consejo Científico. Le dijo que se marchaba dos meses a casa de su hermana en Múrom y le conmovió su cordialidad: le invitaba a visitarla.
– Gracias, gracias -dijo Shtrum-, pero si fuera a Múrom no sería para estar ocioso, sino para enseñar física en algún instituto técnico.
– Dios mío, Víktor Pávlovich -dijo Anna Stepánovna-. ¿Por qué dice eso? Estoy desesperada, todo es culpa mía. ¿Acaso valía la pena que hiciera eso por mí?
Probablemente había interpretado como un reproche las palabras sobre el instituto técnico. Tampoco su voz se oía bien; por lo visto no llamaba desde su casa, sino desde una cabina telefónica.
«¿Habrá intervenido Sokolov?», se preguntaba Shtrum.
Entrada la noche llamó Chepizhin. Aquel día Víktor, como un enfermo grave, sólo se animaba cuando comenzaban a hablar de su enfermedad. Chepizhin lo notó.
– ¿Habrá intervenido Sokolov? ¿Es posible que lo haya hecho? -preguntaba Shtrum a Liudmila Nikoláyevna; naturalmente, ella no podía saber si Sokolov había tomado la palabra.
Una especie de telaraña se había tejido entre él y su círculo íntimo.
Era obvio que Savostiánov tenía miedo de decir aquello que más interesaba a Víktor Pávlovich; no quería ser su informador. Lo más probable es que hubiera pensado: «Shtrum se encontrará con personas del instituto y dirá: "Ya lo sé, Savostiánov me lo ha contado con detalle"».
Anna Stepánovna había sido muy cordial, pero en una situación así podría haber ido a casa de Shtrum en lugar de contentarse con hacer una llamada telefónica.
Y Chepizhin, reflexionaba Víktor Pávlovich, debería haberle propuesto colaborar con el Instituto de Astrofísica, o al menos contemplar la posibilidad.
«Están ofendidos conmigo y yo con ellos; lo mejor sería que no volvieran a llamar.»
Pero con quien más irritado estaba era con los que no se habían dignado llamar. Durante todo el día estuvo esperando las llamadas de Gurévich, Márkov, Pímenov. Después se enfadó con los técnicos y los electricistas que trabajaban en la instalación de los nuevos aparatos.
«Hijos de perra -pensaba-. ¡Los obreros, esos sí que no tienen nada que temer!»
Le resultaba insoportable pensar en Sokolov. Piotr Lavréntievich había ordenado a Maria Ivánovna que no le llamara. Podía perdonar a todos, también a sus viejos conocidos e incluso a parientes y colegas. ¡Pero a un amigo! Pensar en Sokolov le suscitaba tanta rabia, una ofensa tan aguda, que incluso le costaba respirar. Y al mismo tiempo que pensaba en la traición del amigo, Shtrum,, sin darse cuenta, trataba de justificarlo.
Nervioso, escribió a Shishakov una carta absolutamente inútil donde le pedía que le comunicaran la decisión que había tomado la dirección del instituto, puesto que estaba enfermo y en los días sucesivos no iría a trabajar al laboratorio.
Al día siguiente no recibió ni una sola llamada.
«Bueno, es señal de que me arrestarán», pensaba Shtrum.
Y este pensamiento ya no le atormentaba; por el contrario, se alegraba. Del mismo modo se consuelan las personas enfermas» «Bien, enfermos o no, todos moriremos»,
Víktor Pávlovich dijo a Liudmila;
– La única persona que nos trae noticias es Zhenia. A decir verdad, las suyas son noticias de la sala de recepción del NKVD…
– Ahora estoy convencida -dijo Liudmila Nikoláyevna-de que Sokolov intervino en el Consejo Científico. Si no, no se explica el silencio de Maria Ivánovna. Le da vergüenza llamar después de eso. Aunque podría llamarla yo durante el día, mientras él está en el trabajo.
– ¡Bajo ningún concepto! -gritó Shtrum-. ¿Me oyes, Liuda?
– Pero ¿qué tengo que ver yo con tus relaciones con Sokolov? -objetó Liudmila Nikoláyevna-. Masha es mi amiga.
Evidentemente, no podía explicar a Liudmila por qué no podía llamar a Maria Ivánovna. Le avergonzaba la idea de que Liudmila, de modo involuntario, pudiera convertirse en enlace entre Maria Ivánovna y él.
– Liuda, ahora nuestra relación con la gente sólo puede ser unilateral. Si a un hombre le meten en la cárcel, su mujer sólo puede visitar a las personas que la llamen. No tiene derecho a decir por sí misma: tengo ganas de ir a veros. Sería una humillación para ella y para el marido. Hemos entrado en un nuevo periodo. Ahora no podemos escribir cartas a nadie, sólo responderlas. No podemos llamar a nadie por teléfono, sólo descolgar el auricular cuando nos llaman. No debemos ser los primeros en saludar a nuestros conocidos, porque tal vez ellos no deseen saludarnos. Y aunque me saluden, no tengo ya el derecho a hablar primero. Puede suceder que esa persona quiera saludarme con un movimiento de cabeza, pero no desee hablar conmigo. Si me dirige la palabra, entonces le responderé. Hemos entrado a formar parte de la gran casta de los intocables.
Hizo una pausa.
– Pero por suerte para los intocables hay excepciones a esta ley. Hay una o dos personas (no hablo de nuestros familiares, de tu madre, de Zhenia) que merecen la confianza enorme y sincera de los parias. A ellos se les puede telefonear y escribir sin esperar ninguna señal de autorización. Por ejemplo, Chepizhin…
– Tienes razón, Vitia, todo eso es cierto -dijo Liudmila Nikoláyevna, y sus palabras le sorprendieron. Hacía mucho tiempo que su mujer no le daba la razón en algo-. Pero yo también tengo una amiga: ¡María Ivánovna!
– ¡Liuda! -gritó-. ¡Liuda! ¿Sabes que María Ivánovna ha prometido a Sokolov que no volverá a vernos? Intenta llamarla. ¡Venga, llama, llama!
Descolgó el auricular y se lo tendió a Liudmila Nikoláyevna.
En aquel instante, en un rincón de su conciencia, esperaba que Liudmila llamara…, al menos ella oiría la voz de María Ivánovna.
– ¡Ah! ¿Así están las cosas? -observó Liudmila Nikoláyevna, y colgó el auricular.
– Pero ¿por qué no vuelve Zhenia? -preguntó Shtrum-. Estamos unidos por la desgracia. Nunca he sentido tanta ternura hacia ella como ahora.
Cuando llegó Nadia, Shtrum le dijo:
– Nadia, he hablado con tu madre, ella te lo explicará todo con detalle. Ahora que me he convertido en un espantajo no puedes ir a ver a los Postóyev, los Gurévich y los demás. Para toda esta gente, tú antes que nada eres mi hija.: ¡Mi hija! ¿Comprendes quién eres? ¡Un miembro de mi familia! Te lo pido encarecidamente…
Sabía de antemano lo que ella diría, cómo protestaría y se indignaría. Nadia levantó la mano para interrumpirle.
– Bah, eso ya lo comprendí cuando vi que no ibas al consejo de los impíos.
Fuera de sus casillas, miró a su hija. Después le dijo en tono irónico:
– Espero que esto no influya en tu teniente.
– Por supuesto que no influirá.
– ¿Cómo?
Ella se encogió de hombros.
– Nada. Ya veo que comprendes…
Shtrum miró a su mujer y a su hija, les tendió los brazos y se fue a su habitación.
En su gesto había tanta confusión, tanta culpa, debilidad agradecimiento, amor, que las dos permanecieron mucho rato una al lado de la otra sin articular palabra, sin atreverse a mirarse.
Por primera vez desde el inicio de la guerra, Darenski seguía la vía de la ofensiva: iba tras las unidades de tanques que huían hacia el oeste.
En la nieve, en el campo, a lo largo de las carreteras había varios tanques alemanes y camiones italianos de hocico romo inmovilizados; los cuerpos de los alemanes y de los rumanos yacían inertes.
La muerte y el frío habían conservado, para la posterior contemplación del cuadro, la derrota de las tropas enemigas. Caos, confusión, sufrimiento: todo había dejado su impronta, se había congelado en la nieve que preservaba, en una inmovilidad helada, la desesperación última, las convulsiones de las máquinas y los hombres que vagaban por las carreteras.
Incluso el fuego y el humo de los obuses, la llama negra de las hogueras imprimía en la nieve manchas rojizas oscuras, capas de hielo de un marrón amarillento.
Las tropas soviéticas marchaban hacia el oeste y columnas de prisioneros se dirigían hacia el este.
Los rumanos llevaban capotes verdes y gorros altos de piel de cordero. Parecía que sufrieran menos que los alemanes a causa del frío. Mirándoles, Darenski no tenía la impresión de que fueran los soldados de un ejército vencido: veía ante él a miles y miles de campesinos hambrientos y cansados, tocados con gorros teatrales. Se burlaban de los rumanos, pero no les miraban con odio, sino con un desprecio compasivo. Después Darenski notó que miraban con menos malicia todavía a los italianos.
Otro sentimiento les suscitaban los húngaros, los finlandeses y, en especial, los alemanes.
Era horrible ver pasar a los prisioneros alemanes. Marchaban con la cabeza y las espaldas envueltas en trozos de mantas. En los pies llevaban pedazos de tela de saco y trapos atados por debajo de las botas con alambres y cuerdas.
Muchos tenían las orejas, la nariz, las mejillas cubiertas de manchas negras de gangrena helada. El tintineo de las escudillas atadas a sus cinturones recordaba las cadenas de los presos.
Darenski contemplaba los cadáveres que exhibían con una falta de pudor involuntaria sus vientres hundidos y sus órganos sexuales, miraba las caras de los escoltas, enrojecidas por el viento gélido de la estepa.
Mientras observaba los tanques y los camiones alemanes retorcidos en medio de la estepa cubierta de nieve, los cadáveres congelados, los prisioneros que se arrastraban, bajo escolta, hacia el este, Darenski experimentó una extraña amalgama de sentimientos. Era la represalia.
Recordó los relatos acerca de los alemanes que se burlaban de la miseria de las isbas rusas, que miraban con un asombro lleno de repugnancia las rudimentarias cunas de los niños, las estufas, las ollas, las imágenes en las paredes, las tinas, los gallos de barro pintado: el mundo querido y maravilloso donde habían nacido y crecido los niños que huían de los tanques alemanes.
El conductor del coche dijo con curiosidad:
– ¡Mire, camarada coronel!
Cuatro alemanes llevaban a un compañero en un capote. Por sus caras y sus cuellos tensos era evidente que iban a desplomarse de un momento a otro. Se balanceaban de lado a lado. Los trapos con los que se habían envuelto se les embrollaban en los pies, la nieve seca azotaba sus ojos dementes, los dedos helados se aferraban a los extremos del capote.
– Ellos se lo han buscado, los fritzes -dijo el conductor.
– No fuimos nosotros quienes los llamamos -respondió con aire sombrío Darenski.
Luego, de improviso, le invadió una sensación de felicidad; en la neblina nevosa, sobre la tierra virgen de la estepa, se dirigían hacia el oeste los tanques soviéticos: los T-34, terribles, veloces, musculosos…
Asomados por las escotillas hasta la altura del pecho, se veía a los tanquistas con cascos y pellizas negros. Se desplazaban por el gran océano de la estepa, por la niebla de nieve, dejando atrás una opaca espuma de nieve, y un sentimiento de orgullo y de felicidad les cortaba la respiración.
Una Rusia de acero, terrible y sombría, marchaba hacia occidente.
A la entrada del pueblo se había formado un atasco. Darenski bajó del coche, pasó por delante de los camiones que estaban en doble fila y de los Katiuska cubiertos con lonas…
Un grupo de prisioneros era conducido a través de la carretera. De un coche bajó un coronel con un gorro alto de piel de astracán plateada, de esos que sólo se pueden obtener o comandando un ejército o en calidad de amigo de un intendente del frente, y se puso a observar a los prisioneros. Los soldados de escolta les gritaban, levantando las metralletas:
– Venga, venga, más rápido.
Un muro invisible separaba a la muchedumbre de prisioneros de los conductores de los camiones y los soldados, un frío todavía más acerado que el intenso frío de la estepa impedía que sus ojos se cruzaran.
– Mira, mira, aquél tiene cola -exclamó una voz con escarnio.
A lo largo de la carretera un soldado alemán se movía a cuatro patas, arrastrando tras de sí un trozo de colcha que perdía guata. El soldado avanzaba sobre las rodillas deprisa, moviéndose como un perro, desplazando los brazos y las piernas sin levantar la cabeza, como atareado en olfatear un rastro. Reptaba derecho hacia el coronel, y el conductor, que estaba a su lado, dijo:
– Camarada coronel, cuidado, le va a morder. El coronel dio un paso hacia un lado y cuando el alemán llegó a su altura le dio un puntapié con la bota. Aquel golpe ligero bastó para quebrar la fuerza de gorrión del prisionero. Cayó a tierra con los brazos y las piernas en cruz. Miró desde abajo al hombre que le había golpeado: en los ojos del alemán, como en los ojos de una oveja moribunda, no se advertía ningún reproche, ni siquiera sufrimiento; únicamente resignación.
– Arrástrate, conquistador de mierda -dijo el coronel, frotando contra la nieve la suela de la bota. Una risita recorrió a los espectadores. Darenski sintió que se le nublaba la cabeza; que ya no era él, sino otro hombre, al que conocía sin conocerlo, un hombre que ignoraba la duda guiaba sus actos.
– Los rusos no golpean a un hombre en el suelo, camarada coronel.
– ¿Y qué soy yo, según usted? ¿No soy ruso, quizá?
– Usted es un miserable -dijo Darenski, y al ver que el coronel había dado un paso en su dirección, se adelantó al estallido de cólera y amenazas, y gritó-: Mi nombre es Darenski. Teniente coronel Darenski, inspector de la sección de operaciones del Estado Mayor del frente de Stalingrado. Estoy dispuesto a repetir lo que acabo de decir ante el comandante del frente y el tribunal militar. El coronel, con una voz llena de odio, dijo:
– Bien, teniente coronel Darenski, esto no quedará así -dijo, y se alejó.
Algunos prisioneros arrastraron a un lado al caído y, cosa extraña, dondequiera que Darenski girara su mirada tropezaba con los ojos de la muchedumbre de prisioneros agolpados.
Regresó despacio a su coche y oyó una voz burlona:
– Los fritzes ya han encontrado a su defensor.
Poco después viajaba de nuevo por la carretera, y de nuevo les vino al encuentro, entorpeciendo la circulación, un gentío gris de alemanes y uno verde de rumanos.
El conductor, mirando con el rabillo del ojo las manos temblorosas de Darenski mientras fumaba un cigarro, dijo:
– Yo no siento piedad por ellos. Podría matar a cualquiera.
– De acuerdo, de acuerdo -respondió Darenski-, tenías que haber disparado contra ellos en 1941, cuando huías, al igual que yo, sin mirar atrás.
Después permaneció callado el resto del camino.
Pero el incidente con el prisionero no le había abierto el corazón a la bondad, más bien había agotado sus reservas de bondad.
Qué abismo se abría entre aquella estepa calmuca por la que iba hacia Yashkul y la carretera que ahora recorría.
¿Era él quien se había encontrado en medio de una tormenta de arena, bajo una luna enorme, mirando la huida de los soldados del Ejército Rojo, los cuellos serpenteantes de los camellos, y había unido en su alma con una especie de ternura a todas las personas débiles, pobres y queridas en aquel extremo de la tierra rusa?
El Estado Mayor del cuerpo de tanques se había instalado en los márgenes del pueblo. Darenski se acercó a la isba que alojaba el cuartel general. Anochecía. Evidentemente, el Estado Mayor había llegado hacía poco: los soldados descargaban del camión maletas y colchones; los radiotelegrafistas estaban tendiendo los cables.
Un ametrallador que montaba guardia entró a regañadientes en el vestíbulo y llamó al ayudantede campo. Éste salió de mala gana al zaguán, y como todos los ayudantes de campo, miró atentamente no a la cara, sino a las hombreras del recién llegado, y dijo:
– Camarada teniente coronel, el comandante del cuerpo acaba de llegar de una inspección a una brigada; está descansando. Pase a ver al oficial de servicio.
– Informe al comandante del cuerpo de que ha llegado el teniente coronel Darenski. ¿Entendido? -ordenó con arrogancia.
El ayudante de campo lanzó un suspiro y entró en la isba, de la que salió un instante después para decirle en voz alta:
– Adelante, camarada teniente coronel. Darenski entró en el zaguán y Nóvikov salió a su encuentro. Por un instante se examinaron el uno al otro riendo de alegría.
– Así que al final volvemos a vernos -exclamó Nóvikov. Fue un buen encuentro.
Dos cabezas inteligentes se inclinaron, como de costumbre, sobre el mapa.
– Avanzo con la misma velocidad que cuando poníamos pies en polvorosa -dijo Nóvikov-, pero en este sector he superado la velocidad de fuga.
– Ahora estamos en invierno -dijo Darenski-. ¿Qué pasará en verano?
– No tengo dudas al respecto.
– Yo tampoco. Mostrar el mapa a Darenski era un verdadero placer para Nóvikov. La comprensión, el interés por los detalles que creía ser el único en observar, las cuestiones que le inquietaban…
Bajó la voz, como si le estuviera confiando algo personal, íntimo, y dijo:
– Es todo seguro, definitivo: la exploración de la zona de acción de los tanques, el empleo coordinado de todos los medios, el esquema de los puntos de referencia. Todo está en orden. Pero la intervención de todos los ejércitos depende de un solo dios: el T-34, ¡nuestro rey!
Darenski conocía el mapa de las operaciones militares que se habían iniciado en otros flancos aparte del ala sur del frente de Stalingrado. Nóvikov supo por él detalles que desconocía sobre la operación del Cáucaso, el contenido de las conversaciones interceptadas entre Hitler y Paulus, y pormenores sobre el movimiento del grupo del general de artillería Fretter-Piko.
– Se ve ya Ucrania por la ventana -observó Nóvikov.
Indicó en el mapa:
– Parece que yo estoy más cerca que los otros. Sólo el cuerpo de Rodin me pisa los talones.
Luego dejó a un lado el mapa y declaró:
– Bien, basta por ahora; ya hemos hablado bastante de estrategia y táctica.
– Y en el terreno personal, ¿nada nuevo? -preguntó Darenski.
– Todo nuevo.
– ¿Vas a casarte?
– Lo espero de un día a otro; será pronto.
– Ay, cosaco, es tu fin -dijo Darenski-. Te felicito de todo corazón. Yo, en cambio, siempre estoy en estado desmerecer.
– ¿Y Bíkov? -preguntó de repente Nóvikov.
– ¿Bíkov? Ahora está con Vatutin.
– Es fuerte, el perro.
– Una roca.
– Que se vaya al diablo -dijo Nóvikov, y gritó en dirección a la habitación vecina-: Eh, Vershkov, por lo visto te has propuesto matarnos de hambre. Llama también al comisario, cenaremos todos juntos.
Sin embargo, no fue necesario llamar a Guétmanov; éste llegó por sí solo y con voz afligida, de pie junto a la puerta, dijo:
– ¿Qué pasa, Piotr Pávlovich? Parece que Rodin se ha puesto en cabeza. Ya verás, llegará a Ucrania antes que nosotros -y, dirigiéndose a Darenski, añadió-: Ha llegado la hora, teniente coronel. Ahora tenemos más miedo al vecino que al enemigo. A propósito, ¿no será usted un vecino? No, no, está claro, usted es un viejo amigo del frente.
– Pareces obsesionado con la cuestión ucraniana -dijo Nóvikov.
Guétmanov cogió una lata de conservas y en tono de amenaza burlona observó:
– Está bien, pero ten en cuenta, Piotr Pávlovich, que cuando llegue tu Yevguenia Nikoláyevna sólo te casaré en tierra ucraniana. Escojo al teniente coronel como testigo. Levantó el vaso, y apuntando con él en dirección a Nóvikov, dijo:
– Vamos, camarada teniente coronel, propongo que bebamos a la salud de su corazón ruso. Darenski, conmovido, elogió:
– Ha encontrado unas bonitas palabras. Nóvikov, recordando la hostilidad de Darenski hacia los comisarios, dijo:
– Bien, camarada teniente coronel, hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
Guétmanov miró la mesa y dijo:
– No hay nada que ofrecer a nuestro invitado, sólo conservas. AI cocinero no le da tiempo a encender la estufa porque siempre estamos cambiando de puesto de mando. Día y noche estamos en movimiento. Tendría que haber venido a vemos antes del ataque. Ahora, en un día entero de marcha, paramos sólo una hora. Nos adelantamos a nosotros mismos.
– Danos al menos un tenedor más -pidió Nóvikov al ayudante de campo.
– Dio orden de que no descargáramos la vajilla del camión -respondió el ayudante.
Guétmanov comenzó a explicar su viaje por el territorio liberado.
– Los rusos y los calmucos -decía- son como el día y la noche. Los calmucos cantaban al son del silbato alemán. Les habían dado sus uniformes verdes. Corrían por las estepas para cazar rusos. ¡Y será que no les ha dado cosas el poder soviético! Era el país de los nómadas harapientos, el imperio de la sífilis, del analfabetismo generalizado. Pero por mucho que se le alimente, el lobo continuará mirando hacia la estepa. También durante la guerra civil estaban casi todos con los blancos… Y cuánto dinero hemos despilfarrado durante décadas en nombre de la amistad entre los pueblos. Habría sido mejor construir con esos medios una fábrica de tanques en Siberia. Una mujer, una joven cosaca del Don, me contó lo que había tenido que soportar. No, no, los calmucos han traicionado la confianza rusa y soviética. Así lo expondré en mi informe al Consejo Militar; luego, dirigiéndose a Nóvikov, preguntó:
– ¿Te acuerdas de cuando te puse en guardia contra Basángov? Me guió mi instinto de comunista. No te ofendas, Piotr Pávlovich, no es un reproche. ¿Crees que me he equivocado pocas veces en la vida? La nacionalidad de una persona es algo importante. En el futuro tendrá un papel determinante; se ha demostrado en la práctica de la guerra. ¿Sabéis cuál ha sido la enseñanza decisiva para los bolcheviques? La práctica.
– A propósito de los calmucos, estoy de acuerdo con usted -dijo Darenski-. Estuve hace poco en las estepas calmucas, he pasado por todos esos Shebener y Kitchener.
¿Por qué había dicho eso? Había viajado mucho por territorio calmuco y nunca había anidado en su corazón, un sentimiento malévolo hacia los calmucos, sino sólo un interés vivo por su vida y sus costumbres.
Parecía que el comisario del cuerpo poseyera una especie de fuerza magnética. Darenski deseaba manifestarle continuamente que estaba de acuerdo con él.
Y Nóvikov le miraba con una sonrisita en los labios, porque conocía bien aquel magnetismo del comisario que inducía a decirle siempre que sí.
– Sé que ha sufrido injusticias en su momento -dijo de improviso y con sencillez Guétmanov a Darenski-. Pero no guarde rencor contra el partido de los bolcheviques, porque quiere el bien del pueblo.
Y Darenski, que siempre había considerado que los de la sección política y los comisarios sólo servían para traer confusión al ejército, respondió:
– Claco, como si no lo comprendiera.
– Por supuesto -dijo Guétmanov-, las hemos hecho buenas, pero el pueblo nos perdonará. ¡Nos perdonará! Porque en el fondo somos buenas personas. ¿No es verdad? Nóvikov miró con ternura a los presentes y dijo:
– ¿No es buen tipo el comisario de nuestro cuerpo?
– Sí, muy buen tipo -corroboró Darenski.
– Exacto -dijo Guétmanov, y los tres se echaron a reír.
Como si hubiera adivinado el deseo de Nóvikov y Darenski, Guétmanov miró el reloj.
– Voy a descansar; estoy siempre en movimiento, día y noche, hoy al menos dormiré hasta la mañana. Hace diez días que no me quito las botas, como un gitano. ¿Dónde está el jefe del Estado Mayor? ¿Está durmiendo ya?
– ¿Dormido? -preguntó Nóvikov-. ¡Qué va! Ha ido a inspeccionar una nueva posición dado que nos trasladaremos mañana.
Cuando se quedaron solos, Darenski dijo: -Piotr Pávlovich, hay algo que no he acabado de comprender… Hace poco tiempo estaba-en las arenas de la región del Caspio. Me sentía muy deprimido. Parecía que había llegado el fin. Y mira lo que ha pasado ahora: hemos podido organizar esta fuerza fantástica, una fuerza ante la cual todo parecía inútil.
– ¡Y yo comprendo cada vez mejor y más claramente qué significa ser ruso! -dijo Nóvikov-. Somos fuertes y temerarios como lobos.
– ¡Una fuerza fantástica! -repitió Darenski-. Pero he aquí lo fundamental: los rusos conducidos por los bolcheviques encabezarán la humanidad y el resto es un detalle insignificante.
– Escucha una cosa -propuso Nóvikov-: ¿quieres que vuelva a formular la petición de tu traslado? Entrarías como subjefe de Estado Mayor. Combatiríamos juntos, ¿qué te parece?
– ¿Qué puedo decir? Gracias. ¿Y de quién sería el adjunto?
– Del general Neudóbnov. Según el reglamento, un teniente coronel desempeña las funciones de general.
– ¿Neudóbnov? ¿El que estuvo en el extranjero antes de la guerra? ¿En Italia?
– Exacto. El mismo. No es un Suvórov, pero por lo general se puede trabajar con él.
Darenski guardó silencio. Nóvikov le miró.
– Entonces, ¿cerramos el trato? -insistió.
Darenski se levantó el labio con un dedo y tiró un poco atrás la mejilla.
– ¿Ves las coronas? -preguntó-. En 1937 Neudóbnov me hizo saltar dos dientes durante un interrogatorio.
Se intercambiaron una mirada, guardaron silencio un rato, luego se miraron de nuevo.
Darenski dijo:
– Desde luego, es un hombre competente.
– Es verdad; no es un calmuco, es un ruso -dijo riendo Nóvikov, y de pronto gritó-: Bebamos, pero esta vez en serio, ¡a la rusa!
Darenski, por primera vez en su vida, bebió mucho, pero de no ser por las dos botellas de vodka vacías sobre la mesa, nadie habría notado que los dos hombres habían empinado el codo. Fue así como comenzaron a tutearse.
Nóvikov llenó los vasos por enésima vez y dijo:
– Bebe, no pares.
Esta vez el abstemio Darenski no se abstuvo de beber.
Hablaron de los primeros días de la guerra, del repliegue, de Bliújer y Tujachevski, de Zhúkov. Darenski habló sobre su interrogatorio y le explicó lo que quería saber el juez instructor.
Nóvikov, a su vez, le contó cómo había retrasado durante algunos minutos, en el inicio de la ofensiva, el avance de los tanques. Pero evitó mencionar que se había equivocado al juzgar la conducta de los comandantes de brigada. Hablaron de los alemanes; Nóvikov dijo que pensaba que el verano de 1941 le había endurecido para toda la vida, pero cuando le enviaron los primeros prisioneros, había ordenado que les alimentaran algo más decentemente y que transportaran a los heridos y aquellos con síntomas de congelación en camión hasta la retaguardia. Darenski observó:
– Tu comisario y yo hemos puesto como un trapo a los calmucos. ¡Hemos hecho bien! Es una lástima que no esté aquí tu Neudóbnov. Me hubiera gustado decirle unas cuantas palabras, ya lo creo.
– ¿Acaso no había gente de Kursk o de Oriol que se entendía con los alemanes? -preguntó Nóvikov-. Mira el general Vlásov; que yo sepa no es calmuco. Mi Basángov es un buen soldado. Pero Neudóbnov es un chequista, el comisario me ha hablado largo y tendido de él. No es un soldado. Nosotros los rusos venceremos, llegaremos a Berlín. Lo sé; los alemanes no nos pararán.
– Estoy al corriente de Neudóbnov, Yezhov y todo eso -dijo Darenski-, pero ahora hay una sola Rusia: la Rusia soviética. Y sé que aunque me rompieran todos los dientes, mi amor por Rusia no cambiaría. La amaré hasta el último aliento. Sin embargo, no haré de adjunto de una puta como ésa. No, camarada, ¿estamos de broma?
Nóvikov llenó los vasos de vodka y le animó:
– Venga, de un trago.
Luego añadió:
– ¿Quién sabe lo que pasará? Algún día estaré entre los malos.
Cambiando de tema dijo de improviso:
– El otro día pasó algo horrible:-le desgajaron la cabeza a un tanguista, pero él, muerto, continuaba apretando el acelerador y el tanque avanzaba. ¡Adelante, siempre adelante! Darenski repitió:
– Tu comisario y yo hemos maldecido a los calmucos, y ahora no se me va de la cabeza un viejo calmuco, ¿Cuántos años tiene Neudóbnov? ¿Y si fuéramos a hacerle una visita a donde está acantonado?
Nóvikov, con la lengua pastosa, dijo arrastrando las palabras:
– Tengo una gran alegría. La más grande de las alegrías. Sacó una fotografía de su bolsillo y se la tendió a Darenski. Este la observó durante un buen rato en silencio, y dijo:
– Una belleza, nada que objetar.
– ¿Una belleza? La belleza por sí sola no es nada, ¿comprendes? No se ama como yo la amo sólo por la belleza.
En la puerta apareció Veishkov, se quedó allí mirando fijamente con expresión interrogativa al comandante del cuerpo.
– Lárgate de aquí-ordenó despacio Nóvikov.
– Eh, ¿por qué le tratas así? Él sólo quería saber si necesitabas algo -dijo Darenski.
– Bueno, bueno, seré malo, seré un grosero, pero no hace falta que nadie me dé lecciones. Y además, teniente coronel, ¿por qué me tuteas? ¿Acaso es eso lo que dice el reglamento?
– ¡Así que ésas tenemos! -exclamó Darenski.
– Déjalo, no entiendes los chistes -dijo Nóvikov, y pensó que era una suerte que Zhenia no le viera borracho.
– No comprendo las bromas estúpidas -respondió Darenski.
Discutieron durante un largo rato y se reconciliaron sólo cuando Nóvikov le propuso acercarse hasta donde estaba Neudóbnov y molerle a palos. Al final no fueron a ninguna parte, pero continuaron bebiendo.
Aleksandra Vladímirovna recibió el mismo día tres cartas: dos de sus hijas y una tercera de su nieta Vera.
Todavía no había abierto los sobres, pero por la caligrafía ya había reconocido de quién eran. Sabía que las cartas no eran portadoras de buenas noticias.
La experiencia le había enseñado que los hijos no escriben a las madres para compartir alegrías.
Las tres le pedían que fuera a verlas: Liudmila a Moscú, Zhenia a Kúibishev y Vera a Leninsk. Y aquellas invitaciones confirmaron a Aleksandra Vladímirovna que la vida no era fácil para sus hijas y su nieta.
Vera escribía que los disgustos en el Partido y en el trabajo habían extenuado a su padre. Unos días antes había regresado a Leninsk desde Kúibishev, adonde había acudido por una convocatoria del Comisariado del Pueblo. Vera decía que ese viaje había agotado a su padre más que el trabajo que había desempeñado en la central eléctrica de Stalingrado durante la guerra. El caso de Stepán Fiódorovich no se había solucionado en Kúibishev; le habían ordenado que volviera a trabajar en la reconstrucción de la central eléctrica, pero le habían advertido que no sabían si le mantendrían el empleo en el Comisariado.
Vera había decidido trasladarse con su padre de Leninsk a Stalingrado; ahora los alemanes ya no disparaban, pero el centro de la ciudad todavía no había sido liberado. Las personas que habían visitado la ciudad decían que de la casa donde había vivido Aleksandra Vladímirovna sólo quedaba en pie un esqueleto de hormigón con el techo hundido. En cambio, el apartamento que Spiridónov ocupaba en la central eléctrica por su condición de director permanecía intacto; sólo se había desprendido el estucado y habían salido volando los cristales de las ventanas. En él se alojaban Stepán Fiódorovich, y Vera con su hijo.
Vera escribía acerca de su hijo, y a Aleksandra Vladímirovna le causaba un efecto extraño ver que su nieta Vera, casi una adolescente todavía, le contaba como una adulta, como toda una mujer, los cólicos de su niño, así como sus erupciones, su sueño inquieto, las alteraciones de su metabolismo. Todo lo que Vera debería haber escrito a su marido, a su madre, se lo escribía a su abuela. No tenía marido, no tema madre.
Vera escribía acerca de Andréyev, de su nuera Natasha, de la tía Zhenia, con la que Stepán Fiódorovich se había encontrado en Kúibishev. No hablaba de ella misma, como si su vida no le interesara a Aleksandra Vladímirovna.
En el margen de la última hoja decía: «Abuela, nuestro apartamento en la central eléctrica es grande, hay sitio para todo el mundo. Te lo ruego, ven». Y en aquel inesperado lamento se expresaba todo lo que Vera no había escrito abiertamente en su carta.
La carta de Liudmila Nikoláyevna era breve. Escribía: «No le encuentro sentido a la vida. Tolia no está, y Vitia y Nadia no me necesitan, podrían vivir perfectamente sin mí».
Liudmila Nikoláyevna nunca antes le había escrito una carta así a su madre. Aleksandra Vladímirovna comprendió que las cosas no iban bien entre Liudmila y su marido. Después de invitar a la madre a Moscú, añadía: «Vitia siempre tiene problemas, y él te cuenta a ti sus sufrimientos de mejor gana que a mí».
Más adelante había una frase parecida: «Nadia se ha encerrado en sí misma, no me confía nada de su vida. Así es ahora el estilo de vida en nuestra familia…».
La carta de Zhenia era incomprensible. Estaba plagada de alusiones a ciertas dificultades y desgracias. Pedía a su madre que fuera a verla a Kúibishev, pero al mismo tiempo la informaba de que debía ir urgentemente a Moscú. Le hablaba de Limónov, que profería panegíricos en honor suyo. Le escribía que le hubiera gustado que fuera a hacerle una visita; era un hombre inteligente, interesante; pero en la misma carta le comunicaba que Limónov había partido para Samarcanda. Era del todo incomprensible cómo se las iba a arreglar entonces Aleksandra Vladímirovna para verle en Kúibishev.
Sólo una cosa estaba clara, y mientras la madre leía la carta, pensaba: «Mi pobre hija».
Las cartas turbaron mucho su ánimo. En las tres se interesaban por su salud, y preguntaban si su habitación estaba bien caldeada.
Esa preocupación enterneció a Aleksandra Vladímirovna, aunque comprendía que las jóvenes no pensaban en si Aleksandra Vladímirovna tenía necesidad de ellas.
Eran ellas quienes la necesitaban.
Aunque también podría haber sucedido de modo diferente. ¿Por qué no había pedido ayuda a las hijas y por qué las hijas se la pedían ahora a ella? ¿Acaso no era ella la que vivía completamente sola, la que era vieja, no tenía hogar, había perdido a un hijo, a una hija, y no sabía nada de Seriozha?
Cada vez le costaba más trabajar, sufría del corazón continuamente, le daba vueltas la cabeza. Incluso había pedido al director técnico de la fábrica que la trasladara de los talleres al laboratorio; era muy penoso pasar de máquina en máquina, efectuar muestras de control.
Después del trabajo hacía cola en las tiendas; una vez llegaba a casa debía encender la estufa y preparar la comida.
¡La vida era tan dura, tan pobre! Hacer cola no era tan horrible, lo peor era cuando no había colas ante las estanterías vacías. Lo peor era cuando, de vuelta en casa, no podía preparar la comida, no encendía la estufa y yacía hambrienta en una cama húmeda y fría.
Todos, a su alrededor, llevaban una vida mísera. Una doctora evacuada de Leningrado le contó cómo había pasado el invierno anterior con sus dos hijos en un pueblo a cien kilómetros de Ufá. Vivía en una isba deshabitada confiscada a un kulak, con los cristales rotos y el techo reventado. Para ir a trabajar tenía que atravesar, seis kilómetros de bosque, y a veces, al amanecer, refulgían entre los árboles los ojos verdes de los lobos. En el pueblo reinaba la miseria; los koljosianos trabajaban a desgana pues decían que, por mucho que trabajaran, de todos modos les negarían el pan: el koljós iba retrasado con las cuotas de entrega de cereales y les arrebataban todo el grano. El marido de su vecina había partido a la guerra y ella vivía con seis niños hambrientos; sólo tenía un par de botas de fieltro rotas para los seis pequeños. La doctora le había contado que había comprado una cabra; y por la noche, a través de nieves altas, iba a robar alforfón a un campo lejano y desenterraba de debajo de la nieve los almiares no recogidos que comenzaban a pudrirse. Explicaba que sus hijos, escuchando las conversaciones groseras y maliciosas de los campesinos habían aprendido a soltar tacos y que la maestra de la espuela, en Kazán, le había dicho: «Es la primera vez que oigo a alumnos de primer grado, y además de Leningrado, blasfemar como borrachos».
Ahora Aleksandra Vladímirovna vivía en la pequeña habitación que antes ocupaba Víktor Pávlovich. Los inquilinos oficiales, que se habían trasladado a un anexo mientras los Shtrum estaban allí, ocupaban ahora la habitación principal. Eran gente irritable, nerviosa, que a menudo discutía sobre tonterías domésticas.
Aleksandra Vladímirovna no se enfadaba con ellos por el ruido o las discusiones, sino porque le pedían, a ella que había perdido su casa en un incendio, una suma muy elevada por una habitación minúscula: doscientos rublos al mes, más de la tercera parte de su salario. Le daba la impresión de que los corazones de esas personas estaban hechos de madera contrachapada y de hojalata. No hacían otra cosa que pensar en alimentos y objetos. Desde la mañana a la tarde sus conversaciones giraban en torno al aceite vegetal, la carne salada, las patatas, los trastos viejos que compraban y revendían en los mercados de objetos usados. Por la noche cuchicheaban. Nina Matvéyevna, la propietaria, contaba al marido que un vecino de la casa, un obrero especializado en una fábrica, había traído del pueblo un saco de semillas blancas y medio saco de maíz desgranado; que en el mercado ese día había miel barata.
Nina Matvéyevna era una mujer hermosa: alta, de buena planta, los ojos grises. Antes de casarse trabajaba en una fábrica, participaba en actividades artísticas para aficionados, cantaba en un coro, actuaba en un círculo de arte dramático. Semión Ivánovich, el marido, trabajaba de herrero en una fábrica militar. Una vez, en su juventud, había prestado servicio en un cazatorpedero y había sido campeón de boxeo de peso medio de la flota del océano Pacífico. El pasado lejano de esa pareja parecía ahora inverosímil.
Antes de irse a trabajar por la mañana, Semión Ivánovich alimentaba a los patos, preparaba la comida para el cochinillo; después del trabajo trajinaba en la cocina, limpiaba el grano, remendaba las botas, afilaba los cuchillos, lavaba las botellas, hablaba de los chóferes de la fábrica que traían de lejanos koljoses harina, huevos, carne de cabra… Y Nina Matvéyevna, interrumpiéndole, le hablaba de sus innumerables enfermedades, de sus visitas a lumbreras de la medicina; le contaba que había cambiado una toalla por judías, que la vecina había comprado a una evacuada una chaqueta de piel de potro y cinco platitos de servicio; le hablaba de margarina y de grasa.
No eran malas personas, pero ni siquiera una vez habían hablado con Aleksandra Vladímirovna de la guerra, de Stalingrado, de los comunicados de la Oficina de Información Soviética.
Compadecían y despreciaban a Aleksandra Vladímirovna porque, después de la partida de la hija, que recibía cupones de racionamiento para académicos, vivía medio muerta de hambre. No tenía ni azúcar ni mantequilla, bebía agua caliente en lugar de té y tomaba sopa en la cantina, un caldo que una vez el cochinillo se había negado a comer. No tenía con qué comprar leña. No tenía cosas para vender. Su miseria molestaba a los propietarios de la casa.
Una vez, por la noche, Aleksandra Vladímirovna oyó cómo Nina Matvéyevna decía a su marido: «He tenido que dar a la vieja un trozo de bizcocho; es desagradable comer delante de ella, se sienta y te mira con aspecto hambriento».
Por las noches Aleksandra Vladímirovna dormía mal. ¿Por qué no recibía noticias de Seriozha? Se acostaba sobre la cama de hierro donde antes dormía Liudmila y era como si su hija le hubiera transmitido sus aprensiones y sus pensamientos nocturnos.
¡Con qué facilidad destruía la muerte a los hombres! ¡Y qué duro era para los que permanecían entre los vivos! Pensaba en Vera. El padre del bebé o había muerto o la había olvidado. Stepán Fiódorovich estaba melancólico, le agobiaban las preocupaciones… Las pérdidas, el dolor, no habían acercado a Liudmila y Víktor.
Por la tarde Aleksandra decidió escribir a Zhenia: «Querida hijita mía…». Pero por la noche fue presa de la angustia: «Pobre chica, ¿en qué lío se habrá metido? ¿Qué le depara el futuro?».
Ania Shtrum, Sofia Levinton, Seriozha… Como en aquel pasaje de Chéjov: «Misius, ¿dónde estás?» [114].
Al lado, los propietarios del apartamento hablaban a media voz.
– Tendríamos que matar el pato para la fiesta de Octubre -dijo Semión Ivánovich.
– Pero ¿para qué he alimentado con patatas al pato, ¿para degollarlo? -preguntó Nina Matvéyevna-. Sabes, cuando la vieja se vaya me gustaría pintar el suelo; si no las tablas se pudren.
Hablaban siempre de objetos y comida; el mundo que habitaban estaba lleno de cosas. En aquel mundo no había espacio para los sentimientos humanos, sólo tablas, pintura, grano, billetes de treinta rublos. Eran personas trabajadoras y honradas; los vecinos decían que Nina y Semión nunca se apropiarían de una moneda que no les perteneciera. Pero por alguna razón eran insensibles a los heridos de guerra, los inválidos ciegos, los niños sin hogar que vagaban por las calles, la hambruna de 1921 en el Volga.
Eran el polo opuesto a Aleksandra Vladímirovna…
La indiferencia hacia la gente, hacia la causa común, hacia el sufrimiento ajeno era para ellos algo completamente natural. Ella, en cambio, era capaz de pensar y preocuparse por los demás; se alegraba y se enfurecía por cosas que no la afectaban directamente, ni a ella ni a su familia… La época de la colectivización general, el año 1937, el desuno de las mujeres que habían ido a parar a los campos por sus maridos, el destino de los niños que acababan en internados y orfelinatos, las ejecuciones sumarias de prisioneros rusos por parte de los alemanes, las desgracias de la guerra, las adversidades: todo eso la atormentaba y desasosegaba tanto como los infortunios de su propia familia.
Y eso no se lo habían enseñado ni los bellísimos libros que leía, ni las tradiciones revolucionarias y populistas de la familia en la que había sido educada, ni la vida ni sus amigos, o su marido. Simplemente era así, y no podía ser de otro modo. No tenía dinero, y aún le faltaban, seis días para cobrar la paga. Estaba hambrienta, todas sus propiedades se podían envolver en un pañuelo de bolsillo. Pero nunca, ni siquiera cuando vivía en Kazán, había pensado en las cosas que se habían quemado en su piso de Stalingrado: los muebles, el piano, el servicio de té, las cucharas, los tenedores perdidos. Ni siquiera lamentaba los libros quemados.
Había algo extraño en el hecho de que ahora, lejos de sus familiares que la necesitaban, viviera bajo el mismo techo con personas cuya árida existencia les era completamente ajena.
Dos días después de la llegada de las cartas de sus parientes, Karímov fue a visitar a Aleksandra Vladímirovna. Al verlo se alegró y le ofreció la infusión de escaramujo que tomaba en lugar de té.
– ¿Hace mucho que no recibe cartas de Moscú? -preguntó Karímov.
– Anteayer recibí una.
– ¿De verdad? -dijo Karímov, sonriendo-. Dígame, ¿cuánto tarda en llegar una carta desde Moscú?
– Mire el matasellos del sobre -sugirió Aleksandra Vladímirovna.
Karímov se puso a examinar el sobre y concluyó con aire preocupado:
– Ha llegado nueve días después. Se quedó pensativo, como si la lentitud del correo tuviera un significado especial para él.
– Dicen que es por culpa de la censura -dijo Aleksandra Vladímirovna.-. No da abasto con las montañas de cartas.
Él le miró la cara con sus bellísimos ojos-oscuros. Luego preguntó:
– ¿Les va bien todo por allí? ¿Ningún problema?
– Tiene mala cara -observó Aleksandra Vladímirovna-, un aspecto enfermizo.
Karímov, como si se defendiera de una acusación, objetó a toda prisa:
– ¡Pero qué dice! ¡Todo lo contrario!
Hablaron un poco sobre los acontecimientos en el frente.
– Hasta para un niño está claro que se ha producido un giro decisivo en la guerra -dijo Karímov.
– Sí, sí -corroboró con una sonrisa Aleksandra Vladímirovna-. Ahora es evidente hasta para un niño, pero el verano pasado las mentes más lúcidas tenían claro que los alemanes ganarían la guerra.
– Debe de ser duro vivir sola, ¿no? -preguntó Karímov de improviso-. Ya veo que tiene que encenderse usted misma la estufa.
Ella dudó, frunció la frente, como si responder a la pregunta de Karímov fuera muy complicado, y no respondió enseguida.
– Ajmet Usmánovich, ¿ha venido a preguntarme si me resulta difícil encender la estufa?
Él sacudió varias veces la cabeza, después guardó silencio largo rato mientras se examinaba las manos que descansaban sobre la mesa.
– Hace pocos días me convocó quien usted ya sabe; me interrogaron sobre nuestros encuentros y sobre las conversaciones que mantuvimos en el pasado.
– ¿Por qué no lo dijo desde un principio? -preguntó Aleksandra Vladímirovna-. ¿Por qué comenzó a hablarme de la estufa?
Captando su mirada, Karímov dijo:
– Naturalmente, no pude negar que hablamos sobre la guerra, sobre política. Habría sido ridículo sostener que cuatro adultos hablaban exclusivamente de cine. Por supuesto dije que de cualquier cosa que habláramos lo hacíamos como verdaderos patriotas soviéticos. Todos considerábamos que el pueblo, bajo la guía del Partido y del camarada Stalin, vencería. Pero han pasado algunos días y he comenzado a sentir cierta agitación; no duermo. Como si presintiera que le había pasado algo a Víktor Pávlovich. Y además está esa extraña historia con Madiárov: partió para pasar diez días en Kúibishev en el Instituto Pedagógico. Sus estudiantes esperaban su llegada y él no apareció; el decano envió un telegrama pero no ha recibido respuesta. Por la noche, cuando uno está en la cama piensa de todo…
Aleksandra Vladímirovna no decía nada.
– Pensándolo bien -dijo él en voz baja-, ¿vale la pena charlar alrededor de una taza de té para que luego empiecen a sospechar de ti y te convoquen?
Ella no decía nada. Karímov la observó con aire interrogativo, invitándola con la mirada a hablar; él había dicho todo lo que tenía que decir. Pero Aleksandra Vladímirovna continuaba callada, y Karímov notó que con su silencio le daba a entender que no se lo había contado todo.
– Así son las cosas -dijo.
Aleksandra Vladímirovna continuaba sin decir nada.
– Ah, sí, me olvidaba. El camarada también me preguntó: «¿Hablabais de la libertad de prensa?».
Sí, claro, hablábamos. Luego me preguntaron de improviso: «¿Conoce a la hermana menor de Liudmila Nikoláyevna y a su ex marido, un tal Krímov?». Yo no los he visto nunca, y Víktor Pávlovich nunca me habló de ellos. Y eso mismo le respondí. Luego me plantearon otra pregunta: «¿Le ha hablado alguna vez Víktor Pávlovich de la situación de los judíos?». Yo les pregunté: «¿Y por qué precisamente conmigo?». Me respondieron: «Ya sabe, usted es tártaro, él es judío…».
Cuando, Karímov, con el abrigo y el gorro puestos, estaba ya en la puerta a punto de despedirse y tamborileaba sobre el buzón del que Liudmila Nikoláyevna había sacado una vez la carta que le comunicaba la herida mortal de su hijo, Aleksandra Vladímirovna dijo:
– Es extraño, ¿qué tiene que ver Zhenia con este asunto?
