Cuando la gente en la retaguardia ve pasar los convoyes de refresco hacia el frente les invade un sentimiento de angustiosa felicidad; les parece que aquellos cañones, aquellos tanques recién pintados están destinados a asestar el anhelado golpe decisivo que precipitará el feliz desenlace de la guerra.
Los soldados que suben a los convoyes después de pasar una larga temporada en la reserva sienten una tensión especial. Los jóvenes oficiales sueñan con recibir órdenes de Stalin en sobres lacrados… Los hombres con experiencia, por supuesto, no piensan en nada semejante: beben agua caliente, ablandan el pescado seco golpeándolo contra la mesa o las suelas de las botas, discuten sobre la vida privada del mayor, las perspectivas de intercambio de mercancías que habrá en la próxima estación. Los veteranos ya saben cómo funcionan las cosas: se desembarca a las tropas en alguna zona cercana al frente, en una recóndita estación cuyo emplazamiento sólo parecen conocer los aviones alemanes, y bajo el primer bombardeo, los novatos pierden parte de su humor festivo… Los hombres, que durante el trayecto han dormido como lirones, ahora ni siquiera tienen una hora de reposo; la marcha se prolonga durante días enteros; no hay tiempo de comer ni de beber, mientras las sienes parecen a punto de estallar por el incesante rugido de los motores recalentados; las manos tampoco tienen fuerza para sujetar las palancas de mando. Por su parte, el comandante está harto de mensajes cifrados y de la ración generosa de gritos e improperios que le llegan a través del radiotransmisor; los superiores necesitan tapar agujeros en el frente lo más pronto posible, poco importa cuáles hayan sido los resultados de las tropas durante los ejercicios de tiro. «Adelante, adelante.» Es la única arenga que retumba en los oídos del comandante de la unidad y éste avanza, no se detiene, ataca con todas sus fuerzas. Y, a veces, nada más llegar, sin haber explorado previamente el terreno, la unidad se ve obligada a entrar en combate; la voz cansada y nerviosa de alguien grita: «¡Contraatacad, rápido! ¡A lo largo de esas colinas! No hay ni uno de los nuestros y el enemigo arremete con fuerza. Nos vamos al garete».
En las cabezas de los conductores, los radiotelegrafistas y los artilleros se confunde el rugido de la larga marcha con el silbido de los obuses alemanes y el estallido de las bombas de mortero.
Entonces la locura de la guerra se hace tangible. Pasa una hora, y he aquí el resultado de la ingente empresa: tanques destrozados y en llamas, piezas de artillería retorcidas y orugas arrancadas.
¿Dónde han ido a parar los duros meses de entrenamiento? ¿En qué se ha convertido el trabajo paciente y diligente de los fundidores de acero y los electricistas?
Y el oficial superior, para encubrir la precipitación irreflexiva con la que ha lanzado al combate a la unidad recién llegada de la retaguardia, para ocultar su inútil pérdida, redacta un informe estándar: «La acción de las reservas llegadas de la retaguardia ha frenado momentáneamente el avance del enemigo y ha permitido reagrupar las fuerzas bajo mi mando».
Si no hubiera gritado «adelante, adelante», si les hubiera permitido hacer un reconocimiento previo del terreno no habrían ido a parar a un campo de minas. Y los tanques, aunque no hubieran obtenido un resultado decisivo, al menos habrían podido entrar en combate y ocasionar daños en las filas alemanas.
El cuerpo de tanques de Nóvikov se dirigía al frente. Los ingenuos y poco aguerridos soldados que conducían los tanques estaban convencidos de que precisamente recaería sobre ellos la misión de participar en los combates decisivos. Los frontoviki [71], que ya sabían lo que era pasarlas moradas, se reían de ellos; Makárov, el comandante de la primera brigada, y Fátov, el mejor comandante del batallón, ya habían visto todo aquello muchas veces.
Los escépticos y pesimistas eran hombres realistas, de probada experiencia, y habían pagado con sangre y sufrimiento su comprensión de la guerra. En eso consistía su superioridad sobre los mozalbetes imberbes. Sin embargo, se equivocaban. Los tanques del coronel Nóvikov iban a participar en una acción que sería decisiva para el curso de la guerra y la vida de cientos de millones de personas después de la contienda.
Nóvikov había recibido la orden de ponerse en contacto con el general Riutin en cuanto llegara a Kúibishev a fin de dar respuesta a una serie de cuestiones de interés para la Stavka.
Nóvikov pensaba que alguien iría a buscarlo a la estación, pero el oficial de servicio, un mayor de mirada salvaje, extraviada y al mismo tiempo soñolienta, le dijo que nadie había preguntado por él. Tampoco pudo telefonear al general; su número era estrictamente confidencial.
Al final se dirigió a pie al Estado Mayor. En la plaza de la estación experimentó aquella sensación de malestar que se apodera de los militares en servicio activo cuando de repente se encuentran en las inmediaciones de una ciudad desconocida. De pronto, se había desmoronado la sensación de encontrarse en el centro del mundo: allí no había telefonistas dispuestos a tenderle el auricular ni conductores apresurándose a poner el coche en marcha.
La gente corría por una calle curva, adoquinada, en dirección a una cola que acababa de formarse ante una tienda: «¿Quién es el último…? Después de usted voy yo…». Se diría que para aquellas personas pertrechadas con sus cantimploras tintineantes no había nada más importante que la cola alineada frente a la vetusta puerta de la tienda de comestibles. Nóvikov se irritaba particularmente al ver a los militares; casi todos llevaban una maleta o un paquete en las manos. «Habría que coger a todos estos hijos de perra y enviarlos al frente en un convoy», pensó.
¿De veras la vería hoy? Caminaba por la calle y pensaba en ella: «¡Hola, Zhenia!».
El encuentro con el general Riutin en su despacho del puesto de mando fue breve. Apenas había dado inicio la conversación cuando éste recibió una llamada telefónica del Estado Mayor General: tenía que volar de inmediato a Moscú.
Riutin se disculpó con Nóvikov e hizo una llamada local.
– Masha, hay cambio de planes. El Douglas despega de madrugada, díselo a Anna Aristárjovna. No tendremos tiempo de ir a buscar las patatas, los sacos están en el sovjós… -Su cara, pálida, se arrugó en una repugnante mueca de impaciencia. Luego, interrumpiendo evidentemente el torrente de palabras que le llegaba desde el otro lado de la línea telefónica, gritó-: ¿Qué quieres? ¿Que le diga a la Stavka que no puedo irme porque el abrigo de mi mujer no está cosido todavía?
El general colgó y se volvió hacia Nóvikov:
– Camarada coronel, deme su opinión sobre el mecanismo de tracción de los tanques. ¿Cumple con las exigencias que presentamos a los técnicos?
A Nóvikov le agobiaba aquella conversación. Durante los meses que llevaba como comandante había aprendido a juzgar en su justa medida a las personas, o mejor dicho, su capacidad operativa.
Al instante y con un olfato infalible sopesaba la importancia de los inspectores, instructores, jefes de comisión y otros representantes que iban a verle. Conocía el significado de frasecitas modestas como:
«El camarada Malenkov me ha pedido que le transmita…», y sabía que había hombres que exhibían condecoraciones, enfundados en su uniforme de general, elocuentes y ruidosos, que eran incapaces de obtener una tonelada de gasoil, nombrar a un almacenero o destituir a un oficinista.
Riutin no estaba en la cima de la pirámide estatal. Era un mero estadista, un proveedor de información, y Nóvikov, mientras hablaba con él, no dejaba de mirar el reloj.
El general cerró su gran libreta de notas.
– Lamentándolo mucho tengo que dejarle, camarada coronel. Mi avión sale al amanecer. Es una verdadera pena. Quizá podría venir a Moscú…
– Sí, por supuesto, camarada general, a Moscú. Con los tanques que tengo bajo mi mando -dijo fríamente Nóvikov.
Luego se despidió. Riutin le pidió que transmitiera sus saludos al general Neudóbnov; en otros tiempos habían servido juntos. Nóvikov todavía no había llegado al final del estrecho pasillo verde cuando oyó a Riutin decir al teléfono:
– Póngame con el jefe del sovjós número 1.
«Va en busca de sus patatas», pensó Nóvikov.
Se dirigió a casa de Yevguenia Nikoláyevna. En una sofocante noche de verano se había acercado a su casa en Stalingrado; venía de la estepa, cubierto del humo y el polvo de la retirada. Y ahora, de nuevo, se dirigía a su casa. Tenía la sensación de que entre el hombre de hoy y el de entonces se había abierto un abismo.
«Serás mía -pensó-. Serás mía.»
Era una casa de dos pisos de construcción antigua, uno de esos consistentes edificios de paredes gruesas que nunca van acorde con las estaciones: en verano conservan un frescor húmedo y durante los días fríos del otoño retienen un calor asfixiante y polvoriento.
Llamó al timbre. La puerta se abrió y de pronto le azotó un ambiente cargado; en el pasillo, atestado de baúles y cestos, apareció Yevguenia Nikoláyevna. La veía ante sí sin ver el pañuelo blanco en sus cabellos, ni el vestido negro, ni sus ojos, ni su cara, ni sus manos, ni sus hombros… Era como si no la viera con los ojos, sino con el corazón. Ella lanzó un grito de sorpresa, pero no dio unos pasos hacia atrás, como suelen hacer las personas cuando las sacude un hecho inesperado.
Él la saludó, ella le respondió algo.
Caminó hacia ella con los ojos cerrados. Se sentía feliz de vivir, pero al mismo tiempo estaba dispuesto a morir en el acto. El calor de la mujer le acariciaba. Y de pronto descubrió que para saborear aquella sensación desconocida, esa sensación de felicidad que no había conocido antes, no hacía falta la vista, ni las palabras ni los pensamientos.
Ella le preguntó algo, y él respondió, siguiéndola por el pasillo oscuro y cogiéndole la mano como si fuera un niño que temiera perderse en medio de la multitud.
«¡Qué pasillo tan ancho! -pensó Nóvikov-. Por aquí pasaría un tanque KV.»
Entraron en una habitación con una ventana que daba a la pared ciega del edificio vecino.
En la estancia había dos camas, una con una sábana gris y una almohada arrugada y plana; la otra con un cubrecama de encaje blanco y una montaña de cojines mullidos. Sobre la cama blanca había colgadas postales de felicitación de Año Nuevo ilustradas con hombres apuestos vestidos de esmoquin y pollitos saliendo del cascarón.
En el rincón de la mesa, cubierta de rollos de papel de dibujo, había una botella de aceite, un trozo de pan y media cebolla de aspecto lánguido.
– Yevguenia… -dijo él.
La mirada de la mujer, de ordinario irónica y observadora, tenía en aquel momento una expresión particular, extraña.
– ¿Tiene hambre? -le preguntó-. ¿Acaba de llegar?
Parecía querer destruir aquel sentimiento nuevo que había surgido entre los dos y que ya era imposible de romper. Él había cambiado, ya no era el mismo; aquel hombre al que habían confiado cientos de soldados y sombrías máquinas de guerra tenía ahora los ojos implorantes de un muchacho infeliz. Ella se sentía confusa ante aquella incongruencia, quería mostrarse condescendiente, compadecerle, olvidar su fuerza. Su felicidad era la libertad. Pero ahora la libertad la estaba abandonando y aun así, se sentía feliz.
– Pero bueno, ¿tan difícil es de comprender? -dijo Nóvikov de repente.
Y una vez más dejó de percibir sus propias palabras y las de ella. De nuevo se adueñó de él un sentimiento de felicidad y, junto a éste, otro sentimiento vinculado de alguna manera al primero: su disposición a morir en aquel preciso instante. Ella le rodeó el cuello con los brazos, y sus cabellos como agua tibia le tocaron la frente, las mejillas, y entre la penumbra de sus cabellos esparcidos, él pudo ver los ojos de Yevguenia.
El tenue susurro de su voz apagó el fragor de la guerra, el rumor de los tanques…
Por la noche bebieron agua caliente y comieron un poco de pan.
– Nuestro oficial se ha olvidado de lo que es el pan negro -dijo Yevguenia.
Cogió de fuera de la ventana una cacerola de papilla de alforfón. Los grandes granos cubiertos de hielo se habían puesto lívidos, violetas; estaban perlados de gotas de sudor frío.
– Parece lila de Persia.
Nóvikov probó el «lila de Persia» y pensó: «Qué horror».
– Nuestro oficial se ha olvidado del sabor del alforfón -repitió Zhenia.
«Menos mal que no he escuchado a Guétmanov y no he traído nada de comer», pensó Nóvikov.
– Cuando estalló la guerra estaba con un regimiento de aviación cerca de Brest. Los pilotos corrimos hacia el aeropuerto y oí a una polaca gritar: «¡Quién es ese de ahí?»; un niño polaco respondió: «Un zolnierz [72] ruso», y en ese preciso instante sentí vivamente que era ruso, ruso… Por supuesto siempre he sabido que no era turco, pero en ese momento es como si toda mi alma cantara:
«¡Soy ruso, ruso…!». A decir verdad antes de la guerra nos habían educado con otra mentalidad. Y hoy, el día más feliz de mi vida porque vuelvo a verte, pienso de nuevo en la desgracia rusa, en la felicidad rusa… Eso es lo que quería decirte… Pero ¿qué tienes? -le preguntó de repente.
A Yevguenia le asaltó la imagen de la cabeza despeinada de Krímov. Dios, ¿era posible que se hubieran separado para siempre? Y precisamente en aquellos minutos de felicidad la idea de no volver a verle jamás le pareció insoportable.
Por un instante tuvo la impresión de que iba a reconciliar el tiempo presente, las palabras del hombre que ahora la besaba, con el tiempo pasado; que estaba a punto de comprender el curso secreto de su vida, que vería aquello que nunca le había sido dado ver: las profundidades de su propio corazón, allí donde se decide el destino.
– Esta habitación -explicó Zhenia- pertenece a una alemana que me dio cobijo. lisa camita blanca y angelical es la suya. Nunca he conocido a un ser más inofensivo, más inocente… Es extraño que, pese a que estamos en guerra con los alemanes, esté convencida de que no hay persona más buena que ella en toda la ciudad. Extraño, ¿no es cierto?
– ¿Volverá pronto? -preguntó Nóvikov.
– No, la guerra ha acabado para ella. La han deportado.
– Tanto mejor -dijo Nóvikov.
Yevguenia hubiera querido hablarle de la piedad que sentía hacia Krímov, al que había abandonado; ahora él no tenía a nadie a quien escribir, ni casa a la que acudir, sólo le quedaba la melancolía, una melancolía sin esperanza, y la soledad.
A ello se unía su deseo de hablarle de Limónov, de Sharogorodski, de todas las cosas nuevas e incomprensibles que la vinculaban con esa gente. También quería hablarle del cuaderno de Jenny Guenríjovna donde ésta escribía todas las palabras divertidas que decían los pequeños Sháposhnikov; si quería podía leerlo ahora mismo, estaba encima de la mesa. Quería contarle la historia del permiso de residencia y Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Pero todavía no tenía suficiente confianza en él, se sentía cohibida. ¿Le interesarían aquellas historias?
Increíble… Le parecía revivir su ruptura con Krímov. En el fondo siempre había creído que todo se arreglaría, que podría volver al pasado. Y aquello la tranquilizaba. Pero ahora que se sentía avasallada por una fuerza nueva, volvía la inquietud, el tormento. ¿De veras aquello era para siempre? ¿Es posible que fuera irreparable? Pobre, pobre Nikolái Grigórievich. ¿Qué había hecho para merecer tanto sufrimiento?
– ¿Qué va a ser de nosotros? -preguntó.
– Te convertirás en Yevguenia Nikoláyevna Nóvikova -respondió él.
Ella se echó a reír, mirándole fijamente.
– Pero tú eres un extraño, un perfecto extraño para mí. ¿Quién eres en realidad?
– Eso no lo sé. Pero tú eres Nóvikova, Yevguenia Nikoláyevna.
En ese momento Yevguenia dejó de contemplar su vida desde aquella atalaya. Le sirvió agua caliente en una taza y preguntó:
– ¿Un poco más de pan?
Luego de repente añadió:
– Si le pasa algo a Krímov, si le mutilan o lo meten en la cárcel, volveré con él. Tenlo en cuenta.
– ¿Por qué iban a meterlo en la cárcel? -preguntó él con aire sombrío.
– Nunca se sabe. Es un viejo miembro del Komintern, Trotski le conocía y una vez, leyendo uno de sus artículos, exclamó: «¡Es puro mármol!».
– Adelante, intenta volver con él. Te echará de su lado.
– No te preocupes. Eso es asunto mío.
Nóvikov le dijo que después de la guerra sería dueña de una casa grande, hermosa, con jardín.
¿Es posible que fuera para siempre, para toda la vida?
Por alguna razón quería que Nóvikov comprendiera que Krímov era un hombre inteligente y lleno de talento, que le tenía cariño, más aún, que le amaba. No es que quisiera ponerle celoso deliberadamente, pero estaba haciendo todo lo posible para despertar sus celos. Incluso le había contado a él, y sólo a él, lo que Krímov una vez le había dicho a ella, y sólo a ella: las palabras de Trotski. «Si esta historia hubiera llegado a oídos de cualquier otro, probablemente Krímov no habría sobrevivido al terror del 37.» Su sentimiento hacia Nóvikov le exigía una confianza plena y por ese motivo le confiaba el destino de un hombre al que había ofendido.
Yevguenia tenía la cabeza llena de pensamientos, pensaba en el futuro, en el presente, en el pasado. Se asombraba, se alegraba, sentía vergüenza, se inquietaba, se ponía melancólica, se aterrorizaba. La madre, las hermanas, los sobrinos, Vera, decenas de personas estaban involucradas en aquella mutación que había ocurrido en su vida. ¿Qué le habría dicho Nóvikov a Limónov? ¿Qué habría pensado de sus conversaciones sobre arte y poesía? No se habría sentido fuera de lugar, aunque desconociera quiénes eran Chagall y Matisse… El era fuerte, fuerte, fuerte. Y ella se había sometido a su fuerza. La guerra pronto acabaría. ¿Es posible que nunca, nunca más, volviera a ver a Nikolái? ¿Qué había hecho? Era mejor no pensar en eso ahora. Quién sabe lo que les deparaba el futuro.
– Me acabo de dar cuenta de que no te conozco en absoluto, y no bromeo: eres un extraño. Una casa, un jardín… ¿Para qué? ¿Hablas en serio?
– Muy bien. Pues dejaré el ejército y trabajaré como capataz en una obra de Siberia oriental. Viviremos en un barracón para obreros casados.
Nóvikov hablaba en serio, no estaba bromeando.
– No necesariamente casados.
– Sí, es completamente necesario.
– Pero ¿te has vuelto loco? ¿Por qué me estás diciendo todo esto? -Y mientras lo decía, pensaba: «Nikolái».
– ¿Cómo que por qué? -preguntó él, asustado.
Nóvikov no pensaba ni en el futuro ni en el pasado. Era feliz. No le espantaba ni siquiera la idea de que en pocos minutos se separarían. Estaba sentado a su lado, la miraba… Yevguenia Nikoláyevna Nóvikova… Era feliz. Poco importaba que fuera joven, bella, inteligente. La amaba de verdad. Al principio no se atrevía a soñar en que se convertiría en su mujer. Luego lo soñó muchos años. Pero ahora, como antes, reaccionaba a sus sonrisas y palabras irónicas con temor y humildad. Sin embargo, se daba cuenta de que había nacido algo nuevo.
Se estaba preparando para partir y ella le seguía con la mirada.
– Ha llegado la hora de que te unas a tus valientes compañeros y para mí de lanzarme a las olas que rompen.
Mientras Nóvikov se despedía, comprendió que ella no era tan fuerte, que una mujer es siempre una mujer, aunque Dios la haya dotado de un espíritu lúcido y burlón.
– Quería decirte tantas cosas, pero no he dicho nada -decía ella.
Pero no era cierto. Durante el encuentro, había comenzado a perfilarse lo más importante, aquello que decide el destino de las personas. Él la amaba de verdad.
Nóvikov caminaba hacia la estación.
Zhenia, su susurro confuso, sus pies desnudos, su susurro tierno, sus lágrimas en el momento de la despedida, su poder sobre él, su pobreza y su pureza, el olor de sus cabellos, su enternecedor pudor, la calidez de su cuerpo… Y la propia timidez de ser sólo un obrero soldado, y el orgullo de ser un simple obrero soldado.
Nóvikov caminaba por las vías del tren cuando una aguja afilada perforó la nube cálida y turbia de sus pensamientos. Como todo soldado en filas, temía que su unidad hubiera partido sin él.
A lo lejos divisó el andén de la estación, los tanques de formas angulosas con sus músculos metálicos que resaltaban debajo de los toldos, los centinelas con cascos negros, el vagón del Estado Mayor con las ventanas cubiertas por cortinas blancas.
Dejó atrás a un centinela que se cuadró a su paso y subió al vagón.
Vershkov, su ayudante de campo, ofendido porque Nóvikov no le había llevado con él a Kúibishev, depositó en silencio sobre la mesa un mensaje cifrado de la Stavka: debían dirigirse a Sarátov y luego tomar la bifurcación de Astracán… El general Neudóbnov entró en el compartimento, posó la mirada no en Nóvikov sino en el telegrama que tenía en las manos y dijo:
– Itinerario confirmado.
– Sí, Mijaíl Petróvich, pero no sólo el itinerario, también la destinación: Stalingrado -y añadió-: el general Riutin le manda saludos.
– Aaah -dijo Neudóbnov, aunque no estaba claro a qué se refería con ese apático «aaah», si al saludo de Riutin o a Stalingrado.
Era un extraño individuo que a veces inquietaba a Nóvikov. Ante el menor incidente en un viaje -un retraso causado por un tren en dirección contraria, un cojinete defectuoso en uno de los vagones, un controlador que no diera la señal de partida-, Neudóbnov decía excitado: «¡El apellido! ¡Apunte el apellido! Esto es sabotaje intencionado, hay que meter en la cárcel a ese canalla».
En el fondo de su corazón Nóvikov no sentía odio, sino más bien indiferencia hacia los hombres que llamaban kulaks, saboteadores, enemigos del pueblo. Nunca había sentido el deseo de meter a alguien en la cárcel, de conducirle ante un tribunal o de desenmascararle en una reunión pública, pero atribuía aquella indiferencia benévola a su escasa conciencia política.
Neudóbnov, por el contrario, parecía estar siempre al acecho. Era como si apenas ver a alguien se preguntara con recelo: «¿Y cómo voy a saber yo, querido camarada, si eres o no un enemigo?». El día antes había contado a Nóvikov y a Guétmanov la historia de unos arquitectos saboteadores que habían intentado transformar las grandes calles y avenidas de Moscú en improvisadas pistas de aterrizaje para la aviación enemiga.
– En mi opinión, todo eso no es más que un disparate -dijo Nóvikov-. Desde el punto de vista técnico no tiene el menor sentido.
Ahora Neudóbnov se había enfrascado en una conversación sobre otro de sus temas preferidos: la vida doméstica. Después de palpar los tubos de la calefacción se puso a hablar del sistema de calefacción central que había hecho instalar en su dacha poco antes de la guerra.
De repente Nóvikov lo encontró sorprendentemente interesante; pidió a Neudóbnov que le dibujara un esquema de la calefacción central de la dacha y, tras doblar el croquis, lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
– ¿Quién sabe? Es posible que algún día pueda serme útil -dijo.
Poco después Guétmanov entró en el compartimento. Saludó a Nóvikov con voz estentórea:
– Así que aquí está de nuevo el comandante. Empezábamos a pensar que íbamos a tener que elegir a un nuevo atamán. Temíamos que Stenka Razin hubiera abandonado a sus compañeros.
Entornó los ojos mirando afablemente a Nóvikov y éste respondió a la broma riéndose, aunque en su interior advirtió cierta tensión que se estaba convirtiendo en habitual.
Sí, en las bromas de Guétmanov había una particularidad extraña, como si a través de sus chanzas el comisario quisiera dar a entender que sabía muchas cosas de Nóvikov. Ahora, por ejemplo, había repetido las palabras de Zhenia durante la despedida, pero era una pura casualidad.
Guétmanov miró el reloj y dijo:
– Bueno, señores, llegó mi turno de ir a la ciudad. ¿Alguna objeción?
– Adelante -dijo Nóvikov-. Encontraremos la manera de divertirnos sin usted.
– No lo dudo -respondió Guétmanov-. Usted no suele aburrirse en Kúibishev.
Y esta broma ya no era ninguna coincidencia.
Cuando alcanzó la puerta del compartimento, Guétmanov le preguntó:
– Bueno, Piotr Pávlovich, ¿cómo está Yevguenia Nikoláyevna?
La seria actitud de Guétmanov no dejaba lugar a dudas, sus ojos no reían.
– Muy bien, gracias -dijo Nóvikov-, pero tiene mucho trabajo.
Y, deseando cambiar de conversación, se dirigió a Neudóbnov:
– Y usted, Mijaíl Petróvich, ¿por qué no va a darse una vuelta por Kúihishev?
– ¿Qué me queda por ver allí? -respondió Neudóbnov.
Estaban sentados el uno al lado del otro. Mientras Nóvikov escuchaba a Neudóbnov, examinaba los papeles, los dejaba a un lado, repitiendo de vez en cuando:
– Muy bien… Continúe…
Durante toda su vida Nóvikov había hecho informes a sus superiores y éstos, durante la lectura, hojeaban documentos y de vez en cuando dejaban caer distraídamente: «Muy bien… Continúe…».
Siempre le había ofendido ese tipo de comportamiento; él nunca haría algo así, se decía.
– Escuche un momento -dijo Nóvikov-, debemos hacer una solicitud por anticipado al servicio de reparaciones: tenemos carreteros, pero casi no disponemos de especialistas en orugas.
– Ya la he redactado y creo que lo mejor será enviarla directamente al general. De todas maneras se la darán a él para que la firme.
– Bien -dijo Nóvikov, firmando la solicitud-. Quiero que cada brigada compruebe sus armas antiaéreas. Es posible que se produzcan ataques aéreos una vez dejemos Sarátov. -He dado órdenes en ese sentido al Estado Mayor. -No es suficiente. Quiero que sea responsabilidad personal de los comandantes de los convoyes, que hagan un informe para las 16 horas. En persona.
– Ha llegado la confirmación del nombramiento de Sazónov como comandante de brigada del Estado Mayor. -Qué rápido -dijo Nóvikov.
En lugar de apartar la mirada, Neudóbnov sonreía. Se percataba del enfado y la incomodidad de Nóvikov.
Normalmente a Nóvikov le faltaba coraje para defender con tesón a las personas que consideraba particularmente idóneas para ostentar cargos de mando. En cuanto se comenzaba a hablar de la lealtad política de los comandantes, Nóvikov se desalentaba y de repente la competencia personal de esos oficiales parecía algo irrelevante.
Pero aquel día no ocultaba su irritación. No quería resignarse. Mirando fijamente a Neudóbnov dijo:
– Es culpa mía. He dado más importancia a los datos biográficos que a las capacidades militares. En el frente pondremos las cosas en su sitio. Para luchar contra los alemanes se necesita algo más que un pasado impoluto. Si pasa cualquier cosa, destituiré a Sazónov. ¡Que se vaya al diablo!
Neudóbnov se encogió de hombros.
– Personalmente no tengo nada en contra de ese calmuco de Basángov -dijo-, pero hay que dar preferencia a un ruso. La amistad entre los pueblos es un asunto sagrado, pero compréndalo, entre la población de las minorías nacionales hay un alto porcentaje de hombres poco fiables o claramente hostiles.
– Tendríamos que haber pensado en eso en 1937 -dijo Nóvikov-. Conocí a un hombre, Mitka Yevséyev, que siempre gritaba: «Soy ruso, eso ante todo». No le sirvió de nada: lo metieron en la cárcel.
– Cada cosa a su tiempo -dijo Neudóbnov-. En la cárcel acaban los canallas, los enemigos, no meten a nadie así como así. En el pasado firmamos el tratado de paz de Brest-Litovsk con los alemanes, y aquello era bolchevismo. Ahora el camarada Stalin nos ha ordenado aniquilar a los invasores alemanes que han atacado nuestra patria soviética, del primero al último. Y esto también es bolchevismo.
Y añadió en un tono de voz aleccionador:
– El bolchevique de nuestros tiempos es ante todo un patriota ruso.
Todo aquello irritaba a Nóvikov. Él se había trabajado su lealtad a la patria rusa a costa de sufrimientos en los duros días de guerra, mientras que Neudóbnov parecía haberla tomado prestada en alguna oficina a la que él no tenía acceso.
Continuó hablando con Neudóbnov, pero se sentía irritado, pensaba en mil cosas diferentes, se inquietaba. Las mejillas le ardían como por efecto del sol y el viento, y el corazón le latía con fuerza, sin querer calmarse. Era como si un batallón marchara sobre su corazón, como si miles de botas golpearan las palabras: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».
En la puerta del compartimento asomó Vershkov que, enfatizando el perdón ya otorgado a Nóvikov con el tono melifluo de su voz, dijo:
– Camarada coronel, permítame que le diga que el cocinero no me deja en paz; dice que hace más de dos horas que la comida está lista.
– Muy bien, pero que sea rápido.
Sin más dilación entró el cocinero, empapado en sudor, y con una expresión que era mezcla de sufrimiento, felicidad y ofensa comenzó a disponer los platitos con salazones procedentes de los Urales.
– A mí deme una botella de cerveza -pidió Neudóbnov, lánguido.
– Por supuesto, camarada general -respondió contento el cocinero.
Nóvikov sentía tantas ganas de comer después de su largo ayuno que las lágrimas brotaron en sus ojos. «El señor comandante se ha olvidado de lo que es comer», le vino a la cabeza y recordó el reciente lila de Persia gélido.
Nóvikov y Neudóbnov miraron al mismo tiempo por la ventana: a lo largo de la vía, un tanquista borracho sostenido por un miliciano que llevaba un fusil en bandolera avanzaba dando bandazos y tropezando, lanzando gritos penetrantes. El tanquista trataba de zafarse y golpear al miliciano, pero éste lo tenía firmemente agarrado por los hombros. Entonces el militar, en cuya cabeza debía de reinar una confusión total, olvidó sus ansias de pelea y empezó a besar la mejilla del miliciano con una ternura repentina.
– Averigüe qué es ese escándalo e infórmeme enseguida -ordenó Nóvikov a su ayudante de campo.
– Hay que fusilar a ese canalla alborotador -dijo Neudóbnov corriendo la cortina.
En la cara sencilla de Vershkov se reflejó un sentimiento complejo. Ante todo lamentaba que el comandante del regimiento perdiera el apetito. Pero al mismo tiempo compadecía al tanquista, una compasión que encerraba diferentes matices: diversión, aprobación, admiración de camarada, ternura paternal, tristeza, sincera inquietud.
– ¡A sus órdenes! -dijo, pero al instante improvisó-: Su madre vive aquí, estaba desconcertado, quería despedirse de la viejita con un poco de calor, tal vez demasiado apasionado… Los rusos no tienen sentido de la medida, y él ha calculado mal la dosis.
Nóvikov se rascó la nuca, luego se acercó el plato. «¡De eso nada! No volveré a abandonar el convoy», pensó, mientras su mente se dirigía hacia la mujer que le esperaba.
Guétmanov regresó poco antes de la partida del convoy, acalorado y alegre; rechazó la cena, y se limitó a pedir al ordenanza que le abriera una botella de gaseosa de mandarina, su preferida. Se quitó las botas con un gemido, se recostó en el diván, y cerró la puerta del compartimento con el pie.
Comenzó a contar a Nóvikov las novedades que un viejo camarada, secretario de un obkom, le había explicado; había vuelto de Moscú el día antes y había sido recibido por uno de esos hombres que tienen un lugar asignado en el mausoleo de la Plaza Roja los días de fiesta, aunque no se sitúan junto al micrófono al lado de Stalin. Aquel hombre obviamente no lo sabía todo y, huelga decirlo, no había contado todo lo que sabía al secretario del obkom, al que había conocido en la época en que sólo era un instructor de raikom en una pequeña ciudad a orillas del Volga. El secretario del obkom, no sin antes ponderar en una pesa invisible a su interlocutor, le había narrado una pequeña parte de lo que había oído. Y a su vez Guétmanov contó a Nóvikov una pequeña parte de lo que le habían contado…
Sin embargo, aquella noche Guétmanov habló a Nóvikov en un tono particularmente confidencial, que nunca antes había utilizado con él. Parecía que daba por hecho que estaba al tanto de los secretos de los grandes: que Malenkov gozaba de un enorme poder ejecutivo, que Beria y Mólotov eran las únicas personas que tuteaban al camarada Stalin, y que al camarada Stalin le disgustaban enormemente las iniciativas personales no autorizadas; que al camarada Stalin le gustaba el suluguni, un queso georgiano; que dado el mal estado de la dentadura del camarada Stalin éste siempre mojaba su pan en vino; que, entre otras cosas, tenía la cara picada por la viruela que había tenido de niño; que el camarada Mólotov hacía tiempo que había perdido su posición de número dos del Partido, que en los últimos tiempos Iósif Vissariónovich no tenía en demasiada estima a Jruschov y que incluso hacía poco le había gritado a voz en cuello por teléfono…
El tono confidencial de aquellas observaciones sobre personas que ostentaban una posición de privilegio de poder supremo dentro del Estado -sobre la manera en que Stalin había bromeado persignándose durante una conversación con Churchill, sobre el descontento de Stalin por la confianza desmedida de uno de sus mariscales en sí mismo-, parecía más importante que ciertas palabras veladas del hombre del mausoleo, palabras que Nóvikov codiciaba y que su alma casi podía adivinar… Sí, se estaba acercando el momento de la ofensiva. Con una risa burlona interna de estúpida autocomplacencia de la que enseguida se avergonzó, Nóvikov pensó: «Vaya, parece que formo parte de la nomenklatura».
Sin previo aviso, el convoy se puso en marcha.
Nóvikov salió a la plataforma del vagón, abrió la puerta y fijó la mirada en la oscuridad en que estaba sumergida la ciudad. Y de nuevo oyó botas de infantería marchando sobre su corazón con el incesante retumbo: «Zhenia, Zhenia, Zhenia». Desde la cabeza del tren le llegaron, a través del estruendo, fragmentos de la canción de Yermak.
El estampido de las ruedas de acero sobre los raíles, el rechinar de los vagones que transportaban velozmente al frente masas de acero de los tanques, las voces jóvenes que cantaban, el viento frío del Volga, el inmenso cielo estrellado, todo afloraba con nuevos matices, distintos a cuantos percibiera un segundo antes, a aquello que había sentido en el transcurso del primer año de guerra. En su alma resplandecía una arrogante alegría, una sensación exultante por su propia fuerza, por el espíritu combativo que sentía en el cuerpo, como si la cara de la guerra hubiera cambiado, como si no expresara solamente sufrimiento y odio… Las tristes notas de aquella canción que emergía de la oscuridad de repente sonaron orgullosas y amenazadoras.
Era extraño, pero su felicidad no despertaba en él bondad ni deseos de perdonar. Más bien al contrario: le suscitaba odio, ira, ambición de demostrar su fuerza, de aniquilar todo lo que se interpusiera en su camino.
Volvió al compartimento, y de la misma manera que antes le había subyugado el encanto de la noche de otoño, ahora lo apabulló el calor sofocante del vagón, el humo de tabaco, el olor a mantequilla rancia, el betún derretido, el sudor de los cuerpos robustos de los oficiales del Estado Mayor. Guétmanov, con un pijama abierto sobre su pecho blanco, estaba reclinado en el diván.
– Bueno, ¿jugamos un partida de dominó? el cuerpo de generales ha dado el visto bueno.
– Claro que sí -respondió Nóvikov-. ¿Por qué no?
Guétmanov eructó discretamente y dijo preocupado:
– Me temo que tengo una úlcera. Después de comer siento ardor de estómago.
– No tendríamos que haber permitido al médico que viajara en el segundo tren -observó Nóvikov.
Y con creciente enojo, se dijo para sus adentros: «Cuando decidí promover a Darenski, Fedorenko frunció el entrecejo y yo di marcha atrás; se lo dije a Guétmanov y Neudóbnov, pero también ellos fruncieron el ceño porque era un ex condenado, y yo me amedrenté. Propuse a Basángov… y no les pareció bien porque no era ruso, y de nuevo me batí en retirada… ¿Puedo pensar por mí mismo o no?». Mientras miraba a Guétmanov, seguía con sus reflexiones hasta el punto de casi caer en el absurdo: «Hoy me ofrece mi propio coñac y mañana, cuando venga mi mujer, pretenderá irse con ella a la cama».
Pero ¿por qué justamente él, que no albergaba dudas sobre su capacidad de romper la columna vertebral de la maquinaria de guerra alemana, al conversar con Guétmanov o Neudóbnov se sentía invariablemente débil y tímido?
En aquel día feliz sintió cómo el odio acumulado durante largos años caía con todo su peso al tener que enfrentarse a una situación ahora habitual para él, en que ciertos tipos incompetentes en materia militar pero avezados al poder, la buena mesa, las condecoraciones, escuchaban sus informes, intervenían con gentileza para ayudarle a obtener una habitación en la residencia de oficiales o le daban palmaditas en la espalda. Hombres que desconocían incluso el calibre de las piezas de artillería, que no sabían leer correctamente los discursos que otros les escribían, que eran incapaces de orientarse en un plano, que se equivocaban en el acento de las palabras y cometían errores gramaticales, esos hombres siempre habían sido sus superiores. Tenía que rendir cuentas ante aquella gente, pero su ignorancia no se debía a su extracción obrera: también el padre de Nóvikov era minero, y su abuelo, y su hermano… A veces tenía la impresión de que la fuerza de aquellos oficiales residía precisamente en su ignorancia; que sus conocimientos, su lenguaje correcto, su interés hacia los libros constituían su debilidad. Antes de la guerra le parecía que aquellos hombres le superaban en voluntad y fe. Pero la guerra le había mostrado que no era así.
La guerra lo había colocado en un puesto de mando, pero no se sentía jefe. Al igual que antes se sometía a una fuerza cuya presencia percibía constantemente pero que no lograba comprender. Los dos hombres que oficialmente estaban subordinados a él, sin derecho a dar órdenes, eran la expresión misma de aquella fuerza. Ahora mismo paladeaba el placer que le procuraban las confidencias de Guétmanov sobre ese mundo en que palpitaba la fuerza, al que era imposible no someterse.
La guerra se encargaría de demostrar a quién debía estar agradecida Rusia: a los hombres como Guétmanov o a los hombres como él.
El sueño tan largamente acariciado se había cumplido: la mujer que había amado durante tantos años se convertiría en su esposa… Y ese mismo día sus tanques habían recibido la orden de dirigirse a Stalingrado.
– Piotr Pávlovich -soltó de sopetón Guétmanov-, mientras usted estaba en la ciudad, Mijaíl Petróvich y yo mantuvimos una discusión.