Evidentemente, ni Karímov ni ella podían saber por que el chequista de Kazan se había interesado por Zhenia, que vivía en Kúibishev, y su ex marido, que estaba en el frente.
Aleksandra Vladímirovna inspiraba confianza a la gente y, por eso, a menudo escuchaba toda clase de relatos y confesiones. Estaba acostumbrada a la desagradable sensación de que su interlocutor no le contara siempre todo. No deseba advertir a Shtrum; sabía que no serviría de nada y que crearía preocupaciones inútiles. No tenía sentido tratar de adivinar quién de los presentes en las conversaciones se había ido de la lengua o bien había formulado la denuncia. Es difícil descubrir a esa clase de hombres. En situaciones así casi siempre resulta ser la persona que uno menos imaginaba. A menudo el caso despertaba la atención del MGB de la manera más inesperada: una alusión en una carta, una broma, unas palabras imprudentes en la cocina comunal en presencia de los vecinos. Pero ¿por qué el juez instructor había interrogado a Karímov sobre Zhenia y Nikolái Grigórievich?
Y de nuevo le costó conciliar el sueño. Tenía hambre. De la cocina le llegaba el olor a comida: la propietaria estaba friendo buñuelos de patata, oía el ruido de los platos de metal, la voz tranquila de Semión Ivánovich. ¡Dios mío, qué hambre tenía! ¡Qué asqueroso brebaje le habían dado de comer hoy en la cantina! Aleksandra Vladímirovna no se lo había acabado y ahora se arrepentía. La obsesión por la comida le embrollaba el resto de las ideas.
Al día siguiente, cuando llegó a la fábrica se encontró en la casilla de control con la secretaria del director, una mujer mayor, de rostro masculino y perverso,
– Pase a verme a la hora de la comida, camarada Sháposhnikova -dijo la secretaria.
Aleksandra Vladímirovna se sorprendió. ¿Era posible que el director hubiera respondido con tanta celeridad a su petición de traslado? No podía comprender por qué de repente sentía que se había quitado un peso de encima.
Mientras atravesaba el patio de la fábrica de pronto reflexionó y al instante dijo en voz alta:
– Ya estoy harta de Kazán, me vuelvo a casa, a Stalingrado.
Halb, el jefe de la policía militar, convocó en el cuartel general del 6° Ejército al comandante del regimiento Lenard.
Lenard se retrasaba. Una nueva orden de Paulus prohibía el uso de gasolina para el transporte particular. Todo el carburante estaba bajo la supervisión del jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt, que preferiría diez veces antes verte morir que firmar la concesión de cinco litros de gasolina. No había gasolina suficiente para los automóviles de los oficiales, y mucho menos para los mecheros de los soldados.
Lenard había tenido que esperar hasta la tarde, cuando el coche del Estado Mayor llevaba a la ciudad el correo de la policía militar.
El pequeño vehículo circulaba despacio sobre el asfalto cubierto de hielo. Por encima de los refugios y las chozas de primera línea, se elevaban en el aire gélido, sin un soplo de viento, humos semitransparentes. A lo largo de la carretera, en dirección a la ciudad, marchaban los heridos con las cabezas cubiertas con pañuelos y toallas, así como soldados que el alto mando desplazaba de la ciudad a las fábricas, con las cabezas también vendadas y los pies envueltos en trapos.
El chófer detuvo el coche cerca del cadáver de un caballo echado sobre el arcén y empezó a hurgar en el motor mientras Lenard observaba a unos hombres con barba larga, inquietos, que cortaban a golpes de machete la carne congelada. Un soldado se había metido ya entre las costillas del caballo y parecía un carpintero maniobrando entre los cabrios de un techo en construcción.
Al lado, en medio de las ruinas de una casa, ardía una hoguera y un perol negro reposaba sobre un trípode; a su alrededor había soldados con cascos, gorros, mantas, pañuelos, pertrechados con ametralladoras y granadas en los cinturones. El cocinero removía con una bayoneta el agua y los trozos de carne de caballo que salían a flote. Un soldado, sentado sobre el techo de un refugio, roía sin prisa un hueso que parecía una armónica increíble y gigantesca.
De improviso, el sol poniente iluminó el camino, la casa muerta. Las órbitas quemadas de las casas se llenaron de sangre helada; la nieve sucia del hollín de los combates, excavada por las garras de las minas, resplandeció como el oro; se iluminó también la caverna rojo oscuro de las entrañas del caballo muerto, y la ventisca de nieve en la carretera formó un torbellino de bronce.
La luz vespertina posee la propiedad de revelar la esencia de lo que está ocurriendo y de transformar las impresiones visuales en un cuadro, en historia, sentimiento, destino. Las manchas de barro y hollín, a la luz del sol poniente, hablaban con cientos de voces; con el corazón encogido uno comprendía la felicidad pasada, lo irreparable de las pérdidas, la amargura de los errores y el eterno encanto de la esperanza. Era una escena de la era de las cavernas. Los granaderos, la gloria de la nación, los constructores de la gran Alemania, habían sido expulsados del camino de la victoria.
Mientras miraba a aquellos hombres envueltos en trapos, Lenard entendió, con su instinto poético, que al extinguirse el crepúsculo desaparecían también las ilusiones.
En las profundidades de la vida había una fuerza ciega y obtusa.
¿Cómo era posible que la deslumbrante energía de Hitler, aliada con el poder amenazante de un pueblo que había impulsado las filosofías más avanzadas, hubiera acabado allí, en las orillas silenciosas del Volga congelado, en las ruinas, en la nieve sucia, en las ventanas inundadas del crepúsculo sangriento, en la humildad de los seres que contemplaban las volutas de humo alzándose sobre un perol de carne de caballo…?
En el cuartel general de Paulus, situado en el sótano de unos grandes almacenes incendiados, todo se desarrollaba según el orden establecido: los jefes ocupaban sus despachos, los oficiales de guardia redactaban informes sobre cualquier cambio de situación y sobre las acciones llevadas a cabo por los enemigos.
Los teléfonos sonaban, las máquinas de escribir crepitaban y, detrás de la puerta de contrachapado, se oía la risa de bajo del general Schenk, el jefe de la segunda sección del Estado Mayor. Sobre las baldosas de piedra rechinaban las rápidas botas de los ayudantes de campo. Cuando pasaba el comandante de las unidades blindadas de camino a su despacho, haciendo brillar su monóculo, en el pasillo perduraba la estela del perfume francés, que se mezclaba a ratos con el olor a humedad, a tabaco y a betún negro. Cuando por los estrechos pasillos de las oficinas subterráneas pasaba el comandante enfundado en su largo capote con cuello de piel enmudecían de inmediato las voces y el tecleo de las máquinas, y decenas de ojos observaban su cara pensativa de nariz aguileña. Paulus continuaba con los mismos hábitos: empleaba el mismo tiempo después de las comidas para fumarse un cigarrillo y conversar con el jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt. Con la misma arrogancia plebeya, infringiendo las leyes y el reglamento, el suboficial radiotelegrafista pasaba por delante del coronel Adam, que bajaba los ojos, para irrumpir en el despacho de Paulus y extenderle un telegrama de Hitler con la nota: «Entregar en mano».
Pero esta continuidad sólo era aparente: en realidad, desde el día del cerco se habían producido numerosos cambios en la vida del Estado Mayor.
Estos cambios se percibían en el color del café que bebían, en las líneas de comunicación que se extendían hacia el oeste, hacia los nuevos sectores del frente; en las nuevas normas sobre el consumo de municiones, en el atroz espectáculo cotidiano de los aviones de carga Junkers que caían desintegrados cuando trataban de forzar el bloqueo aéreo. Un nuevo nombre, que eclipsaba a todos los demás, estaba en boca de todo el mundo: Manstein.
No tiene sentido enumerar todos estos cambios; son bastante obvios. Los que antes comían hasta la saciedad, ahora estaban constantemente hambrientos; las caras de los famélicos se habían vuelto de un color terroso. Los oficiales del Estado Mayor alemán habían cambiado también interiormente: los orgullosos y arrogantes se apaciguaron, los fanfarrones dejaron de jactarse, los optimistas empezaron a criticar al propio Führer y a dudar de la justicia de su política.
Cambios particulares tomaban forma en la mente y los corazones de los alemanes, hasta entonces embrujados y fascinados por el poder inhumano del Estado nacional. Esos cambios tenían lugar en el subsuelo de la vida humana y por ese motivo los soldados ni siquiera se daban cuenta.
Era difícil advertir ese proceso, del mismo modo que es difícil percibir el trabajo del tiempo. Los tormentos del hambre, los miedos nocturnos, la sensación de la desgracia que se avecinaba comenzaron a liberar, lenta y gradualmente, la libertad en los hombres; éstos se humanizaban y en ellos triunfaba la vida sobre la negación de la vida.
Los días de diciembre se acortaban, y las gélidas noches de diecisiete horas eran cada vez más largas. Cada vez se estrechaba más el cerco, cada vez se volvía más cruel el fuego de los cañones y de las ametralladoras soviéticas…Ay, qué implacable era el frío de las estepas rusas, insoportable incluso para los rusos, a pesar de las pellizas, las botas de fieltro y la costumbre.
Sobre sus cabezas se abría un terrible abismo helado que respiraba una cólera indómita: un cielo duro y gélido, como escarcha de estaño, salpicado de estrellas heladas y secas.
¿Quién, entre los moribundos y condenados a muerte, podía intuir que, para decenas de millones de alemanes, aquéllas eran las primeras horas del regreso a una vida humana después de una década de inhumanidad total?
Lenard se acercó al cuartel general del 6° Ejército y entrevió, a la luz del crepúsculo, la cara gris del centinela que estaba allí apostado, solitario, y el corazón le palpitó con fuerza. Mientras caminaba a lo largo del pasillo subterráneo del cuartel general todo lo que vio le colmó de amor y tristeza.
Leía en las puertas las placas escritas con caracteres góticos: «2ª sección», «Ayudantes de campo», «General Koch», «Mayor Traurig»; oía el tecleo de las máquinas de escribir, le llegaba el sonido de las voces. Sintió el vínculo filial, fraternal, con sus compañeros de armas, sus camaradas de Partido, sus colegas de las SS. Los había visto a la luz del ocaso: era la vida que se desvanecía.
Mientras se acercaba al despacho de Halb, no sabía cuál sería el tema de la conversación, ni si el Obersturmbannführer de las SS compartiría con él sus inquietudes.
Como a menudo sucede entre personas que se conocen bien por el trabajo desempeñado en el seno del Partido en tiempo de paz, no daban importancia a la diferencia de rangos militares, y se relacionaban con la sencillez de unos camaradas. En sus encuentros con frecuencia se mezclaba la charla despreocupada con la discusión de asuntos serios.
Lenard tenía el don de alumbrar la esencia de un asunto complejo con pocas palabras, las cuales a menudo realizaban un largo viaje a través de diferentes informes hasta llegar a los más altos despachos de Berlín.
Lenard entró en la habitación de Halb pero no le reconoció. Después de contemplar su cara llena, en absoluto demacrada, Lenard tardó un rato en darse cuenta de que lo único que había cambiado en Halb era la expresión de sus ojos oscuros e inteligentes.
En la pared colgaba un mapa de Stalingrado, donde un implacable círculo rojo intenso sitiaba al 6° Ejército.
Estábamos en una isla -dijo Halb-, y nuestra isla no está rodeada de agua, sino del odio de unos brutos.
Charlaron del frío ruso, de las botas de fieltro rusas, del tocino ruso y de la perfidia del vodka ruso que primero te calentaba y luego te congelaba.
Halb preguntó qué cambios se habían producido en las relaciones entre los oficiales y los soldados de primera línea.
– Ahora que lo pienso -dijo Lenard-, no veo ninguna diferencia entre los pensamientos del coronel y la filosofía de los soldados. En general se oye siempre la misma cantinela: nadie es optimista.
– La misma canción entonan en el Estado Mayor -reconoció Halb; y sin apresurarse, para que el efecto de sus palabras fuera mayor, añadió-: Y el solista del coro es el comandante en jefe.
– Cantan, pero al igual que antes no hay desertores.
– Tengo una pregunta para usted en relación con una cuestión importante -dijo Halb-. Hitler insiste en que el 6° Ejército se mantenga firme, mientras que Paulus, Weichs y Zeitzler están a favor de la capitulación a fin de salvar las vidas de los soldados y los oficiales. Tengo órdenes de llevar a cabo un discreto sondeo acerca de la posibilidad de que nuestras tropas sitiadas en Stalingrado acaben por amotinarse. Los rusos lo llaman «dar largas» -y pronunció la expresión rusa con naturaleza y un acento perfecto.
Lenard, consciente de la gravedad del asunto, guardó silencio. Después dijo:
– Quisiera comenzar contándole una historia. En el regimiento del teniente Bach había un soldado confuso. Era el hazmerreír de los más jóvenes, pero desde que empezó el cerco todos se han acercado a él y le miran como a un guía… Me puse a meditar sobre el regimiento y su comandante. Cuando las cosas iban bien, Bach aprobaba incondicionalmente la política del Partido. Pero ahora sospecho que en su cabeza está pasando algo; ha empezado a dudar. Y me he estado preguntando por qué los soldados de su regimiento han comenzado a sentirse atraídos por un tipo que hasta hace poco les provocaba risa, que parecía el cruce entre un payaso y un loco. ¿Cómo se comportará este individuo en el momento crucial? ¿Dónde conducirá a los soldados? ¿Qué ocurrirá con el comandante? -y concluyó-: Es difícil dar una respuesta. Pero hay algo que sí puedo decirle: los soldados no se sublevarán.
– Ahora vemos la sabiduría del Partido con mayor claridad que nunca -observó Halb-. Sin vacilar hemos extirpado del cuerpo del pueblo no sólo las partes infectadas, sino también aquellas en apariencia sanas pero susceptibles de pudrirse en circunstancias difíciles. Hemos purgado las ciudades, los ejércitos, los campos y la Iglesia de espíritus rebeldes e ideólogos hostiles. Habrá charlatanería, injurias, cartas anónimas, pero nunca una rebelión, ¡incluso si el enemigo logra cercarnos no ya en el Volga, sino en Berlín! Todos debemos estar agradecidos a Hitler por esto.
Habría que bendecir el cielo por habernos enviado a este hombre en un momento así.
Se detuvo un instante para escuchar el rumor sordo y lento que resonaba encima de sus cabezas; en aquel profundo sótano era imposible distinguir si se trataba de artillería alemana o de la explosión de bombas soviéticas. Después de que el estruendo se apaciguara, dijo:
– Es increíble que pueda vivir con las raciones reglamentarias de los oficiales. He añadido su nombre a la lista donde están apuntados los amigos más valorados del Partido y los oficiales de seguridad. Recibirá regularmente paquetes enviados por correo al puesto de mando de su división.
– Gracias -respondió Lenard-, pero no lo necesito. Comeré lo mismo que los demás.
Halb alargó los brazos en un gesto de sorpresa.
– ¿Qué hay de Manstein? He oído que ha recibido nuevas armas.
– No creo en Manstein -respondió Halb-. En este tema estoy de acuerdo con nuestro comandante.
Y con la voz susurrante de un hombre que durante años se ha acostumbrado a manejar información confidencial, dijo:
– Tengo otra lista en mi poder con los nombres de los amigos del Partido y los oficiales de seguridad que, en el momento del desenlace, tendrán garantizada su plaza en los aviones. Usted figura en la lista. En el caso de que yo esté ausente, el coronel Osten tendrá mis instrucciones.
Al darse cuenta de la mirada interrogativa de Lenard, explicó:
– Tal vez tenga que volar a Alemania. Se trata de un asunto secreto que no se puede confiar en un documento o en un mensaje cifrado por radio -guiñó un ojo y añadió-: Me emborracharé antes de volar, y no de alegría, sino de miedo. Los soviéticos abaten muchos aviones.
– Camarada Halb -dijo Lenard-, yo no me subiré al avión. Me sentiría avergonzado si abandonara a los hombres a quienes he convencido para que luchen hasta el final.
Halb se revolvió ligeramente en su silla.
– No tengo derecho a disuadirle.
Lenard, deseando disipar la atmósfera solemne, le pidió:
– Si es posible, ayúdeme a regresar al puesto de mando de mi regimiento. No tengo coche.
– ¡Imposible! -exclamó Halb-. No hay nada que hacer. Toda la gasolina la tiene el perro de Schmidt. No puedo conseguir ni una gota, ¿comprende? ¡Por primera vez!
Y a su rostro asomó de nuevo aquella expresión de impotencia, ajena a él pero que tal vez le era más propia, y que en un primer momento le había vuelto irreconocible a los ojos de Lenard.
Por la noche la atmósfera se atemperó y una nevada cubrió el hollín y la suciedad de la guerra. Bach estaba haciendo la ronda por las fortificaciones de primera línea, en la oscuridad. La leve blancura navideña centelleaba al resplandor de los disparos, y la nieve se tomaba, bajo los cohetes de señales, ora de color rosado, ora de un suave verde fosforescente.
A la luz de las explosiones las crestas de piedra, las cuevas, las olas petrificadas de ladrillos, los cientos de senderos de liebres trazados de nuevo allí donde los hombres tenían que comer, ir a la letrina, buscar minas y cartuchos, arrastrar hasta la retaguardia a los heridos, enterrar a los cadáveres, parecían asombrosos, singulares, y al mismo tiempo absolutamente corrientes, habituales.
Bach se acercó a un lugar que se encontraba bajo el fuego de los rusos, atrincherados en las ruinas de una casa de tres pisos de donde procedía el sonido de una armónica y el canto monótono del enemigo.
A través de una brecha en el muro se veía la primera línea soviética, los talleres de la fábrica y el Volga helado.
Bach llamó al centinela, pero su respuesta quedó ahogada por una explosión repentina y el tamborileo de terrones helados contra el muro de la casa. Era un U-2 que planeaba a baja altura, con el motor apagado, después de lanzar una bomba.
– Otro cuervo ruso cojo -dijo el centinela, y señaló al oscuro cielo invernal.
Bach se sentó, apoyó el codo en el saliente de una piedra y miró alrededor. Una ligera sombra rosada temblaba sobre lo alto del muro: los rusos habían encendido la estufa, el tubo se había calentado al rojo vivo y emanaba una luz tenue. Parecía que en el refugio ruso no hicieran más que comer, comer, comer, y sorber ruidosamente café caliente.
Más a la derecha, donde las trincheras rusas y alemanas estaban más cerca entre sí, se oían golpes ligeros, lentos, metálicos, contra la tierra helada.
Sin salir a la superficie, despacio pero sin pausa, los rusos hacían avanzar sus trincheras en dirección a los alemanes. Aquel movimiento a través de la tierra helada, dura como una roca, encerraba una pasión ciega y potente. Era como si la misma tierra avanzara.
Por la tarde un suboficial comunicó a Bach que desde la trinchera rusa habían lanzado una granada que había hecho pedazos el tubo de la estufa de la compañía y había esparcido por su trinchera toda clase de porquería.
Más tarde un soldado ruso, con una pelliza blanca y un gorro nuevo de piel, saltó fuera de la trinchera, gritando palabras obscenas y amenazando con el puño.
Al darse cuenta de que se trataba de un acto espontáneo, los alemanes no abrieron fuego.
– ¡Eh!, gallina, huevos, ¿un gluglú ruso? -gritó el soldado.
Luego salió de la trinchera un alemán vestido de azul que, con voz contenida para que no le oyeran los oficiales en el refugio, había dicho:
– Eh, ruso, no me dispares a la cabeza, tengo que volver a ver a mamá. Coge el subfusil, dame el gorro.
Desde la trinchera rusa habían respondido con una sola palabra, breve y contundente. Aunque la palabra era rusa, los alemanes la comprendieron y se enfurecieron.
Voló una granada que sobrepasó la trinchera y explotó en el ramal de comunicación.
Pero aquello ya no le interesaba a nadie.
El suboficial Eisenaug informó de ese incidente a Bach, que concluyó:
– Deje que griten si eso es lo que quieren. Siempre y cuando no haya deserciones…
El suboficial Eisenaug, cuyo aliento apestaba a remolacha cruda, informó además de que el soldado Petenkoffer se las había ingeniado para organizar un intercambio de mercancías con el enemigo: en su macuto habían aparecido terrones de azúcar y pan ruso. Le había prometido a un amigo que cambiaría su navaja de afeitar por un trozo de tocino y dos paquetes de alforfón, y que se quedaría como comisión ciento cincuenta gramos de tocino.
– Muy sencillo -replicó Bach-. Tráigamelo.
Pero resultó que Petenkoffer había muerto como un héroe esa misma mañana, mientras llevaba a cabo una misión.
– Entonces, ¿qué quiere que haga? -preguntó Bach-. De todas maneras, los alemanes y los rusos hace tiempo que comercian.
Eisenaug, sin embargo, no estaba para bromas. Había llegado dos meses antes a Stalingrado en avión con una herida que no acababa de cicatrizarle, sufrida en mayo de 1940 en Francia. Al parecer, prestaba servicio en un batallón de policía en el sur de Alemania. Hambriento, entumecido de frío, devorado por los piojos y el miedo, había perdido el sentido del humor.
Y precisamente allí, donde apenas podían discernir los muros de piedra de los edificios de la ciudad, Bach había iniciado su vida en Stalingrado. Bajo el cielo negro de septiembre cuajado de estrellas enormes, las aguas turbias del Volga, los muros de las casas ardiendo después del incendio y, más lejos, las estepas del sureste de Rusia, la frontera del desierto asiático.
Las casas del oeste de la ciudad estaban sumidas en la oscuridad; sólo sobresalían minas cubiertas de nieve: allí estaba su vida…
¿Por qué había escrito desde el hospital aquella carta a su madre? ¡Lo más probable es que se la hubiera enseñado a Hubert! ¿Por qué había mantenido esa conversación con Lenard?
¿Por qué la gente tiene memoria? A veces uno quisiera morir, dejar de recordar. ¿Cómo había podido tomar un momento de ebria locura por la verdad profunda de su vida y hacer lo que nunca había hecho durante largos y difíciles años?
No había matado a niños, nunca en su vida había arrestado a nadie. Pero ahora se había roto el frágil dique que separaba la pureza de su alma de las tinieblas que borbotaban a su alrededor.
Y la sangre de los campos y los guetos había manado a raudales hacia él; le había arrastrado, había eliminado el límite que marcaba las tinieblas: ahora él formaba parte de las tinieblas.
¿Qué le había pasado? ¿Era locura, casualidad o las leyes más profundas de su alma?
Hacía calor en el refugio de la compañía. Algunos soldados estaban sentados, otros tumbados con las piernas estiradas hacia el techo bajo; otros dormían tapándose la cabeza con abrigos y dejando al descubierto las plantas amarillentas de los pies.
– ¿Os acordáis? -preguntó un soldado demacrado, al tiempo que se estiraba la camisa sobre el pecho y examinaba las costuras con esa mirada atenta y hostil que tienen todos los soldados del mundo cuando examinan las costuras de sus camisas y su ropa interior-, ¿Os acordáis del sótano donde estábamos acuartelados en septiembre?
Otro, que yacía boca arriba, dijo:
– Yo ya os encontré aquí.
– Era un sótano espléndido -confirmaron varias voces-. Puedes creernos… Había camas, como en las mejores casas…
– Algunos tipos habían comenzado a desesperarse cuando estábamos cerca de Moscú. Y de repente nos encontramos en el Volga.
Un soldado partió una tabla con la bayoneta y abrió la puerta de la estufa para alimentar el fuego con unos trozos de madera. La llama iluminó su gran cara sin afeitar, que de gris piedra se volvió cobre rojizo.
– Podemos estar contentos -dijo-. Salimos de un agujero en Moscú para ir a parar a otro todavía más maloliente. De un oscuro rincón donde se hacinaban los macutos salió una voz vivaracha:
– Ahora está claro. ¡El mejor plato de Navidad es la carne de caballo!
La conversación giró en torno a la comida y todos se animaron. Discutieron largo y tendido sobre la mejor manera de eliminar el olor de sudor de la carne de caballo hervida. Unos sostenían que había que quitar la espuma negra del caldo. Otros recomendaban no llevar el caldo a rápida ebullición; otros sugerían que había que cortar la carne de los cuartos traseros y no poner los trozos de carne helada en agua fría sino directamente en agua hirviendo.
– Los que viven bien son los exploradores -comentó un joven soldado-: se hacen con las provisiones de los rusos y con ellas abastecen a sus mujeres en los sótanos. Y luego algún idiota todavía se sorprende de que los exploradores encuentren siempre las mujeres más jóvenes y bellas.
– Mira, eso es algo en lo que no pienso -dijo el que alimentaba la estufa-, no sé si se trata del estado de ánimo o de la comida. Pero lo que me gustaría es ver a mis hijos antes de morir. ¡Aunque sólo fuera una hora…!
– ¡Los que sí piensan en eso son los oficiales! En un sótano habitado por civiles encontré al comandante de la compañía. Allí está como en su casa, casi como uno más de la familia.
– Y tú, ¿qué hacías en el sótano?
– Llevaba mi ropa a lavar.
– Durante un tiempo fui vigilante en un campo. Vi a prisioneros de guerra recogiendo mondas de patatas, peleándose por hojas de col podridas. Pensaba: «En realidad, no son seres humanos, son animales». Al parecer nosotros también nos hemos convertido en animales.
De improviso la puerta se abrió de par en par, y junto a un torbellino de vapor frío irrumpió una voz profunda y sonora:
– ¡En pie! ¡Firmes!
Estas palabras de mando resonaban, como siempre, tranquilas y lentas; palabras que, de alguna manera, se referían a la amargura, los sufrimientos, la nostalgia, a los pensamientos funestos… ¡Firmes!
De la penumbra emergió el rostro de Bach, mientras se oía un crujido insólito de botas, y los habitantes del refugio distinguieron el capote azul claro del comandante de la división, sus ojos miopes entornados, su mano blanca, senil, con una alianza de oro, que estaba secando con una gamuza el monóculo.
Una voz, acostumbrada a llegar sin esfuerzo hasta la plaza de armas, hasta los comandantes de los regimientos e incluso hasta los soldados que estaban en las últimas filias, pronunció:
– Buenos días. ¡Descansen!
Los soldados respondieron desordenadamente.
El general se sentó sobre una caja, y la luz amarilla de la estufa hizo destellar la cruz de hierro negro sobre su pecho.
– Les deseo una feliz Nochebuena -dijo.
Los soldados que le acompañaban arrastraron hacia la estufa una caja y, tras levantar la tapa a golpes de bayoneta, comenzaron a sacar árboles navideños del tamaño de la palma de una mano envueltos en celofán. Cada pequeño abeto estaba adornado con hilos dorados, cuentas de vidrio y caramelos.
El general observaba cómo los soldados abrían el envoltorio de celofán, hizo una seña al teniente para que se acercara y le susurró algunas palabras incomprensibles; luego Bach anunció en voz alta:
– El general me ha ordenado que les comunique que este regalo navideño enviado desde Alemania ha sido traído por un piloto que resultó mortalmente herido mientras sobrevolaba Stalingrado. Cuando le sacaron de la cabina después del aterrizaje ya estaba muerto.
Los hombres sostenían en la palma de la mano los pequeños abetos, que en aquel ambiente sofocante se habían cubierto de un ligero vapor, y enseguida el subterráneo se impregnó de una fragancia a pino que solapaba el pesado olor de morgue y herrería, típico de la primera línea. Daba la impresión de que el aroma a Navidad procediera de la cabeza canosa del viejo que estaba sentado al lado de la estufa.
El corazón sensible de Bach percibió toda la tristeza y el encanto de aquel instante. Los soldados que desafiaban a la artillería pesada rusa, endurecidos, sanguinarios, extenuados por el hambre y los piojos, abrumados por la escasez de municiones, comprendieron sin decir nada que no eran vendas, pan o cartuchos lo que necesitaban, sino aquellas ramas de abeto envueltas con inútiles cintas brillantes, aquellos juguetes para huérfanos.
Los soldados hicieron un círculo alrededor del viejo sentado sobre la caja. Era él quien en verano había guiado a la división de infantería motorizada hasta el Volga. Durante toda su vida, bajo cualquier circunstancia, había sido actor. No sólo representaba un papel delante de las tropas y en las conversaciones con el comandante del ejército. Era actor también en casa, con su mujer, cuando paseaba por el jardín, con la nuera y el nieto. Era un actor cuando por la noche, solo, yacía en la cama y allí al lado, en el sillón, descansaban sus pantalones de general. Y, por supuesto, era actor delante de los soldados, cuando les preguntaba sobre sus madres, cuando fruncía el ceño, cuando bromeaba de manera grosera sobre los pasatiempos amorosos de los soldados, cuando se interesaba por el contenido de sus escudillas y degustaba la sopa con exagerada gravedad, y cuando inclinaba la cabeza con expresión austera ante las tumbas abiertas de los soldados o pronunciaba palabras excesivamente amables y paternales ante una hilera de reclutas.
Esa teatralidad no procedía del exterior, sino de dentro; estaba disuelta en sus pensamientos, en lo más recóndito de su ser. Él no era consciente, pero era impensable separar de él aquella ficción, como no se puede separar la sal del agua marina. Esa comedia acababa de penetrar con él en el refugio de la compañía, en el modo que tenia de desabrocharse el abrigo, de sentarse en la caja ante la estufa, en aquella mirada triste a la par que tranquila que había lanzado a los soldados para felicitarles. El viejo nunca se había dado cuenta de que interpretaba un personaje, pero de repente lo comprendió: la teatralidad le abandonó, huyó de su ser, como la sal del agua helada. Le invadió la ternura, la piedad hacia aquellos hombres hambrientos y torturados. Un hombre anciano, impotente y débil, estaba sentado entre impotentes e infelices.
Uno de los soldados entonó en voz queda una canción:
O Tannenbaum, o Tannenbaum,
wie grün sind deine Blätter… [115]
Dos o tres voces se unieron a él. El olor a resina daba vértigo; las palabras de la canción infantil resonaban como las trompetas divinas:
O Tannenbaum, o Tannenbaum…
Y como desde el fondo del mar, de las frías tinieblas emergieron a la superficie sentimientos olvidados, abandonados; se liberaron pensamientos largo tiempo aparcados… Éstos no aportaban ni felicidad ni ligereza, pero su fuerza era la fuerza humana, la fuerza más grande del mundo.
Una después de otra retumbaron las explosiones sordas de los cañones soviéticos de grueso calibre. Los ivanes estaban descontentos, tal vez habían intuido que los fritzes estaban celebrando la Navidad. Nadie prestaba atención a los cascotes que caían del techo ni a la estufa que expulsaba una nube de chispas rojas.
El redoble de los tambores de hierro martilleaba la tierra y la tierra gritaba. Los ivanes estaban jugando con sus queridos lanzacohetes. Y enseguida comenzaron a rechinar las ametralladoras pesadas.
El viejo estaba sentado con la cabeza inclinada: tenía la postura que suelen adoptar las personas fatigadas por una larga vida. Se apagaban las luces de la escena y los hombres sin maquillaje aparecían bajo la luz gris del día. Ahora todos parecían iguales: el legendario general, el jefe de las operaciones relámpago con blindados, el insignificante suboficial y el soldado Schmidt, sospechoso de concebir ideas subversivas contra el Estado… Bach pensó de repente en Lenard. Un hombre como él no sucumbiría a la belleza de ese momento; en él no podría darse la transformación de alemán consagrado únicamente al Estado a simple ser humano.
Volvió la cabeza hacía la puerta y vio a Lenard.
Stumpfe, el mejor soldado de la compañía, que en cierto tiempo atraía las miradas tímidas y entusiastas de los reclutas, estaba irreconocible. Su enorme cara de ojos claros había adelgazado. El uniforme y el capote habían quedado reducidos a unos viejos harapos arrugados que apenas le protegían el cuerpo del viento y el frío rusos. Había dejado de hablar de manera inteligente y sus bromas ya no divertían.
Sufría por el hambre más que los otros; dada su enorme estatura necesitaba una gran cantidad de comida.
Esa hambre constante le obligaba a partir cada mañana en busca de un botín; cavaba, hurgaba entre las ruinas, mendigaba, recogía migajas y siempre estaba al acecho cerca de la cocina. Bach se había acostumbrado a ver su cara atenta, tensa. Stumpfe pensaba sin interrupción en la comida; la buscaba no sólo durante el tiempo libre, sino también en combate.
Cuando se dirigía al sótano, Bach descubrió la espalda grande y los hombros anchos del soldado siempre hambriento. Estaba inspeccionando un terreno abandonado donde antes del cerco estaban las cocinas y el almacén de víveres del regimiento. Encontraba hojas de col, descubría patatas heladas, minúsculas, del tamaño de una bellota, que en su momento, por sus míseras dimensiones, no habían acabado en la olla. De detrás de un muro de piedra salió una vieja alta con un abrigo de hombre hecho jirones, un cordel a guisa de cinturón y unos zapatos también de hombre, sin tacones. Caminaba al encuentro del soldado, mirando fijamente el suelo; removía la nieve con un gancho hecho de alambre grueso.
Se vieron sin levantar la cabeza, porque sus sombras chocaron en la nieve.
El gigantesco alemán levantó la mirada hacia la vieja y, sosteniendo con confianza una hoja de col agujereada y dura como una piedra, dijo despacio, con solemnidad:
– Buenos días, señora.
La vieja se apartó con calma el pañuelo que le caía sobre la frente, le observó con unos ojos oscuros llenos de bondad e inteligencia, y respondió despacio, majestuosamente:
– Buenos días, señor.
Era un encuentro al más alto nivel de los representantes de dos grandes pueblos. Nadie, excepto Bach, fue testigo de ese encuentro; el soldado y la vieja lo olvidaron al instante.
A medida que el tiempo se suavizaba, grandes copos de nieve caían sobre la tierra, sobre el polvo rojo de los ladrillos, sobre los brazos de las cruces sepulcrales, sobre las frentes de los tanques muertos, sobre las orejas de los cadáveres todavía sin enterrar.
La niebla nevosa y cálida parecía de un color gris azulado. La nieve llenó el espacio aéreo, calmó el viento, apagó el fuego y confundió el cielo y la tierra en una unidad ondulante, difusa, suave, gris.
La nieve se posaba sobre los hombros de Bach y parecía que fueran copos de silencio los que caían sobre el Volga tranquilo, sobre la ciudad muerta, sobre los esqueletos de los caballos; la nieve caía por doquier, no sólo sobre la Tierra, sino también sobre las estrellas; todo el universo estaba lleno de nieve. Todo desaparecía bajo la nieve: los cuerpos de los muertos, las armas, los trapos purulentos, los cascajos, el hierro retorcido.
No era la nieve, sino el tiempo mismo el que era suave, blanco, el que se posaba y se amontonaba sobre la masacre humana de la ciudad, y el presente se convertía en pasado, y el futuro desaparecía en aquel lento remolino de copos afelpados.
Bach yacía sobre el catre detrás de una cortina de percal que aislaba el estrecho trastero del sótano. Sobre su hombro descansaba la cabeza de una mujer dormida. Su rostro, a causa de la delgadez, parecía al mismo tiempo infantil y marchito. Bach miraba el cuello delgado y el pecho que se intuía bajo la camisa gris y sucia. Despacio, sin hacer ruido para no despertarla, Bach se llevó a los labios su trenza despeinada. Sus cabellos estaban perfumados, eran vivos, elásticos, como si por ellos corriera la sangre.
La mujer abrió los ojos. Era una mujer práctica, a veces despreocupada, dulce, astuta, paciente, parsimoniosa, dócil e irascible. Por momentos parecía estúpida, deprimida, taciturna; en otros canturreaba, y a través de las palabras rusas, se filtraban las arias de Carmen o Fausto.
A él no le interesaba quién había sido ella antes de la guerra. Iba a verla cuando tenía ganas y si no deseaba acostarse con ella, no recordaba siquiera su existencia, no se preocupaba de si tenía suficiente comida o de si había sido abatida por un francotirador ruso.
Una vez sacó del bolsillo una galleta que por casualidad llevaba encima; ella se puso contenta y luego se la regaló a la vieja que vivía al lado. Aquel gesto le había conmovido, pero casi siempre que iba a verla se olvidaba de llevarle algo de comer.
Tenía un nombre extraño, que no se parecía a los nombres europeos: Zina.
Antes de la guerra, Zina no conocía a la anciana que ahora vivía a su lado. Era una vieja desagradable, lisonjera y mala, increíblemente falsa, que estaba poseída por un frenesí obsesivo por la comida. En aquel momento, sirviéndose de una maja primitiva de un mortero de madera, estaba moliendo metódicamente unos granos de trigo que olían a petróleo.
Antes del cerco, los soldados alemanes hacían caso omiso de los civiles rusos; ahora, en cambio, penetraban en los sótanos habitados por la población y hacían que las mujeres viejas les ayudaran con toda clase de tareas: la colada sin jabón, hecha con cenizas, platos cocinados con desperdicios, zurcidos y reparaciones. Las personas más importantes de los sótanos eran las viejas, pero los soldados no iban sólo para verlas a ellas.
Bach siempre había pensado que nadie estaba al corriente de sus visitas al sótano. Pero un día, mientras estaba sentado en el catre de Zina y le tenía cogidas las manos, detrás de la cortina oyó hablar alemán y una voz familiar que decía:
– No vaya detrás de la cortina. Está la Fräulein del teniente.
Ahora estaban tumbados uno al lado del otro y guardaban silencio. Toda su vida, sus amigos, sus libros, su historia de amor con María, su infancia, todo lo que le vinculaba a la ciudad donde había nacido, a su escuela, a la universidad, al estruendo de la campaña rusa: nada tenía ya importancia… Todo aquello no era más que el camino para llegar a aquel catre fabricado con una puerta medio chamuscada…
De repente fue presa del pánico ante la idea de que podía perder a aquella mujer que había encontrado, hacia la cual había ido: todo lo que había pasado en Alemania y en Europa había servido para encontrarla… No lo había entendido enseguida: al principio la olvidaba, le gustaba precisamente porque nada serio le ligaba a ella. Pero ahora no existía nada en el mundo que no fuera ella, todo lo demás estaba enterrado bajo la nieve. Tenía una cara encantadora, las ventanas de la nariz ligeramente dilatadas, los ojos extraños y aquella expresión indefensa, infantil y al mismo tiempo fatigada que le hacía enloquecer. En octubre había ido a visitarle al hospital militar, había recorrido el trayecto a pie, pero él no había querido salir a verla.
Zina se daba cuenta de que no estaba borracho. Se había puesto de rodillas, le besaba las manos y había comenzado a besarle los pies; después levantó la cabeza, apoyó la frente y la mejilla contra las rodillas de la mujer., hablando deprisa, apasionadamente; ella no le entendía y él sabía que ella no le entendía: sólo conocía la terrible lengua que hablaban los soldados en Stalingrado.
Sabía que el movimiento que le había llevado hasta esa mujer ahora iba a arrancarle de ella, a separarlos para siempre. De rodillas, le abrazaba las piernas y la miraba a los ojos, y ella escuchaba sus palabras veloces; quería entender, adivinar qué decía, qué le estaba pasando.
Nunca antes había visto a un alemán con una expresión así en la cara; pensaba que sólo los rusos podían tener unos ojos tan sufrientes, tan implorantes, tan tiernos y locos.
Le estaba diciendo que en aquel sótano, mientras le besaba los pies, había entendido por primera vez qué era el amor, y no con las palabras de otros, sino con la sangre del corazón. La amaba más que a su pasado, más que a su madre, más que a Alemania, a su futura vida con María… Se había enamorado. Los muros levantados por los Estados, la furia racista, la cortina de fuego de la artillería pesada no significaban nada, eran impotentes ante la fuerza del amor… Daba gracias al destino porque, a las puertas de la muerte, le había permitido comprenderlo.
La mujer no comprendía sus palabras, sólo conocía algunos vocablos: «Halt, komm, bring, schneller» [116]. Sólo había oído decir a los alemanes: «Acuéstate, kaputt, azúcar, pan, piérdete».
Pero adivinaba lo que le sucedía, veía su turbación. La amante hambrienta, frívola, del oficial alemán comprendía con ternura indulgente su debilidad.
Comprendía que el destino iba a separarlos, y ella era la más tranquila.
Ahora, al ver su desesperación, sintió que el vínculo con aquel hombre se estaba transformando en algo que la sorprendía por su fuerza y su profundidad.
Con aire pensativo acariciaba el cabello de Bach, y en su cabecita astuta surgía el temor de que aquella fuerza indeterminada se apoderara de ella, le hiciera perder la cabeza, la llevara a la ruina…
Y el corazón le palpitaba; le palpitaba desbocado y no quería escuchar la voz astuta que la advertía, que la ponía en guardia.
Yevguenia Nikoláyevna había hecho nuevos conocidos: la gente que hacía cola en la Lubianka. Le preguntaban.-. «¿Qué tal? ¿Tiene noticias?». Ahora ya tenía experiencia y no se limitaba a escuchar consejos, sino que ella misma decía: «No se preocupe. Tal vez esté en el hospital. Allí se está bien, todos sueñan con dejar sus celdas para ir al hospital».
Se había enterado de que Krímov se encontraba en la prisión interna de la Lubianka. No había logrado que le aceptaran ningún paquete, pero no perdía la esperanza; en Kuznetski a veces pasaba que, después de rechazar una o dos veces un paquete, de pronto ellos mismos proponían: «Venga, entregue el paquete».
Había estado en el apartamento de Krímov, y la vecina le había contado que unos dos meses antes dos militares, en compañía del administrador de la casa, abrieron la habitación de Krímov y se llevaron un montón de libros y papeles; antes de irse, precintaron la puerta. Zhenia miraba el sello de lacre con algunos hilos de cuerda; la vecina, que estaba a su lado, le decía:
– Sólo una cosa, por el amor de Dios: yo no le he contado nada.
Mientras acompañaba a Zhenia a la puerta, la vecina, haciendo acopio de valor, le susurró:
– Era un hombre tan bueno, había partido como voluntario a la guerra.
Zhenia no había escrito a Nóvikov desde Moscú. ¡Qué confusión reinaba en su alma! Compasión, amor, arrepentimiento, felicidad por la victoria en el frente, preocupación por Nóvikov, vergüenza respecto a él y miedo de perderle para siempre, un sentimiento triste de injusticia…
No hacía mucho ella vivía en Kúibishev y se disponía a encontrarse con Nóvikov en el frente: el vínculo con él le parecía inevitable, ineludible, como el destino. Le asustaba la idea de estar ligada a él para siempre y de haber roto definitivamente con Krímov. A veces Nóvikov le parecía un extraño. Sus inquietudes, sus esperanzas, su círculo de amistades le resultaban del todo extraños. Le parecía absurdo tener que servir el té en su mesa, recibir a sus amigos, conversar con las mujeres de los generales y los coroneles.
Se acordó de la indiferencia de Nóvikov hacia El obispo o Una historia anónima, de Chéjov. Le gustaban aún menos las novelas tendenciosas de Dreiser o Feuchtwanger. Pero ahora comprendía que su ruptura con Nóvikov era un hecho, que nunca volvería con él; y sentía por él ternura, recordaba a menudo la dócil precipitación con la que él aprobaba todo lo que ella decía. Y la amargura, entonces, se apoderaba de Zhenia: ¿era posible que aquellas manos nunca más volvieran a tocar sus hombros, que no volviera a ver su rostro?
Nunca antes se había encontrado con semejante unión de fuerza, simplicidad grosera, humanidad, timidez. Se sentía atraída por él, un hombre tan ajeno al cruel fanatismo, rebosante de una bondad particular, sencilla e inteligente, una bondad de campesino.
De repente, con insistencia, le inquietó la idea de que algo oscuro y sucio se hubiera introducido en sus relaciones con sus más allegados. ¿Cómo era posible que el NKVD conociera las palabras que Krímov le había confiado? ¡Qué irremediablemente serio era todo lo que la unía a Krímov! Nada lograba borrar la vida transcurrida junto a él.
Seguiría a Krímov. Poco importaba que él no la perdonara: se merecía sus eternos reproches. Pero él la necesitaba y en la cárcel, seguramente, no dejaba de pensar en ella.
Nóvikov encontraría la fuerza para superar la ruptura. Sin embargo ella no podía comprender qué necesitaba para tranquilizar su alma: ¿saber que había dejado de amarla, que se había serenado y la había perdonado? ¿O, por el contrario, saber que la amaba, que no hallaba consuelo y que no la había perdonado? Y para ella, ¿era mejor saber que su ruptura era definitiva o bien creer, en el fondo de su corazón, que volverían a estar juntos?
Cuántos sufrimientos había causado a las personas amadas. ¿Acaso había hecho todo aquello por un capricho, por sí misma, y no por el bien de los demás? ¿Era sólo una intelectual neurótica?
Por la tarde, cuando Shtrum, Liudmila y Nadia estaban sentados a la mesa, Zhenia preguntó de repente, mirando a su hermana:
– ¿Sabes quién soy?
– ¿Tú? -se sorprendió Liudmila.
– Sí, sí, yo -dijo Zhenia y explicó-: Soy un pequeño perrito de sexo femenino.
– Una perrita, entonces, ¿no? -preguntó alegremente Nadia.
– Así es -respondió Zhenia.
Y de repente se echaron a reír, aunque comprendieron que Zhenia no estaba para bromas.
– Sabéis -dijo Zhenia-, un admirador mío de Kúibishev, Limónov, me explicó qué es el amor, cuando no es el primero. Decía que es avitaminosis espiritual. Por ejemplo, un hombre vive mucho tiempo con su mujer y desarrolla una especie de hambre espiritual: es como una vaca privada de sal o como un explorador polar que durante años no ve las verduras. Si su esposa es una mujer voluntariosa, autoritaria, fuerte, el marido comienza a añorar a un alma dulce, suave, apacible, tímida.
– Un imbécil, tu Limónov -dijo Liudmila Nikoláyevna.
– ¿Y si el hombre necesita varias vitaminas: la A, la B, la C, la D? -preguntó Nadia.
Más tarde, cuando todos se iban a dormir, Víktor Pávlovich observó:
– Zhenevieva, tenemos la costumbre de burlarnos de los intelectuales por su duplicidad hamletiana, por sus dudas e indecisiones. Yo, en mi juventud, despreciaba en mí todos estos rasgos. Ahora pienso diferente: la humanidad está en deuda con los indecisos y los dubitativos por sus grandes descubrimientos, por sus grandes libros. Su obra no es menor que la de esos estúpidos que no saben hacer la o con un canuto. Cuando es preciso van hacia el fuego y soportan las balas; en eso no son peores que los decididos y los voluntariosos.
– Gracias, Vítenka -repuso Yevguenia Nikoláyevna-. ¿Pensabas también en los perritos de sexo femenino?
– Eso mismo -confirmó Víktor Pávlovich. Tenía ganas de decir a Zhenia cosas agradables.
– He mirado de nuevo tu cuadro, Zhénechka -dijo-. Me gusta porque en él hay sentimiento. En general en los artistas de vanguardia sólo hay audacia y espíritu innovador, pero Dios está ausente.
– Ya, sentimiento… -ironizó Liudmila Nikoláyevna-. Hombres verdes, isbas azules. Una desviación total de la realidad.
– Sabes, Mila -respondió Yevguenia Nikoláyevna-, Matisse dijo: «Cuando uso el color verde no significa que quiera dibujar hierba; si tomo el azul no quiere decir que pintaré el cielo». El color expresa el estado interior del pintor. Y aunque Shtrum sólo quería decir cosas agradables a Zhenia, no pudo contenerse y dijo con aire burlón:
– Y Eckermann escribió: «Si Goethe hubiera creado el mundo habría hecho, al igual que Dios, la hierba verde y el cielo azul». Estas palabras me dicen mucho; a fin de cuentas tengo alguna relación con el material con que Dios creó el mundo… De hecho, por eso sé que los colores, las tonalidades no existen: sólo hay átomos y el espacio entre ellos.