Antes de proseguir, se reclinó contra el respaldo del diván y dio un trago de cerveza.
– Soy un hombre campechano y se lo diré sin rodeos. Hemos hablado de la camarada Sháposhnikova. Su hermano cayó en 1937. -Guétmanov señaló con un dedo al suelo-. Resulta que Neudóbnov lo conoció en aquella época, y yo conocía a su primer marido, Krímov, del que se puede decir que se ha salvado de milagro. Formaba parte del grupo de conferenciantes del Comité Central. Bueno, Neudóbnov ha dicho que el camarada Nóvikov, en quien el pueblo soviético y el camarada Stalin han depositado su confianza, hace mal al vincularse en el terreno personal con una persona que procede de un ámbito político y social tan poco claro.
– ¿Y a él qué le importa mi vida personal? -preguntó Nóvikov.
– ¡Exactamente! -le secundó Guétmanov-. Son vestigios de 1937, hay que tener cierta amplitud de miras. Pero no malinterprete lo que acabo de decirle. Neudóbnov es un hombre extraordinario, de una honestidad cristalina, un comunista inflexible de mentalidad estaliniana. Pero tiene un pequeño defecto: no ve los gérmenes de lo nuevo, no es sensible a los cambios. Lo importante para él son las citas de los clásicos. A veces parece tan atiborrado de citas que no sabe entender el Estado donde vive. Pero la guerra nos está enseñando muchas cosas. El teniente general Rokossovski, el general Gorbátov, el general Pultus, el general Belov…, todos estuvieron en algún campo. Y eso no ha impedido que el camarada Stalin les haya asignado cargos de responsabilidad. Mitrich, el hombre al que he ido a ver hoy, me ha explicado que a Rokossovski lo sacaron del campo para ponerlo directamente como comandante del ejército: estaba en el lavadero del barracón lavando sus polainas cuando llegaron a buscarlo corriendo: ¡rápido, rápido! «Bueno», pensó, «no me dejan ni terminar de lavarme las calzas.» el día antes le habían magullado un poco durante un interrogatorio, y ahora le metían en un Douglas en vuelo directo al Kremlin. Debemos sacar conclusiones de historias como éstas. Pero nuestro Neudóbnov es un entusiasta de los métodos de 1937, un dogmático, y nada le hará cambiar. Ignoro qué hizo el hermano de Yevguenia Nikoláyevna, pero tal vez el camarada Beria también hoy lo habría liberado y estaría al mando de algún ejército… En cuanto a Krímov, él ahora está en el frente. Tiene su carné del Partido, su actitud es intachable. Así que ¿dónde está el problema?
Pero fueron precisamente esas últimas palabras las que hicieron explotar a Nóvikov.
– ¡Me importa un bledo! -dijo sorprendido por el estruendo y la energía de su voz-. Me trae sin cuidado si Sháposhnikov era un enemigo o no. ¡No tengo la menor idea! en cuanto a Krímov, Trotski dijo de uno de sus artículos que era puro mármol. Y a mí me importa un comino. Si es mármol, es mármol. Y si era el ojito derecho de Trotski, Ríkov, Bujarin, Pushkin, ¿a mí qué más me da? ¿Es que tiene que ver con mi vida? Yo no leo sus artículos de mármol. Y Yevguenia Nikoláyevna, ¿es que ella tiene algo que ver? ¿Acaso trabajó en el Komintern hasta 1937? Dirigir sabe hacerlo todo el mundo, camaradas, pero intentad combatir un poco y cumplir con vuestro trabajo. ¡Estoy hamo de todo eso! ¡Me pone enfermo!
Las mejillas le ardían, el corazón le palpitaba desbocado, los pensamientos eran claros, nítidos, terribles, precisos, pero su cabeza estaba llena de niebla: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».
Se escuchaba a sí mismo y no salía de su asombro. Apenas podía creerlo: por primera vez en su vida había dicho lo que pensaba sin miedo a un alto funcionario del Partido. Miró a Guétmanov, sintiéndose feliz, reprimiendo cualquier remordimiento, cualquier temor. De repente éste se puso en pie y exclamó abriendo sus gruesos brazos:
– Piotr Pávlovich, deja que te abrace, eres un verdadero hombre.
Nóvikov, desconcertado, abrazó a Guétmanov, se besaron, y Guétmanov gritó en el pasillo:
– Vershkov, tráenos coñac, el comandante del cuerpo y el comisario han decidido tutearse. Vamos a beber en confraternización.
Yevguenia Nikoláyevna terminó de limpiar la habitación y se dijo con satisfacción: «Bueno, ya está», como si al mismo tiempo hubiera puesto orden en el cuarto y en su alma. La cama estaba hecha, había alisado las arrugas de la almohada, no quedaba ni rastro de ceniza en el suelo junto a la cabecera de la cama ni tampoco una sola colilla en el extremo de la estantería. Pero fue entonces cuando Zhenia se dio cuenta de que estaba intentando engañarse, que sólo había una cosa quenecesitaba en el mundo, y era Nóvikov. De pronto le entraron ganas de explicar a Sofia Ósipovna lo que había pasado en su vida, a ella, y no a su madre, ni a su hermana. Y comprendía de maneraconfusa por qué quería hablar precisamente con Sofia Ósipovna.
– Ay, Sóniechka, Sóniechka, mi pequeña Levinton -dijo en voz alta.
Luego recordó que Marusia estaba muerta. Comprendía que no podía vivir sin Nóvikov y, desesperada, golpeó el puño contra la mesa. «Maldita sea. No necesito a nadie», se dijo. A continuación se arrodilló en el lugar donde hacía poco colgaba su abrigo, y susurró: «No mueras». Y enseguida pensó: «Todo esto es una comedia. Soy una mujer indecente». Quiso torturarse adrede, y dentro de su cabeza oyó a una criatura pérfida de sexo indefinido soltar un aluvión de recriminaciones:
«Claro, la señora se aburría sin un hombre, está acostumbrada a que la complazcan, y éstos son los mejores años… A uno lo plantó, por supuesto, pero ese Krímov no cuenta, incluso querían expulsarlo del Partido. Y ahora se convertirá en la mujer de un comandante de un cuerpo del ejército. ¡Y qué hombre! Cualquier mujer le echaría de menos… Pero ¿cómo vas a retenerlo ahora que te has entregado? Bueno, ahora te esperan noches en blanco preguntándote si no lo habrán matado, si habrá encontrado a una telefonista de diecinueve años.»
Y como cogiendo al vuelo un pensamiento desconocido para Zhenia, la criatura cínica y maligna añadió:
«No te preocupes, pronto echarás a correr detrás de él.»
No comprendía por qué había dejado de amar a Krímov, pero llegados a ese punto no era necesario comprenderlo. Ahora era feliz. Luego se dijo que Krímov representaba un obstáculo para su felicidad. Se interponía siempre entre Nóvikov y ella, envenenando su dicha. Seguía arruinándole la vida. ¿Por qué debía torturarse sin pausa? ¿A qué venían esos remordimientos de conciencia? Había dejado de quererle, ya está. Y él, ¿qué quería de ella? ¿Por qué la perseguía con tanta insistencia? Ella tenía derecho a ser feliz. Tenía derecho a amar al hombre que la amaba. ¿Por qué Nikolái Grigórievich le parecía siempre tan débil e impotente, tan perdido, tan solo? ¡No era tan débil! ¡Tampoco era tan bueno!
Cada vez se sentía más furiosa con Krímov. ¡No, no! No iba a sacrificar su felicidad por él… Era un hombre cruel, estrecho de miras, un fanático recalcitrante. Ella nunca había podido aceptar su indiferencia ante el sufrimiento humano. ¡Qué extraño resultaba todo aquello para ella, su madre, su padre…! «No puede haber piedad para los kulaks», decía cuando decenas de miles de mujeres y niños morían de inanición en los pueblos de Rusia y Ucrania. «A los inocentes no se les arresta», había dicho en los tiempos de Yezhov y Yagoda. Aleksandra Vladímirovna había relatado una vez una historia que había tenido lugar en Kamishin en 1918. Varios comerciantes y propietarios de casas fueron colocados junto a sus hijos en una barcaza y ahogados en las aguas del Volga. Algunos niños eran amigos y compañeros de colegio de Marusia: Mináyev, Gorbunov, Kasatkin, Sapóshnikov. Nikolái Grigórievich había dicho airado: «Bueno, ¿qué quieres que se haga con los enemigos de la Revolución, que se les alimente con repostería?». ¿Por qué entonces Zhenia no debía tener derecho a ser feliz? ¿Por qué motivo debía seguir atormentándose y compadeciendo a un hombre que siempre había sido tan despiadado con los débiles?
Pero aunque se enfadara y exasperara, en el fondo de su alma sabía que estaba siendo injusta, que Nikolái Grigórievich no era tan perverso.
Se quitó la falda de invierno que había obtenido mediante trueque en el mercado de Kúibishev y se puso su vestido de verano, el único que le había quedado tras el incendio de Stalingrado. Era el mismo vestido que llevaba aquella noche con Nóvikov, cuando pasearon por el malecón, bajo el monumento a Jolzunov.
Poco antes de que fuera deportada le había preguntado a Jenny Guenríjovna si alguna vez había estado enamorada. Jenny, visiblemente avergonzada, le respondió: «Sí, de un chico con unos rizos de oro y los ojos azul claro. Vestía una chaqueta de terciopelo, el cuello blanco. Tenía once años y lo conocía sólo de vista». ¿Dónde estaba ahora aquel chico de cabellos rizados, vestido de terciopelo, dónde estaba Jenny Guenríjovna?
Yevguenia Nikoláyevna se sentó en la cama y miró el reloj. Sharogorodski solía pasar a visitarla a esa hora. No, no estaba de humor para conversaciones inteligentes.
Se puso a toda prisa el abrigo y un pañuelo. Era absurdo: el tren hacía horas que había partido. Había un gentío enorme alrededor de la estación, todos estaban sentados sobre sus hatillos y petates. Yevguenia deambuló por los callejones próximos. Una mujer le preguntó si tenía cupones de racionamiento, otra le pidió billetes de tren… Ciertos individuos la recorrían con la mirada soñolienta, suspicaces. Un tren de mercancías pasó con gran estruendo por la vía número 1. Los muros de la estación se estremecieron y los cristales de las ventanas tintinearon. Ella sintió que su corazón también temblaba. Pasaron algunos vagones abiertos que transportaban tanques. De repente, la invadió un sentimiento de felicidad. Los tanques siguieron desfilando. Los soldados sentados en la parte superior con sus cascos y las ametralladoras sobre el pecho parecían forjados en bronce.
Yevguenia caminó a casa, meciendo los brazos como un muchachito. Se había desabotonado el abrigo y de vez en cuando echaba una ojeada a su vestido de verano. De repente el sol crepuscular bañó las calles de luz y la ciudad gastada y ruda, que aguardaba el invierno en el frío y el polvo, apareció majestuosa, rosa, clara… Entró en casa y Glafira Dmítrievna, la inquilina más veterana que horas antes había visto al coronel en el pasillo mientras iba a ver a Zhenia, le dijo con una sonrisa aduladora.
– Hay una carta para usted.
«Hoy es mi día de suerte», pensó Yevguenia mientras abría el sobre. Era una carta de su madre, de Kazán. Leyó las primeras líneas, emitió un débil grito y llamó, confusa:
– ¡Tolia, Tolia!
En la base de la nueva teoría de Shtrum estaba la idea que le había sorprendido aquella noche por la calle. Las ecuaciones que había deducido fruto de varias semanas de trabajo no eran una ampliación ni un apéndice de la teoría clásica aceptada unánimemente por los físicos. En lugar de eso, la teoría clásica, supuestamente global, se había convertido en un caso particular incluido en el marco de una teoría más amplia elaborada por Víktor.
Durante un tiempo dejó de ir al instituto, y Sokolov se hizo cargo de la supervisión del trabajo del laboratorio. Shtrum apenas salía de casa. Deambulaba por la habitación o se pasaba horas sentado en su escritorio. Sólo a veces, por la noche, salía a pasear escogiendo las calles desiertas cerca de la estación para no encontrarse con ningún conocido. En casa se comportaba como de costumbre: bromeaba durante las comidas, leía los periódicos, escuchaba los boletines de la Oficina de Información Soviética, le buscaba las cosquillas a Nadia, preguntaba a Aleksandra Vladímirovna por su trabajo en la fábrica, hablaba con su mujer.
Liudmila Nikoláyevna tenía la sensación de que en aquellos días su marido había comenzado a parecerse a ella. Hacía todo lo que se suponía que debía hacer, pero sin participar plenamente en la vida que le rodeaba, algo que le resultaba fácil porque era mera rutina. Y sin embargo aquella similitud no acercaba a los dos cónyuges, era sólo aparente. Las causas que determinaban la alienación de ambos respecto a la vida familiar eran radicalmente opuestas: la vida y la muerte.
Shtrum no tenía dudas acerca de los resultados de su investigación. Tal seguridad era algo atípico en él, pero ahora que había hecho el descubrimiento científico más importante de su vida tenía la certeza absoluta de su veracidad.
Ahora que llegaba al término de su complejo trabajo matemático, comprobando una y otra vez el desarrollo de sus razonamientos, no se sentía más seguro que cuando, en la calle desierta, le había iluminado una intuición repentina.
A veces intentaba comprender el camino que había seguido para llegar a aquel resultado. En apariencia todo era bastante sencillo. Los experimentos del laboratorio debían confirmar las hipótesis de la teoría. Pero no había sido así. La contradicción entre los datos experimentales y la teoría había suscitado en él, naturalmente, serias dudas sobre la fiabilidad de los experimentos. La teoría que había sido formulada sobre la base de los resultados obtenidos por numerosos investigadores durante décadas de trabajo y que, a su vez, arrojaba luz sobre muchas cuestiones relacionadas con los nuevos estudios experimentales, parecía incontestable. Reiterados experimentos habían mostrado una y otra vez que las desviaciones de las partículas cargadas en la interacción nuclear seguían sin corresponderse con las predicciones de la teoría. Ni siquiera las más generosas correcciones introducidas para compensar la imprecisión de los experimentos, así como la imperfección de los aparatos de medición y la emulsión fotográfica utilizada para captar las fisiones nucleares, podían explicar una disparidad tan grande.
Al darse cuenta de que no podía haber duda respecto a la precisión de los resultados, Víktor había intentado reformular la teoría asumiendo como premisa varias hipótesis arbitrarias que permitieran asumir los nuevos datos experimentales obtenidos en el laboratorio.
Todo lo que había hecho hasta el momento partía de una creencia fundamental: que la teoría se había deducido de datos experimentales, y por tanto era imposible que un experimento la contradijera. Se había despilfarrado una enorme cantidad de trabajo intentando hallar una conexión entre la teoría y los nuevos experimentos. Sin embargo, la teoría modificada, de la que parecía imposible alejarse, seguía fracasando a la hora de explicar los nuevos y contradictorios datos que afluían del laboratorio. La teoría modificada resultó ser tan ineficaz como la primera.
Fue en ese momento cuando sobrevino un nuevo hecho.
La vieja teoría dejó de ser fundamental, un todo omnicomprensivo, no porque fuera un error garrafal o un disparate, sino porque quedó insertada como un caso particular en el nuevo sistema… La reina madre arropada con un manto púrpura inclinó de modo respetuoso la cabeza ante la nueva emperatriz. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando Shtrum comenzó a reflexionar sobre cómo había dado con la nueva teoría, le sacudió algo inesperado. Se dio cuenta de que parecía no haber ninguna conexión lógica entre la teoría y los experimentos. Era como si las huellas en el suelo hubieran desaparecido y no pudiera rehacer el camino seguido.
Antes siempre había creído que las teorías nacían de la experiencia. Pensaba que las contradicciones entre una teoría existente y nuevos datos experimentales conducían naturalmente a una teoría nueva, más amplia. Pero, por extraño que pareciera, acababa de convencerse de que no era así. Había tenido éxito en el momento en que no había intentado relacionar la experiencia con la teoría, o viceversa.
La nueva teoría no procedía de la experiencia, sino de la cabeza de Shtrum. Lo veía con una claridad pasmosa. Lo nuevo había surgido de una absoluta libertad. Había brotado de su cabeza. La lógica de esa teoría, su línea de razonamiento, no estaba conectada a los experimentos efectuados por Márkov en el laboratorio. Daba la impresión de que la teoría había nacido espontáneamente, del libre juego del pensamiento, y aquel juego desarticulado de la experiencia permitía explicar toda la riqueza de los viejos y los nuevos datos. Los experimentos no habían sido sino un impulso exterior que le había obligado a pensar, pero no determinaban su contenido. Era sorprendente…
Su cabeza estaba llena de relaciones matemáticas, ecuaciones diferenciales, cálculos de probabilidad, leyes de álgebra superior y algoritmia. Aquellas relaciones matemáticas existían por sí mismas en el vacío, en la nada, fuera del mundo de los átomos y las estrellas, fuera de los campos electromagnéticos y gravitacionales, fuera del tiempo y el espacio, fuera de la historia del hombre y la historia geológica de la Tierra. Pero esas relaciones estaban dentro de su cabeza…
Y al mismo tiempo su cabeza estaba llena de otras relaciones y leyes: interacciones cuánticas, campos de fuerzas, constantes que determinaban los procesos nucleares, el movimiento de la luz, la contracción y dilatación del tiempo y el espacio. ¡Increíble! en su cabeza de físico teórico los procesos del mundo real sólo eran un reflejo de las leyes que habían nacido en el desierto de las matemáticas. En la mente de Shtrum las matemáticas no eran el reflejo del mundo, sino que el mundo se configuraba como proyecciones de las ecuaciones diferenciales. El mundo era un reflejo de las matemáticas.
Y al mismo tiempo su cabeza estaba llena de datos de contadores y otros instrumentos diferentes, de las líneas punteadas que sobre el papel fotográfico describen las trayectorias de las partículas y las fisiones de los núcleos…
Y aún quedaba espacio en su cabeza para el susurro de las hojas, la luz de la luna, las gachas de mijo con leche, el crepitar del fuego en la estufa, fragmentos de melodías, ladridos de perros, el Senado de Roma, los boletines de la Oficina de Información Soviética, el odio hacia la esclavitud, y la pasión por las semillas de calabaza.
Y de ahí, de esa amalgama, había nacido su teoría, había subido a la superficie emergiendo de lo más profundo, donde no existen matemáticas, ni física, ni experimentos en un laboratorio de física, ni experiencia de vida, donde no hay consciencia sino sólo la turba inflamable del inconsciente…
Y la lógica de las matemáticas, privada de los vínculos con el mundo, se reflejó, se expresó, se encarnó en una teoría física real que, con exactitud divina, se plasmó en un complicado trazado de líneas punteadas sobre el papel fotográfico.
El hombre en cuya cabeza había tenido lugar todo aquello, mirando las ecuaciones diferenciales y el papel fotográfico que confirmaba la verdad engendrada por él, lloraba secándose los ojos radiantes de felicidad y bañados en lágrimas…
Sin embargo, de no ser por aquellos experimentos infructuosos, de no ser por el caos y el absurdo, Sokolov y Shtrum habrían seguido reformulando la teoría vieja e incurriendo en el mismo error.
¡Qué felicidad que el absurdo no hubiera cedido ante su insistencia!
Esa nueva explicación había nacido de su cabeza, pero estaba relacionada con los experimentos de Márkov. En efecto, si los núcleos atómicos y los átomos no formaran parte de la realidad, tampoco existirían en el cerebro del hombre. Más aún: si no hubiera admirables sopladores de vidrio como los Petushkov, si no hubiera centrales eléctricas, ni altos hornos en los establecimientos metalúrgicos, ni producción de reactivos puros, no habría matemáticas dentro de la cabeza de un físico teórico.
Lo que más le sorprendía era que había logrado su máximo logro científico en un momento de la vida en que se sentía abrumado por el dolor y una lúgubre melancolía le oprimía el cerebro. ¿Cómo era posible?
¿Y por qué justo después de aquellas conversaciones -temerarias, peligrosas, que tanto le habían inquietado y que no guardaban ninguna relación con su trabajo- lo insoluble había hallado de repente una solución? Pero eso no era más que una banal coincidencia.
Difícil poner orden en todas esas cosas…
Ahora, una vez concluido, Víktor quiso hablar de su trabajo. Hasta ese momento no se había preguntado a quién podía confiarse.
Quería ver a Sokolov, escribir a Chepizhin… Trataba de imaginarse cómo acogerían sus nuevas ecuaciones Mandelshtam, Loffe, Landau, Tamm, Kurchatov, cómo las interpretarían sus colaboradores del laboratorio, qué impresión causarían sobre los de Leningrado. Pensaba en el título que daría a su trabajo. Se preguntó qué pensarían Bohr y Fermi. Tal vez el propio Einstein lo leería y le escribiría algunas líneas. Y se preguntó también quiénes serían sus adversarios, y qué problemas ayudaría a resolver.
Pero no le apetecía hablar a su mujer del trabajo. Por lo general, antes de enviar una carta importante, se la leía a Liudmila. Cuando se encontraba por casualidad a un viejo amigo en la calle, el primer pensamiento que le venía a la mente era: «¡Qué sorpresa se llevará Liudmila!». Después de discutir con el director del instituto al que había dirigido una réplica cortante, pensaba: «Luego le contaré a Liudmila cómo le he puesto en su sitio». No concebía siquiera la idea de ir al cine o al teatro sin Liudmila, sin sentir su presencia al lado y poder susurrarle: «Dios mío, ¡qué basura!». Compartía con ella cualquier cosa que le inquietara; cuando todavía era estudiante, le decía: «¿Sabes? A veces creo que soy idiota». ¿Por qué ahora no le decía nada? ¿Acaso su necesidad compulsiva de compartir su vida con ella se basaba en la certeza de que Liudmila vivía más la vida de su marido que la suya propia, que la vida de él era la de ella? Pero ahora aquella certidumbre había desaparecido. ¿Su mujer había dejado de amarle? ¿O tal vez era él el que ya no la amaba? Al final, aunque no tenía ganas de hacerlo, le habló de su trabajo.
– Es una sensación indefinible, extraña -le dijo-: ahora podría pasarme cualquier cosa y el corazón me diría que no he vivido en vano. ¿Sabes? Por primera vez en la vida, no tengo miedo a morir, porque ahora eso existe, ¡ha nacido! le mostró una hoja llena de garabatos que había sobre la mesa.
– No exagero: es una nueva visión de la naturaleza, de las fuerzas nucleares, un nuevo principio que será la llave para muchas puertas que hasta ahora han estado cerradas… ¿Entiendes?, cuando era niño… No, quería decir… Es un sentimiento como si… de las aguas oscuras y quietas aflorase a la superficie un nenúfar… ¡Ay, Dios mío!
– Estoy muy contenta, Vítenka, muy contenta -decía ella sonriendo.
Pero Víktor veía claramente que estaba absorta en sus pensamientos, que no compartía su alegría ni su excitación. Y no dijo ni una sola palabra de ello a su madre ni a Nadia. Lo más probable era que ya ni se acordase.
Por la noche Víktor fue a casa de los Sokolov. No sólo para hablar con Sokolov sobre su trabajo, sino también para contarle lo que sentía. Piotr Lavréntievich le entendería, era amable, inteligente, y tenía un corazón bueno, puro.
Pero al mismo tiempo temía que Sokolov le hiciera algún reproche, que le recordara su falta de fe. A Sokolov le gustaba comentar el comportamiento ajeno y pronunciar locuaces sermones.
Hacía tiempo que no iba a casa de los Sokolov. Probablemente sus amigos se habían reunido al menos tres veces desde su última visita. De repente vio los ojos saltones de Madiárov. «Es valiente, el demonio», pensó Víktor. Qué extraño era que, durante todo ese tiempo, no se hubiera acordado ni una sola vez de las «asambleas» nocturnas. Tampoco ahora tenía ganas. Asociaba a aquellas conversaciones cierta inquietud, ansiedad, el presentimiento de una desgracia inminente. Lo cierto es que se habían pasado de la raya: graznaban como pájaros de mal agüero, y en cambio Stalingrado resistía, el avance alemán había sido detenido, los evacuados regresaban a Moscú.
Anoche le había dicho a Liudmila que no tenía miedo a morir, ni siquiera en ese mismo momento. Sin embargo le aterrorizaba recordar las críticas que había expresado. Madiárov se había desahogado a gusto, tanto que pensarlo le provocaba pavor, ¿Y las sospechas de Karímov? Espantosas. ¿Y si Madiárov fuera en realidad un provocateur?
«Sí, morir no da miedo -pensó Víktor-, pero en este momento soy un proletario que puede perder algo más que sus cadenas.»
Sokolov, con una chaqueta de andar por casa, leía un libro, sentado a la mesa.
– ¿Dónde está Maria Ivánovna? -preguntó Shtrum, sorprendido, a la vez que se maravillaba de su propio asombro.
Al no encontrarla en casa se había sentido perdido, como si hubiera ido allí para hablar de física teórica con ella y no con Piotr Lavréntievich. Sokolov colocó las gafas en la funda y le respondió, sonriendo:
– ¿Por qué?, ¿es que Maria Ivánovna está obligada a estar siempre encerrada en casa?
Entre toses y tartamudeos propios de la excitación, Víktor comenzó a exponer sus ideas, a desarrollar sus ecuaciones. Sokolov era la primera persona en el mundo a la que Víktor confiaba su teoría, y mientras hablaba revivía todo de nuevo, aunque con sentimientos diferentes.
– Bueno, eso es todo -dijo Víktor con voz trémula, sintiendo la emoción del amigo.
Permanecieron callados, y a Víktor aquel silencio le pareció sublime. Estaba sentado, con la cabeza gacha, frunciendo la frente, meneando tristemente la cabeza. Por fin lanzó a Sokolov una mirada rápida, y le pareció ver lágrimas en los ojos de Piotr Lavréntievich.
Mientras el mundo entero era devastado por una guerra espantosa, dos hombres estaban sentados en una habitación miserable. Un vínculo inefable les unía entre sí, un vínculo que a su vez les unía con otros hombres de diferentes países, y con otros que habían vivido siglos atrás, cuyo pensamiento había aspirado a lo más elevado y grande que un ser humano pueda perseguir.
Shtrum deseaba que Sokolov continuara callado. En aquel silencio había algo divino…
Permanecieron así durante un largo rato. Después Sokolov se acercó a Shtrum, le puso una mano sobre el hombro, y Víktor Pávlovich sintió que estaba a punto de echarse a llorar. Al final Piotr Lavréntievich habló:
– Qué maravilla, qué milagro, qué elegancia. Le felicito de todo corazón. Una fuerza extraordinaria, qué lógica, qué elegancia. Incluso desde el punto de vista estético su razonamiento es perfecto.
Todavía temblando de la excitación, Víktor pensó: «Por el amor de Dios, esto no es una cuestión de elegancia, se trata del pan de cada día, de la realidad».
– Ve ahora, Víktor Pávlovich -dijo Sokolov-, lo equivocado que estaba cuando perdió el ánimo, cuando quería aplazarlo todo hasta el regreso a Moscú. -Y con el tono de un profesor de teología, que Shtrum no soportaba, continuó-: Tiene poca fe, le falta paciencia. A menudo esto le bloquea…
– Sí, sí -respondió deprisa Shtrum-, lo sé. Me deprimía tanto encontrarme en ese callejón sin salida. Me repugnaba todo.
Luego Sokolov se puso a disertar, pero cualquier cosa que decía desagradaba a Víktor, aun cuando su colega hubiera entendido inmediatamente la importancia de su trabajo y lo valorara en términos superlativos. Víktor encontraba todas sus apreciaciones insulsas, estereotipadas.
«Su trabajo promete resultados notables.» «Promete», qué palabra tan estúpida. No necesitaba a Piotr Lavréntievich para saber que su trabajo «prometía». Pero ¿por qué «promete resultados»? Más que prometer, ya era un resultado. «Ha aplicado un método original.» ¿Qué tenía que ver la originalidad? Era pan, pan, sólo pan negro.
Shtrum desvió intencionadamente la conversación hacia los asuntos del laboratorio.
– A propósito, Piotr Lavréntievich, olvidé comentarle que recibí una carta de los Urales: la entrega de nuestro pedido se retrasa.
– Bien -dijo Sokolov-, eso quiere decir que ya estaremos en Moscú cuando llegue el material. Hay un aspecto positivo: en Kazán nunca habríamos podido instalarlo y nos habrían acusado de no cumplir con el plan de trabajo.
Sokolov comenzó a pronunciar un discurso pomposo acerca de los asuntos del laboratorio. Aunque Víktor había sido el artífice del cambio de tema le entristeció que Sokolov hubiera abandonado con tanta facilidad el gran tema, el más importante. En ese momento sintió su soledad con particular intensidad. ¿Acaso Sokolov no entendía que su trabajo era infinitamente más importante que la rutina del laboratorio? Se trataba, sin duda, de la contribución más importante que Shtrum había hecho a la ciencia, una obra que tendría un peso determinante en el desarrollo de la física teórica. Sokolov advirtió, por la cara de Víktor, que había desviado la conversación con demasiada facilidad y ligereza hacia asuntos de puro trámite.
– Es curioso -observó-. Usted ha confirmado de manera absolutamente novedosa la cuestión de los neutrones y del núcleo pesado. -Con la palma de la mano imitó el movimiento de un trineo deslizándose veloz a lo largo de una pendiente-. Y ahora es cuando necesitaríamos los nuevos aparatos.
– Sí, es posible -respondió Víktor-. Pero es sólo un detalle.
– Venga, no diga eso -objetó Sokolov-, es un detalle suficientemente relevante. Una energía titánica, admítalo.
– ¿Y a mí qué más me da eso? -replicó Shtrum-. Lo que me interesa es el nuevo punto de vista sobre la naturaleza de las microfuerzas. Es algo que puede alegrar a un cierto número de personas y que posibilita el poder acabar con algunas búsquedas a ciegas.
– Sí, claro que se alegrarán. Como un deportista se alegra cuando es otro el que bate un récord.
Shtrum no respondió. Sokolov había tocado un tema que hacía poco se había discutido en el laboratorio. En aquella ocasión Savostiánov había establecido un paralelismo entre científicos y deportistas: también los científicos se preparan, se entrenan, y la resolución de los problemas científicos conlleva la misma tensión que se encuentra en el deporte. Y además en ambos casos es una cuestión de récords.
Víktor, y sobre todo Sokolov, se habían enfadado con Savostiánov por aquel extraño parangón. Sokolov incluso pronunció un discursito tildando a Savostiánov de joven cínico y afirmó que la ciencia era una especie de religión, que el trabajo científico expresaba la aspiración del hombre hacia lo divino.
Víktor, en cambio, sabía que si se había irritado con Savostiánov no era tanto porque considerara errónea su afirmación. De hecho, más de una vez había sentido la alegría del deportista, el mismo anhelo, la misma pasión. No obstante, sabía que la competitividad, el entusiasmo y el deseo de marcar récords no constituían la esencia, sino únicamente la superficie de su relación con la ciencia, y había montado en cólera con Savostiánov tanto porque llevaba razón como porque se equivocaba con su diagnóstico.
Nunca había hablado con nadie, ni siquiera con Liudmila, sobre su verdadero sentimiento hacia la ciencia, un sentimiento que había aflorado en los tiempos de su juventud. Y le resultó placentero que, en la discusión con Savostiánov, Sokolov hablara sobre la ciencia con tanta justicia y en términos tan elevados.
¿Por qué ahora, sin embargo, Sokolov había mencionado de improviso la analogía entre científicos y deportistas? ¿Por qué había dicho una cosa semejante precisamente en un instante tan crucial para Shtrum?
Perplejo y ofendido, le preguntó con brusquedad a su colega:
– Piotr Lavréntievich, ¿es que no está contento por mí, puesto que no ha sido usted el que ha establecido el récord?
Justo en aquel instante Sokolov estaba pensando que la solución encontrada por Shtrum era sencillísima, evidente en sí misma, que estaba presente desde hacía tiempo en su cabeza y que a la primera ocasión ineludiblemente la habría formulado.
– Así es -confesó Sokolov-. De la misma manera que Lawrence no se entusiasmó cuando fue Einstein y no él el que transformó las ecuaciones del propio Lawrence.
La candidez de este reconocimiento desarmó hasta tal punto a Shtrum que se arrepintió de su propia animosidad. Sin embargo, Sokolov se apresuró a añadir:
– Estoy bromeando, por supuesto. Lawrence no viene al caso. No siento nada parecido. Pero de todas formas, aunque no sienta nada parecido, soy yo quien tiene razón y no usted.
– Claro, claro. Está de broma -dijo Víktor, pero seguía irritado. Había entendido perfectamente que eso era lo que pensaba Sokolov.
«Hoy no es sincero -pensó-, pero es transparente como un niño. Se ve enseguida cuando no está diciendo la verdad.»
– Piotr Lavréntievich -añadió Víktor-, ¿nos reunimos el sábado en su casa como de costumbre?
Sokolov arrugó su gruesa nariz de bandolero, hizo ademán de ir a decir algo, pero permaneció callado. Víktor lo miró con aire interrogador.
– Víktor Pávlovich -dijo Sokolov al final-, dicho sea entre nosotros, esas veladas han dejado de gustarme.
Ahora era él quien miraba con cierta curiosidad a Shtrum, pero como éste callaba, prosiguió:
– Me preguntará por qué. Usted sabe muy bien a qué me refiero… No es cosa de broma. Se nos fue demasiado la lengua.
– A usted no -replicó Shtrum-. La mayor parte del tiempo estuvo callado.
– Exacto, ése es el problema.
– Entonces reunámonos en mi casa, estaría encantado de que así fuera -propuso Víktor.
¡Increíble! Ahora el hipócrita era él. ¿Por qué había mentido? ¿Por qué discutía con Sokolov cuando en su fuero interno era de la misma opinión? Sí, porque también él había comenzado a temer aquellos encuentros, no deseaba que se produjeran.
– ¿Por qué en su casa? -preguntó Sokolov-. No se trata de eso. Permita que se lo diga sin rodeos: he reñido con mi cuñado, con nuestro principal orador, Madiárov.
Víktor se moría de ganas de preguntarle: «Piotr Lavréntievich, ¿está usted seguro de que Madiárov es un hombre de confianza? ¿Pondría la mano en el fuego por él?». En cambio, dijo:
– ¿Por qué hacer una montaña de un grano de arena? Es usted el que se ha metido en la cabeza que cualquier palabra un poco atrevida pone en peligro al Estado. Es una pena que haya discutido con Madiárov, es una persona que me gusta. Mucho, además.
– Es innoble que en unos tiempos tan duros para nuestra patria algunos rusos se dediquen a criticar a diestra y siniestra -sentenció Sokolov.
Y Shtrum de nuevo sintió el deseo de preguntarle: «Piotr Lavréntievich, es un asunto serio. ¿Está seguro de que Madiárov no es un delator?». Pero en su lugar, dijo:
– Con su permiso le diré que las cosas están mejorando. Stalingrado es la golondrina que anuncia la primavera. Usted y yo acabamos de confeccionar las listas para la vuelta a Moscú. ¿Recuerda lo que pensábamos hace dos meses? Los Urales, la taiga, Kazajstán, eso es lo que teníamos en la cabeza.
– Razón de más -replicó Sokolov-, no veo motivo para estar graznando.
– ¿Graznando? -repitió Víktor.
– Sí, sí, graznando.
– Por el amor de Dios, Piotr Lavréntievich, ¿por qué dice esas cosas?
Cuando se despidió de Sokolov, Víktor estaba en un estado de perplejidad y melancolía. Por encima de todo le atenazaba una soledad insoportable. Desde la mañana se había consumido pensando en su encuentro con Sokolov, presintiendo que sería una reunión especial. Pero casi todo lo que éste había dicho le había parecido poco sincero, insulso. Y él tampoco había sido sincero. El sentimiento de soledad no le abandonaba; es más, se agudizaba.
Salió a la calle. Se encontraba todavía en la puerta de entrada cuando oyó una voz suave de mujer que le llamaba. Víktor la reconoció al instante.
El farol de la calle alumbraba la cara de Maria lvánovna, sus mejillas y su frente brillaban por la lluvia. Con su viejo abrigo y el pañuelo de lana cubriéndole la cabeza, aquella mujer, esposa de un profesor universitario y doctor en ciencias, era la viva estampa de los evacuados en tiempo de guerra.
«Como la revisora de un tranvía», pensó Víktor.
– ¿Cómo está Liudmila Nikoláyevna? -le preguntó mirándole fijamente con sus ojos oscuros.
Hizo un gesto de despreocupación con la mano y respondió:
– Sin novedades.
– Mañana a primera hora pasaré a visitarles -dijo Maria lvánovna.
– Es usted su ángel de la guardia, su enfermera -dijo Víktor-. Menos mal que Piotr Lavréntievich lo soporta. Pasa mucho tiempo con Liudmila Nikoláyevna, y él es como un niño, a duras penas puede estar una hora sin usted.
Ella seguía mirándole con aire pensativo, como si estuviera escuchándole sin prestar atención a sus palabras. Luego dijo:
– Víktor Pávlovich, hoy tiene una expresión particular en la cara. ¿Le ha ocurrido algo bueno?
– ¿Por qué piensa eso?
– No tiene los mismos ojos que de costumbre. Debe de ser a causa del trabajo -dijo de repente-. Su trabajo va bien, ¿verdad? Y usted pensaba que la desgracia que le había ocurrido le anularía la capacidad de trabajar.
– Pero ¿de dónde ha sacado eso? -le preguntó mientras pensaba: «Hay que ver lo charlatanas que son estas mujeres. ¿Es posible que Liudmila se lo haya explicado todo?»-. ¿Y qué es lo que ha visto en mis ojos? -preguntó con manifiesta ironía a fin de ocultar su irritación.
Maria lvánovna permaneció callada, reflexionando sobre las palabras de Shtrum. Después le dijo seria, sin haber captado su tono irónico:
– En sus ojos siempre se lee sufrimiento, pero hoy no.
– Maria lvánovna, qué extraño es el mundo. Mire, siento que he cumplido la gran obra de mi vida. La ciencia es pan, el pan del alma. Y ha sucedido en estos tiempos amargos, difíciles. Qué extrañamente enmarañada es la vida. Ay, cómo quisiera… Basta, es inútil hablar…
Maria Ivánovna le escuchaba sin apartar la mirada de sus ojos. Después le dijo en un susurro:
– Si pudiera ahuyentar la desgracia de su casa…
– Gracias, querida Maria Ivánovna -dijo Shtrum, despidiéndose.
Se apaciguó al instante, como si hubiera ido a visitarla a ella en lugar de a su marido, y él hubiera dicho lo que deseaba decir.
Un minuto más tarde, mientras caminaba por la sombría calle, Víktor se había olvidado de los Sokolov. Los oscuros portales vomitaban corrientes de aire frío, en los cruces de camino el viento levantaba los faldones de su abrigo. Shtrum encogía los hombros, arrugaba la frente… ¿Es posible que su madre nunca supiera lo que su hijo había logrado?
Shtrum reunió al personal del laboratorio, los físicos Márkov, Savostiánov y Anna Naumovna Weisspapier, el mecánico Nozdrín y el electricista Perepelitsin, para anunciarles que las dudas sobre la imprecisión de los aparatos eran infundadas. De hecho, había sido la exactitud de las medidas lo que había permitido obtener resultados homogéneos, a pesar de las variaciones en las condiciones de los experimentos.
Shtrum y Sokolov eran teóricos, así que los experimentos de laboratorio estaban bajo la supervisión de Márkov. Dotado de un talento asombroso para resolver los problemas más intrincados, siempre determinaba con precisión los criterios de funcionamiento del nuevo instrumental.
Shtrum admiraba la seguridad con la que Márkov se acercaba a un nuevo aparato y, al cabo de pocos minutos, sin necesidad de instrucciones, era capaz de comprender tanto los principios esenciales como los más nimios detalles de su mecanismo. Parecía percibir los instrumentos físicos como organismos vivos, como si mirando un gato le bastara una ojeada para distinguir los ojos, la cola, las orejas, las garras, advertir sus latidos, determinar la función de cada parte de su cuerpo felino.
Cuando montaban en el laboratorio un nuevo aparato y necesitaban a alguien con una especial destreza, era el altivo mecánico Nozdrín quien se hacía dueño de la situación. Savostiánov solía bromear sobre Nozdrín diciendo: «Cuando Stepán Stepánovich muera, llevarán sus manos al Instituto del Cerebro como objeto de estudio».
A Nozdrín no le gustaban las bromas, miraba por encima del hombro a sus colegas científicos, consciente de que sin sus robustas manos de obrero no podrían hacer gran cosa en el laboratorio.
El favorito del laboratorio era Savostiánov. Era tan hábil con el trabajo teórico como con el de laboratorio. Todo lo hacía bromeando, con presteza, sin apenas esfuerzo. Incluso en los días más nublados, sus cabellos claros, color trigo, parecían iluminados por el sol. Shtrum admiraba a Savostiánov y pensaba que su pelo reflejaba el brillo y la claridad de su mente. Sokolov también le apreciaba.
– No, Savostiánov no es como nosotros, descarados y dogmáticos. Él vuela más alto. Cuando nosotros hayamos muerto, sólo quedará su nombre, y tras él, ocultos, el suyo, el mío, el de Márkov.
Por lo que respecta a Anna Naumovna, los graciosos del laboratorio la habían apodado «la gallina semental». Poseía una capacidad de trabajo y una paciencia casi sobrehumanas: una vez se había pasado dieciocho horas seguidas ante el microscopio estudiando emulsiones fotográficas.
Muchos directores de otras secciones del instituto consideraban que Shtrum era sumamente afortunado por contar con un personal de laboratorio tan brillante. A tales comentarios Víktor solía replicar en broma: «Cada jefe de departamento tiene los colaboradores que se merece».
– Hemos pasado por un periodo de depresión y ansiedad -dijo aquel día Víktor-, pero ahora podernos estar contentos: el profesor Márkov ha llevado a cabo un trabajo impecable. El mérito, evidentemente, también corresponde al taller de mecánica y a los ayudantes de laboratorio, que han llevado a cabo una enorme cantidad de observaciones, cientos y miles de cálculos.
Después de carraspear, Márkov intervino:
– Víktor Pávlovich, nos gustaría que nos expusiera su teoría con el mayor detalle posible. – Bajando la voz, añadió-: He oído que la investigación de Kochkúrov en un área similar ofrece grandes posibilidades prácticas. También me han dicho que ha llegado desde Moscú una solicitud de información sobre los resultados que usted ha obtenido.
Márkov siempre estaba al corriente de los pormenores de todo cuanto ocurría. Cuando los colaboradores del instituto estaban a punto de ser evacuados, Márkov llegó al tren con una avalancha de información acerca de las paradas, los cambios de locomotora, los puntos de abastecimiento durante el itinerario.
Savostiánov, que había asistido a la reunión sin afeitarse, dijo con aire pensativo:
– Tendré que beberme todo el alcohol del laboratorio para celebrarlo.
Anna Naumovna, siempre rebosante de iniciativas de carácter social, observó:
– Vaya, ¡qué alegría! en las reuniones de producción y en el sindicato local nos acusaban ya de toda clase de pecados mortales.
Nozdrín, el mecánico, guardaba silencio y se frotaba las mejillas hundidas. El joven electricista Perepelitsin, mutilado de una pierna, se ruborizó lentamente hasta ponerse como un tomate y dejó caer la muleta al suelo con gran estruendo.
Fue un buen día para Víktor.
Pímenov, el joven director del instituto, le había telefoneado por la mañana, cubriéndolo de elogios. Pímenov debía tomar un avión para Moscú; estaban ultimando los preparativos para la vuelta a esa ciudad de casi todos los departamentos del instituto.
– Víktor Pávlovich -le había dicho Pímenov al despedirse-, pronto nos veremos en Moscú.
Me siento feliz y orgulloso de ser el director del instituto durante el periodo en que usted ha concluido esta excelente investigación.
Ahora, en la reunión del personal del laboratorio, Víktor encontraba todo sumamente agradable.
Márkov, que tenía por costumbre bromear acerca de las normas del laboratorio, decía:
– Tenemos un regimiento de doctores y profesores; un batallón de jóvenes investigadores; y como soldado… sólo uno: ¡Nozdrín! -Con esta broma expresaba su desconfianza hacia los físicos teóricos-. Somos como una pirámide invertida, con una parte superior ancha y una base estrechísima. El equilibrio es precario. Lo que necesitamos es una base firme, un regimiento de gente como Nozdrín.
Y después del informe de Víktor, Márkov dijo:
– Bien, ¡ya podía seguir hablando de regimientos y de pirámides!
En cuanto a Savostiánov, el que había comparado la ciencia con el deporte, miraba a Shtrum después de su charla con una expresión en los ojos sorprendentemente cálida y alegre.
Víktor comprendió que en aquel momento Savostiánov le miraba no como un futbolista mira a su entrenador, sino como un creyente contempla a un apóstol. Recordó la discusión de Savostiánov con Sokolov, así como su reciente conversación con Sokolov, y se dijo a sí mismo: «Tendré alguna idea de la naturaleza de las fuerzas nucleares, pero no entiendo ni torta de la naturaleza humana».
Hacia el final de la jornada laboral, Anna Naumovna entró en el despacho de Shtrum y le dijo:
– Víktor Pávlovich, acabo de ver la lista de las personas que regresan a Moscú. El nuevo jefe del departamento de personal no ha incluido mi nombre.
– Lo sé, lo sé; no se preocupe -dijo Víktor-. Se han redactado dos listas. Usted está en el segundo turno. Partirá unas semanas más tarde, eso es todo.
– Por alguna razón soy la única persona de nuestro grupo que no está incluida en la primera lista. Creo que me volveré loca, no soporto vivir aquí. Sueño con Moscú cada noche. Y además, ¿eso quiere decir que montarán el laboratorio en Moscú sin mí?
– Sí, en efecto. Pero entiéndalo, la lista ya está confirmada, sería difícil modificarla. Mire, Svechín, del laboratorio de magnetismo, ya ha consultado el tema a propósito de Borís Izraílevich, a quien le ha ocurrido lo mismo que a usted, pero por lo visto tenemos que conformarnos. Lo mejor que puede hacer es tener paciencia.
De repente Víktor montó en cólera y se puso a gritar:
– A saber con qué parte del cuerpo razona esta gente. Han incluido personas en la lista que no necesitamos para nada y en cambio se han olvidado de usted, que nos sería muy útil para el montaje principal.
– No me han olvidado -dijo Anna Naumovna con los ojos bañados en lágrimas-, peor… -Lanzó una extraña mirada rápida, temerosa, hacia la puerta entreabierta y añadió-: Víktor Pávlovich, por alguna razón sólo han suprimido de la lista al personal judío. Me ha dicho Rimma, la secretaria del departamento de personal, que en la Academia Ucraniana de Ufá han tachado a casi todos los judíos de la lista: sólo han dejado a los doctores en ciencias.
Víktor, boquiabierto, la miró por un instante sin salir de su asombro. Después se echó a reír.
– Pero qué cosas dice, querida. ¡Ha perdido el juicio! Gracias a Dios no vivimos en la Rusia de los zares. ¿A qué viene ese complejo de inferioridad de judío de shtetl? ¡Quítese de la cabeza esas tonterías!
¡La amistad! Existen tantos tipos…
La amistad en el trabajo. La amistad en la actividad revolucionaria, la amistad en un largo viaje, entre soldados, en una prisión de tránsito, donde entre el encuentro y la separación discurren sólo dos o tres días, pero el recuerdo de esas horas se conserva durante años. La amistad en la alegría, la amistad en el dolor. La amistad en la igualdad y la desigualdad.
¿En qué consiste la amistad? ¿En una simple comunidad de trabajo y destino? A veces el odio entre miembros de un mismo partido cuyas ideas sólo se diferencian en pequeños matices es mayor que hacia los enemigos del partido. A veces los hombres que van juntos a la batalla se detestan más entre ellos que al enemigo común. Y del mismo modo a veces el odio entre prisioneros supera al odio que éstos sienten por sus carceleros.
Lo cierto es que los amigos se encuentran la mayoría de veces entre aquellos que comparten el mismo destino, la misma profesión, los mismos objetivos, pero concluir que es esa comunidad lo que determina la amistad sería un tanto prematuro.
¿Pueden establecer lazos de amistad dos caracteres completamente diferentes? ¡Por supuesto!
La amistad a veces es una relación desinteresada.
La amistad a veces es egoísta, otras está marcada por el espíritu de sacrificio; pero lo extraño es que el egoísmo de la amistad aporta un beneficio desinteresado a aquel del que se es amigo, mientras que el sacrificio de la amistad es esencialmente egoísta.
La amistad es un espejo en el que el hombre se contempla a sí mismo. A veces, mientras conversas con un amigo, te reconoces a ti mismo: es contigo mismo con quien hablas, es contigo con quien te relacionas.
La amistad es igualdad y afinidad. Pero al mismo tiempo es desigualdad y diferencia.
Existe una amistad práctica, eficaz cuando hay un trabajo colectivo, en la lucha común por la vida, por un trozo de pan.
También está la amistad por un ideal elevado, la amistad filosófica entre interlocutores contemplativos, entre personas que trabajan en campos diferentes, cada uno por su cuenta, pero que juzgan la vida con criterios idénticos.
Es posible que una amistad elevada aúne la amistad activa -la del esfuerzo y la lucha- y la amistad de los interlocutores contemplativos.
Los amigos siempre se necesitan el uno al otro, pero no siempre piden lo mismo a la amistad. Los amigos no siempre quieren la misma cosa de la amistad. Uno ofrece al otro su experiencia, el otro se enriquece con esa experiencia. Uno, al ayudar a un joven amigo, débil e inexperto, toma conciencia de su propia fuerza y madurez, en tanto el otro reconoce en el amigo su ideal: fuerza, madurez, experiencia. Así, en la amistad uno da, mientras que el otro se alegra por los regalos.
Ocurre que un amigo es una instancia tácita que ayuda al hombre a entrar en relación consigo mismo, a encontrar la felicidad en sí mismo, en sus propios pensamientos que se vuelven inteligibles, tangibles gracias a que encuentran un eco en el alma del amigo.
La amistad de la razón, la amistad contemplativa, filosófica, a menudo exige de los amigos unidad de pensamiento, pero esta afinidad puede no ser total. A veces la amistad se expresa en la disputa, en las divergencias.
Cuando los amigos son idénticos en todos los aspectos, cuando se reflejan el uno en el otro, la disputa con el amigo será una disputa con uno mismo.
Amigo es aquel que justifica tus debilidades, tus defectos e incluso tus vicios; es aquel que confirma tu equidad, tu talante, tus méritos.
Amigo es aquel que, amando, desenmascara tus debilidades, tus defectos y vicios.
La amistad es, pues, aquello que, fundado sobre lo semejante, se manifiesta en las diferencias, las contradicciones, las desemejanzas. En la amistad el hombre aspira a recibir de forma egoísta aquello que él no posee. En la amistad el hombre aspira a dar aquello que posee.
El deseo de amistad es inherente a la naturaleza humana, y aquel que no sabe establecer vínculos de amistad con personas, los tendrá con animales: perros, caballos, gatos, ratones, arañas.
Un ser dotado de una fuerza absoluta no necesita amigos; evidentemente, ese ser sólo puede ser Dios.
La verdadera amistad no depende de que el amigo se siente en un trono o que, derrocado de dicho trono, vaya a parar a prisión. La verdadera amistad se corresponde con las cualidades del alma y es indiferente a la gloria, a la fuerza exterior.
Múltiples son las formas de la amistad y múltiple es su contenido, pero hay un fundamento sólido en ella: la fe en el carácter inquebrantable del amigo, en su fidelidad. Por ello es particularmente bella la amistad allí donde el hombre celebra el sabbat. Allí donde el amigo y la amistad son sacrificados en nombre de los más altos intereses, el hombre, declarado enemigo del ideal supremo, pierde a todos sus amigos, pero conserva su fe en su único amigo.
Cuando llegó a casa, Shtrum vio en el colgador un abrigo que conocía bien: era el de Karímov, que había pasado a verle y estaba esperándole.
Karímov puso a un lado el periódico y Shtrum pensó que, a juzgar por las apariencias, Liudmila Nikoláyevna no había querido conversar con el invitado.
– Vengo directamente de un koljós, he dado una conferencia -dijo Karímov-. Pero, se lo ruego, no se moleste, en el koljós me han ofrecido comida en abundancia. Nuestro pueblo es sumamente hospitalario.
Y Shtrum pensó que Liudmila no había ofrecido a Karímov ni siquiera una taza de té.
Sólo después de examinar con detenimiento la cara aplastada y de nariz ancha de Karímov, Shtrum advertía en sus rasgos diferencias apenas perceptibles respecto al modelo clásico del eslavo ruso. Pero en ciertos instantes, bastaba con un repentino movimiento de cabeza de Karímov para que todos esos ínfimos detalles se fusionaran y su cara adquiriese una fisonomía típicamente mongola.
De la misma manera, a veces, cuando caminaba por la calle, Shtrum podía reconocer a judíos entre individuos rubios, de ojos claros y nariz respingona. Los detalles que revelaban la procedencia judía de un hombre eran prácticamente invisibles: una sonrisa, la manera en que fruncía la frente para expresar sorpresa o el modo en que se encogía de hombros.
Karímov le estaba explicando que había conocido a un teniente que, tras resultar herido, había vuelto al campo a casa de sus padres. Por lo visto, había visitado a Shtrum sólo para contarle ese encuentro.
– Un chico estupendo -dijo Karímov-, me ha hablado de todo con absoluta franqueza.
– ¿En tártaro? -preguntó Shtrum.
– Por supuesto.
Shtrum pensó que si se hubiera encontrado con un teniente judío herido no habría podido hablarle en yiddish, puesto que apenas conocía una decena de palabras en ese idioma, como bekitser o haloimes, empleadas en tono de broma.
El teniente había sido hecho prisionero cerca de Kerch en otoño de 1941. Los alemanes le habían ordenado que recogiera el grano abandonado en la nieve para dárselo de forraje a los caballos. El teniente supo aprovechar el momento propicio y, oculto en el crepúsculo invernal, logró escapar. La población local, rusos y tártaros, le había dado cobijo.
– Tengo grandes esperanzas de volver a ver a mi mujer y a mi hija -dijo Karímov-. Parece que los alemanes, al igual que nosotros, tienen diferentes cartillas de racionamiento. El teniente me contó que muchos tártaros de Crimea han huido a las montañas, aunque los alemanes les dejan en paz.
– Cuando era estudiante escalé las montañas de Crimea -dijo Shtrum, y de pronto recordó que su madre le había enviado dinero para aquel viaje-. ¿Y ha visto judíos su teniente?
Liudmila Nikoláyevna asomó la cabeza por la puerta.
– Mamá no ha vuelto todavía -dijo-. Estoy preocupada.
– ¿Ah, sí?, quién sabe dónde andará -respondió Shtrum, distraído; y cuando Liudmila Nikoláyevna cerró la puerta, preguntó por segunda vez-: ¿Qué dice su teniente sobre los judíos?
– Vio cómo se llevaban a una familia judía, una vieja y dos chicas, para ser fusiladas.
– ¡Dios mío! -exclamó Shtrum.
– Sí, además oyó hablar de unos campos en Polonia adonde transportan a los judíos; los matan y luego descuartizan sus cuerpos como en un matadero. Pero estoy seguro de que no son más que fantasías. Me he informado en especial sobre los judíos porque sabía que le interesaría.
«¿Por qué sólo a mí? -pensó Shtrum-. ¿Acaso no interesa también a los demás?»
Karímov se quedó absorto un instante y luego dijo:
– Ah, sí, lo olvidaba; me ha contado que los alemanes ordenan llevar a la Kommandantur a los bebés judíos, a los que untan los labios con un compuesto incoloro que les hace morir al instante.
– ¿Bebés? -repitió Shtrum.
– Creo que es una invención, como la historia de los campos donde descuartizan cadáveres.
Shtrum comenzó a dar vueltas por la habitación y dijo:
– Cuando uno piensa que en nuestros días se mata a los recién nacidos, todos los esfuerzos de la cultura parecen inútiles. ¿Qué nos han enseñado Goethe, Bach? ¡Están matando a recién nacidos!
– Sí, es terrible -dijo Karímov.
Shtrum sentía el pesar y la compasión en Karímov, pero también se daba cuenta de su alegría: el relato del teniente había fortalecido sus esperanzas de encontrar a su mujer, mientras que Shtrum sabía de sobra que, después de la victoria, nunca más vería a su madre.
Karímov se disponía a volver a casa. Víktor no tenía ganas de despedirse, así que decidió acompañarle parte del camino.
– ¿Sabe una cosa? -dijo de repente Shtrum-. Nosotros, los científicos soviéticos, somos muy afortunados. ¿Qué deben de sentir los físicos y químicos alemanes honrados sabiendo que sus descubrimientos van en provecho de Hitler? Imagínese a un físico judío cuya familia es asesinada como si fueran perros rabiosos. Es feliz porque ha hecho un descubrimiento, pero éste, contra su voluntad, confiere potencia militar al fascismo. El lo ve todo, lo comprende todo, y sin embargo, no puede evitar alegrarse por su descubrimiento… ¡Es horrible!
– Sí, sí -ratificó Karímov-, un hombre que siempre ha pensado no puede obligarse a dejar de pensar.
Salieron a la calle.
– Me da reparo que quiera acompañarme con este tiempo de perros -dijo Karímov-. Hacía poco que estaba en casa y ahora ha tenido que salir otra vez.
– No importa -respondió Shtrum-. Sólo le acompañaré hasta la esquina.
Miró a la cara de su compañero y añadió:
– Me complace pasear con usted por la calle, a pesar de este tiempo desapacible.
Karímov caminaba en silencio y Shtrum tuvo la impresión de que estaba absorto en sus pensamientos y no le escuchaba. Al llegar a la esquina, Shtrum se detuvo.
– Bueno -dijo-, despidámonos aquí.
Karímov le apretó la mano con fuerza y, alargando las palabras, dijo:
– Pronto regresará a Moscú y tendremos que separarnos. Nuestros encuentros han significado mucho para mí.
– Créame, a mí también me da pena -dijo Shtrum. Cuando Shtrum caminaba de regreso a casa alguien lo llamó, pero él no se dio cuenta. Luego vio los ojos oscuros de Madiárov, mirándole fijamente. Llevaba levantado el cuello del abrigo.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó-. ¿Se han acabado nuestras reuniones? Piotr Lavréntievich está enfadado conmigo.
– Sí, claro, es una lástima -respondió Shtrum-. Pero en el calor de la discusión hemos dicho una sarta de tonterías.
– ¿Quién da importancia a las palabras dichas en caliente? -replicó Madiárov.
Madiárov acercó la cara a Shtrum, y sus ojos grandes, amplios, llenos de tristeza, se tornaron aún más tristes.
– En cierta manera no está mal que se hayan interrumpido nuestros encuentros.
– ¿Por qué? -quiso saber Shtrum.
– Tengo que decírselo -dijo Madiárov, casi jadeando-.
Creo que el viejo Karímov colabora. ¿Me entiende? Y usted, me parece, lo ha visto a menudo.
– ¡Tonterías! No me creo ni una sola palabra -dijo Shtrum.
– ¿No se ha dado cuenta? Todos sus amigos y los amigos de sus amigos han sido reducidos a polvo, todo su entorno ha desaparecido sin dejar huella. Sólo él ha sobrevivido, y bien que ha prosperado: lo han hecho académico.
– ¿Y qué? Yo también soy académico, y usted.
– Reflexione un poco sobre esa suerte extraordinaria. Ya no es usted un niño, señor mío.
– Vitia, mamá acaba de llegar -dijo Liudmila.
Aleksandra Vladímirovna estaba sentada a la mesa con un chal sobre los hombros. Se llevó una taza de té a los labios y tras dejarla a un lado dijo:
– Bueno, he hablado con una persona que vio a Mitia [73] justo antes de que estallara la guerra.
Con una calma deliberada y midiendo el tono de su voz a causa de la excitación, les explicó que los vecinos de una compañera suya del trabajo, ayudante de laboratorio, habían recibido la visita de un paisano. Su compañera había pronunciado por casualidad, en presencia del invitado, el apellido de Aleksandra Vladímirovna, a lo que éste preguntó si aquella Sháposhnikova no tendría algún pariente llamado Dmitri. Después del trabajo, Aleksandra Vladímirovna se había dirigido a casa de la ayudante de laboratorio. Allí se enteró de que el visitante, corrector de profesión, acababa de ser liberado de un campo penitenciario, donde había pasado siete años por haber dejado escapar una errata en el editorial del periódico: en el apellido del camarada Stalin los tipógrafos se habían equivocado en una letra. Antes de la guerra lo habían trasladado de un campo en la República Autónoma de Komi a otro más severo en el Extremo Oriente por infringir la disciplina, y allí, entre sus compañeros de barracón figuraba Sháposhnikov.
– Desde la primera palabra comprendí que se trataba de Mitia. Aquel hombre me dijo: «Se tumbaba en las literas y silbaba: Chízhyk-Pízhik, gdie ti bil» [74]. Poco antes de que le arrestaran, Mitia vino a verme y respondió a todas mis preguntas sonriendo y silbando Chízhyk-Pízhik… Esta noche el hombre se marcha en un camión a Laishevo, donde vive toda su familia. Según dice, Mitia está enfermo de escorbuto y del corazón. No cree que salga en libertad. Le había hablado de mí y de Seriozha. Dice que trabaja en la cocina, que tiene un buen puesto.
– Sí -dijo Shtrum-, para eso se sacó dos títulos.
– No podemos fiarnos de ese hombre; ¿y si fuese un provocateur mandado intencionadamente? -preguntó Liudmila.
– ¿Por qué iba a perder el tiempo un provocateur con una vieja como yo?
– Pues bien que se interesa cierta organización por Víktor.
– Pero qué tonterías dices, Liudmila -replicó Víktor, irritado.
– ¿Y por qué está él en libertad? ¿Te lo ha explicado? -preguntó Nadia.
– Lo que me ha contado es increíble. Parece un mundo diferente, o más bien una pesadilla. Se diría que viene de otro país, con sus propias costumbres, su historia medieval y su historia moderna, sus proverbios… Le pregunté por qué le habían puesto en libertad. Él pareció bastante sorprendido:
«¿No lo sabe? Me han dado la baja por invalidez». Por lo que he entendido, a veces liberan a los dojodiaga, es decir a los moribundos. Dentro del campo tienen una jerga especial para las diversas categorías de prisioneros: los trabajadores [75], los enchufados, los perros… Le pregunté acerca de esa extraña condena de diez años sin derecho a correspondencia que habían dictado contra miles de personas en 1917. Me contestó que no había conocido a ningún prisionero que estuviera cumpliendo aquella pena, y eso que había estado en decenas de campos. «Entonces ¿qué le ha pasado a esa gente?», pregunté. «No lo sé», respondió él. «Desde luego en los campos no están.»
»La tala forestal, los deportados a zonas de población especial, los prisioneros a los que se les multiplica la condena… De pronto me sentí acongojada. Y pensar que Mitia ha estado viviendo en un sitio así hablando en esa jerga: los moribundos, los enchufados los perros… Ese hombre me habló también de cómo se suicidan algunos prisioneros: no comen durante varios días, sólo beben agua de los pantanos de Kolymá y así mueren de edema, de hidropesía. Entre ellos dicen “ha bebido agua”, o “ha comenzado a beber”. Por supuesto, eso sólo ocurre cuando tienen el corazón enfermo.
Aleksandra Vladímirovna veía la cara tensa y angustiada de Shtrum, la frente surcada de arrugas de su hija. Perturbada, sintiendo la boca seca y que la cabeza le ardía, continuó con su relato:
– Dice que el viaje de traslado en los convoyes es aún más duro que el campo. Ahí los delincuentes comunes son todopoderosos: te desnudan, te quitan la comida, se juegan a las cartas la vida de los prisioneros políticos; el que pierde tiene que matar a un hombre con un cuchillo, y la víctima no sabe hasta el último minuto que han apostado su vida en una partida de cartas… Todavía más terrible es que en los campos todos los puestos de mando están en manos de delincuentes comunes: son los síndicos [76] de los dormitorios, los jefes de brigada en los trabajos del bosque. Los prisioneros políticos no tienen derechos, les tutean. Fascista [77], así es como llamaban los delincuentes comunes a Mitia.
Aleksandra Vladímirovna añadió con voz estentórea, como si se dirigiera a un auditorio:
– Ese hombre fue trasladado del campo donde se encontraba Mitia a otro situado en Siktivkar. Y dice que durante el primer año de guerra enviaron al grupo de campos donde se había quedado Mitia a un tipo llamado Kashketin, que organizó la ejecución de diez mil detenidos.
– Dios mío -exclamó Liudmila Nikoláyevna-. Pero ¿es que Stalin está al corriente de estas atrocidades?
– Dios mío -dijo Nadia irritada, imitando a su madre-; ¿no lo entiendes? Fue Stalin el que dio la orden de matarlos.
– ¡Nadia! -explotó Shtrum-. ¡Basta ya!
Como suele pasar con las personas que se dan cuenta de que alguien ha descubierto sus puntos débiles, Víktor se enfureció y le gritó a Nadia:
– No te olvides de que Stalin es el comandante supremo de un ejército que combate contra el fascismo. Tu abuela confió en Stalin hasta el último día de su vida, nosotros vivimos y respiramos gracias a Stalin y el Ejército Rojo… Primero aprende a sonarte la nariz sola, y luego ya podrás atacar a Stalin, el hombre que ha cerrado el paso al fascismo en Stalingrado.
– Stalin está en Moscú -replicó Nadia-. Sabes muy bien quién ha detenido a los fascistas en Stalingrado. No acabo de entenderte: cuando venías de casa de los Sokolov decías las mismas cosas que yo…
Shtrum sintió un nuevo acceso de rabia contra Nadia, tan exacerbado que pensó que le duraría el resto de su vida.
– Nunca he dicho nada parecido después de visitar a los Sokolov. Te lo ruego, no inventes historias.
– ¿Qué sentido tiene recordar todos estos horrores -intervino Liudmila Nikoláyevna- cuando tantos jóvenes soviéticos están sacrificando su vida por la patria?
Llegados a este punto, Nadia demostró explícitamente que estaba al tanto de las debilidades que encerraba el alma de su padre.
– Sí, claro, ¡no has dicho nada! Ahora que te va bien el trabajo y que han frenado el avance del ejército alemán.
– Pero ¿cómo…? -respondió Víktor Pávlovich-, ¿cómo te atreves a sospechar de la honestidad de tu padre? Liudmila, ¿oyes lo que está diciendo?
Esperaba que su mujer lo apoyara, pero Liudmila no lo hizo.
– ¿De qué te sorprendes? -dijo ella en cambio-. Está cansada de escucharte; son las mismas cosas de las que hablabas con tu Karímov y con ese repugnante de Madiárov. Maria lvánovna me ha puesto al corriente de vuestras conversaciones. En cualquier caso, ya has hablado más que suficiente. Ay, ojalá salgamos pronto hacia Moscú.
– Basta -dijo Shtrum-. Ya me conozco las lindezas que quieres decirme.
Nadia se calló; su rostro marchito y feo parecía el de una anciana. Le había dado la espalda, pero cuando al fin Víktor logró captar la mirada de su hija, el odio que percibió en ella le dejó estupefacto.
El ambiente estaba tan cargado, tan enrarecido que apenas se podía respirar. Todo lo que durante años vive en la sombra en el seno de casi todas las familias, y que aflora sólo de vez en cuando para ser aplacado al instante por el amor y la confianza sincera, acababa de salir a la superficie, se había desatado, desbordado para llenar sus vidas. Como si no existiera nada más entre padre, madre e hija que incomprensión, sospecha, odio, reproches.
¿Acaso su destino común sólo había engendrado discordia y alienación?
– ¡Abuela! -dijo Nadia.
Shtrurn y Liudmila miraron al mismo tiempo a Aleksandra Vladímirovna, que apretaba sus manos contra la frente, como aquejada por un dolor de cabeza insoportable.
Había algo indescriptiblemente penoso en su impotencia. Ni ella ni su aflicción parecían ser necesarios a nadie, sólo servían para molestar, irritar, alimentar la discordia familiar. Fuerte y severa durante toda su vida, ahora estaba allí sola, indefensa.
De pronto Nadia se arrodilló y apretó la frente contra las piernas de Aleksandra Vladímirovna.
– Abuela -susurró-. Abuela querida, buena…
Víktor Pávlovich se aproximó a la pared y encendió la radio; el altavoz de cartón comenzó a ronquear, aullar, silbar. Parecía que la radio transmitiera el desapacible tiempo de la noche otoñal que arreciaba sobre la primera línea del frente, sobre los pueblos incendiados, sobre las tumbas de los soldados, sobre Kolymá y Vorkutá, sobre los campos de aviación, sobre los húmedos techos de lona alquitranada que cubrían los hospitales de campaña.
Shtrum miró el rostro sombrío de su mujer, se acercó a Aleksandra Vladímirovna, tomó sus manos entre las suyas y las besó. Luego se inclinó y acarició la cabeza de Nadia.
Daba la impresión de que nada hubiera ocurrido en aquellos minutos; en la habitación estaban las mismas personas oprimidas por el mismo dolor y guiadas por un mismo destino. Sólo ellos sabían qué extraordinaria calidez colmaba en esos momentos sus corazones endurecidos…
De pronto resonó en la habitación una voz atronadora:
– En el transcurso del día nuestras tropas han luchado contra el enemigo en las regiones de Stalingrado, el nordeste de Tuapsé y Nálchik. No se ha producido ningún cambio en el resto de los frentes.
El teniente Peter Bach había ido a parar al hospital a causa de una herida de bala en el hombro. La herida no era grave, y los camaradas que lo habían acompañado en el furgón sanitario le felicitaron por su buena suerte.
Con una sensación de felicidad suprema y al mismo tiempo gimiendo de dolor, Bach se levantó, sostenido por un enfermero, para ir a tomar un baño.
El placer que sintió al entrar en el agua fue enorme.
– ¿Mejor que en las trincheras? -preguntó el enfermero, y deseando decir algo agradable al herido, añadió-: Cuando le den el alta, seguro que todo estará en orden por allí.
Y apuntó con la mano en dirección al lugar de donde llegaba un estampido regular, continuo.
– ¿Hace poco que está aquí? -preguntó Bach.
El enfermero frotó la espalda del teniente con una esponja y luego respondió:
– ¿Qué es lo que le hace pensar eso?
– A nadie piensa que la guerra vaya a terminar pronto. M contrario, creen que va para largo.
El enfermero miró al oficial desnudo en la bañera. Bach recordó que el personal de los hospitales tenía instrucciones de informar sobre las opiniones de los heridos, y las palabras que él acababa de pronunciar ponían de manifiesto su escepticismo respecto al poder de las fuerzas armadas.
Sin embargo repitió con total claridad:
– Sí, enfermero, de momento nadie sabe cómo acabará todo esto.
¿Por qué había repetido aquellas palabras tan peligrosas? Sólo un hombre que vive en un imperio totalitario puede entenderlo. Las había repetido porque le enfurecía el miedo que había sentido al pronunciarlas la primera vez. Las había repetido como mecanismo de autodefensa, para engañar con su despreocupación a su presunto delator.
Luego, para borrar la mala impresión que pudiera haberle causado, declaró:
– Probablemente nunca, ni siquiera en el comienzo de la guerra, ha habido semejante concentración de fuerzas. Créame, enfermero.
Asqueado por la esterilidad de aquel juego inútil y complejo, se entregó a un divertimento infantil, tratando de encerrar en su puño el agua tibia y jabonosa que salía disparada bien contra el borde de la bañera, bien contra su propio rostro.
– El principio del lanzallamas -explicó al enfermero.
¡Qué delgado estaba! Examinaba sus brazos desnudos, el pecho, y pensaba en la joven rusa que dos días antes le había besado. ¿Acaso podía haber imaginado que en Stalingrado viviría una historia de amor con una mujer rusa? La verdad es que llamar a aquello historia de amor resultaba un tanto difícil. Se trataba más bien de una aventura fortuita en tiempo de guerra. Con un telón de fondo insólito, extraordinario: se habían encontrado en un sótano; él se había abierto paso entre las ruinas iluminadas por los destellos de las explosiones. Uno de esos encuentros que quedan tan bien descritos en los libros. Ayer tenía que haber ido a verla. Probablemente la chica creería que lo habían matado. Cuando estuviera restablecido, volvería a verla. ¿Quién habría ocupado ahora su lugar? La naturaleza aborrece el vacío…
Inmediatamente después del baño lo llevaron a la sala de radiología, donde el doctor lo colocó ante la pantalla.
– Allí la cosa está que arde, ¿no es así, teniente?
– Más para los rusos que para nosotros -respondió Bach, deseando agradar al radiólogo y recibir un buen diagnóstico que hiciera la operación rápida e indolora.
Entró el cirujano. Los dos médicos observaron las radiografías; sin duda debían de ver la venenosa disidencia que en los últimos años se había ido acumulando en su caja torácica.
El cirujano cogió el brazo de Bach y se puso a manipularlo, ora acercándolo a la pantalla, ora alejándolo. Sólo le interesaba la herida; el hecho de que ésta estuviera unida a un hombre con estudios superiores era una circunstancia del todo casual.
Los dos médicos comenzaron a hablar mezclando latinismos con burlones tacos en alemán, y Bach comprendió que su herida no era tan grave: no perdería el brazo.
– Prepare al teniente para la intervención -dijo el cirujano-. Entretanto iré a examinar esa herida de cráneo. Es un caso difícil.
El enfermero despojó a Bach de la bata y la ayudante del cirujano le mandó sentarse en un taburete.
– Maldita sea -exclamó Bach con una sonrisa lastimosa, avergonzado por su desnudez-. Deberían haber calentado la silla, Fräulein, antes de hacer posar el trasero desnudo a un combatiente de la batalla de Stalingrado.
La mujer le respondió sin esbozar siquiera una sonrisa.
– Eso no forma parte de nuestras obligaciones.
Luego comenzó a sacar de un pequeño armario de cristal instrumentos que causaron pavor al teniente Bach.
Sin embargo, la extracción del casco de metralla resultó rápida y fácil. Bach incluso se sintió ofendido con el cirujano, cuyo desprecio hacia aquella operación insignificante parecía hacerse extensible al herido.
La enfermera le preguntó a Bach si necesitaba que le acompañara a su habitación.
– No, iré yo solo -respondió.
– No tendrá que permanecer mucho tiempo en el hospital -añadió ella con voz reconfortante.
– Bien, ya comenzaba a aburrirme.
La mujer sonrió.
Evidentemente, la enfermera se había formado su propia opinión de los heridos a partir de los artículos que había leído en la prensa, donde escritores y periodistas relataban historias de soldados convalecientes que huían a hurtadillas de los hospitales para reincorporarse a sus queridos batallones y regimientos, movidos por un deseo imperioso de disparar contra el enemigo; de lo contrario, su vida no tenía sentido.
Es posible que los periodistas se encontraran con gente así en los hospitales, pero Bach, por su parte, sintió una vergonzosa felicidad cuando pudo tumbarse en una cama cubierta de sábanas limpias, comer un plato de arroz y, dando una calada a su cigarrillo (pese a que en las habitaciones del hospital estaba estrictamente prohibido fumar), entablar conversación con sus vecinos.
En la sala había cuatro heridos: tres eran oficiales que servían en el frente y el cuarto, un funcionario con el pecho hundido y el vientre hinchado que, enviado en comisión de servicio desde la retaguardia, había sufrido un accidente automovilístico en la región de Gumrak. Cuando se tumbaba boca arriba, con las manos apoyadas sobre el estómago, parecía que al viejo esmirriado le hubieran metido debajo de la colcha, a guisa de broma, una pelota de fútbol.
Sin duda éste era el motivo por el que le habían colgado el apodo de portero.
El Portero era el único que se quejaba de que la herida lo hubiera puesto fuera de combate. Hablaba en tono exaltado del deber, el ejército, la patria, y del orgullo que constituía para él haber sido herido en Stalingrado.
Los oficiales del frente, que habían vertido su sangre por el pueblo, se mostraban sarcásticos respecto a su patriotismo. Uno de ellos, echado boca abajo a consecuencia de una herida en las nalgas, era el comandante Krapp, que estaba al mando de un destacamento de exploradores. Tenía la tez pálida y los labios tan prominentes como sus ojos marrones.
– Por lo visto usted es de ese tipo de porteros que no hacen ascos a meter un gol -dijo Krapp-. No se contenta con detener la pelota.
Krapp estaba obsesionado con el sexo. Era su principal tema de conversación.
El Portero, ansioso de pagar con la misma moneda a su ofensor, le preguntó:
– ¿Por qué está tan pálido? Supongo que trabaja en algún despacho.
Pero Krapp no trabajaba en las oficinas.
– Yo -dijo- soy un ave nocturna. Me lanzo a la caza por la noche. Con las mujeres, a diferencia de usted, me acuesto durante el día.
En la sala juzgaban con acritud a los burócratas que todas las noches cogían los automóviles y se escapaban de Berlín a sus casas de campo; insultaban también a los intendentes más veteranos que eran condecorados antes que los soldados del frente; hablaban de las penurias que soportaban sus familias, cuyas casas habían sido destruidas por las bombas; maldecían a los donjuanes de la retaguardia que aprovechaban su situación para conquistar a las mujeres de los soldados; vituperaban las tiendas del frente donde sólo se vendía agua de colonia y cuchillas de afeitar.