Conversaciones como ésas sólo se daban de tarde en tarde. La mayoría de las veces hablaban de la guerra y de la fiscalía…
Eran días difíciles. Zhenia estaba a punto de partir a Kúibishev: estaba próximo a vencer el plazo de su permiso.
Temía la inminente sesión de explicaciones con su jefe. Se había ido a Moscú sin dar ninguna justificación; día tras día había rondado las puertas de las prisiones, había escrito peticiones a la fiscalía y al Comisariado Popular del Interior.
Yevguenia Nikoláyevna siempre había temido las instituciones oficiales; si era posible evitaba hacer cualquier solicitud, e incluso cuando tenía que renovar el pasaporte dormía mal y se inquietaba. Pero en los últimos tiempos el destino parecía obligarla a enfrentarse con historias de empadronamientos, pasaportes, milicia, fiscalía, súplicas y citaciones.
En casa de su hermana reinaba una calma apática,
Víktor Pávlovich no iba al trabajo, se pasaba horas enteras metido en su habitación. Liudmila Nikoláyevna volvía triste y enfurecida de la tienda especial; contaba que las esposas de sus amigos ya no la saludaban.
Yevguenia Nikoláyevna notaba cómo Shtrum se ponía nervioso. Cada vez que sonaba el teléfono daba un brinco y cogía el auricular con ímpetu. A menudo, durante la comida o la cena, interrumpía la conversación y decía: «Silencio, me parece que alguien ha llamado a la puerta». Iba a la entrada y volvía con una sonrisita avergonzada. Las hermanas comprendían aquella espera continua y cargada de tensión: temía ser arrestado.
– Así es como se desarrolla la manía persecutoria -dijo Liudmila-. En 1937 las clínicas psiquiátricas estaban llenas de personas así.
Yevguenia Nikoláyevna, que había notado la inquietud constante de Shtrum, se sentía particularmente conmovida por la actitud que adoptaba hacia ella. Quién sabe por qué le había dicho: «Recuerda, Zhenevieva, que no me importa lo que piensen los demás del hecho de que vivasen mi casa y hagas gestiones a favor de un detenido. ¿Lo has entendido? ¡Ésta es tu casa!».
Por la noche a Zhenia le gustaba conversar con Nadia.
– Eres demasiado inteligente-le decía a su sobrina-. No eres una niña, podrías ser miembro de una sociedad secreta de antiguos prisioneros políticos.
– De futuros prisioneros, no de antiguos -precisó Shtrum-. Me imagino que también hablas de política con tu teniente.
– ¿Y qué? -preguntó Nadia.
– Sería mejor que os besarais -intervino Yevguenia Nikoláyevna.
– Eso es lo que quiero que comprenda -dijo Shtrum. -En cualquier caso, es menos peligroso.
En efecto, Nadia abordaba conversaciones sobre temas espinosos; ahora preguntaba sobre Bujarin, o si era verdad que Lenin apreciaba a Trotski y que no había querido ver a Stalin en los últimos meses de su vida, y si en realidad había escrito un testamento que Stalin había ocultado al pueblo.
Yevguenia Nikoláyevna, cuando se quedaba a solas con su sobrina, no le preguntaba por su teniente Lómov. Pero a través de las palabras de Nadia acerca de política, la guerra, los poemas de Mandelshtam y Ajmátova, sus encuentros y conversaciones con los compañeros, Zhenia pronto supo más cosas sobre la relación de Nadia y el teniente que la propia Liudmila.
Por lo visto, Lómov era un joven mordaz, con un carácter difícil, que ironizaba sobre todas las verdades oficiales. Parecía ser que también escribía poesía y que de él derivaba la actitud burlona y desdeñosa hacia Demián Bedni y Tvardovski, la indiferencia que su sobrina mostraba hacia Shólojov y Nikolái Ostrovski. Estaba claro que Nadia le citaba literalmente cuando, encogiéndose de hombros, decía: «Los revolucionarios o son estúpidos o deshonestos; no se puede sacrificar la vida de toda una generación por una imaginaria felicidad futura…».
Una vez Nadia le dijo a Yevguenia Nikoláyevna:
– Sabes, tía, la vieja generación siempre tiene la necesidad de creer en algo: Krímov en el comunismo y Lenin; papá en la libertad; la abuela en el pueblo y los trabajadores. Pero a nosotros, a la nueva generación, todo eso nos parece estúpido. En general, es estúpido creer. Hay que vivir sin creer.
Yevguenia Nikoláyevna le preguntó de repente:
– ¿Es ésa la filosofía del teniente? La respuesta de Nadia la sorprendió:
– Dentro de tres semanas irá al frente. Ahí está la filosofía: hoy está vivo, mañana ya no.
Cuando conversaba con Nadia, Yevguenia recordaba Stalingrado. Vera hablaba con ella de la misma manera, y también Vera se había enamorado. Pero qué diferente era el sentimiento sencillo, claro, de Vera frente a la confusión de Nadia. ¡Qué diferente era entonces la vida de Zhenia comparada con la de hoy! Qué diferentes eran en aquel tiempo las ideas sobre la guerra de las que se defendían hoy, en los días de la victoria.
No obstante la guerra continuaba y lo que había dicho Nadia era irrefutable: «Hoy está vivo, mañana ya no». A la guerra le era indiferente si antes el teniente cantaba acompañándose de la guitarra, si partía como voluntario para trabajar en los grandes talleres, creyendo en el futuro reino del comunismo, si leía los poemas de Innokenti Ánnenski y no creía en la felicidad imaginaria de las futuras generaciones.
Un día Nadia le había mostrado a su tía una canción manuscrita que procedía de un campo. En la canción se hablaba de las frías bodegas de los barcos, del bramido del océano, de cómo «sufrían los prisioneros a causa del balanceo, y se abrazaban como hermanos de sangre»; y cómo emergía de la niebla Magadán, «la capital de Kolymá».
Durante los primeros días de su llegada a Moscú, cuando Nadia abordaba esos temas, Shtrum se enfadaba y la hacía callarse.
Pero desde esos días muchas cosas habían cambiado dentro de él. Ahora ya no se contenía y en presencia de Nadia decía que era insoportable leer los melifluos panegíricos dirigidos «al gran maestro, al mejor amigo de los deportistas, al padre sabio, al poderoso corifeo, al radiante genio», que además era modesto, sensible, bueno, compasivo. Se creaba la impresión de que Stalin también labraba los campos, trabajaba el metal, daba de comer a los niños de las guarderías con una cuchara en la mano, disparaba con la ametralladora, y que los obreros, los soldados del Ejército Rojo, los estudiantes, los científicos rogaban sólo por él hasta el punto de que, si no estuviera Stalin, el gran pueblo moriría como un burro de carga, débil e impotente.
Un día Shtrum contó que el nombre de Stalin se mencionaba ochenta y seis veces en Pravda, y el día después, sólo en el editorial, su nombre aparecía dieciocho veces.
Se quejaba de los arrestos ilegales, de la falta de libertad, del hecho de que un superior cualquiera, no demasiado competente pero con el carné del Partido, considerara que tenía derecho a mandar sobre los científicos y los.escritores, emitiendo valoraciones y críticas.
Había nacido en él un sentimiento nuevo. Su miedo creciente ante la fuerza destructiva de la cólera del Estado, la sensación siempre más fuerte de soledad, de impotencia de su vil debilidad y de estar condenado daba origen, a veces, a una especie de desesperación, a una indiferencia temeraria hacia el peligro, al desdén por la prudencia.
Una mañana Shtrum entró corriendo en la habitación de Liudmila, que, al ver su cara emocionada y feliz, se sintió desconcertada, tan insólita era en él aquella expresión.
– Liuda, Zhenia! Estamos entrando de nuevo en tierra ucraniana. ¡Lo acaban de anunciar por la radio!
Por la tarde Yevguenia Nikoláyevna regresó de Kuznetski Most y Shtrum, al ver su rostro, le planteó la misma pregunta que le había hecho Liudmila a él aquella misma mañana:
– ¿Qué ha pasado?
– ¡Han aceptado mi paquete, han aceptado mi paquete! -repetía Zhenia.
Incluso Liudmila comprendió qué podía significar para Krímov un paquete con una nota de Zhenia.
– ¡La resurrección de los muertos! -dijo, y añadió-: Por lo visto, le sigues amando, no recuerdo haberte visto nunca esa mirada.
– Sabes, debo de estar loca -dijo en un susurro Yevguenia Nikoláyevna-. Estoy tan contenta de que Nikolái reciba ese paquete… Hoy también he comprendido que Nóvikov nunca habría cometido semejante bajeza. No habría podido, ¿entiendes?
Liudmila Nikoláyevna se enfadó.
– No estás loca, estás peor -le dijo.
– Vítenka, querido, te lo ruego, tócanos algo -le pidió Yevguenia.
Durante todo ese tiempo Shtrum no se había sentado ni una vez al piano. Pero ahora no se hizo de rogar-, tomó una partitura, se la enseñó a Zhenia y le preguntó: «¿Te parece bien ésta?».
Liudmila y Nadia, a las que no les gustaba la música, se fueron a la cocina; Shtrum se puso a tocar. Zhenia escuchaba. Tocó durante un largo rato; y luego, una vez terminado el fragmento, permaneció en silencio, sin mirar a Zhenia. Después tocó una pieza nueva. Zhenia tenía la impresión de que Víktor sollozaba, pero no podía ver su cara.
La puerta se abrió impetuosamente y Nadia gritó:
– ¡Encended la radio, es una orden!
La música cedió el puesto a la voz metálica y rugiente del locutor Levitán, que en aquel momento anunciaba: «Se ha tomado al asalto la ciudad así como un importante nudo ferroviario…». Después enumeró a los generales y los ejércitos que habían destacado de manera especial durante el combate, empezando por el general Tolbujin, que comandaba el ejército. Luego, de repente, Levitán pronunció con voz exultante: «Citemos también el cuerpo de tanques comandado por el coronel Nóvikov».
Zhenia lanzó un leve suspiro, y mientras la voz fuerte y mesurada del locutor decía: «Gloria eterna a los héroes caídos por la libertad y la independencia de nuestra patria», se echó a llorar.
Zhenia se fue y la casa de los Shtrum quedó sumida en la tristeza.
Víktor Pávlovich se pasaba horas sentado en el escritorio sin salir de casa; así estuvo durante varios días seguidos.
Tenía miedo; le parecía que en la calle se encontraría con personas desagradables, hostiles; se imaginaba sus ojos despiadados.
El teléfono había enmudecido, y cuando sonaba, más o menos cada dos o tres días, Liudmila Nikoláyevna vaticinaba:
– Es para Nadia.
Y, en efecto, preguntaban por Nadia.
Shtrum no se dio cuenta enseguida de la gravedad de lo que le sucedía.
Los primeros días incluso sintió alivio al quedarse en casa, en calma, en compañía de sus libros preferidos, sin ver caras Lúgubres, hostiles.
Pero pronto el silencio de la casa comenzó a abrumarle; más que tristeza le provocaba angustia. ¿Qué estaría pasando en el laboratorio? ¿Cómo iba el trabajo? ¿Qué hacía Márkov?
La idea de poder ser útil en el laboratorio mientras estaba en casa le suscitaba una inquietud febril. Pero igual de insoportable le resultaba el pensamiento opuesto, es decir, que en el laboratorio se las compusieran bien sin él.
Un día Liudmila Nikoláyevna se encontró por la calle a una amiga del tiempo de la evacuación, Stoinikova, que trabajaba en la Academia. Stoinikova le explicó con todo lujo de detalles cómo se había desarrollado la reunión en el Consejo Científico; lo había taquigrafiado todo del principio al fin.
Lo más importante era que Sokolov no había hecho ninguna declaración. No había intervenido aunque Shishakov se lo había pedido: «Nos gustaría oír su opinión, Piotr Lavréntievich. Usted ha trabajado muchos años con Shtrum». Sokolov había respondido que durante la noche había sentido un malestar cardíaco y que tenía dificultades para hablar.
Era extraño, pero Shtrum no se alegró con esa noticia. Del laboratorio había hablado Márkov; se había expresado con mayor reticencia que los otros, sin lanzar acusaciones políticas e insistiendo sobre todo en el mal carácter de Shtrum; incluso había mencionado su talento.
– No podía negarse a hablar, es miembro del Partido, le obligaron, -dijo Shtrum-. No es algo que se le pueda reprochar.
Pero la mayoría de las intervenciones eran terribles. Kovchenko había tildado a Shtrum de granuja, de malhechor. Había dicho: «De momento Shtrum no se ha dignado venir. Se ha pasado de la raya. Tendremos que hablar con él en otro lenguaje, y eso, por lo visto, es lo que quiere».
Prásolov, el académico de cabellos canos, el mismo que antes comparaba el trabajo de Shtrum con la obra de Lébedev, había declarado: «Ciertas personas han organizado un ruido indecente alrededor de las teorizaciones ambiguas de Shtrum».
El doctor en ciencias físicas Gurévich había pronunciado un discurso demoledor. Reconocía que se había equivocado clamorosamente, que había sobrevalorado el trabajo de Shtrum, y había aludido a la intolerancia nacional de Víktor Pávlovich, declarando que un hombre que es embrollador en política también lo es en el terreno científico.
Svechín habló del «venerable Shtrum» y citó las palabras de Víktor Pávlovich acerca de que no existía una física americana, alemana o soviética, que física sólo había una.
– Sí, lo dije -confesó Shtrum-.
Pero citar una conversación privada en una asamblea es una delación…
Se quedó asombrado al saber que en la reunión había tomado la palabra Pímenov, aunque ya no estaba ligado al instituto y nadie le obligaba a intervenir. Se arrepentía de haber atribuido demasiada importancia al trabajo de Shtrum, de no haber visto sus defectos. Era sorprendente, Pímenov había dicho más de una vez que el trabajo de Shtrum le suscitaba un sentimiento religioso y que era feliz de contribuir a su realización.
Shishakov habló poco. La resolución había sido presentada por Ramskov, el secretario del comité del Partido en el instituto. Era brutal: exigía que la dirección amputara del colectivo sano los miembros podridos. Era particularmente ofensivo que en la resolución no hubiera ni una sola palabra sobre los méritos científicos de Shtrum. -Sin embargo, Sokolov se ha comportado de manera totalmente correcta. ¿Por qué ha desaparecido entonces Maria Ivánovna? ¿Es posible que él tenga tanto miedo? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum no respondió. ¡Qué extraño! No se había irritado con nadie, a pesar de que el perdón cristiano no era propio de él. No se había enfadado con Shishakov ni con Pímenov. No sentía rencor hacia Svechín, Gurévich, Kovchenko.
Sólo una persona le sacaba de sus casillas; le causaba una rabia tan penosa, tan sofocante, que en cuanto pensaba en él, Shtrum se asfixiaba, le costaba respirar. Era como si Sokolov tuviera la culpa de todas las injusticias, de todas las crueldades que Víktor tenia que soportar. ¡Como podía Piotr Lavréntievich prohibir a Maria Ivánovna que frecuentara a los Shtrum! ¡Qué cobardía, qué crueldad, qué vileza, qué ruindad!
No podía admitir que aquel rencor no sólo era causado por la culpabilidad de Sokolov, sino que se alimentaba también de su secreta sensación de culpa ante Sokolov.
Ahora Liudmila Nikoláyevna hablaba a menudo de problemas materiales. Estaba preocupada día y noche por el exceso de superficie habitable que ocupaban, por el certificado del salario para la administración, de la casa, por los cupones de racionamiento, por las gestiones para ser inscrita en una nueva tienda de comestibles, por la cartilla de racionamiento para el nuevo trimestre, por el pasaporte caducado y por la necesidad de presentar, en el momento de la renovación, el certificado del puesto de trabajo. ¿De dónde sacarían dinero para vivir?
Al principio Shtrum, haciéndose el gallito, bromeaba: «Me quedaré en casa y me concentraré en la teoría. Me montaré una cabaña laboratorio».
Pero ahora no había razones para reírse. El dinero que recibía como miembro de la Academia de las Ciencias apenas llegaba para pagar el alquiler del apartamento, la dacha, los gastos comunes.
La sensación de aislamiento le abrumaba.
Y, sin embargo, ¡había que vivir!
La idea de enseñar en un centro de enseñanza superior parecía ahora imposible. Un hombre manchado políticamente no podía estar en contacto con los jóvenes.
¿Qué iba a hacer?
Su eminente posición científica era un obstáculo para encontrar un trabajo modesto. Los funcionarios de la sección de personal lanzarían una exclamación de sorpresa y se negarían a nombrar redactor técnico o profesor de física en una escuela técnica a un doctor en ciencias.
Cuando el pensamiento del trabajo que había perdido, la humillación que había soportado y su estado de dependencia y necesidad se volvía demasiado insoportable, pensaba: «¡Ojalá me arresten!». Pero ¿qué iba a ser de Liudmila y Nadia? Ellas también tenían que vivir.
En cuanto a cultivar fresas en la dacha… estaba descartado. También le quitarían la dacha; en mayo debía renovar el contrato de alquiler. La dacha no pertenecía a la Academia, sino a la administración, y por pura negligencia había descuidado el pago del alquiler; pensaba abonar de una sola vez los meses atrasados y un anticipo por los próximos seis meses. Aquella suma que un mes antes le parecía insignificante ahora le aterrorizaba.
¿De dónde sacaría el dinero? Nadia necesitaba un abrigo…
¿Y sí lo pedía prestado? Pero no se puede pedir prestado sin garantías de poder devolverlo.
¿Y si vendía algunas pertenencias? Peto ¿quién iba a querer comprar porcelana o un piano en tiempo de guerra? Además, sería una lástima; Liudmila adoraba su colección, incluso ahora, después de la muerte de Tolia, de vez en cuando se detenía a admirarla.
A menudo pensaba en dirigirse a la oficina de reclutamiento, renunciar a la exención de la que gozaba como miembro de la Academia y solicitar el permiso para partir al frente como soldado del Ejército Rojo.
Cuando pensaba en esa idea, se quitaba un peso de encima.
Pero después reaparecían los pensamientos inquietantes, tormentosos. ¿Cómo vivirían Liudmila y Nadia sin él? ¿Dando clases? ¿Alquilando una habitación? Enseguida se inmiscuiría el administrador de la casa, y con él llegaría la milicia. Redadas nocturnas, multas, atestados.
¡Qué potentes, qué terribles y sabios parecían ante sus ojos los administradores, los inspectores de policía del distrito, los inspectores del Departamento de la Vivienda, las secretarias de la sección de personal! Para un hombre que ha perdido todo apoyo, incluso la chica que trabaja en una oficina de racionamiento le parece dotada de un poder inmenso, intrépido.
Una sensación de miedo, de impotencia e indecisión se apoderaba de Víktor Pávlovich durante todo el día. Sin embargo, no era siempre idéntica, invariable. Cada hora del día tenía su miedo, su angustia. Por la mañana temprano, después del calor de la cama, cuando al otro lado de la ventana todavía había una penumbra fría y nebulosa, experimentaba una sensación de impotencia infantil ante esa enorme fuerza que le estaba aplastando: hubiera preferido deslizarse bajo la manta, acurrucarse, cerrar los ajos, quedarse inmóvil.
Durante la primera parte del día añoraba el trabajo, el instituto le atraía con una fuerza extraordinaria… En aquellas horas, tenía la impresión de ser una persona inútil, privada de inteligencia, de talento.
Parecía que el Estado, en su cólera, sería capaz de despojarle no sólo de la libertad, de la paz, sino también de la inteligencia, del talento, de la fe en sí mismo, y que acabaría transformándole en un ciudadano filisteo, obtuso y monótono.
Antes de comer Shtrum se reanimaba, se ponía contento. Pero en cuanto acababa la comida, le invadía de nuevo el abatimiento, una melancolía lúgubre, fastidiosa, vacía. Cuando caía la noche, llegaba el gran miedo. Víktor Pávlovich temía la oscuridad como un salvaje de la Edad de Piedra al que el crepúsculo le sorprende en medio del bosque.
El miedo se exacerbaba, se espesaba… Shtrum recordaba, pensaba. En las tinieblas, detrás de la ventana, le acechaba la desgracia, cruel e inexorable. En cualquier momento se oiría un coche en la calle, el timbre en la puerta, el crujido de botas en la habitación. No tendría escapatoria. Luego, de repente, sentía una indiferencia perversa, alegre.
– Qué suerte tenían los conspiradores en tiempos del zar -le dijo a Liudmila-. ¡Si alguno caía en desgracia, se subía a su carruaje y abandonaba la capital para dirigirse a su finca de Penza! Y allí se dedicaba a la caza, disfrutaba de los placeres del campo, de los vecinos, del parque, y escribía sus memorias. Me gustaría verlos a ellos, señores volterianos, con una indemnización de dos semanas y unas referencias, entregadas en un sobre cerrado, con las que no te darían trabajo ni como barrendero.
– Vitia -dijo Liudmila Nikoláyevna-.
¡Saldremos adelante! Coseré, trabajaré en casa, pintaré pañuelos.
Me colocaré como auxiliar de laboratorio. Te mantendré yo.
Le besaba las manos, y ella no podía comprender por qué en su cara había aparecido una expresión de culpabilidad, de sufrimiento; por qué sus ojos se habían vuelto tristes, implorantes…
Víktor Pávlovich paseaba por la habitación y cantaba a media voz las palabras de un viejo romance:
… Y él, olvidado, yace solo…
Cuando Nadia se enteró de que su padre deseaba partir como voluntario al frente, dijo:
– Conozco a una chica, Tonia Kogan, cuyo padre partió como voluntario; es un especialista en no sé qué área de la Grecia antigua y fue a parar a un regimiento de reserva en Penza. Allí le pusieron a limpiar despachos, a barrer. Un día pasó el capitán del regimiento y él, que no ve casi nada, le echó toda la basura encima; el otro, ni corto ni perezoso, le pegó un puñetazo en la oreja, tan fuerte que le rompió el tímpano.
– Bueno -dijo Shtrum-. Cuando barra no le tiraré la basura encima al capitán.
Ahora Shtrum hablaba con Nadia como con un adulto. Por lo visto, nunca antes se había llevado tan bien con su hija. Le conmovía el hecho de que en los últimos tiempos volviera a casa nada más salir de la escuela; consideraba que lo hacía para no preocuparle. Cuando discutía con él había en sus ojos burlones una expresión nueva, seria y cariñosa.
Una vez, por la noche, Shtrum se vistió y se encaminó hacia el instituto; tenía ganas de mirar a través de la ventana de su laboratorio, quería ver si había luz, si el segundo turno estaba trabajando; tal vez Márkov había acabado ya de montar la instalación. Pero no llegó hasta el instituto: temía encontrarse con alguien conocido; giró por un callejón y volvió a casa. El callejón estaba desierto, vacío. Y de repente le embargó una sensación de felicidad. La nieve, el cielo nocturno, el aire gélido y refrescante, el ruido de pasos, los árboles con las ramas oscuras, una estrecha franja de luz que se filtraba a través de la cortina de camuflaje de la ventana de una casita de madera: todo era tan hermoso…
Respiraba el aire nocturno, caminaba por el callejón silencioso, nadie le miraba. Estaba vivo, era libre. ¿Qué más necesitaba? ¿Podía soñar algo más? Víktor Pávlovich se acercaba a casa y la sensación de felicidad se desvaneció.
Los primeros días Shtrum había esperado con tensión la aparición de Maria Ivánovna. Pero habían pasado los días, y Maria Ivánovna no había telefoneado. Se lo habían quitado todo: el trabajo, el honor, la tranquilidad, la fe en sí mismo. ¿Acaso le habían privado también del último refugio: el amor? A veces se desesperaba, se cogía la cabeza entre las manos, le parecía que no podría vivir sin verla. A veces musitaba; «Vamos, vamos». Otras veces se decía:
«¿Quién me necesita?».
En el fondo de su desesperación brillaba una pequeña mancha de luz: la pureza del sentimiento que él y Maria Ivánovna habían sabido preservar. Sufrían, pero no atormentaban a los demás. Comprendía que todos sus pensamientos, ya fueran filosóficos, resignados o malévolos, no correspondían a lo que pasaba en su corazón. El rencor hacia Maria Ivánovna, el escarnio hacia sí mismo, la triste reconciliación con la fatalidad, el sentido del deber hacia Liudmila Nikoláyevna no eran más que un medio para luchar contra la desesperación. Cuando recordaba los ojos, la voz de Maria Ivánovna, se apoderaba de él una tristeza insoportable, ¿De veras no volvería a verla?
Y cuando la inevitable separación, la sensación de pérdida se volvían especialmente insoportables, Víktor Pávlovich, avergonzándose de sí mismo, decía a Liudmila Nikoláyevna:
– Sabes, sigo preocupado por Madiárov. ¿Estará bien?, ¿habrán recibido noticias suyas? Tal vez deberías llamar a Maria Ivánovna, ¿no?
Lo más sorprendente era que continuaba trabajando. Trabajaba, pero la angustia, la inquietud no desaparecían. El trabajo no le ayudaba a vencer la tristeza y el miedo, no era una medicina para el alma con la que pudiera olvidar sus penosas reflexiones, la desesperación que sentía. Era mucho más que una medicina. Trabajaba porque no podía dejar de hacerlo.
Liudmila Nikoláyevna informó a su marido de que se había encontrado con el administrador de la casa, el cual le había pedido que Shtrum pasara un momento por su despacho.
Empezaron a formular hipótesis acerca del motivo de la visita. ¿Un excedente de superficie habitable? ¿La renovación del pasaporte? ¿Un control de la comisaría militar? ¿O acaso alguien le había comunicado que Zhenia había estado viviendo en su casa sin estar registrada?
– Tendrías que habérselo preguntado -dijo Shtrum-. Ahora no estaríamos rompiéndonos la cabeza. -Sí, tendría que haberlo hecho -asintió Liudmila Nikoláyevna-. Pero me pilló desprevenida cuando me dijo: «Dígale a su marido que pase a verme. Puede venir por la mañana ahora que no trabaja». -Oh, señor, ya lo sabe todo.
– Claro que lo sabe. Los porteros, los ascensoristas, las mujeres de la limpieza de los vecinos nos espían. ¿De qué te asombras?
– Sí, tienes razón. ¿Te acuerdas del joven con carné del Partido que vino antes de la guerra? Aquel que te pidió que le informaras de quién frecuentaba a nuestros vecinos…
– ¡Claro que me acuerdo! -respondió Liudmila Nikoláyevna-. Le grité tan fuerte que sólo tuvo tiempo de decirme desde ¡a puerta: «Creía que usted era una persona sensata».
Liudmila Nikoláyevna le había contado a Shtrum esa historia muchas veces, y al escucharla, por lo general, él le quitaba las palabras de la boca para abreviar el relato. Pero ahora, en Jugar de apremiarla, le pidió a su mujer nuevos detalles.
– ¿Sabes qué? -dijo Liudmila-. Tal vez se trate de dos manteles que he vendido en el mercado.
– No creo. ¿Por qué quiere verme a mí y no a ti entonces? -Quizá quiere que firmes algo -aventuró, indecisa. Sus pensamientos eran particularmente lúgubres. Recordaba sin cesar sus conversaciones con Shishakov y Kovchenko: ¡qué no les había dicho! Recordaba las discusiones en sus días de estudiante: ¡qué charlatanería! Había discutido con Dmitri, con Krímov (aunque algunas veces le había dado la razón). En cualquier caso, una cosa era cierta: nunca en su vida, ni siquiera un minuto, había sido enemigo del Partido, del poder soviético. Y de golpe le vinieron a la cabeza unas palabras muy duras que había pronunciado en cierta ocasión, y sintió que se le helaba la sangre. ¡Y pensar que Krímov, un comunista riguroso, de convicciones firmes, un verdadero fanático que no tenía dudas, había sido arrestado! Y después aquellas malditas veladas con Madiárov y Karímov.
¡Qué extraño!
Por lo general, al anochecer, comenzaba a torturarle el pensamiento de que iban a arrestarle y la sensación de terror se ensanchaba, se acrecentaba, se volvía más pesada. Pero cuando el desenlace fatal parecía inminente, de repente se convertía en felicidad, en ligereza. ¡Al diablo!
Cada vez que pensaba en el trato injusto que había recibido en relación con su trabajo, tenía la impresión de que iba a perder el juicio. Pero cuando el pensamiento de que era un ser privado de talento, incluso estúpido, que su trabajo no era más que una mofa vacía, grosera del mundo real, dejaba de ser una idea para transformarse en una sensación viva, le invadía la felicidad.
Ahora ni siquiera tenía la intención de enmendar sus errores; era miserable, ignorante, y su arrepentimiento no comportaría ningún cambio. Nadie le necesitaba. Arrepentido o no, seguiría siendo igual de insignificante ante la ira del Estado.
También Liudmila había cambiado mucho últimamente. Ahora ya no decía por teléfono al administrador: «¡Envíeme ahora mismo al cerrajero!»; no hacía investigaciones en la escalera: «¿Quién ha sido el que ha vuelto a tirar mondas de patata fuera del basurero?». Incluso a la hora de vestirse parecía nerviosa. A veces se ponía, sin criterio alguno, una chaqueta de piel cara para ir a comprar aceite; otras se cubría la cabeza con un viejo pañuelo gris y se ponía un abrigo que antes de la guerra quería regalar a la mujer del ascensor.
Shtrum miraba a Liudmila y pensaba en el aspecto que tendrían los dos dentro de diez o quince años.
– ¿Te acuerdas de El obispo, de Chéjov? La madre sacaba a pastar a la vaca y les contaba a las mujeres que su hijo, en otro tiempo, había sido obispo; pero casi nadie la creía.
– Lo leí hace mucho tiempo, cuando era niña, no me acuerdo -respondió Liudmila Nikoláyevna.
– Pues vuelve a leerlo -respondió, visiblemente irritado.
Siempre le había molestado la indiferencia de Liudmila Nikoláyevna hacia Chéjov y sospechaba que no había leído muchos de sus relatos. Sin embargo era extraño, verdaderamente extraño. Cuanto más débil y frágil se volvía, cuanto más cerca se encontraba de un estado de entropía total, y más insignificante era a ojos del administrador, de las empleadas de la oficina de racionamiento, de los empleados del Departamento de Pasaportes, de los funcionarios de la sección de personal, de los auxiliares de laboratorio, científicos amigos, familiares, del propio Chepizhin, tal vez incluso de su mujer…, más cerca se sentía de Masha, más seguro de su amor. No se veían, pero lo sabía, lo sentía. Ante cada nuevo golpe, ante cada nueva humillación, le preguntaba mentalmente: «Masha, ¿me ves?».
Así, sentado al lado de su mujer, hablaba con ella mientras le daba vueltas a pensamientos que ella ignoraba.
Sonó el teléfono. Ahora cada timbrazo del teléfono les provocaba el mismo nerviosismo que la llegada de un telegrama en mitad de la noche anunciando una desgracia.
– Ah, ya sé quién es. Me prometieron que me llamarían para un trabajo en la cooperativa -dijo Liudmila Nikoláyevna.
Descolgó el teléfono, arqueó las cejas y respondió:
– Ahora se pone. Luego le dijo a su marido:
– Es para ti.
Y él le preguntó con la mirada: «¿Quién es?».
La mujer, tapando con la mano el auricular, respondió:
– Es una voz que no conozco, no recuerdo haberla oído antes.
Shtrum se puso al aparato.
– Claro, espero -dijo, y mirando los ojos inquisidores de Liudmila, buscó a tientas un lápiz en la mesilla y escribió algunas letras torcidas sobre un trozo de papel.
Liudmila Nikoláyevna se santiguó despacio, sin darse cuenta de que lo hacía; después bendijo a Víktor Pávlovich.
Los dos guardaban silencio.
«… Éste es un boletín de todas las emisoras de radio de La Unión Soviética.»
Una voz extraordinariamente parecida a la que el 3 de julio de 1941, dirigiéndose al pueblo, al ejército, al mundo entero, había proclamado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos míos…», ahora, se dirigía a un solo hombre, que sostenía en la mano el auricular del teléfono:
– Buenos días, camarada Shtrum.
En aquellos segundos, ideas confusas, fragmentos de pensamientos y sentimientos se fundieron en su interior: una amalgama de triunfo, debilidad, pánico ante lo que parecía la broma de un gamberro y luego las hojas manuscritas de un cuestionario y el oscuro edificio de la plaza de la Lubianka…
Junto a la lúcida percepción de la realización de su destino, en él se mezclaba la melancolía por la pérdida de algo extrañamente querido, conmovedor, bueno.
– Buenos días, Iósif Vissariónovich -dijo Shtrum, asombrado de haber pronunciado por teléfono aquellas palabras increíbles-. Buenos días, Iósif Vissariónovich.
La conversación duró dos o tres minutos.
– Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante -dijo Stalin.
Su voz era lenta, gutural, y parecía recalcar ciertos sonidos premeditadamente para que Shtrum recordara los acentos que había oído por la radio. Sonaba igual que cuando Víktor, haciendo el tonto, imitaba a Stalin en casa. Así era como lo describían las personas que habían escuchado a Stalin en los congresos, o que habían sido convocadas por él.
¿Acaso se trataba de una broma?
– Creo en mi trabajo -dijo Shtrum.
Stalin hizo una pausa, como si reflexionara las palabras de Shtrum.
– ¿La guerra le ha impedido obtener algún estudio científico del extranjero? ¿Cuenta con todos los aparatos necesarios en el laboratorio? -preguntó Stalin.
Con una sinceridad que a él mismo le dejó sorprendido, Víktor dijo:
– Muchas gracias, Iósif Vissariónovich; mis condiciones de trabajo son perfectamente normales y satisfactorias.
Liudmila Nikoláyevna, de pie, como si Stalin pudiera verla, escuchaba la conversación.
Shtrum le hizo una señal: «Siéntate, que no te dé vergüenza…». Entretanto Stalin hizo una nueva pausa, meditando las palabras de Shtrum. De repente dijo:
– Adiós, camarada Shtrum, le deseo éxito en su trabajo.
– Adiós, camarada Stalin.
Shtrum colgó el teléfono.
Estaban allí sentados, uno enfrente del otro, igual que unos minutos antes, cuando hablaban de los manteles que Liudmila Nikoláyevna había vendido en el mercado Tishinski.
– Le deseo éxito en su trabajo -repitió Shtrum con un marcado acento georgiano.
El hecho de que nada hubiera cambiado, que el armario, el piano, las sillas permanecieran en su sitio, que hubiera dos platos sucios sobre la mesa, exactamente igual que antes, cuando hablaban del administrador de la casa, encerraba algo insensato, capaz de hacerle perder a uno el juicio.
Y es que, en el fondo, todo había cambiado: ante ellos se vislumbraba un nuevo destino.
– ¿Qué te ha dicho?
– Nada de particular. Me ha preguntado si la carencia de publicaciones extranjeras perturbaba mi trabajo -dijo Shtrum, esforzándose por parecer, también ante sí mismo, tranquilo e indiferente.
A ratos se sentía incómodo por la sensación de felicidad que le había invadido.
– Liuda, Liuda -dijo-, piénsalo, no me he arrepentido, no he bajado la cabeza, no le he escrito cartas. ¡Ha sido él quien me ha telefoneado!
¡Lo increíble se había hecho realidad! La grandeza de aquel acontecimiento era incalculable. ¿Era el mismo Víktor Pávlovich el que daba vueltas en la cama, el que no pegaba ojo por las noches, el que se entumecía mientras rellenaba formularios, el que se llevaba las manos a la cabeza pensando en lo que se había dicho de él en el Consejo Científico, el que recordaba sus pecados, el que se arrepentía mentalmente y pedía perdón, el que esperaba el arresto y pensaba en la miseria, el que se quedaba petrificado solo con pensar en una conversación con la empleada del Departamento de Pasaportes o la chica de la oficina de racionamiento?
– Dios mío, Dios mío… -balbuceó Liudmila Nikoláyevna-.
Tolia nunca lo sabrá.
Se aproximó a la puerta del cuarto de Tolia y la abrió.
Shtrum descolgó el teléfono y lo volvió a colgar al instante.
– ¿Y si ha sido una broma? -preguntó, aproximándose a la ventana.
Desde la ventana se veía la calle desierta y una mujer que pasaba con un chaquetón guateado.
Volvió hasta el teléfono y tamborileó encima su dedo curvado.
– ¿Cómo sonaba mí voz? -preguntó Shtrum.
– Hablabas muy despacio. Sabes, yo misma, no sé por qué, me he puesto de pie.
– ¡Stalin en persona!
– Puede que fuera una broma.
– Nadie se atrevería. Por una broma como ésa te caen diez años.
Sólo una hora antes deambulaba por la habitación y recordaba el romance de Goleníschev-Kutúzov:
… Y él, olvidado, yace solo…
¡Las llamadas telefónicas de Stalin!
Una o dos veces al año, corrían, rumores por Moscú: Stalin ha llamado al director de cine Dovzhenko, Stalin ha telefoneado al escritor Ehrenburg.
A él no le hacía falta dar órdenes: otorgadle un premio a ése, dadle un apartamento, ¡construidle un instituto científico! Stalin estaba por encima de esos asuntos; se ocupaban de ello sus subordinados, que adivinaban la voluntad de Stalin por la expresión de sus ojos, por la entonación de su voz. Si Stalin sonreía con benevolencia a un hombre, su destino se transformaba: abandonaba las tinieblas y el anonimato por una lluvia de gloria, honores, fuerza. Decenas de poderosos inclinaban la cabeza, ante el afortunado; Stalin le había sonreído, había bromeado con él hablando por teléfono.
La gente repetía los detalles de sus conversaciones, cada palabra dicha por Stalin les colmaba de estupor. Cuanto más comunes eran las palabras, más se asombraban. Parecía que Stalin no pudiera decir cosas corrientes.
Se decía que había llamado a un famoso escultor y le había dicho en broma: «Hola, viejo borrachín».
A otra celebridad, un hombre honesto, le había preguntado por un amigo suyo arrestado, y cuando éste, desconcertado, balbuceó una respuesta, Stalin le dijo: «Defiende mal a sus amigos».
Se contaba también que había llamado a la redacción de un periódico juvenil y el redactor adjunto había respondido:
– Bubekin al habla.
Stalin respondió:
– ¿Y quién es Bubekin?
– Debería saberlo -respondió su interlocutor, y le colgó el teléfono.
Stalin volvió a marcar el número y dijo:
– Camarada Bubekin, aquí Stalin.
Explíqueme, por favor, quién es usted.
Se decía que Bubekin, después de lo ocurrido, había pasado dos semanas en el hospital para recuperarse de la conmoción.
Bastaba una palabra suya para aniquilar a miles, decenas de miles de personas. Un mariscal, un comisario del pueblo, un miembro del Comité Central, un secretario de obkom, personas que habían estado al mando de ejércitos y frentes, que habían gobernado territorios, repúblicas, fábricas enormes, podían convertirse de un día para otro, por una palabra airada de Stalin, en un cero, en polvo de un campo penitenciario que hace tintinear la escudilla a la espera de su ración de bodrio en la cocina del campo.
Se contaba que Stalin y Beria habían visitado a un viejo bolchevique, georgiano, recién liberado de la Lubianka, y se habían quedado en su casa hasta la mañana siguiente. Los otros inquilinos no se habían atrevido a utilizar el baño y ni siquiera habían ido a trabajar. A los invitados les había abierto la puerta una comadrona, la inquilina de mayor edad. Había salido en camisón, llevando un perrito en los brazos, furiosa porque los visitantes nocturnos no habían llamado a la puerta el número de veces convenido. Luego había explicado: «Abrí la puerta y vi un retrato. Luego el retrato comenzó a avanzar hacia mí». Decían que Stalin había dado una vuelta por el pasillo y había examinado durante un largo rato la hoja colgada al lado del teléfono donde los inquilinos marcaban con palitos el número de veces que habían llamado para saber cuánto tenían que pagar.
Todos estos relatos asombraban y provocaban la risa, debido a la banalidad de las palabras y las situaciones, que al mismo tiempo parecían increíbles: ¡ver a Stalin caminar por el pasillo de un apartamento comunal!
Y es que bastaba una palabra suya para que se erigieran edificios enormes, para que columnas de leñadores se dirigieran a la taiga, cientos de miles de personas excavaran canales, edificaran ciudades, trazaran carreteras en la noche polar, en medio de la congelación permanente. Representaba a un gran Estado. El sol de la Constitución estalinista…, el Partido de Stalin…, los planes quinquenales de Stalin,…, las obras de Stalin…, la estrategia de Stalin…, la aviación de Stalin… Un gran Estado se había encarnado en él, en su carácter, en sus costumbres,
«Le deseo éxito en su trabajo -repetía sin cesar Víktor Pávlovich-. Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante…»
Ahora estaba claro: Stalin sabía la importancia que se le atribuía a los físicos nucleares en el extranjero.
Shtrum percibía que alrededor de esta cuestión estaba surgiendo una extraña tensión, palpable en las líneas de los artículos escritos por los físicos ingleses y americanos, en las reticencias que quebraban el desarrollo lógico del pensamiento.
Había notado que ciertos nombres de investigadores que solían publicar sus trabajos habían desaparecido de las páginas de las revistas de física, que los científicos que se ocupaban de la fisión del núcleo pesado parecían haberse volatilizado, nadie mencionaba sus trabajos. Sentía que se acrecentaba la tensión, el silencio, en cuanto se rozaban cuestiones referentes a la desintegración del núcleo de uranio.
Más de una vez Chepizhin, Sokolov y Márkov habían conversado sobre estos temas. Hacía todavía poco tiempo, Chepizhin hablaba de los miopes, incapaces de ver las perspectivas prácticas relacionadas con la acción de los neutrones sobre el núcleo pesado. Pero el mismo Chepizhin había decidido no trabajar en ese campo…
En el aire, saturado del ruido de botas de los soldados, del fuego de la guerra, de humo, del crujido de los tanques, había aparecido una nueva tensión que no hacía ruido, y la mano más fuerte del mundo había levantado el auricular del teléfono, y el físico teórico había oído una voz sosegada que decía: «Le deseo éxito en su trabajo». Una sombra nueva, imperceptible, muda, ligera se había extendido sobre la tierra quemada por la guerra, sobre las cabezas de niños y viejos. La gente no tenía conciencia de ella, no sabía de su existencia, no presentía, el nacimiento de una fuerza que pertenecía al futuro.
Largo era el camino que separaba los escritorios de algunas decenas de físicos, las hojas de papel cubiertas de alfas, betas, gammas, íes, sigmas, las bibliotecas y los laboratorios, de la fuerza satánica y cósmica, futuro espectro del poder del Estado.
Sin embargo, el camino había comenzado, y la sombra muda continuaba espesándose, se transformaba en una tiniebla capaz de envolver Moscú y Nueva York.
Aquel día Shtrum no se alegró del éxito de su trabajo, que sólo poco antes parecía olvidado por los siglos de los siglos en un cajón de su escritorio. Ahora saldría de su cautiverio y vería la luz en el laboratorio, sería incorporado en conferencias e informes docentes. No pensaba en el triunfo de la verdad científica, en su victoria, en el hecho de que podría ayudar de nuevo al progreso de la ciencia, tener sus alumnos, estar presente en las páginas de las revistas y los manuales, esperar ansiosamente a ver si su teoría se correspondía con la verdad del contador y las fotoemulsiones.
Otra emoción le había engullido: el triunfo orgulloso sobre las personas que le habían perseguido. Hasta hacía poco creía que no albergaba resentimiento contra ellos. Ahora tampoco quería vengarse, hacer daño, pero se sentía feliz en mente y espíritu cuando recordaba todos los actos malos, deshonestos, crueles y cobardes que habían cometido contra él. Cuanto más groseros y ruines se habían mostrado con él, más dulce le resultaba regodearse en el recuerdo.
Cuando Nadia volvió de la escuela, Liudmila Nikoláyevna le gritó:
– ¡Nadia, Stalin ha telefoneado a papa!
Y al ver la emoción de su hija, que entró corriendo en la habitación, con el abrigo a medio quitar y arrastrando la bufanda por el suelo, Shtrum sintió aún con mayor nitidez el desconcierto que invadiría a los demás cuando ese mismo día o el siguiente se enteraran de lo que había pasado.
Durante la comida, Shtrum dejó la cuchara a un lado y dijo:
– No tengo ni pizca de hambre.
– Es una humillación total para tus detractores y perseguidores -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Me imagino lo que pasará en el instituto, por no hablar de la Academia.
– Sí, sí -asintió él.
– Y en las tiendas especiales las señoras volverán a saludarte, mamá, y a sonreírte -dijo Nadia.
– Sí, sí -dijo Liudmila Nikoláyevna, y se le escapó una risita.
Shtrum siempre había despreciado a los aduladores, pero ahora pensar en la sonrisa obsequiosa de Alekséi Alekséyevich Shishakov le colmó de alegría. Había algo que le causaba extrañeza, que no comprendía. En aquel sentimiento de triunfo y felicidad que ahora experimentaba se mezclaba una tristeza que emergía de algún lugar recóndito, la nostalgia por algo precioso y arcano que en aquellas horas le parecía que se había alejado de él. Se sentía culpable de algo y ante alguien, pero no sabía de qué ni ante quién.
Estaba comiendo su sopa preferida, a base de alforfón y patatas, y recordaba sus lágrimas de niño, cuando en una noche de primavera había vislumbrado las estrellas entre los castaños en flor. El mundo, entonces, le parecía hermoso, el futuro, inmenso, lleno de bondad y luz radiante. Y hoy que su destino se había decidido, era como si se despidiera de su amor puro, infantil, casi religioso hacia la milagrosa ciencia; que se despidiera de lo que había sentido semanas atrás cuando, tras vencer un miedo enorme, había dejado de mentirse a sí mismo.
Sólo había una persona a la que hubiera podido contárselo, pero no estaba a su lado.
Era extraño. Su alma estaba impaciente y ansiosa por que todo el mundo supiera lo ocurrido. En el instituto, en las aulas de la universidad, en el Comité Central del Partido, en la Academia, en la administración de la casa y de la dacha, en las cátedras y las sociedades científicas. A Shtrum le daba lo mismo que Sokolov se enterara de la noticia. Al mismo tiempo, no con la cabeza, sino en lo más profundo de su corazón, prefería que María Ivánovna no lo supiera. Intuía que para su amor era mejor ser perseguido e infeliz. Al menos eso le parecía.
Les explicó a su mujer y su hija una historia que se contaba antes de la guerra: una noche Stalin había aparecido en el metro, ligeramente borracho, se había sentado al lado de una mujer joven y le había preguntado: «¿Qué puedo hacer por usted?».
«Me gustaría mucho visitar el Kremlin», respondió la mujer,
Stalin, antes de responder, había reflexionado un momento y después dijo: «Creo que podré arreglarlo».
Nadia intervino:
– Ves, papá, hoy eres un hombre tan importante que mamá te ha dejado contar tu historia, sin interrumpirte, y eso que la habrá escuchado más de ciento diez veces.
Y de nuevo, por centésima vez, se rieron de la ingenuidad de la mujer del metro,
Liudmila Nikoláyevna propuso: -Vitia, ¿qué te parece si descorchamos una botella para celebrar la ocasión?
Y trajo también una caja de bombones que tenía guardada para el cumpleaños de Nadia.
– Coged -dijo Liudmila Nikoláyevna-, pero tú, Nadia, no te lances encima como un lobo.
– Oye, papá -dijo Nadia-, ¿por qué nos burlamos de esa mujer del metro? ¿Y tú? ¿Por qué no le has preguntado a Stalin por el tío Mitia y Nikolái Grigórievich?
– ¿De qué hablas? ¿Crees que es posible?
– Sí que lo creo. La abuela se lo habría dicho enseguida, estoy segura de que se lo hubiera preguntado.
– Es probable -confirmó Shtrum-, es probable.
– Bueno, basta ya de decir tonterías -cortó Liudmila Nikoláyevna.
– ¿A eso le llamas tonterías, al destino de tu hermano? -replicó Nadia.
– Vitia -dijo Liudmila-, hay que telefonear a Shishakov.
– Me parece que subestimas lo que ha pasado. No hay que telefonear a nadie.
– Llama a Shishakov -insistió Liudmila.
– ¿Stalin me desea éxito en mi trabajo y yo tengo que llamar a Shishakov?