Al lado de Bach estaba el teniente Gerne. Al principio aquél creyó que se trataba de un aristócrata, pero luego supo que era uno de esos campesinos promovidos por el nacionalsocialismo. Era subjefe del Estado Mayor del regimiento y había resultado herido por un casco de bomba durante un ataque aéreo nocturno.
Cuando el Portero fue conducido a la sala de operaciones, el teniente Fresser, un hombre más bien vulgar cuya cama estaba situada en la esquina, dijo:
– Llevan disparándome desde el 39, y nunca he proclamado mi patriotismo. Me dan de comer y de beber, me visten, y yo combato. Sin filosofías.
– No es del todo cierto -replicó Bach-. Cuando los oficiales del frente hablan de la hipocresía de hombres como el portero, eso ya es una filosofía.
– Exacto -dijo Gerne-. ¿Nos puede decir de qué clase de filosofía se trata?
Por la expresión hostil en la mirada de Gerne, Bach intuyó que era uno de esos hombres que odiaban a la clase intelectual anterior a Hitler. Bach había leído y escuchado multitud de discursos en los que se atacaba a la vieja clase intelectual por su afinidad con la plutocracia americana, sus simpatías ocultas por el talmudismo y las teorías hebraicas, por el estilo judaizante en la pintura y la literatura. La rabia se apoderó de él. Ahora que estaba dispuesto a inclinarse ante la fuerza bruta de los hombres nuevos, ¿por qué lo miraban con gesto lúgubre, felino? ¿Acaso no le habían comido también a él los piojos? ¿Es que no le había devorado el frío igual que a ellos? ¡A él, un oficial de primera línea, no le consideraban alemán! Bach cerró los ojos y se volvió hacia la pared…
– ¿A qué viene ese veneno en su pregunta? -farfulló, resentido.
Gerne replicó con una sonrisa de despreciativa superioridad:
– ¿De verdad no lo entiende?
– Acabo de decírselo, no lo entiendo -respondió Bach en tono airado, y añadió-: Pero me lo imagino.
Gerne, por supuesto, se echó a reír.
– ¿Me acusa de duplicidad? -gritó Bach.
– Eso es. De duplicidad -dijo Gerne.
– ¿Impotencia moral?
En ese instante Fresser se echó a reír, y Krapp, levantándose sobre los codos, miró a Bach con insolencia.
– Degenerados -dijo Bach con voz atronadora-. Estos dos se encuentran fuera de los límites del pensamiento humano, pero usted, Gerne, se halla a medio camino entre el simio y el hombre… Hay que ser serio.
Entumecido por el odio, apretó con fuerza los ojos cerrados.
«Basta con que haya escrito un miserable opúsculo sobre la cuestión más trivial para pensar que eso le da derecho a odiar a los que sentaron las bases y levantaron los muros de la ciencia alemana. Sólo tiene que publicar una novela anodina para poder escupir sobre la gloria de la literatura alemana. Usted cree que la ciencia y el arte son una especie de ministerios: lugares donde los empleados de la vieja generación no le dan la oportunidad de hacer carrera. A usted y a su librito les falta espacio, y Koch, Nernst, Planck y Kellerman le estorban… La ciencia y el arte no son cosa de burócratas; el monte Parnaso está bajo el cielo infinito, donde siempre, a lo largo de la historia de la humanidad, ha habido espacio para todos los talentos. Si no hay sitio para usted y sus estériles frutos, no es por falta de espacio; simplemente no es ése su lugar. Os esforzáis por abriros hueco, pero vuestros globos escuálidos y medio inflados no se elevarán de la tierra ni un metro. Expulsaréis a Einstein, pero no ocuparéis su lugar. Sí, Einstein será judío pero, disculpe por lo que voy a decir, es un genio. No hay poder en el mundo que pueda ayudarles a ocupar su lugar. Reflexione. ¿Vale la pena gastar tantas fuerzas en eliminar a aquellos cuyos sitios quedarán vacíos por siempre? Si su insuficiencia les impide recorrer el camino abierto por Hitler, la culpa es sólo suya, y no la tome con gente válida. ¡Con el método del odio policial en el campo de la cultura no se puede obtener nada! ¿No ve qué bien comprenden Hitler y Goebbels este punto? Debería aprender de ellos. Mire con qué amor, con qué tacto y tolerancia cuidan la ciencia, la pintura, la literatura alemanas. Siga su ejemplo. Tome el camino de la consolidación, no siembre la discordia en nuestra causa común.»
Después de pronunciar aquel discurso imaginario, Bach volvió a abrir los ojos. Sus vecinos estaban acostados bajo las mantas.
– Mirad, camaradas -les llamó Fresser, y con el gesto de un prestidigitador sacó de debajo de la almohada una botella de coñac italiano Tres Valets.
Una suerte de sonido gutural salió de la boca de Gerne; sólo un auténtico borracho, y además campesino, puede contemplar una botella con semejante mirada.
«No es mal tipo, salta a la vista que no lo es», pensó Bach, sintiéndose avergonzado por su histérico discurso.
Fresser saltó sobre una sola pierna y empezó a servir el coñac en los vasos que había sobre las mesitas de noche.
– ¡Es usted una fiera! -sonrió Krapp. -He aquí un verdadero soldado -dijo Gerne.
Fresser se puso a explicar:
– Uno de los medicuchos vio mi botella y me preguntó:
«¿Qué lleva ahí envuelto en el periódico?». Y yo le repliqué: «Las cartas de mi madre; nunca me separo de ellas».
– Y levantó el vaso.
– Pues con saludos del frente, ¡a su salud, teniente Fresser!
Todos bebieron.
Gerne, que al instante sintió deseos de vaciar otro vaso, dijo:
– Maldita sea, hay que dejar algo para el Portero.
– Al diablo con el Portero, ¿verdad, teniente? -preguntó Krapp.
– Deja que cumpla su deber con la patria; a nosotros nos basta con beber -dijo Fresser-. Después de todo, nos merecemos un poco de diversión.
– Mi trasero está volviendo a la vida -dijo Krapp-.
Ahora sólo me falta una dama entradita en carnes.
Reinaba un ambiente alegre y distendido.
– Bueno, allá vamos -dijo Gerne alzando su vaso.
De nuevo bebieron todos.
– ¡Qué bien que hayamos ido a parar a la misma habitación!
– Nada más veros lo comprendí. «Éstos son hombres de pelo en pecho, curtidos en el frente», me dije.
– Yo, para ser sincero, tuve mis dudas respecto a Bach -dijo Gerne-. Pensé: «Bah, éste debe de ser del Partido».
– No, nunca me afilié.
Estaban acostados, con las colchas apartadas a un lado porque habían empezado a tener calor. Se pusieron a hablar del frente.
Fresser había combatido en el flanco izquierdo, cerca de Okatovka.
– El demonio sabrá por qué -dijo-, pero estos rusos no saben avanzar. Aunque estamos ya a comienzos de noviembre y nosotros tampoco nos hemos movido. ¿Se acuerda de la cantidad de vodka que nos bebimos en agosto? Brindábamos todo el rato por lo mismo: «Que no se pierda nuestra amistad después de la guerra; hay que crear una asociación de veteranos de Stalingrado».
– Puede que no sepan cómo lanzar un ataque -dijo Krapp, que había combatido en el distrito fabril-. Sin duda no saben defender las posiciones conquistadas. Te expulsan de un edificio y al rato se echan a dormir o comen hasta hartarse, mientras los comandantes se emborrachan.
– No son más que salvajes -sentenció Fresser, guiñando un ojo-. Hemos gastado más hierro con estos salvajes de Stalingrado que en todo el resto de Europa.
– No sólo hierro -objetó Bach-. En nuestro regimiento hay algunos que lloran sin razón y cantan como gallos.
– Si la cosa no se decide antes del invierno -advirtió Gerne-, esto será una guerra china. Sí, un barullo sin sentido.
– ¿Sabéis que se está preparando una ofensiva en el distrito fabril y que se ha concentrado allí una cantidad de fuerzas nunca vista antes? -dijo Krapp a media voz-. Estallará cualquier día de éstos. El veinte de noviembre dormiremos con las chicas de Sarátov.
Detrás de las ventanas cubiertas con cortinas se oía el majestuoso y grave fragor de la artillería, el zumbido de los bombarderos nocturnos.
– Ahí van los cucús [78] rusos -dijo Bach-. A esta hora es cuando bombardean. Algunos los llaman los «sierra nervios»
– Nosotros, en el Estado Mayor, los llamamos los suboficiales de servicio.
– ¡Silencio! -dijo Krapp, levantando un dedo-. ¡Escuchad! ¡Es la artillería pesada!
– Y nosotros poniéndonos finos en la sala de heridos leves.
Por tercera vez en aquel día se sintieron alegres.
Hablaron de las mujeres rusas; todos tenían alguna historia que contar. A Bach no le gustaba ese tipo de conversaciones, pero de repente, aquella noche se encontró hablándoles de Zina, la chica que vivía en el sótano de una casa semiderruida. Y habló con tanto atrevimiento que hizo reír a todos.
Entró el enfermero. Después de haber escudriñado aquellas caras alegres, empezó a recoger las sábanas de la cama del Portero.
– ¿Es que le habéis dado el alta al defensor de la patria por fingirse enfermo? -preguntó Fresser.
– ¿Por qué no responde, enfermero? -insistió Gerne-. Aquí todos somos hombres. Si ha ocurrido algo, puede decírnoslo.
– Ha muerto -dijo el enfermero-. Un paro cardíaco. -Mirad adónde conducen los discursos patrióticos -dijo Gerne.
– No se debe hablar en esos términos de un muerto -replicó Bach-. No nos mintió, no tenía motivos para hacerlo. Por tanto, fue sincero. No, camaradas, no está bien.
– Ay -suspiró Gerne-, ya me parecía a mí que el teniente nos vendría con los discursos del Partido. Enseguida comprendí que pertenecía a la nueva raza ideológica.
Aquella noche Bach no pudo conciliar el sueño, estaba demasiado cómodo. Le resultaba extraño recordar el búnker, a los camaradas, la llegada de Lenard; con él contemplaba la puesta de sol a través de la puerta abierta del refugio, bebían café del termo, fumaban.
El día antes, mientras se acomodaba en el furgón sanitario, había pasado su brazo sano alrededor del hombro de Lenard, y al mirarse a los ojos, ambos se habían echado a reír.
¿Cómo podría haber imaginado que algún día bebería en compañía de un SS en un búnker de Stalingrado, que caminaría hacia su amante rusa entre las ruinas iluminadas por el resplandor de los incendios?
Había experimentado un cambio sorprendente. Durante largos años había odiado a Hitler. Cuando escuchaba las palabras impúdicas de canosos profesores que declaraban que Faraday, Darwin y Edison no eran más que un hatajo de ladrones que habían usurpado las ideas de los científicos alemanes, que Hitler era el sabio más grande de todos los tiempos y todos los pueblos, pensaba con alegría maliciosa: «Tarde o temprano este disparate acabará saltando por los aires». La misma sensación suscitaban en él las novelas donde, con sorprendente desfachatez, se describía a gente sin ningún defecto, la felicidad de obreros y campesinos ideales, o el sabio trabajo educativo llevado a cabo por el Partido. ¡Ay, qué poemas tan deplorables se publicaban en las revistas! Eso era quizá lo que más le mortificaba: cuando iba al colegio, él también había escrito versos.
Y ahora allí, en Stalingrado, estaba deseando ingresar en el Partido. De niño, cuando discutía con su padre, se tapaba los oídos por miedo a cambiar de opinión, y gritaba: «No quiero escucharte, no quiero, no quiero». Bueno, ahora sí que había escuchado. El mundo estaba del revés.
Al igual que antes, las obras teatrales y las películas mediocres le hastiaban. Quién sabe, tal vez el pueblo debería pasar sin poesía durante varios años, una década incluso. Sin embargo, hoy mismo era posible escribir la verdad. ¡Qué gran verdad puede albergar el alma alemana, esa alma que da sentido al mundo! Los maestros del Renacimiento habían sabido expresar en sus obras, creadas por encargo de príncipes y obispos, el valor supremo del alma…
El explorador Krapp combatía incluso cuando estaba dormido; vociferaba tan fuerte que sus gritos, probablemente, llegaban hasta la calle: «¡Lánzale una granada, sí, una granada!». Quiso avanzar a rastras, se giró torpemente, lanzó un grito de dolor y luego se volvió a dormir entre ronquidos.
A pesar del estremecimiento que le producía la aniquilación de los judíos, ahora se le presentaba bajo una nueva luz. Cierto, si en aquel momento hubiera detentado el poder habría interrumpido de inmediato la masacre. «Pero digámoslo con franqueza», pensó para sus adentros; aunque tenía amigos judíos, no podía dejar de reconocer que existía un carácter alemán, un alma alemana y, por tanto, un carácter y un alma judíos.
El marxismo había fracasado. Eso era algo difícil de admitir para un hombre cuyos padres habían sido socialdemócratas.
Marx no era más que un físico que había basado su teoría de la estructura de la materia sobre fuerzas centrífugas sin tener en cuenta la atracción gravitacional. Había formulado la definición de las fuerzas centrífugas entre las diferentes clases sociales y había demostrado mejor que nadie cómo habían funcionado a lo largo de la historia de la humanidad. Pero, como a menudo ocurre con los artífices de grandes descubrimientos, Marx se había endiosado hasta el punto de creer que las fuerzas definidas por él como lucha de clases determinarían por sí solas el desarrollo de la sociedad y el curso de la historia. No vio las potentes fuerzas que mantienen unida una nación al margen de las clases, y su física social construida sobre el desprecio a la ley universal de la atracción nacional era un disparate.
El Estado no es una consecuencia, ¡es la causa!
La ley que determina el nacimiento de un Estado-nación es maravillosa, un misterio. El Estado es una unidad viva, la única que puede expresar lo que millones de hombres consideran más precioso, inmortal: el carácter alemán, el hogar alemán, la voluntad alemana, el espíritu de sacrificio alemán.
Bach permaneció tumbado durante algún tiempo con los ojos cerrados. Para adormecerse se puso a contar ovejas: una blanca, una negra, de nuevo una blanca, una negra, y luego otra blanca, otra negra…
A la mañana siguiente, después de tomar el desayuno, empezó a escribir una carta a su madre. Arrugaba la frente, suspiraba: no le gustaría lo que estaba escribiendo. Pero precisamente a ella debía confesarle lo que ahora sentía. No le había contado nada durante su último permiso, pero ella se había dado cuenta de su irritabilidad, de su falta de interés en los interminables recuerdos sobre el padre: siempre la misma cantinela.
Ella lo consideró un apóstata de la fe del padre. Pero no era así. Él rechazaba ser un renegado.
Los enfermos, cansados por las curas matinales, yacían en silencio. Durante la noche habían asignado a un herido grave la cama vacía del Portero. Todavía estaba inconsciente y no sabían a qué unidad pertenecía.
¿Cómo podría explicar a su madre que los hombres de la nueva Alemania le eran más cercanos que los amigos de la infancia?
El enfermero entró y dijo en tono interrogativo:
– ¿El teniente Bach?
– Soy yo -respondió él, tapando con una mano la carta que había comenzado.
– Señor teniente, le busca una rusa.
– ¿A mí? -dijo asombrado Bach, y al instante entendió que se trataba de Zina, su amiga de Stalingrado.
¿Cómo había averiguado dónde se encontraba? Enseguida intuyó que se lo había dicho el conductor del furgón sanitario. Se alegró, conmovido en lo más íntimo: debía de haber salido en plena noche, se habría subido a cualquier coche de paso y luego caminado siete u ocho kilómetros. Se imaginó su cara pálida de ojos grandes, su estilizado cuello y el pañuelo gris cubriéndole la cabeza.
En la sala se armó un alboroto.
– ¡Caramba, teniente Bach! -exclamó Gerne-. ¡Esto sí que es trabajar con la población local!
Fresser agitó los brazos en el aire, como si se estuviera sacudiendo gotas de agua de los dedos, y dijo:
– Enfermero, hágala pasar. La cama del teniente es bastante ancha. Vamos a casarlos ahora mismo.
– Las mujeres son como los perros -dijo Krapp-. Siempre van detrás del hombre.
De repente Bach se indignó. ¿Qué tenía en la cabeza? ¿Cómo se había atrevido a presentarse en el hospital? A los oficiales alemanes les estaba prohibido mantener relaciones con mujeres rusas.¿Y si en el hospital hubiera estado trabajando algún miembro de su familia o cualquier conocido de la familia Forster? Después de una relación tan insignificante, ni siquiera una alemana se habría atrevido a ir a visitarlo.
Hasta el herido grave que yacía inconsciente parecía reírse con repugnancia.
– Dígale a esa mujer que no puedo salir a verla -dijo con aire sombrío, y para evitar participar en el jolgorio de la conversación volvió a coger el lápiz y releyó lo que llevaba escrito.
«… Lo más sorprendente es que durante muchos años creí que el Estado me oprimía. Pero ahora he comprendido que es él precisamente el que expresa mi alma… No quiero un destino fácil. Si es necesario, romperé con mis viejos amigos. Me doy cuenta de que aquellos a los que volveré no me considerarán uno de los suyos. Pero estoy preparado para sufrir en aras de la creencia más importante que hay en mí…»
El bullicio en la sala no se había apaciguado.
– Silencio, no le molestéis. Está escribiendo una carta a su novia -dijo Gerne.
Bach se echó a reír. Durante algunos segundos, la risa contenida pareció un sollozo; se dio cuenta de que de la misma manera que se estaba riendo, habría podido llorar.
Los generales y oficiales que no veían con asiduidad a Friedrich Paulus, el comandante del 6° Ejército, juzgaban que no se había producido ningún cambio en las ideas o el estado de ánimo del general. Su forma de comportarse, el estilo de sus órdenes, la sonrisa con la que escuchaba tanto las conversaciones personales como los informes importantes testimoniaban que, como de costumbre, el general sometía a su propia autoridad los avatares (le la guerra.
Sólo dos hombres estrechamente ligados al comandante, su ayudante de campo, el coronel Adam, y el general Schmidt, jefe del Estado Mayor del ejército, comprendían hasta qué punto Paulus había cambiado en el curso de los combates de Stalingrado.
Como antes, podía mostrarse arrogante, condescendiente, encantadoramente ingenioso, o amistoso y partícipe en los acontecimientos de la vida de los oficiales. Como antes, tenía el poder de guiar en combate a regimientos y divisiones, podía ascender o degradar a sus hombres, otorgar condecoraciones. Como antes, seguía fumando los mismos cigarrillos de siempre… Pero lo más importante, el fondo secreto de su alma, cambiaba día tras día, y se preparaba para mutar definitivamente.
El general Paulus estaba perdiendo la sensación de estar al mando de las circunstancias y del tiempo. Aún en fecha reciente su mirada tranquila recorría los informes del servicio de inteligencia del Estado Mayor del ejército: ¿a él qué más le daba lo que pensaran los rusos o los movimientos de sus reservas?
Ahora Adam había observado que entre los diferentes informes y documentos guardados en la carpeta que cada mañana le dejaba sobre la mesa al comandante, Paulus examinaba en primer lugar los datos referentes a los movimientos que las tropas rusas habían efectuado por la noche.
Un día Adam invirtió el orden según el cual estaban dispuestos los documentos y antepuso los informes del servicio de inteligencia. Paulus abrió la carpeta y estudió el primer folio. Enarcó sus largas cejas y la cerró bruscamente.
Sorprendido por la mirada fulminante y más bien patética del general, el coronel Adam comprendió que había actuado con poco tacto.
Unos días más tarde, después de revisar los informes y los documentos, esta vez dispuestos según el orden habitual, Paulus sonrió y dijo a su ayudante de campo:
– Señor innovador, parece que es usted un hombre dotado de espíritu de observación.
Aquella apacible tarde de otoño, el general Schmidt se dirigió a presentar un informe a Paulus en un estado de ánimo bastante festivo.
Schmidt anduvo por una calle amplia que atravesaba el pueblo, directo a casa del comandante; aspiraba con placer el aire frío que le aclaraba la garganta impregnada del tabaco fumado por la noche, y miraba el cielo de la estepa, coloreado por las tonalidades oscuras del ocaso. Su corazón estaba sereno; pensaba en la pintura, y el ardor de estómago había cesado de importunarle.
Caminaba por la calle vacía y silenciosa, y en su cabeza, bajo su gorra en forma de pico, se desarrollaban los planes de lo que ocurriría en la ofensiva más cruel lanzada en Stalingrado. Lo dijo precisamente así, cuando el comandante le invitó a tomar asiento y se dispuso a escucharle.
– Sin duda la historia militar alemana ha conocido ofensivas en las que se han movilizado cantidades mucho más elevadas de hombres y equipamientos. Pero por lo que a mí respecta nunca he recibido instrucciones de organizar una concentración tan densa, tanto por tierra como por aire, en un sector del frente tan reducido.
Mientras escuchaba al jefe del Estado Mayor, Paulus permanecía sentado, con la espalda curvada, en una pose que no era digna de un verdadero general, y movía la cabeza deprisa y con gesto sumiso, siguiendo los dedos de Schmidt que señalaban diferentes columnas de los gráficos y sectores del mapa. Era Paulus quien había concebido aquella ofensiva. Era Paulus quien había definido las directrices básicas. Pero ahora, mientras escuchaba a Schmidt, el jefe de Estado Mayor más brillante con el que había tenido ocasión de trabajar, no reconocía sus propias ideas en la detallada elaboración de la operación inminente.
Paulus tenía la impresión de que Schmidt, en lugar de exponer las concepciones que él había enunciado en el programa táctico, le estaba imponiendo su voluntad, preparando la infantería, los tanques y los batallones de ingenieros para la ofensiva contra su propia voluntad.
– Sí, sí -dijo Paulus-, esa densidad llama aún más la atención cuando se compara con el vacío de nuestro flanco izquierdo.
– No hay nada que hacer -replicó Schmidt-. En dirección este hay demasiada tierra y muy pocos soldados.
– No soy el único al que le preocupa. Von Weichs me ha dicho: «No hemos dado con el puño, sólo hemos asestado una bofetada con los dedos abiertos por el infinito espacio oriental». Otros aparte de Weichs también se preocupan. El único que no se preocupa es…
No terminó la frase.
Todo iba como debía ir, y en cierta forma nada iba como debería.
En las imprecisiones debidas al azar y en los funestos detalles de las últimas semanas de combate parecía que estaba a punto de desentrañarse la verdadera esencia de la guerra, una esencia tétrica y desesperada.
El servicio de inteligencia continuaba informando con insistencia sobre la concentración de tropas soviéticas al noroeste. Los bombardeos aéreos parecían incapaces de impedirlo. Weichs no tenía reservas alemanas para cubrir los flancos del ejército de Paulus, y trataba de confundir a los rusos instalando estaciones de radio alemanas en las unidades rumanas.
La campaña en África, que al principio parecía victoriosa, y la brillante represión contra los ingleses en Dunkerque, en Noruega y en Grecia no habían sido coronadas con el éxito en las islas Británicas. Habían cosechado victorias rotundas en el este, habían marchado miles de kilómetros en dirección al Volga, pero no habían conseguido aplastar al ejército soviético. Siempre parecía que habían logrado lo más importante, que si la acción no se había llevado hasta el fin era debido a un contratiempo fortuito, una demora sin importancia.
¿Qué importancia tenían aquellos pocos cientos de metros que le separaban del Volga, con fábricas semidestruidas, casas reducidas a armazones, devoradas por las llamas, en comparación con los vastos espacios conquistados durante la ofensiva del verano? Pero también a Rommel le separaban del oasis egipcio unos pocos kilómetros de desierto. Y en Dunkerque, sólo por pocas horas y pocos kilómetros no habían triunfado sobre Francia… Siempre eran esos mismos pocos kilómetros los que los separaban de la derrota completa del enemigo; siempre faltaban reservas y un vacío abismal se abría en la retaguardia y en los flancos de las tropas victoriosas.
¡Aquel verano de 1942! Probablemente cualquier hombre sólo tiene una oportunidad en la vida para experimentar lo que él había vivido aquellos días. Había sentido contra su rostro la respiración de la India. En aquel periodo había sentido lo mismo que sentiría una avalancha si tuviera sentimientos al barrer bosques y desbordar ríos.
De pronto se le ocurrió que el oído alemán se había familiarizado con el nombre de Friedrich; una idea ridícula, es cierto, petulante, pero le había venido a la mente. Sin embargo era en aquellos días cuando rugosos y asperos granos de arena rechinaban, bien bajo sus pies, bien contra sus dientes. En el cuartel general reinaba la exultación del triunfo. De los comandantes de las unidades recibía informes escritos, orales, radiofónicos o telefónicos. Daba la impresión de que el trabajo militar ya no era algo duro, sino la expresión simbólica del triunfo alemán…
Pero un día sonó el teléfono. Paulus descolgó el auricular.
«Herr comandante…» Reconoció la voz que le hablaba: era la entonación de la vida prosaica de la guerra, que desarmonizaba con los repiqueteos de triunfo que llenaban el aire. Weller, comandante de una división, le comunicaba que en su sector los rusos habían pasado al ataque. Un destacamento de infantería, equivalente en tamaño a un batallón reforzado, había logrado abrirse paso por el oeste y hacerse con la estación de Stalingrado.
A aquel acontecimiento en apariencia insignificante estaba ligada la primera punzada de angustia que había sentido Paulus.
Schmidt leyó el plan de operaciones en voz alta, enderezó ligeramente la espalda y levantó la barbilla, señal de que se daba cuenta del carácter oficial del momento, si bien el comandante y él mantenían unas relaciones excelentes.
E inesperadamente, en voz baja y en un tono que poco tenía que ver con el de un militar y menos aún con el de un general, Paulus pronunció unas palabras extrañas que dejaron a Schmidt contrariado:
– Confío en el éxito. Pero ¿sabe una cosa? Nuestra lucha en esta ciudad es absurda e innecesaria.
– Es una afirmación un tanto inesperada viniendo del comandante de las tropas de Stalingrado -dijo Schmidt.
– ¿La considera inesperada? Stalingrado ha dejado de ser el centro de las comunicaciones o de la industria pesada. ¿Qué hacemos aquí ahora? Podemos cubrir el flanco nordeste del ejército del Cáucaso a lo largo de la línea Astraján-Kalach. Para eso, Stalingrado no nos hace ninguna falta. Estoy seguro de la victoria, Schmidt, tomaremos la fábrica de tractores. Pero eso no nos ayudará a cubrir nuestro flanco. Von Weichs no tiene duda de que los rusos van a atacar. Una jugada de farol no les va a detener.
– El curso de los acontecimientos puede cambiar de sentido -repuso Schmidt-, pero el Führer nunca se ha batido en retirada sin lograr su objetivo.
Paulus creía que era una lástima que las victorias más brillantes no hubieran dado los frutos esperados por no haber sido llevadas con decisión y obstinación hasta el final. Pero al mismo tiempo creía que la verdadera fuerza de un comandante se demostraba en la capacidad de abandonar un objetivo cuando éste había perdido su sentido.
Miró los ojos insistentes y perspicaces del general Schmidt, y dijo:
– No se espera de nosotros que impongamos nuestra voluntad en una gran estrategia.
Cogió de la mesa la orden de ataque y la firmó. -Haga sólo cuatro copias; es estrictamente confidencial -dijo Schmidt.
Después de la visita al Estado Mayor del ejército de la estepa, Darenski se dirigió a una unidad desplegada en el flanco sureste del frente de Stalingrado, entre las áridas arenas del mar Caspio. Las estepas, con sus pequeños ríos y sus lagos, eran una especie de tierra prometida: por allí crecía la hierba, algún árbol ocasional, relinchaban los caballos.
Miles de hombres acostumbrados al aire húmedo, al rocío matutino y al susurro del heno estaban instalados en la desierta llanura de arena. Una arena que les azotaba la piel, se les metía por las orejas, rechinaba cuando masticaban el pan y el mijo; había arena en la sal, en los obturadores de los fusiles, en los mecanismos de los relojes, en los sueños de los soldados… Para un cuerpo humano, para la garganta, la nariz, las pantorrillas, la vida es dura aquí. En estas latitudes, el cuerpo vive como un carro que se desviara de una carretera y fuera obligado a rodar por un camino intransitable.
Darenski pasó el día recorriendo las posiciones de la artillería. Habló con los hombres, tomó notas, hizo esquemas, revisó las armas de la dotación y los depósitos de municiones. Al anochecer estaba agotado; la cabeza le zumbaba y le dolían las piernas, poco acostumbradas a andar por aquellas áridas arenas movedizas.
Hacía tiempo que se había dado cuenta de que, cuando el ejército se bate en retirada, los generales se muestran particularmente atentos con las necesidades de sus subordinados, mientras que los comandantes y los miembros del Consejo Militar dan amplias muestras de autocrítica, escepticismo y modestia.
Nunca un ejército parece disponer de tantos hombres inteligentes y comprensivos como durante una retirada desesperada, cuando el enemigo avanza y el cuartel general busca a los culpables del fracaso para desatar su ira contra ellos.
Pero allí, en el desierto, los hombres se hallaban bajo el influjo de una soñolienta apatía. Los comandantes del Estado Mayor y los soldados de la unidad se comportaban como si estuvieran convencidos de que en aquel mundo no hubiera nada que mereciera su interés, que todo daba igual porque mañana, pasado mañana y al cabo de un año sería exactamente igual; sólo habría arena.
A Darenski le invitó a pasar la noche en su casa el jefe del Estado Mayor del regimiento de artillería, el teniente coronel Bova. Pese a su épico nombre [79], Bova era un hombre encorvado, calvo y sordo de un oído. En cierta ocasión lo llamaron del Estado Mayor de la artillería y dejó sorprendidos a todos por su prodigiosa memoria. Daba la impresión de que su cabeza calva, asentada sobre unos hombros estrechos y encorvados, no pudiera contener otra cosa que cifras, números de baterías y divisiones, nombres de poblaciones, apellidos de comandantes, indicaciones de niveles.
Bova vivía en un cuchitril hecho de tablas con las paredes revestidas de arcilla y estiércol, y el suelo cubierto de papeles alquitranados rotos. Su casucha no se diferenciaba en nada de las otras chabolas de los oficiales diseminadas por la planicie de arena.
– ¡Hola! -dijo Bova, estrechando enérgicamente la mano a Darenski-. Bonito, ¿verdad? -y señaló las paredes-. Aquí invernaremos, en esta perrera embadurnada de mierda.
– ¡Sí, las viviendas dejan bastante que desear! -dijo Darenski, sorprendido por la transformación que había sufrido el apacible Bova.
El anfitrión le ofreció asiento en una caja vacía de conservas americanas, le sirvió vodka en un vaso tallado cuyo borde estaba manchado de polvos dentífricos secos y le ofreció un tomate verde macerado sobre un trozo de periódico húmedo.
– Siéntase como en casa, camarada teniente coronel. Aquí tiene, ¡vino y fruta! -exclamó.
Darenski se mojó los labios con cautela, como hacen todos los que no están habituados a beber, posó el vaso bastante lejos de él y comenzó a interrogar a Bova sobre la situación del ejército. Pero Bova no tenía ganas de hablar de trabajo.
– Camarada teniente coronel -dijo-, trabajo he tenido más que suficiente; no me he tomado un respiro ni cuando estábamos en Ucrania, con todas esas mujeres espléndidas, y no digamos en Kubán, Dios mío… Y se entregaban de buena gana, créame, bastaba con que les guiñaras un ojo. Pero yo, tonto de mí, todo el rato con el culo pegado a la silla en la sección de operaciones; me di cuenta demasiado tarde, cuando ya estaba en el desierto.
Darenski, en un principio molesto porque Bova no deseaba discutir sobre el promedio de densidad de tropas por kilómetro de frente, o sobre la superioridad de los morteros respecto a la artillería en zonas desérticas, acabó interesán dose por el nuevo giro que había tomado la conversación
– ¡Ya lo creo! -dijo-. En Ucrania hay mujeres magnífi cas. En 1941, cuando nuestro Estado Mayor se instaló en Kiev, solía visitar a una auténtica belleza, la mujer de un funcionario de la fiscalía. En cuanto a Kubán, no pienso rebatírselo. Por lo que a estas cuestiones se refiere, puede situarse entre los primeros puestos, con un porcentaje de bellezas tan elevado que es digno de mención.
Las palabras de Darenski causaron una gran impresión en Bova, que blasfemó y gritó con voz lastimera:
– ¡Y ahora las calmucas!
– No diga eso -le interrumpió Darenski y pronunció un discurso armonioso sobre el atractivo de aquellas mujeres de tez morena y pómulos salientes que olían a ajenjo y al humo de la estepa. Se acordó de Alla Serguéyevna, del Estado Mayor del ejército de la estepa, y concluyó su perorata-: Usted está equivocado. En todas partes hay mujeres. Puede que no haya agua en el desierto, pero mujeres siempre hay.
Bova no le respondió. En aquel momento Darenski se dio cuenta de que se había quedado dormido. Sólo entonces comprendió que su anfitrión estaba borracho como una cuba. Roncaba tanto que sus resoplidos parecían los gemidos de un moribundo, y la cabeza le colgaba de la cama.
Darenski, con esa paciencia y suma bondad que siente un ruso ante un borracho, colocó bajo la cabeza de Bova una almohada, le puso un periódico bajo los pies y le limpió la saliva que le asomaba por la boca.
Luego extendió en el suelo el capote de su anfitrión, cubriéndolo seguidamente con el suyo, y en el lugar de la cabeza colocó su mochila a modo de almohada. Cuando estaba en misión, la mochila le servía tanto de oficina como de almacén de víveres y de neceser.
Salió al exterior, aspiró el aire frío de la noche y jadeó mientras contemplaba las llamas sobrenaturales en el negro cielo asiático; hizo una pequeña necesidad sin dejar de mirar las estrellas, pensando: «Sí, el cosmos», y se fue a dormir.
Se tumbó sobre el capote de su anfitrión y se tapó con el suyo. En lugar de cerrar los ojos, fijó la vista en la oscuridad, golpeado por un pensamiento triste.
¡Qué pobreza tan lúgubre! Acostado en el suelo miraba las sobras de los tomates macerados y una maleta de cartón donde probablemente había una toalla raquítica con una marca impresa grande y negra, cuellos sucios, una funda vacía, una jabonera desportillada.
La isba de Verjne-Pogromnoe donde había dormido durante aquel otoño le parecía, en comparación, todo un palacio. Y tal vez dentro de un año aquel tugurio le parecería lujoso, se acordaría de él con nostalgia desde algún agujero donde ya no tendría navaja de afeitar ni mochila ni polainas harapientas.
Darenski había cambiado en el curso de los meses que había servido en el Estado Mayor de artillería. Había satisfecho su necesidad de trabajar, que se había manifestado con una exigencia tan fuerte como la necesidad de comer. Ahora ya no se sentía feliz cuando trabajaba, al igual que no se siente feliz un hombre que siempre está saciado.
Darenski trabajaba bien y era muy apreciado por sus superiores. Al principio esa estima le había causado una gran alegría; no estaba acostumbrado a que le consideraran irreemplazable, pues durante largos años se había habituado justo a lo contrario.
No se preguntaba por qué el sentido de superioridad respecto a sus colegas no había provocado también una especie de condescendencia hacia sus camaradas, rasgo habitual en las personas verdaderamente fuertes. Pero, por lo visto, él no era fuerte.
A menudo se irritaba, gritaba e insultaba; después miraba con aire afligido a quienes había ofendido, pero nunca pedía perdón. Aunque se enfadaban con él, no le consideraban un mal hombre. En el Estado Mayor del frente de Stalingrado tenían muy buen concepto de él, mejor incluso que el que, en su tiempo, tuvieron de Nóvikov en el Estado Mayor del sureste. Corría el rumor de que páginas enteras de sus informes eran transcritas literalmente en los informes que gente importante dirigía a gente todavía más importante en Moscú. En una época crítica, su trabajo e inteligencia resultaban útiles y de vital importancia. Pero cinco años antes de la guerra, su mujer le había abandonado porque le consideraba un enemigo del pueblo que había sido capaz de esconder mediante engaño la flacidez e hipocresía que anidaban en su alma. Con frecuencia sus orígenes familiares, tanto por línea materna como paterna, habían sido un obstáculo a la hora de encontrar trabajo. Al principio se ofendía al enterarse de que el puesto que a él le habían negado había sido asignado a un hombre que se distinguía por su estupidez o su ignorancia. Al final acabó creyendo que en realidad no merecía que se le confiaran puestos de responsabilidad. Tras la temporada que había pasado en el campo se había convencido por completo de su ineptitud.
Pero el estallido de esta terrible guerra había demostrado que no era así.
Estiró el capote hacia sus hombros, exponiendo sus pies al aire frío que se filtraba a través de la puerta. Darenski se dijo que ahora que sus conocimientos y aptitudes por fin habían sido reconocidos, se encontraba acostado en el suelo de un gallinero escuchando los gritos penetrantes y aborrecibles de los camellos, sin soñar en dachas o balnearios, sino en un par ele calzoncillos limpios y en la posibilidad de lavarse con un pedazo de jabón decente.
Se sentía orgulloso de que su ascenso no comportara beneficios materiales, pero al mismo tiempo le irritaba. Su seguridad y arrogancia estaban asociadas a una acusada timidez en la vida cotidiana. En lo más íntimo creía que no era merecedor de los placeres materiales. La inseguridad constante, la falta de dinero, la sensación de llevar ropa usada y vieja le resultaban familiares desde la infancia. Tampoco ahora, cuando disfrutaba del éxito, le abandonaban aquellas sensaciones.
Le aterrorizaba la idea de presentarse un día en la cantina del Consejo Militar y que la chica de detrás del mostrador le dijera: «Camarada teniente coronel, usted debe comer en la cantina común». Y también que algún general bromista le dijera en una reunión, guiñándole el ojo: «Díganos, teniente coronel, ¿está espeso el borsch que dan en la cantina del Consejo Militar?». Siempre se sorprendía ante la seguridad autoritaria que exhibían los generales, pero también los fotógrafos de los periódicos, cuando comían, bebían, exigían gasolina, ropa y cigarrillos en lugares donde se suponía que no había ninguna de esas cosas.
Así era la vida. Durante años su padre no había logrado colocarse en ningún puesto, y la que sacaba la casa adelante era su madre, que trabajaba como taquígrafa.
A medianoche Bova dejó de roncar y Darenski, aguzando el oído ante el silencio que procedía de su catre, comenzó a inquietarse.
– ¿No duerme, camarada teniente coronel? -preguntó de improviso Bova.
– No, estoy desvelado.
– Perdone que ayer no le acomodara mejor; bebí más de la cuenta -le explicó hoya-. Pero ahora tengo la cabeza despejada, como si no hubiera probado ni gota. Y estoy aquí preguntándome: ¿cómo hemos venido a parar a este rincón de mala muerte? ¿Quién tiene la culpa de que hayamos acabado en este agujero olvidado por Dios?
– ¿Quién? Los alemanes, por supuesto.
– Échese en el catre, yo me tumbaré en el suelo -dijo Bova. -Qué dice, estoy bien aquí.
– No, no está bien. La hospitalidad del Cáucaso no admite que el anfitrión ocupe la cama y el invitado duerma en el suelo.
– No importa, no somos caucásicos.
– Ya casi lo somos. Estamos cerca de las estribaciones del Cáucaso. Los alemanes, dice usted, son los responsables de que estemos aquí, pero no sólo ellos: nosotros también hemos puesto nuestro granito de arena.
Se oyó chirriar el catre: Bova, probablemente, se había levantado.
– Sí -dijo Bova, alargando la palabra con aire pensativo.
– Sí, sí, sí -dijo desde el suelo Darenski.
Bova había dado un rumbo insólito a la conversación. Los dos guardaron silencio, reflexionando si debían dar rienda suelta a semejante discurso con un desconocido. Al parecer llegaron a la misma conclusión: no valía la pena.
Bova se encendió un cigarrillo. A la luz de la cerilla, Darenski vio el rostro de Bova, arrugado, sombrío, extraño.
Darenski también prendió un cigarrillo. A la luz de la cerilla, Bova vio la cara de Darenski, apoyada sobre el codo; le pareció fría, altiva, extraña.
Y justo después de aquel reconocimiento mutuo dio inicio la conversación que no debería haber tenido lugar.
– Sí -dijo Bova, pero esta vez ya no alargó la palabra, sino que la pronunció de forma tajante y concisa-. La burocracia y los burócratas, eso es lo que nos ha traído hasta aquí.
– Sí -corroboró Darenski-, la burocracia es terrible. Mi conductor me ha contado que, antes de la guerra, en el campo no se podía obtener ningún documento si previamente no se regalaba medio litro de vodka.
– No es cosa de broma, no se ría -le interrumpió Bova-. La burocracia no es un chiste, ¿sabe? en tiempo de paz el diablo ha conducido a los hombres sabe adónde, pero en el frente…, en el frente la burocracia es aún más perniciosa. Mire, esto es lo que ocurrió en una unidad aérea: un piloto saltó de su avión en llamas, un Messer le había derribado; él salió intacto, pero se le quemaron los pantalones. ¿Y sabe qué sucedió? No querían proporcionarle otro par. El oficial de intendencia, dándoselas de amo y señor, le dijo que el plazo de uso de los anteriores no había vencido, ¡y asunto zanjado! el piloto estuvo tres días sin pantalones, hasta que el caso llegó a oídos del comandante de la escuadrilla.
– Eso, si me lo permite, es una estupidez -dijo Darenski-. No hemos retrocedido desde Brest hasta el desierto del Caspio sólo porque un idiota se haya negado a dar un par de pantalones nuevos. No vale la pena ni comentarlo. Son los tejemanejes burocráticos habituales.
Bova gimió con acritud y dijo:
– Yo no he dicho que fuera por culpa de los pantalones. Deje que le ponga otro ejemplo: una unidad de infantería que había sido rodeada no tenía nada que comer. Entonces se ordenó a una escuadrilla que les lanzara víveres con paracaídas; pero la intendencia se negó a suministrar los comestibles. Es imprescindible, decían, que alguien firme el comprobante de entrega, y ¿cómo iban a firmar ellos si las provisiones eran lanzadas desde los aviones? el intendente se empecinó y se mantuvo en sus trece. Al final recibió una orden del alto mando.
Darenski sonrió.
– Es un caso cómico, pero de nuevo una minucia. Una pedantería. En primera línea la burocracia puede tener efectos mucho más monstruosos. ¿Conoce usted la orden «ni un paso atrás»? en cierto lugar los alemanes estaban machacando a cientos de los nuestros. Bastaba con replegarse a la otra pendiente de la colina para que los hombres estuvieran a resguardo. Desde el punto de vista táctico no se salía perdiendo, y habrían conservado intacto el equipamiento. Pero la orden era «ni un paso atrás», así que los dejaron bajo el fuego: los hombres perecieron y el material fue destruido.
– Sí, tiene razón -dijo Bova-. En 1941 enviaron a nuestro ejército a dos coroneles de Moscú para verificar esa misma orden. Pero no tenían coche, y en los últimos tres días habíamos retrocedido unos doscientos kilómetros desde Gomel. Recogí a los coroneles con el camión para que los alemanes no los capturasen, y ellos, estremeciéndose en la parte trasera, me preguntaron: «¿Qué medidas ha tomado para aplicar la orden “ni un paso atrás”?». Dichosos informes, qué se le va a hacer.
Darenski inspiró una gran bocanada de aire, como si se dispusiera a zambullirse más hondo y, evidentemente, se zambulló:
– Yo le diré cuándo es terrible la burocracia: cuando un solo ametrallador del Ejército Rojo defiende una posición contra setenta alemanes y logra retrasar la ofensiva enemiga; el soldado muere y todo el ejército se inclina ante él, pero a su mujer, enferma de tisis, la echan de casa mientras un oficial del sóviet del distrito le grita: «¡Fuera de aquí, pelandusca!». Burocracia es que un hombre tenga que rellenar veinticuatro formularios y que al final termine autoinculpándose en una reunión: «Camaradas, no soy uno de los vuestros». Es cuando un hombre reconoce que nuestro Estado está formado por obreros y campesinos, mientras que sus padres son nobles, parásitos, degenerados. «Adelante, arrojadme a la calle», dice. Entonces todo está en orden.
– Yo no interpreto eso como burocracia -dijo Bova-. En efecto, el Estado pertenece a los obreros y los campesinos, y es gobernado por ellos. ¿Qué hay de malo? Así es como debe ser. El Estado burgués no merece confianza.
Darenski se quedó estupefacto; su interlocutor, evidentemente, no compartía su punto de vista.
Bova encendió una cerilla pero en lugar de prender su cigarrillo iluminó en dirección a Darenski. Éste entornó los ojos con la sensación de quien cae en el campo de batalla bajo la luz del proyector enemigo.
– Yo soy de pura cepa proletaria -dijo Bova-; mi padre era obrero; mi abuelo, también. Mi historial está limpio como los chorros del oro. Pero por lo que parece, yo no servía para nada antes de la guerra.
– ¿Por qué no? -se asombró Darenski.
– No interpreto como burocracia el hecho de que un Estado obrero y campesino mire con recelo a los nobles. Pero ¿por qué a mí, que soy proletario, me agarraron del cuello antes de la guerra? Pensé que iba acabar recogiendo patatas o barriendo las calles. Y, sin embargo, sólo había expresado un punto de vista de clase: había criticado a los jefes por vivir con lujos. Y la emprendieron a golpes conmigo. Ahí está, en mi opinión, la raíz de la burocracia: un obrero sufriendo en su propio Estado.
Darenski sintió al instante que con estas palabras su interlocutor había planteado algo muy importante, y puesto que no estaba acostumbrado a hablar de lo que le conmovía, ni tampoco a oír a otros hacerlo, experimentó una emoción indescriptible: la felicidad de quien habla sin tener que mirar a su espalda, sin temor a emitir su propia opinión, la felicidad de poder discutir sobre aquello que inquieta y agita sobremanera a la mente, y que precisamente porque inquieta y agita no se comenta con nadie.
Pero allí, echado sobre el suelo de la miserable casucha, mientras discutía con un simple soldado que acababa de despejarse de la borrachera, sintiendo a su alrededor la presencia de las tropas que desde la Ucrania occidental habían llegado a aquella tierra árida, Darenski sintió que todo era diferente. Se había producido un acontecimiento sencillo, natural, deseado y necesario; un acontecimiento inaccesible, inconcebible: una conversación sincera entre dos hombres.
– ¿Sabe en qué se equivoca? -dijo Darenski-. Yo se lo diré. La burguesía no permite a los desarrapados acceder al Senado, es cierto; pero si un paria se convierte en millonario, lo dejan entrar. Los Ford comenzaron como simples trabajadores. Nosotros, en cambio, no confiamos en miembros de la burguesía ni de la aristocracia para los puestos de responsabilidad; es justo. Pero estigmatizar con el sello de Caín a un trabajador sólo porque su padre o su abuelo eran kulaks o sacerdotes es otra historia. Aquí el punto de vista de clase nada tiene que ver. ¿Cree que durante mis años en el campo no me encontré con obreros de la fábrica de Putílov o mineros del Donets? ¡A puñados! Nuestra burocracia da miedo cuando se comprende que no es un tumor en el cuerpo sano del Estado (un tumor siempre puede ser extirpado), sino el cuerpo mismo del Estado. En tiempo de guerra nadie quiere sacrificar su vida por la clase dirigente. Timbrar una solicitud con un «rechazado» o expulsar de un despacho a la viuda de un soldado puede hacerlo cualquier lacayo, pero para expulsar a los alemanes es preciso ser fuerte, hace falta ser un verdadero hombre.
– Sí, es cierto -asintió Bova.
– No crea que estoy resentido -dijo Darenski-. No, hago una reverencia y me quito el sombrero. ¡Gracias! Soy feliz. Lo malo es que para que yo pueda ser feliz y ofrecer a Rusia mis fuerzas tengamos que sufrir esta época tan terrible. Es una constatación amarga. Si ése es el precio, que se vaya a paseo mi felicidad, que sea maldita.
Darenski sentía que no había logrado llegar a lo más importante, a lo que constituía la esencia de la conversación, aquello que habría iluminado su vida con una luz clara y sencilla. Pero cuando menos, había tenido la posibilidad de pensar y hablar de cosas sobre las que a menudo ni se pensaba ni se hablaba, y aquello le procuraba una inmensa felicidad.
– ¿Sabe?, pase lo que pase, nunca en mi vida lamentaré la conversación que hemos mantenido esta noche.
Mijaíl Sídorovich pasó más de tres semanas en una celda de aislamiento cerca del Revier. Estaba bien alimentado y dos veces al día le visitaba un médico de las SS que le había prescrito inyecciones de glucosa.
Durante las primeras horas de reclusión, cuando esperaba que lo llamaran para ser interrogado, Mijaíl Sídorovich no hacía otra cosa que enfurecerse consigo mismo: ¿por qué había hablado con Ikónnikov? Era evidente que el yuródivi le había traicionado endosándole aquellos papeles comprometedores antes del registro.
Pero los días transcurrían y Mostovskói seguía sin ser llamado. Entretanto repasaba mentalmente las conversaciones políticas mantenidas con otros prisioneros, preguntándose cuál de ellos podía ser reclutado para la organización secreta. Por la noche, cuando no lograba conciliar el sueño, redactaba el texto de las octavillas y empezó a compilar una guía de conversación del Lager para facilitar la comunicación entre detenidos de distintas nacionalidades.
Trataba de recordar las viejas leyes de la conspiración que habrían de evitar la debacle total en caso de denuncia por parte de un provocateur.
Mijaíl Sídorovich sentía el deseo de interrogar a Yershov y Ósipov sobre los primeros pasos de la organización. Estaba seguro de que conseguiría que Ósipov superara los prejuicios respecto a Yershov.
Chernetsov, que odiaba el bolchevismo y al mismo tiempo anhelaba la victoria del Ejército Rojo, le parecía una figura patética. Ahora, mientras esperaba el inminente interrogatorio, estaba casi tranquilo.
Una noche Mostovskói sufrió un ataque al corazón. Yacía con la cabeza contra la pared, sintiendo la horrenda angustia que atenaza a aquel que está a punto de morir encarcelado. Por un momento perdió el conocimiento a causa del dolor. Después volvió en sí; el dolor había remitido; tenía el pecho, la cara, las manos cubiertas de sudor. Sus pensamientos, aparentemente, recobraron la lucidez.
La conversación sobre el mal que había mantenido con el cura italiano se asociaba en su mente con la felicidad que había experimentado de niño, cuando de improviso empezó a llover a cántaros y se refugió en la habitación donde su madre estaba cosiendo; con el recuerdo de la mujer que había ido a visitarle durante su deportación a Yeniséi y con sus ojos anegados de lágrimas, pero lágrimas de felicidad; con el pálido Dzerzhinski, a quien, en un congreso del Partido, había preguntado sobre la suerte que había corrido un joven eserista muy amable. «Fusilado», dijo Dzerzhinski. Los ojos tristes del mayor Kiríllov… Cubierto con una sábana arrastraban sobre un trineo el cadáver de un amigo que había rechazado su ayuda durante el sitio de Leningrado.
La cabeza desgreñada del niño, llena de sueños, era la misma que aquel gran cráneo calvo, apoyado contra las tablas ásperas del Lager.
Al cabo de un rato los recuerdos comenzaron a desvanecerse, a perder su color, sus formas. Tenía la sensación de que se sumergía despacio en agua gélida. Se adormeció para escuchar de nuevo, en la oscuridad que precede al alba, el aullido de las sirenas.
Por la tarde Mijaíl Sídorovich fue conducido al baño del Revier. Suspirando con gesto descontento, examinó sus brazos delgados, el pecho hundido.
«Sí, contra la vejez no hay nada que hacer», pensó.
Cuando el soldado que le escoltaba desapareció tras la puerta dándole vueltas a un cigarrillo entre sus dedos, un prisionero estrecho de espaldas y picado de viruelas que estaba limpiando el suelo de cemento con un cepillo le dijo a Mostovskói:
– Yershov me ha ordenado que le transmita las noticias. En Stalingrado los nuestros están rechazando todos los ataques de los fritzes; todo está en orden. El mayor le pide que escriba una octavilla y que la entregue en el próximo baño.
Mostovskói quiso decirle que no tenía lápiz ni papel, pero en ese momento entró el guardia.
Mientras se vestía, Mostovskói sintió en el bolsillo un paquete. Contenía diez terrones de azúcar, un trozo de tocino envuelto en un trapito, un pedazo de papel blanco y el cabo de un lápiz.
La felicidad se apoderó de él. ¿Acaso podía desear algo más? Tenía la fortuna de vivir sus últimos días sin preocuparse por la esclerosis, el estómago, los espasmos cardíacos.
Estrechó contra el pecho los terrones de azúcar, el trozo de lápiz.
Aquella noche un suboficial de las SS le hizo salir del Revier y lo condujo a la calle del campo. Frías ráfagas de viento le azotaron en la cara. Mijaíl Sídorovich se volvió a mirar los barracones durmientes y pensó: «No os preocupéis muchachos, los nervios del camarada Mostovskói no cederán; dormid tranquilos».
Cruzaron las puertas de la dirección del campo. Allí, en lugar del tufo a amoníaco, flotaba en el aire un fresco olor a tabaco. Mostovskói vio en el suelo una colilla larga y sintió deseos de cogerla.
Dejaron atrás el segundo piso y subieron al tercero. Elguardia ordenó a Mostovskói que se limpiara los pies en la alfombrilla y él mismo frotó sus suelas repetidas veces. Mostovskói, jadeando después de aquella subida, se esforzaba por recobrar el aliento.
Penetraron en un pasillo estrecho cubierto por una alfombra. Las lámparas semitransparentes en forma de tulipán difundían una luz tenue, suave. Pasaron por delante de una puerta pulida con una pequeña tablilla donde se leía «Comandante» y se detuvieron frente a otra puerta con la inscripción
«Obersturmbannführer Liss».
Mostovskói había oído pronunciar a menudo aquel nombre: se trataba del representante de Himmler en la dirección del campo. A Mostovskói le había divertido que el general Gudz seenfadara porque Ósipov había sido interrogado por el propio Liss, mientras que a él le habían enviado con uno de sus subalternos. Gudz lo había interpretado como una falta de consideración. Ósipov contaba que Liss le había interrogado sin intérprete: Liss era un alemán de Riga con un buen dominio del ruso. Un joven oficial salió al pasillo, le dijo unas pocas palabras al guardia e hizo entrar a Mijaíl Sídorovich en el despacho, dejando la puerta abierta.
El despacho estaba vacío. Tenía el suelo cubierto por una alfombra, flores en un jarrón y un cuadro colgado de la pared, en el que podía verse la linde de un bosque y los tejados rojos de las casas campesinas. Mostovskói pensó que era como estar en el despacho del director de un matadero: alrededor, el estertor de las bestias moribundas, las vísceras humeantes, los hombres manchados de sangre, mientras que en el despacho del director todo estaba tranquilo y sólo los teléfonos negros sobre la mesa evocaban la comunicación existente entre el matadero y el despacho.
¡Enemigo! Qué palabra tan clara y sencilla. Volvió a pensar en Chernetsov, en su miserable destino durante esa época de Sturm und Drang. Pero con guantes de hilo… Mostovskói se miró las manos, los dedos.
Una puerta se abrió al fondo del despacho y a continuación la puerta que daba al pasillo se cerró con un chirrido; el guardia debía de haberla cerrado cuando vio entrar a Liss.
Mostovskói aguardaba de pie, con el ceño fruncido.
– Buenos días -dijo en voz baja un hombre no demasiado alto con el emblema de las SS en la manga de su uniforme gris.
En el rostro de Liss no había nada repulsivo, y por esa razón a Mijaíl le daba miedo mirarlo: su nariz aguileña, sus ojos vigilantes de un gris oscuro, la frente alta, las mejillas pálidas y demacradas… todo confería a su rostro una expresión ascética.
Liss esperó a que Mostovskói acabara de toser y luego dijo:
– Deseo hablar con usted.
– Yo, en cambio, no lo deseo -le respondió Mostovskói mientras miraba de reojo al rincón del despacho donde esperaba ver aparecer a los ayudantes de Liss: los torturadores que le molerían a golpes.
– Le comprendo perfectamente -dijo Liss-. Siéntese. Ofreció asiento a Mostovskói en un sillón y se sentó a su lado.
Liss hablaba un ruso descarnado, esa lengua con regusto a cenizas frías de la que se nutren los folletos de divulgación científica.
– ¿Se encuentra mal?
Mostovskói se encogió de hombros, sin decir nada.
– Sí, sí, lo sé. He enviado a un médico que me ha informado. Le he molestado en mitad de la noche. Pero tenía muchas ganas de hablar con usted.
«Sí, sí, claro», pensó Mostovskói, y dijo:
– Me han traído aquí para interrogarme. Usted y yo no tenemos nada de que hablar.
– ¿Por qué? -preguntó Liss-. Todo lo que ve es mi uniforme; pero no nací dentro de él. El Führer, el Partido disponen, y nosotros, los soldados del Partido, obedecemos. Yo siempre he sido un teórico, me interesan las cuestiones filosóficas, la historia, pero soy un miembro del Partido. ¿Es que acaso a todos los agentes del NKVD les gusta su trabajo?
Mostovskói observó el rostro de Liss con detenimiento y pensó que aquella cara pálida de frente alta debería estar dibujada en la raíz del árbol de la evolución, que la evolución partía de él y daba origen al hombre peludo de Neanderthal.
– Si el Comité Central le hubiera ordenado que apoyara el trabajo de la Cheká, ¿habría podido negarse? No, habría apartado a Hegel a un lado y se habría puesto a trabajar. Es lo que yo he hecho.
Mijaíl Sídorovich volvió la mirada hacia su interlocutor: el nombre de Hegel, pronunciado por aquellos labios inmundos, sonaba extraño, sacrílego…
Si en un tranvía abarrotado se le hubiera acercado un ladrón peligroso, experto, y hubiera entablado conversación con él, no le habría escuchado; se habría limitado a seguir con la mirada sus manos, esperando ver de un momento a otro centellear la navaja de afeitar y dispuesto a golpearle en los ojos.
Liss levantó las palmas de sus manos, las miró y dijo:
– Nuestras manos son como las vuestras: aman el trabajo duro, no tienen miedo de ensuciarse.
En el rostro de Mijaíl Sídorovich apareció una mueca; le resultaba insoportable reconocer en aquel hombre sus propios gestos, sus palabras.
Liss comenzó a hablar deprisa, animadamente, como si ya hubiera charlado antes con Mostovskói y ahora se alegrara de tener la oportunidad de concluir la conversación interrumpida.
– Bastan veinte horas de vuelo para que pueda sentarse en el sillón de su despacho en la ciudad soviética de Magadán. Para nosotros usted está en su casa, pero no ha tenido suerte. Me apena cuando su propaganda hace coro a la propaganda de la plutocracia y habla de justicia partidista.
Liss meneó la cabeza. Y las palabras que siguieron fueron todavía más turbadoras, inesperadas, espantosas y disparatadas:
Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. Ésa es la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros? ¿Acaso para ustedes el mundo no es su voluntad? ¿Hay algo que pueda hacerles titubear o detenerse?
Liss aproximó su rostro al de Mostovskói:
– ¿Me comprende? No domino el ruso a la perfección, pero deseo tanto que me comprenda… Ustedes creen que nos odian, pero es sólo una apariencia: se odian a ustedes mismos en nosotros. Terrible, ¿no es cierto? ¿Me comprende?
Mijaíl Sídorovich decidió guardar silencio; no dejaría que Liss le arrastrara a aquella conversación.
Pero por un instante le dio la impresión de que el hombre que le miraba a los ojos no trataba de engañarle, que se esforzaba de verdad y escogía con tino las palabras. Parecía lamentarse, pidiéndole ayuda para encontrar el sentido a algo que le atormentaba.
Mostovskói se sentía mal. Tenía la sensación de que una aguja le estaba atravesando el corazón.
– ¿Me comprende? -repitió enseguida Liss, demasiado excitado ya para ver a Mostovskói-. Cuando damos un golpe a su ejército lo infligimos contra nosotros mismos. Nuestros tanques no sólo han roto sus defensas, han quebrado también las nuestras; las orugas de nuestros tanques aplastan al nacionalsocialismo. Es horrible, es una especie de suicidio cometido en un sueño. Para nosotros puede acabar de manera trágica. ¿Lo comprende? Si ganamos, nosotros, los vencedores, nos quedaremos sin ustedes, solos contra un mundo que nos es extraño, que nos odia.
Habría sido fácil refutar las palabras de aquel hombre. Pero sus ojos se acercaron aún más a Mostovskói. Sin embargo había algo todavía más repugnante y peligroso que las palabras de aquel astuto provocateur de las SS, y es que, a veces, ya fuera con timidez o con malicia, Liss rasguñaba el corazón y el cerebro de Mostovskói. Eran dudas abominables y sucias que Mostovskói no encontraba en las palabras del otro, sino en su propia alma.
Como un hombre que tiene miedo a la enfermedad, que teme sufrir un tumor maligno, pero en lugar de ir al médico, finge no sentir malestar y trata de evitar las conversaciones sobre enfermedades con sus allegados. Y de repente, un día alguien le dice: «Oiga, usted siente estos dolores, ¿verdad? Especialmente por las mañanas, después de… sí, sí…».
– ¿Me comprende, maestro? -preguntó Liss-. Un pensador alemán, seguro que usted conoce sus brillantes estudios, dijo que la tragedia de Napoleón consistía en que expresaba el alma de Inglaterra, y precisamente en Inglaterra tenía a su enemigo mortal.
«Ay, sería mejor que me molieran a golpes», pensó Mijaíl Sídorovich. Y luego: «Ah, se refiere a Spengler».
Liss encendió un cigarrillo y alargó su pitillera a Mostovskói.
– No quiero -dijo Mijaíl Sídorovich con la voz entrecortada.
Se sintió más tranquilo cuando reparó en que todos los policías del mundo, ya fueran los que le habían interrogado cuarenta años atrás, ya fuera este que hablaba de Hegel y Spengler, utilizaban la misma estúpida técnica: ofrecer un cigarrillo al prisionero. Claro, es cierto, la desorientación se produce a causa del agotamiento nervioso, de la sorpresa: él esperaba recibir una paliza, y de repente se enfrentaba a aquella conversación repulsiva y absurda. Pero incluso la policía zarista entendía un poco de cuestiones políticas, y entre sus filas había personas verdaderamente cultas; uno incluso había leído El capital. Sin embargo lo más interesante sería saber si a aquel policía que había estudiado a Marx, de pronto, en lo más íntimo, le habría asaltado la duda de si Marx tenía razón. ¿Qué había sentido entonces aquel policía? ¿Aversión, horror ante sus propias dudas? en cualquier caso un policía no puede convertirse en un revolucionario: aplaca sus dudas y sigue siendo policía… «Pero yo, en el fondo también yo, aplaco mis dudas. Pero es diferente, yo soy un revolucionario,»
Y Liss, sin darse cuenta de que Mostovskói había rechazado el cigarrillo, masculló:
– Sí, sí, tenga la bondad, es un tabaco muy bueno.
Cerró la pitillera, totalmente apesadumbrado.
– ¿Por qué encuentra esta conversación tan sorprendente? ¿Esperaba que le dijera algo diferente? Seguro que ustedes, en la Lubianka, también tienen a hombres instruidos. Gente que pueda hablar con el académico Pávlov o con Oldenburg. Pero ellos persiguen un objetivo, mientras que yo no persigo ningún fin secreto con esta conversación. Le doy mi palabra. Me atormentan las mismas cosas que a usted.
Sonrió y añadió:
– Palabra de honor de un oficial de la Gestapo, y no es ninguna broma.
Mijaíl Sídorovich se repetía a sí mismo: «No digas nada, lo principal es estar callado, no intervenir en la conversación, no objetar».
Liss siguió hablando, casi como si se hubiera olvidado de la presencia de Mostovskói:
– ¡Dos polos! ¡Eso es! Si no fuera así, esta terrible guerra no existiría. Nosotros somos sus enemigos mortales, sí. Pero nuestra victoria será su victoria. ¿Lo comprende? Si ustedes ganan, nosotros moriremos y viviremos en vuestra victoria. Es algo paradójico: si perdemos la guerra, seremos los vencedores, continuaremos desarrollándonos bajo otra forma, pero conservando la misma esencia.
¿Por qué razón ese omnipotente Liss, en lugar de mirar películas galardonadas, beber vodka, escribir informes a Himmler, leer libros de jardinería, releer las cartas de su hija, entretenerse con las mujeres jóvenes seleccionadas en el último convoy, o bien irse a dormir a su espacioso dormitorio después de tomarse un medicamento para facilitar la digestión, había mandado llamar de noche a un viejo bolchevique ruso impregnado del hedor a Lager?
¿Qué tenía en mente? ¿Por qué escondía sus fines? ¿Qué trataba de averiguar?
Mijaíl Sídorovich no tenía miedo a las torturas; lo que le aterrorizaba era pensar que el alemán no mentía, que le estuviera hablando con sinceridad. Que simplemente fuera un hombre con ganas de conversar.
Qué pensamiento tan odioso: eran dos seres enfermos, ambos consumidos por la misma enfermedad, pero uno no se contenía y hablaba, se confiaba al otro, y el segundo callaba, se escondía mientras escuchaba, escuchaba…
Y Liss, como si por fin respondiera a la tácita pregunta de Mostovskói, abrió la carpeta que descansaba sobre la mesa y sacó con aprensión, sirviéndose de dos dedos, unos papeles sucios. Mostovskói los reconoció al instante: eran los garabatos de Ikónnikov.
Liss, al parecer, creía que cuando el prisionero viera de improviso aquellos folios que Ikónnikov le había dado furtivamente el desaliento se apoderaría de él.
Pero Mijaíl Sídorovich no perdió la cabeza. Miró las páginas cubiertas de la caligrafía de Ikónnikov casi con alegría: todo se había aclarado de un modo estúpido y sencillo, como siempre ocurre en los interrogatorios de la policía.
Liss acercó al borde de la mesa los garabatos de Ikónnikov, después colocó de nuevo las hojas manuscritas ante sí. De pronto se puso a hablar en alemán.
– Mire, le encontraron estos papeles durante el registro. En cuanto leí las primeras palabras comprendí que semejante basura no podía ser obra suya, a pesar de que no conozco su escritura.
Mostovskói permaneció callado.
Liss tamborileó con un dedo sobre los papeles. Le estaba invitando a hablar de modo amistoso, con buena voluntad.
Mostovskói continuó callado.
– ¿Me equivoco? -preguntó Liss, sorprendido-. No, no me equivoco. Usted y yo sentimos el mismo asco hacia lo que aquí está escrito. ¡Usted y yo estamos juntos, del mismo lado, y al otro se encuentra esta porquería! -y señaló los papeles de Ikónnikov.
– Venga, venga -espetó Mostovskói atropelladamente y con furia-. Vayamos al grano. ¿Estos papeles? Sí, sí, me los han confiscado. ¿Quiere saber quién me los ha dado? No es asunto suyo. Tal vez sea yo quien los ha escrito. O tal vez usted haya ordenado a un agente suyo que me los metiera a escondidas debajo del colchón. ¿Está claro?
Por un instante pensó que Liss aceptaría su desafío, que perdería la calma y le gritaría: «¡Tengo medios para obligarle a hablar!». Mostovskói lo deseaba con todas sus fuerzas, así todo resultaría claro y sencillo. ¡Enemigo! Qué palabra tan clara, tan nítida.
Pero Liss dijo:
– ¿A quién le importan esos papeles deplorables? ¡Qué más da quién los haya escrito! Sólo sé que no hemos sido ni usted ni yo. Cómo lo siento. ¡Piénselo! ¿Quién estaría en nuestros Lager si no hubiera guerra, si no tuviéramos prisioneros de guerra? Los enemigos del Partido, los enemigos del pueblo. Es una especie que usted conoce, ustedes los tienen en sus campos. Sí, y si la Dirección de Seguridad del Reich acoge prisioneros suyos en tiempo de paz, no los dejará marchar: sus prisioneros son nuestros prisioneros.
Liss esbozó una amplia sonrisa.
– Los comunistas alemanes que enviamos a los campos también fueron enviados a sus campos en 1937. Yezhov los encarceló, y el Reichsführer Himmler también. Sea más hegeliano, maestro.
Guiñó el ojo a Mostovskói.
– A menudo pienso que el conocimiento de lenguas en sus campos podría ser tan útil como en los nuestros. Hoy le asusta nuestro odio a los judíos. Mañana puede darse que ustedes sigan nuestro ejemplo. Y pasado mañana nos volveremos más indulgentes. He recorrido un largo camino, guiado por un gran hombre. A usted también le ha guiado un gran hombre, también ha recorrido un largo camino, difícil. ¿Cree usted que Bujarin era un provocateur? Sólo un gran hombre podía guiar a los demás por un camino como aquél. Yo también conocía a Röhm, confiaba en él, y así debía ser. Pero hay algo que me tortura: el terror de ustedes ha matado a millones de personas, y en todo el mundo, sólo nosotros, los alemanes, hemos comprendido que era algo necesario. Así es, no tiene vuelta dehoja. Trate de comprenderme, como yo le comprendo a usted. Esta guerra debe de horrorizarle. Napoleón no tenía que haber combatido contra Inglaterra.
Un nuevo pensamiento sacudió a Mostovskói. Incluso cerró los ojos, tal vez por el dolor vivo y repentino que sintió en los ojos, tal vez para escapar a ese pensamiento angustioso. ¿Y si sus dudas no eran signo de debilidad, de impotencia, de cansancio, de desconfianza? ¿Y si aquellas dudas que irrumpían en su ánimo, ahora tímidamente, ahora con ímpetu, constituyeran lo más honesto y limpio que había en su interior, y él las aplastaba, las repelía, las odiaba? ¿Qué pasaría si ellas contuvieran la semilla de la verdad revolucionaria? ¡La dinamita de la libertad!
Para rechazar a Liss, sus dedos pegajosos y resbaladizos, bastaba con dejar de odiar a Chernetsov, dejar de despreciar al yuródivi Ikónnikov. No, no, más aún. Tenía que renunciar a todo lo que daba sentido a su vida, condenar todo lo que había defendido y justificado.
Pero no, no, todavía más. No sólo condenar, sino odiar con toda su alma, con toda su pasión revolucionaria el Lager, la Lubianka, al sangriento Yezhov, a Yagoda, a Beria. No, no bastaba, ¡tenía que odiar a Stalin y su dictadura!
¡No, no, mucho más! Tenía que condenar a Lenin. Estaba al borde del abismo.
Sí, aquélla era la victoria de Liss, no una victoria ganada en el campo de batalla, sino en la guerra sin disparos, preñada de veneno, que el oficial de las SS estaba librando contra él.
Sentía que estaba al filo de la locura. Después, de repente, lanzó un alegre suspiro de alivio. El pensamiento que por un instante le había aterrorizado y obnubilado la mente se había convertido en polvo, parecía absurdo y patético. La alucinación había durado sólo algunos segundos. Pero ¿cómo había podido, aunque sólo fuera por algunos segundos o una fracción de segundo, dudar de la justicia de su gran causa?
Liss le miró fijamente, movió los labios y continuó hablando:
– ¿Cree que el mundo nos mira a nosotros con horror y a ustedes con amor y esperanza? Créame, quien ahora nos mira con horror a nosotros, también les mirará con horror a ustedes.
Ahora nada podía espantar a Mijaíl Sídorovich. Ahora conocía el precio de sus dudas. No conducían a una ciénaga, como había podido pensar antes: conducían al abismo.
Liss cogió los papeles de Ikónnikov.
– ¿Por qué se implica con gente así? Esta maldita guerra lo ha confundido todo, lo ha puesto del revés. ¡Ay, si tuviera fuerzas para desenredar esta madeja!
«No, señor Liss, no hay nada que desenmarañar. Todo está claro, todo es sencillo. No es uniéndonos con los Ikónnikov y los Chernetsov como os hemos vencido. Somos lo bastante fuertes para ocuparnos de unos y otros.»
Mostovskói se percató de que Liss reunía en sí todo lo que era oscuro. Todos los vertederos huelen del mismo modo, todos los despojos, las astillas, los cascotes de ladrillo son idénticos. Pero no es en las inmundicias, en los escombros donde hay que buscar diferencias y semejanzas, sino en el proyecto del constructor, en la idea original.
Y de pronto le invadió una rabia feliz y triunfante, no sólo contra Liss y Hitler, sino también contra el oficial inglés de ojos incoloros que le había preguntado acerca de la crítica del marxismo en Rusia, contra los repugnantes discursos del menchevique tuerto, contra el predicador amargo que se había enmascarado bajo la figura de agente de policía. ¿Dónde, dónde encontrará esta gente a idiotas dispuestos a creer que existe una sombra de semejanza entre un Estado socialista y el Reich fascista? Liss, el oficial de la Gestapo, era el único consumidor de aquella mercancía putrefacta. En aquellos momentos Mijaíl Sídorovich comprendió como nunca antes la relación interna entre el fascismo y sus agentes.
«¿No es ése -pensó- el verdadero rasgo de la genialidad de Stalin? Él odia y extermina a individuos como ésos porque ha sabido ver por sí mismo la secreta hermandad entre el fascismo y los fariseos predicadores de una libertad falsa.» Esta idea le pareció tan evidente que sintió deseos de compartirla con Liss, para explicarle la absurdidad de sus elucubraciones. Pero se limitó a sonreír; él era un viejo zorro, no como el tonto de Goldenberg que se había puesto a hablar de idioteces sobre Naródnaya Volia cuando lo llamó el fiscal.
Clavó su mirada en los ojos de Liss y, con una voz tan estentórea que debieron de oírla incluso los guardias al otro lado de la puerta, dijo:
– Le aconsejo que no pierda el tiempo conmigo. Póngame contra la pared, cuélgueme, vuéleme la tapa de los sesos.
– Nadie quiere matarle -repuso Liss de inmediato-. Cálmese, por favor.
– Estoy tranquilo -replicó alegremente Mostovskói-, no estoy preocupado por nada.
– Pues debería estarlo. Tendría que compartir mi insomnio. Pero ¿cuál es la razón de nuestra enemistad?; no puedo entenderlo… ¿Tal vez porque Adolf Hitler no es un Führer, sino el lacayo de los Krupp y los Stinnes? ¿Porque no hay propiedad privada en su país? ¿Porque las fábricas y los bancos pertenecen al pueblo? ¿Porque son internacionalistas mientras nosotros predicarnos el odio racial? ¿Porque hemos provocado el incendio y ustedes se esfuerzan por apagarlo? ¿Por qué somos odiados mientras que la humanidad mira con esperanza hacia su Stalingrado? ¿Es eso lo que ustedes dicen? ¡Tonterías! ¡No existen abismos entre nosotros! ¡Los han inventado! Somos formas diferentes de una misma esencia: el Estado de Partido. Nuestros capitalistas no son los verdaderos amos, el Estado les asigna un plan y un programa. El Estado torna su producción y sus beneficios. Como salario se quedan con el seis por ciento de los beneficios. Su Estado-Partido, exactamente del mismo modo que el nuestro, establece un plan, un programa, y se apodera de la producción. Y aquellos a los que ustedes llaman amos, los obreros, también reciben un salario de su Estado-Partido.
Mijaíl Sídorovich observaba a Liss y pensaba: «¿Es posible que esta vulgar palabrería me haya confundido por un instante? ¿Cómo he podido ahogarme en este torrente de veneno y de lodo pestilente?».
Liss hizo un gesto de desaliento con la mano.
– También sobre nuestro Estado ondea la bandera roja del proletariado, también nosotros apelamos a la unidad nacional y al esfuerzo de los trabajadores, también nosotros proclamamos que el Partido expresa las aspiraciones del obrero alemán. Y ustedes también apelan al «nacionalismo», al «trabajo». Ustedes saben tan bien como nosotros que el nacionalismo es la fuerza más poderosa del siglo XX. ¡El nacionalismo es el alma de nuestra época! ¡El socialismo en un solo país es la expresión suprema del nacionalismo!
»No veo razón para nuestra enemistad. Pero el genial maestro y líder del pueblo alemán, nuestro padre, el mejor amigo de las madres alemanas, el estratega más grande de todos los tiempos y todos los pueblos es quien ha empezado esta guerra. ¡Y yo creo en Hitler! Sé que la mente de vuestro Stalin no está nublada por la cólera y el dolor. A través del fuego y el humo de la guerra puede ver la verdad. Sabe quiénes son sus enemigos. Lo sabe, sí, lo sabe incluso ahora, cuando estudia con ellos la estrategia militar que desplegará contra nosotros, y se bebe una copa a nuestra salud. En el mundo existen dos grandes revolucionarios: Stalin y nuestro Führer. Es la voluntad de ambos la que ha dado origen al socialismo nacional del Estado. Para mí la fraternidad con ustedes es más importante que la guerra que libramos por los territorios del Este. Construimos dos casas que deben estar la una al lado de la otra. Ahora, maestro, quiero que durante un tiempo viva en una soledad tranquila y que reflexione, que reflexione antes de nuestra próxima conversación.
– ¿Para qué? ¡Es estúpido! ¡Absurdo! ¡Un disparate! -gritó Mostovskói-. ¿Y a qué viene esa estupidez de llamarme «maestro»?