Aquel día un sentimiento nuevo y extraño anidó en Shtrum. Siempre le había indignado que se divinizara a Stalin. En los periódicos, su nombre aparecía por doquier, desde la primera a la última línea. Retratos, bustos, estatuas, oratorios, poemas, himnos… Le llamaban padre, genio…
A Shtrum le fastidiaba que el nombre de Stalin eclipsara al de Lenin, que su genio militar se contrapusiera al carácter civil de Lenin. En una de sus obras, Alekséi Tolstói representaba a Lenin encendiendo una cerilla servicialmente para que Stalin pudiera encender su pipa. En un cuadro un artista pintaba a Stalin subiendo majestuosamente los escalones de Smolni, mientras Lenin le seguía a toda prisa, excitado como un galio. Si en un cuadro se representaba a Lenin y Stalin en medio del pueblo,'sólo los viejos, las mujeres y los niños miraban con cariño a Lenin, mientras que una procesión de gigantes armados -obreros y marineros con cintas de ametralladoras en bandolera- marchaba hacia Stalin. Los historiadores, cuando describían los momentos cruciales de la vida del país de los soviets, siempre mostraban a Lenin pidiendo consejo a Stalin: durante la rebelión de Kronstadt, la defensa de Tsaritsin o la invasión de Polonia. La huelga de Bakú, en la que Stalin había participado, y el periódico georgiano Brdzola (La lucha), donde se habían publicado sus artículos, parecían más importantes en la historia del Partido que todo el movimiento revolucionario ruso.
– Brdzola, Brdzola -repetía enfadado Víktor Pávlovich-. ¿Qué hay de Zheliábov, Plejánov y Kropotkin? ¿Qué hay de los decembristas? Ahora sólo se oye hablar de Brdzola, Brdzola…
Durante mil años, Rusia había sido el país de la autocracia y el despotismo ilimitado, el país de los zares y sus favoritos. Pero en esos mil años de historia rusa nunca había existido un poder comparable al de Stalin.
Sim embargo ese día Shtrum no estaba ni enfadado ni horrorizado. Cuanto más grandioso era el poder de Stalin y más ensordecedores eran los himnos y los timbales, más inmensa era la nube de incienso que humeaba a los pies del ídolo viviente y más intensa era la alegría de Shtrum.
Caía la noche y no tenía miedo.
¡Stalin había hablado con él! Stalin le había dicho: «Le deseo éxito en su trabajo».
Cuando se hizo completamente de noche, Víktor Pávlovich salió a la calle,
En aquella oscura velada ya no se sentía impotente ni irremediablemente perdido. Estaba tranquilo. Sabía que la gente que dictaba las órdenes estaba ya al corriente de todo.
Resultaba extraño pensar en Krímov, Dmitri, Abarchuk, Madiárov, Chetverikov…
No compartían el mismo destino. Pensaba en ellos con tristeza y frialdad.
Se alegraba de su victoria: su fuerza de espíritu y su inteligencia habían triunfado. No le preocupaba que su felicidad fuera tan diferente a la que había experimentado el día de la farsa judicial, cuando le parecía que su madre estaba a su lado. Ahora le daba lo mismo si Madiárov había sido arrestado o si Krímov bacía declaraciones sobre él. Por primera vez en su vida no le aterraba recordar sus bromas sediciosas, sus comentarios imprudentes.
Entrada la noche, cuando Liudmila y Nadia ya estaban en la cama, sonó el teléfono.
– Hola -susurró una voz, y Shtrum fue presa de una agitación más virulenta que la que había sentido aquel día.
– Hola -respondió.
– No me resistía a oír su voz. Dígame algo -le pidió ella.
– Masha, Mashenka -balbuceó, y enmudeció.
– Víktor, querido mío -dijo ella-, no podía mentir a Piotr Lavréntievich.
Le he confesado que le amo a usted. Y le he prometido que nunca volveré a verle.
Por la mañana Liudmila Nikoláyevna entró en su habitación, le acarició los cabellos y le besó en la frente.
– En mis sueños me ha parecido oírte hablar por teléfono con alguien.
– Te lo ha parecido -respondió mirándola tranquilamente a los ojos.
– Recuerda que tienes que ir a ver al administrador de la casa.
La chaqueta del juez instructor causaba una impresión extraña para unos ojos acostumbrados al mundo de las guerreras y los uniformes militares.
El rostro, en cambio, le era familiar, una de esas caras pálidas amarillentas que abundan entre los comandantes empleados en las oficinas y los funcionarios políticos.
Responder a las primeras preguntas le resultó fácil, incluso agradable; le incitaba a creer que el resto sería igual de sencillo, tan evidente como su apellido, su nombre y su patronímico.
En las respuestas del detenido se hacía patente una disposición apresurada a ayudar al juez instructor. A fin de cuentas, el investigador no sabía nada de él. El escritorio que había entre los hombres no les separaba. Los dos pagaban las cuotas como miembros del Partido, habían visto la película Chapáyev, frecuentado los cursos del Comité Central y todos los primeros de mayo eran enviados a pronunciar conferencias a las fábricas.
Le formuló infinidad de preguntas preliminares que infundían tranquilidad de ánimo al arrestado. Pronto llegarían al fondo de la cuestión y tendría la oportunidad de explicar cómo había conducido a sus hombres fuera del cerco.
Al final se pondría en claro que la criatura sentada al otro lado de la mesa, sin afeitar, con el cuello abierto de la guerrera y los pantalones sin botones, tenía nombre, apellido y patronímico, que había, nacido un día de otoño, era de nacionalidad rusa, había participado en dos guerras mundiales y en una civil, no había pertenecido a ninguna facción, no había estado involucrado en ninguna causa judicial, era miembro del partido comunista de los bolcheviques desde hacía veinticinco años, había sido elegido delegado del Congreso del Komintern, así como del Congreso de los Sindicatos del Océano Pacífico, y no había recibido condecoraciones ni grados honoríficos.
La preocupación principal de Krímov estaba ligada con el periodo del cerco y con los hombres que le habían seguido a través de los pantanos de Bielorrusia y los campos ucranianos.
¿A quién de ellos habían arrestado? ¿Quién se había doblegado durante los interrogatorios y había perdido el decoro? Y de pronto, una pregunta inesperada que atañía a otros años, a un periodo lejano, sorprendió a Krímov:
– Dígame, ¿desde cuándo conoce a fritz Hacken?
Krímov permaneció callado un largo rato, luego dijo:
– Si no me equivoco lo conocí en el Consejo Central de los Sindicatos de la Unión Soviética, en el despacho de Tomski. Creo recordar que fue en la primavera de 1927.
El juez instructor asintió, como si estuviera al corriente de esa remota circunstancia.
Después suspiró, abrió una carpeta donde figuraba la leyenda «Conservar a perpetuidad», deshizo despacio los lazos blancos y se puso a hojear las páginas escritas. Krímov entrevió tintas de diferentes colores, páginas mecanografiadas a espacio sencillo o doble, con notas esporádicas y de caligrafía desgarbada escritas en color rojo, azul o a lápiz.
El juez instructor pasaba las hojas con calma, como un alumno sobresaliente hojea un libro de texto con la seguridad del que se sabe la asignatura de pe a pa.
De vez en cuando lanzaba una mirada a Krímov. Parecía un artista que cotejara el parecido de su dibujo con el natural: los rasgos físicos, el carácter y los ojos, espejo del alma…
Qué perversa se había vuelto su mirada… Su cara ordinaria (y después de 1937 Krímov se había encontrado a menudo con muchas como ésa en los raíkoms y los obkoms, en las milicias de distrito, en las bibliotecas y las editoriales) de repente perdió su vulgaridad. A Krímov le pareció compuesta de cubos separados, cubos que no formaban un todo, un hombre. En el primer cubo estaban los ojos, en el segundo las manos de gestos lentos, en el tercero la boca que hacía preguntas. Y estos cubos se habían mezclado, habían perdido sus proporciones: la boca era desmesuradamente grande, los ojos estaban encajados debajo de la boca, en la frente fruncida, que a su vez ocupaba el lugar donde debía estar la barbilla.
– Bueno, ésas tenemos -dijo el juez instructor, y su cara recobró la apariencia humana. Cerró la carpeta y los lazos enredados quedaron sin atar. «Como un zapato con los cordones desatados», pensó la criatura con los pantalones y los calzoncillos sin botones.
– La Internacional Comunista -enunció el juez instructor con voz lenta y majestuosa; luego continuó con su tono habitual-: Nikolái Krímov, funcionario del Komintern. -Y de nuevo con voz pausada y solemne pronunció-: La Tercera Internacional.
Después se quedó un largo rato absorto en sus pensamientos.
– Una mujer de armas tomar esa Muska Grinberg, ¿verdad?
– observó de repente el juez instructor con vivacidad y malicia; se lo digo de hombre a hombre, y Krímov se sintió confuso, desconcertado, se ruborizó violentamente.
¡Era cierto! Pero por mucho tiempo que hubiera pasado continuaba avergonzándose. Por lo que recordaba, en aquella época ya estaba enamorado de Zhenia. Al salir del trabajo había pasado a ver a un viejo amigo para saldar una deuda: quería devolverle un dinero que le había pedido prestado, creía recordar, para hacer un viaje. De lo que había ocurrido a continuación se acordaba bien. Su amigo Konstantín no estaba en casa. En realidad, ella nunca le había gustado: tenía una voz ronca porque fumaba sin parar, emitía juicios con arrogancia, era subsecretaría del comité del Partido en el Instituto de Filosofía. A decir verdad, era una mujer bonita; tenía, como se suele decir, muy buena planta. Así que… había manoseado a la mujer de Kostia sobre el diván, y luego se habían visto un par de veces más.
Una hora antes había creído que el juez instructor no sabía nada de él, que era un hombre de provincias al que acababan de promocionar… Pero el tiempo iba pasando, y el funcionario continuaba interrogándole, sobre comunistas extranjeros, amigos de Nikolái Grigórievich; conocía sus nombres de pila, cómo los apodaban en broma, el nombre de sus mujeres y sus amantes. Había algo siniestro en la extensión de sus conocimientos. Incluso suponiendo que Nikolái Grigórievich hubiera sido un gran hombre cada una de cuyas palabras tuviera una dimensión histórica, no habría hecho falta reunir en aquel enorme expediente tantas nimiedades y reliquias.
Sin embargo nada se consideraba una fruslería.
Allí por donde había pasado había dejado huellas; un séquito a sus espaldas había registrado toda su vida.
Una observación maliciosa sobre un camarada, una broma sobre un libro leído, un brindis burlón en un cumpleaños, una conversación telefónica de tres minutos, una nota malintencionada que había dirigido al presídium durante una asamblea: todo estaba recopilado en aquella carpeta con lazos.
Sus palabras y sus intervenciones, desecadas, componían un voluminoso herbolario. Unos dedos pérfidos habían recogido con diligencia maleza, ortigas, cardos, zarzas…
El gran Estado se interesaba por su aventura con Muska Grinberg. Palabritas insignificantes y bagatelas se entrelazaban con su fe; su amor hacia Yevguenia Nikoláyevna no significaba nada, sólo contaban algunas relaciones fortuitas y triviales, y él ya no conseguía distinguir lo esencial de lo banal. Una frase irrespetuosa pronunciada a propósito de las nociones filosóficas de Stalin parecía contar más que diez años de trabajo insomne en el seno del Partido. ¿De veras había dicho en 1932, cuando conversaba en el despacho de Lozovski con un camarada llegado de Alemania, que el movimiento sindical soviético era demasiado estatal y poco proletario? Y ahora resultaba que aquel camarada había dado el chivatazo.
¡Dios mío, qué sarta de mentiras! Una telaraña crujiente, viscosa, le llenaba la boca y las ventanas de la nariz.
– Por favor, comprenda, camarada juez instructor.
– Ciudadano juez instructor.
– Sí, sí, ciudadano. Todo esto no son más que patrañas, una artimaña. Soy miembro del Partido desde hace más de veinticinco años. Fui yo quien levantó a los soldados en 1917. Estuve cuatro años en China. Trabajé noche y día. Me conocen cientos de personas… En esta guerra me presenté como voluntario para ir al frente. Incluso en los peores momentos los hombres han tenido confianza en mí, me han seguido. Yo…
– ¿Es que ha venido a recibir un diploma de honor? -preguntó el investigador-. ¿Está rellenando la solicitud de un diploma?
En efecto, no estaba allí para recibir un diploma.
El juez instructor sacudió la cabeza.
– Y encima se queja de que su mujer no le trae paquetes! ¡Menudo marido!
Esas eran las palabras que había confiado a Bogoleyev en la celda. ¡Dios mío! Katsenelenbogen le había dicho en broma: «Un griego sentenció: "Todo fluye", y nosotros afirmamos: "Todos se chivan"».
Dentro de esa carpeta con lacitos, su vida había perdido su consistencia, su duración, su proporción… Todo se disolvía en una pasta gris, pegajosa, y él mismo ya no sabía qué era más importante: cuatro años de trabajo clandestino incesante en el calor bochornoso de Shanghai, la misión de Stalingrado, la fe revolucionaria o algunas palabras ¡airadas sobre la pobreza de los periódicos soviéticos que le había dicho, en el sanatorio Los Pinos, a un periodista que apenas conocía.
El juez instructor le preguntó afablemente, en tono cordial y suave:
– Y ahora cuénteme cómo el fascista Hacken le arrastró al espionaje y al sabotaje.
– ¿No lo estará diciendo en serio? -Déjese de tonterías, Krímov. Ya ve que conocemos todos los pasos de su vida. -Pues claro, por eso…
– No insista, Krímov. No logrará engañar a los órganos de seguridad.
– ¡Sí, pero todo esto no es más que una farsa!
– El problema, Krímov, es que tenemos las confesiones de Hacken. Cuando se arrepintió de su crimen, nos proporcionó información sobre el vínculo criminal que les unía.
– ¡Muéstreme diez declaraciones de Hacken, sí quiere, y yo continuaré repitiendo que es mentira! ¡Puro delirio! Si es cierto que Hacken ha confesado, ¿por qué me han confiado el cargo de comisario militar y la misión de conducir hombres al combate precisamente a mí, un saboteador y un espía? ¿Dónde estaban ustedes? ¿Hacia dónde miraban?
– ¿Acaso ha venido a darnos lecciones? ¿Viene a supervisar el trabajo de los órganos de seguridad?
– Pero de qué habla… ¡Dar lecciones, supervisar! Es una cuestión de lógica. Conozco a Hacken. No es posible que haya declarado haberme reclutado. ¡Es imposible!
– ¿Por qué es imposible?
– Es un comunista, un combatiente de la Revolución.
– ¿Siempre ha estado seguro de eso? -preguntó el juez instructor.
– Sí -respondió Krímov-, siempre.
El juez instructor asintió con la cabeza, hojeó el expediente y repitió casi turbado-.
– Bueno, eso es otra cosa, es otra cosa…
– Extendió a Krímov una hoja de papel, y cubriendo una parte con la palma de la mano, le dijo:
– Lea.
Krímov leyó lo que había escrito y se encogió de hombros.
– Despreciable -sentenció, dejando a un lado la hoja,
– ¿Por qué?
– Porque este individuo no tiene el valor de declarar abiertamente que Hacken es un comunista honrado, pero le falta vileza para acusarle, así que tergiversa.
El juez instructor levantó la mano y enseñó a Krímov su propia firma y la fecha: febrero de 1938.
Los dos hombres callaron. Luego, el juez instructor le preguntó con severidad:
– ¿Acaso le golpearon y se vio obligado a escribir esta declaración?
– No, nadie me golpeó.
La cara del juez instructor volvió a dividirse en cubos, y mientras sus ojos furiosos le miraban con repugnancia, la boca decía:
– Muy bien, durante el tiempo que estuvieron cercados, usted abandonó durante dos días su destacamento. Un avión militar le transportó al Estado Mayor del grupo de ejércitos alemán y usted pasó información importante y recibió nuevas instrucciones.
– Eso es un auténtico delirio -musitó la criatura con el cuello de la guerrera desabrochado.
Pero el juez instructor no se detuvo ahí. Ahora Krímov ya no estaba seguro de ser un hombre de principios elevados, fuerte, con las ideas claras, dispuesto a morir por la Revolución. Se sentía un ser débil, indeciso, charlatán, que había repetido rumores absurdos, se había permitido ironizar sobre el sentimiento que el pueblo soviético tenía hacia el camarada Stalin. No había sido selectivo con sus amistades, entre sus amigos había muchos represaliados. En sus puntos de vista teóricos reinaba la confusión. Había dormido con la mujer de un amigo. Había hecho unas declaraciones ambiguas y cobardes sobre Hacken.
¿Acaso era él quien estaba aquí sentado? ¿De veras le estaba pasando todo aquello? Era un sueño, el sueño de una noche de verano…
– Y antes de la guerra usted transmitía al centro trotskista con sede en el extranjero informaciones sobre cómo y qué pensaban los principales dirigentes del movimiento revolucionario internacional.
No había que ser un idiota ni un canalla para sospechar de la traición de una criatura tan sucia y miserable. Si Krímov hubiera estado en la piel del juez instructor no habría confiado en una criatura semejante. Conocía a aquel nuevo tipo de funcionarios del Partido, sustitutos de los miembros liquidados, destituidos o arrinconados en 1937. Era gente con una mentalidad diferente. Leían otros libros y los leían de otra manera; para ser más exactos, los «trabajaban» con esmero. Amaban y apreciaban los bienes materiales de la vida; el sacrificio revolucionario les era ajeno o sencillamente no era un rasgo esencial de su carácter. No conocían lenguas extranjeras, amaban sus raíces rusas, pero hablaban mal la propia lengua y decían: «procentaje», «un chaqueta», «Berlín», y hablaban de «prominentes activistas». Entre ellos había personas inteligentes, pero parecía que el gran motor del trabajo no estuviera en la idea, o en la razón, sino en una actitud de trabajo, en la astucia, en la sensatez pequeñoburguesa.
Krímov comprendía que los nuevos y los viejos cuadros del Partido formaban una gran comunidad de ideas e intereses, que no podía haber diferencias, sino sólo afinidad, unión. Sin embargo aquello no le impedía experimentar cierto sentimiento de superioridad respecto a los nuevos hombres, la superioridad del bolchevique leninista…
No se daba cuenta de que su vínculo con el juez instructor ya no residía en el hecho de estar dispuesto a ponerle a su altura, de reconocerle como a un camarada de Partido. Ahora, el deseo de unión con el juez instructor respondía a una patética esperanza: que éste se acercara a él, que reconociera a Nikolái Krímov, o al menos que admitiera que no todo en él era malo, deshonesto, insignificante.
Krímov no se había percatado del sutil cambio, pero ahora la seguridad del juez instructor era la propia de un verdadero comunista.
– Si usted es capaz de arrepentirse sinceramente, si conserva todavía una brizna de amor por el Partido, entonces ayúdelo reconociendo las imputaciones.
Y de repente, extirpando la debilidad que le estaba devorando la corteza cerebral, Krímov gritó:
– ¡No conseguirá nada de mí! ¡No firmaré unas declaraciones falsas! ¿Me oye? No firmaré ni bajo tortura,
– Piénselo -respondió el juez instructor.
Se puso a hojear unos papeles sin mirar a Krímov. Los minutos pasaban. Dejó a un lado el expediente y cogió de la mesa un folio en blanco. Parecía que se hubiera olvidado de Krímov; escribía sin prisa, entornando los ojos mientras se concentraba en sus pensamientos. Después releyó lo que había escrito, volvió a reflexionar, sacó un sobre del cajón y comenzó a escribir en él una dirección. Tal vez aquella carta no tenía nada que ver con el trabajo. Luego comprobó la dirección y subrayó dos veces el apellido. Recargó la estilográfica de tinta y se entretuvo un buen rato limpiando Las gotas. Después sacó punta a unos lápices encima del cenicero. La mina de un lapicero no hacía más que romperse, pero el funcionario, sin enfadarse, perseveraba en su paciente empeño de afilarlo. Luego probó sobre la yema si la punta estaba bien afilada.
Entretanto la criatura pensaba. Tenía en qué pensar. ¿De dónde habían salido tantos chivatos? Debía recordar, descubrir al autor de la denuncia. Muska Grinberg… El juez instructor sacaría a Zhenia a colación… Pero era extraño que no hubiera preguntado ni dicho una palabra sobre ella… «¿Es posible que haya sido Vasia el que ha declarado contra mí…? Pero ¿qué, qué es lo que debo confesar? Estoy ya aquí, y el misterio sigue sin resolver. ¿Para qué necesita esto el Partido? Iósif, Koba, Soso [117]. ¿Por qué pecados se ha aniquilado a tanta gente buena y fuerte? No hay que recelar de los interrogatorios de los jueces instructores, sino del silencio, de aquello que se calla; Katsenelenbogen tenía razón. Sí, pronto comenzaría con Zhenia. Estaba claro que la habían arrestado. ¿De dónde parte todo esto, cómo ha comenzado? Pero ¿es posible que yo esté aquí? ¡Qué angustia, cuántas porquerías en mi vida! ¡Perdóneme, camarada Stalin! ¡Una palabra suya, iósif Vissariónovich! Soy culpable, me he confundido, he dudado, el Partido lo sabe todo, lo ve todo. Pero ¿por qué, por qué hablé con aquel periodista? ¿No da ya todo lo mismo? Pero ¿qué tiene que ver aquí el cerco? Era absurdo: calumnias, mentiras, provocaciones. ¿Por qué, por qué no dije aquella vez sobre Hacken: "Hermano mío, amigo mío, no dudo de tu honradez"? Hacken había apartado sus ojos infelices…»
De repente el juez instructor preguntó:
– ¿Qué? ¿Se le ha refrescado la memoria? Krímov hizo un gesto de impotencia con los brazos y respondió:
– No tengo nada que recordar. Sonó el teléfono.
– Diga -dijo el juez instructor lanzando una ojeada rápida a Krímov, y añadió-: Sí, dispóngalo todo, dentro de poco será hora de comenzar.
Krímov tuvo la impresión de que hablaban de él.
Luego el investigador colgó el auricular y volvió a descolgar. Aquella conversación telefónica era extraña, se desarrollaba como si a su lado no hubiera un hombre, sino un animal de cuatro patas. Era evidente que el juez instructor hablaba con su mujer.
Al principio las preguntas atañían a problemas domésticos:
– ¿En la tienda especial? ¿Un ganso? Está bien… ¿Por qué no te lo han dado con el primer cupón? La mujer de Serguéi los llamó al departamento y con el mismo cupón le dieron una pierna de carnero; nos han invitado. A propósito, he cogido requesón en la cantina… No, no es agrio, tengo ochocientos gramos… ¿Cómo va hoy el gas? No te olvides del traje.
Luego cambió de tema:
– Bien, cuídate, no me eches demasiado de menos. ¿Has soñado conmigo…? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo estaba, en calzoncillos? Qué pena… Bueno, te enseñaré un par de cosas cuando llegue… ¿La limpieza? De acuerdo, pero ni hablar de coger peso.
En esa cotidianidad pequeñoburguesa había algo increíble: cuanto más corrientes y humanas eran las palabras, menos se parecía a un hombre quien las pronunciaba. En el simio que copia los comportamientos humanos hay algo espantoso… Y el mismo Krímov sentía claramente que ya no era un hombre, porque en presencia de un extraño no se mantienen conversaciones de ese tipo: «Te beso en los labios…, no quieres… bueno, está bien, está bien…».
Aunque si era correcta la teoría de Bogoleyev según la cual Krímov era un gato de Angora, una rana, un jilguero o sencillamente un escarabajo sobre una ramita, en ese caso la conversación no tenía nada de extraordinario.
Hacia el final del diálogo el juez instructor preguntó:
– ¿Que huele a quemado? Bueno, pues corre, corre, hasta luego.
Luego cogió un libro y un cuaderno y se sumergió en la lectura, tomando notas de vez en cuando con un lápiz; tal vez se preparaba para un examen o estaba redactando un informe…
De pronto, terriblemente irritado, observó:
– ¿Por qué no deja de golpear con los pies? ¿Cree que está en un desfile deportivo?
– Se me han dormido las piernas, ciudadano juez instructor.
Pero el juez instructor se había zambullido de nuevo en la lectura del libro científico.
Unos diez minutos más tarde, preguntó con aire distraído:
– ¿Qué? ¿Se le ha refrescado la memoria?
– Ciudadano juez instructor, tengo que ir al baño.
– El juez instructor suspiró, fue hasta la puerta y llamó en voz baja. Los propietarios de perros ponen una cara parecida, cuando el animal quiere salir a pasear a una hora intempestiva.
Entró un soldado con el uniforme de combate. Krímov le examinó con ojo experto: todo estaba en orden, el cinturón bien ajustado, el cuello inmaculado, el gorro en la posición reglamentaria. Sólo que aquel joven soldado no ejercía su oficio de combatiente.
Krímov se levantó con las piernas entumecidas después de estar tanto rato sentado en la silla, y dio unos primeros pasos tambaleantes. En el baño trataba de pensar a toda prisa mientras el centinela no le quitaba ojo de encima, y en el viaje de vuelta hizo tres cuartos de lo mismo.
Tenía cosas de sobra en que pensar.
Cuando Krímov regresó al despacho el juez instructor ya no estaba; en su lugar había un joven uniformado con hombreras azules adornadas por un cordón rojo de capitán. El capitán dirigió al detenido una mirada hostil, como si le hubiera odiado toda su vida.
– ¿Qué haces ahí plantado? -dijo el capitán-. ¡Vamos, siéntate! Ponte recto, carroña: ¿por qué curvas la espalda? Mira que te doy una que te enderezas de golpe.
«Bonita manera de presentarse», pensó Krímov, y le asaltó un miedo nunca experimentado, ni siquiera en la guerra.
«Ahora comenzará todo desde el principio», pensó.
El capitán echó una nube de humo de tabaco a través de la cual se abrió paso su voz.
– Aquí tienes, papel y bolígrafo. ¿Tengo que escribir por ti?
Al capitán le gustaba humillar a Krímov. Pero tal vez sólo formaba parte de su trabajo… En el frente a veces ordenan a los artilleros que disparen para inquietar al enemigo, y disparan noche y día.
– ¿Y así te sientas? ¿Has venido aquí a dormir?
Unos minutos más tarde le increpó de nuevo:
– ¡Eh! ¿No has oído lo que te he dicho? ¿O es que no te importa?
Se acercó a la ventana, levantó la cortina de camuflaje, apagó la luz, y la mañana miró con hostilidad a los ojos de Krímov. Era la primera vez desde que había llegado a la Lubianka que veía la luz del día.
«Ha pasado la noche», pensó Nikolái Grigórievich.
¿Había conocido una mañana peor que aquélla en su vida? ¿Era él quien, feliz y libre, sólo unas semanas antes había estado echado despreocupadamente en un cráter de bomba mientras el acero silbaba sobre su cabeza?
El tiempo se había vuelto confuso: se encontraba en aquel despacho desde hacía una eternidad, y sin embargo hacía poco que había dejado Stalingrado.
Qué luz gris, de piedra, brilla fuera de la ventana, esa luz que se filtra en el patio interior de la prisión. No parecía luz, sino agua sucia. Bajo aquella luz de una mañana de invierno los objetos tenían un aspecto todavía más burocrático, sombrío, hostil que bajo la luz eléctrica.
No, no eran las botas las que se le habían quedado pequeñas, sino los pies los que se le habían hinchado.
¿De qué manera se habían relacionado el aquí y ahora, su vida pasada y su trabajo en el cerco de 1941? ¿A quién pertenecían los dedos que habían unido lo incompatible? ¿Y con qué finalidad? ¿A quién le hacía falta? ¿Por qué?
Los pensamientos eran tan ardientes que por momentos olvidaba el dolor de espalda y de riñones, no sentía las piernas hinchadas haciendo presión contra las cañas de sus botas.
Fritz Hacken… «¿Cómo he podido olvidarme de que yo, en 1938, estuve sentado en una habitación como ésta? Así, pero no exactamente así: en el bolsillo tenía un salvoconducto.»
Ahora le venían a la cabeza los detalles más sórdidos: el deseo de gastar a todos, al empleado de la oficina de pases, a los porteros, al ascensorista con uniforme militar. El juez instructor había dicho: «Camarada Krímov, por favor, ayúdenos». ¡Lo más detestable era el deseo de sinceridad! ¡Oh, ahora se acordaba! ¡Sólo contaba la sinceridad! Y él había sido sincero, había hecho memoria de los errores de Hacken a la hora de valorar el movimiento espartaquista, su hostilidad hacia Thalmann, su deseo de recibir honorarios por su libro, su separación de Elsa justo cuando estaba encinta… La verdad es que también había recordado lo bueno… El juez instructor había anotado una de sus frases; «Sobre la base de un conocimiento cimentado durante años considero poco probable su participación en acciones directas de sabotaje, aunque no puedo excluir del todo la posibilidad de una duplicidad de conducta…».
Sí, había hecho una denuncia… Todo lo que contenía aquella carpeta, que le acompañaría hasta la eternidad, eran afirmaciones de camaradas que también habían querido ser sinceros. ¿Por qué él había querido ser sincero? ¿Por su sentido de deber hacia el Partido? ¡Mentira, mentira! Si de verdad hubiera querido ser sincero sólo tendría que haber hecho una cosa: golpear con el puño contra la mesa y gritar: «Hacken es un hermano, un amigo, ¡es inocente!». Pero no, él había hurgado en la memoria en busca de nimiedades, hilando muy fino para ayudar a aquel hombre sin cuya firma su pase no tendría validez para abandonar la casa grande. Y se acordaba también de esto: la sensación ávida de felicidad que le embargó cuando el juez instructor le dijo: «Un minuto, que le firmo el salvoconducto, camarada Krímov». Había ayudado a meter a Hacken entre rejas. ¿Adonde se dirigió el amante de la verdad con su salvoconducto firmado? ¿Acaso no había ido a casa de Muska Grinberg, la mujer de su amigo? Pero en realidad todo lo que había dicho de Hacken era cierto. Y del mismo modo todo lo que habían dicho de él era verdad. Efectivamente, había contado a Fedia Yevséyev que Stalin padecía complejo de inferioridad a causa de su falta de instrucción filosófica. Era atroz la lista de personas con las que se había encontrado: Nikolái lvánovich, Grigori Yevséyevich, Lómov, Shatski, Piatnitski, Lominadze, Riutin, el pelirrojo Shliápnikov; había ido a ver a Liev Borísovich a la «Academia», a Lashevich, Yan Gamárnik, Luppol; había visitado al viejo Riazánov en el instituto; en Siberia se había quedado un par de veces en casa de Eije, un viejo conocido; y luego se había encontrado en dos ocasiones con Skrípnik en Kiev, y Stanislav Kosior en Jarkov, y Ruth Fischer; y sí…gracias a Dios el juez instructor había olvidado lo más importante, y es que en una época Liev Davídovich [118] le había tenido estima…
En pocas palabras, era una manzana podrida. Pero ¿por qué? ¿Acaso no eran los otros más culpables que él? «Sin embargo, yo todavía no he firmado nada. Ten paciencia, Nikolái, ya veras como tú también acabarás firmando. Probablemente lo peor está por llegar. Te tendrán aquí, sin dejarte dormir durante tres días, y después comenzarán a pegarte. Nada de esto se parece mucho al socialismo, ¿no? ¿Por qué mi Partido quiere aniquilarme? Somos nosotros los que hemos hecho la Revolución, y no Malenkov, Zhdánov o Scherbakov. Todos somos despiadados con los enemigos de la Revolución. ¿Por qué la Revolución, es despiadada con nosotros? Tal vez lo sea por eso mismo… O tal vez no tenga nada que ver con la Revolución. ¿Qué va a hacer este capitán con la Revolución? Es sólo un bandido, un miembro de las Centurias Negras.»
Ahí estaba, dando palos al agua, y entretanto el tiempo pasaba.
Le dolían la espalda y las piernas, el agotamiento le consumía. Sólo pensaba en estirarse en la cama y, descalzo, mover los dedos de los pies, levantar las piernas, rascarse las pantorrillas.
– ¡Nada de dormirse! -gritó el capitán, como si diera una orden en el fragor de la batalla.
Daba la impresión de que el frente se quebraría y el Estado soviético se vendría abajo si Krímov cerraba los ojos un instante…
En toda su vida Krímov no había oído tal cantidad de improperios.
Sus amigos, sus colaboradores más queridos, sus secretarias, aquellos que habían participado en sus conversaciones más íntimas habían recogido cada una de sus palabras y de sus actos. A medida que los recuerdos afluían se sentía aterrado: «Eso se lo dije a Iván, sólo a Iván». «Aquello fue en una conversación con Grisha, a Grisha lo conozco desde los años veinte.» «Eso fue cuando hablé con Mashka Meltser. Ay, Mashka, Mashka.»
De pronto le vinieron a la memoria las palabras del juez instructor: que no contaba con recibir un paquete de Yevguenia Nikoláyevna… Era un comentario de una reciente conversación que había mantenido en la celda con Bogoleyev. Hasta el último día la gente no había dejado de llenar el herbolario de Krímov.
Por la tarde le llevaron una escudilla de sopa, pero la mano le temblaba tanto que tuvo que inclinar la cabeza y sorber la sopa por el borde de la escudilla, mientras la cuchara repiqueteaba.
– Comes como un cerdo -observó con tono triste el capitán.
Luego tuvo lugar otro acontecimiento: Krímov pidió ir de nuevo al baño. Ahora, mientras recorría el pasillo, ya no lograba concentrarse en nada; sólo de pie ante la taza pensó: «Menos mal que me descosieron los botones; me tiemblan tanto los dedos que no habría sido capaz de abrir y cerrar la bragueta».
Entretanto el tiempo pasaba y hacía su trabajo. El Estado con las hombreras del capitán había obtenido la victoria. En la cabeza de Krímov flotaba una niebla espesa, gris; probablemente la misma niebla que llena el cerebro de los simios. No había existido nunca ni pasado ni futuro, no había existido nunca una carpeta con lazos enredados. En el mundo sólo había una cosa: quitarse las botas, rascarse, dormir.
Regresó el juez instructor.
– ¿Ha dormido? -le preguntó el capitán.
– Los jefes no duermen, los jefes reposan -dijo en tono aleccionador el juez instructor, repitiendo un viejo chiste de soldado.
– Por supuesto -confirmó el capitán-.
Entretanto sus subordinados pegan alguna que otra cabezada.
Del mismo modo que un obrero que al comenzar su turno echa una ojeada a la máquina e intercambia unas palabras apresuradas con el compañero al que sustituye, así actuó el juez instructor, que miró a Krímov, el escritorio, y luego dijo:
– Muy bien, camarada capitán.
Echó una ojeada al reloj, sacó la carpeta del cajón, desató los lazos, hojeó algunos papeles y, rebosante de ardor y energía, declaró:
– Venga, Krímov, continuemos.
Y se pusieron manos a la obra.
El juez instructor se interesaba hoy por la guerra. Y una vez más demostró estar al corriente de infinidad de cosas: conocía los destinos de Krímov, sabía el numero de los regimientos y los ejércitos, el nombre de las personas que habían combatido junto a él, le recordaba las palabras pronunciadas en la sección política, su observación a propósito de la nota llena de faltas de un general.
Todo el trabajo realizado en el frente, sus discursos pronunciados bajo el fuego alemán, la fe que había compartido con los soldados en los duros días de la retirada las privaciones, el frío…, todo, de repente, había dejado de existir.
No era más que un charlatán deplorable, un hombre de dos caras que había desmoralizado a sus camaradas, les había contagiado su incredulidad y su desesperación, ¿Cómo no iban a suponer que los servicios de inteligencia le habían ayudado a cruzar la línea del frente para que pudiera seguir con sus actividades de espía y saboteador?
En los primeros minutos del nuevo interrogatorio, a Krímov se le contagiaron las fuerzas renovadas del descansado juez instructor.
– Como quiera -declaró-, pero nunca confesaré que soy un espía.
El juez instructor miró por la ventana: estaba oscureciendo y apenas distinguía los papeles sobre la mesa.
Encendió la lámpara de sobremesa y bajó la cortina azul.
Del otro lado de la puerta llegó un aullido bestial y lúgubre, pero de pronto se interrumpió y de nuevo se hizo el silencio.
– Continuemos, Krímov -dijo el juez instructor mientras se sentaba de nuevo a la mesa. Preguntó a Krímov si sabía por qué nunca le habían ascendido, y recibió una respuesta confusa.
– El hecho es, Krímov, que usted ha servido en el frente como comisario de batallón cuando debería haber sido miembro del Consejo Militar del ejército o incluso del frente.
Por un instante miró fijamente a Krímov sin decir nada, y tal vez escrutándolo por primera vez como un verdadero juez instructor, luego pronunció con voz solemne:
– El propio Trotski afirmó de sus artículos: «Es puro mármol». Si ese reptil hubiera usurpado el poder, le habría Sentado a usted en lo más alto. No es para tomarlo a broma: «puro mármol».
«Bueno, hasta ahora sólo eran cartas menores -pensó Krímov-. Ahora sacará el as.»
Está bien, está bien, se lo diría todo: cuándo, dónde, en qué ocasión… Pero también al camarada Stalin se le podrían plantear las mismas preguntas. Krímov nunca había tenido ninguna relación con el trotskismo, siempre había votado contra las resoluciones trotskistas, ni una sola vez a favor.
Pero lo más importante era poder quitarse los zapatos, tumbarse, poner los pies descalzos en alto, dormir y rascarse durante el sueño.
El juez instructor arremetió de nuevo, con voz baja y afectuosa:
– ¿Por qué no quiere usted ayudarnos? ¿Cree que todo consiste en que haya cometido o no crímenes antes de la guerra, o en que reanudara sus contactos o fijara encuentros durante el cerco? El problema es más serio, más profundo. Tiene que ver con la nueva orientación del Partido. Ayude al Partido en esta nueva etapa de lucha. Para hacerlo es necesario que se deshaga de las valoraciones del pasado. Este es un deber que sólo los bolcheviques son capaces de afrontar. Por este motivo hablo con usted.
– De acuerdo, muy bien -dijo despacio, soñoliento, Krímov-, puedo admitir que me haya convertido en portavoz involuntario de las opiniones hostiles al Partido. Tal vez mi internacionalismo entrara en contradicción con la noción del Estado socialista soberano. Puede que, a causa de mi carácter, después de 1937 haya sido ajeno a la nueva orientación del Partido, a los nuevos hombres. Estoy dispuesto a admitirlo. Pero por lo que respecta al espionaje, al sabotaje…
– ¿A qué viene ese «pero»? Ve, iba por buen camino, estaba a punto de reconocer su hostilidad hacía la causa del Partido. ¿Es posible que la forma tenga tanta importancia? ¿Por qué ese «pero» si usted ya ha admitido lo más importante?
– No, nunca admitiré que soy un espía.
– Por lo tanto se niega a ayudar al Partido. Habla, y cuando estamos a punto de llegar al fondo de la cuestión, ¿quiere enterrar la cabeza como un avestruz? ¡Usted es una mierda, una mierda de perro!
Krímov pegó un salto, cogió al juez instructor por la corbata, luego dio un puñetazo contra la mesa y dentro del teléfono algo resonó. Gritó con voz penetrante, casi aullando:
– Tú, hijo de puta, canalla, ¿dónde estabas cuando yo guiaba a los hombres al combate en Ucrania y en los bosques de Briansk? ¿Dónde estabas tú cuando yo me batía en pleno invierno en Vorónezh? Tú, miserable, ¿has estado en Stalingrado? ¿Y soy yo el que no ha hecho nada por el Partido? ¿Acaso eres tú, hocico de policía, el que ha defendido la patria soviética estando aquí en la Lubianka? ¿No he sido yo el que ha luchado por nuestra causa en Stalingrado? ¿Fuiste tú el que estuvo a punto de ser ejecutado en Shanghai? ¿Fue a ti, basura, o a mí a quien uno de los soldados de Kolchak le disparó en el hombro izquierdo?
Después le pegaron, pero no de modo primitivo, golpeándole en la cara, como hacían en la sección especial del frente, sino con refinamiento y método científico, teniendo en cuenta nociones de fisiología, y anatomía.
Le golpeaban dos jóvenes vestidos con uniformes visiblemente nuevos, y él gritaba:
– Vosotros, sinvergüenzas, mereceríais ir al batallón disciplinario… Habría que mandaros a primera línea… desertores…
Ellos hacían su trabajo, sin rabia, sin perder los estribos. Parecía que no le pegaban muy fuerte, pero los golpes eran tremendos, como un insulto repugnante dejado caer con frialdad.
Comenzó a manar sangre de la boca de Krímov, a pesar de que no había recibido ni un solo golpe en los dientes, y aquella sangre no procedía de la nariz, ni de la mandíbula, ni de un mordiscoen la lengua, como en Ájtuba… Aquélla era sangre profunda, que salía de los pulmones. Ya no recordaba dónde estaba, no recordaba con quién estaba… Encima de él apareció de nuevo la cara del juez instructor.
Señaló con el dedo el retrato de Gorki que colgaba en la pared sobre el escritorio y preguntó:
– ¿Qué dijo el gran escritor proletario Maksim Gorki?
Y en tono pedagógico y persuasivo se respondió a sí mismo:
– Si el enemigo no se rinde, hay que aniquilarlo.
Después vio la lámpara en el techo y a un hombre con charreteras estrechas.
– Muy bien, puesto que la medicina lo permite -dijo el juez instructor-, se acabó el descanso. Krímov se encontró enseguida sentado de nuevo ante la mesa escuchando argumentos persuasivos:
– Podemos seguir así una semana, un mes, un año… Simplifiquemos las cosas: aunque usted no sea culpable de nada, firmará lo que yo le diga. Después no volverán a pegarle. ¿Está claro? Tal vez la OSO le condene, pero no le golpearán más. ¡Que no es poco! ¿Cree que me gusta que le peguen? Le dejaremos dormir. ¿Queda claro?
Pasaban las horas y la conversación continuaba. Parecía que ya nada podía desconcertar a Krímov, sacarle de su sopor.
Sin embargo, al escuchar el nuevo discurso del juez instructor, entreabrió sorprendido la boca y levantó la cabeza.
– Todo esto pertenece al pasado, podemos olvidarlo -dijo el juez instructor, señalando la carpeta de Krímov-; pero lo que no podemos olvidar es que usted ha traicionado a la patria durante la batalla de Stalingrado. Tenemos testigos, documentos que le imputan. Usted ha trabajado con el fin de socavar la conciencia política de la casa 6/1.
Usted incitó a la traición a Grékov, un patriota, intentando convencerle de que se pasara al bando enemigo. Usted ha traicionado la confianza de sus superiores, la confianza del Partido que le envió en misión a aquella casa en calidad de comisario militar. Pero ¿cómo se comportó una vez allí? ¡Como un agente enemigo!
Al alba Nikolái Grigórievich fue golpeado de nuevo y tuvo la impresión de sumergirse en una tibia leche negra. De nuevo, el hombre con las charreteras estrechas asintió mientras secaba la aguja de la jeringuilla, y el juez instructor repitió:
– Bien, puesto que la medicina lo permite…
Estaban sentados el uno frente al otro. Krímov miró la cara extenuada de su interlocutor, y se asombró de su propia ausencia de rencor: ¿es posible que hubiera querido coger a aquel hombre de la corbata y estrangularlo? Ahora en Nikolái Grigórievich había surgido un sentimiento de intimidad con el juez instructor. La mesa ya no los separaba, sino que estaban sentados como dos camaradas dos hombres afligidos.
De repente a Krímov le vino a la cabeza aquel hombre al que habían fusilado mal y que, en una noche de otoño había regresado de la estepa a la sección especial del frente con la ropa interior ensangrentada.
«Ése es mi destino -pensó-. Yo tampoco sé adonde ir. Ya es demasiado tarde.»
Luego pidió ir al lavabo-
A su regreso había aparecido el capitán del día antes. Levantó la cortina de camuflaje apagó la lámpara y se encendió un cigarrillo.
Y Nikolái Grigórievich volvió a ver la luz del día, desapacible, como si no la proyectara el sol o el cielo, sino el ladrillo gris de la prisión interior.
Los catres estaban vacíos: sus vecinos habían sido trasladados o estaban siendo sometidos a interrogatorio.
Él yacía hecho añicos, inconsciente, cubierto de escupitajos por la vida, con un dolor insoportable en el lumbago y los riñones magullados.
En aquellas horas de amargura en que su vida se quebraba comprendió el valor del amor de una mujer. ¡Una mujer! Sólo ella puede querer a un hombre pisoteado por botas de hierro. Allí está él, cubierto de escupitajos, y ella le lava los pies, le desenreda el pelo, acaricia sus ojos que se han vuelto apáticos. Cuanto más le han destruido el alma, cuanto más repugnante se ha convertido y más despreciable es para el mundo, más querido es para ella. Ella corre detrás del camión, hace cola en Kuznetski Most, en la valla del campo; hace de todo para mandarle bombones, cebollas; en el hornillo de petróleo cocina galletas; daría años enteros de su vida sólo por verle media hora…
No todas las mujeres con las que te acuestas pueden ser tu mujer.
Su desesperación era tan lacerante que tuvo deseos de provocar la misma desesperación en otra persona.
Compuso mentalmente las líneas de una carta-. «Después de enterarte de lo ocurrido, te has alegrado no porque me hayan aplastado sino porque has llegado a tiempo de escaparte de mí, y bendices ese instinto de roedor que te ha permitido abandonar el barco antes de que se fuera a pique…, estoy solo…».
Le relampagueó la imagen del teléfono sobre la mesa del juez instructor…, aquel robusto animal que le golpea en los costados, bajo las costillas…, el capitán que levanta la cortina, apaga la luz…, y las hojas del expediente susurran, susurran, y aquel susurro le adormece…
De repente le pareció que un punzón curvo calentado al rojo vivo le perforaba el cráneo, y tuvo la impresión de que su cerebro desprendía un hedor a chamuscado: Yevguenia Nikoláyevna le había denunciado!
«¡De mármol! ¡De mármol!» Aquellas palabras que le habían dicho una mañana en Známenka, en el despacho del presidente del Consejo Militar Revolucionario de la República… El hombre de barba puntiaguda y lentes de resplandecientes cristales había leído el artículo de Krímov y le hablaba en voz baja y afectuosa. Ahora se acordaba: por la noche le había contado a Zhenia que el Comité Central le había llamado al Komintern para confiarle el encargo de la redacción de obras para la editorial Politizdat. Porque hubo un tiempo en el que había sido un ser humano. Y le había explicado que Trotski, después de leer su artículo «Revolución o reforma: China y la India», había dicho: «Es puro mármol».
Esas palabras habían sido dichas en una conversación intima y nunca se las había repetido a nadie excepto a Zhenia. Por tanto el juez instructor tenía que haberlas oído de sus labios. Ella le había denunciado.
Ahora ya no sentía las setenta horas pasadas en vela, no podía dormir más. ¿La habían obligado? Pero ¿había alguna diferencia? «Cantaradas, Mijaíl Sídorovich, ¡soy un hombre muerto! Me han matado. No con la bala de una pistola, ni con la fuerza de los puños, ni con la tortura del sueño. Me ha matado Zhenia. Confesaré lo que queréis, lo reconoceré todo. Con una sola condición: confirmadme que ha sido ella quien me ha denunciado.»
Se deslizó de la cama y comenzó a golpear con el puño contra la puerta, gritando:
– Que me lleven ante el juez instructor, lo firmaré todo.
El oficial de servicio se acercó y dijo:
– Deje de montar escándalo, prestará declaración cuando le llamen.
No podía estar solo. Se sentía mejor, más ligero, cuando le pegaban, cuando perdía el conocimiento… Puesto que la medicina lo permite…
Volvió cojeando hasta el catre, y justo cuando parecía que ya no podría soportar más tiempo ese tormento en el alma, cuando parecía que el cerebro le estaba a punto de estallar y que mil agujas se le clavaban en el corazón, en la garganta, en los ojos, lo comprendió: ¡Zhénechka no había podido traicionarle! Tuvo un acceso de tos y le recorrió un temblor.
– Perdóname, perdóname. No era mi destino vivir feliz contigo; yo soy el culpable de todo esto, no tú.