– No hay nada de estúpido en ello -replicó Liss-. Usted y yo debemos comprender que elfuturo no se decide en los campos de batalla. Usted conoció personalmente a Lenin. Él fundó un nuevo tipo de partido. Fue el primero en comprender que sólo el Partido y su líder son los que expresan el impulso de la nación. Por eso puso fin a la Asamblea Constituyente. Pero así como Maxwell destruyó la mecánica newtoniana pensando que estaba confirmándola, Lenin se consideró el fundador de la Internacional cuando en realidad había creado el gran nacionalismo del siglo XX. Después Stalin nos ha enseñado muchas cosas. Para construir el socialismo en un solo país era necesario privar a los campesinos del derecho a sembrar y vender libremente, y Stalin no vaciló: liquidó a millones de campesinos. Nuestro Hitler advirtió que al movimiento nacionalsocialista alemán le estorbaba un enemigo, el judaísmo, y decidió liquidar a millones de judíos. Pero Hitler no es sólo un discípulo, es también un genio. Fue en la Noche de los cuchillos largos donde Stalin encontró la idea para las grandes purgas del Partido en 1937. Debe creerme. Yo he hablado, usted ha callado, pero sé que para usted soy un espejo.
– ¿Un espejo? -replicó Mostovskói-. Todo lo que ha dicho es mentira, desde la primera a la última palabra. Sería indigno de mi parte refutar su charlatanería sucia, nauseabunda, provocadora. ¿Un espejo? ¿Qué le sucede? ¿Ha perdido la cabeza? Stalingrado le hará volver en sí.
Liss se puso en pie y Mostovskói, presa de la confusión, lleno de odio y éxtasis al mismo tiempo, pensó: «Ahora va a fusilarme, se acabó».
Pero Liss parecía no haber oído a Mostovskói. Se inclinó e hizo una profunda y respetuosa reverencia. -Maestro -dijo-, ustedes nos enseñarán siempre y serán nuestros discípulos. Pensaremos juntos.
Su semblante estaba serio, triste, pero tenía los ojos risueños.
De nuevo aquella aguja venenosa pinchó el corazón de Mijaíl Sídorovich. Liss miró el reloj.
– El tiempo no pasa en vano.
Tocó el timbre y le dijo en voz baja:
– Coja esto si lo necesita. Pronto volveremos a vernos. Gute Nacht.
Mostovskói, sin saber por qué, cogió las hojas de la mesa y se las guardó en el bolsillo.
Lo condujeron fuera del edificio de la dirección y aspiró una bocanada de aire frío. ¡Qué agradable era aquella noche húmeda, el aullido de las sirenas en la oscuridad que precede al alba, después del despacho de la Gestapo y la voz suave del teórico del nacionalsocialismo!
Mientras era escoltado al Revier, vio pasar sobre el asfalto sucio un coche con los faros violetas. Mostovskói comprendió que Liss se iba a descansar y la angustia volvió a atenazarle con una fuerza renovada.
El guardia le hizo entrar en su celda y cerró la puerta con llave.
Mijaíl Sídorovich se sentó sobre el catre. «Si creyera en Dios pensaría que me ha enviado a este extraño interlocutor para castigarme por mis dudas.»
No podía dormir, ya comenzaba un nuevo día. Con la espalda apoyada en la pared, hecha de tablones de pino rugosos, Mijaíl Sídorovich comenzó a leer con atención los garabatos de Ikónnikov.
La mayoría de los hombres que viven en la Tierra no se proponen como objetivo definir el «bien». ¿En qué consiste el bien? ¿Bien para quién? ¿De quién? ¿Existe un bien común, aplicable a todos los seres, a todas las tribus, a todas las circunstancias? ¿O tal vez mi bien es el mal para ti y el bien de mi pueblo, el mal para el tuyo? ¿Es eterno e inmutable el bien, o quizás el bien de ayer es el vicio de hoy, y el mal de ayer se ha transformado en el bien de hoy?
Cuando se aproxima el momento del Juicio Final, no sólo los filósofos y los predicadores, también los hombres de toda condición, cultivados y analfabetos, se plantean el problema del bien y el mal.
¿Han asistido los hombres durante miles de años a una evolución del concepto del bien? ¿Es un concepto común a todos los pueblos, a griegos y judíos, como decía el apóstol? ¿No deberíamos tener en cuenta las clases, naciones, Estados? ¿O acaso se trata de un concepto más amplio que engloba también a los animales, a los árboles, a los líquenes, como Buda y sus discípulos aseveraron? el mismo Buda tuvo que negar el bien y el amor de la vida antes de abrazarlos.
He constatado que los diferentes sistemas morales y filosóficos de los guías de la humanidad que se han ido sucediendo en el transcurso de los milenios han limitado el concepto del bien. La doctrina cristiana, cinco siglos después del budismo, restringió el mundo viviente al cual es aplicable la noción de bien: no contenía a todos los seres vivos, sino sólo a los hombres. El bien de los primeros cristianos, que abrazaba a toda la humanidad, dio paso al bien exclusivo de los cristianos, mientras que junto a él coexistía el bien de los musulmanes, el bien de los judíos.
Con el transcurso de los siglos, el bien de los cristianos se escindió y surgió el bien de los católicos, el de los protestantes y el de los ortodoxos. Luego, del bien de los ortodoxos nació el bien de los nuevos y los viejos creyentes.
Y existían también el bien de los ricos y el bien de los pobres. Y el bien de los amarillos, los negros, los blancos.
Y esa fragmentación continua dio lugar al bien circunscrito a una secta, una raza, una clase; todos los que se encontraban más allá de tan estrecho círculo quedaban excluidos. Y los hombres tomaron conciencia de que se había vertido mucha sangre a causa de ese bien pequeño, malo, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo lo que consideraba como mal. Y a veces el concepto mismo de ese bien se convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal.
Un bien así no es más que una cáscara vacía de la que ha caído y se ha perdido la semilla sagrada.
¿Quién restituirá a los hombres la semilla perdida?
¿Qué es el bien? A menudo se dice que es un pensamiento y, ligado a este pensamiento, una acción que conduce al triunfo de la humanidad, o de una familia, una nación, un Estado, una clase, una fe.
Aquellos que luchan por su propio bien tratan de presentarlo como el bien general. Por eso proclaman: mi bien coincide con el bien general, mi bien no es sólo imprescindible para mí, es imprescindible para todos. Realizando mi propio bien persigo también el bien general.
Así, tras haber perdido el bien su universalidad, el bien de una secta, de una clase, de una nación, de un Estado asume una universalidad engañosa para justificar su lucha contra todo lo que él conceptúa como mal.
Ni siquiera Herodes derramó sangre en nombre del mal: la derramó en nombre de su propio bien. Una nueva fuerza había venido al mundo, una fuerza que amenazaba con destruirle a él y a su familia, destrozar a sus amigos y favoritos, su reino, su ejército.
Pero no era el mal lo que había nacido, era el cristianismo. Nunca antes la humanidad había oído estas palabras: «No juzguéis, y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos… Amad a vuestros enemigos; bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y rogad por aquellos que os ultrajan y os persiguen…Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es La ley y los profetas».
¿Qué aportó a los hombres esa doctrina de paz y amor?
La iconoclasia bizantina, las torturas de la Inquisición, la lucha contra las herejías en Francia, Italia, Flandes, Alemania, la lucha entre protestantismo y catolicismo, las intrigas de las órdenes monásticas, la lucha entre Nikón y Avvakum, el yugo aplastante al que fueron sometidas durante siglos la ciencia y la libertad, las persecuciones cristianas de la población pagana de Tasmania, los malhechores que incendiaron en África pueblos negros. Todo esto provocó sufrimientos mayores que los delitos de los bandidos y criminales que practicaban el mal por el mal…
Ese es el terrible destino, que hace arder al espíritu, de la más humana de las doctrinas de la humanidad; ésta no ha escapado a la suerte común y también se ha descompuesto en una serie de moléculas de pequeños «bienes» particulares.
La crueldad de la vida engendra el bien en los grandes corazones, y éstos llevan ese bien a la vida, estimulados por el deseo de cambiar el mundo a imagen del bien que vive en ellos. Pero no son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la idea del bien, sino la idea del bien la que se hunde en el fango de la vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la cotidianidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen.
El flujo de la vida siempre es percibido en la conciencia del hombre como una lucha entre el bien y el mal, pero no es así. Los hombres que velan por el bien de la humanidad son impotentes para reducir el mal en la Tierra.
Las grandes ideas son necesarias para abrir nuevos cauces, retirar piedras, desplazar rocas, derribar acantilados, desbrozar bosques. Los sueños del bien universal son necesarios para que las grandes aguas corran impetuosas en un único torrente. Si el mar estuviera dotado de pensamiento, en cada tempestad la idea y el sueño de la felicidad nacerían en sus aguas, y cada ola, al romper contra las rocas, pensaría que perece por el bien de las aguas del mar, y no advertiría que es levantada por la fuerza del viento, del mismo modo que levantó a miles antes que ella y que levantará a miles después.
Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y el mal.
Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es impotente para reducir el mal sobre la Tierra.
«Se oye un grito en Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen! [80]» Y a ella, que ha perdido a sus hijos, poco le importa lo que los sabios consideren qué es el bien y qué el mal.
Pero ¿acaso la vida es el mal?
Yo vi la fuerza inquebrantable de la idea del bien social que nació en mi país. Vi esa fuerza en el periodo de la colectivización total, la vi en 1937. Vi cómo se aniquilaba a las personas en nombre de un ideal tan hermoso y humano como el ideal del cristianismo. Vi pueblos enteros muriéndose de hambre, vi niños campesinos pereciendo en la nieve siberiana. Vi trenes con destino a Siberia que transportaban a cientos y miles de hombres y mujeres de Moscú, Leningrado, de todas las ciudades de Rusia, acusados de ser enemigos de la grande y luminosa idea del bien social.
Esa idea grande y hermosa mataba sin piedad a unos, destrozaba la vida a otros, separaba a los maridos de sus mujeres, a los hijos de sus padres.
Ahora el gran horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios.
Pero estos crímenes sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron cometidos en nombre del bien.
Hace tiempo, cuando vivía en los bosques del norte, pensé que el bien no se hallaba en el hombre, ni tampoco en el mundo rapaz de los animales y los insectos, sino en el reino silencioso de los árboles. No era cierto. Vi el movimiento del bosque, la lucha cruenta que entablan los árboles contra las hierbas y matorrales por la conquista de la tierra. Miles de millones de semillas vuelan a través del aire y comienzan a germinar, destruyendo la hierba y los arbustos. Millones de brotes de hierba nueva entran en liza unos contra otros. Y sólo los supervivientes constituyen una alianza de iguales para formar la única fronda del joven bosque fotófilo. Abetos y hayas vegetan en un presidio crepuscular, encerrados en la fronda del bosque. Pero para los vencedores también llega el momento de la decrepitud, y vigorosos abetos se yerguen hacia la luz, matando los alisos y los abedules.
Así es la vida del bosque, una lucha constante de todos contra todos. Sólo los ciegos pueden imaginar el reino de los árboles y la hierba como el mundo del bien.
¿Acaso la vida es el mal?
El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas.
Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres.
Es la bondad particular de un individuo hacia, otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los nombres al margen del bien religioso y social.
Pero si nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que esa bondad sin sentido, particular, casual, es eterna. Se extiende a todo lo vivo, incluso a un ratón O a una rama quebrada que el transeúnte, parándose un instante, endereza para que cicatrice y se cure rápido.
En estos tiempos terribles en que la locura reina en nombre de la gloria de los Estados, las naciones y el bien universa I, en esta época en que los hombres ya no parecen hombres y sólo se agitan como las ramas en los árboles, como piedras que arrastran a otras piedras en una avalancha que llena los barrancos y las fosas, en esta época de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida en la vida como una partícula de radio, no ha desaparecido.
Unos alemanes llegaron a un pueblo para vengar el asesinato de dos soldados. Por la noche reunieron a las mujeres del lugar y les ordenaron cavar una fosa en el lindero del bosque. Varios soldados se instalaron en la casa de una anciana. Su marido había sido conducido por un politsai a la comisaría donde ya habían detenido a veinte campesinos. La anciana no pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Los alemanes encontraron en el sótano un cesto de huevos y un tarro de miel, encendieron ellos mismos el fogón, se hicieron una tortilla y bebieron vodka. Luego, el mayor de todos se puso a tocar la armónica y los otros, golpeando con los pies, entonaron una canción. A la propietaria de la casa ni siquiera la miraban, como si fuera un gato. Cuando hubo amanecido, empezaron a comprobar sus subfusiles, y el mayor de los soldados, apretando por equivocación el gatillo, se disparó en el estómago. Todos se pusieron a gritar, se armó un gran revuelo. Vendaron de cualquier modo al herido y lo colocaron en la cama. En aquel momento llamaron a los soldados desde fuera. Con gestos ordenaron a la mujer que cuidara del herido. La mujer pensó lo fácil que le resultaría estrangularlo: el hombre musitaba palabras incomprensibles, cerraba los ojos, lloraba, chasqueaba los labios. De repente el alemán abrió los ojos y dijo con voz clara: «Madre, agua».
– Ay, maldito seas -dijo la mujer-. Lo que tendría que hacer es estrangularte.
Y le dio agua. Él le sujetó la mano y le dio a entender que quería sentarse, que la sangre no le dejaba respirar. La mujer lo levantó, mientras él se sostenía con los brazos alrededor de su cuello. De pronto se oyó un tiroteo fuera y la mujer se estremeció.
Después explicó a la gente lo que había pasado, pero nadie la comprendió; ni ella misma sabía explicárselo.
Esa especie de bondad es condenada por su sinsentido en la fábula del ermitaño que calentó a una serpiente en su pecho. Es la bondad que tiene piedad de una tarántula que ha mordido a un niño. ¡Bondad ciega, insensata, perjudicial!
A la gente le gusta buscar en las historias y fábulas ejemplos del peligro de esta bondad sin sentido. ¡No hay que tener miedo! Temerla es lo mismo que temer un pez de agua dulce que por casualidad ha caído del río hacia el océano salado.
El daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están dotados de ella. Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alta que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice.
Esta bondad es muda y sin sentido. Es instintiva; ciega. Cuando la cristiandad le dio forma en el seno de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, comenzó a oscurecerse; su semilla se convirtió en cáscara.
Es fuerte mientras es muda, inconsciente y sin sentido, mientras vive en la oscuridad viva del corazón humano, mientras no se convierte en instrumento y mercancía en manos de predicadores, mientras que su oro bruto no se acuña en moneda de santidad. Es sencilla como la vida. Incluso las enseñanzas de Jesús la privaron de su fuerza; su fuerza está en el silencio del corazón humano.
Pero, perdida la fe en el bien, comencé a dudar también de la bondad. Me da pena su impotencia. ¿Para qué sirve entonces? No es contagiosa.
Me pareció que era tan bella e impotente como el rocío.
¿Cómo se puede transformar su fuerza sin echarla a perder, sin sofocarla como hizo la Iglesia? ¡La bondad es fuerte mientras es impotente! Si el hombre trata de transformarla en fuerza, languidece, se desvanece, se pierde, desaparece.
Ahora veo la auténtica fuerza del mal. Los cielos están vados. El hombre está solo en la Tierra. ¿Cómo sofocar, pues, el mal? ¿Con gotas de rocío vivo, con bondad humana? No, esa llama no puede apagarse ni con el agua de todos los mares y las nubes, no puede apagarse con un pobre puñado de rocío recogido desde los tiempos evangélicos hasta nuestro presente de hierro…
Así, habiendo perdido la esperanza de encontrar el bien en Dios, en la naturaleza, comencé a perder la fe en la bondad.
Pero cuanto más se abren ante mí las tinieblas del fascismo, más claro veo que lo humano es indestructible y que continúa viviendo en el hombre, incluso al borde de la fosa sangrienta, incluso en la puerta de las cámaras de gas.
Yo he templado mi fe en el infierno. Mi fe ha emergido de las llamas de los hornos crematorios, ha traspasado el hormigón de las cámaras de gas. He visto que no es el hombre quien es impotente en la lucha contra el mal, he visto que es el mal el que es impotente en su lucha contra el hombre. En la impotencia de la bondad, en la bondad sin sentido, está el secreto de su inmortalidad. Nunca podrá ser vencida. Cuanto más estúpida, más absurda, más impotente pueda parecer, más grande es. ¡El mal es impotente ante ella! Los profetas, los maestros religiosos, los reformadores, los líderes, los guías son impotentes ante ella. El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.
La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera ahora lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.
Una vez terminada la lectura, Mostovskói permaneció sentado unos minutos, con los ojos entornados. Sí el hombre que había escrito aquel texto estaba desequilibrado. La crisis de un espíritu débil. Eso de que los cielos están vacíos… Veía la vida como una guerra de todo contra todo. Y al final entonaba la vieja cantinela de la bondad de las viejecitas y esperaba extinguir el fuego universal con una jeringa de lavativa. ¡Menuda basura!
Mientras miraba la pared gris de la celda, Mijaíl Sídorovich recordó el sillón azul, el diálogo con Liss, y una sensación de opresión se apoderó de él. No se trataba de una angustia mental, sino del corazón, y apenas podía respirar. Estaba claro que había sospechado injustamente de Ikónnikov. Los escritos del yuródivi habían suscitado su desprecio, pero también el de su repugnante interlocutor de aquella noche. De nuevo pensó en lo que sentía por Chernetsov, y sobre el desprecio y el odio con el que hablaba el oficial de la Gestapo de gente como él.
Se apoderó de él una angustia turbia, más insoportable que los sufrimientos físicos.
Seriozha Sháposhnikov señaló un libro que reposaba sobre un ladrillo, al lado de un macuto.
– ¿Lo has leído? -preguntó a Katia.
– Lo estaba releyendo.
– ¿Te gusta?
– Prefiero a Dickens.
– Ah, Dickens -dijo Seriozha en tono de burla y condescendencia.
– Y La cartuja de Parma, ¿te gusta?
– No mucho -respondió Seriozha después de reflexionar un instante, y añadió-: Hoy voy con la infantería a limpiar de alemanes la choza de al lado.
Karia le miró y Scriozha, intuyendo el significado de su mirada, explicó:
– Son órdenes de Grékov, por supuesto.
– ¿Envía también a otros operadores de mortero?
¿A Chentsov?
– No, sólo a mí.
Guardaron silencio.
– ¿Va detrás de ti? -le preguntó Seriozha.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Y a ti qué te parece?
– Lo sabes muy bien -le dijo, y pensó en los asra, que mueren cuando aman.
– Tengo la impresión de que me matarán hoy.
– ¿Por qué te envían con la infantería? Eres un operador de mortero.
– ¿Y por qué Grékov te retiene aquí? El transmisor está roto en mil pedazos. Hace tiempo que debería haberte devuelto al regimiento. Deberías estar en la orilla izquierda. Aquí no haces nada.
– Al menos nos vemos cada día.
Seriozha hizo un gesto con la mano y se marchó. Karia se volvió y vio a Bunchuk mirar desde el segundo piso y reírse. Sháposhnikov también debía de haberlo visto, por eso se había marchado a toda prisa.
Los alemanes habían sometido la casa a fuego de artillería hasta la noche; tres soldados resultaron levemente heridos; una pared interna se derrumbó, bloqueando la salida del sótano. Despejaron la salida, peto un obús derribó de nuevo un trozo de pared, volviendo a bloquear la salida del sótano. Tuvieron que despejarla otra vez, Antsíferov lanzó una ojeada a la penumbra polvorienta y preguntó:
– Eh, camarada radiotelegrafista, ¿está viva?
– Sí -respondió Véngrova sumida en la oscuridad, estornudando y escupiendo polvo rojo.
– Salud -dijo el zapador.
Al anochecer, los alemanes lanzaron bengalas luminosas y abrieron fuego con las ametralladoras. Un bombardero sobrevoló varias veces la casa lanzando su carga mortífera. Nadie dormía. El propio Grékov disparaba con la ametralladora y en dos ocasiones la infantería tuvo que salir a rechazar el avance de los alemanes, soltando tacos y cubriéndose el rostro con las palas de los zapadores.
Los alemanes parecían presentir el ataque inminente contra aquella casa sin dueño que hacía poco habían ocupado.
Cuando cesó el tiroteo, Katia oyó los gritos de los alemanes e incluso sus risas con bastante nitidez.
Los alemanes hablaban una lengua gutural cuya pronunciación no se parecía a la de los profesores de los cursos de lenguas extranjeras. Katia se dio cuenta de que el gatito había abandonado su lecho. Tenía las patas traseras inmóviles, pero arrastrándose con las delanteras se apresuraba a llegar hasta donde estaba Katia.
Luego se detuvo, abrió y cerró la mandíbula varias veces. Katia intentó levantarle un párpado. «Está muerto», pensó con repugnancia. De pronto comprendió que el gato había pensado en ella al sentir próxima su muerte, que se había arrastrado hacia ella con el cuerpo medio paralizado… Puso el cuerpo en un agujero y lo cubrió con trozos de ladrillo.
La luz inesperada de una bengala inundó el sótano y tuvo la sensación de una completa ausencia de aire; le pareció respirar un líquido sangriento que fluía del techo y se filtraba entre los ladrillos.
Ahí estaban los alemanes, saliendo de rincones recónditos, acercándose a ella con sigilo; ahora la cogerían y se la llevarían a rastras. Muy cerca, casi al lado, oía el ruido de sus fusiles. Quizá los alemanes estaban rastrillando el segundo piso. Quizá no irrumpieran desde abajo, sino que caerían desde lo alto a través del agujero en el techo.
Para calmarse trataba de reconstruir mentalmente la lista de inquilinos clavada en la puerta de su casa: «Tijomírov, un timbrazo; Dziga, dos timbrazos; Cheremushkin, tres timbrazos; Feinberg, cuatro timbrazos; Véngrova, cinco timbrazos; Andriuschenko, seis timbrazos; Pegov, uno largo» [81]. Se esforzaba en visualizar la gran cacerola de los Feinberg sobre el hornillo de gas cubierta con una tablilla de madera, el barreño para la colada de Anastasia Stepánovna Andriuschenko, la palangana de esmalte desportillada de los Tíjomírov colgada de un trozo de cordel. A hora se veía haciéndose la cama y deslizándose bajo las sábanas, donde los muelles eran especialmente molestos; veía el pañuelo marrón de su madre, un trozo de guata, un abrigo de entretiempo descosido.
Después pensó en la casa 6/1. Ahora que los alemanes estaban tan cerca, saliendo de debajo de la tierra, el lenguaje vulgar de los soldados ya no le molestaba tanto y la mirada de Grékov, que antes le sacaba los colores no sólo de la cara, sino del cuello y los hombros ocultos bajo su chaqueta, ya no le asustaba. ¡Cuántas obscenidades había oído en aquellos meses de guerra! Qué conversación tan desagradable había mantenido con un teniente coronel calvo que, haciendo tintinear sus dientes de metal, le había insinuado lo que tenía que hacer si quería quedarse en el centro de comunicaciones de la orilla izquierda del Volga…
Había una canción triste que las chicas cantaban a media voz:
Una bella noche de otoño
el comandante se la llevó a su cama.
La acarició hasta rayar el alba,
luego ella pasó de mano en mano…
La primera vez que Katia había visto a Sháposhnikov él estaba leyendo poesía, y pensó; «¡Qué idiota!». Después Seríozha desapareció durante dos días y a ella le daba vergüenza pedir noticias suyas, pero todo el rato temía que le hubieran matado. Reapareció una noche, de improviso, y oyó que le contaba a Grékov que se había ido sin permiso del refugio del Estado Mayor.
– Bien hecho -lo elogió Grékov-. Has desertado para reincorporarte a nuestro infierno.
Mientras se alejaba de Grékov, Sháposhnikov pasó delante de ella sin mirarla, sin volverse. Al principio Katia se puso triste, luego pensó de nuevo; «Idiota».
Otro día escuchó una conversación entre los habitantes de la casa sobre quién tenía más posibilidades de acostarse con ella, y uno había dicho: «Grékov, está claro»- Un segundo rebatió: «No está decidido. Pero lo que sí sé es quién ocupa el último lugar de la lista; Seríozha, el operador de mortero. Cuanto más joven es una chica, más atraída se siente por los hombres maduros».
Después notó que los hombres dejaron de bromear y flirtear con ella. Grékov dejó muy claro que no le gustaba que el resto de los inquilinos de la casa intentara conquistar a Katia.
Una vez el barbudo Zúbarev la llamó diciendo: «Eh, esposa del gerente de la casa».
Grékov no tenía prisa, pero estaba muy seguro de sí mismo y ella lo sentía con nitidez. Después de que la radio quedara hecha añicos a causa de una bomba, le ordenó que se instalara en la esquina más alejada del sótano.
El día antes le había dicho: «Jamás he visto a una chica como tú. Si te hubiera conocido antes de la guerra, me habría casado contigo». Quería replicarle que ella tendría que haber dado su consentimiento, pero no se atrevió.
El no se había propasado, no le había dicho ninguna palabra grosera, pero cuando Katia pensaba en Grékov le atenazaba un miedo pavoroso.
El día antes también le había dicho con tristeza: «Pronto los alemanes lanzarán una ofensiva. Lo más probable es que ninguno de nosotros salga vivo: nuestra casa está en el centro de su ofensiva».
La examinó con una mirada lenta, penetrante, y Katia tuvo miedo, pero no del inminente ataque alemán, sino de aquella mirada tranquila y lenta. «Vendré a verte», le había dicho Grékov. Daba la impresión de que no hubiera ninguna relación entre esas palabras y las precedentes a propósito del inminente ataque alemán y las escasas posibilidades que tenían de salir con vida, pero la relación existía y Katia la había intuido.
Grékov no era como los oficiales que había visto cerca de Kotlubán. Nunca amenazaba a la gente ni gritaba, y sin embargo le obedecían. Ahí estaba sentado, fumando y charlando como un soldado más. Pero su autoridad era inmensa.
Katia apenas había intercambiado unas palabras con Seriozha. A veces le daba la impresión de que estaba enamorado de ella, pero que se sentía tan impotente como ella ante aquel hombre al que ambos temían y admiraban. Sháposhnikov era débil, inexperto, pero ella deseaba pedirle ayuda, decirle: «Siéntate a mi lado». A veces era ella quien quería consolarlo. Cuando hablaba con él tenía una extrañísima sensación, como si no existiera la guerra ni la casa 6/1. Seriozha, como si se diera cuenta, intentaba adoptar unas maneras rudas. Un día incluso había blasfemado en su presencia.
Ahora tenía la impresión de que existía una relación cruel entre sus pensamientos, sus sensaciones confusas y el hecho de que Grékov quisiera mandar a Sháposhnikov al asalto de la casa ocupada por los alemanes.
Al oír el tiroteo de los subfusiles imaginaba a Sháposhnikov yaciendo sobre un montón de ladrillos rojos, con su cabeza sin rasurar colgando inerte.
La embargó un sentimiento de compasión desgarrador hacia Seriozha, mientras en su alma se confundían las variadas llamaradas nocturnas, el horror y la admiración por Grékov, que había iniciado el ataque contra las divisiones acorazadas alemanas, y los recuerdos de la madre. Se dijo que estaría dispuesta a sacrificarlo todo por volver a ver a Seriozha vivo.
«¿Y si te dijeran: tu madre o él?», pensó. Luego oyó pasos y se aferró con los dedos a los ladrillos, aguzando el oído.. El tiroteo se extinguió. El silencio lo engulló todo. Comenzó a sentir una picazón en la espalda, en los hombros y la parte baja de las piernas, pero tenía miedo de rascarse y hacer el menor ruido.
Todos preguntaban a Batrakov por qué siempre se estaba rascando, y él respondía: «Son los nervio». Pero ayer había confesado: «Me he encontrado once piojos». Y Koloméitsev se había burlado de él: «Un piojo nervioso ha atacado a Batrakov».
A ella la han matado. Los soldados arrastran su cadáver a una fosa, diciendo: «Pobre chica. Está cubierta de piojos».
Pero ¿es posible que se tratara realmente de nervios? Comprendió que en la oscuridad un hombre se acercaba a ella, un hombre de carne y hueso, que no era un producto de su imaginación, ni el resultado de los haces de luz y los fragmentos de tiniebla, ni de esperar con el alma en un hilo.
– ¿Quién es?
– No tengas miedo. Soy yo -respondió la oscuridad.
– El ataque no será hoy. Grékov lo ha aplazado hasta mañana. Hoy son los alemanes los que avanzan. Y además quería decirte que nunca he leído la Cartuja esa.
Katia no respondió.
Seriozha intentó distinguirla en la oscuridad y el fuego de una explosión llegó para cumplir su deseo, iluminando el rostro de la chica. Un segundo después se hizo el silencio otra vez, y ellos, por un acuerdo tácito, se pusieron a esperar una nueva explosión, otro destello de luz. Seriozha le cogió la mano y le apretó los dedos. Era la primera vez en su vida que le cogía la mano a una chica.
La radiotelegrafista sucia, infestada de piojos, permanecía sentada en silencio. Seriozha pudo ver su cuello blanco en la oscuridad.
Otra bengala los iluminó y sus cabezas se aproximaron. Él la tomó entre sus brazos y ella cerró los ojos. Los dos conocían esa historia que se contaba en la escuela: quien besa con los ojos abiertos es que no está enamorado.
– No es una broma, ¿verdad? -preguntó Seriozha.
Kaña presionó las manos contra las sienes del chico y le obligó a volver la cabeza hacia ella.
– Es para toda la vida -se respondió a sí mismo Seriozha lentamente,
– Es extraño -dijo ella-. Tengo miedo de que entre alguien. Y hasta ahora siempre me alegraba cuando venía alguien: Liájov, Koloméitsev, Zúbarev…
– Grékov -añadió Seriozha.
– Oh, no -se rebeló Katia.
Seriozha le besó el cuello, desabrochó el botón metálico del cuello de su guerrera, rozó con los labios el hueco de su garganta sin atreverse a deslizarse por sus pechos. Ella acariciaba sus cabellos hirsutos y sucios como si fuera un niño, y se daba cuenta de que todo lo que estaba pasando era inevitable, era preciso que ocurriera así.
El miró la esfera luminosa de su reloj.
– ¿Quién os guiará mañana? -preguntó ella-. ¿Grékov?
– ¿Por qué preguntas eso ahora? Iremos nosotros solos, ¿por qué debería guiarnos?
Volvió a abrazarla y sintió un frío repentino en los dedos y en el pecho por la determinación y la emoción. Ella estaba medio acostada sobre su abrigo y parecía que no respiraba. Seriozha sintió bajo sus dedos el tejido burdo y polvoriento de la guerrera y la falda, el material áspero de sus botas. Sintió en las manos el calor de su cuerpo. Ella intentó sentarse, pero él comenzó a besarla otra vez. Una explosión de bengala iluminó por unos instantes la gorra de la chica, que se había deslizado sobre los ladrillos, y su rostro, que en esos segundos le pareció el de una desconocida. Luego se sumieron en la oscuridad, una oscuridad espesa…
– ¡Katía!
– ¿Qué?
– Nada, sólo quería oír tu voz. ¿Por qué no me miras?
– ¡No, no quiero!
Katia pensó de nuevo en él y en su madre, ¿a quién quería más?
– Perdóname -dijo Katia.
Sin entender a qué se refería, Seriozha dijo:
– No tengas miedo, esto es para toda la vida, si es que vivimos.
– No, es que pensaba en mi madre.
– La mía está muerta. Hasta ahora no me había dado cuenta; la deportaron por mi padre.
Se durmieron sobre el abrigo, abrazados; Grékov se acercó a ellos y los miró mientras dormían: la cabeza del operador de mortero Sháposhnikov descansaba sobre el hombro de la radiotelegrafista; su brazo la rodeaba por la espalda, como si tuviera miedo de perderla. Estaban tan inmóviles y silenciosos que a Grékov le parecieron muertos.
Al amanecer Liájov se asomó al sótano y gritó:
– ¡Oye, Sháposhmkov! ¡Eh, Véngrova! El jefe quiere veros. Rápido, moveos.
En la fría y brumosa penumbra el rostro de Grékov era duro, despiadado. Apoyaba sus anchas espaldas contra la pared mientras los cabellos desgreñados le caían sobre su frente baja.
Estaban delante de él, apoyándose ahora sobre un pie ahora sobre el otro, sin darse cuenta de que estaban cogidos de la mano.
– ¡Bien, veamos! -dijo Grékov, y las aletas de su nariz aplastada se le hincharon-. Sháposhnikov, tú irás al Estado Mayor del regimiento, te destaco allí.
Seriozha sintió cómo se estremecían los dedos de la joven y los apretó; ella, a su vez, sintió que sus dedos temblaban. Tragó una bocanada de aire; la lengua y el paladar estaban secos.
El silencio invadió el cielo encapotado y la tierra. Parecía que los hombres que yacían hacinados, cubiertos con sus abrigos, no durmieran, sino que esperaran aguantando la respiración.
Todo alrededor era maravilloso y familiar. Seriozha pensó: «Nos expulsan del paraíso, nos separan como esclavos», al tiempo que miraba a Grékov con unos ojos llenos de odio y súplica.
Grékov entornó los ojos mientras estudiaba el rostro de Katia, y su mirada le pareció a Seriozha repugnante, despiadada, insolente.
– Eso es todo -concluyó Grékov-. La radiotelegrafista irá contigo. Aquí no tiene nada que hacer sin el transmisor. La acompañarás al Estado Mayor del regimiento.
Seriozha sonrió.
– Una vez allí vosotros mismos encontraréis el camino. Coged este papel. No me gusta el papeleo, así que he escrito uno para los dos. ¿Entendido?
Y de repente Seriozha se dio cuenta de que le estaban mirando dos ojos maravillosos, dos ojos humanos, inteligentes y tristes como nunca había visto.
Al final, el comisario del regimiento de fusileros Pivovárov nunca visitó la casa 6/1.
La comunicación por radio con la casa se había interrumpido. Nadie sabía si era porque el aparato había quedado fuera de combate o porque el capitán Grékov se había hartado de las severas admoniciones del comandante.
De todos modos habían logrado ponerse al corriente de cuál era la situación en la casa sitiada a través de un operador de mortero miembro del Partido, el comunista Chentsov; éste había informado que el «gerente de la casa» había perdido el control sobre sí, que decía toda clase de disparates a sus soldados. Pero, a decir verdad, Grékov combatía contra los alemanes con gallardía, circunstancia que el informador no negaba.
La noche en que Pivovárov debía dirigirse a la casa 6/1, Beriozkin, el comandante del regimiento, cayó gravemente enfermo. Yacía en el refugio; su cara ardía y sus ojos, transparentes como el cristal, tenían una expresión ausente, inhumana.
El doctor, tras examinar a Beriozkin, se quedó desconcertado. Acostumbrado a tratar con extremidades amputadas, con cráneos fracturados, ahora tenía que enfrentarse al caso de un hombre que había caído enfermo por sí mismo.
– Hay que ponerle ventosas -dijo el doctor-. Pero aquí, ¿dónde vamos a encontrarlas?
Pivovárov estaba a punto de informar a los superiores acerca de la enfermedad del comandante del regimiento, pero el comisario de la división le telefoneó ordenándole que se presentara de inmediato en el Estado Mayor.
Guando Pivovárov entró en el refugio, un tanto sofocado debido a que las explosiones cercanas le habían hecho caerse un par de veces, el comisario estaba hablando con un comisario de batallón al que habían ordenado venir desde la orilla izquierda. Pivovárov había oído hablar de ese hombre: daba conferencias a las unidades desplegadas en las fábricas.
.Pivovárov se anunció con voz estentórea:
– A sus órdenes, comisario.
Acto seguido, informó de la enfermedad de Beriozkin.
– Sí, es un contratiempo -dijo el comisario de la división-. Camarada Pivovárov, deberá asumir el mando del regimiento.
– ¿Y la casa sitiada?
– Ese asunto ya no está en sus manos -dijo el comisario de la división-. No se imagina el jaleo que se ha montado aquí, alrededor de esa casa. La noticia ha llegado hasta el Estado Mayor del ejército.
Y agitó ante las narices de Pivovárov un mensaje cifrado.
– Lo he mandado llamar precisamente por este asunto. Aquí el camarada Krímov ha recibido órdenes por parte de la dirección política de dirigirse a la casa sitiada, restablecer el orden bolchevique y asumir el control como comisario. Si surgiera algún problema, tendrá que destituir a Grckov, tomar el mando… Dado que se encuentra en el sector de su regimiento, debe facilitar al camarada Krímov todo lo que necesite, ya sea el paso a la casa o los posteriores enlaces. ¿Entendido?
– Así se hará -dijo Pivovárov.
Después, recuperando su tono de voz habitual, no oficial sino cotidiano, preguntó a Krímov:
– Camarada comisario del batallón, ¿ha tratado antes con tipos así?
– Desde luego -afirmó con una sonrisa el comisario-. En el verano de 1941 guié a doscientos hombres sitiados en Ucrania; conozco la mentalidad del partisano.
– Bien -Dijo el comisario de la división-. Actúe, camarada Krímov. Manténgase en contacto conmigo. No podemos aceptar que exista un Estado dentro del Estado.
– Sí, además hay un asunto turbio con una joven radiotelegrafista -dijo Pivovácov-. Nuestro Beriozkin está preocupado porque el radiotransmisor no da señales. Y esos chicos son capaces de cualquier cosa.
– Muy bien, cuando ocupe su puesto ya pondrá orden. ¡Buena suerte! -dijo el comisario de la división.
Un día después de que Grékov despachara a Sháposhnikov y Véngrova, Krímov, acompañado por un soldado, se puso en camino hacia la famosa casa sitiada por los alemanes.
Cuando salieron del Estado Mayor del regimiento la tarde era fría y luminosa. Apenas puso un pie en el patio asfaltado de la fábrica de tractores, Krímov sintió el peligro de muerte con mayor nitidez e intensidad que nunca antes en su vida. Al mismo tiempo, se sentía preso de entusiasmo y felicidad. El mensaje cifrado llegado de improviso del Estado Mayor del frente parecía confirmarle que en Stalingrado todo era diferente; allí existían otras relaciones, otros valores, otras exigencias respecto a las personas. Krímov volvía a ser Krímov, ya no era un mutilado en un batallón de inválidos sino un comisario de guerra bolchevique. Aquella misión, difícil y peligrosa, no le daba miedo. Era tan dulce y agradable leer de nuevo en los ojos del comisario de la división, en los ojos de Pivovárov, la expresión que siempre había visto en los colegas del Partido…
Un soldado yacía muerto en el suelo entre los restos de un mortero y el asfalto levantado por una explosión.
Quién sabe por qué, ahora que Krímov se sentía rebosante de esperanza, exultante, la visión de este cadáver le impresionó. Había visto muchos cadáveres antes, tantos que se había vuelto indiferente, pero en ese momento se estremeció: aquel cuerpo, tan lleno de muerte eterna, yacía como un pájaro, indefenso, con las piernas dobladas, como si tuviera frío.
Un instructor político vestido con un impermeable gris pasó corriendo, sosteniendo en lo alto un macuto bien lleno, mientras los soldados arrastraban con una lona impermeable minas antitanque entremezcladas con hogazas de pan.
El muerto, sin embargo, ya no necesitaba ni pan ni armas, no esperaba las cartas de su fiel esposa. Su muerte no le había hecho fuerte, sino más débil, un gorrión muerto al que no temen las moscas ni las mariposas.
Algunos artilleros estaban instalando un cañón en la abertura de un muro y discutían con los operadores de una ametralladora pesada. Por sus gestos Krímov pudo hacerse una idea aproximada de lo que estaban discutiendo.
– ¿Sabes cuánto.tiempo lleva aquí nuestra ametralladora? Vosotros todavía estabais holgazaneando en la orilla izquierda cuando nosotros ya habíamos comenzado a disparar.
– ¡Un puñado de sinvergüenzas, eso es lo que sois!
Se oyó un aullido en el aire y un obús impactó en un rincón del taller. Los cascos golpearon contra las paredes. El soldado que abría paso a Krímov se volvió a mirar para asegurarse de que el comisario seguía vivo. En espera de que le alcanzara, dijo:
– No se preocupe, camarada comisario; nosotros consideramos esto la segunda línea, la profunda retaguardia.
Poco después Krímov comprendió que el patio junto al muro del taller era un lugar tranquilo.
Tuvieron que correr, tirarse boca abajo, luego volver a correr y de nuevo echarse cuerpo a tierra. Dos veces se vieron obligados a saltar a las trincheras ocupadas por la infantería, corrieron a través de los edificios en llamas donde en lugar de haber gente sólo silbaba el hierro…
– Al menos no hay bombarderos lanzándose en picado -dijo el soldado para reconfortar a Krímov. Y añadió-: Vamos, camarada comisario, metámonos en aquel cráter.
Krímov se dejó caer en el fondo de aquella fosa producida por una bomba, y miró hacia arriba: el cielo azul seguía estando sobre su cabeza y su cabeza estaba todavía sobre sus hombros. Causaba una extraña impresión sentir la presencia humana sólo a través de la muerte que los hombres enviaban desde todas partes, que aullaba y cantaba sobre su cabeza.
Y no resultaba menos extraño sentirse tan protegido en un cráter que había sido excavado precisamente por la pala de la muerte.
El soldado, sin darle tiempo a recobrar el aliento, le ordenó:
– ¡Sígame!
– Y se arrastró a través de un pasadizo oscuro que apareció en el fondo de la fosa. Krímov se metió con dificultad detrás de él. Enseguida el estrecho pasadizo se ensanchó, el techo se hizo más alto y penetraron en un túnel. Bajo tierra aún se oía el rumor sordo de la tormenta que se desencadenaba en la superficie, el techo tembló y se oyeron repetidos estruendos en el túnel. Allí, donde se apiñaban tubos de hierro fundido y se ramificaban cables oscuros del grosor de un brazo humano, alguien había escrito con letras rojas sobre la pared: «Majov es un burro». El soldado encendió la linterna un momento y dijo:
– Los alemanes están justo encima de nosotros.
Enseguida se desviaron por un pasadizo estrecho y se abrieron paso hacia una mancha gris pálido apenas perceptible. La mancha se hizo cada vez más clara y luminosa al fondo del pasadizo al mismo tiempo que las ráfagas de las metralletas y el rugido de las explosiones se volvía más fiero.
Por un instante a Krímov le pareció que estaba a punto de subir al patíbulo. Pero de pronto salieron a la superficie y lo primero que vio fue el rostro de varios hombres que estaban divinamente tranquilos.
Experimentó un sentimiento indescriptible, una mezcla de felicidad y alivio. Y ya no percibió aquella guerra furiosa como una frontera fatal entre la vida y la muerte, sino como un aguacero que caía lleno de fuerza y de vida sobre la cabeza de un joven viajero.
Tuvo la certeza lúcida y penetrante de que su destino estaba dando un nuevo y feliz viraje. Era como si viese su futuro a la clara luz del día: volvería a vivir con toda la fuerza de la mente, de la voluntad y de su ardor bolchevique.
La sensación de juventud y seguridad se mezclaba con la tristeza que le causaba el abandono de su mujer, la infinitamente dulce Yevguenia. Pero ahora no le parecía que la hubiera perdido para siempre. Volvería, al igual que habían vuelto su fuerza y su vida anterior. ¡La seguiría!
Un viejo con un gorro calado hasta las orejas estaba sentado frente a un fuego encendido en el suelo y con una bayoneta daba vueltas a los buñuelos de patatas que freía en una lámina de chapa; los que ya estaban cocinados los iba metiendo en un casco de metal. Cuando vio al agente de enlace que acompañaba a Krímov, el viejo soldado preguntó:
– ¿Está Seriozha con vosotros?
– Acompaño a un superior -dijo el agente de enlace en tono arrogante.
– ¿Cuántos años tiene, padre?-preguntó Krímov.
– Sesenta -respondió el viejo, y explicó-: Soy de la milicia obrera.
De nuevo miró al soldado.
– ¿Está Seriozha con vosotros?
– En el regimiento no está, han debido de enviarle con el vecino.
– Lástima -dijo el viejo, enojado-. ¿Quién sabe qué será de él?
Krímov saludó a los soldados, se volvió a mirar y examinó las estancias del subterráneo con sus particiones de madera medio desmanteladas. En un rincón había un cañón de campaña apuntando a través de una tronera practicada en la pared.
– Como en un acorazado -dijo Krímov.
– Sí, sólo que aquí no hay mucha agua -replicó un soldado.
Un poco más a lo lejos, los morteros estaban dispuestos en las aberturas y agujeros de los muros.
En el suelo había algunos obuses. En el mismo lugar, todavía más lejos, un acordeón estaba colocado cuidadosamente sobre una tela alquitranada.
– Aquí está la casa 6/1, que resiste y no se rinde a los fascistas -pronunció Krímov en voz alta-. Todo el mundo, millones de hombres, tiene los ojos puestos en vosotros y se alegra.
Nadie respondió.
El viejo Poliakov le tendió el casco metálico lleno de buñuelos.
– ¿Y nadie escribe sobre cómo prepara Poliakov los buñuelos?
– Está de broma -dijo Poliakov-. Entretanto han echado de aquí a nuestro Seriozha.
– ¿No han abierto todavía el segundo frente? -preguntó un operador de mortero-. ¿Se sabe algo?
– De momento no -respondió Krímov.
– Un día en que la artillería pesada abrió fuego desde el otro lado del Volga -explicó un hombre en camiseta con la chaqueta desabotonada-, Koloméitsev cayó derribado por la onda expansiva. Luego se levantó y dijo: «Bien, muchachos, se ha abierto el segundo frente».
– No digas tonterías -dijo un joven de cabellos oscuros-. Si no hubiera artillería no estaríamos aquí. Los alemanes nos habrían engullido hace tiempo.
– ¿Dónde está vuestro comandante? -preguntó Krímov.
– Ahí lo tiene, se ha puesto en primera línea.
Grékov yacía sobre una montaña alta de ladrillos y miraba a través de los prismáticos. Cuando Krímov le llamó, volvió la cara con desgana y maliciosamente hizo una señal de advertencia llevándose un dedo a los labios; después volvió a concentrarse en sus prismáticos. Unos instantes después le comenzaron a temblar los hombros: se estaba riendo. Se deslizó y dijo sonriendo:
– Peor que en el ajedrez -y, después de observar los distintivos verdes y la estrella de comisario en la guerrera de Krímov, añadió-: Bienvenido a nuestra casa, camarada comisario de batallón. -Luego se presentó-: Grékov, el gerente de la casa. ¿Ha venido por nuestro pasadizo?
Todo en él -su mirada, sus movimientos rápidos y las ventanas anchas de su nariz chata- tenía algo insolente; el gerente de la casa era la insolencia en persona.
«No importa, ya te bajaré los humos», pensó Krímov.
Krímov comenzó a interrogarle. Grékov respondía perezoso, con gesto ausente, bostezando y mirando alrededor, como si las preguntas de Krímov le impidieran recordar algo verdaderamente serio e importante.
– ¿Le gustaría ser relevado? -preguntó Krímov.
– No se moleste -respondió Grékov-. Mándenos sólo tabaco. Bueno, por supuesto, necesitamos bombas de mortero, granadas de mano y, si no es mucho pedir, un poco de vodka y manduca para un kukurúznik… [82]
Mientras enumeraba, contaba con los dedos de la mano.
– ¿Así que no tiene intención de marcharse? -preguntó Krímov irritado pero admirando, muy a su pesar, la fea cara de Grékov.
Guardaron silencio y en aquel breve instante en que permanecieron callados, Krímov se sobrepuso al sentimiento de ser moralmente inferior a los hombres de la casa sitiada.
– ¿Lleva un diario de las operaciones? -preguntó.
– No tengo papel -respondió Grékov- No tengo donde escribir, no hay tiempo, y de todas maneras no sirve para nada.
– Ahora se encuentra bajo el mando del comandante del 176° Regimiento de Fusileros -dijo Krímov.
– A sus órdenes, camarada comisario del batallón -respondió Grékov y añadió con aire burlón-: Cuando los alemanes cortaron este sector, yo reuní en este edificio hombres y armas, rechacé treinta ataques e incendié ocho carros, y por encima de mí no había ningún comandante. -A fecha de hoy, ¿conoce el número exacto de soldados que están bajo su mando? ¿Lo tiene controlado?
– ¿Para qué? No presento informes, no recibo raciones de la intendencia. Vivimos de patatas y agua podridas.
– ¿Hay mujeres en la casa?
– Dígame, camarada comisario, ¿me está sometiendo a un interrogatorio?
– ¿Alguno de sus hombres ha sido hecho prisionero?
– No.
– Bueno, ¿dónde está la radiotelegrafista?
Grékov se mordió el labio, enarcó las cejas.
– Aquella chica resultó ser una espía alemana. Intentó reclutarme. Luego la violé y la maté.
Estiró el cuello y le preguntó con sarcasmo:
– ¿Es el tipo de respuesta que espera de mí? Veo que el asunto empieza a oler a batallón disciplinario. No es así ¿camarada comisario?
Krímov le miró unos instantes sin decir nada.
– Grékov, está llevando las cosas demasiado lejos. Yo también he estado sitiado. Y a mí también me han interrogado.
Tras una pausa prosiguió:
– He recibido la orden de que, en caso de necesidad debo destituirlo y asumir yo el mando. ¿Por qué me pone en este brete y me obliga a escoger ese camino?
Grékov estaba callado, pensaba, escuchaba, y al final observó:
– Llega la calma, los alemanes se han apaciguado.
– Bien -dijo Krímov-. Vamos a sentarnos nosotros dos y a decidir la próxima acción.
– ¿Por qué tenemos que sentarnos los dos? -replicó Grékov-. Aquí combatimos todos juntos y las acciones sucesivas las precisaremos todos juntos.
A Krímov le gustaba la insolencia de Grékov, pero al mismo tiempo le irritaba. Le entraban ganas de contarle el cerco al que había estado sometido en Ucrania, de hablarle de su vida antes de la guerra, para que Grékov no lo tomara por un burócrata. Pero intuía que si le dijera todo eso, pondría al descubierto su debilidad. Y él había ido a esa casa a mostrar su fuerza, no su debilidad.
Él no era un funcionario de la sección política, sino un comisario militar.
«No pasa nada -se dijo a sí mismo-. El comisario sabe lo que tiene que hacer.»
Ahora que había un momento de calma, los hombres estaban sentados o medio acostados sobre los montones de ladrillos. Grékov se volvió a Krímov.
– Los alemanes ya no avanzarán más hoy. ¿Qué tal si comemos, camarada comisario?
Krímov se sentó al lado de Grékov, entre los hombres que descansaban.
– Mientras os miro a todos vosotros -dijo Krímov-, no dejo de pensar en ese viejo dicho: «Los rusos siempre han ganado a los prusianos».
Una voz indolente confirmó en un leve susurro:
– Ya lo creo.
Y ese «ya lo creo» expresaba tal ironía condescendiente hacia las frases hechas que provocó la risa generalizada de todos los presentes. Aquellos hombres conocían la fuerza que encerraban los rusos igual de bien que el hombre que en primer lugar había recordado que los rusos siempre han ganado a los prusianos. Por otra parte, ellos eran la expresión más directa de esa fuerza. Pero sabían y comprendían que los prusianos habían llegado hasta el Volga y Stalingrado porque los rusos no siempre habían ganado.
Krímov se sentía confuso. Por regla general no le gustaba que los instructores políticos alabaran a los jefes militares de tiempos pasados; las alusiones a Dragomírov en la Estrella Roja [83] herían su alma de revolucionario; encontraba inútil la introducción de las órdenes de Suvórov, Kutúzov, Bogdán, Jmelnitski. La revolución era la revolución, y su ejército no necesitaba más que una sola bandera: la roja.
En otro tiempo, cuando trabajaba en el seno del Comité Revolucionario de Odessa, había participado en la manifestación de estibadores y de los jóvenes comunistas venidos para bajar del pedestal la estatua de bronce del gran jefe del ejército que había encabezado la marcha de las tropas siervas rusas hasta Italia [84].
Y fue precisamente allí, en la casa 6/1, donde Krímov, tras pronunciar las palabras de Suvórov por primera vez en su vida, percibió la gloria, idéntica a lo largo de los siglos, del pueblo ruso en la batalla. Le daba la impresión de que sentía de una manera totalmente nueva no sólo el tema de sus conferencias sino también su vida entera. Pero ¿por qué precisamente hoy, cuando había recobrado el espíritu de la Revolución y de Lenin, tenían que apoderarse de él semejantes reflexiones y sentimientos?
Aquel indolente y burlón «ya lo creo» lanzado por uno de los soldados le había herido.
– Bueno, camaradas, no hace falta enseñaros a combatir -profirió Krímov-. Sois vosotros los que podéis dar clases a cualquiera. Pero ¿por qué el mando ha estimado necesario enviarme entre vosotros? En definitiva, ¿por qué estoy aquí?
– ¿Por la sopa? -preguntó una voz tímida, sin malicia.
Pero la risa con que la compañía acogió esta proposición timorata fue cualquier cosa menos contenida. Krímov miró al gerente de la casa.
Grékov se reía como el que más.
– Camaradas -gritó Krímov, rojo de ira-. Pongámonos serios un momento; he sido enviado por el Partido.
¿Qué era todo aquello? ¿Un humor pasajero o una sedición? Las pocas ganas que aquellos hombres tenían de oír al comisario, ¿estaban generadas por la percepción de sus propias fuerzas, de su experiencia…? Tal vez la alegría de los soldados no contenía en sí nada subversivo, sino que nacía simplemente de la sensación de igualdad, tan fuerte en Stalingrado.
Pero ¿por que esa sensación de igualdad, que antes encantaba a Krímov, ahora sólo le suscitaba un sentimiento de rabia, el deseo de sofocarla y reprimirla?
Si la relación de Krímov con los soldados no cuajaba no era debido a que éstos estuvieran abatidos, preocupados o atemorizados. Allí los hombres conocían su propia fuerza, y ¿cómo era posible que ese sentimiento de fuerza que había surgido en ellos hubiera acabado por debilitar la relación con el comisario Krímov, que provocara extrañamiento y hostilidad de una y otra parte?
El viejo que había cocinado los buñuelos dijo:
– Hay algo que hace tiempo que quiero preguntar a algún miembro del Partido. Se dice, camarada comisario, que con el comunismo todo el mundo recibirá según sus necesidades, pero si la necesidad de todos es emborracharse desde la mañana, ¿cómo lo haremos? Todo el mundo estará borracho, ¿no?
Al girarse hacia el viejo, Krímov vio una preocupación no fingida en su rostro. Grékov, en cambio, se reía; reían sus ojos y las anchas ventanas de la nariz se le ensancharon todavía más.
Un zapador con la cabeza envuelta en una venda sucia y ensangrentada le preguntó:
– A propósito de los koljoses, camarada comisario. Estaría bien que los suprimieran después de la guerra.
– No estaría mal que nos diera una pequeña charla sobre el tema -dijo Grékov.
– No me han enviado para dar conferencias -dijo Krímov-. Soy un comisario militar y he venido a acabar con ciertas actitudes de partisano inaceptables que han arraigado en este edificio.
– Acabe con ellas -dijo Grékov-. Pero ¿quién acabará con los alemanes?
– No se preocupe, encontraremos la manera. No he venido aquí por la sopa, como alguno de vosotros ha dicho sino para daros a probar la cocina bolchevique.
– Adelante, acabe con las maniobras y prepare su cocina bolchevique.
Krímov, medio en broma pero al mismo tiempo serio, le interrumpió:
– Y si es necesario, camarada Grékov, le comeremos también a usted.
Ahora Nikolái Grigórievich se sentía tranquilo y seguro de sí mismo. Las dudas sobre cuál era la decisión más oportuna que tomar se habían disipado. Había que destituir al comandante Grékov.
Era evidente que Grékov constituía un elemento ajeno y hostil al poder soviético. Todo el heroísmo que se percibía en la casa sitiada no podía disminuir el hecho ni sofocarlo. Krímov sabía que acabaría con él.
Al caer la noche Krímov se acercó de nuevo a él y le dijo:
– Grékov, quiero hablar seriamente con usted, sin rodeos. ¿Qué quiere?
Éste, que permanecía sentado, lanzó una rápida ojeada de abajo arriba a Krímov, que estaba de pie frente a él, y le dijo en tono despreocupado:
– Quiero la libertad, eso es por lo que lucho.
– Todos queremos la libertad.
– ¡Basta! -cortó Grékov-. A usted tanto le da la libertad. Lo único que le importa es dominar a los alemanes.
– No es momento para bromas, camarada Grékov -dijo Krímov-. ¿Por qué tolera las declaraciones políticamente incorrectas de algunos soldados, eh? Con la autoridad de la que goza podría ponerles fin igual de bien que un comisario. Pero la impresión que tengo es que los hombres sueltan sus fanfarronadas y le miran, esperando su aprobación. Por ejemplo, el hombre que se pronunció sobre los koljoses. ¿Por qué lo ha apoyado usted? Déjeme que le sea sincero. Si usted quiere, podemos arreglar todo esto juntos. Pero si no está dispuesto, debo advertirle que no estoy para bromas.
– En cuanto a los koljoses, ¿qué tiene de extraordinario lo que ha dicho ese hombre? A la gente no le gustan. Usted lo sabe igual que yo.
– ¿Qué le pasa, Grékov? ¿Es que quiere cambiar el curso de la historia?
– ¿Y usted quiere que todo vuelva a ser igual que antes?
– ¿A qué se refiere con «todo»?
– Justamente a eso: todo. Volver a los trabajos forzados. Grékov hablaba con voz indolente, dejando caer las palabras a regañadientes y con una buena dosis de sarcasmo. De repente se levantó y dijo:
– Ya basta, camarada comisario. No estoy maquinando nada. Sólo le estaba tomando un poco el pelo. Soy tan soviético como usted. Su desconfianza me ofende.
– Muy bien, Grékov. Entonces, hablemos en serio. Debemos eliminar el mal espíritu anárquico y antisoviético que reina en la casa. Usted lo ha generado; ayúdeme a eliminarlo. Tendrá más oportunidades de combatir con gloria.
– Ahora tengo ganas de dormir. Y usted también tendría que descansar. Ya verá lo que sucede aquí mañana por la mañana.
– De acuerdo, Grékov. Continuaremos mañana. No tengo ninguna prisa, no voy a irme a ninguna parte. Grékov se echó a reír.
– Encontraremos la manera de ponernos de acuerdo ya verá.
«Está claro -pensó Krímov-. No es momento para curas de homeopatía. Trabajaré con el bisturí. A los jorobados políticos no se les endereza con la persuasión.»
– En sus ojos hay bondad -soltó de repente Grékov-. Sin embargo usted sufre.
Krímov se quedó de una pieza, pero no dijo nada. Considerando que su reacción confirmaba sus palabras, Grékov confesó:
– Sabe, yo también sufro. Pero no es nada, un asunto personal. No es algo de lo que se pueda dar parte en un informe.
Por la noche, mientras dormía, Krímov fue herido en la cabeza por una bala perdida. La bala le desgarró la piel y le arañó el cráneo. La herida no era grave, pero la cabeza le daba vueltas y no podía ponerse en pie. Todo el rato sentía náuseas.
Grékov ordenó que improvisaran una camilla y el herido fue evacuado de la casa sitiada.
Krímov, tumbado en la camilla, sentía que la cabeza le zumbaba y le daba vueltas y tenía punzadas constantes en las sienes.
Grékov acompañó al herido hasta la entrada del subterráneo.
– Mala suerte, camarada comisario -dijo. De repente una sospecha asaltó a Krímov: ¿y si hubiera sido Grékov el que había disparado contra él aquella noche?
Al anochecer comenzó a vomitar y el dolor de cabeza se le intensificó. Pasó dos días en un batallón de sanidad de la división; luego fue trasladado a la orilla izquierda del Volga y alojado en un hospital de campaña.
El comisario Pivovárov se abrió paso por las estrechas cuevas donde estaba instalado el batallón de sanidad y vio los heridos que yacían hacinados. No encontró allí a Krímov, que había sido evacuado la noche antes a la orilla izquierda.
«¡Qué extraño que le hayan herido tan rápido! -pensó pivovárov-. No tiene suerte, o tal vez tenga mucha.»
Pivovárov también había ido al batallón de sanidad para valorar si valía la pena trasladar allí al comandante del regimiento Beriozkin.
Mientras recorría el camino inverso hacia el refugio del Estado Mayor, Pivovárov, que por poco no había muerto durante la marcha a causa del casco de una granada alemana, explicó al artillero Glushkov, el ayudante de campo de Beriozkin, que en el batallón de sanidad no había las condiciones necesarias para la cura del enfermo. Allí se amontonaban por doquier gasas ensangrentadas, vendas, algodones; sólo verlo daba miedo.
– Por supuesto, camarada comisario -dijo Glushkov-. Está mejor en su refugio.
– Sí -asintió el comisario-. Además, allí ni siquiera hacen distinciones entre un comandante de regimiento y un soldado raso: todos están en el suelo.
Y Glushkov, al que por rango le correspondía ser atendido en el suelo, dijo:
– Desde luego, eso no es conveniente.
– ¿Ha hablado? -preguntó Pivovárov refiriéndose al enfermo.
– No -dijo Glushkov, haciendo un gesto con la mano-. Pero ¿cómo quiere que hable, camarada comisario? Le han traído una carta de su mujer y ni siquiera la ha mirado.
– ¿Qué dices? -exclamó Pivovárov-. Debe de estar muy enfermo. Mal asunto, si no la lee.
Cogió la carta, la sopesó en la mano, la puso frente a la cara de Beriozkin y dijo con tono severo:
– Iván Leóntievich, ha recibido carta de su esposa.
– Hilo una pausa y añadió en un tono totalmente diferente-: Vania, mira, una carta de tu esposa, ¿es que no lo entiendes? ¡Eh, Vania!
Pero Beriozkin no comprendía. Tenía la cara morada; sus ojos brillantes, penetrantes y dementes miraban fijamente a Pivovárov.
Durante todo el día la guerra golpeó obstinadamente el refugio donde yacía enfermo el comandante del regimiento. Casi todas las comunicaciones telefónicas habían quedado interrumpidas durante la noche. Sin embargo, el teléfono de Beriozkin seguía funcionando y no dejaban de llamar de la división, de la sección de operaciones del Estado Mayor; llamó Guriev, el comandante del regimiento de la división vecina, y telefonearon los jefes de batallón de Beriozkin: Podchufárov y Dirkin.
Los hombres trajinaban por el refugio, la puerta chirriaba y el toldo que Glushkov había colgado en la puerta golpeaba con furia.
Los soldados estaban atenazados por una sensación de inquietud y expectación desde la mañana. Aquel día, a pesar de estar caracterizado por los esporádicos disparos de artillería y los infrecuentes e inexactos ataques aéreos hizo nacer en muchos la angustiosa certeza de que los alemanes iban a lanzar la ofensiva. Esa certeza atormentaba por igual a Chuikov, al comisario del regimiento Pivovárov, a los soldados de la casa 6/1 y al comandante del pelotón de fusileros desplegado en la fábrica de tractores que llevaba bebiendo vodka desde la mañana para celebrar su cumpleaños en Stalingrado.
Cada vez que alguien en el refugio decía algo interesante o divertido, todos se giraban a mirar a Beriozkin: ¿es que no les oía?
El comandante de la compañía, Jrénov, explicaba a Pivovárov, con una voz ronca por el frío de la noche, que había salido antes del amanecer del subterráneo donde se encontraba su puesto de mando, se había sentado sobre una piedra y había aguzado el oído para saber si los alemanes estaban haciendo de las suyas. De repente una voz furiosa, perversa había resonado en el cielo:
– Eh, Jren [85], ¿por qué no has encendido los faroles?
Por un instante Jrénov se quedó asombrado, luego sintió pánico: ¿quién podía saber su apellido en el cielo? Después se dio cuenta de que era el piloto de un kukurúznik, que había encendido el motor y volaba por encima de él; por lo visto, quería lanzar víveres sobre la casa 6/1 y estaba enfadado porque no había ninguna indicación.
Todos los presentes en el refugio se giraron hacia Beriozkin: ¿Había sonreído, tal vez? Pero sólo a Glushkov le pareció que en los brillantes ojos vítreos del enfermo había aparecido una chispa de vitalidad. A la hora de comer el refugio se vació. Beriozkin continuaba acostado en silencio y Glushkov suspiraba: Beriozkin yacía y la tan esperada carta estaba a su lado, sin ser leída. Pivovárov y el mayor, el sustituto de Koshenkov, recientemente muerto, habían ido a atiborrarse de un borsch fabuloso y a pimplarse su ración de vodka. Glushkov sabe que ese borsch es excelente porque el cocinero ya se lo ha hecho probar. Y entretanto el comandante del regimiento, el jefe, no prueba bocado; apenas ha bebido un sorbo de agua de la jarra…
Glushkov abrió el sobre y, arrimándose al catre, leyó en voz baja, lenta y clara: «Hola, mi querido Vania, hola, amor mío, mi adorado…». Frunció el ceño y continuó descifrando en voz alta lo escrito. Leía al comandante, que yacía inconsciente, la carta de su mujer. Una carta que ya había sido leída por la censura militar, una carta tierna, triste y buena, una carta que sólo debería haber sido leída por un hombre en el mundo: Beriozkin.
Glushkov no se sorprendió demasiado cuando Beriozkin volvió la cabeza, alargó la mano y dijo:
– Déme eso.
Las líneas y las hojas de la carta temblaron en sus grandes y temblorosos dedos:
…Vania, aquí todo es muy bello. Vania, cuánto te echo de menos. Liuba no deja de preguntarme por qué papá no está con nosotras. Vivimos a orillas de un lago, la casa es cálida, la dueña tiene una vaca, leche, tenemos el dinero que nos enviaste, y yo por las mañanas salgo, y sobre el agua fría flotan las hojas amarillas y rojas de los arces, y todo alrededor está cubierto de nieve, por eso el agua es de un azul intenso, y las hojas son increíblemente amarillas increíblemente rojas. Y Liuba me pregunta: ¿por qué lloras? Vania, Vania, querido mío, gracias por todo, por todo, por tu bondad. ¿Por qué lloro? Es difícil explicarlo. Lloro porque vivo, lloro de pena porque Slava no está, y yo vivo; lloro de felicidad porque tú estás vivo, lloro cuando pienso en mamá, en mis hermanas, lloro por la luz de la mañana, porque todo alrededor es tan bello y hay tanta tristeza en todas partes, en mí, en todos. Vania, Vania, querido mío, mi bien amado…
Y ahora la cabeza le daba vueltas, todo alrededor se confundía, le temblaban los dedos y la carta temblaba en el aire candente.
– Glushkov -dijo Beriozkin-, hoy debo ponerme en condiciones. (A Támara le disgustaba esa expresión.) Dime, ¿funciona la caldera?
– La caldera está intacta. Pero ¿cómo piensa que va a ponerse mejor en un solo día? Tiene cuarenta grados, como el vodka; ¿cree que desaparecerán de golpe?
Con gran estruendo los soldados metieron rodando en el refugio un tonel de gasolina vacío.
Llenaron el tonel metálico hasta la mitad con el agua turbia del río que, tras ser calentada, despedía un vapor caliente.
Glushkov ayudó a Beriozkin a desvestirse y lo acompañó hasta el tonel.
– Está ardiendo, camarada teniente coronel -dijo, tocando con la mano la pared del recipiente y retirando la mano-. Se va a asar ahí dentro. He llamado al camarada comisario, pero estaba en una reunión con el comandante de la división. Sería mejor esperarlo.
– ¿Para qué?
– Si le pasara cualquier cosa, me pegaría un tiro. Y si no tuviera agallas, el camarada Pivovárov lo haría por mí.
– Venga, ayúdeme.
– Permítame al menos que llame al jefe del Estado Mayor.
– Ahora -dijo Beriozkin y, a pesar de que ese ronco y breve «ahora» había sido pronunciado por un hombre desnudo que apenas se tenía en pie, Glushkov dejó al instante de discutir.
Mientras se metía en el agua, Beriozkin gimió, lanzó un quejido, y Glushkov, sin perderle de vista, comenzó a gemir también y dio un paso hacia el recipiente.
«Como en una maternidad», se le ocurrió, quién sabe por qué.
Beriozkin perdió el conocimiento por un instante; su preocupación por la guerra, el calor de la fiebre, todo se confundió en una espesa niebla. De improviso se le paró el corazón y el agua insoportablemente caliente dejó de dolerle. Después volvió en sí y dijo a Glushkov:
– Hay que secar el suelo.
Pero Glushkov no perdió el tiempo con el agua que se desbordaba del recipiente. La cara amoratada del comandante del regimiento de pronto se volvió pálida, abrió la boca y sobre su cráneo afeitado asomaron gruesas gotas de sudor que a Glushkov le parecieron azuladas. Beriozkin estaba a punto de perder el conocimiento, pero cuando Glushkov intentó sacarlo del agua, dijo con voz firme:
– No, todavía no estoy listo.
Tuvo un acceso de tos, tras el cual Beriozkin ordenó sin tomar aliento:
– Añada un poco más de agua caliente.
Finalmente salió y Glushkov, al mirarlo, se sintió aún más desanimado.
Lo ayudó a secarse y a tumbarse en el catre, lo tapó con la colcha y varios capotes, y después lo arropó con todo lo que encontró en el refugio: lonas impermeables, chaquetones y pantalones guateados.
Cuando Pivovárov regresó al refugio, todo estaba en orden. Sólo flotaba el aire húmedo del vapor como en una casa de baños. Beriozkin yacía en silencio, adormecido. Pivovárov se inclinó sobre él.
«Tiene cara de hombre bueno -pensó Pivovárov-, Estoy seguro de que nunca ha firmado una delación.»
Durante todo el día a Pivovárov le había atormentado el recuerdo de su camarada de promoción, Shmelev al que cinco años antes había ayudado a desenmascarar como enemigo del pueblo. Durante esa siniestra y abrumadora calma le venía a la cabeza toda clase de tonterías entre ellas Shmelev, que durante la reunión pública le miraba de reojo con lástima y tristeza mientras escuchaba la lectura de la denuncia de su buen amigo Pivovárov.
A las doce en punto, Chuikov, pasando por encima del comandante de la división, telefoneó personalmente al regimiento acuartelado en la fábrica de tractores. Ese regimiento le daba muchas preocupaciones: el servicio de información le había comunicado que en ese distrito se estaban concentrando tanques y tropas de infantería alemanas.
– Y bien, ¿cómo están las cosas? -preguntó irritado-. ¿Quién dirige el regimiento? Batiuk me ha dicho que el comandante del regimiento tiene neumonía o algo así, y que quiere evacuarlo a la orilla izquierda. Una voz afónica le respondió:
– Soy yo, el teniente coronel Beriozkin, el que está al mando del regimiento. He tenido un resfriado, pero ahora estoy bien.
– Perfecto -dijo Chuikov como si se alegrara de la desgracia ajena-. Estás muy ronco, ya se encargarán los alemanes de darte leche caliente. Lo tienen todo preparado, no tardarán en atacar.
– Comprendido, camarada -dijo Beriozkin. -Ah, ¿has comprendido? -preguntó amenazante Chuikov-. Conviene que sepas que si se te pasa por la cabeza retroceder mí ponche de huevo no tendrá nada que envidiar a la leche de los alemanes.
Poliakov había acordado con Klímov dirigirse al regimiento durante la noche: el viejo deseaba tener noticias de Sháposhnikov.
Poliakov expresó sus intenciones a Grékov, que dijo en tono alegre:
– Vete, vete, padre, así descansarás un poco en la retaguardia y después nos explicarás cómo van las cosas por allí.
– ¿Con Katia? -preguntó Poliakov, imaginando por qué Grékov había dado tan rápido su consentimiento.
– Ya no están en el regimiento -dijo Klímov-. He oído que el comandante los envió al otro lado del Volga. Probablemente ya hayan visitado el registro civil en Ájtuba.
– ¿Es preciso que aplacemos el viaje? -preguntó Poliakov a Grékov con mordacidad-. ¿O quiere mandar una carta?
Grékov le lanzó una mirada rápida, pero respondió con voz calma:
– Ya lo habíamos acordado. Puede irse.
«Muy bien», pensó Poliakov. A las cinco de la madrugada salieron a través del estrecho pasadizo. A cada paso Poliakov se golpeaba con la cabeza contra los soportes y maldecía a Seriozha Sháposhnikov. Se sentía irritado y desconcertado por la intensidad del afecto que profesaba al muchacho.
El pasadizo se ensanchó y se sentaron a descansar un rato. Klímov le dijo, tomándole el pelo:
– ¿Qué llevas en la bolsa, un regalito?
– Que se vaya al infierno ese mocoso -dijo Poliakov-. Debería haber cogido un ladrillo para estampárselo en la cabeza.
– Sí, claro -dijo Klímov-. Por eso has querido venir conmigo y estás dispuesto a cruzar el Volga a nado. ¿O es a Katia a la que quieres ver? ¿Te estás muriendo de celos?
– Vamos -dijo Poliakov.
Pronto salieron a la superficie y tuvieron que caminar por tierra de nadie. Todo estaba completamente silencioso «¿Es posible que haya terminado la guerra?», pensó Poliakov, y le vino a la cabeza con una vivacidad extraordinaria su habitación: un plato de borsch sobre la mesa mientras su mujer limpiaba el pez que él había pescado. Le embistió una ola de calor.
Aquella noche el general Paulus dio la orden de atacar el sector de la fábrica de tractores de Stalingrado. Dos divisiones de infantería debían avanzar a través de la brecha abierta por los bombarderos, la artillería y los tanques. Desde medianoche los cigarrillos habían resplandecido en las manos ahuecadas de los soldados.
Noventa minutos antes del amanecer los motores de los Junkers empezaron a zumbar sobre los talleres de las fábricas. Una vez hubo comenzado el bombardeo no se produjeron suspensiones ni treguas, y si había una brevísima pausa en medio de aquel fragor incesante enseguida se llenaba con los silbidos de las bombas que impactaban contra el suelo con su carga de hierro. Daba la impresión de que el estruendo continuo y denso, como el hierro fundido, podía partir el cerebro a un hombre, partirle la columna vertebral.
Comenzaba a clarear, pero en el sector fabril la noche persistía. Parecía que fuera la tierra misma la que lanzara relámpagos, estruendo, humo y polvo negro.
El golpe más violento cayó sobre el regimiento de Beriozkin y la casa 6/1. En todos los lugares donde el regimiento estaba desplegado, los hombres ensordecidos se levantaban sobresaltados, comprendiendo que esta vez los alemanes habían desatado su vandalismo con una potencia inusitada, sembradora de muerte.
Klímov y el viejo, sorprendidos en el bombardeo, se precipitaron hacia tierra de nadie, donde había cráteres producidos por bombas de una tonelada que habían explotado a finales de septiembre. Algunos soldados del batallón de Podchufárov habían tenido tiempo de escapar de las trincheras cubiertas de tierra y corrían en la misma dirección.
La distancia entre las trincheras rusas y alemanas era tan ínfima que el bombardeo cayó en parte sobre la primera línea alemana, donde tropas de asalto aguardaban el ataque.
Poliakov tuvo la impresión de que a lo largo del Volga encrespado se había desencadenado, con toda su fuerza, el viento bajo de Astraján. Poliakov cayó de bruces varias veces y, al caer, olvidaba en qué mundo se encontraba, si era joven o viejo, qué había arriba y qué abajo. Pero Klímov continuaba arrastrándolo y dándole ánimos. Al final se refugiaron en un cráter enorme y se deslizaron hasta el fondo, húmedo y pegajoso. Allí la oscuridad era triple: se mezclaban la negrura de la noche, del humo y del polvo. Era la oscuridad de una cueva.
Yacían el uno al lado del otro; en la cabeza del viejo y del joven vivía una dulce luz, la sed de vivir. Y aquella luz, aquella conmovedora esperanza, era la que ardía en todas las cabezas, en todos los corazones, pero no sólo en los de los hombres: también en los corazones sencillos de las fieras y los pájaros.
Poliakov renegaba en voz baja, echando toda la culpa a Seriozha Sháposhnikov, y musitó: «Aquí es donde me ha traído ese Seriozha». Pero en su corazón era como si rezara.
Aquella explosión de violencia parecía demasiado extrema para poder prolongarse. Pero el tiempo pasaba y el rugido de las explosiones no cesaba; la niebla de humo negro en lugar de despejarse se espesaba, uniendo cada vez más estrechamente cielo y tierra.
Klímov encontró a tientas la áspera mano de trabajador del viejo soldado y la apretó, y el movimiento afectuoso que obtuvo como respuesta le consoló por un instante en aquella tumba descubierta. Una explosión cercana hizo que cayera sobre sus cabezas una lluvia de terrones y piedras. Varios fragmentos de ladrillo golpearon al viejo en la espalda. Cuando grandes capas de tierra se desprendieron de las paredes del agujero, les entraron náuseas. Allí estaban, en el agujero donde habían ido a esconderse para no volver a ver la luz; pronto los alemanes vendrían del cielo a cubrirlo de tierra, nivelando los bordes.
Por lo general, cuando iba en misión de reconocimiento, a Klímov no le gustaba llevarse compañía y se alejaba hacia la oscuridad lo más rápido posible, como un experimentado nadador parte de la orilla arenosa y se lanza a la lúgubre profundidad del mar abierto. Pero allí, en la fosa, estaba contento de tener a Poliakov a su lado.
El tiempo había perdido su flujo uniforme, se había vuelto loco, se lanzaba hacia delante, como una onda expansiva; de repente se congelaba, daba vueltas sobre si mismo como los cuernos de un carnero.