Y de pronto le invadió un sentimiento maravilloso. Probablemente era la primera persona que experimentaba esa sensación en aquel edificio desde el momento en que Dzerzhinskí había puesto un pie dentro.
Se despertó y enfrente estaba Katsenelenbogen, sentado pesadamente con el pelo despeinado a lo Beethoven.
Krímov le dirigió una sonrisa, y la frente baja y carnosa de su compañero se frunció. Krímov comprendió que Katsenelenbogen había interpretado su sonrisa como un signo de locura,
– Veo que le han zurrado de lo lindo -observó Katsenelenbogen, señalando la guerrera manchada de sangre de Krímov.
– Sí, me han dado fuerte -confirmó él, torciendo la boca-. Y usted, ¿cómo está?
– Me han dado un paseo hasta el hospital. Nuestros vecinos se han ido: a Dreling la OSO le ha metido diez años más, con los que suma treinta, y Bogoleyev ha sido transferido a otra celda.
– Ah… -dijo Krímov.
– Venga, desahóguese.
– Creo que bajo el comunismo -dijo Krímov- el MGB recogerá en secreto todo lo bueno de las personas, cada palabra amable que hayan pronunciado. Los agentes rastrearán escuchas telefónicas, examinarán cartas, conversaciones íntimas, en busca de palabras dichas con fidelidad, honestidad y bondad, para informar a la Lubianka y recogerlas en un expediente. ¡Sólo las cosas buenas! En estos lugares reforzarán la fe en el hombre, en lugar de destruirla, como hacen ahora. La primera piedra la he puesto yo… Creo que a pesar de las denuncias y las mentiras he vencido, creo, creo…
Katsenelenbogen, que le escuchaba con aire distraído, dijo:
– Es verdad, así será. Sólo cabe añadir que una vez compuesto ese maravilloso expediente, a uno le traerán aquí, a 'a casa grande, e igualmente le liquidarán-.
Muró con ojos escrutadores a Krímov, sin lograr entender por qué en su cara terrosa, amarillenta, con los ojos hundidos e inflamados, y rastros negros de sangre en la barbilla, lucía una sonrisa de felicidad y calma.
El ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, estaba de pie ante una maleta abierta. El ordenanza Ritter, en cuclillas, clasificaba la ropa interior dispuesta sobre unos periódicos extendidos en el suelo.
Adam y Ritter habían pasado la noche quemando papeles en el despacho del mariscal de campo; también habían quemado un enorme mapa personal del comandante que Adam consideraba una reliquia sagrada de guerra.
Paulus no había conciliado el sueño en toda la noche, había rechazado el café de la mañana y seguía con indiferencia el trasiego de Adam. De vez en cuando se levantaba y deambulaba por la habitación, sorteando paquetes de papeles amontonados en el suelo a la espera de ser incinerados. Los mapas, pegados sobre lienzos, ardían con dificultad, obstruían las rejillas, y Ritter debía despejar continuamente la estufa con el atizador.
Cada vez que Ritter abría la puerta de la estufa, el mariscal de campo alargaba las manos hacia el fuego. Adam quiso echarle sobre los hombros un capote, pero él se apartó con un gesto de indiferencia y Adam volvió a dejar el capote en el colgador.
Tal vez el mariscal de campo se veía prisionero en algún lugar de Siberia, plantado ante una hoguera en compañía de los soldados; se calentaba las manos mientras a su espalda se extendía el desierto y frente a él, más desierto.
Adam dijo a Paulus:
– Le he ordenado a Ritter que meta en su maleta ropa interior gruesa. De niños nos hicimos una idea falsa del Juicio Final, que nada tiene que ver con el fuego y las brasas.
Durante la noche el general Schmidt se había presentado dos veces. Los.teléfonos, con los hilos cortados, estaban mudos.
Desde el primer momento del cerco, Paulus había comprendido con extrema lucidez que las tropas guiadas por él no podrían mantener la lucha en el Volga.
Se daba cuenta de que todos los elementos que habían determinado su victoria en verano, condiciones tácticas, sicológicas, meteorológicas y técnicas, habían desaparecido; las ventajas se habían convertido en desventajas. Se había dirigido a Hitler para comunicarle que en su opinión el 6º Ejército, de común acuerdo con Manstein, debía romper el cerco en dirección suroeste y abrir un corredor a través del cual pudieran evacuar a sus divisiones, resignándose de antemano al abandono de la mayor parte de la artillería pesada.
El 24 de diciembre, cuando Yeremenko derrotó a las fuerzas de Manstein cerca del río Mishkova, para cualquier comandante de batallón de infantería estuvo claro que la resistencia en Stalingrado era imposible. Sólo había una persona que no lo veía así. Éste había cambiado de nombre al 6° Ejército en la primera línea del frente, que se extendía del mar Blanco hasta Terek, y lo llamó «Fortaleza Stalingrado». En el Estado Mayor del 6° Ejército se decía que Stalingrado se había transformado en un campo de prisioneros de guerra armados. Paulus envió un nuevo mensaje cifrado notificando que todavía había una pequeña posibilidad de romper el cerco. Se esperaba un terrible estallido de ira; nadie se había atrevido a llevarle la contraria dos veces al comandante supremo. Le habían contado la historia de cómo Hitler, en un arrebato de furia, le arrancó del pecho, al mariscal de campo Rundstedt la Cruz de Caballero, y Brauchitsch, que había presenciado la escena, al parecer sufrió un ataque al corazón. Con el Führer no se podía bromear.
El 31 de enero Paulus, finalmente, recibió una respuesta a su mensaje cifrado: le habían concedido el título de mariscal de campo. Hizo otra tentativa para demostrar que tenía razón y le otorgaron la más alta condecoración del Reich a la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.
Acabó por darse cuenta de que Hitler había comenzado a tratarle como a un difunto, concediéndole a título póstumo el rango de mariscal de campo, así como la Cruz de Caballero con Hojas de Roble. Ahora sólo era necesario para una cosa: encarnar la imagen trágica del jefe de la heroica defensa de Stalingrado. Los centenares de miles de personas que se encontraban bajo su mando habían sido proclamados santos y mártires por la propaganda oficial. Estaban vivos, hervían carne de caballo, cazaban los últimos perros de Stalingrado, atrapaban urracas en la estepa, aplastaban piojos, fumaban cigarrillos liados con papel retorcido, y entretanto las emisoras de radio estatales transmitían, en honor de los legendarios héroes, una música fúnebre y solemne.
Estaban vivos, se soplaban los dedos enrojecidos, les colgaban mocos de la nariz y le daban vueltas en la cabeza a todas las posibilidades de conseguir alimento, robar, fingirse enfermos, entregarse al enemigo, calentarse en un sótano con una mujer rusa; al mismo tiempo, coros estatales de niños y niñas sonaban a través de las ondas: «Murieron para que Alemania viviera». Sólo si el Estado pereciera esos hombres podrían renacer a la vida espléndida y pecadora.
Todo había sucedido como Paulus había predicho.
Era difícil vivir con la sensación de tener razón, confirmada por la destrucción absoluta de su ejército. La pérdida de sus tropas hacía experimentar a Paulus, aun contra su voluntad, una satisfacción extraña y angustiosa que le subía la autoestima.
Los pensamientos sombríos que había sofocado durante los días de gloria le asaltaban de nuevo.
Keitel y Jodl llamaban a Hitler el Führer divino. Goebbels declaraba que la tragedia de Hitler consistía en el hecho de que en la guerra no había podido encontrar a un estratega a la medida de su genio. Zeitzler, sin embargo, contaba que Hitler le había pedido que enderezara la línea del frente porque sus sinuosidades ofendían su sentido estético. ¿Y qué decir de la negativa demente, neurasténica a lanzar una ofensiva contra Moscú? ¿Y la repentina abulia que le había hecho detener el avance sobre Leningrado? Su estrategia fanática de mantener una defensa implacable se fundaba en el terror a perder prestigio.
Ahora estaba definitivamente claro.
Pero esa claridad absoluta era aterradora. ¡Habría podido negarse a someterse a su orden! Hitler le habría ejecutado, por supuesto, pero habría salvado la vida de sus hombres. Sí, Paulus veía muchos ojos que le miraban con reproche.
¡Habría podido salvar al ejército!
Pero tenía miedo de Hitler, ¡temía por su pellejo!
Halb, el más alto representante de la SD en el Estado Mayor del ejército, le había dicho con expresiones confusas pocos días antes de volver a Berlín que el Führer había dado pruebas de ser demasiado grande incluso para el pueblo alemán. Sí, sí, por supuesto.
Declamación, nada más que demagogia.
Adam encendió la radio. Del inicial crujido de las interferencias surgió una música: Alemania celebraba una misa fúnebre por los muertos de Stalingrado. La música poseía una fuerza particular. Tal vez el mito creado por el Führer era más importante para el pueblo, para las futuras batallas, que las vidas de unos hombres aquejados de distrofia, congelados y cubiertos de piojos. Tal vez la lógica del Führer no era una lógica que pudiera entenderse leyendo reglamentos, organizando la cronología de las batallas o estudiando los mapas de operaciones.
Pero, tal vez, la aureola de mártires que Hitler había impuesto al 6° Ejército conllevaría una nueva existencia para Paulus y sus soldados, un nuevo modo de participar en el futuro de Alemania.
En circunstancias semejantes, lápices, reglas de cálculo y calculadoras no servían de ayuda. El extraño intendente general actuaba conforme a una lógica y criterios diferentes.
Adam, querido, fiel Adam: las almas más puras están siempre e inevitablemente abocadas a la duda. El mundo está dominado por hombres de escasas luces convencidos firmemente de su razón.
Las naturalezas superiores no dirigen los Estados, no toman grandes decisiones.
– ¡Ya vienen! -gritó Adam. Y ordenó a Ritter: Disponlo todo.
Ritter apartó la maleta abierta a un lado y se ajustó el uniforme.
Los calcetines del mariscal de campo, colocados a toda prisa en la maleta, tenían agujeros en los talones, y Ritter se afligió no porque el insensato e impotente Paulus llevara calcetines gastados, sino porque aquellos agujeros serían vistos por despiadados ojos rusos.
Adam estaba de pie, con las manos apoyadas sobre el respaldo de la silla, volviendo la espalda hacia la puerta que se abriría de un momento a otro, mirando con aire tranquilo, solícito y afectuoso a Paulus. Era así, pensaba, como debía comportarse el ayudante de un mariscal de campo.
Paulus se reclinó, apartándose ligeramente de la mesa, y frunció los labios. El Führer esperaba de él que interpretara su papel y él estaba dispuesto a actuar.
En cualquier instante se abriría la puerta, y la habitación situada en un sótano oscuro sería visible para los hombres que vivían en la superficie de la tierra.
Pasados el dolor y la amargura, sólo quedaba el temor a que los hombres que abrieran la puerta no fueran representantes del mando soviético dispuestos también a representar una escena solemne, sino soldados salvajes, acostumbrados a apretar el gatillo a la ligera.
Le asaltó el miedo a lo desconocido: una vez la escena hubiera concluido daría inicio la vida humana. ¿Cuál? ¿Dónde? ¿En Siberia, en una cárcel de Moscú, en el barracón de un campo?
Aquella noche, en la orilla izquierda del Volga, la gente vio cómo el cielo de Stalingrado se iluminaba con bengalas de diferentes colores. El ejército alemán se había rendido.
La gente del otro lado del Volga marchó hacia Stalingrado aquella misma noche. Corría el rumor de que la población que había permanecido en la ciudad había soportado, en los últimos tiempos, un hambre terrible, y soldados, oficiales, marineros de la flota militar del Volga acarreaban fardos de pan y conservas. Algunos llevaban también vodka y acordeones.
Pero, por extraño que parezca, los primeros soldados que habían llegado a Stalingrado por la noche, sin armas, ofreciendo pan a los defensores de la ciudad, besándoles y abrazándoles, estaban tristes y melancólicos y no cantaban.
El 2 de febrero de 1943 amaneció cubierto de nubes. El vapor emergía de los agujeros y claros en el hielo del río. Sobre la estepa salía el sol, igual de severo en los tórridos días de agosto que en la época de los fríos vientos invernales. La nieve polvo revoloteaba sobre la llanura, dibujaba espirales, se arremolinaba en ruedas de leche, luego de repente perdía la voluntad y se posaba. Por doquier se veían los rastros del viento del este: cuellos de nieve alrededor de tallos de matorrales, olas congeladas en las laderas de los barrancos, calvas de arcilla y terrones frontudos…
Desde lo alto de Stalingrado parecía que la gente que atravesaba el Volga surgiera de la niebla de la estepa, esculpida en hielo y viento.
No tenían misión alguna que cumplir en Stalingrado, los superiores no les habían mandado allí: la guerra había terminado. Habían venido por su cuenta: soldados del Ejército Rojo, porteros, panaderos, oficiales del Estado Mayor, conductores, artilleros, sastres militares, electricistas y mecánicos de los talleres de reparación. Junto a ellos, viejos envueltos en chales, mujeres con pantalones guateados de soldado, niños y niñas que arrastraban trineos cargados de fardos y almohadas cruzaban el Volga y trepaban por la ladera de la orilla.
En la ciudad pasaba algo extraño. Se oían sonidos de claxon y de los motores de tractores, personas tocando la armónica, gente que bailaba y apisonaba la nieve con sus botas de fieltro, soldados que reían a carcajadas y ululaban. Pero la ciudad no revivía, parecía muerta.
Unos meses antes Stalingrado había abandonado su vida habitual: habían dejado de funcionar escuelas, fábricas, casas de moda para mujeres, compañías de teatro, la policía local, guarderías, cines…
Una nueva ciudad, la Stalingrado del tiempo de guerra, había nacido de las llamas que habían arrasado sus barrios. Era una ciudad con su propio trazado de calles y plazas, con su arquitectura subterránea, con sus normas de circulación, con su red comercial, con el zumbido de los talleres de sus fábricas, sus artesanos, sus cementerios, sus borracheras y conciertos.
Cada época tiene una ciudad que la representa en el mundo, una ciudad que encarna su voluntad y su alma.
Durante algunos meses de la Segunda Guerra Mundial esa ciudad fue Stalingrado. Los pensamientos y las pasiones de la humanidad se centraron en Stalingrado. Fábricas e industrias, rotativas y linotipias funcionaban para Stalingrado. Líderes parlamentarios se subían a las tribunas para hablar de Stalingrado. Pero cuando miles de personas irrumpieron en la ciudad desde la estepa para llenar las calles vacías y se encendieron los primeros motores de coche, la ciudad que había sido capital del mundo durante la guerra dejó de existir.
Aquel día los periódicos informaron de los detalles de la capitulación alemana, y en Europa, en América, en la India, la gente supo cómo el mariscal de campo Paulus había salido de su refugio subterráneo, que los generales alemanes fueron sometidos al primer interrogatorio en el puesto de mando del 64° Ejército del general Shumílov y cómo iba vestido el general Schmidt, el jefe del Estado Mayor de Paulus.
En aquella hora la capital de la guerra mundial ya no existía. Los ojos de Hitler, Roosevelt y Churchill buscaban ya nuevos puntos de tensión en la guerra. Martilleando la mesa con su dedo índice, Stalin preguntaba al comandante en jefe del Estado Mayor General si los medios para el traslado de tropas de la retaguardia de Stalingrado hacia los nuevos frentes estaban listos. La capital mundial de la guerra, todavía un hervidero de generales y especialistas en el combate de calle, aún llena de armas, mapas de operaciones, trincheras de comunicación, había dejado de existir. Allí había comenzado una nueva existencia, parecida a las de la Atenas y la Roma actuales. Historiadores, guías de museos, profesores y alumnos eternamente aburridos, aunque todavía no visibles, se habían convertido en sus nuevos dueños.
Nacía una nueva ciudad, hecha de trabajo y vida cotidiana, con fábricas, escuelas, casas de maternidad, policía, ópera y cárceles.
Una nieve fina había espolvoreado los senderos a través de los cuales se transportaban hasta las posiciones de fuego granadas, hogazas de pan, ametralladoras y termos de gachas; senderos sinuosos y antojadizos por los que francotiradores, observadores y escuchas penetraban en sus refugios secretos de piedra.
La nieve había caído sobre los caminos por los que los enlaces corrían del regimiento al batallón, los caminos que llevaban desde la división de Batiuk hasta Banni Ovrag, caminos que conducían a los mataderos y depósitos de agua…
La nieve había cubierto los caminos que ahora transitaban los habitantes de la gran ciudad en busca de tabaco, un cuarto de litro de vodka para celebrar la onomástica de un camarada, tomar un baño, jugar al dominó o probar la col fermentada de un vecino; eran también los caminos que conducían hacia la querida Mania y la maravillosa Vera; los caminos que llevaban hasta los relojeros, fabricantes de mecheros, sastres, acordeonistas y tenderos.
Una muchedumbre abría nuevos senderos; caminaban sin arrimarse a las ruinas, sin dar rodeos.
La red de senderos y caminos militares quedó cubierta con las primeras» nieves, y sobre aquel millón de kilómetros de esos senderos nevados no había ni rastro de huellas frescas.
Las primeras nieves pronto dieron paso a las segundas, y los senderos se desdibujaron, se esfumaron, desaparecieron…
Los habitantes de la antigua capital de la guerra experimentaron una sensación de felicidad y vacío inexplicables. Una extraña melancolía se adueñó de quienes habían defendido Stalingrado.
La ciudad se había vaciado y todos, desde el comandante del ejército, pasando por los comandantes de las divisiones de fusileros hasta el viejo voluntario Poliakov y el artillero Glushkov, podían sentir ese vacío. Era una sensación absurda. ¿Por qué una matanza que había acabado en victoria y no en muerte suscitaba tristeza?
Sin embargo, era así. El teléfono, dentro del estuche de piel amarilla sobre la mesa del comandante, permanecía mudo. Alrededor de la caja de la ametralladora se había tejido un babero de nieve. Los prismáticos y las aspilleras se habían quedado ciegos. Los planos y mapas manoseados y desgastados habían sido trasladados de los portaplanos a los macutos, y desde algunos macutos a las maletas y carteras de los comandantes de pelotón, de compañía y batallón… Y entre las casas muertas deambulaba una multitud que se abrazaba, gritaba hurras… Se miraban entre sí y pensaban: «¡Qué tipos tan bravos, tan formidables, sencillos!. Míralos con sus chaquetas guateadas y sus gorros de piel. Son idénticos a nosotros. Cuando se piensa en lo que hemos hecho… Da miedo sólo pensarlo. Hemos levantado la carga más pesada que existe en la Tierra, hemos elevado la verdad sobre la mentira. Probad a hacerlo vosotros… Eso pasa en los cuentos, pero esto es la vida real».
Pertenecían todos a la misma ciudad: unos venían de Kuporosnaya Balka, otros de Banni Ovrag, de las arcas de agua, de la fábrica Octubre Rojo, del Mamáyev Kurgán; y a su encuentro iban los habitantes del centro, que vivían a la orilla del río Tsaritsa, cerca del desembarcadero, debajo de las laderas o junto a los depósitos de gasolina… Eran al mismo tiempo propietarios y huéspedes, se felicitaban mutuamente, y el viento gélido rugía como una hojalata oxidada. De vez en cuando disparaban salvas o hacían explotar granadas. Se daban palmaditas en la espalda, saludándose; a veces se abrazaban, se daban besos en los labios fríos, y luego, avergonzados, soltaban tacos…
Habían emergido de debajo de la tierra: mecánicos torneros, campesinos, carpinteros, terraplenados que habían repelido al enemigo, habían arado piedra, hierro y arcilla.
Una capital mundial es diferente a tas otras ciudades no sólo porque las personas sientan su vínculo con las fábricas y los campos de todo el mundo. Una capital mundial se distingue sobre todo porque tiene alma.
Y el Stalingrado en guerra tenía alma. Su alma era la libertad.
La capital de la guerra contra el fascismo había quedado reducida a las enmudecidas y frías ruinas de lo que otrora fue una ciudad de provincias industrial y portuaria.
Allí, diez años después, miles de prisioneros levantarían una imponente presa, construirían una de las más gigantescas centrales hidroeléctricas del mundo.
Esta historia ocurrió cuando un suboficial alemán se despertó en su refugio completamente ajeno a la noticia de la rendición. Disparó e hirió al sargento Zadniepruk, desatando la cólera de los rusos, que observaban a los alemanes salir de los macizos búnkeres y lanzar los fusiles y metralletas, con gran estruendo, a una pila que no cesaba de crecer.
Los prisioneros caminaban esforzándose por no mirar a los lados para demostrar, claramente que también los ojos eran cautivos. Sólo el soldado Schmidt, con una barba hirsuta de pelos grisáceos, sonrió al salir a la luz del día y ver a los soldados rusos, como si estuviera seguro de que iba a encontrar a alguien conocido.
El coronel Filimónov, que había llegado el día antes de Moscú al Estado Mayor del frente de Stalingrado, asistía ligeramente borracho, en compañía de su intérprete, a la rendición de la división del general Wegler. Su capote con nuevas charreteras doradas, galones rojos y ribetes negros desentonaba con las chaquetas sucias, quemadas, y los gorros arrugados de los oficiales rusos, y con la ropa asimismo sucia, quemada, de los prisioneros alemanes.
El día antes, en la cantina del Consejo Militar, había contado que en el departamento central de provisiones de Moscú se había encontrado hilo de oro utilizado en tiempos del antiguo ejército ruso, y que entre su círculo de amigos se consideraba un privilegio hacerse unas charreteras con aquel viejo y excelente material.
Cuando retumbó el disparo y se oyó el grito de Zadniepruk, levemente herido, el coronel preguntó a voz en grito:
– ¿Quién ha disparador ¿Qué pasa?
Algunas voces le respondieron:
– Es un maldito cretino alemán… Ya lo han cogido…
Dice que no sabía…
– ¿Cómo que no lo sabía? -gritó el coronel-. ¿Acaso le parece a ese cerdo que han derramado poca sangre nuestra?
Se volvió hacia el intérprete, un instructor político judío de elevada estatura, y ordenó:
– Tráigame a ese oficial. Miserable… Pagará con su cabeza por este disparo.
En aquel momento el coronel captó la cara grande y sonriente del soldado Schmidt y gritó:
– ¿De qué te ríes, cerdo? ¿De saber que han lisiado a otro de los nuestros?
Schmidt no entendía por qué la sonrisa con la que intentaba mostrar su buena disposición había suscitado la increpación del oficial ruso, pero cuando, aparentemente sin ninguna conexión con el grito, resonó un disparo ya no comprendió nada; tropezó y cayó bajo los pies de los soldados que marchaban detrás. Su cuerpo fue arrastrado del camino, quedó tumbado de lado y todos, tanto si lo conocían como si no, pasaron de largo. Una vez que la columna de prisioneros se hubo alejado, un grupo de niños que no temía la muerte se coló en los búnkeres y refugios, ahora vacíos, para hurgar entre los catres de madera.
Entretanto el coronel Filimónov examinaba el apartamento subterráneo del jefe del batallón, admirado de que todo estuviera organizado de un modo tan cómodo y funcional.
Un soldado le trajo a un joven oficial alemán de ojos tranquilos y límpidos, y el intérprete dijo:
– Camarada coronel, aquí está el hombre que usted pidió ver, el teniente Lenard.
– ¿Quién? -se sorprendió el coronel.
Y como la cara del oficial alemán le resultaba simpática y todavía estaba contrariado por haber participado por primera vez en su vida en un asesinato, Filimónov dijo:
– Llévele al punto de encuentro, pero nada de tonterías; le quiero vivo y es usted el responsable.
El día del juicio llegaba a su fin. Era imposible distinguir ya la sonrisa en la cara del soldado muerto.
El teniente coronel Mijáilov, intérprete jefe de la 7ª sección del departamento político del Estado Mayor del frente, acompañaba al mariscal de campo Paulus al cuartel general del 64° Ejército.
Paulus había salido del sótano sin prestar atención a los oficiales y soldados soviéticos, que le observaban con ávida curiosidad y valoraban la calidad de su gorro de piel gris de conejo y su abrigo de mariscal de campo adornado con una franja de piel verde que iba del hombro a la cintura. Paulus, con paso decidido y la cabeza alta, miró por encima de las ruinas de Stalingrado y avanzó hacia el jeep que le aguardaba.
Antes de la guerra Mijáilov había tenido ocasión de asistir a recepciones diplomáticas, y se sentía seguro a la hora de tratar a Paulus: conocía bien la diferencia que existe entre un desvelo excesivo y un respeto frío.
Sentado al lado de Paulus y escrutando la expresión de su cara, Mijáilov esperaba a que el mariscal de campo rompiera el silencio. Su modo de comportarse no se parecía al de otros generales en cuyos interrogatorios preliminares había participado.
El jefe del Estado Mayor del 6° Ejército declaró con voz lenta, indolente, que eran los rumanos y los italianos los culpables de la catástrofe. El teniente general Sixt von Arnim, con la nariz ganchuda, haciendo tintinear de modo lúgubre las medallas, añadió:
– No ha sido sólo culpa de Garibaldi y su 8° Ejército sino del frío ruso, de la escasez de víveres y municiones. Schlemmer, un comandante canoso de un cuerpo de tanques, condecorado con la Cruz de Caballero y una medalla por haber sido herido en cinco ocasiones, interrumpió la conversación para preguntar si podían guardarle la maleta. En ese momento se pusieron a hablar todos a la vez: el jefe del servicio sanitario, el general Rinaldo, de sonrisa dulce; el sombrío coronel Ludwig, comandante de una división acorazada, con la cara desfigurada por un sablazo. El más intranquilo de todos era el ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, que había perdido el neceser; alargaba los brazos y sacudía la cabeza, agitando las orejeras de su gorro de piel de leopardo como un perro de pedigrí saliendo del agua.
Se habían humanizado, pero de manera desagradable. El conductor del coche, que llevaba una chaqueta elegante de piel blanca, respondió en voz baja cuando Mijáilov le pidió que fuera más despacio:
– A sus órdenes, camarada coronel.
Se moría de ganas de contar a sus colegas chóferes que había transportado a Paulus; se imaginaba ya de regreso en casa después de la guerra, jactándose: «Cuando transporté al mariscal de campo Paulus…».
Ponía todo su empeño en conducir el coche de manera que Paulus pensara: «He aquí un chófer soviético, un profesional de primera clase».
A ojos de un soldado del frente parecía inverosímil la estrecha mezcla entre rusos y alemanes.- Escuadras de exultantes fusileros registraban los sótanos, descendían por las bocas de las alcantarillas expulsando a los alemanes a la superficie helada.
Por descampados y calles, a fuerza de empujones y gritos, los soldados de infantería reagrupaban los rangos del ejército alemán a su manera, metiendo en el mismo saco a soldados de diferentes especialidades, que marchaban en una sola columna.
Los alemanes avanzaban, esforzándose por no tropezar, mirando de reojo a los soldados rusos que abrazaban sus fusiles. Su sumisión no obedecía sólo al miedo a que los rusos pudieran apretar el gatillo en cualquier momento. Una aureola de poder rodeaba a los vencedores, y se sometían con una especie de pasión hipnótica y melancólica.
El coche conducía al mariscal de campo hacia el sur, y las columnas de prisioneros marchaban en sentido contrario. Un potente altavoz rugía:
Partí ayer con destino a países lejanos,
En la puerta mi amada agitaba el pañuelo…
Dos hombres transportaban a un herido cuyos brazos, sucios y pálidos, rodeaban sus cuellos. Las cabezas de los hombres que le sostenían estaban muy próximas y formaban un marco que encuadraba su cara mortalmente pálida, de ojos ardientes.
Cuatro soldados arrastraban fuera de un bunker a un herido extendido sobre una manta.
Sobre la nieve habían comenzado a formarse cuatro montones de armas de un negro azulado. Como si fueran almiares de paja de acero que acabara de ser trillada.
Con una salva de honor depositaban en la tumba el féretro de un soldado del Ejército Rojo, y a pocos pasos de distancia yacían amontonados los cuerpos de alemanes muertos que habían sacado del sótano del hospital.
Los soldados rumanos, con gorros de boyardos blancos y negros, marchaban, riéndose a carcajadas, agitando los brazos y burlándose de los alemanes, vivos o muertos.
Afluían prisioneros de Tsaritsa, de la Casa de los Especialistas. Tenían un modo de andar muy particular, el que adoptan los seres humanos y los animales que han perdido la libertad. Los heridos leves y los que habían sufrido la congelación de alguno de sus miembros se apoyaban en bastones, en trozos de tablas quemadas. Caminaban sin detenerse. Parecía que todos tuvieran la misma tez gris azulada, unos únicos ojos, la misma expresión de sufrimiento y angustia.
Era sorprendente constatar cuántos hombres había de pequeña estatura, narigudos, de frente baja, labios leporinos, cabecita de gorrión. ¡Qué cantidad de arios había allí, con la piel oscura cubierta de granos, abscesos y pecas!
Eran feos y débiles; así los habían traído al mundo sus madres y así los amaban. Era como si hubieran desaparecido, no ya los hombres, sino la nación, que marchaba con el mentón rígido, la boca arrogante, el pelo rubio, blancos de piel, con el pecho de granito.
Qué extraordinario parecido guardaban con aquella muchedumbre triste e infeliz de hombres feos, nacidos de madres rusas, que los alemanes empujaban a golpes de varillas y bastones en los campos de prisioneros de guerra occidentales, en otoño de 1941. De vez en cuando, de los búnkeres y los sótanos llegaba el sonido de un disparo, y la multitud que iba hacia el Volga helado, como un solo hombre, comprendía el significado de aquellos disparos.
El teniente coronel Mijáilov seguía observando al mariscal de campo que estaba sentado a su lado. El conductor, en cambio, le miraba de reojo por el retrovisor. Mijáilov veía la mejilla larga y hundida de Paulus, el conductor le veía la frente, los ojos, los labios fruncidos en su mutismo.
Pasaban por delante de armas con cañones apuntando al cielo, de tanques en cuyas corazas lucían cruces, camiones cuyos toldos chasqueaban, al viento, carros blindados y piezas autopropulsadas.
El cuerpo de hierro del 6° Ejército, sus músculos, estaban atrapados en el hielo de la tierra. Delante de él desfilaban lentamente los hombres, y daba la impresión de que también ellos estuvieran a punto de inmovilizarse, congelarse, abandonarse al hielo.
Mijáilov, el conductor y el soldado de escolta estaban a la espera de que Paulus dijera algo, llamara a alguien, mirara alrededor. Pero el mariscal de campo seguía callado y nada permitía entender adonde miraban sus ojos, ni lo que éstos comunicaban a las profundidades donde vive el corazón del hombre.
¿Temía Paulus que le vieran sus soldados o, por el contrario, era lo que deseaba?
De repente Paulus se volvió hacia Mijáilov y preguntó:
– Sagen Sie bitte, was ist es, «majorka»? [119]
Pero aquella inesperada pregunta no ayudó a Mijáilov a comprender cuáles eran los pensamientos de Paulus. Al mariscal de campo le preocupaba si comería sopa cada día, si dormiría en una habitación caldeada y si tendría qué fumar.
Del sótano de una casa de dos plantas, donde otrora estuvo ubicado el cuartel general de la Gestapo, los prisioneros de guerra alemanes sacaban a la calle cuerpos inertes de rusos.
Algunas mujeres, viejos y niños estaban quietos, a pesar del frío, al lado del centinela y observaban a los alemanes depositar los cadáveres sobre la tierra helada.
La mayoría de los alemanes realizaba su trabajo con opresión de total indiferencia, arrastrando los pies al caminar y respirando, resignados a su suerte, el hedor de los muertos.
Sólo uno de ellos, un joven con capote de oficial, se había cubierto nariz y boca con un pañuelo sucio y sacudía la cabeza convulsivamente como un caballo acribillado por tábanos.
Sus ojos expresaban un sufrimiento que rayaba la locura.
Los prisioneros posaban las camillas en el suelo y, antes de descargar los cadáveres, se quedaban plantados delante de ellos, absortos; a algunos cuerpos se les había desgajado un brazo o una pierna y los alemanes trataban de adivinar a qué cadáver pertenecía una u otra extremidad, y las ponían junto al cuerpo. La mayoría de los muertos estaban semidesnudos, en ropa interior; algunos llevaban pantalones militares. Uno estaba completamente desnudo con la boca desencajada en su último grito, el vientre hundido, unido a la columna vertebral, pelos rojizos en los genitales y piernas lastimosamente delgadas.
Era imposible imaginar que aquellos cadáveres, con la boca y los ojos hundidos, hubieran sido hasta hace poco seres vivos con nombres y direcciones, hombres íjue decían: «Bésame, amor mío, querida, y sobre todo no me olvides», que soñaban con una jarra de cerveza, que fumaban cigarrillos.
Por lo visto sólo el oficial que se tapaba la boca con un pañuelo parecía darse cuenta.
Pero era él precisamente el que irritaba en especial a las mujeres que se agolpaban junto a la entrada del sótano; no le quitaban el ojo de encima, sin prestar atención al resto de los prisioneros, dos de los cuales llevaban capotes que presentaban rastros visibles de los emblemas de las SS que les habían arrancado.
– Ah, vuelves la cara -susurró mirando al oficial una mujer rechoncha, que llevaba a un niño de la mano.
El alemán con el capote de oficial sintió el peso de la mirada lenta y penetrante que le clavaba la mujer rusa. Rezumaba un sentimiento de odio que buscaba y no encontraba un chivo expiatorio, al igual que la energía eléctrica se concentra en una nube de tormenta que, suspendida sobre el bosque, escoge a ciegas el tronco del árbol que reducirá a cenizas.
La pareja de trabajo del alemán con el capote militar era un soldado menudo con una toalla delgada enrollada al cuello y los pies envueltos en bolsas sujetas con cable telefónico.
Las miradas de la gente silenciosa, congregada jumo a Ja entrada, eran tan hostiles que para los alemanes era un alivio descender a la oscuridad del sótano; no se apresuraban en salir, preferían las tinieblas y el hedor al aire libre y la luz del día.
Los alemanes se dirigían de nuevo al sótano con las camillas vacías cuando de pronto oyeron una avalancha de insultos rusos que les eran de sobra conocidos.
Los prisioneros prosiguieron su camino hacia el sótano, sin acelerar el paso, sintiendo con instinto animal que bastaría un gesto apresurado para que el gentío se abalanzara contra ellos.
El alemán con capote de oficial lanzó un grito, y el centinela dijo irritado:
– Eh, chaval, ¿por qué tiras piedras? ¿Serás tú el que saque los cadáveres del sótano si el fritz se va al suelo?
En el sótano los soldados cruzaban algunas palabras:
– De momento la han tomado con el oficial
– ¿Has visto cómo lo mira aquella mujer?
En la oscuridad una voz sugirió:
– Teniente, será mejor que se quede un rato en el sótano. Comienzan con usted y luego irán a por nosotros.
El oficial, con voz soñolienta, susurró;
– No, no, es inútil esconderse, es el día del Juicio Final -y, dirigiéndose a su pareja de trabajo, añadió-: Vamos, vamos.
Salieron del sótano, y esta vez el oficial y su compañero caminaron a un paso más ligero porque llevaban una carga menos pesada. En la camina yacía el cuerpo de una adolescente. El cuerpo muerto se había encogido, secado; sólo sus cabellos rubios enmarañados conservaban el encanto de la leche y el trigo, desparramados alrededor de una horrible cara renegrida, de pajarillo muerto. La muchedumbre lanzo un quejido.
La mujer rechoncha emitió un grito penetrante que rajó aire gélido como la hoja de un cuchillo.
– ¡Hija! ¡Hija mía! ¡Pedazo de mis entrañas! Ese grito, dirigido a un hijo que no era suyo, estremeció a la multitud. La mujer comenzó a poner orden en el cabello de la chica; daba la impresión de que se lo había ondulado hacía poco. Contemplaba aquella cara, con la boca torcida para siempre, aquellos terribles rasgos, y veía en ellos lo que sólo una madre puede ver, la adorable cara de un bebé que otrora le sonreía desde sus pañales.
La mujer se puso en pie. Caminaba hacia el alemán, y todos veían que no apartaba los ojos de él, pero que al mismo tiempo buscaba en el suelo un ladrillo que no estuviera atrapado en el hielo, un ladrillo que su mano enferma, estropeada por el duro trabajo, el hielo, el agua hirviendo y la lejía, pudiera levantar.
El centinela sintió que lo que estaba a punto de suceder era inevitable y supo que nada ni nadie podría detener a la mujer porque era más fuerte que él y su metralleta. Los alemanes no le quitaban los ojos de encima y también los niños, ávidos e impacientes, la miraban fijamente.
La mujer ya no veía nada, salvo la cara del alemán que se cubría la boca con el pañuelo. Sin entender lo que le estaba pasando, portadora de aquella fuerza que había sometido todo alrededor y sometiéndose ella misma a aquella fuerza, buscando a tientas en el bolsillo de su chaquetón un pedazo de pan que el día antes le había dado un soldado ruso, se lo tendió al alemán y dijo:
– Ten, come.
Más tarde no lograba comprender qué le había pasado, por qué lo había hecho. Su vida estaba repleta de momentos de humillación, de impotencia y cólera que la perturbaban y le impedían, por las noches, coger el sueño. Una vez tuvo un altercado con la vecina que la había acusado de robar una botella de aceite; luego el presidente del soviet de distrito la había echado de su despacho, negándose a escuchar sus quejas relativas al apartamento comunal; el do o y la humillación que soportó cuando su hijo, recién casado, había tratado de echarla de la habitación y cuando la nuera embarazada la llamó vieja fulana… Una noche, dando vueltas en la cama, llena de amargura, recordó aquella mañana de invierno junto a la entrada del sótano y pensó: «Era tonta y lo sigo siendo».
Al Estado Mayor del cuerpo de tanques de Nóvikov llegaban los informes inquietantes que enviaban los comandantes de brigada. Los exploradores habían descubierto nuevas unidades de tanques y artillería del enemigo que todavía no habían entrado en combate, y eso significaba que el enemigo estaba movilizando sus reservas.
Esas noticias alarmaron a Nóvikov; la vanguardia avanzaba dejando los flancos desprotegidos y, si el enemigo lograba controlar las pocas carreteras transitables durante el invierno, sus tanques se quedarían sin el apoyo de la infantería y sin combustible.
Nóvikov analizaba la situación con Guétmanov, considerando que era de extrema urgencia detener temporalmente el avance de los tanques para permitir que la retaguardia les alcanzara.
Guétmanov deseaba ardientemente que su unidad fuera la primera en penetrar en Ucrania. Al final decidieron que Nóvikov saliera a verificar la situación sobre el terreno mientras Guétmanov se ocupaba de hacer avanzar a la retaguardia.
Antes de partir con destino a las brigadas, Nóvikov telefoneó al segundo jefe del frente y le puso al corriente de la situación. Conocía de antemano cuál sería la respuesta.
El segundo jefe no asumiría ninguna responsabilidad: no detendría el avance ni ordenaría proseguirlo.
El segundo jefe afirmó que pediría urgentemente datos del enemigo en el servicio de inteligencia del frente y le prometió que informaría a Yeremenko sobre la conversación.
Después Nóvikov se puso en contacto con el comandante del cuerpo de fusileros, Mólokov. Éste era un hombre rudo, irascible, siempre receloso de que sus colegas transmitieran al comandante del frente información desfavorable sobre él. Nóvikov y él terminaron discutiendo e incluso se insultaron uno al otro, aunque a decir verdad los improperios no iban dirigidos a ellos personalmente, sino a la creciente brecha que se había abierto entre blindados e infantería.
Luego Nóvikov llamó a su vecino de la izquierda, el comandante de la división de artillería. Éste declaró que sin una orden del cuartel general no se movería ni un palmo. Nóvikov comprendía perfectamente su punto de vista: no quería ser relegado a un papel auxiliar proporcionando apoyo a los tanques; quería tener un papel principal.
Apenas había colgado el teléfono, recibió la visita del jefe del Estado Mayor.
Nóvikov nunca le había visto tan alterado e inquieto.
– Camarada coronel dijo-, he recibido una llamada del jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire. Se disponen a transferir nuestro soporte aéreo al flanco izquierdo del frente.
– ¿Es que se han vuelto locos? -gritó Nóvikov.
– Es muy sencillo -observó Neudóbnov-, alguien no quiere que nosotros seamos los primeros en entrar en Ucrania. Son muchos los que aspiran a la Orden de Suvórov o de Bogdán Jmelnitski.
Sin cobertura aérea no nos queda otra opción que detenernos.
– Ahora mismo telefonearé al comandante -dijo Nóvikov.
Pero no logró contactar con Yeremenko, puesto que había salido para el ejército de Tolbujin. El segundo jefe, al que Nóvikov había vuelto a llamar, de nuevo prefirió no tomar ninguna decisión.
Se limitó a manifestar su asombro porque Nóvikov no hubiera partido todavía a inspeccionar las unidades.
Nóvikov replicó al segundo jefe:
– Camarada teniente general, ¿cómo es que, sin previo aviso, se ha decidido quitar toda cobertura aérea al cuerpo que más ha avanzado hacia el oeste?
– El alto mando está más capacitado para decidir cuál es la mejor manera de utilizar la aviación -respondió irritado el adjunto de Yeremenko-. Su cuerpo no es el único que participa en el ataque.
– ¿Y qué les diré a mis hombres cuando empiecen a lloverles palos del cielo? ¿Con qué les cubro, con vuestras instrucciones?
El segundo jefe, en lugar de perder la calma, adoptó un tono conciliador:
– Póngase en camino hacia las brigadas, yo informaré de la situación al comandante.
En cuanto Nóvikov colgó el auricular, entró Guétmanov; se había puesto ya el capote y el gorro alto de piel. Al verle, abrió los brazos en señal de asombro. -Piotr Pávlovich, pensaba que ya te habías ido. -Después añadió con tono suave y afectuoso-: Nuestra retaguardia se ha rezagado, y el oficial al cargo dice que no se deben utilizar los camiones y malgastar el escaso carburante en transportar a alemanes heridos. Lanzó una mirada elocuente a Nóvikov.
– Después de todo, no somos una sección del Komintern, somos un cuerpo de tanques.
– ¿Qué tiene que ver el Komintern aquí?-preguntó Nóvikov.
– Váyase, váyase, camarada coronel -le suplicó Neudóbnov-. Cada minuto es valioso. Haré todo lo que esté en mi mano para lograr un acuerdo con el Estado Mayor del frente.
Desde su conversación nocturna con Darenski, Nóvikov observaba muy de cerca los pasos del jefe del Estado Mayor, vigilaba sus movimientos, el tono de su voz.
«¿Es posible que se trate de la misma mano?», pensaba cuando Neudóbnov cogía una cuchara, pinchaba un trozo de Pepinillo en salmuera con el tenedor o cogía el teléfono, un lápiz rojo, unas cerillas.
Pero ahora, Nóvikov no miraba la mano de Neudóbnov. Nunca había visto a Neudóbnov tan amable y solícito, tan encantador.
Neudóbnov y Guétmanov estaban dispuestos a vender su alma al diablo para que el cuerpo de tanques fuera el primero en franquear la frontera de Ucrania, para que sus brigadas continuaran su avance hacia el oeste sin más demora.
Estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. Sólo había una cosa que no querían arriesgar: asumir la responsabilidad en un eventual fracaso.
Nóvikov, muy a su pesar, había sucumbido a esa fiebre: también él deseaba transmitir por radio al frente que las tropas avanzadas del cuerpo habían sido las primeras en cruzar la frontera de Ucrania. Este acontecimiento no tenía ninguna importancia desde el punto de vista estratégico y no ocasionaría un daño significativo al enemigo. Pero Nóvikov lo deseaba, lo deseaba por la gloria militar, por las condecoraciones, las felicitaciones de Yeremenko, los elogios de Vasilievski, por oír su nombre por la radio en la orden del día de Stalin, por el rango de general y la envidia de sus colegas. Nunca antes tales sentimientos e ideas habían determinado sus actos, pero tal vez precisamente por eso, ahora se habían revelado con tanta fuerza.
En esa ambición no había nada censurable. Como en Stalingrado, como en 1941, el frío era implacable; como entonces el cansancio quebraba los huesos del soldado; como entonces la muerte era aterradora. Pero ahora se respiraba algo diferente en el aire.
Y Nóvikov, que todavía no se daba cuenta, se sorprendía de estar de acuerdo por primera vez con Guétmanov y Neudóbnov; no se sentía irritado ni ofendido, deseaba espontáneamente lo mismo que querían ellos.
Sí sus tanques avanzaban más rápido, los ocupantes serían expulsados unas horas antes de decenas de pueblos ucranianos, y él se alegraría al ver las caras de emoción de ancianos y niños, se le saltarían las lágrimas cuando una vieja campesina le abrazara y besara como a su propio hijo. Pero al mismo tiempo se estaban gestando nuevas pasiones; en el espíritu de las tropas se había afianzado una nueva dirección. Lo que había sido crucial en las batallas libradas en Stalingrado y durante 1941, aunque continuaba existiendo, se había vuelto secundario.
El primero en comprender el misterio de esta mutación en la guerra fue el hombre que el 3 de julio de 1941 habla pronunciado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos míos…».
Era extraño: aunque compartía la excitación de Guétmanov y de Neudóbnov, que le hostigaban para ponerse en camino, Nóvikov seguía postergando su partida. Sólo cuando se encontraba ya en el interior del coche, comprendió cuál era el motivo: esperaba a Zhenia.
Hacía más de tres semanas que no recibía cartas de Yevguenia Nikoláyevna. Cada vez que regresaba de la inspección de las unidades, miraba la entrada del Estado Mayor con la esperanza de que Zhenia estuviera esperándole. Ella se había convertido en parte de su vida. Estaba a su lado cuando hablaba con el comandante de brigada, cuando le llamaban al teléfono del Estado Mayor del frente, cuando se acercaba a primera línea y las explosiones hacían temblar su tanque como un joven caballo.
Cuando le contaba anécdotas de su infancia a Guétmanov le parecía estar contándoselas a ella. A veces se decía: «Apesto a vodka. Zhenia se dará cuenta». Otras veces se sorprendía pensando: «¡Ay, si ella me viera!». Se preguntaba con inquietud qué pensaría ella si supiera que había mandado a un mayor ante el tribunal militar.
Entraba en el puesto de observación de primera línea y entre las nubes de tabaco y las voces délos telefonistas, entre los disparos y los estallidos de las bombas, de repente se deslizaba en su mente el pensamiento de Zhenia…
A veces sentía celos de su pasado y se entristecía. Otras, soñaba con ella y, desvelado, no lograba conciliar el sueño.
En algunos momentos tenía la impresión de que su amor duraría para siempre; en otros, le asaltaba el temor de volver a quedarse solo.
Ya en el coche, se volvió a mirar la carretera que conducía al Volga. Estaba desierta. Después montó en cólera: tendría que haber llegado hace tiempo. ¿Es que se había puesto enferma? Y recordó de nuevo cuando, en 1939, quiso pegarse un tiro al enterarse de que se había casado. ¿Por qué la amaba? Había tenido mujeres tan buenas como ella. No sabía si era la felicidad o una enfermedad pensar en una persona de una manera tan obsesiva. Era bueno que no hubiera tenido ninguna aventura con alguna chica del Estado Mayor. Ella vendrá, y no habría nada que ocultar. A decir verdad había cometido un desliz hacía tres semanas. ¿Y si Zhenia, durante el viaje, se detenía a pasar allí la noche, en aquella isba del pecado, y la joven ama de casa charlando con Zhenia le describía así: «Un hombre espléndido, el coronel…»? Qué disparates se le pasan a uno por la cabeza.
Al día siguiente, a última hora de la mañana, Nóvikov volvía de la inspección. A causa de los ininterrumpidos traqueteos en las carreteras partidas por las orugas de los tanques, le dolían los riñones, la espalda, la nuca; parecía que los tanquistas le habían contagiado su agotamiento, su sopor provocado por varios días en vela.
Mientras se aproximaba al Estado Mayor, observó a las personas que se apiñaban a la entrada. Allí estaba Yevguenia Nikoláyevna junto a Guétmanov, mirando cómo se acercaba el coche. Sintió una llama ardiendo en su i n tenor, una especie de locura se apoderó de él, incluso lanzó un suspiro de felicidad muy parecida al sufrimiento y se levantó para saltar del coche en marcha.
Vershkov, sentado en el asiento posterior, dijo:
– El comisario toma el aire con su doctora; estaría bien hacerle una fotografía y mandarla a su casa. ¡Estaría contenta su mujer!
Nóvikov entró en el Estado Mayor, cogió la carta que le extendía Guétmanov, le dio la vuelta, reconoció la caligrafía de Zhenia y se la guardó en el bolsillo.
– Bien, te pongo al corriente de la situación -le dijo a Guétmanov.
– ¿Y la carta? ¿No la lees? ¿Es que ya no la amas?
– Ya habrá tiempo para eso.
Llegó Neudóbnov, y Nóvikov dijo:
– El problema está en los hombres. Se duermen en los tanques durante el combate. No se tienen en pie. Y los comandantes de brigada están en las mismas condiciones. Kárpov va tirando, pero Belov estaba hablando conmigo y se dormía: cinco días en marcha. Los conductores se quedan dormidos durante el viaje, están tan cansados que ni siquiera comen.
– ¿Cuál es tu valoración, Piotr Pávlovich? -preguntó Guétmanov.
– Los alemanes no están activos. No hay peligro de una contraofensiva en nuestro sector. Los alemanes están desmoralizados. Ponen los pies en polvorosa en cuanto pueden.
Hablaba, y mientras tanto sus dedos acariciaban el sobre. Por un instante lo soltaba, pero enseguida lo cogía de nuevo, como si pudiera escapársele del bolsillo,
– Bien, está claro, entendido -dijo Guétmanov-, Ahora escucha lo que tengo que decirte: aquí nosotros, el general y yo, hemos contactado con las altas esferas. He hablado con Nikita Serguéyevich, que se ha comprometido a no retirar la aviación de nuestro sector.
– Pero Jruschov no tiene el mando operativo -dijo Nóvikov, comenzando a abrir el sobre en el bolsillo.
– No es del todo cierto -dijo Guétmanov-. El general acaba de recibir confirmación del cuartel general del Ejército del Aire: la aviación se queda con nosotros.
– Las retaguardias nos alcanzarán -dijo atropellada-mente Neudóbnov-, Las carreteras no están tan mal. La decisión está en sus manos, camarada teniente coronel.
«Me ha degradado a teniente coronel. Debe de estar nervioso», pensó Nóvikov.
– ¡Sí, señores! -exclamó Guétmanov-. Seremos nosotros los que daremos inicio a la liberación de la querida Ucrania- Le he dicho a Nikita Serguéyevich que nuestros hombres atosigan al mando, sueñan con llamarse cuerpo ucraniano.
Nóvikov, irritado por esas palabras falsas, dijo:
– Si hay algo con lo que sueñan los hombres es con dormir. Hace cinco días que no pegan ojo, ¿comprenden?
– Entonces decidido, ¿continuamos el avance, Piotr Pávlovich? -preguntó Guétmanov.
Nóvikov había abierto el sobre a medias, metió dos dedos, palpó la carta, y todo el cuerpo le dolió del deseo de ver aquella letra conocida.
– He tomado la siguiente decisión -respondió-. Dar a los hombres diez horas de reposo. Necesitan recuperar fuerzas.
– ¡Oh! -exclamó Neudóbnov-. Si perdemos diez horas lo echaremos todo a perder.
– Espera, pensémoslo un poco -dijo Guétmanov, cuyas mejillas, orejas y cuello se enrojecieron ligeramente.
– Yo ya lo he decidido -dijo Nóvikov con una media sonrisa.
De repente Guétmanov perdió los estribos.
– ¡Pues que se vayan a paseo! ¿Y qué, que no hayan dormido? -gritó-. Ya habrá tiempo para dormir. Sólo por eso quieres hacer un alto de diez horas. Me opongo a esta falta de nervio, Piotr Pávlovich. Primero retrasas la ofensiva ocho minutos, y ahora quieres meter a los hombres en la cama. ¡Esto ya se ha convenido en una costumbre! Redactaré un informe al Consejo Militar del frente. ¡No eres el director de un jardín de infancia!
– Espera, espera -le interrumpió Nóvikov-. ¿No fuiste tú el que me besaste por no haber movido los tanques hasta que la artillería no hubo aplastado al enemigo? ¡Escribe eso en tu informe!
– ¿Que yo te besé por eso? -exclamó con estupor Guétmanov-, Estás loco. Te lo diré claro: como comunista me preocupa que tú, un hombre de pura sangre proletaria, te dejes influenciar constantemente por elementos ajenos.
– Ah, es eso -dijo Nóvikov, alzando la voz.
Se levantó, irguió la espalda, y exclamó con ira:
– Aquí mando yo. Lo que yo digo se cumple. Y por mí, mirada Guétmanov, ya puede escribir informes, cuentos o novelas y enviárselos a quien le plazca, incluso al camarada Stalin.
Y entró en la habitación contigua.
Nóvikov dejó a un lado la carta que acababa de leer y silbó como solía hacerlo de niño bajo la ventana de su amigo para que bajara a jugar… Tal vez habían pasado treinta años desde la última vez que había silbado así, y de repente lo había repetido…
Miró con curiosidad por la ventana: no, era de día, aún no había anochecido. Luego gritó alegremente, con voz histérica: «Gracias, gracias, gracias por todo». Tuvo la sensación de que iba a caer muerto, pero no se cayó; fue de un lado a otro de la habitación. Miró la carta que resaltaba, blanca, sobre la mesa; le pareció que era una funda vacía, una piel de la que hubiera salido arrastrándose una víbora, y se pasó la mano por los costados, por el pecho. Pero no encontró allí la víbora; había reptado, se había colado dentro de él, quemándole el corazón con su veneno.
Se detuvo ante la ventana; los conductores se reían, siguiendo con la mirada a la telefonista Marusia, que se dirigía a la letrina. El conductor del tanque del Estado Mayor traía un cubo del pozo, los gorriones se ocupaban de los asuntos propios de los gorriones sobre la paja a la entrada del establo, Zhenia le había dicho que el gorrión era su pájaro preferido… Y ahora él ardía como una casa: las vigas se desplomaban, el techo se hundía, la vajilla se hacía añicos, los armarios volcaban; los libros, los cojines revoloteaban como palomas entre las chispas y el humo… Qué quería decir: «Te estaré agradecida toda mi vida por todo lo puro y noble que me has dado, pero ¿qué puedo hacer yo? La vida pasada es más fuerte que yo, no la puedo matar, olvidar… No me culpes, no porque no sea culpable, sino porque ni tú ni yo sabemos de qué soy culpable… Perdóname, perdóname, lloro por los dos».
¡Llora! Nóvikov montó en cólera. ¡Alimaña infecta! ¡Mala pécora! Quería golpearla en los dientes, en los ojos romperle a esa zorra el caballete de la nariz con la culata de la pistola.
Y con una insoportable sorpresa, repentina, fulminante, le asaltó la impotencia. Nadie, ninguna fuerza en el mundo, podía ayudarle, sólo Zhenia; pero ella le había destruido.
Volvió el rostro en la dirección por la que ella debería haber ido a su encuentro, y dijo:
– Zhénechka, ¿qué me estás haciendo? Zhénechka, óyeme, Zhénechka, mírame; mira lo que me está pasando.
Alargó los brazos hacia ella.
Luego pensó: «Menuda pérdida de tiempo». Había aguardado tantos años desesperadamente, y ahora ella se había decidido; ya no era una niña, lo había postergado durante años, pero ahora se había decidido; tenía que hacerse a la idea, se había decidido…
Unos segundos más tarde buscó refugio de nuevo en el odio:
«Claro, claro, cuando yo no era más que un mayor que vagaba por las guarniciones de Nikolsk-Ussuríiski, no quería; sólo se decidió cuando me ascendieron de rango; quería convertirse en la esposa de un general. Todas las mujeres son iguales». Al instante vio con claridad que esos pensamientos carecían de sentido. Le había abandonado y había vuelto con un hombre que sería enviado a un campo, a Kolymá, qué ventaja podía sacar ella de eso… «Las mujeres rusas, los versos de Nekrásov… No me ama, le ama a él… No, no le ama, le compadece, sólo le compadece. ¿Y a mi no me compadece? Ahora yo estoy peor que todos ellos juntos: los que están presos en la Lubianka y en todos los campos, en todos los hospitales con los brazos y las piernas mutilados. Muy bien, me iré a un campo; ¿a quién, elegirás entonces? ¡A él! Sois de la misma raza, mientras que yo soy un extraño. Así me llamaba ella: extraño, un perfecto extraño. Claro, aunque me convirtiera en mariscal, yo siempre seré un campesino, un minero, pero no un intelectual; no le encuentro ni pies ni cabeza a la pintura… En voz alta, con odio, preguntó:
– Pero ¿por qué? ¿Por qué?
Sacó del bolsillo trasero la pistola y la sopesó en la palma de la mano.
– Me mataré, pero no porque no pueda seguir viviendo, sino para que sufras toda tu vida, para que a ti, puta, te remuerda la conciencia.
Luego volvió a poner la pistola en su sitio.
– Dentro de una semana me habrá olvidado.
¡Era él quien tema que olvidar, no recordar más, no mirar atrás!
Se acercó a la mesa y releyó la carta'. «Pobrecito mío, querido, amor…». Lo más temible no eran las palabras crueles, sino las cariñosas, las compasivas, las humillantes. Le resultaban totalmente insoportables, hasta el punto de que no podía respirar.
Recordó sus pechos, sus hombros, sus rodillas. Ahí estaba, yendo a reunirse con su miserable Krímov. «¿Qué puedo hacer yo?» Viaja para verlo, soportando un calor sofocante, el hacinamiento. Alguien le pregunta y ella responde; «Voy a reunirme con mi marido». Y tiene los ojos dulces, mansos y tristes de un perro.
Él, en cambio, miraba por la ventana para ver si ella llegaba. Un temblor sacudió su espalda, resopló, dio un ladrido, se ahogó tratando de reprimir los sollozos que se le escapaban. Recordó que había ordenado que le trajeran de la intendencia del frente bombones de chocolate para ella; le había dicho en broma a Vershkov: «Si los tocas te arranco la cabeza».
Y de nuevo balbuceó:
– Mira, Zhénechka, mi amor, lo que has hecho conmigo; al menos apiádate un poco de mí.
Sacó bruscamente la maleta de debajo de la cama, cogió las cartas y las fotografías de Yevguenia Nikoláyevna, las que había llevado consigo durante tantos años; la fotografía que le había enviado en su última carta y la primera de todas, una fotografía pequeña, de carné, envuelta en papel de celofán, y se puso a romperlas con sus dedos grandes y fuertes. Hacía trizas las carras que le había escrito, y de repente fulguró una frase, y en un fragmento de esa frase aislada, en un trocito de papel, reconoció las palabras que había leído y releído decenas de veces, que le hacían perder la cabeza. Miraba cómo desaparecía la cara morían los labios, los ojos, el cuello en las fotografías rotas. Realizaba aquella operación a toda prisa, precipitadamente. De repente se sentía mejor, como si la arrancara de sí mismo, la pisoteara por completo, se liberara de aquella bruja.
Había vivido perfectamente sin ella. ¡Se sobrepondría! Dentro de un año pasaría por delante de ella sin que le diera un vuelco el corazón. «La necesito como un borracho necesita un corcho de botella.» Pero apenas formuló ese pensamiento, sintió la absurdidad de esa esperanza. Del corazón no se arranca nada, el corazón no es de papel y, en él, la vida no está escrita con tinta, no se puede romper en trozos, no se pueden borrar largos años que se han impreso en el cerebro, en el alma.
Ella era parte de su trabajo, de sus desgracias, de sus pensamientos, era testigo de su debilidad y su fuerza.
Y las cartas rotas no habían desaparecido; las palabras leídas decenas de veces perduraban en la memoria, y los ojos de ella le miraban como antes desde las fotografías rotas.
Abrió el armario, llenó hasta el borde un vaso de vodka, se lo bebió de un trago, encendió un cigarrillo, lo encendió una segunda vez aunque ya había prendido. El dolor le retumbaba en la cabeza, le abrasaba las entrañas.
Y de nuevo preguntó en voz alta:
– Zhénechka, pequeña, querida mía, ¿qué has hecho, qué has hecho? ¿Cómo has podido?
Luego metió los trocitos de papel en su maleta, devolvió la botella de vodka al armario y pensó:
«El vodka alivia un poco las penas».
Pronto los tanques entrarían en el Donbass, llegaría a su pueblo natal, encontraría el lugar donde descansaban sus progenitores. Su padre se sentiría orgulloso de su Petia, su madre se apiadaría de su desdichado hijito. Acabada la guerra, iría a casa de su hermano, viviría con su familia y su sobrina le preguntaría: Tío Petia, ¿ por qué estás tan callado»?
De repente recordó un episodio de su infancia: el perro lanudo que vivía con ellos había corrido tras una perra en celo y había vuelto cubierto de mordiscos, con mechones de pelo arrancados, la oreja desgarrada, la boca torcida, un ojo hinchado y estaba delante de la casa, con el rabo entre las piernas; el padre de Petia, mirándole, le preguntó con cariño:
– ¿Qué, te ha tocado ser el padrino de boda?
Sí, le había tocado…
Vershkov entró en la habitación.
– ¿Está descansando, camarada coronel?
– Sí, un poco.
Miró el reloj y pensó: «Detener el avance hasta las siete de mañana. Transmitir por radio un mensaje cifrado»,
– Voy a pasar revista de nuevo a las brigadas -le dijo a Vershkov.
El viaje rápido en coche le aligeró la opresión en el corazón. El chófer conducía el jeep a ochenta kilómetros por hora por una carretera en pésimas condiciones; el coche saltaba, traqueteaba, se cubría de barro.
Cada vez que el conductor se asustaba, le pedía con una mirada suplicante que le diera permiso para reducir la velocidad.
Entró en el cuartel general de la brigada de tanques.
¡Cómo había cambiado todo en pocas horas! Cómo había cambiado Makárov, como si hiciera años que no se hubieran visto.
Makárov, olvidando el reglamento, abrió los brazos en señal de desconcierto y dijo:
– Guétmanov acaba de transmitir una orden directa de Yeremenko: su decisión de hacer un alto ha sido anulada, debemos continuar el ataque.
Tres semanas más tarde el cuerpo de tanques de Nóvikov fue retirado de la primera línea del frente y pasó a la reserva. Era hora de reforzar los efectivos y reparar los carros. Los hombres y las máquinas estaban exhaustos después de haber recorrido cuatrocientos kilómetros en combate.
Al mismo tiempo que recibía la orden de pasar a la reserva, a Nóvikov también le ordenaron personarse en Moscú, en el Estado Mayor General y en la Dirección Central de los Cuadros Superiores. No estaba claro si volvería a asumir el mando del cuerpo.
Durante su ausencia el mando pasaría temporalmente a manos del general Neudóbnov. Algunos días antes el comisario de brigada Guétmanov había oído que el Comité Central del Partido había decidido retirarle en un futuro inmediato del servicio activo para confiarle el secretariado de un obkom en una provincia liberada del Donbass; el Comité Central concedía una especial relevancia a ese puesto.
La citación de Nóvikov en Moscú había dado mucho que hablar en el Estado Mayor del frente y en la Dirección de las Fuerzas Blindadas.
Algunos decían que la citación no tenía un significado especial y que Nóvikov, después de una breve estancia en Moscú, regresaría y asumiría el mando del cuerpo. Otros sostenían que el asunto tenía que ver con la desafortunada orden de Nóvikov de conceder diez horas de reposo a sus hombres en el punto álgido del ataque, y con el retraso que se había permitido antes de lanzar el cuerpo a la ofensiva. Otros consideraban que no había hecho buenas migas con el comisario del cuerpo y el jefe del Estado Mayor, dos hombres que contaban con grandes méritos.
El secretario del Consejo Militar del frente, un hombre bien informado, afirmó que alguien, había acusado a Nóvikov de tener relaciones personales comprometedoras. Al principio el secretario del Consejo Militar creyó que las desgracias de Nóvikov eran fruto de sus desavenencias con el comisario del cuerpo. Pero, por lo visto, no era así. El secretario del Consejo Militar había visto con sus propios ojos una carta de Guétmanov dirigida a las más altas instancias. En esa carta Guétmanov se oponía a la destitución de Nóvikov como comandante del cuerpo; escribía- que Nóvikov era un jefe militar excepcional, que poseía excelentes dotes mi litares, un hombre intachable tanto desde el punto de vista político como moral.
Pero lo más sorprendente es que el día en que el teniente Nóvikov recibió la orden de presentarse en Moscú disfrutó de una noche tranquila, y durmió de un tirón por primera vez después de haber pasado en blanco muchas noches penosas.
A Shtrum le parecía estar siendo transportado por un tren estruendoso a toda velocidad, y a ese hombre que viajaba a bordo del tren le causaba extrañeza recordar la tranquilidad del hogar. El tiempo se había vuelto denso, repleto de acontecimientos, gente, llamadas telefónicas.
El día que Shishakov había visitado a Shtrum atento, amable, interesándose por su salud, y dando explicaciones divertidas y amistosas con la intención de que olvidara todo lo ocurrido, aquel día parecía remontarse a diez años atrás.
Shtrum creía que las personas que habían tratado de buscarle la ruina estarían tan avergonzadas que no se atreverían a mirarle, pero el día de su regreso al instituto le saludaron con alborozo; le miraban directamente a los ojos, expresándole su buena disposición y amistad. Lo más sorprendente era que esas personas eran absolutamente sinceras, ahora le deseaban todo lo mejor.
Volvía a oír muchos comentarios elogiosos acerca de su trabajo. Malenkov le mandó llamar y, escrutándolo con sus ojos negros, penetrantes e inteligentes, se entretuvo con él cuarenta minutos. Shtrum se quedó asombrado de que estuviera al corriente de su trabajo y de que manejara con tanta soltura los tecnicismos.
A Shtrum le desconcertaron las palabras que dijo Malenkov a modo de despedida: «Nos afligiría mucho ser en alguna medida, un estorbo para su investigación en el campo de la física teórica. Comprendemos perfectamente que sin teoría no hay práctica».
Nunca hubiera esperado que escucharía semejantes palabras.
Qué extraño fue, al día siguiente del encuentro con Malenkov, ver la mirada intranquila e inquisitiva de Shishakov y recordar la sensación de ofensa y humillación que había experimentado cuando éste no le había invitado a la reunión celebrada en su casa.
Márkov se mostraba otra vez atento y cordial, Savostiánov se hacía el ocurrente y gastaba bromas. Gurévich, que había entrado en el laboratorio, abrazó a Shtrum mientras le decía:
– «¡Qué contento estoy, qué contento! Usted es Benjamín el Bienaventurado».
Y el tren continuaba llevándole.
Le preguntaron si consideraba necesario ampliar su laboratorio hasta convertirlo en un instituto de investigación independiente. Viajó a los Urales en un avión especial acompañado por un delegado del Comisariado del Pueblo. Le habían asignado un coche con el que ahora Liudmila Nikoláyevna iba a hacer la compra a la tienda especial y cuyos asientos ofrecía a las mismas mujeres que unas semanas antes fingían no conocerla.
En resumidas cuentas, todo lo que antes parecía complicado, enrevesado, ahora se resolvía por sí solo.
El joven Landesman estaba profundamente conmovido: Kovchenko le había telefoneado a casa; Dubenkov, en sólo una hora, formalizó su admisión en el laboratorio de Shtrum.
Anna Naumovna Weisspapier, de regreso de Kazán, contó a Shtrum que en cuarenta ocho horas había recibido la invitación y el permiso de residencia, y que en la estación de Moscú la estaba esperando un coche enviado por Kovchenko. Dubenkov avisó por escrito a Anna Stepánovna de que se reincorporaría a su antiguo puesto de trabajo y que, con el consenso del subdirector, le pagarían íntegramente el salario de los días que no había trabajado.
A los nuevos colaboradores les daban de comer copiosamente. Decían, en broma, que su trabajo consistía en dejarse llevar desde la mañana a la noche a varias cantinas «cerradas al público». Pero su trabajo, desde luego, no consistía sólo en eso.
La nueva maquinaria instalada en el laboratorio distaba ya mucho de parecerle perfecta a Shtrum; pensaba que, dentro de un año, suscitaría la risa, como la locomotora de Stephenson.
Todos esos acontecimientos de su vida le parecían naturales y al mismo tiempo completamente artificiales. En realidad, si su obra era tan importante e interesante, ¿por qué no iba a ser elogiada? Si Landesman era un investigador de talento, ¿por qué no iba a trabajar en el instituto? Y si Anna Naumovna era una persona insustituible, ¿por qué dejarla arrinconada en Kazán?
Así y todo, Shtrum sabía muy bien que de no haber sido por la llamada telefónica de Stalin, nadie en el instituto habría elogiado las excelencias de su trabajo y Landesman, con todo su talento, estaría con los brazos cruzados.
La llamada telefónica de Stalin no era una casualidad, un antojo, un capricho. Stalin era la encarnación del Estado y el Estado no tiene antojos ni caprichos.
Shtrum temía que el trabajo de carácter organizativo -el recibimiento de los nuevos investigadores, la planificación, los pedidos de material, las reuniones- le ocupara todo el tiempo. Pero los automóviles circulaban rápido, las reuniones eran breves y nadie llegaba tarde, sus deseos se hacían fácilmente realidad y Shtrum podía pasar las horas más preciadas de la mañana en el laboratorio. Era durante esa parte del día cuando se sentía libre. Nadie le estorbaba y podía pensar exclusivamente en lo que le interesaba. Su ciencia le pertenecía. Nada que ver con lo que le pasaba al pintor en El retrato de Gógol.
Nadie atentaba contra sus intereses científicos, y eso es lo que le daba más miedo. «Soy realmente libre», se sorprendía.
Una vez le vinieron a la mente los argumentos que el ingeniero Artelev había expresado en Kazan sobre el aprovisionamiento por parte de las fábricas militares de materia prima, energía, maquinaria, y sobre la ausencia de trámites burocráticos.
«Claro -pensó Viktor Pávlovich-, es el estilo "alfombra voladora": en la ausencia de burocracia es precisamente donde se revela el burocratismo. Todo lo que sirve a los grandes objetivos del Estado corre a la velocidad de un tren expreso. La fuerza de la burocracia contiene dos tendencias opuestas: es capaz de detener cualquier movimiento o acelerarlo de manera insólita, como si escapara a los límites de la atracción terrestre.»
Ahora rara vez pensaba en las veladas transcurridas en la pequeña habitación de Kazan, y cuando lo hacía, era con cierta indiferencia. Madiárov ya no le parecía tan interesante e inteligente; ahora no sentía esa ansiedad constante por su destino, ya no le venía a la cabeza con tanta frecuencia y persistencia el recelo de Karímov hacia Madiárov, y viceversa.
Sin darse cuenta, todo lo ocurrido había comenzado a parecerle natural y legítimo. La nueva vida de Shtrum se había convertido en la regla, y él había empezado a acostumbrarse. La vida que antes vivía ahora le parecía la excepción; poco a poco la iba olvidando. ¿Eran tan acertadas las consideraciones de Artelev?
Antes, en cuanto entraba en el departamento de personal, se irritaba, se le ponían los nervios de punta, sentía sobre sí la mirada de Dubenkov. Pero Dubenkov era, de hecho, un hombre servicial y benévolo.
Telefoneaba a Shtrum y le decía:
– Dubenkov al había. ¿Le molesto, Víktor Pávlovich?
Siempre había pensado que Kovchenko era un ser pérfido, un siniestro intrigante capaz de sacarse del medio a cualquiera que se interpusiera en su camino, un demagogo indiferente a la esencia del trabajo; le parecía venido de otro mundo de instrucciones misteriosas, no escritas. Ahora se le aparecía bajo un aspecto completamente diferente, Entraba cada día en el laboratorio de Shtrum, se comportaba de manera sencilla, bromeaba con Anna Naumovna y se mostraba como un verdadero demócrata; estrechaba la mano a todos, charlaba con los técnicos y los mecánicos, supo que en su juventud había trabajado de tornero en un taller.
Shtrum había detestado a Shishakov durante años. Pero ahora había ido a comer a su casa y descubrió que era una persona hospitalaria, llena de ingenio, bromista, un gourmet amante del buen coñac y coleccionista de grabados. Y lo más importante: apreciaba la teoría de Víktor Pávlovich.
«He vencido», pensaba Shtrum. Pero comprendía que no era un gran triunfo, que si los hombres con los que trataba habían cambiado su actitud hacia él y habían comenzado a saludarle en lugar de ponerle obstáculos no era porque se hubieran rendido a la fuerza de su inteligencia, su talento o cualquier otra virtud.
Sin embargo, estaba contento: ¡había vencido!
Casi cada noche transmitían boletines informativos por la radio. La ofensiva de las tropas soviéticas continuaba extendiéndose. Y a Víktor Pávlovich le parecía ahora de lo más natural y sencillo adecuar su vida al curso de la guerra, a la victoria del pueblo, del ejército, del Estado.
Pero también comprendía que no todo era tan sencillo; se burlaba de su propio deseo de ver sólo las cosas, simples, como en los abecedarios infantiles: «Stalin aquí, Stalin allí, viva Stalin».
Durante mucho tiempo había creído que los administradores y los militantes del Partido, también en el seno de su familia, no hacían otra cosa que hablar de la pureza ideológica de los cuadros dirigentes, firmar papeles con lápiz rojo, leer en voz alta a sus mujeres el Breve curso de la historia del Partido, y que, por la noche, sólo soñaban con disposiciones transitorias e instrucciones obligatorias.
Y sin embargo, de improviso, había descubierto en ellos otro aspecto; el lado humano.
El secretario del comité del Partido, Ramskov, era aficionado a la pesca, y antes de la guerra había recorrido en barca los ríos de Ucrania con su mujer e hijos.
– Eh, Viktor Pávlovich -decía-, ¿hay algo mejor en la vida? Te levantas al amanecer, todo brilla por el rocío, la arena de la orilla está fría, lanzas la caña, y el agua, todavía oscura, no da nada pero parece llena de promesas… Cuando acabe la guerra le llevaré conmigo a la cofradía de pescadores…
Un día, Kovchenko se había puesto a hablar con Shtrum de enfermedades infantiles. Shtrum se había sorprendido de sus vastos conocimientos acerca de los tratamientos para curar el raquitismo y las anginas. Se había enterado de que Kasián Teréntievich, además de dos hijos biológicos, había adoptado a un niño español. El pequeño español solía enfermar con frecuencia y Kasián
Teréntievich cuidaba de él personalmente.
Incluso Svechín, por lo general de carácter adusto, le habló de su colección de cactus, que había logrado salvar durante el frío invierno de 1941.
«Así que no son tan mala gente, después de todo -pensaba Shtrum-. En cada hombre hay algo humano.»
Por supuesto, en lo más íntimo, comprendía que todos estos cambios en conjunto no cambiaban nada. No era un estúpido y tampoco un cínico; sabía utilizar el cerebro.
En aquellos días le vino a la cabeza la historia de Krímov sobre un viejo amigo suyo, un tal Bagrianov, primer juez de instrucción del tribunal militar. Bagrianov había sido arrestado en 1937, pero en 1939 Beria, en un efímero ataque de liberalismo, le había liberado del campo y autorizado a regresar a Moscú.
Krímov contaba que Bagrianov había ido a verle una noche, directamente desde la estación, con la camisa y los pantalones hechos jirones y el certificado del campo en el bolsillo.
Esa noche pronunció discursos liberales, se compadeció de la suerte de todos los prisioneros en los campos, quería convertirse en apicultor y jardinero,
Pero, poco a poco, a medida que Bagrianov regresaba a su vida pasada, también sus discursos se modificaron sustancialmente.
Krímov contaba entre risas las sucesivas evoluciones en la ideología de Bagrianov. Le habían devuelto el uniforme militar, y en esta fase continuaba conservando sus opiniones liberales. Pero en un momento dado, al igual que Danto n, había dejado de denunciar el mal.
Luego, a cambio de su certificado del campo le entregaron el permiso de residencia en Moscú. Y enseguida le había surgido el deseo de adoptar posturas hegelianas: «Todo lo que es real es racional». Cuando le devolvieron su apartamento empezó a hablar de manera totalmente diferente, afirmando que la mayoría de los condenados en los campos eran enemigos del Estado soviético. Entonces le devolvieron sus condecoraciones. Al final había sido reintegrado en el Partido y le reconocieron los años de antigüedad.
Justo en ese momento surgieron los primeros problemas de Krímov con el Partido. Bagrianov dejó de llamarle por teléfono. Una vez Krímov se lo había encontrado por casualidad: Bagrianov, con dos rombos sobre el cuello de la guerrera, salía del coche ante la entrada de la fiscalía. Habían pasado ocho meses desde que el hombre con la camisa hecha harapos, el certificado del campo en el bolsillo, se había sentado en la habitación de Krímov a disertar sobre la inocencia de los sentenciados y la violencia ciega.
«Y yo que pensaba, después de escucharle aquella noche, que la fiscalía había perdido para siempre a un devoto servidor», había dicho con una sonrisita Krímov.
Naturalmente no era una casualidad que Víktor Pávlovich hubiera recordado esa historia y se la hubiera contado a Nadia y a Liudmila Nikoláyevna.
Nada había cambiado en su actitud hacia las personas caídas en desgracia en 1937. Como antes, se horrorizaba por la crueldad de Stalin.
La vida de la gente no cambia por el hecho de que un tal Shtrum se hubiera convertido en el hijo mimado de la suerte. Nada devolvería Ja vida a las víctimas de la colectivización o a los fusilados en 1937 porque se le otorgara una condecoración o una medalla a un tal Shtrum, porque Malenkov le mandara llamar o porque le incluyeran en la lista de invitados a tomar el té en casa de Shishakov.
Todo esto Víktor Pávlovich lo comprendía perfectamente y no lo olvidaba. Y sin embargo, en esta memoria y en esta comprensión, se producían cambios. ¿Es que no sentía el mismo malestar, la misma nostalgia de la libertad de expresión y de prensa? ¿Es que no le consumía con la misma fuerza que antes el pensamiento de los inocentes que habían perecido? ¿Acaso aquello tenía que ver con que ahora no sentía ese miedo constante y agudo noche y día?
Víktor Pávlovich comprendía que Kovchenko, Dubenkov, Svechín, Prásolov, Shishakov, Gurévich y tantos otros no se habían vuelto mejores porque hubieran cambiado su actitud hacia él. Gavronov, que continuaba cubriendo de oprobios a Shtrum y su trabajo con una obstinación fanática, al menos era honesto.
Un día Shtrum le dijo a Nadia:
– Sabes, creo que es mejor defender las posiciones de las Centurias Negras, por deleznables que sean, que fingir estar a favor de Herzen y Dobroliúbov con fines arribistas.
Se enorgullecía ante su hija de su capacidad de controlarse, de vigilar sus pensamientos. A. él no le pasaría lo que a tantos otros: el éxito no influiría en sus puntos de vista, en sus lazos afectivos, en la elección de sus amigos… Nadia se había equivocado al sospechar, durante un tiempo, que era capaz de semejante pecado.
Él ya era perro viejo. Todo cambiaba en su vida, pero él no. Seguía llevando el traje raído, las corbatas arrugadas, los zapatos con los tacones desgastados. Seguía llevando el pelo demasiado largo, desgreñado, y asistía a las reuniones más importantes sin tomarse siquiera la molestia de afeitarse.
Como antes, le gustaba charlar con los porteros y los ascensoristas. Como siempre, juzgaba con gesto altivo, incluso con desprecio, las debilidades humanas, y condenaba la pusilanimidad de muchas personas. Se consolaba pensando: «Al menos yo no me he doblegado, no he dado mí brazo a torcer, me he mantenido firme, no me he arrepentido. Han venido a buscarme».
Le decía a menudo a su mujer; «¡Cuánta mediocridad hay por todas partes! Cuántas personas tienen miedo de defender su derecho a ser honestas, cuántas se dan por vencidas, cuánto conformismo, cuántos actos mezquinos».
Incluso de Chepizhín había pensado una vez con reproche: «Su desmesurado amor por el turismo y el alpinismo encubre un miedo inconsciente a la complejidad de la vida. Y su partida del instituto revela el miedo consciente a enfrentarse a la principal cuestión de nuestra vida».
Era evidente que algo estaba cambiando en él. Lo sentía, pero no lograba comprender qué era exactamente.
Guando regresó al trabajo, Shtrum no encontró a Sokolov en el laboratorio. Dos días antes de su vuelta al instituto, Piotr Lavréntievich había cogido una neumonía.
Shtrum se enteró de que, poco antes de ponerse enfermo, Sokolov había acordado con Shishakov ser transferido a un puesto diferente. Al final había sido designado director de un laboratorio que estaba siendo reorganizado. A Piotr Lavréntievich las cosas le iban bastante bien.
Ni siquiera el omnisciente Márkov estaba al corriente de los verdaderos motivos que habían inducido a Sokolov a solicitar a la dirección el traslado del laboratorio de Shtrum.
Al enterarse de su partida, Víktor Pávlovich no sintió ni dolor ni compasión: la idea de encontrárselo, de trabajar con él, le resultaba insoportable.
Quién sabe lo que Sokolov habría leído en los ojos de Víktor Pávlovich. Por supuesto, no tenía derecho a pensar en la mujer de su amigo del modo en que lo hacía. No tenía derecho a echarla de menos. No tenía derecho a encontrarse a escondidas con ella.
Si alguien alguna vez le hubiera contado una historia similar, se habría indignado. ¡Engañar a la propia mujer! ¡Engañar a un amigo!
Sin embargo la añoraba, soñaba con verla.
Liudmila había reanudado su amistad con María Ivánovna. A una larga conversación telefónica había seguido un encuentro; habían llorado, arrepintiéndose de los malos pensamientos que habían concebido la una respecto a la otra, de sus sospechas, de la falta de confianza en su amistad.
¡Dios, qué complicada y embrollada era la vida! Maria Ivánovna, la honesta y pura Maria, no había sido sincera con Liudmila, había fingido. Pero sólo había actuado así porque le amaba.
Ahora Víktov Pávlovich raras veces veía a María Ivánovna. Casi todo lo que sabía de ella le llegaba a través de Liudmila.
Supo que Sokolov había sido propuesto para el premio Stalin por unos trabajos publicados antes de la guerra, que había recibido una carta entusiasta de unos jóvenes físicos de Inglaterra y que en las próximas elecciones de la Academia sería presentada su candidatura como miembro correspondiente. Todas estas informaciones se las había dado Maria Ivánovna a Liudmila.
Durante sus breves encuentros con Maria Ivánovna, Shtrum ahora ni siquiera mencionaba a Piotr Lavréntievich.
Las preocupaciones del trabajo, las reuniones, los viajes no conseguían aplacar su continua nostalgia, y el deseo de verla era constante.
Liudmila Nikoláyevna le había dicho varias veces:
– No entiendo por qué Sokolov la tiene tomada contigo. Ni siquiera Masha se lo explica.
La explicación, por supuesto, era sencilla, pero era imposible que María Ivánovna la compartiera con Liudmila.
Bastante había hecho con confesarle a su marido lo que sentía por Shtrum.
Aquella confesión había destruido para siempre la amistad entre Shtrum y Sokolov. Le había prometido a su marido que no volvería a ver a Shtrum. Si decía una palabra a Liudmila no sabría nada más de ella; ni dónde estaba ni cómo estaba. ¡Se veían tan poco! ¡Y los encuentros eran tan breves! Cuando se encontraban apenas hablaban, paseaban por la calle cogidos de la mano o se quedaban sentados en silencio en un banco del parque.
Cuando Shtrum estaba en sus horas más bajas, Maria, con una sensibilidad fuera de lo común, había entendido por lo que estaba pasando. Había adivinado sus pensamientos, previsto sus acciones; parecía conocer de antemano todo lo que le pasaría. Cuanto más abatido estaba, más doloroso e intenso era el deseo de verla. Le parecía que en esa comprensión absoluta residía su única felicidad. Tenía la impresión de que al lado de esa mujer podía soportar cualquier sufrimiento. Con ella sería feliz.
Habían conversado por las noches en Kazan, en Moscú habían paseado juntos por el jardín Neskuchni, una vez se habían sentado unos minutos en un banco, en la plaza de la calle Kaluga; eso era todo. Eso, antes. Ahora, por el contrario, a veces se hablaban por teléfono; otras, se veían en la calle, y de estos breves encuentros no decía ni una palabra a Liudmila.
A decir verdad, Víktor comprendía que su pecado, el de él y el de ella, no se medía por los minutos pasados en secreto sentados en un banco. Su pecado era más grave: la amaba. ¿Por qué había ocupado ella un lugar tan importante en su vida?
Cada palabra dicha a su mujer era una verdad a medias. Cada movimiento, cada mirada, aun cuando1 fuera contra su voluntad, contenía en sí la mentira.
Con indiferencia fingida, preguntaba a Liudmila Nikoláyevna: «¿Te ha llamado tu amiguita? ¿Cómo está? ¿Y la salud de Piotr Lavréntievich?».
Se alegraba de los éxitos de Sokolov, pero no porque albergara buenos sentimientos hacia él. Le parecía que en cierto sentido los éxitos de Sokolov le daban derecho a María Ivánovna a no sentir remordimientos.
Era insoportable tener noticias de Sokolov y Maria Ivánovna por boca de Liudmila. Era humillante para Liudmila, para Maria Ivánovna, para él.
La mentira se mezclaba con la verdad incluso cuando hablaba con su mujer sobre Tolia, Nadia y Aleksandra Vladímirovna. La mentira estaba en todas partes. ¿Por qué motivo? Sus sentimientos hacia Maria Ivánovna eran la verdad de su alma, de sus pensamientos, de sus deseos. ¿Por qué esta verdad engendraba tantas mentiras? Sabía que, renunciando a ese amor, liberaría de la mentira a Liudmila, a Maria Ivánovna y a sí mismo. Pero cada vez que se convencía de que debía renunciar a ese amor al que no tenía derecho, un sentimiento perverso, que le nublaba el juicio y rechazaba el sufrimiento, le disuadía insinuándole: «Esta mentira, al fin y al cabo, no es tan terrible, no hace daño a nadie. El sufrimiento es peor que la mentira».
A ratos le parecía que podría encontrar la fuerza y la crueldad para romper con Liudmila y destruir la vida de Sokolov, y ese sentimiento le incitaba, le permitía formular el argumento opuesto: «La mentira es lo peor de todo. Sería mejor romper con Liudmila que mentir, que obligar a Maria Ivánovna a mentir. La mentira es peor que el sufrimiento».
No se daba cuenta de que su pensamiento se había transformado en el fiel servidor de su sentimiento, que sus sentimientos manejaban al pensamiento, y que sólo había un modo de romper ese círculo vicioso: cortar por lo sano, sacrificarse a sí mismo en lugar de a los demás.
Cuanto más pensaba en todo aquello, menos lo entendía. ¿Cómo entenderlo, cómo desembrollar la maraña? Su amor por Maria Ivánovna era al mismo tiempo la verdad y la mentira de su vida. El verano pasado había tenido una aventura con la bella Nina, y no se había tratado de una historia entre colegiales. Con Nina no se había limitado a pasear por un jardín. Pero sólo ahora había irrumpido esa sensación de traición, de desgracia familiar, de culpa ante Liudmila.
Aquellas elucubraciones consumían una incalculable cantidad de energía espiritual e intelectual, probablemente tanta como la que Planck había dedicado a elaborar la teoría cuántica.
Una vez había considerado que ese amor nacía sólo de sus penas y desgracias… Sin ellas, nunca hubiera experimentado aquel sentimiento…
Pero ahora la vida le sonreía, y su deseo de ver a Maria Ivánovna no se había atenuado.
Ella era una persona especial: no la atraían ni la riqueza ni la fama ni el poder. Por el contrario, deseaba compartir con él las desdichas, la pena, las privaciones… Shtrum se alarmó: ¿y si ahora ella le daba la espalda?
Comprendía que Maria Ivánovna adoraba a Piotr Lavréntievich, y eso le hacía enloquecer.
Lo más probable es que Zhenia tuviera razón. Ese segundo amor, llegado después de largos años de matrimonio, era en realidad la consecuencia de una avitaminosis del alma, del mismo modo que una vaca sueña con lamer la sal que durante años busca y no encuentra en la hierba, en el heno y en las hojas de los árboles. Esa hambre del alma crece poco a poco hasta convertirse en una fuerza enorme. Sí, era eso, era eso. Oh, qué bien conocía el hambre espiritual… Maria Ivánovna era completamente diferente de Liudmila…
¿Eran ciertos o falsos esos pensamientos? Shtrum no se daba cuenta de que no los había engendrado la razón, sus actos no estaban determinados por su corrección o su inconveniencia. No era la razón fa que gobernaba su conducta. Sufría si no veía a María Ivánovna y era feliz cuando pensaba que iba a verla. Cuando se imaginaba que en el futuro podrían estar siempre juntos, era feliz.
¿Por que no sentía remordimientos cuando pensaba en Sokolov? ¿Por qué no sentía vergüenza?
Pero ¿de qué tenía que avergonzarse? A fin de cuentas, sólo habían paseado por el parque y se habían sentado en un banco.
¡Como si el problema fuera haberse sentado en un banco! Estaba dispuesto a romper con Liudmila, a decirle a su amigo que amaba a su mujer, que quería quitársela.
Ahora evocaba todo lo malo de su vida en común con liudmila. Recordaba la mala velación entre Liudmila y su madre, que Liudmila no había permitido a su primo, de regreso del campo penitenciario, pasar la noche en casa. Recordaba de ella la dureza, la grosería, la terquedad, la crueldad.
Los malos recuerdos le endurecían. Y necesitaba endurecerse para cometer una crueldad. Por otro lado Liudmila había pasado toda su vida con él, compartiendo los momentos más duros y difíciles. Tema el cabello casi cano y cargaba con muchos sufrimientos a las espaldas. ¿Es que sólo tenía defectos? Durante muchos años se había sentido orgulloso de ella, le alegraba su rectitud, su sinceridad. Sí, sí, no había duda, se disponía a cometer una crueldad.
Por la mañana, a punto de salir para el trabajo, Víktor Pávlovich recordó la reciente visita de Yevguenia Nikoláyevna, y pensó: «Qué suerte que Zhenia haya vuelto a Kúibishev».
Se avergonzó de ese pensamiento, y precisamente en aquel instante Liudmila Nikoláyevna dijo:
– A todos nuestros parientes encarcelados se ha sumado Nikolái. Menos mal que Zhenia ya no está en Moscú.
Quiso reprocharle esas palabras, pero se dio cuenta a tiempo y decidió no decir nada: un reproche suyo hubiera sonado demasiado falso.
– Te ha llamado Chepizhin -dijo Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum miró el reloj.
– Esta noche volveré pronto y le llamaré. A propósito, es posible que vaya de nuevo a los Urales.
– ¿Por mucho tiempo?
– No, dos o tres días.
Tenía prisa, le esperaba un gran día.
Grande era su trabajo, grandes sus asuntos, ¡asuntos de Estado!, pero sus pensamientos seguían la ley de la proporcionalidad inversa: eran pequeños, míseros, banales.
Zhenia, antes de irse, le había pedido a su hermana que se acercara a Kuznetski Most para hacerle llegar a Krímov doscientos rublos.
– Liudmila -dijo-, no te olvides de entregar ese dinero, como te pidió Zhenia. Ya has tardado demasiado.
Había dicho eso no porque se preocupara por Krímov o Zhenia. Lo había dicho porque temía que el descuido de Liudmila pudiera precipitar la vuelta de Zhenia a Moscú. Zhenia, una vez en la capital, comenzaría a escribir declaraciones, cartas, a hacer llamadas telefónicas, transformando el apartamento de Shtrum en un centro de asistencia a los detenidos.
Comprendía que esos pensamientos no sólo eran pequeños y mezquinos, sino también viles. Sintió vergüenza y añadió a toda prisa:
– Escribe a Zhenia. Invítala en nombre tuyo y mío. Quizá tenga que volver a Moscú, y, sin invitación, no le será fácil. ¿Me has oído, Liuda? ¡Escríbele enseguida!
Después de estas palabras, se sintió bien, pero una vez más sabía que lo había dicho por su propia tranquilidad… En cualquier caso era extraño. Antes, cuando se pasaba días enteros en su habitación, aislado de todos, temiendo al administrador de la casa y a las empleadas de la oficina de racionamiento, tenía la cabeza llena de pensamientos sobre la vida, la verdad, la libertad; pensamientos sobre Dios… Nadie le necesitaba, su teléfono no sonaba durante semanas enteras, sus conocidos preferían no saludarle cuando se»o encontraban por la calle. En cambio ahora, cuando de cenas de personas le esperaban» le llamaban por teléfono le escribían, ahora que una ZIS-101 tocaba el claxon delicadamente bajo la ventana de su casa, no podía librarse de un cúmulo de pensamientos vacíos como las cáscaras de los granos de girasol, de un lamentable sentimiento de enojo de temores ridículos.
Sus reflexiones microscópicas y triviales le acompañaban a todas partes: pronunciaba palabras fuera de lugar esbozaba una sonrisita imprudente.
Durante un tiempo después de la llamada telefónica de Stalin le pareció que el miedo había desaparecido de su vida. Pero persistía, sólo que era diferente: ya no era un miedo plebeyo, sino señorial. Era un miedo que viajaba en coche, que tenía línea directa con el Kremlin; pero seguía presente.
Lo que parecía imposible, una actitud de rivalidad envidiosa hacia los logros y las teorías de otros científicos, se había convertido en algo normal. Le inquietaba que le adelantaran, que le doblaran.
No tenía muchas ganas de hablar con Chepizhin; le parecía que no tenía fuerzas para mantener una conversación que preveía larga y difícil. Habían simplificado demasiado cuando habían tocado el tema de la dependencia de la ciencia respecto al Estado. Él se sentía verdaderamente libre. Nadie consideraba sus modelos teóricos como hipótesis absurdas sacadas del Talmud. Nadie le atacaba. El Estado necesitaba la física teórica. Ahora Shishakov y Badin lo comprendían. Para que Márkov demostrara su talento en la experimentación y Kochkúrov en su aplicación práctica, se necesitaba a un teórico. Todos lo habían comprendido de repente después de la llamada telefónica de Stalin. ¿Cómo podía explicar a Dmitri Petróvich que esa llamada le había proporcionado la libertad en el trabajo? Pero ¿por qué se había vuelto tan intolerante con los defectos de Liudmila Nikoláyevna? ¿Por qué era tan indulgente con Shishakov?
Ahora Márkov le parecía especialmente agradable. Se interesaba por los asuntos personales de los jefes, por las circunstancias secretas o medio secretas, las inocentes argucias y las meditadas perfidias, las pequeñas ofensas y las graves humillaciones por no haber sido invitado al presídium, la inclusión en las listas especiales, y las palabras fatales: «Usted no está en la lista».
Incluso hubiera preferido pasar una tarde libre charlando con Márkov que discutiendo como lo hacía con Madiárov en las reuniones de Kazan. Márkov captaba con sorprendente precisión los aspectos ridículos de las personas, sabía burlarse de las debilidades humanas, sin malicia y al mismo tiempo con sarcasmo. Poseía una inteligencia refinada y, sobre todo, era un científico de primer orden; tal vez era el físico experimental de mayor talento del país.
Shtrum ya se había puesto el abrigo cuando Liudmila Nikoláyevna le dijo:
– María Ivánovna llamó ayer.
Se apresuró a preguntar:
– ¿Y?
Su cara había cambiado visiblemente de expresión.
– ¿Qué tienes? -preguntó Liudmila Nikoláyevna,
– Nada, nada -respondió, volviendo del pasillo a la habitación.
– En realidad no lo entendí del todo, pero temo que sea una historia desagradable. Parece que Kovchenko les ha telefoneado. Como de costumbre, está preocupada por ti; tiene miedo de que te busques problemas de nuevo.
– ¿Cómo? -preguntó él, impaciente-. No lo entiendo.
– Es lo que te digo: yo tampoco lo entiendo. Evidentemente, no quería extenderse demasiado por teléfono.
– Espera, repítemelo otra vez-dijo Shtrum, desabrochándose el abrigo y sentándose en la silla al lado de la puerta.
Liudmila le miró y movió la cabeza. Le pareció que sus ojos le observaban con aire de tristeza y reproche.
Y como para confirmarle esa conjetura, le dijo:
– Ves, Vitia, esta mañana no tenías tiempo de telefonear a Chepizhin, pero siempre estás dispuesto a oír hablar de Masha… Incluso has esperado, aunque llegabas tarde.
Mirándola de reojo, de arriba abajo, dijo:
– Sí, llego tarde.
Se acercó a la mujer, se llevó su mano a los labios.
Ella le acarició la nuca, despeinándole ligeramente el pelo.
– Ya ves qué importante e interesante se ha vuelto Masha -dijo despacio Liudmila, y sonriendo con tristeza, añadió-: La misma Masha que no sabe distinguir a Balzac de Flaubert.
Shtrum la miró: tenía los ojos húmedos y le pareció que los labios le temblaban.
Impotente, se encogió de hombros, y cuando llegó a la puerta se volvió a mirarla.
Le dejó estupefacto la expresión de su cara. Bajaba las escaleras y pensaba que si se separaba de Liudmila y no volvía a verla, esa expresión de su cara impotente, conmovedora, extenuada, llena de vergüenza por él y por ella, no le abandonaría hasta el día de su muerte. Comprendía que en esos momentos había sucedido algo muy importante: su mujer le había dado a entender que percibía su amor por María Ivánovna, y él se lo había confirmado…
Una cosa era cierta: si veía a Masha era feliz, si pensaba que no la volvería a ver le costaba respirar.
Cuando el coche de Shtrum se acercaba al instituto, el automóvil de Shishakov se puso a su altura, y los dos vehículos se detuvieron casi al mismo tiempo en la entrada.
Caminaban el uno al lado del otro por el pasillo, así como poco antes sus respectivos vehículos circulaban juntos.
Alekséi Alekséyevich tomó a Shtrum del brazo y le preguntó:
– Entonces, ¿se va pronto?
– Parece que sí -respondió Shtrum.
– Dentro de poco usted y yo nos despediremos para siempre. Usted será el amo y señor -dijo en broma Alekséi Alekséyevich.
Shtrum pensó de repente: «¿Qué diría si le preguntara si ha amado alguna vez a la mujer de otro?».
– Víktor Pávlovich-dijo Shishakov-, ¿le va bien pasarse por mi despacho sobre las dos?
– A las dos estoy libre. Con mucho gusto.
Aquel día tenía pocas ganas de trabajar.
En el laboratorio, Márkov, sin chaqueta y con la camisa arremangada, fue al encuentro de Shtrum y le dijo animadamente.
– Si me lo permite, Víktor Pávlovich, pasaré un poco más tarde a verle. Tengo algo interesante que explicarle, charlaremos un rato.
– A las dos he quedado con Shishakov -respondió Shtrum-. Venga luego. Yo también tengo algo que contarle.
– ¿A las dos con Alekséi Alekséyevich? -repitió Márkov y por un instante se sumió en sus pensamientos-. Creo que sé lo que quiere pedirle.
Shishakov, al ver a Shtrum, le dijo:
– Iba a llamarle para recordarle nuestra cita.
Shtrum miró el reloj,
– Me parece que no llego tarde.
Alekséi Alekséyevich se erguía ante él, con su gran cabeza plateada, enorme, ataviado con un elegante traje gris. Pero a Shtrum sus ojos ahora no le parecían fríos y arrogantes, sino más bien los ojos de un niño, apasionado lector de Dumas y Mayne Reid.
– Mi querido Víktor Pávlovich, tengo que contarle algo importante -le anunció con una sonrisa Alekséi Alekséyevich y, cogiéndolo del brazo, le condujo hacia un sillón.-. La cuestión es seria, no demasiado agradable.
– Bueno, ya estamos acostumbrados -dijo Shtrum, y con gesto aburrido echó una ojeada en tomo al estudio del oponente académico-. Vayamos al grano…
– Lo que pasa -comenzó Shishakov- es que en el extranjero, sobre todo en Inglaterra, se ha lanzado una campaña repugnante. A pesar de que nosotros soportamos casi todo el peso de la guerra a nuestras espaldas, algunos científicos ingleses, en vez de exigir la apertura de un segundo frente, han orquestado una campaña más bien extraña, fomentando sentimientos hostiles hacia la Unión Soviética.
Miró a Shtrum a los ojos. Víktor Pávlovich conocía aquella mirada franca, honesta, propia de las personas que están a punto de cometer una bajeza.
– Claro, claro -dijo Shtrum-. Pero, exactamente, ¿en qué consiste esa campaña?
– Una campaña de difamaciones -insistió Shishakov-. Han publicado una lista de científicos y escritores soviéticos que supuestamente habrían sido fusilados; se habla de un número increíble de individuos condenados por motivos políticos. Con un fervor incomprensible, incluso diría que sospechoso, tratan de refutar los crímenes del doctor Pletniov y Levin, los asesinos de Maksim Gorki, delitos corroborados en la instrucción del caso y por el tribunal. Todo esto ha sido publicado en un periódico próximo a los círculos gubernamentales.
– Claro, claro, claro -repitió tres veces Shtrum-. ¿Y qué más?
– En esencia, esto es todo más o menos. También hablan del genetista Chetverikov; han creado un comité para su defensa.
– Pero mi querido Alekséi Alekséyevich, Chetverikov ha sido arrestado.
Shishakov se encogió de hombros.
– Como usted bien sabe, Víktor Pávlovich, no estoy al corriente del trabajo de los órganos de seguridad. Pero si, en efecto, le han arrestado, será porque ha cometido algún delito. Usted y yo no hemos sido arrestados, ¿verdad?
En aquel momento entraron Badin y Kovchenko. Shtrum comprendió que Shishakov les estaba esperando, que había quedado con ellos. Alekséi Alekséyevich ni siquiera se tomó la molestia de poner en antecedentes a los recién llegados sobre el tema del que estaban hablando.
– Por favor, enmaradas, siéntense, siéntense… -y continuó dirigiéndose a Shtrum-: Víktor Pávlovich, estas patrañas han llegado hasta América y han sido publicadas en las páginas del New York Times, suscitando naturalmente la indignación de la intelligentsia soviética.
– Claro, no es para menos -recalcó Kovchenko, observando a Shtrum con una mirada cálida y penetrante.
La mirada de sus ojos castaños era tan amistosa que Víktor Pávlovich no expresó en voz alta el pensamiento que le vino a la cabeza: «¿Cómo ha podido indignarse la intelligentsia soviética si no han visto un ejemplar del New York Times en su vida?».
Shtrum se encogió de hombros y masculló algo, actitud que podía indicar que estaba mostrando su acuerdo con Shishakov y Kovchenko.
– Naturalmente -retomó el hilo Shishakov-, en nuestro círculo ha surgido el deseo de desmentir toda esa sarta de mentiras, así que hemos redactado un documento.
«¿Hemos redactado? Tú no has redactado nada, lo han escrito por ti», pensó Shtrum.
Shishakov continuó:
– El documento está escrito en forma de carta.
Entonces Badin intervino en voz baja;
– Yo lo he leído. Está bien escrito y dice todo lo que hay que decir. Ahora sólo necesitamos que lo suscriban por un selecto grupo de científicos eminentes de nuestro país, personas que gozan de reputación en Europa y a nivel mundial.
Desde las primeras palabras de Shishakov, Shtrum había comprendido adonde iría a parar aquella conversación. Lo único que no sabía era qué le pediría Alekséi Alekséyevich, si una intervención en el Consejo Científico, un artículo o su apoyo en una votación. Ahora lo había entendido; querían su firma al pie de la carta.
Sintió náuseas. De nuevo, como antes de la reunión en la que habían pretendido que se arrepintiera públicamente se sintió endeble, percibió su miserable debilidad.
Una vez más, millones de toneladas de granito estaban a punto de caer sobre sus espaldas…
¡El profesor Pletníov!
Shtrum recordó de repente un artículo publicado en Pravda, donde una histérica volcaba acusaciones descabelladas contra el viejo médico. Como siempre, todo lo que se publica parece verdad. A todas luces, la lectura de Gógol, Tolstoi, Chéjov y Korolenko había inculcado en los rusos una veneración casi religiosa a la letra impresa. Al final, no obstante, Shtrum había comprendido que los periódicos mentían, que el profesor Pletniov había sido difamado.
Poco después de la aparición del artículo, Pletniov y Levin, un famoso médico del hospital del Kremlin, fueron arrestados. Los dos confesaron haber asesinado a Maksim Gorki.
Los tres hombres miraban a Shtrum. Sus ojos eran amistosos, afables, tranquilizadores. Shtrum era uno de los suyos. Shishakov había reconocido fraternalmente Ja enorme valía de su trabajo. Kovchenko le miraba con respeto. Los ojos de Badin decían: «Sí, todo lo que hacías me parecía extraño. Pero me equivocaba, no comprendía. El Partido me ha hecho ver mi error».
Kovchenko abrió una carpeta roja y tendió a Shtrum una carta mecanografiada.
– Víktor Pávlovich -dijo-, debo decirle una cosa: esta campaña angloamericana le hace el juego a los fascistas. Probablemente sea obra de una quinta columna.
Badin, interrumpiéndole, dijo:
– ¿Por qué intenta persuadir a Víktor PávlovicbJlEn él late el corazón de un patriota soviético ruso, como en todos nosotros.
– Por supuesto -confirmó Shishakov-, así es.
– ¿Y quién lo pone en duda? -subrayó Kovchenko.
– Claro, claro -dijo Shtrum.
Lo más sorprendente es que esas personas, hasta hace poco llenas de desprecio y de recelo hacia él, ahora le profesaban su amistad y confianza con toda naturalidad. Y Víktor Pávlovich, aunque no se olvidaba de la crueldad con que le habían tratado en el pasado, aceptaba su amistad con la misma naturalidad.
Eran esas muestras de aprecio y confianza las que le paralizaban, las que le quitaban la fuerza. Si le hubieran levantado la voz, dado patadas y golpeado, quizá se habría enfurecido, habría recobrado las fuerzas…
Stalin había hablado con él. Las personas que ahora se sentaban junto a él lo tenían bien presente.
Pero, Dios mío, qué carta tan espantosa le habían pedido que firmara. ¡Qué cosas tan horribles decía!
No podía creer que el profesor Pletniov y el doctor Levin hubieran asesinado al gran escritor. Su madre, cuando venía a Moscú, iba a la consulta de Levin. Liudmila Nikoláyevna era paciente suya. Era un hombre inteligente, sensible, amable. ¡Había que ser un monstruo para calumniar así a dos médicos!
Esas acusaciones apestaban a oscurantismo medieval, ¡Médicos asesinos! Los médicos que habían asesinado al gran escritor, al último clásico ruso. ¿A quién podían beneficiar esas calumnias sangrientas? Las cazas de brujas, las hogueras de la Inquisición, las ejecuciones de los herejes, el humo, el hedor, la pez hirviendo… ¿Qué tenía que ver eso con Lenin, con la construcción del socialismo, con la gran guerra contra el fascismo?
Comenzó a leer la primera hoja de la carta,
«¿Está cómodo? ¿Tiene bastante luz?», le preguntaba Alekséi Alekséyevich. ¿No quería sentarse en el sillón? No, no, estaba cómodo, muchas gracias.
Leía despacio, las palabras se metían a presión en su cerebro, pero no calaban, como la arena en una manzana.
Leyó: «Al tomar bajo vuestra defensa a esos degenerados, a esas perversiones del género humano que son Pletniov y Levin, que han mancillado el elevado cometido de los médicos, estáis haciendo el caldo gordo a la ideología fascista, enemiga de la humanidad».
Más adelante: «La nación soviética se ha quedado sola en su lucha contra el fascismo alemán, que ha restaurado los procesos medievales contra las brujas, los pogromos judíos, las hogueras de la Inquisición, las mazmorras y las torturas».
Dios mío, ¿cómo podía leer eso y no volverse loco? Y luego: «La sangre de nuestros hijos vertida en Stalingrado marca un giro decisivo en la guerra contra el hitlerismo, pero vosotros, dispensando vuestra protección a esos renegados quintacolumnistas, aun sin quererlo…».
Claro, claro… «En ninguna parte del mundo los hombres de ciencia están tan arropados por el cariño del pueblo y las atenciones del Estado como en la Unión Soviética.»
– Viktor Pávlovich, ¿le molesta que hablemos?
– No, no, en absoluto -respondió Shtrum, y pensó: «Hay afortunados que saben tomárselo todo en broma: o se encuentran en su dacha, o están enfermos, o bien…».
Kovchenko afirmaba:
– He oído que Iósif Vissariónovich conoce la existencia de esta carta y ha aprobado la iniciativa de nuestros científicos.
– En este sentido la firma de Víktor Hávlovich… -comenzó Badin.
La angustia, la repugnancia, el presentimiento de su docilidad se apoderaron de Víktor. Sentía la respiración afectuosa del gran Estado, y no tenía arrojo suficiente para lanzarse a la oscuridad helada… No, no, hoy ya no tenía fuerzas. No era el miedo lo que le paralizaba, era otra cosa: el sentimiento abrumador de la propia sumisión.
¡Qué criatura tan extraña y sorprendente es el ser humano! Había encontrado en sí la fuerza para renunciar a la vida, y ahora era incapaz de rechazar unos bombones y unos caramelitos.
Pero ¿cómo rechazar esa mano omnipotente que te acaricia la cabeza, que te da palmaditas en la espalda?
Tonterías, ¿por qué se estaba calumniando a sí mismo? ¿Qué tenían que ver aquí los bombones y los caramelitos? Siempre había sido indiferente a la vida cómoda, a los bienes materiales. Sus ideas, su trabajo, todo lo que le era más preciado en la vida había resultado ser necesario y valioso en la lucha-contra el fascismo. ¡Esa era la verdadera felicidad! Pero ¿por qué darle vueltas? Habían confesado durante la instrucción. Habían confesado durante el juicio. ¿Era posible aún creer en su inocencia después de que se hubieran reconocido culpables del asesinato del gran escritor?
¿Negarse a firmar la carta? ¡Eso significaría ser cómplice de los asesinos de Gorki! No, imposible. ¿Dudar de la autenticidad de sus confesiones? Era como sostener que les habían coaccionado. Y obligar a un hombre bueno e inteligente a reconocerse un asesino a sueldo y, con eso, hacerse merecedor de la pena de muerte y de una memoria infame sólo es posible mediante la tortura. Sería una locura expresar aunque sólo fuera una sombra de esa sospecha.
Firmar esa carta era repugnante, muy repugnante. Le vinieron a la mente las excusas y sus correspondientes réplicas… «Camaradas, estoy enfermo, sufro espasmos en las arterias coronarias.» «Tonterías. Se escuda en la enfermedad, tiene aspecto espléndido.» «Camaradas, ¿por qué necesitan mi firma? Sólo me conoce un círculo reducido de especialistas, son muy pocos los que saben de mí fuera del país.» «Tonterías (y qué agradable es escuchar que eso eran tonterías). Todo el mundo le conoce, ¡ya lo creo que le conocen! En cualquier caso, sería impensable presentar esta carta a Stalin sin su firma. Podría preguntar: "¿Por qné no la firmado Shtrum?"»
«Camaradas, os diré con toda franqueza que algunas fórmulas no me parecen del todo adecuadas, arrojan una sombra, por decirlo así, sobre la intellígentsia científica.»
«Por favor, Víktor Pávlovich, háganos sus sugerencias; cambiaremos con mucho gusto las formulaciones que le parezcan desafortunadas.»
«Camaradas, les ruego que me comprendan. Aquí, por ejemplo, ustedes han escrito: eí enemigo del pueblo, el escritor Babel; el enemigo del pueblo, el escritor Pilniak; el enemigo del pueblo, el académico Vavílov; el enemigo del pueblo, el artisra Meyerhold… Yo soy un físico, un matemático, un teórico, algunos me consideran un esquizofrénico dado lo abstracto que es el campo de mi actividad. Y además, para serles sincero, tengo mis carencias; a personas como yo es mejor dejarlas en paz, no entiendo de estos asuntos.»
«Vamos, VSktor Pávlovich, ¿qué dice? Usted comprende a la perfección las cuestiones de política, tiene una lógica de hierro, recuerde cuántas veces y con qué vehemencia ha hablado de política.»
«Por el amor de Dios, entiéndanme, tengo conciencia.» Es demasiado doloroso e insoportable, no estoy obligado… ¿Por qué debería firmar? No puedo más, concédanme el derecho a tener la conciencia limpia.»
No podía escapar de ese sentimiento de impotencia, un sentimiento que, de alguna manera, le había hipnotizado: la docilidad del ganado bien alimentado, mimado; el miedo a arruinar su vida una vez más, el miedo a volver a tener miedo.
¿Así que era eso? ¿De nuevo tenía que enfrentarse al colectivo? ¿De nuevo la soledad? Era hora de tomarse la vida en serio. Había conseguido lo que durante años no se había atrevido a soñar. Trabajaba con completa libertad, rodeado de mimos y atenciones. Y todo lo había conseguido sin pedir nada, sin arrepentirse. ¡Era el vencedor! ¿Qué más quería? ¡Stalin le había telefoneado!
«Camaradas, todo esto es tan grave que me gustaría pensarlo. Permítanme que aplace mi decisión hasta mañana.»
Enseguida se imaginó una noche de insomnio, tormentosa. Titubeos, indecisiones, una repentina improvisación y el miedo ante esa misma determinación; de nuevo dudas, de nuevo una decisión. Era extenuante, peor que la malaria. Y estaba en sus manos prolongar o no esa tortura. No, no tenía fuerzas. Rápido, rápido, tenía que acabar cuanto antes.
Sacó su estilográfica.
Vio entonces que Sbishakov se había quedado boquiabierto, porque también él, el más rebelde, había cedido. – Shtrum no pudo trabajar en todo el día. Nadie le distraía, el teléfono no sonaba. Simplemente no podía trabajar. No trabajaba porque el trabajo, aquel día, le parecía aburrido, vacío, inútil.
¿Quién había firmado la carta? ¿Chepizhin? ¿Ioffe? ¿Krilov? ¿Mandelshtam? Tenía ganas de esconderse detrás de alguien. Pero negarse hubiera sido imposible. Equivalía al suicidio. No, nada de eso. Podía haberse negado. No, no, había hecho lo correcto. Nadie le había amenazado. Habría sido mejor si hubiera firmado movido por un miedo animal. Pero no había firmado por miedo, sino por aquel sentimiento oscuro, nauseabundo, de sumisión.
Shtrum llamó a su despacho a Anna Stepánovna, lepidio que revelara una película para el día siguiente: la serie de control de las pruebas efectuadas con los nuevos aparatos.
Ella tomó nota de todo y permaneció sentada.
Shtrum le lanzó una mirada inquisidora.
– Víktor Pávlovich -dijo ella-, antes pensaba que no se podía expresar con palabras lo que necesito decirle: ¿se da cuenta de lo que ha hecho usted por mí y por tantos otros? Para la gente eso es más importante que los grandes descubrimientos. Sólo con saber que existen personas como usted, uno se siente aliviado. ¿Sabe lo que dicen de usted los mecánicos, las señoras de la limpiezajilos vigilantes? Dicen que usted es un hombre de bien. Me hubiera gustado visitarle, pero tenía miedo. Sabe, en los días difíciles, cuando pensaba en usted, todo parecía más fácil. Gracias por existir. ¡Usted es todo un hombre!
Shtrum no tuvo tiempo de decir nada porque ella salió rápidamente del despacho.
Le entraron ganas de salir corriendo a la calle y gritar con tal de no sentir aquel tormento, aquella vergüenza. Pero aquello era sólo el principio.
A última hora de la tarde, sonó el teléfono.
– ¿Me reconoce?
Dios mío, si la había reconocido… Había reconocido aquella voz no sólo con el oído, sino también con los dedos gélidos que apretaban el auricular. Maria Ivánovaa llegaba de nuevo en un momento difícil de su vida.
– Llamo desde una cabina, se oye muy mal -dijo Masha-. Piotr Lavréntievich se encuentra mejor y ahora tengo más tiempo. Venga, si puede, mañana a las ocho al jardin. -Y de repente susurró-: Amor mío, querido mío, mi luz. Tengo miedo. Han venido a vernos a propósito de una carta. Ya sabe a cuál me refiero. Estoy convencida de que ha sido usted, con su fuerza, el que ha ayudado a Piotr Lavréntíevich a mantenerse firme. Ha ido todo bien. Pero enseguida me he imaginado cuánto daño le puede ocasionar esta historia. Es usted tan poco hábil: donde uno sólo se magulla, usted se hace una herida con sangre.
Viktor Pávlovich colgó el teléfono, se tapó la cara con las manos.
Ahora comprendía el horror de su situación: hoy no serían sus enemigos los que le castigarían. Le castigarían sus amigos, las personas queridas, por la confianza que habían depositado en él.
De regreso a casa, inmediatamente, sin siquiera quitarse el abrigo, telefoneó a Chepizhin; Liudmila Nikoláyevna estaba de pie frente a él mientras marcaba el número. Estaba seguro, convencido de que también su amigo y maestro, aunque le quería, le infligiría una herida atroz. Tenía prisa, no le había dicho todavía a Liudmila que había firmado la carta. Dios mío, ¡qué rápido se le estaba encaneciendo el pelo a Liudmila! ¡Bravo, muy bien, golpeemos a las cabezas canas!
– Buenas noticias, acaban de dar el boletín por la radio -dijo Chepizhin-. En cuanto a mí, ninguna novedad. Ah, sí: ayer discutí con algunos respetables señores. ¿Ha oído usted hablar de una carta?
Shtrum se humedeció los labios secos. -Sí, algo he oído.
– Claro, claro, comprendo. No son cosas para tratar por teléfono. Hablaremos cuando vuelva usted de su viaje -dijo Chepizhin.
Pero aquello todavía no era nada. Nacha debía de estar al caer. Dios, Dios, qué había hecho…
Aquella noche Shtrum no logró dormir. Le dolía el corazón. ¿De dónde le venía aquella terrible angustia? ¡Qué opresión, qué opresión! ¡Sí, sí, un vencedor!
Cuando tenía miedo de la secretaria del administrador de la casa era más fuerte y libre que ahora. Hoy no se atrevería siquiera a discutir, a expresar una duda. Ahora tenía más poder, pero había perdido su libertad interior. ¿Cómo podría mirar a Chepizhin a los ojos? Quién sabe, tal vez lo haría con la misma tranquilidad que los que le habían saludado afables, alegras a su regreso al instituto.
Todo lo que recordaba aquella noche le hería, le atormentaba. No encontraba paz. Sus sonrisas, sus gestos, sus actos le resultaban extraños y hostiles. Aquella noche, en los ojos de Nadia había leído una expresión de lástima y disgusto.
Sólo Liudmila, que siempre le irritaba, que le contradecía, le había dicho de pronto tras escuchar su relato:
– Vítenka, no te atormentes. Para mí eres el más inteligente, el más honesto. Si has actuado así, quiere decir que era necesario.
¿De dónde salía ese deseo de justificarlo todo? ¿Por qué se había vuelto tan indulgente con cosas que hasta hace poco no toleraba? Fuera cual fuese el tema que le sacaran, siempre se mostraba optimista.
Las victorias militares habían coincidido con un giro decisivo en su destino. Veía el poder del ejército, la grandeza del Estado, la luz del futuro. ¿Por qué las reflexiones de Madiárov le parecían ahora tan banales?
El día que le expulsaron del instituto y se negó a arrepentirse, se había sentido ligero y lleno de luz. ¡Qué felicidad le proporcionaban, en aquellos días, sus seres queridos: Liudmila, Nadia, Chepizhin, Zhenia…! ¿Y la cita con Maria Ivánovna? ¿Qué le diría? Siempre había tenido una actitud tan arrogante hacia la sumisión y docilidad de Piotr Lavréntíevich. ¿Y ahora? Le daba miedo pensar en su madre; había pecado ante ella. Le sobrecogía la idea de tomar entre sus manos su última carta. Con horror, con tristeza, comprendía que era incapaz de proteger su propia alma. En él crecía una fuerza que le había transformado en un esclavo.
¡Qué bajo había caído! El, un hombre, había tirado una piedra contra otros hombres, míseros, ensangrentados, reducidos a la impotencia.
Y debido a aquel dolor que le oprimía el corazón, a aquel tormento íntimo, la frente se le perló de sudor.
¿De dónde le venía aquella presunción interior, quién le daba el derecho a jactarse de su pureza y su valor, de erigirse como juez implacable de los hombres que no perdonaba sus debilidades? La verdad de los fuertes no está en la arrogancia.
Todos eran débiles, tanto justos como pecadores. La única diferencia era que un hombre miserable, cuando realizaba una buena acción, se vanagloriaba de ella toda la vida, mientras que un hombre justo no reparaba en sus buenas acciones, pero recordaba durante años un pecado cometido.
Se sentía orgulloso de su propio coraje, de su rectitud; se borlaba de aquellos que daban muestras de debilidad y cobardía. Pero ahora él, un hombre, también había traicionado a otros hombres. Se despreciaba, sentía vergüenza de sí mismo. La casa en la que vivía, su luz, el calor que la calentaba, todo había quedado reducido a astillas, a arena seca y movediza.
La amistad con Chepizhin, el amor por su hija, el afecto por su mujer, el amor desesperado por Maria ívánovna, los pecados y las alegrías de su vida, su trabajo, su querida ciencia, el amor y la pena por su madre, todo aquello había abandonado su corazón.
¿Con qué fin había cometido ese terrible pecado? En el mundo todo era insignificante comparado con lo que había perdido. Nada valía tanto como la verdad, la pureza de un pequeño hombre, ni siquiera el imperio que se extendía del océano Pacífico al mar Negro, ni tampoco la ciencia.
Vio con claridad que no era demasiado tarde, que todavía tenía fuerzas para levantar la cabeza, para continuar siendo el hijo de su madre.
No buscaría consuelo ni justificación.
Aquel acto torpe, vil, bajo le serviría de eterno reproche: se acordaría de él noche y día.
¡No, no, no! No se debía aspirar a la proeza para después enorgullecerse y jactarse.
Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia, sólo pata la humildad. Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte, no se debe temer sí se quiere seguir siendo un hombre.
«Bueno, ya veremos-dijo-. Tal vez tendré la fuerza. Tu fuerza, mamá.»
Veladas en el caserío de la Lubianka…
Después de los interrogatorios, Krímov permanecía tumbado en el catre; gemía, pensaba, hablaba con Katsenelenbogen.
Ahora no le parecían tan increíbles las delirantes confesiones de Bujarin, Rícov, Kámenev y Zinóviev, el proceso de los trotskistas, de la oposición de izquierda y derecha, el destino de Búbnov, de Murálov y Shliápnikov. Desollado el cuerpo vivo de la Revolución, los nuevos tiempos se engalanaban con su piel, mientras que la carne viva, ensangrentada, las entrañas humeantes de la revolución proletaria iban directamente a la basura: la nueva época no los necesitaba. Se necesitaba la piel de la Revolución, se desollaba a los hombres todavía vivos. Los que se cubrían con la piel de la Revolución hablaban su mismo lenguaje, repetían sus gestos, pero tenían otro cerebro, otros pulmones, otro hígado, otros ojos.
¡Stalin! ¡El gran Stalin! Es probable que tuviera una voluntad de hierro, pero era más débil de carácter que cualquiera. Un esclavo del tiempo y de las circunstancias, resignado y humilde servidor del día de hoy que abre de par en par la puerta a los tiempos nuevos.
Sí, sí, si… Y los que no se postraron ante los nuevos tiempos acabaron en la basura.
Ahora sabía cómo se quebranta a un hombre. Te registran, te arrancan los botones, te quitan las gafas; todo eso despierta en el individuo la sensación de nulidad física. En el despacho del juez instructor el individuo toma conciencia de que el papel que ha desempeñado en la Revolución, en la guerra civil no significa nada; que todos sus conocimientos, su trabajo no son más que tonterías. Y Krímov llegó a una segunda conclusión: la nulidad del hombre no era sólo física.
Los que se obstinaban en defender su derecho a ser hombres eran, poco a poco, quebrantados, destruidos, rotos, roídos, cercenados para llevarlos a un nivel tal de fragilidad, porosidad, plasticidad y debilidad que no querían ya pensar en la justicia, en la libertad y ni siquiera en la paz, sólo querían que los liberasen de una vida que se había vuelto odiosa.
Los jueces de instrucción resultaban vencedores en su trabajo porque sabían que tenían que considerar al hombre como a un todo, una unidad física y espiritual. El alma y el cuerpo son vasos comunicantes y, golpeando, desmantelando el sistema defensivo de la naturaleza del hombre, el atacante encuentra siempre una brecha por la cual introducir con éxito sus tropas, apoderarse del alma y obligar al individuo a una rendición incondicional.
No tenía fuerzas para pensar en todo aquello, pero tampoco para no pensarlo.
¿Quién le había traicionado? ¿Quién le había denunciado, calumniado? Ahora sentía que estas preguntas no revestían interés para él.
Siempre se había enorgullecido de subordinar su vida a la lógica. Pero ahora ya no era así. La lógica le decía que había sido Yevguenia Nikoláyevna la que había pasado la información sobre su conversación con Trotski. Pero toda su vida actual, su lucha contra el juez instructor, su capacidad de respirar, de continuar siendo el enmarada Krímov, se fundaba en la fe en que Zhenia no tenía ninguna culpa. Se sorprendía incluso de haberlo dudado un instante. No había fuerza en el mundo capaz de obligarle a no tener fe en Zhenia. Creía en ella a pesar de que sabía que sólo ella conocía su conversación con Trotski; aunque sabía que las mujeres traicionaban, que eran débiles, y que Zhenia le había abandonado, que se había ido en un momento difícil de su vida.
Le habló a Katsenelenbogen de su interrogatorio, pero no le dijo una palabra sobre esta cuestión.
Ahora Katsenelenbogen ya no tenía ganas de bromear, no hacía el payaso.
Krímov no se había equivocado a la hora de juzgarlo. Era inteligente, pero todo lo que decía era extraño y terrible. A veces le parecía que no había nada injusto en el hecho de que un viejo chequista como él estuviera encerrado en una celda de la prisión interna de la Lubianka. No podía ser de otra manera. De vez en cuando le daba la impresión de que estaba loco.
Era un poeta, el bardo de los órganos de seguridad del Estado.
Con la voz vibrante de admiración había contado una vez a Krímov que Stalin, durante una pausa en el último congreso del Partido, preguntó a Yezhov por qué había llevado la política de represión tan lejos. Cuando Yezhov, turbado, le respondió que había seguido a rajatabla sus directrices, Stalin, el jefe de Estado, dijo con tristeza dirigiéndose a los delegados que se agolpaban a su alrededor: «Y esto lo dice un miembro del Partido».
Le contó el terror que había sentido Yagoda…
Evocaba a los grandes chequistas, apreciadores de Voltaire, conocedores de Rabelais, admiradores de Verlaine, que una vez habían dirigido el trabajo en aquella enorme casa que nunca dormía.
Le habló de un verdugo que había trabajado durante muchos años en Moscú, un viejo letón pacífico y amable que, antes de ajusticiar al condenado, le pedía permiso para dar su ropa al orfanato. Acto seguido, le habló de otro verdugo que bebía día y noche, en un estado perenne de melancolía y mal humor cuando no tenía trabajo, y que cuando le despidieron, comenzó a visitar los sovjoses de los alrededores de Moscú para sacrificar cerdos; siempre se llevaba una botella de sangre de cerdo alegando que el médico le había prescrito bebería contra la anemia.
Le relató que en 1937 ejecutaban cada noche a cientos de sentenciados «sin derecho a correspondencia», que cada noche las chimeneas del crematorio de Moscú humeaban y los Komsomoles, movilizados para ayudar con las ejecuciones y el transporte de cadáveres, acababan volviéndose locos.
Le contó el interrogatorio de Bujarin, la obstinación de Kámenev.
Una vez estuvieron hablando toda la noche hasta el amanecer.
Aquella noche el chequista le expuso su teoría. Contó a Krímov el singular destino de un nepman [120], el ingeniero Frenkel.
En los albores de la NEP, Frenkel había montado en Odessa una fábrica de motores, pero a mediados de los años veinte fue arrestado y enviado a Solovki.
Desde el campo de Solovki, Frenkel envió a Stalin un proyecto genial. El viejo chequista había pronunciado justamente esa palabra: «genial».
En el proyecto se hablaba detenidamente, con argumentaciones técnicas y económicas, de la utilización de un número ingente de prisioneros para construir carreteras, diques, centrales eléctricas y depósitos de agua.
El nepman detenido se convirtió en general del MGB; el Amo había apreciado la idea en su justo valor.
De la simplicidad del trabajo santificado que llevaban a cabo regimientos de reclusos condenados a trabajos forzados, de esas palas, picos, hachas y sierras irrumpió el siglo xx.
El mundo de los campos comenzó a absorber el progreso, atrajo a su órbita la locomotora eléctrica, excavadoras, niveladoras de terreno, sierras eléctricas, turbinas, cortadoras, un parque enorme de tractores y automóviles. El mundo de los campos asimiló la aviación de transporte y de pasajeros, la comunicación por radio, las máquinas automáticas, los más modernos sistemas de enriquecimiento de minerales; el mundo de los campos proyectaba, planificaba, diseñaba, generaba minas, fábricas, nuevos mares, gigantescas centrales eléctricas. Se desarrollaba impetuosamente, y las viejas prisiones de trabajo forzado parecían casi ridiculas, conmovedoras, como juegos de construcción para niños.
Pero los campos, según Katsenelenbogen, quedaban regazados respecto a la vida que les nutría. Como antes, muchos científicos y especialistas no eran utilizados porque sus conocimientos no se inscribían en el campo de la técnica o la medicina…
Historiadores de fama mundial, matemáticos, astrónomos, estudiosos de la literatura, geógrafos, críticos de arte, especialistas en sánscrito o en antiguos dialectos celtas no encontraban su Nueva clase surgida de los pequeños comerciantes, que con la NEP [Nueva Política Económica (Nóvaya Ekonomícbeskaya Polítika), 1921-1928] habían ascendido a la categoría de empresarios a gran escala.
Escuchando a Katsenelenbogen, a Krímov le parecía estar oyendo a un científico hablar de la obra más importante de su vida. No se limitaba a cantar las alabanzas del campo; se comportaba como un investigador: hacía comparaciones, ponía de manifiesto contradicciones y defectos, revelaba similitudes y contrastes.
Naturalmente, al otro lado de las alambradas de los campos también había defectos, pero de una forma bastante atenuada.
En la vida, no son pocos los casos de personas que no hacen lo que podrían, ni de la manera que desean, en las universidades, las redacciones, los institutos de investigación de la Academia.
En los campos, explicaba Katscnelenbogen, los «delincuentes comunes» dominaban a los «políticos». Depravados, incultos, perezosos, sobornables, propensos a las peleas sangrientas y a la rapiña, los comunes frenaban el desarrollo cultural y productivo de la vida de los campos. Pero se apresuraba a añadir que, al otro lado del alambre espinoso, el trabajo de los científicos, de los más altos exponentes de la cultura, a menudo era supervisado por personas poco instruidas, incultas, limitadas.
El campo era el reflejo, por así decido, hiperbólico, exagerado de la vida en el exterior. Sin embargo la realidad que se daba a ambos lados de la alambrada, lejos de ser contradictoria, respondía a las leyes de la simetría.
Llegados a ese punto, Katsenelenbogen se ponía a hablar, ya no como un poeta o un filósofo, sino como un profeta. Si se hubiera desarrollado el sistema de campos de forma audaz y consecuente, liberándolo de obstáculos y defectos, los límites habrían desaparecido. Los campos estaban destinados a fundirse con la vida del exterior. En esta fusión, en el aniquilamiento de la contraposición entre campo y vida exterior estaba la madurez, el triunfo de los grandes principios.
A pesar de todos sus defectos el sistema concentracionario presentaba una ventaja decisiva. Sólo en los campos, el principio de la libertad personal se contrapoma de forma absolutamente pura al principio superior de la razón. Este principio elevaría el campo a un nivel que le permitiría autosuprimirse, fundirse con la vida de la ciudad y los pueblos.
Katsenelenbogen, que había llegado a dirigir la oficina de diseños y proyectos de un campo, estaba convencido de que los científicos e ingenieros allí recluidos estaban capacitados para resolver las cuestiones más complejas. Se sentían como pez en el agua a la hora de afrontar cualquier problema técnico o científico a escala mundial. Bastaba con dirigir a la gente con racionalidad y ofrecerles unas buenas condiciones de vida. El viejo dicho de que sin libertad no hay ciencia era simplemente ridículo.
– Cuando los niveles se igualen -dijo- y nosotros pongamos un signo de igualdad entre la vida de los campos y la vida que se desarrolla al otro lado de la alambrada, la represión ya no tendrá razón de ser, dejaremos de dictar órdenes de arresto. Derribaremos las cárceles y otros recintos de aislamiento. Bastará la sección cultural-educativa para corregir cualquier anomalía. Mahoma y la montaña irán al encuentro uno de la otra.
»La abolición de los campos será un triunfo del humanismo, y al mismo tiempo, el principio de la libertad individual, noción caótica, primitiva, del hombre de las cavernas, no volverá a resurgir; al contrario, será completamente superada.
Hizo una larga pausa y luego añadió que tal vez, en el curso de unos siglos, este mismo sistema se autosuprimiría y, de ser así, su disolución generaría la democracia y la libertad personal.
– No hay nada eterno bajo el sol -dijo-, pero no me gustaría vivir para ver ese momento. Krímov observó:
– Sus ideas son dementes. Ésa no es el alma ni el corazón de la Revolución. Dicen que los psiquiatras que han trabajado demasiado tiempo en un manicomio acaban por volverse locos.
Perdone, pero a usted no le han arrestado sin motivo. Cantarada Katsenelenbogen, usted otorga a los órganos de seguridad todos los atributos de la divinidad. Ya era hora de que le retiraran de la circulación. Katsenelenbogen asintió con aire bonachón. -Sí, creo en Dios. Soy creyente, un viejo oscurantista. Cada época crea un Dios a su propia semejanza. Los órganos de seguridad son razonables y poderosos, dominan al hombre del siglo xx. Hubo un tiempo en que los hombres divinizaron las fuerzas de la naturaleza: los terremotos, los relámpagos, los truenos y los incendios forestales. Pero le haré notar que usted también está en prisión; yo no soy el único. Ya era hora, también, de que le pusieran a usted fuera de circulación. Un día la historia aclarará quién tiene razón, si usted o yo.
– Entretanto el viejo Dreling vuelve a su casa, al campo -le dijo Krímov, consciente de que sus palabras no le pasarían desapercibidas.
Y, en efecto, Katsenelenbogen declaró:
– Ese maldito viejo es un estorbo para mi fe.
Krímov oyó unas palabras pronunciadas en voz baja:
– Acaban de anunciar que nuestras tropas han liquidado por completo las últimas bolsas de resistencia enemiga en Stalingrado. Parece ser que han capturado a Paulus, pero no estoy seguro de haberlo entendido bien.
Krímov lanzó un grito, forcejeó, dio patadas contra el suelo, sintió el deseo de mezclarse con la muchedumbre de hombres enfundados enchaquetas guateadas y botas de fieltro… Sus voces amadas cubrían la conversación que se estaba manteniendo en voz baja a su lado; abriéndose camino entre las ruinas de Stalingrado, Grékov caminaba con sus andares oscilantes hacia él.
El médico que sostenía a Krímov por el brazo advirtió: -Hay que hacer una pequeña pausa…Comenzar con las inyecciones de alcanfor. Tiene el pulso débil. Krímov tragó una bola salada de saliva y dijo: -No importa, continúe, ya que la medicina lo permite… Pero no conseguirán que firme.
– Firmará, firmará -intervino el juez de instrucción con un tono de benévola seguridad propia de un capataz de fábrica-. Hemos hecho firmar a otros más duros de pelar.
Tres días después, el segundo interrogatorio concluyó y Krímov regresó a su celda.
El guardián de servicio dejó a su lado un paquete envuelto en un trapo blanco.
– Firme el recibo de entrega, ciudadano detenido -dijo.
Nikolái Grigórievich leyó la lista del contenido escrita con una caligrafía familiar: cebollas, ajo, azúcar, galletas. Y abajo: «Tu Zhenia».
Dios, Dios, lloraba…
El 1 de abril de 1943, Stepán Fiódorovich Spiridónov recibió una copia de la resolución adoptada por el colegio del Comisariado del Pueblo de las centrales eléctricas soviéticas: debía dimitir de la central de Stalingrado, trasladarse a los Urales y asumir la dirección de una pequeña central eléctrica que se alimentaba con turba. El castigo no era demasiado duro, ya que podrían haberle sometido a juicio. Spiridónov no comentó la noticia en casa y decidió esperar la resolución de la oficina del obkom. El 4 de abril recibió una severa reprimenda por abandonar su puesto en la centralsin autorización en los días más difíciles. Ésta también era una decisión indulgente: podrían haberle expulsado del Partido. Pero a Stepán Fiódorovich la decisión de la oficina del obkom no le pareció justa porque sus camaradas del obkom sabían que él había dirigido la central hasta el último día de la defensa de Stalingrado, que había partido hacia la orilla izquierda sólo cuando hubo comenzado la contraofensiva soviética y que se había ido para ver a su hija, que acababa de dar a luz en la bodega de una barcaza. En la reunión trató de protestar, pero Priajin se mostró inflexible.
– Puede interponer un recurso en la oficina de la Comisión Central de Control, pero creo que el camarada Shkiriatov juzgará que nuestra resolución es demasiado suave, demente incluso.
Stepán Fiódorovich insistió:
– Estoy convencido de que la Comisión de Control revocará la decisión.
Sin embargo, como había oído decir muchas cosas sobre Shkiriatov, tuvo miedo de interponer el recurso de apelación.
Temía y sospechaba que la severidad de Priajin no obedeciera únicamente al asunto de la central eléctrica. Priajin, por supuesto, se acordaba muy bien de las relaciones de parentesco que había entre Stepán Fiódorovich, Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova y Krímov, y no veía con buenos ojos la proximidad de un hombre que sabía que él, Priajin, y el detenido Krímov eran viejos conocidos.
Y, aun queriéndolo, Priajin no hubiera podido apoyar a Spiridónov. Si lo hubiera hecho, los enemigos, que siempre gravitan en torno al poder, se habrían apresurado a informar a las autoridades competentes de que Priajin, por simpatía hacia el enemigo del pueblo Krímov, ayudaba a un pariente suyo, al cobarde desertor Spiridónov.
Pero estaba claro que si Priajin no tomaba parte en la defensa de Spiridónov no era sólo porque no pudiera, sino sobre todo porque no quería. Priajin, evidentemente, estaba al corriente de que en la central eléctrica se hospedaba la suegra de Krímov, que vivía en el piso de Spiridónov. Lo más seguro es que Priajin supiera que Yevguenia Nikoláyevna mantenía correspondencia con su madre, y que recientemente le había enviado una copia de su solicitud a Stalin.
Después de la reunión de la oficina del obkom, Voronin, el jefe de la sección del obkom del MGB, se tropezó con Spiridónov en la cantina donde éste había ido a comprar requesón y embutido, le miró de arriba abajo y le dijo con sorna:
– Así que haciendo sus compras después de recibir un buen rapapolvo. ¡Es usted un buen amo de casa!
– Es la familia, no hay nada que hacer; ahora soy abuelo -dijo Stepán Fiódorovich con una lastimosa sonrisa culpable.
Voronin también sonrió.
– Y yo que pensaba que estaba preparando un paquete. Después de estas palabras, Spiridónov pensó: «Menos mal que me envían a los Urales. Aquí las hubiera pasado canutas. ¿Qué será de Vera y el pequeño?».
Desde la cabina del camión que le llevaba a la central eléctrica, miraba a través del cristal empañado la ciudad destruida de la cual pronto se separaría. Stepán Fiódorovich pensaba que por aquella acera, ahora cubierta de ladrillos, iba a trabajar su mujer antes de la guerra; pensaba en la red eléctrica; pensaba que los nuevos cables de Sverd-lovsk pronto llegarían a la central y que él ya no estaría allí; que a su nieto, a causa de la escasa alimentación, le habían salido granos en los brazos y el pecho. «Bueno, me han echado una reprimenda, no es el fin del mundo.» No le darían la medalla «Por la defensa de Stalingrado», y por alguna razón, este pensamiento le afligía más que la inminente separación de la ciudad a la cual estaba ligada toda su vida, su trabajo, las lágrimas por Marusia. Incluso soltó una imprecación en voz alta ante la idea de la medalla que no recibiría y el conductor le preguntó:
– ¿En quién está pensando, Stepán Fiódorovich? ¿O se ha olvidado algo en el obkom?
– Sí, sí -dijo Stepán Fiódorovich-. Sin embargo, el obkom no se ha olvidado de mí.
El apartamento de los Spiridónov era húmedo y frío. En sustitución de los cristales rotos habían insertado láminas de contrachapado y fijado tablas, el estucado se había desprendido de las paredes, tenían que llevar el agua en cubos hasta el tercer piso, las habitaciones se calentaban con pequeñas estufas hechas de hojalata. Una de las habitaciones estaba cerrada y la cocina sólo la utilizaban como despensa, para guardar madera y patatas.
Stepán Fiódorovich, Vera y su hijo, y Aleksandra Vladímirovna, que se había reunido con ellos desde Kazan, vivían en la habitación grande, el antiguo comedor. En la habitación pequeña al lado de la cocina, que antes era la de Vera, se alojaba ahora el viejo Andreyev.
Stepán Fiódorovich también habría podido reparar los techos, enyesar las paredes, instalar estufas de ladrillos, porque en la central eléctrica tenia material y hombres a mano. Pero Stepán Fiódorovich, por lo general un hombre enérgico y práctico, no había querido, por alguna razón, embarcarse en esos trabajos.
Vera y Aleksandra Vladímirovna, aparentemente, se encontraban a gusto viviendo entre las ruinas de la guerra; en el fondo la vida de antes de la guerra se había venido abajo, así que ¿para qué rehabilitar el piso, si sólo les recordaría todo lo que habían perdido?
Algunos días después de la llegada de Aleksandra Vladímirovna la nuera de Andréyev, Natalia, llegó de Leninsk. Allí había discutido con la hermana de la difunta Várvara Aleksándrovna, le había dejado temporalmente a su hijo y se había presentado en la central eléctrica para quedarse una temporada con el suegro.
Andréyev, al ver a su nuera, se enfureció y le dijo:
– No te llevabas bien con mi mujer y ahora, por derecho de sucesión, no te llevas bien con su hermana. ¿Cómo has dejado allí a Volodka?
La vida de Natalia en Leninsk debía de ser muy dura. Al entrar en la habitación de Andréyev, miró el techo, las paredes, y dijo: «¡Qué bonito!», aunque fuera difícil apreciar algo bonito en la tabla que colgaba del techo, en el montón de yeso que se apiñaba en un rincón, en el tubo deformado de la estufa.
La única luz que entraba en la habitación procedía de un pequeño trozo de cristal colocado en la construcción de tablas que tapaba la ventana. Esa improvisada ventana daba a un paisaje poco alegre: sólo ruinas, restos de contramuro pintados según los pisos de azul y rosa, el hierro de un techo arrancado…
Poco después de llegar a Stalingrado, Aleksandra Vladímirovna cayó enferma, y a causa de ello tuvo que aplazar el viaje a la ciudad para ir a ver lo que quedaba de su casa destruida y quemada.
Los primeros días, sobreponiéndose a la enfermedad, ayudaba a Vera: encendía la estufa, lavaba y ponía a secar los pañales sobre el tubo de la estufa de hojalata, transportaba al rellano de las escaleras trozos de yeso, incluso trataba de subir agua. Pero se sentía cada vez peor, tenía escalofríos en la habitación caldeada, y en la cocina fría de pronto la frente se le cubría de sudor.
Aleksandra Vladímirovna no quería quedarse en cama y no se quejaba de su malestar. Pero una mañana, cuando entraba en la cocina a buscar leña, se desmayó, cayó y se hizo un corte profundo en la cabeza. Stepán Fiódorovich y Vera la metieron en la cama.
Cuando se hubo recuperado un poco, llamó a Vera y le dijo:
– Sabes, ha sido más duro para mí vivir en Kazán con Liudmila que aquí contigo. No he venido aquí sólo por vosotros, sino también por mí. Sólo temo ser una carga para ti mientras no me ponga en pie.
– Abuela, estoy tan contenta de que te encuentres bien con nosotros -dijo Vera.
Pero efectivamente, Vera debía enfrentarse a muchas dificultades. Todo lo conseguía con gran esfuerzo: el agua, la madera, la leche. El patio se calentaba con el sol, mientras que las habitaciones estaban frías y húmedas y tenía que alimentar continuamente la estufa.
El pequeño Mitia tenía dolor de barriga, de noche no hacía otra cosa que llorar y la leche de la madre no le bastaba. Vera se afanaba todo el día entre la habitación y la cocina, salía a buscar leche y pan, hacía la colada, lavaba los platos, subía cubos de agua. Las manos se le habían puesto rojas y tenía la cara curtida por el viento y cubierta de manchas. Extenuada por un trabajo que no tenía fin, el corazón le oprimía con un peso monótono y plúmbeo. No se peinaba, raras veces se lavaba, no se miraba al espejo; señales de que la vida la había abatido. Las ganas de dormir la torturaban. Por la noche le dolían los brazos, las piernas, los hombros; anhelaban reposo. Se acostaba para dormir y Mitia rompía a llorar. Se levantaba, le amamantaba, le cambiaba los pañales, le mecía caminando por la habitación. Una hora más tarde, el niño empezaba a llorar de nuevo y ella volvía a levantarse. Al amanecer el pequeño se despertaba para ya no volverse a dormir, y en la penumbra daba inicio un nuevo día; exhausta por la noche en vela, con la cabeza pesada y confusa, iba a la cocina a buscar leña, atizaba el fuego de la estufa, poma agua a calentar para el té de su padre y su abuela, y comenzaba a hacer la colada. Pero lo sorprendente es que ya no se enfadaba por nada, se había vuelto dócil y paciente.
La llegada de Natalia de Leninsk alivió en cierta medida la dura vida de Vera.
Poco después de la llegada de la nuera, Andréyev se había marchado a pasar unos días a su ciudad, al norte de Stalingrado. Tal vez quería ver su casa y su fábrica, tal vez estaba enfadado con su nuera, que había dejado al nieto en Leninsk, tal vez le fastidiaba que ella se comiera el pan de los Spiridónov. El hecho es que se fue dejándole su tarjeta de racionamiento.
Natalia, sin descansar ni siquiera el día de su llegada, se puso a ayudar a Vera.
Con qué energía y generosidad trabajaba, qué ligeros se volvían los pesados cubos, la tina llena de agua, el saco de carbón, apenas sus manos fuertes y jóvenes se ponían manos a la obra.
Ahora Vera podía salir media horita con Mitia; se sentaba sobre una piedra; miraba cómo brillaba el agua primaveral, el vapor que se levantaba de la estepa.
Todo a su alrededor estaba silencioso. La guerra se encontraba a cientos de kilómetros de distancia de Stalingrado, pero la tranquilidad no volvió con la calma. Con la calma había llegado la tristeza, y parecía que las cosas eran más fáciles cuando en el aire resonaba el gemido de los aviones alemanes, cuando retumbaban las explosiones de los proyectiles y la vida estaba llena de fuego, miedo y esperanza.
Vera observaba la carita de su hijo, cubierto de granos purulentos, y le embargaba la piedad, la misma terrible piedad que sentía por Víktorov: «¡Dios mío, pobre Vania, qué niño tan débil, esmirriado y llorón ha tenido!».
Luego subía las escaleras sembradas de basura y cascajos de ladrillo hasta el tercer piso, se ponía a trabajar, y la angustia se ahogaba en las tareas de la casa, en el agua jabonosa turbia, en el humo de la estufa, en la humedad que rezumaban las paredes.
La abuela la llamaba a su habitación, le acariciaba el cabello, y en los ojos de Aleksandra Vladímirovna, siempre serenos y claros, asomaba una expresión de ternura y tristeza insoportables.
Vera no había hablado ni una sola vez de Víktorov; ni con su padre, ni con su abuela, ni siquiera con el pequeño Mitia de cinco meses.
Después de la llegada de Natalia, todo en el apartamento había cambiado. Natalia había raspado el moho de las paredes, blanqueó los rincones oscuros, limpió la mugre que parecía incrustada en las tablas del entarimado. Incluso acometió la ingente tarea de limpiar la suciedad de la escalera, peldaño a peldaño, un trabajo que Vera había aplazado hasta la llegada del buen tiempo.
Se pasó medio día reparando el largo tubo de la estufa, que parecido a una boa negra se retorcía espantosamente. De la juntura goteaba un líquido alquitranoso que formaba charcos en el suelo. Natalia le pasó una capa de cal, lo enderezó, lo ajustó con alambres y colgó latas de conserva vacías donde caería el líquido.
Desde el primer día había hecho buenas migas con Aleksandra Vladímirovna, aunque se habría podido suponer que aquella chica ruidosa e impertinente, a la que le gustaba contar historias un poco subidas de tono, no sería del agrado de Sháposhnikova. En poco tiempo Natalia había hecho numerosas amistades: el electricista, el mecánico de la sala de turbinas, los chóferes de los camiones.
Un día Alexandra Vladímirovna dijo a Natalia, que volvía de hacer cola en la tienda:
– Natasha, alguien ha preguntado por usted, un militar.
– Un georgiano, ¿verdad? -dijo Natasha-. Si vuelve mándele a paseo. Se le ha metido en la cabeza pedirme matrimonio, a ese narizotas.
– ¿Así de rápido? -se sorprendió Aleksandra Vladímirovna.
– ¿Y cuánto tiempo necesita? Después de la guerra quiere llevarme a Georgia con él. Se debe de creer que le lavaré la escalera.
Por la noche dijo a Vera:
– ¿Y si fuéramos a la ciudad? Ponen una película. Mishka, el conductor, nos llevará en camión. Tú te metes en la cabina con el pequeño, y yo en la parte trasera.
Vera negó con la cabeza.
– Ve -la animó Aleksandra Vladímirovna-. Si me encontrara mejor, iría con vosotras.
– No, no, ni hablar.
– Hay que vivir-dijo Natalia-; esto parece un centro de reunión de viudos y viudas.
Luego añadió en tono de reproche:
– Tú te quedas siempre en casa, no quieres ir a ninguna parte, y ni siquiera cuidas bien de tu padre. Ayer hice la colada, y su ropa interior y sus calcetines están llenos de agujeros.
Vera tomó al bebé en brazos y se fue con él a la cocina.
– Mitenka, ¿verdad que tu madre no es una viuda?
Aquellos días Stepán Fiódorovich colmaba de atenciones a Aleksandra Vladímirovna: por dos veces le trajo al médico de la ciudad, ayudaba a Vera a ponerle las ventosas; a veces le deslizaba en la mano un bombón diciendo:
– «No se lo dé a Vera, a ella ya le he dado uno. Éste es especialmente para usted. Lo he comprado en la cantina».
Aleksandra Vladímirovna comprendía que a Stepán Fiódorovich le abrumaban las preocupaciones. Pero cuando le preguntaba si tenía noticias del obkom, él negaba con la cabeza y cambiaba de tema.
Sólo la tarde en que le anunciaron que su caso sería revisado, Stepán Fiódorovich, de regreso en casa, se había sentado en la cama al lado de Aleksandra Vladímirovna y había dicho:
– ¡En qué lío estoy metido! Marusia se habría vuelto loca si lo hubiera sabido. -Pero ¿de qué le acusan? -De todo -respondió.
Entraron en la habitación Natalia y Vera, y la conversación se interrumpió.
Aleksandra Vladímirovna, mirando a Natalia, pensaba que la vida no podría doblegar a una belleza así de fuerte y obstinada. Todo era bello en Natalia: su cuello, su busto joven, las piernas, los enérgicos brazos desnudos casi hasta los hombros. «Un filósofo sin filosofía», pensó Aleksandra Vladímirovna. Había observado a menudo que las mujeres acostumbradas a la comodidad, cuando se encontraban en condiciones difíciles se marchitaban, dejaban de cuidar su aspecto físico, como había hecho Vera. A ella le gustaban las temporeras, las que trabajaban en la industria pesada, las mujeres que vivían en las barracas, trabajando entre el polvo y el barro, pero que se hacían la permanente, se miraban al espejo, se empolvaban la nariz pelada: pájaros obstinados que durante el mal tiempo, a pesar de todo, entonaban su canto.
Stepán Fiódorovich también miraba a Natalia; luego cogió del brazo a Vera, la atrajo hacia él, la abrazó y como para pedirle perdón la besó.
Aleksandra Vladímirovna exclamó, sin venir a cuento:
– ¿Qué tienes, Stepán? ¡Todavía es pronto para morir! Yo, que soy vieja, tengo la intención de curarme para seguir viviendo en este mundo.
Él le lanzó una rápida ojeada y sonrió. Entretanto Natalia llenó una palangana de agua caliente, la dejó en el suelo, al lado de la cama, y poniéndose de rodillas dijo:
– Aleksandra Vladímirovna, voy a lavarle los pies. Ahora la habitación está bastante caldeada.
– ¿Qué hace, idiota? ¿Se ha vuelto loca? ¡Levántese ahora mismo! -gritó Aleksandra Vladímirovna.
Durante la tarde Andréyev regresó de la colonia de la fábrica de tractores.
Entró en la habitación para ver a Aleksandra Vladímirovna y su cara huraña sonrió; aquel era el primer día que se había levantado de la cama; pálida y delgada, estaba sentada a la mesa, con las gafas sobre la nariz; leía un libro.
Le contó que había empleado mucho tiempo en localizar su casa, porque toda la zona estaba surcada de trincheras, cráteres de obús, escombros y zanjas.
En la rabrica había mucha gente, a cada hora llegaba gente nueva e incluso había policía. No había averiguado nada sobre los combatientes de las milicias populares. Los enterraban, y seguían encontrando más en las trincheras y en los sótanos. Y por todos lados, chatarra, cascos…
Aleksandra Vladímirovna le preguntaba si había tenido dificultades para encontrar dónde dormir y para comer, si los hornos habían sufrido daños, si los obreros tenían provisiones, si había visto al director.
Por la mañana, antes de que Andréyev llegara, Aleksandra Vladímirovna había dicho a Vera:
– Siempre me he reído de los presentimientos y las supersticiones, pero hoy, por primera vez en mi vida, tengo el claro presentimiento de que Pável Andréyevich traerá noticias de Seriozha. Pero se equivocó.
Lo que contaba Andréyev era importante, independientemente de que le escuchara una persona feliz o infeliz. Los obreros le habían dicho a Andréyev que no había provisiones, no recibían su salario, en los sótanos y refugios hacía frío y había humedad. El director ya no era el mismo hombre que solía ser; antes, cuando los alemanes atacaban, era amigo de todos en los talleres, pero ahora ya no les hablaba; le habían construido una casa y le habían mandado un coche desde Sarátov.
– Es cierto que la vida en la central eléctrica no es fácil, pero se pueden contar con los dedos de la mano las personas que están resentidas con Stepán Fiódorovich: se ve claramente que se preocupa por todos.
– La situación es triste -sentenció Aleksandra Vladímirovna-. ¿Qué ha decidido, Pável Andréyevich?
– He venido a despedirme; vuelvo a casa, aunque ya no tengo casa. He encontrado una vivienda en un sótano.
– Hace lo correcto -aprobó Aleksandra Vladímirovna-, Su vida está allí, sea cual sea.
– Mire lo que he encontrado en el suelo -dijo, y sacó del bolsillo un dedal oxidado.
– Pronto iré a la ciudad, a mi casa, en la calle Gógol, a desenterrar trozos de metal y cristal – observó Aleksandra Vladímirovna-. Tengo muchas ganas de ir a mi casa.
– ¿No se habrá levantado de la cama demasiado pronto? Está usted muy pálida.
– Su relato me ha trastornado. Me habría gustado que las cosas hubieran sido diferentes es esta tierra santa.
Andréyev tosió ligeramente.
– Recuerde lo que dijo Stalin hace dos años: hermanos y hermanas… Pero ahora que los alemanes han sido derrotados, al director le han dado una casa, no se puede hablar con él sin acordar cita previa, y los hermanos y hermanas viven en refugios subterráneos.
– Sí, sí, no hay nada bueno en todo esto -dijo Aleksandra Vladímirovna-. Y de Seriozha, ninguna noticia, como si se lo hubiera tragado la tierra.
Por la tarde llegó de la ciudad Stepán Fiódorovich. Cuando había partido para Stalingrado aquella mañana no había dicho a nadie que la oficina del obkom revisaría su caso.
– ¿Ha vuelto Andréyev? -preguntó con voz entrecortada, imperiosamente-. ¿No se sabe nada de Seriozha? Aleksandra Vladímirovna negó con la cabeza. Vera se dio cuenta enseguida de que su padre había bebido. Se notaba en su manera de abrir la puerta, en sus ojos tristes, animados y brillantes; se veía en cómo había dejado sobre la mesa unos dulces comprados en la ciudad, en cómo se había quitado el abrigo y hacía preguntas. Se acercó a Mitia, que dormía en la cesta de la ropa, y se inclinó sobre él.
– ¡No le eches el aliento! -le advirtió Vera.
– ¡No es nada, deja que se acostumbre! -dijo Spiridó-nov, alegre.
– Siéntate a comer. Seguro que te has puesto a beber sin comer nada. Hoy la abuela se ha levantado de la cama por primera vez.
– Esa sí que es una buena noticia -exclamó Stepán Fiódorovich, y dejó caer la cuchara en la sopa, salpicándose la chaqueta.
– Hoy ha bebido usted a conciencia, Stepochka -observó Aleksandra Vladímirovna-. ¿A qué se debe tanta alegría? Él apartó el plato.
– Venga, come -dijo Vera.
– Así es como está el asunto, queridos míos -dijo en voz baja Stepán Fiódorovich-. Tengo una noticia. Mi caso se ha cerrado. He recibido una severa admonición del Partido y la orden por parte del Comisariado del Pueblo de transferirme a la provincia de Sverdlovsk, a una pequeña central eléctrica que funciona a base de turba, de tipo rural. En una palabra, soy un hombre venido a menos. Me pagarán dos mensualidades por anticipado y me procurarán alojamiento. Mañana comenzaré con los trámites. Recibiremos cartillas para el viaje.
Aleksandra Vladímirovna y Vera intercambiaron una mirada, y luego Aleksandra Vladímirovna dijo:
– Es un motivo de peso para beber; nada que objetar.
– Y usted, mamá, en los Urales tendrá una habitación sólo para usted, la mejor -dijo Stepán Fiódorovich.
– Pero si lo más probable es que no le den más que una habitación -exclamó Aleksandra Vladímirovna.
– Da lo mismo, mamá, será suya.
Era la primera vez en su vida que Stepán Fiódorovich la llamaba «mamá». Y debía de ser por la borrachera, pero le habían asomado lágrimas a los ojos.
Entró Natalia y Stepán Fiódorovich, para cambiar de conversación, preguntó:
– Y entonces, ¿qué cuenta nuestro viejo a propósito de las fábricas?
– Pável Andréyevich le ha estado esperando -respondió Natasha-, pero ahora ya está dormido.
Se sentó a la mesa, aguantándose las mejillas con los puños, y dijo:
– Pável Andréyevich afirma que los obreros en las fábricas se ven obligados a cocinar semillas; es el alimento principal.
Y de repente preguntó:
– Stepán Fiódorovich, ¿es verdad que se va?
– ¡Ah, vaya! Yo también lo he oído decir -respondió él, en un tono alegre.
– Los obreros están muy apenados -añadió ella.
– No hay nada de lo que apenarse. El nuevo jefe, Tishka Batrov, es un buen hombre. Estudiamos juntos en el instituto.
– ¿Quién os zurcirá tan artísticamente los calcetines? -intervino Aleksandra Vladímirovna-. Vera no sabe.
– Efectivamente, ése es un problema serio -reconoció Stepán Fiódorovich.
– Es preciso que te lleves a Natasha -propuso Aleksandra Vladímirovna.
– ¡Claro! -dijo Natasha-. ¡Yo iría!
Se echaron a reír, pero el silencio que siguió a esa broma fue vergonzoso, tenso.
Aleksandra Vladímirovna decidió ir a Kúibishev con Stepán Fiódorovich y Vera: tenía la intención de instalarse durante algún tiempo en casa de Yevguenia Nikoláyevna, El día antes de su partida, Aleksandra Vladímirovna pidió al nuevo director un coche para dar una vuelta por la ciudad y ver las ruinas de su casa. Durante el trayecto preguntaba al conductor:
– ¿Qué es eso de allí? ¿Qué había antes?
– ¿Antes de qué? -preguntaba el conductor, irritado. En las ruinas de la ciudad quedaban al descubierto, como por estratos, tres tipos de vida: la preguerra, el periodo de la batalla y el tiempo actual, en que la vida buscaba retomar su rumbo pacífico. La casa que una vez había albergado una tintorería y un pequeño taller de arreglos de ropa tenía las ventanas tapiadas con ladrillos, y durante los combates, a través de las aspilleras practicadas en las paredes, habían hecho fuego las ametralladoras de una división de granaderos alemana. Ahora, a través de las mismas aspilleras, se distribuía el pan a las mujeres que hacían cola.
Entre las ruinas habían aflorado los bunkeres y los refugios subterráneos donde se habían alojado soldados, Estados Mayores, radiotransmisores. Allí se habían redactado informes y recargado metralletas; y se habían utilizado como almacén de cintas de ametralladora. Y ahora de las chimeneas emanaba un humo pacífico, al lado de los refugios se secaba la ropa blanca y los niños jugaban.
De la guerra había surgido la paz, una paz pobre, miserable, casi tan ardua como la guerra.
Los prisioneros trabajaban limpiando las montañas de escombros de las calles principales. La gente hacía cola con bidones en las manos ante las riendas de comestibles instaladas en los sótanos. Los prisioneros rumanos buscaban con indolencia entre las ruinas y desenterraban cadáveres. No veía a militares, sólo de vez en cuando asomaba algún marinero, y el conductor le explicó que la flotilla del Volga se había quedado en Stalingrado para limpiar el terreno de minas. En muchos lugares se apilaban tablas nuevas, troncos, sacos de cemento. Había comenzado la entrega de material para la reconstrucción. En algunas partes, entre las ruinas, se habían asfaltado de nuevo las calzadas.
Una mujer que empujaba un carretón cargado con fardos caminaba a lo largo de una plaza vacía y dos niños la ayudaban tirando de las cuerdas atadas a los varales.
Todos querían volver a casa, a Stalingrado, mientras que Alcksandra Vlndímirovna había llegado y volvía a marcharse.
La mujer preguntó al conductor:
– ¿Lamenta que Spiridónov se vaya de la central eléctrica?
– ¿A mí qué más me da? Spiridónov me hacía correr de un lado para otro, el nuevo hará lo mismo. Tanto monta. Me firma la hoja de ruta y me pongo en camino.
– Y eso de ahí, ¿qué es? -preguntó ella, indicando una amplia pared ennegrecida por las llamas, donde se abrían los ojos desencajados de las ventanas.
– Oficinas varias. Lo mejor sería que fuera para la gente.
– Y antes, ¿qué había?
– Antes aquí estaba instalado Paulus. Aquí es donde le cogieron.
– ¿Y antes de eso?
– ¿No lo reconoce? Los grandes almacenes.
Parecía que la guerra hubiera hecho retroceder a la antigua Stalingrado. Era fácil imaginarse cómo los oficiales alemanes salían del sótano, cómo el mariscal de campo caminaba a lo largo de esa pared llena de hollín mientras los centinelas se cuadraban a su paso. ¿Es posible que fuera allí donde había comprado tela para un abrigo, el reloj que le había regalado a Marusia por su cumpleaños, que hubiera ido allí con Seriozha para comprarle unos patines en la sección de deportes de la segunda planta?
Aquellos que van a visitar el Malájov Kurgán, Verdún, el campo de batalla de Borodinó deben de encontrar extraño ver a los niños, a las mujeres haciendo la colada, un carro cargado de heno, un viejo campesino con el rastrillo en la mano… Ahí donde ahora crece la viña marchaban columnas de poilus [121], avanzaban los camiones cubiertos de toldos; ahí donde ahora está la isba, el rebaño famélico del koljós, los manzanos, marchaba la caballería de Murat, y desde ahí, Kurúzov, sentado en un sillón, con un gesto de tu mano senil, mandaba al contraataque a la infantería rusa. Sobre el cerro, donde las gallinas y las cabras polvorientas buscan briznas de hierba entre las piedras, estaba Najímov, y desde ahí se lanzaban las bombas luminosas descritas por Tolstói, ahí gritaban los heridos, silbaban las balas inglesas.
Aleksandra Vladímirovna, de la misma manera, encontraba insólito esas mujeres haciendo cola, esas chozas, esos hombres descargando tablas, las camisas secándose en los cordeles, las sábanas remendadas, las medias que se enroscaban como serpientes, los anuncios fijados en las paredes muertas…
Percibía hasta qué punto la vida de hoy era insípida para Stepán Fiódorovich, que contaba las discusiones que estallaban en el raikom a propósito de la distribución de la fuerza de trabajo, de las tablas, del cemento; comprendía por qué le aburrían los artículos del Pravda de Stalingrado sobre la clasificación de los escombros, la limpieza de las calles, la construcción de baños públicos, de cantinas obreras. Él se animaba cuando le hablaba de los bombardeos, de los incendios, de las visitas del comandante Shumílov a la central eléctrica, de los tanques alemanes que descendían de las colinas y de los artilleros soviéticos que se oponían a los tanques con el fuego de sus cañones. En esas calles era donde se había decidido el destino de la guerra. El desenlace de esa batalla había establecido la configuración del mapa del mundo de la posguerra, la medida de la grandeza de Stalin o del terrible poder de Adolf Hitler. Durante noventa días la sola palabra Stalingrado había hecho vivir, respirar y delirar al Kremlin y Berchtesgaden.
Era Stalingrado la que determinaría la filosofía de la Historia y los sistemas sociales del futuro. La sombra del destino del mundo ocultó a los ojos de los hombres la ciudad que en un tiempo había conocido una vida normal y corriente. Stalingrado se convirtió en la señal del futuro.
La vieja mujer, al acercarse a su casa, se encontraba sin darse cuenta bajo el poder de las fuerzas que se habían manifestado en Stalingrado, aquel lugar donde ella había trabajado, criado a su nieto, escrito cartas a sus hijas, enfermado de gripe, se había comprado zapatos.
Pidió al conductor que se detuviera, se apeó del vehículo. Abriéndose camino con dificultad a través de la calle desierta, todavía sembrada de escombros, contemplaba las ruinas y reconocía vagamente los restos de las casas vecinas a la suya.
El muro de su casa que daba a la calle todavía estaba en pie y a través de las ventanas abiertas, Aleksandra Vladímirovna entrevio con sus viejos ojos hipermétropes las paredes de su apartamento, reconoció la pintura azul y verde descolorida. Pero las habitaciones no tenían suelo ni techo, no había escalera por la que subir. Las huellas del incendio habían quedado impresas en los ladrillos, a menudo hechos añicos por las explosiones.
Con una fuerza brutal que le sacudió el alma, percibió toda su vida: sus hijas, su desdichado hijo, su nieto Seriozha, las pérdidas irreparables y su cabeza gris, sin un techo. Una mujer débil, enferma, con el abrigo raído y los zaparos destaconados miraba las ruinas de su casa.
¿Qué le deparaba el futuro? A sus setenta años, era una incógnita. «Queda vida por delante», pensó Aleksandra Vladímirovna. ¿Qué sería de aquellos que amaba? No lo sabía. Un cielo primaveral la miraba a través de las ventanas vacías de su casa.
La vida de sus seres queridos era un desbarajuste, una vida embrollada, confusa, repleta de dudas, de desgracias, de errores. ¿Cómo viviría Liudmila? ¿Cómo acabaría la discordia de su familia? ¿Y Seriozha? ¿Estaba vivo? ¡Qué difícil era la vida para Víktor Shtrum! ¿Qué pasaría con Stepán Fiódorovich y Vera? ¿Sería capaz Stepán de construir una nueva vida, encontraría la paz?
¿Qué camino seguiría Nadia, inteligente, buena y también mala? ¿Y Vera? ¿Sucumbiría a la soledad, las necesidades, las estrecheces diarias? ¿Qué ocurrirá con Yevguenia? ¿Seguiría a Krímov a Siberia, iría a parar a un campo, moriría como ha muerto Dmitri? ¿El Estado perdonaría a Seriozha ser hijo de un padre y una madre muertos en un campo, a pesar de ser inocentes?
¿Por qué su vida era tan enmarañada, tan confusa? Y aquellos que habían muerto, asesinados, ejecutados, mantenían su relación con los vivos. Aleksandra Vladímirovna recordaba sus sonrisas, sus bromas, su risa, sus ojos tristes y desconcertados, su desesperación y su esperanza. Mitia, abrazándola, le había dicho: «No pasa nada, mamá, sobre todo no te preocupes por mí, también en el campo hay buena gente». Sofía Levinton, su pelo negro, el labio superior cubierto de vello, joven, combativa y alegre, declama versos. Ania Shtrum, pálida, siempre triste, inteligente y bromísta. Tolia comía de mala manera, con gula, los macarrones con queso rallado, le irritaba oírle comer ruidosamente; nunca quería echarle una mano a Liudmila: «¿Es mucho pedir que vayas por un vaso de agua…?». «Vale, vale, te lo traigo, pero ¿por qué no se lo pides a Nadia?» ¿Y mi pequeña Marusia? Zhenia siempre se burlaba de tus sermones de maestra, enseñaste, enseñaste a Stepán a ser un hombre recto… Te ahogaste en el Volga con el pequeño Slava Beriozkin, con la vieja Várvara Aleksándrovna. «Explíqueme, Mijaíl Sídorovich.» Dios mío, ¿qué puede explicarme ahora…?
Caóticos, siempre llenos de penas, sufrimientos secretos, dudas, esperaban la felicidad. Algunos iban a verla, otros le escribían cartas, y en ella persistía siempre un extraño sentimiento: la familia era grande y estaba unida, pero en un rincón de su corazón anidaba la sensación de su propia soledad.
Y ahí estaba, una mujer vieja ahora; vive esperando el bien, cree, teme el mal, llena de angustia por los que viven y también por los que están muertos; ahí está, mirando las ruinas de su casa, admirando el cielo de primavera sin saber que lo está admirando, preguntándose por qué el futuro de los que ama es Can oscuro y sus vidas están tan llenas de errores, sin darse cuenta de que precisamente esa confusión, esa niebla y ese dolor aportan la respuesta, la claridad, la esperanza, sin darse cuenta de que en lo más profundo de su alma ya conoce el significado de la vida que le ha tocado vivir, a ella y a los suyos. Y aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro -la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución-, ellos vivirán como seres humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo.
Aquel día la cabeza no sólo le daba vueltas a Stepán Fiódorovich, que se había puesto a beber desde la mañana. Aleksandra Vladímirovna y Vera se encontraban en un estado de nerviosismo febril antes de la partida. Los obreros pasaban continuamente y preguntaban por Spiridónov, pero él estaba arreglando algunos asuntos pendientes, había ido al raikom a buscar su nuevo destino, telefoneaba a sus amigos, puso en orden sus documentos en la comisaría militar, iba a los talleres charlando, bromeando, y cuando se quedó solo, en la sala de turbinas, pegó la mejilla al volante frío, inmóvil y, cansado, cerró los ojos.
Entretanto Vera empaquetaba sus pertenencias, secaba los pañales sobre la estufa, preparaba para Mitia los biberones con leche hervida, metía el pan en una bolsa. Estaba a punto de separarse para siempre de Víktorov y de su madrc. Se quedarían solos; nadie aquí pensaría ni se preocuparía de ellos.
Le consolaba el pensamiento de que ahora era la mayor de la familia. Ahora era la más tranquila, la que mejor aceptaba las dificultades de la vida.
Aieksandra Vladímirovna mirando los ojos de su nieta, irritados por la falta de sueño, le dijo:
– Así es la vida. Vera. No hay nada más difícil que abandonar la casa donde se ha sufrido tanto.
Natasha se puso a cocinar unas empanadas a los Spiridónov para el viaje. Salió por la mañana, cargada de leña y provisiones, a casa de una conocida que tema una estufa rusa; preparó el relleno y extendió la masa. Su cara, enrojecida por el trabajo en el horno, había rejuvenecido y embellecido. Se miraba al espejo riendo, se empolvaba la nariz y las mejillas de harina, pero cuando su conocida salía de la habitación, Natalia lloraba y las lágrimas caían sobre la pasta.
Al final su amiga se dio cuenta de que estaba llorando y le preguntó:
– ¿Qué tienes, Natasha? ¿Por qué lloras? -Me había acostumbrado a ellos. La vieja es buena, Vera me da pena, y también el huérfano.
La mujer escuchó con atención sus explicaciones y dijo:
– Mientes, Natasha, tú no lloras por la vieja.
– Sí, sí, es verdad -admitió Natasha. El nuevo director prometió dejar marchar a Andréyev, pero le exigió que se quedara en la central eléctrica otros cinco días más. Natalia anunció que se quedaría esos cinco días y que luego se reuniría con su hijo en Leninsk.
– Y una vez allí -dijo-, ya veremos dónde vamos a parar.
– ¿Qué es lo que verás? -preguntó su suegro. Natasha no respondió. Lo más probable es que había llorado porque no veía nada.
Pável Andréyevich no quería que su nuera se preocupara por él; y Natasha tenía la sensación de que su suegro recordaba las discusiones que había tenido con su mujer, Várvara Aleksándrovna, que la juzgaba, que no la perdonaba.
A la hora de comer, Stepán Fiódorovich volvió a casa y contó cómo se habían despedido de él los obreros en la sala de máquinas.
– Por aquí durante toda la mañana también ha habido un ir y venir de gente que preguntaba por usted -dijo Aieksandra Vladímirovna-. Al menos han venido cinco o seis personas que querían verle.
– Bueno, ¿está todo listo? El camión llegará a las cinco en punto -Y sonrió-. Hay que darle las gracias a Batrov por ello.
Todos sus asuntos estaban en orden, el equipaje preparado, pero Spiridónov todavía se sentía nervioso, excitado, embriagado. Comenzó a cambiar de sitio las maletas, repasó los nudos de los fardos, como si estuviera impaciente por partir.
Luego Andréyev regresó de la oficina, y Stepán Fiódorovich le preguntó:
– ¿Cómo va todo por ahí? ¿Ha llegado el telegrama de Moscú a propósito de los cables?
– No, no ha llegado ningún telegrama.
– ¡Hijos de perra! Sabotean todo el trabajo. Las construcciones de primer orden habrían podido estar listas para las fiestas de mayo.
Andréyev dijo a Aieksandra Vladímirovna:
– Está loca, ¿cómo le ha dado por embarcarse en este viaje?
– No se preocupe, soy una mujer resistente. Además, ¿qué voy a hacer, sino? ¿Volver a mi piso de la calle Gógoí? Y aquí los pintores ya han pasado a ver los trabajos que hay que hacer para el nuevo director.
– ¿No podría esperarse un día al menos, ese descarado? -observó Vera.
– ¿Por qué descarado? -dijo Aieksandra Vladímirovna-. La vida continúa.
Stepán Fiódorovich preguntó:
– ¿Está preparada la comida? ¿A qué esperamos?
– A Natasha con las empanadas.
– Sí, sí, esperando las empanadas, perderemos el tren -dijo Stepán Fiódorovich.
No tenía apetito, pero había reservado vodka para la comida de despedida, y tenía muchas ganas de beber.
Le hubiera gustado mucho pasar por su despacho, aunque sólo fuera unos minutos, pero eso habría estado fuera de lugar: Batrov mantenía una reunión con varios responsables de diferentes talleres. La amargura acrecentaba en él el deseo de beber y no dejaba de sacudir la cabeza: «Vamos a llegar tarde, vamos a llegar tarde».
Había algo agradable en esa espera de Natasha, en ese temor a llegar tarde, pero no lograba comprender el motivo. No se daba cuenta de que se debía a que le recordaba otras ocasiones antes de la guerra, cuando su mujer y él se preparaban para ir al teatro, y él miraba el reloj y repetía desolado: «Vamos a llegar tarde».
Aquel día habría querido oír hablar bien de él, y ese deseo le hacía aún más desgraciado.
– ¿Por qué deberían compadecerse de mí? Soy un desertor y un cobarde. Aún tendré la desfachatez de exigir que me den una medalla por haber participado en la defensa.
– Venga, vamos a comer -dijo Aleksandra Vladímirovna, al ver que Stepán Fiódorovich estaba fuera de sí.
Vera trajo la olla de sopa y Spiridónov sacó la botella de vodka. Aleksandra Vladímirovna y Vera declinaron beber.
– Bueno, beberemos sólo los hombres -dijo Spiridónov, y añadió-: Pero tal vez deberíamos esperar a Natasha.
En ese preciso instante Natasha apareció por la puerta con una cesta y se puso a colocar las empanadas sobre la mesa.
Stepán Fiódorovich sirvió dos grandes vasos para Andréyev y él, y uno medio lleno para Natasha.
– El verano pasado estuvimos en casa de Aleksandra Vladímirovna, en la calle Gógol, comiendo empanadas.
– Bueno, estoy segura de que éstas serán igual de buenas que las del año pasado -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Cuántos éramos aquel día alrededor de la mesa, mientras que ahora sólo quedamos usted, la abuela, papá y yo -dijo Vera.
– Hemos aplastado a los alemanes en Stalingrado -dijo Andréyev.
– ¡Una gran victoria! Pero hemos pagado un precio muy alto por ello -observó Aleksandra Vladímirovna, y añadió-: Tomad más sopa, durante el viaje sólo comeremos fiambre, pasarán días antes de que volvamos a comer caliente.
– Sí, el viaje será duro -intervino Andréyev-, Y subirse al tren no será nada fácil. Es un tren procedente del Cáucaso y estará abarrotado de soldados que van camino a Balashov. En cambio llevarán pan blanco.
– Los alemanes se cernían amenazantes como un nubarrón -dijo Stepán Fiódorovich-. ¿Dónde está ahora ese nubarrón? La Rusia soviética ha vencido.
Pensó en el rugido de los tanques alemanes que hasta hace poco se oía en la central eléctrica, pero ahora esos tanques estaban a cientos de kilómetros de distancia, en Belgorod, Chugúyev, Kubán.
Y de nuevo se puso a hablar de la herida que le escocía de manera insoportable:
– Muy bien, admitamos que soy un desertor. Pero ¿quién ha dictado la sentencia contra mí? Exijo que me juzguen los combatientes de Stalingrado. Estoy dispuesto a declararme culpable ante ellos.
– A su lado, Pável Afldréyevich -dijo Vera-, aquel día estaba sentado Mostovskói.
Pero Stepán Fiódorovich interrumpió la conversación. Aquel día el dolor le atenazaba. Se volvió a su hija y dijo:
– He llamado al primer secretario del obkom para despedirme. A fin de cuentas soy el único director que permaneció en la orilla derecha durante toda la batalla, pero su adjunto, Barulin, me ha dicho: «El camarada Priajin no puede hablar con usted. Está ocupado». Y si está ocupado está ocupado.
Vera, como si no le hubiera oído, dijo:
– Y al lado de Seriozha había un teniente, un amigo de Tolia. ¿Quién sabe dónde estará ahora, ese teniente?
Le habría gustado que alguien le hubiera respondido:
«¿Dónde va a estar? Probablemente esté sano y salvo, en el frente».
Esas palabras, aunque ligeramente, habrían mitigado su pena.
Pero Stepán Fiódorovich le interrumpió de nuevo:
– Le he dicho: «Me voy hoy. Lo sabe muy bien». Y va y me responde: «En ese caso, diríjase a él por escrito». Muy bien, que se vaya al diablo. ¡Venga, bebamos otro vaso! Es la última vez que nos sentamos alrededor de esta mesa.
Levantó su vaso en dirección a Andréyev.
– Pável Andréyevich, no guarde mal recuerdo de mí.
– Pero qué dice, Stepán Fiódorovich. La clase obrera está con usted -dijo Andréyev.
Spiridónov bebió, se quedó callado un instante, como si hubiera sacado la cabeza del agua, y comenzó a comer la sopa.
Se hizo el silencio, sólo se oía el ruido que hacía Stepán Fiódorovich comiendo la empanada y el tintineo de la cuchara contra el plato.
En aquel instante el pequeño Mitia se puso a llorar y Vera se levantó de la mesa para tomarlo en brazos.
– Coma empanada, Aleksandra Vladímirovna -susurró Natasha, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.
– Claro que sí -la tranquilizó ésta. Stepán Fiódorovich, con la solemnidad de un borracho, presa de una alegre excitación, anunció:
– Natasha, permítame que le diga una cosa delante de todos. Usted no tiene nada que hacer aquí; vuelva a Lenínsk, vaya a buscar a su hijo y reúnase con nosotros en los Urales. Estaremos juntos, juntos será más fácil.
Deseaba mirarla a los ojos, pero ella bajó la cabeza y él no pudo ver más que su frente, sus bellas cejas morenas. -Y usted también, Pável Andréyevich, venga con nosotros. Juntos será más fácil.
– ¿Dónde quiere que vaya? -dijo Andréyev-, ¿Cómo quiere que a mi edad empiece una nueva vida?
Stepán Fiódorovich se volvió hacia Vera; estaba de pie al lado de la mesa con Mitia en los brazos, y lloraba.
Y por primera vez aquel día vio las paredes que estaba a punto de abandonar. De repente todo dejó de tener importancia: el dolor que le consumía, perder el trabajo que tanto amaba, la pérdida de estatus, la vergüenza y el rencor que le hacían perder el juicio y le impedían compartir la alegría de la victoria.
Y entonces, la vieja mujer que estaba sentada a su lado, la madre de la mujer a la que había amado y que había perdido para siempre, le besó en la frente y le dijo:
– No importa, mi querido Stepán, no importa. Es la vida.
Durante toda la noche hizo un calor sofocante en la isba, por la estufa encendida la tarde anterior.
La inquilina y su marido, un militar herido que había llegado de permiso la víspera, después de recibir el alta en el hospital, estuvieron despiertos casi hasta la mañana. Hablaban en voz baja para no despertar a la vieja casera y a la hija de ambos, que dormía sobre un baúl.
La vieja intentaba conciliar el sueño, pero sin éxito.
Le irritaba que la mujer susurrara para hablar con su marido. Le molestaba porque, sin querer, aguzaba el oído y trataba de unir las palabras sueltas que llegaban hasta ella. Si hubieran hablado en voz alta habría escuchado un rato, pero luego se habría dormido. Sintió incluso el deseo de golpear contra la pared y decir: «Pero ¿qué estáis cuchicheando? ¿Creéis que lo que estáis diciendo es muy interesante?
De vez en cuando la vieja cazaba algunas frases sueltas, luego el susurro se hacía de nuevo incomprensible.
El militar dijo:
– Vengo directamente del hospital, ni siquiera he podido traerte bombones. ¡Si hubiera estado en el frente habría sido otra historia!
– Y yo -respondió la mujer- todo lo que tengo para ofrecerte son patatas fritas en aceite.
El murmullo se volvió de nuevo indescifrable, no lograba entender nada y al final, le pareció oír llorar a la mujer.
Luego la vieja oyó que ella decía: -Es mi amor lo que te ha salvado. «Rompecorazones», pensó la vieja. La vieja se adormeció unos minutos, y debió de haberse puesto a roncar, porque las voces se habían vuelto más fuertes.
Se despertó, se puso a escuchar y entendió: -Pivovárov me escribió al hospital. Hace poco que me nombraron teniente coronel y enseguida quieren ascenderme a coronel. Ha sido el propio comandante general del ejército el que me ha propuesto. De hecho fue él quien me puso al mando de una división. Y me han dado la Orden de Lenin. ¡Y todo por aquel día en que quedé enterrado bajo tierra! Cuando perdí todo contacto con los batallones y lo único que hice fue ponerme a cantar, como un loro. Me siento como un impostor. No te imaginas lo avergonzado que estoy.
Luego, al darse cuenta de que la vieja ya no roncaba, volvieron a hablar en voz baja.
La vieja vivía sola. Su marido había muerto antes de la guerra y su única hija se había ido de casa para trabajar en Sverdlovsk. La vieja no tenía parientes en el frente y no lograba comprender por qué la llegada del militar la había trastornado tanto.
No le gustaba su inquilina: le parecía frivola e incapaz de valerse por sí misma. Se levantaba tarde y no cuidaba de su hija, que andaba con la ropa rota y comía de cualquier manera. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada a la mesa sin decir nada, mirando por la ventana. A veces, cuando le daba el arrebato, se ponía a trabajar y entonces resultaba que sabía hacerlo todo: cosía, lavaba el suelo, cocinaba una sopa excelente; sabía incluso cómo ordeñar una vaca, aunque era de ciudad. Era evidente que algo no funcionaba en su vida. En cuanto a la niña, era un bicho raro. Le gustaba jugar con escarabajos, saltamontes, cucarachas, pero de una manera extraña, no como los otros niños: besaba a los escarabajos, les contaba historias, luego los soltaba y después se echaba a llorar, les llamaba por su nombre, les suplicaba que volvieran. Aquel otoño la vieja le había traído un erizo que había encontrado en el bosque, y la niña le seguía a todas partes. Donde estaba él, estaba ella. Cuando el erizo gruñía, ella se sentía pictórica de alegría. Si el erizo se metía debajo de la cómoda, la niña se sentaba en el suelo, al lado de la cómoda, lo esperaba, y le decía a su madre: «Silencio, está durmiendo». Y cuando el erizo volvió al bosque, la niña estuvo dos días sin probar bocado.
La vieja vivía con el temor constante de que su inquilina se fuera a colgar; en tal caso, ¿qué haría con la niña? No quería, a su edad, nuevas preocupaciones.
«No le debo nada a nadie», pensaba. No se liberaba de la angustia de que, una mañana al levantarse, se encontraría a la mujer ahorcada. ¿Qué haría con la niña?
Estaba convencida de que el marido de su inquilina la había abandonado, que había conocido a otra mujer más joven en el frente, y ése sería el motivo de que estuviera tan triste. Recibía muy pocas cartas de él, y cuando llegaban no se alegraba demasiado. Era imposible sacarle una palabra, siempre estaba callada. Incluso las vecinas habían notado que la vieja tenía una extraña inquilina.
La vieja había sufrido muchas penas con su marido. Era un borracho, un hombre escandaloso. En lugar de pegarle de la manera que hacían todos, echaba mano del atizador o un bastón para zurrarla. Golpeaba también a la hija. Cuando estaba sobrio tampoco era un derroche de alegría: era avaro, siempre la tomaba con ella, metía la cuchara, como una abuela, en la cacerola, quejándose de esto y aquello. Siempre le estaba dando lecciones: no sabía cocinar, no sabía hacer la compra» no era así cómo se ordeñaba, no era así cómo se hacía la cama. Y cada dos palabras soltaba un taco. Ella se había acostumbrado, y ahora no le iba a la zaga en improperios a su marido. Incluso insultaba a su vaca preterida. Cuando murió su marido no derramó ni una sola lágrima. No había dejado de importunarla ni siquiera de viejo, cuando estaba borracho no había nada que hacer. Al menos habría podido intentar comportarse mejor en presencia de su hija. Sólo pensarlo se ruborizaba. ¡Y hay que ver cómo roncaba! Sobre todo cuando estaba borracho. Y su vaca, ese animal terco, siempre quería escaparse del rebaño… ¿Cómo una mujer vieja como ella iba a poder seguirle el ritmo?
La vieja oía los susurros detrás del tabique, y recordaba la mala vida que le había dado su marido. Sentía rencor a la par que compasión hacia él. Había trabajado duro y ganado poco. Sin la vaca nunca habrían sobrevivido. Y murió por el polvo que había tragado en la mina. Pero ella no había muerto, vivía. Una vez le había traído un collar de Ekaterinburgo, y ella se lo había dado a su hija…
Por la mañana temprano, cuando la niña todavía no se había despertado, la pareja fue al pueblo. Con la cartilla de racionamiento militar podrían obtener pan blanco.
Iban cogidos de la mano, caminaban en silencio. Tenían que recorrer un kilómetro y medio a través del bosque, descender hasta el lago y bordear la orilla.
La nieve no se había derretido y había adquirido una tonalidad azulada. Entre sus cristales grandes y ásperos nacía y se derramaba el azul del agua del lago. En la ladera soleada de la colina la nieve se había empezado a derretir, el agua gorjeaba por la zanja que bordeaba el camino. El brillo de la nieve, del agua, de los charcos, todavía atrapados en el hielo, cegaba la vista. La luz era tan intensa que tenían que abrirse paso a través de ella, como a través de la maleza. Les incomodaba, les molestaba, y cuando rompían la capa de hielo al caminar sobre los charcos, les parecía que era la luz la que crujía bajo sus pies, la que se quebraba en esquirlas de rayos agudos y punzantes. La luz se derramaba por la zanja y allí donde los cantos rodados bloqueaban la zanja, la luz se henchía, espumeaba, tintineaba y murmuraba. El sol de primavera parecía más cercano a la tierra que nunca. El aire era fresco y cálido al mismo tiempo.
Al oficial le pareció como si la luz y el cielo azul lavaran, aclararan su garganta abrasada por el hielo y el vodka, ennegrecida por el tabaco, por el gas producido por la combustión de la pólvora, el polvo y los insultos. Penetraron en el bosque, bajo la sombra de los pinos jóvenes. Allí el manto de nieve todavía permanecía intacto. En los pinos, en las guirnaldas verdes de las ramas, las ardillas estaban atareadas, y a sus pies la costra helada de la nieve estaba sembrada de infinidad de pinas roídas y de una fina carcoma de madera.
El silencio que reinaba en el bosque obedecía a que la luz, detenida por el abundante follaje de las coniferas, no hacía ruido, no tintineaba.
Caminaban como antes en silencio, estaban juntos; por ese motivo todo alrededor era hermoso y había llegado la primavera.
Sin intercambiar una palabra se detuvieron. Sobre la rama de un abeto se habían posado dos grandes pinzones reales. Sus pechos rojos parecían flores abiertas sobre una nieve encantada. Extraño, sorprendente era el silencio en aquella hora.
Contema el recuerdo de la frondosidad del año pasado, del repiqueteo de las lluvias, de los nidos construidos y después abandonados, de la infancia, del triste trabajo de las hormigas, de la traición de los zorros y los halcones, de la guerra de todos contra todos, del bien y del mal nacidos en un solo corazón y muertos con ese corazón, de las tormentas y los rayos que hacían estremecer el corazón de las liebres y los troncos de los pinos. En la gélida penumbra, bajo la nieve, dormía la vida pasada: la felicidad de los encuentros amorosos, la charlatanería incierta de los pájaros en abril, el primer contacto con vecinos al principío extraños, luego familiares. Dormían los fuertes y los débiles, los audaces y los tímidos, los felices y los desgraciados.
En la casa vacía y abandonada se había producido el último adiós con los muertos que se habían ido para siempre.
Pero en el frío del bosque la primavera se percibía con más intensidad que en la llanura iluminada por el sol. En d silencio del bosque la tristeza era más honda que el silencio del otoño. Se oía en su mutismo el lamento por los muertos y la furiosa felicidad de vivir…
Todavía es oscuro, hace frío, pero pronto las puertas y las contraventanas se abrirán. Pronto la casa vacía revivirá y se llenará con las lágrimas y las risas infantiles, resonarán los pasos apresurados de la mujer amada y los andares decididos del dueño de la casa.
Permanecían inmóviles, con la cesta en la mano, en silencio.
1960