Sin embargo, al final los hombres levantaron la cabeza: el viento había arrastrado el humo y el polvo y flotaba una penumbra confusa. La tierra se apaciguó y aquel rugido continuo y compacto fue espaciándose en explosiones separadas. Un desagradable cansancio se apoderó de sus almas; parecía que hubieran exprimido de su interior todas sus fuerzas vivas para no dejar más que la angustia.
Cuando Klímov se puso en pie, vio a un soldado alemán que yacía a su lado. Allí estaba, cubierto de polvo y maltratado por la guerra, un alemán de pies a cabeza. Klímov no temía a los alemanes, estaba seguro de su propia fuerza, de su asombrosa capacidad para apretar el gatillo, lanzar granadas, asestar un golpe de culata o acuchillar un segundo antes que su adversario.
Pero ahora estaba desconcertado, asombrado ante el pensamiento de que, ensordecido y cegado, se había sentido consolado por la presencia de aquel alemán, cuya mano había confundido con la de Poliakov. Se miraron. Ambos habían sido abatidos por la misma fuerza, y ninguno de los dos se sentía capaz de luchar contra ella; parecía que esa fuerza no protegía a ninguno de los dos, sino que constituía una terrible amenaza para ambos.
Se examinaban en silencio, los dos habitantes de la guerra. El automatismo perfecto e infalible, el instinto de matar que tanto el uno como el otro poseían, no había funcionado.
Poliakov, sentado algo más lejos, miraba también la cara barbuda del alemán. Y aunque no le gustara quedarse callado durante mucho rato, esta vez guardaba silencio.
La vida era terrible. Era como si pudieran comprender, como si cada uno pudiera leer en los ojos del otro que la fuerza que los había empujado a aquel foso y les había hundido la cara en el barro continuaría oprimiéndoles después de la guerra, tanto a los vencedores como a los vencidos.
Como obedeciendo un acuerdo tácito se apresuraron a trepar al exterior del cráter exponiendo la espalda y la nuca a un tiro fácil, pero absolutamente seguros de que aquello no iba a ocurrir.
Poliakov resbaló, pero el alemán que se arrastraba a su lado no le ayudó y el viejo rodó hasta el fondo, renegando y maldiciendo la luz clara, hacia la cual se encaramó con renovada obstinación. Cuando Klímov y el alemán alcanzaron la superficie, los dos se pusieron a mirar uno hacia el este, el otro hacia el oeste-, no fuera a ser que sus jefes hubieran visto que los dos habían salido del mismo agujero sin haberse disparado. Luego, sin volverse, sin ni siquiera un adiós, ambos se dirigieron a sus respectivas trincheras a través de las colinas y los valles recién labrados, todavía humeantes.
Nuestra casa ya no está, la han arrasado -dijo asustado Klímov a Poliakov, que se afanaba en llegar a su lado-. ¿Es posible que os hayan matado a todos, hermanos míos?
En aquel instante los cañones y las metralletas abrieron fuego y la infantería alemana comenzó a avanzar. Las tropas alemanas habían dado inicio a la gran ofensiva. Aquél fue el día más duro de Stalingrado.
– Toda la culpa es de ese maldito de Seriozha -farfulló Poliakov.
Aún no comprendía lo que había pasado, que todos habían muerto en la casa 6/1, los sollozos y las exclamaciones de Klímov le irritaban.
Durante el ataque aéreo una bomba golpeó el local subterráneo donde estaba instalado el puesto de mando del batallón y enterró al comandante de regimiento Beriozkin, al comandante de batallón Dirkin y al telefonista, que se encontraban allí en ese momento. Sumidos en una oscuridad espesa, ensordecidos, ahogados por el polvo de ladrillo, Beriozkin en un primer momento pensó que estaba muerto, pero Dirkin, tras un breve momento de silencio, estornudó y preguntó:
– ¿Está vivo, camarada mayor?
– Sí -respondió Beriozkin.
Al oír la voz de su comandante, Dirkin recuperó su buen humor de siempre.
– Entonces, todo está en orden -dijo ahogándose por el humo, tosiendo y escupiendo, aunque a su alrededor no hubiera ningún orden.
Dirkin y el telefonista estaban cubiertos de cascajos y todavía no sabían si tenían algún hueso roto; no podían palparse. Una viga de hierro se combaba sobre sus cabezas y les impedía erguirse, pero era evidente que esa viga les había salvado la vida. Dirkin encendió una linterna. Envueltos en polvo, vieron algo espantoso. Sobre sus cabezas se agolpaban piedras, hierros retorcidos, cemento dilatado cubierto de aceite lubricante, cables rotos. Una sacudida de bomba más y de aquel estrecho refugio no quedaría nada en pie: el hierro y las piedras cederían sobre ellos.
Durante un rato permanecieron en silencio, acurrucados, mientras una fuerza frenética aporreaba contra los talleres.
«Estos talleres -pensó Beriozkin-, incluso muertos trabajan para la defensa: no resulta fácil quebrar cemento y hierro, destrozar un armazón.»
Después auscultaron las paredes, las palparon y comprendieron que no podrían salir por sus propias fuerzas.
El teléfono estaba intacto, pero mudo: el cable había sido cortado.
Apenas podían hablar porque el estruendo de las explosiones cubría sus voces y, a causa del polvo, les asaltaban continuos accesos de tos.
Beriozkin, que el día antes yacía en cama con fiebre alta, ahora no sentía debilidad. En la batalla su fuerza doblegaba a comandantes y oficiales. Pero no se trataba de una fuerza militar y guerrera: era la fuerza sencilla y razonable de un hombre. Pocos eran los que la conservaban y manifestaban en el infierno del combate, y precisamente los hombres que poseían esa fuerza humana, civil, familiar y razonable eran los verdaderos maestros de la guerra.
El bombardeo cesó y los tres hombres atrapados bajo las ruinas oyeron un zumbido metálico. Beriozkin se sonó la nariz, tosió y dijo:
– Aúlla una manada de lobos, los tanques se dirigen a la fábrica de tractores -y añadió-: Nosotros estamos en su camino.
Tal vez porque las cosas no podían ir peor, el comandante de batallón Dirkin entonó entre accesos de tos, con voz alta y alérgica, la canción de una película:
Qué alegría, hermanitos, qué bella es la vida.
Con nuestro jefe no se puede sufrir…
El telefonista pensó que el comandante de batallón había perdido la cabeza; pero, de todos modos, tosiendo y escupiendo, se unió a su canto:
Mi mujer me llorará, pero se volverá a casar.
Se volverá a casar; pronto me olvidará…
Mientras tanto, en la superficie, entre el estruendo del taller, rodeado de humo, polvo y el rugido de los tanques, Glushkov se despellejaba las manos y con los dedos ensangrentados retiraba piedras, trozos de hormigón, doblaba las barras del armazón. Glushkov trabajaba febrilmente, como un loco; sólo la locura podía ayudarle a mover pesadísimas vigas de hierro, a realizar un trabajo para el cual se necesitaría la fuerza de diez hombres,
Beriozkin volvió a ver la luz polvorienta y sucia, mezclada con el fragor de las explosiones, con el rugido de los tanques alemanes, los disparos de los cañones y las ametralladoras. Y sin embargo era la luz del día, suave y clara; y al verla, el primer pensamiento de Beriozkin fue: «Ves, Tamara, no tienes de qué preocuparte, ya te dije que no es nada terrible».
Los brazos firmes y vigorosos de Glushkov le rodearon. Con la voz entrecortada por los sollozos, Dirkin gritó: -Camarada comandante del regimiento, soy el comandante de un batallón muerto.
Hizo un círculo con la mano alrededor. -Vania está muerto. Nuestro Vania está muerto. Señaló el cadáver del comisario del batallón que yacía de costado en un aterciopelado charco de sangre negra y aceite.
En comparación, el puesto de mando del regimiento había sufrido pocos daños; sólo la mesa y la cama habían quedado sepultadas bajo la tierra.
Al ver a Beriozkin, Pivovárov maldijo alegremente y se precipitó hacia él.
– ¿Estamos en contacto con los batallones? -le preguntó Beriozkin-. ¿Qué hay de la casa 6/1? ¿Cómo está Podchufárov? Dirkin y yo quedamos atrapados en una ratonera, sin comunicación, sin luz. No sé quién está vivo y quién muerto, dónde estamos, dónde están los alemanes… No sé nada. ¡Déme un informe! Mientras vosotros combatíais, nosotros cantábamos.
Pivovárov le comunicó las pérdidas. Todos los ocupantes de la casa 6/1 habían muerto, incluido aquel escandaloso Grékov; sólo se habían salvado dos: un explorador y un viejo miliciano. Pero el regimiento había resistido el asalto alemán, y los hombres que todavía estaban vivos, vivían.
El teléfono sonó, y los oficiales, que se habían girado a mirar al soldado de transmisiones, comprendieron por su cara que al otro lado de la línea estaba el comandante supremo de Stalingrado.
El soldado pasó el auricular a Beriozkin; la recepción era nítida y los soldados, que entretanto permanecían callados, oyeron con claridad la voz grave y fuerte de Chuikov.
– ¿Beriozkin? El comandante de la división está herido, el segundo jefe y el jefe del Estado Mayor han muerto. Le ordeno que asuma el mando de la división.
Después de una pausa, añadió con voz autoritaria y comedida:
– Has comandado el regimiento en condiciones imposibles, infernales, pero has aguantado el golpe. Te doy las gracias. Te abrazo, querido. Buena suerte.
Había comenzado la guerra en los talleres de la fábrica de tractores. Los vivos seguían vivos.
En la casa 6/1 se había hecho el silencio. De las ruinas no salía ni un disparo. Era evidente que la fuerza principal del ataque aéreo había recaído sobre la casa. Las paredes que aún quedaban en pie se habían derrumbado y el montículo de piedras se había nivelado. Los tanques alemanes abrían fuego contra el batallón de Podchufárov, mimetizándose con los restos de la casa muerta.
Las ruinas de la casa, que hasta hace poco constituían un terrible peligro para los alemanes, se habían transformado en un refugio seguro.
A lo lejos, los montones de ladrillos parecían enormes trozos de carne mojada y humeante, y los soldados alemanes de uniforme gris verdoso pululaban, como insectos zumbantes y excitados, entre los bloques de ladrillos de aquella casa desolada.
– Ahora mismo asumirás el mando del regimiento -dijo Beriozkin a Pivovárov, y añadió-: Durante toda la guerra mis superiores jamás se han sentido satisfechos conmigo. Y ahora que me he quedado sentado sin hacer nada, bajo tierra, cantando canciones, voy y recibo el agradecimiento de Chuikov, que me confía el mando de una división entera. Pero cuidado, no te dejaré pasar una.
Shtrum, liudmila y Nadia llegaron a Moscú en unos días fríos en que la ciudad estaba cuajada de nieve. Aleksandra Vladímirovna no había querido interrumpir su trabajo en la fábrica y se había quedado en Kazan, a pesar de que Shtrum le había prometido que le conseguiría un trabajo en el Instituto Kárpov.
Eran días extraños, días en que la felicidad y la inquietud coexistían en los corazones. Parecía que los alemanes continuaban siendo fuertes y amenazadores, como si estuvieran preparando una nueva ofensiva.
No había ningún signo evidente de que la guerra hubiera experimentado un giro decisivo. No obstante, todo el mundo quería regresar a Moscú. Era lógico y natural, así como legítima era la decisión del gobierno de trasladar a la capital algunas instituciones que habían sido evacuadas.
La gente presagiaba ya el signo secreto de aquella primavera de guerra. Y con todo, la capital parecía triste y lúgubre en aquel segundo invierno de guerra.
Montones de nieve sucia cubrían las aceras. A las afueras de la ciudad había, como en el campo, pequeños senderos que comunicaban cada una de las casas con las paradas del tranvía y las tiendas de comestibles. A menudo se veían los tubos de hierro de estufas improvisadas echando humo a través de las ventanas, y las paredes de los edificios estaban cubiertas por una capa de hollín amarillo y congelado.
Los moscovitas, ataviados con pellizas cortas y pañuelos, tenían un aire provinciano, casi campesino.
En el trayecto desde la estación, Víktor Pávlovich miraba el rostro sombrío de Nadia. Estaban sentados sobre el equipaje en la parte trasera de un camión.
– ¿Y bien, mademoiselle? -preguntó Shtrum-. ¿Te imaginabas así Moscú en tus sueños de Kazán?
Nadia, molesta porque su padre había adivinado su estado de ánimo, no contestó.
Víktor Pávlovich se puso a disertar:
– El hombre no entiende que las ciudades construidas por él no son parte integrante de la naturaleza. Si quiere defender su cultura de los lobos, de las tormentas de nieve o de las malas hierbas no puede permitirse soltar el fusil, la pala o la escoba. Basta con que se quede mirando las musarañas, que se distraiga uno o dos años, para que todo se vaya a pique: los lobos salen del bosque, los cardos florecen y todo queda sepultado bajo la nieve y el polvo. ¡Cuántas grandes capitales han sucumbido bajo el polvo, la nieve y la maleza!
Shtrum deseaba que también Liudmila, sentada en la cabina al lado del conductor, escuchase sus divagaciones. Se inclinó sobre un lado del camión y preguntó a través de la ventana medio bajada:
– ¿Estás cómoda, Liuda?
– Es bien sencillo -replicó Nadia-, los barrenderos no han quitado la nieve. ¿A qué viene esa historia de la muerte de las culturas?
– No seas tonta -respondió Shtrum-.Mira esos bancos de hielo.
El camión dio una sacudida repentina y todos los bultos y las maletas saltaron en el aire, junto con Nadia y Shtrum. Se miraron y se echaron a reír.
¡Qué extraño era todo! ¿Cómo podría haber imaginado que lograría realizar su obra más importante en Kazan, durante un año de guerra, con todos los sufrimientos y vagabundeos que eso comportaba?
Esperaba sentir sólo una emoción solemne mientras se acercaba a Moscú. Esperaba que su pesar por su madre Anna Semiónovna, Tolia, Marusia, el pensamiento de las victimas que había en el seno de casi todas las familias, se mezclaría con la felicidad del regreso y llenaría su alma. Pero nada había sucedido según las expectativas.
Durante el viaje Shtrum se había enfadado por toda clase de tonterías. Le había irritado que Liudmila Nikoláyevna se pasara todo el trayecto durmiendo y no mirara por la ventana aquella tierra que su hijo había defendido. Mientras dormía, Liudmila roncaba con fuerza, y un herido de guerra que pasó por delante del vagón exclamó al oírla:
– ¡Vaya, aquí sí que tenemos a un auténtico soldado de la guardia!
Nadia también le sacaba de sus casillas: con un egoísmo atroz elegía de la bolsa los bizcochos más dorados mientras que su madre recogía con escrúpulo los restos de la comida que dejaba. Y además, en el tren, Nadia había adoptado un tono estúpido y burlón en relación con su padre. Shtrum había oído por casualidad cómo decía en el compartimiento vecino: «Mi papá es un gran entendido en música e incluso sabe tocar el piano».
Las personas con las que viajaban en el compartimiento hablaban del alcantarillado de Moscú y la calefacción central, de la gente descuidada que no pagaba el alquiler y acababa perdiendo su alojamiento, y también acerca de los productos alimenticios que más convenía llevar a Moscú. A Shtrum le irritaban las conversaciones sobre temas domésticos, pero también él hablaba del administrador de la casa, de las cañerías del agua, y por la noche, cuando no podía conciliar el sueño, se preguntaba si no habrían cortado el teléfono y pensaba que tenía que conseguir cartillas de racionamiento.
Una vieja huraña encargada de hacer la limpieza en los vagones había encontrado, cuando barría el compartimiento, un hueso de gallina lanzado por Shtrum debajo de un asiento.
– Hay que ver -dijo-, menudos cerdos; y luego se hacen pasar por gente culta.
En Múrom, mientras caminaban por el andén, Shtrum y Nadia pasaron por delante de unos muchachos vestidos con chaquetas de cuello de astracán. Uno de los más jóvenes dijo:
– Mira, ahí tenemos un Abraham que vuelve de la evacuación.
– Sí -especificó otro-, Abraham se da prisa por recibir la medalla de la defensa de Moscú.
En la estación de Kanash, el tren se detuvo frente a un convoy de prisioneros. Los centinelas patrullaban a lo largo de los vagones de ganado, y contra las minúsculas ventanas enrejadas se apretaban las caras pálidas de los prisioneros, que gritaban: «Tabaco», «dadnos de fumar».
Los centinelas los insultaban y les obligaban a apartarse de las ventanillas.
Por la noche Shtrum se acercó al vagón vecino, donde viajaban los Sokolov. Maria Ivánovna, con la cabeza cubierta por un pañuelo de colores, estaba preparando las camas; Piotr Lavrénrievich dormiría en la litera inferior, ella, en la superior. Absorbida por la preocupación de si su marido estaría cómodo, respondía a las preguntas de Shtrum con aire distraído, olvidándose incluso de preguntar por Liudmila Nikoláyevna.
Sokolov bostezaba, se quejaba de que el calor del vagón le tenía agotado. Por alguna razón a Víktor le ofendió que Sokolov se mostrara ausente, por no hablar de la tibia bienvenida que le había dispensado.
– Es la primera vez en mi vida -dijo Shtrum- que veo a un marido obligar a su mujer a dormir en la litera de arriba, mientras que él se queda la de abajo.
Pronunció aquellas palabras en un tono irritado, y se asombró de que esa circunstancia le crispara hasta tal punto.
– Es lo que hacemos siempre -dijo Maria Ivánovna-.
Piotr Lavrénrievich se ahoga si duerme arriba, pero a mí me da igual.
Y le dio un beso en la sien a Sokolov.
– Bueno, me voy -dijo Shtrum. Y volvió a sentirse ofendido de que los Sokolov no intentaran retenerle.
Por la noche, hacía un calor sofocante en el vagón. Le venían a la mente toda clase de recuerdos: Kazan, Karímov, Aleksandra Vladímirovna, las conversaciones con Madiárov, su estrecho despacho en la universidad… Qué ojos tan encantadores y angustiados tenía Maria Ivánovna cuando Shtrum visitaba la casa de los Sokolov y pasaban la velada discutiendo de política. No había en ellos ese aire distraído y extraño que tenían hoy en el vagón.
«¡No hay derecho! -pensó-. Él duerme abajo, donde se está más cómodo y hace menos calor. Eso sí que es aplicar el Domostrói [86].»
Y enfadado con Maria Ivánovna, a la que consideraba la mejor de las mujeres, buena y dulce, pensó: «Es una coneja con la nariz roja. Piotr Lavréntievich es un hombre difícil donde los haya. Parece amable y comedido, pero en realidad es arrogante, reservado y vengativo. Sí, menuda cruz aguanta la pobre».
Sin lograr conciliar el sueño, se esforzaba en pensar en los amigos que pronto vería de nuevo, en Chepizhin y muchos otros que ya conocían su trabajo. ¿Cómo le acogerían? ¿Qué dirían Gurévich y Chepizhin? A fin de cuentas, volvía como vencedor.
Recordó que Márkov, que se había ocupado de todos los pormenores de la nueva planta experimental, no llegaría a Moscú hasta dentro de una semana y que sin él no podría comenzar el trabajo. «Es una lástima que Sokolov y yo sólo seamos unos desmañados, unos teóricos con las manos torpes, inútiles…»
Sí, vencedor, vencedor.
Pero estos pensamientos discurrían perezosos, se interrumpían.
Todavía veía en su cabeza las imágenes de aquellos hombres que gritaban «tabaco», «cigarrillos», y los jóvenes que le habían llamado Abraham. Un día, Postóyev había formulado en su presencia un extraño comentario a Sokolov; le estaba hablando del trabajo de un joven físico, Landesman, y Postóyev dijo: «¿Y qué más nos aporta Landesman ahora que Víktor Pávlovich ha sorprendido al mundo con un descubrimiento de primer orden?». Luego abrazó a Sokolov y añadió: «En cualquier caso, lo más importante es que usted y yo somos rusos».
¿Habrían cortado el teléfono? ¿Funcionaría el gas? ¿Acaso la gente, más de cien años antes, cuando regresaba a Moscú tras la derrota de Napoleón, pensaría en estas tonterías?
El camión paró muy cerca de su casa, y los Shtrum volvieron a ver las cuatro ventanas de su apartamento con las cruces de papel azul que habían pegado en los cristales durante el pasado verano, la puerta principal, los tilos en los márgenes de las aceras, el letrero con la inscripción «leche» y la placa del administrador de la casa en la puerta.
– Bueno, no creo que el ascensor funcione -dijo Liudmila Nikoláyevna, y volviéndose al conductor, le preguntó-: Camarada, ¿no podría ayudarnos a subir las cosas al segundo piso?
– Claro que sí -respondió el conductor-. Pero tendrán que pagarme con pan.
Descargaron el coche y dejaron a Nadia al cuidado del equipaje, mientras Shtrum y su mujer subían al apartamento. Ascendieron las escaleras despacio, sorprendiéndose de que nada hubiera cambiado: la puerta del primer piso revestida aún de hule negro, los familiares buzones… Qué extraño que las calles, las casas, las cosas que uno olvidaba no desaparecieran; qué extraño reencontrarlas, y volverse a ver entre ellas.
Una vez Tolia, cansado de esperar el ascensor, había subido corriendo al segundo piso y desde lo alto había gritado a Shtrum: «¡Eh, ya estoy en casa!».
– Descansemos en el rellano, te estás ahogando -dijo Víktor Pávlovich.
– Dios mío -exclamó Liudmila Nikoláyevna-. Mira en qué estado se encuentra la escalera. Mañana iré a ver al administrador. Obligaré a Vasili Ivánovich a organizar los turnos de limpieza.
Ahí estaban de nuevo, frente a la puerta de su casa, el marido y su mujer.
– ¿Quieres abrir tú la puerta?
– No, no, ¿por qué? Abre tú; eres el dueño de la casa
Entraron en el piso e inspeccionaron todas las habitaciones sin quitarse los abrigos.
Liudmila tocó con la mano el radiador, levantó el auricular del teléfono, sopló y dijo:
– Bueno, ¡parece que el teléfono funciona!
Después entró en la cocina y dijo:
– Hay agua; podemos utilizar los lavabos.
Se acercó al hornillo e intentó encender el gas, pero lo habían cortado.
Señor, Señor, al fin había acabado todo. El enemigo había sido detenido. Habían vuelto a casa. Parecía que fuera ayer aquel sábado 21 de junio de 1941… ¡Todo estaba igual, y todo había cambiado! Eran personas diferentes las que habían franqueado el umbral de la casa, tenían otros corazones, otro destino, vivían en otra época. ¿Por qué todo era tan cotidiano y al mismo tiempo generaba tanta ansiedad? ¿Por qué la vida de antes de la guerra, la vida que habían perdido, les parecía ahora tan bella y feliz? ¿Por qué les atormentaba tanto el pensamiento del mañana? Cartillas de racionamiento, permisos de residencia, el cupo de electricidad, el ascensor que funciona, el ascensor averiado, la suscripción a los periódicos… De nuevo, por la noche, oír desde la cama el viejo reloj dando las horas.
Mientras seguía a su mujer, Shtrum se acordó de repente de aquel día de verano en que había viajado a Moscú, cuando la hermosa Nina había bebido vino con él; la botella vacía todavía estaba en la cocina, cerca del fregadero.
Recordó la noche en que leyó la carta de su madre que le había traído el coronel Nóvikov, y su partida repentina a Cheliabinsk. Era allí donde había besado a Nina, donde una horquilla se le desprendió de los cabellos y no lograron encontrarla. De pronto le sobrecogió el miedo. ¿Y si aparecía la horquilla en el suelo? ¿Y si Nina se había olvidado la barra de labios o la polvera?
En aquel instante el conductor, respirando pesadamente, soltó la maleta y tras mirar la habitación preguntó:
– ¿Todo este espacio es vuestro?
– Sí -respondió Shtrum con aire culpable.:
– Nosotros tenemos ocho metros cuadrados para seis personas -dijo el conductor-. Mi vieja mujer duerme durante el día, cuando todo el mundo está en el trabajo, y se pasa la noche sentada en una silla.
Shtrum se aproximó a la ventana. Nadia estaba haciendo guardia junto al equipaje que habían descargado del camión, dando saltos y soplándose los dedos.
«Querida Nadia, querida hija indefensa, ésta es la casa donde naciste.»
El conductor subió una bolsa de comida y un portamantas lleno de ropa de cama; se sentó en una silla y comenzó a liarse un cigarrillo.
Parecía tan preocupado por la cuestión de la vivienda que incluso obsequió a Shtrum con comentarios acerca de las recomendaciones oficiales en materia de higiene y sobre los empleados de la Dirección Regional de la Vivienda que aceptaban sobornos.
De la cocina llegaba ruido de cacerolas.
– Una auténtica ama de casa -dijo el conductor, y le guiñó el ojo a Shtrum.
Shtrum miró otra vez por la ventana.
– Todo en orden -dijo el conductor-. Les daremos una tunda a los alemanes en Stalingrado, la gente volverá en masa de la evacuación y el tema de la vivienda empeorará aún más. Hace poco volvió a la fábrica un obrero que había resultado herido dos veces. Su casa, naturalmente, había sido bombardeada, así que a él y a su familia los instalaron en un sótano insalubre; y su mujer, por supuesto, estaba encinta, y sus dos hijos eran tuberculosos. El sótano se les inundó y el agua les llegaba a la altura de las rodillas. Pusieron tablas sobre los taburetes y así se desplazaban de la cama a la mesa, de la mesa al hornillo. Luego el hombre comenzó a presentar solicitudes. Escribió al comité del Partido, al raikom; escribió incluso a Stalin; pero no obtuvo más que promesas. Una noche cogió a su mujer, sus hijos y sus trastos y se instaló en el cuarto piso que estaba reservado para el soviet del distrito. Una habitación de ocho metros y cuarenta y tres centímetros. ¡Vaya escándalo se armó! Fue llamado por el fiscal, que le dijo que debía desalojar la habitación en veinticuatro horas o le caerían cinco años en un campo y sus hijos serían internados en un orfanato. ¿Qué hizo él? Había recibido condecoraciones en la guerra, de modo que se las clavó en el pecho, en carne viva, y se colgó allí mismo, en el taller, durante la pausa del almuerzo. Los muchachos se dieron cuenta, cortaron la cuerda y la ambulancia se lo llevó a toda prisa al hospital. En un abrir y cerrar de ojos le dieron lo que pedía, antes incluso de que saliera del hospital.
Ha tenido suerte: el espacio es pequeño, pero con todas las comodidades. Le salió bien la jugada.
Cuando el conductor terminó de contar la historia, hizo su entrada Nadia.
– Y si roban el equipaje, ¿quién se hace responsable? -preguntó el conductor.
Nadia se encogió de hombros y dio una vuelta por las habitaciones, soplándose los dedos congelados.
En cuanto Nadia entró en la casa, Shtrum se sintió de nuevo irritado.
– Al menos desabróchate el cuello -le dijo, pero Nadia le dio la espalda y gritó en dirección a la cocina:
– ¡Mamá, me muero de hambre!
Liudmila Nikoláyevna desplegó una energía tan extraordinaria aquel día que Shtrum pensó que, si hubieran dispuesto de semejante fuerza en el frente, los alemanes habrían retrocedido cien kilómetros más desde Moscú.
El fontanero encendió la calefacción; las tuberías se hallaban en buen estado, aunque, a decir verdad, apenas calentaban. Llamar al hombre del gas no fue tarea fácil. Liudmila Nikoláyevna logró hablar por teléfono con el director de la red de gas, que envió a un empleado del servicio de reparaciones. Liudmila Nikoláyevna encendió todos los quemadores, colocó encima las planchas y, aunque la llama era débil, pudieron quitarse los abrigos. Después de los servicios del conductor, el fontanero y el hombre del gas, la bolsa del pan se había aligerado considerablemente.
Hasta bien entrada la noche, Liudmila Nikoláyevna se ocupó de las tareas domésticas. Envolvió la escoba con un trapo y quitó el polvo del techo y las paredes. Limpió la araña, sacó las flores secas a la escalera de servicio, reunió un montón de cachivaches, papeles viejos y trapos; Nadia, refunfuñando, tuvo que bajar tres veces el cubo de la basura.
Liudmila Nikoláyevna lavó toda la vajilla de la cocina y el comedor, y Víktor Pávlovich, bajo sus órdenes, secó los platos, los tenedores y los cuchillos, pero su mujer no le confió el servicio de té. Se puso a hacer la colada en el lavabo, desheló la mantequilla sobre el fuego y seleccionó las patatas que habían traído de Kazán.
Shtrum llamó por teléfono a Sokolov y respondió María Ivánovna.
– He mandado a Piotr Lavréntievich a la cama; estaba cansado del viaje, pero si se trata de un asunto urgente, lo despierto.
– No, no, sólo quería charlar con él -explicó Shtrum.
– Estoy tan contenta -dijo Maria Ivánovna-. Sólo tengo ganas de llorar.
– Venga a vernos -le propuso Shtrum-. ¿Quiere visitarnos esta noche?
– Ni hablar; hoy, imposible -dijo riendo Maria Ivánovna-. ¡Con todo el trabajo que tenemos Liudmila y yo!
Maria le preguntó sobre el racionamiento de la electricidad, las cañerías del agua, y Víktor, inesperadamente brusco, la interrumpió:
– Ahora llamo a Liudmila; ella continuará con usted esta conversación sobre tuberías.
Y enseguida añadió en tono jocoso:
– ¡Qué pena tan grande que no pueda venir! Habríamos leído el poema de Flaubert Max y Maurice.
Pero ella no respondió a la broma.
– La llamaré más tarde -replicó-. Con todo el trabajo que me está dando una sola habitación, me imagino lo que será para Liudmila.
Shtrum comprendió que la había ofendido con su tono grosero. Y de repente deseó estar en Kazán. ¡Qué extraño es el ser humano!
Después Shtrum intentó llamar a los Postóyev, pero su teléfono parecía estar cortado.
Telefoneó a su colega, el doctor en ciencias Gurévich, pero los vecinos le dijeron que se había ido con su hermana a Sokólniki.
Llamó a Chepizhin, pero nadie contestó. De repente sonó el teléfono y una voz de chico preguntó por Nadia, que en ese momento estaba haciendo su enésimo viaje con el cubo de basura.
– ¿De parte de quién? -preguntó Shtrum, severo.
– No tiene importancia, un conocido.
– Vitia, ya has hablado demasiado por teléfono, ayúdame a mover el armario -le llamó Liudmila Nikoláyevna.
– ¿Con quién quieres que hable? Nadie me necesita en Moscú -dijo Shtrum-. Si al menos me dieras algo que llevarme al estómago… Sokolov se ha llenado la panza y se ha ido a dormir ya.
Daba la impresión de que Liudmila sólo había aportado más desorden a la casa: había pilas de ropa por doquier, platos fuera de las estanterías amontonados en el suelo; cacerolas, tinas y sacos impedían el paso por las habitaciones y el pasillo.
Shtrum pensaba que Liudmila tardaría un tiempo en entrar en la habitación de Tolia, pero estaba equivocado. Con los ojos inquietos y las mejillas sonrosadas, Liudmila le dijo:
– Vitia, Víktor, deja el jarrón chino en la habitación de Tolia, sobre la estantería. Lo he lavado.
El teléfono volvió a sonar. Oyó a Nadia responder:
– ¡Hola! No, no había salido. Mi madre me mandó bajar la basura.
Pero Liudmila Nikoláyevna le apremiaba:
– Échame una mano, Vitia, no te duermas, hay mucho que hacer.
¡Qué poderoso instinto anida en el alma femenina!
¡Qué instinto más fuerte y sencillo!
Por la noche el caos había sido vencido, las habitaciones estaban caldeadas y habían comenzado a mostrar el aspecto que tenían antes de la guerra.
Cenaron en la cocina. Liudmila Nikoláyevna horneó algunas tortas secas y cocinó albóndigas de mijo con las gachas preparadas por la tarde.
– ¿Quién te ha llamado? -preguntó Shtrum a su hija.
– Bueno, un chico -respondió Nadia, y se echó a reír-.
Hace cuatro días que me estaba llamando y hoy por fin me ha encontrado.
– ¿Le escribías o qué? ¿Le has avisado de que llegábamos? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
Nadia, irritada, arrugó la frente y se encogió de hombros.
– Yo estaría contento incluso si me telefoneara un perro -dijo Shtrum.
Durante la noche Víktor Pávlovich se despertó. Liudmila, en camisón, estaba ante la puerta abierta de la habitación de Tolia y decía:
– Ya ves, Tólenka, he tenido tiempo de arreglar también tu habitación, y al verla, nadie pensaría que ha habido una guerra, mi querido niño…
A su regreso de la evacuación, los científicos se reunieron en una de las salas de la Academia de las Ciencias. Todos aquellos hombres, viejos y jóvenes, pálidos, calvos, de ojos grandes o pequeños y penetrantes, de frente alta o baja, al reunirse, percibían una de las formas más elevadas de poesía que existe, la poesía de la prosa.
Sábanas húmedas y páginas enmohecidas de libros abandonados durante demasiado tiempo en habitaciones sin caldear, clases impartidas con el abrigo puesto y el cuello subido, fórmulas escritas con los dedos rojos y congela, dos, ensalada moscovita hecha a base de patatas viscosas y algunas hojas de col rotas, los empujones por los cupones de comida, el pensamiento tedioso de las listas en las que había que inscribirse para obtener pescado salado una ración suplementaria de aceite… Todo aquello de repente perdió importancia. Los conocidos, al encontrarse se profesaban ruidosas muestras de afecto.
Shtrum vio a Chepizhin en compañía del académico Shishakov.
– ¡Dmitri Petróvichi ¡Dmitri Petróvich! -repitió Shtrum, mirando aquella cara que le era tan querida.
Chepizhin lo abrazó.
– ¿Le escriben sus chicos desde el frente? -preguntó Shtrum.
– Sí, sí, están bien.
Y por la manera en que Chepizhin frunció el ceño, sin sonreír, Shtrum entendió que estaba al corriente de la muerte de Tolia.
– Víktor Pávlovich -dijo-. Transmita a su mujer mis más profundos respetos. Los míos y los de Nadiezhda Fiódorovna.
Y enseguida añadió:
– He leído su trabajo, es muy interesante, es un trabajo importante, mucho más de lo que pueda parecer a primera vista. ¿Comprende?, más interesante de lo que actualmente podamos imaginarnos.
Y besó a Shtrum en la frente.
– Pero qué dice; tonterías, tonterías -rebatió Shtrum, sintiéndose confuso y feliz al mismo tiempo.
Mientras se dirigía a la reunión, le asaltaban los pensamientos más variados: ¿quién habría leído su trabajo? ¿Qué habrían dicho de él? ¿Y si nadie lo había leído?
Añora, tras las palabras de Chepizhin, le invadió la certeza de que sólo se hablaría de él y de su descubrimiento.
Shishakov estaba allí al lado, y Shtrum tenía ganas de contarle a su amigo infinidad de cosas que no pueden decirse en presencia de un extraño, especialmente en presencia de Shishakov.
Cuando Shtrum miraba a Shishakov, a menudo le venía a la cabeza la graciosa definición de Gleb Uspenski: «Un búfalo piramidal».
La cara cuadrada y carnosa de Shishakov, su boca arrogante e igualmente carnosa, sus dedos rechonchos con las uñas pulidas, sus cabellos de erizo color gris plata, sus trajes siempre bien cortados: todo aquello apabullaba a Shtrum. Cada vez que se encontraba con él se descubría pensando: «¿Me reconocerá?», «¿Me saludará?». Y furioso consigo mismo, se alegraba cuando Shishakov pronunciaba despacio, con sus labios carnosos, palabras que tenían algo bovino, pulposo.
– ¡Un toro altivo! -había dicho Shtrum a Sokolov una vez, refiriéndose a Shishakov-. Me hace sentir tan intimidado como un judío de shtetl en presencia de un coronel de caballería.
– Y pensar -proseguía Sokolov- que es conocido en todas partes por no haber reconocido un positrón en una fotografía.
¡Todos los estudiantes de doctorado están al corriente del error del académico Shishakov!
Sokolov muy raramente hablaba mal de la gente, en parte por prudencia, en parte por un sentido religioso que le prohibía juzgar al prójimo. Pero Shishakov le causaba a Sokolov una irritación irrefrenable, y Piotr Lavréntievich a menudo lo criticaba, se mofaba de él. No podía contenerse.
Se pusieron a hablar de la guerra.
– El avance alemán ha sido frenado en el Volga -dijo Chepizhin-. Ahí está la fuerza del Volga. ¡Agua viva, una fuerza viva!
– Stalingrado, Stalingrado -dijo Shishakov-, El triunfo de nuestra estrategia y la determinación de nuestro pueblo.
– Alekséi Alekséyevich, ¿está enterado de la última obra de Víktor Pávlovich? -le preguntó Chepizhin de repente.
– He oído hablar de ella, por supuesto, pero todavía no la he leído.
La cara de Shishakov no dejaba entrever qué era lo que había oído decir exactamente de la obra de Shtrum.
Shtrum miró largo rato a los ojos de Chepizhin. Quería que su viejo amigo y maestro comprendiera todo por lo que había pasado, que adivinara sus privaciones y sus dudas. Pero los ojos de Shtrum también descubrieron tristeza, los pensamientos lúgubres y el cansancio senil de Chepizhin.
Sokolov se les acercó y mientras Chepizhin le estrechaba la mano, el académico Shishakov deslizó su mirada despectiva sobre la vieja chaqueta de Piotr Lavréntievich. En cambio, cuando Postóyev se unió a ellos, Shishakov sonrió satisfecho con toda la carne de su gruesa cara y exclamó:
– ¡Buenos días, buenos días, amigo! He aquí alguien a quien me alegro de ver.
Intercambiaron información sobre sus respectivas mujeres, hijos, dachas, estado de salud, como grandes, grandísimos señores.
Shtrum susurró a Sokolov:
– ¿Qué tal se han instalado? ¿Su casa está caldeada?
– De momento no estamos mejor que en Kazán. Masha ha insistido en que le saludara de su parte. Lo más probable es que mañana pase a visitarles.
– Estupendo -dijo Shtrum-. Comenzábamos a echarla de menos, acostumbrados como estábamos en Kazán a verla cada día.
– Ya, cada día-repitió Sokolov-. Para mí que Masha iba a verles al menos tres veces al día. Llegué a proponerle que se fuera a vivir con ustedes.
Shtrum se echó a reír y pensó que su risa no sonaba del todo espontánea. El académico Leóntiev, un matemático narigudo, con un imponente cráneo calvo y unas gafas enormes de montura amarilla, entró en la sala. Una vez, cuando Shtrum y él vivían en Gaspra, habían ido juntos a Yalta.
Habían bebido mucho vino en una tienda; luego habían entrado tambaleándose en la cantina de Gaspra y entonado una canción indecente, que alarmó al personal y provocó las risas de los veraneantes. Al ver a Shtrum, Leóntiev sonrió. Víktor bajó ligeramente la mirada, esperando a que Leóntiev le dijera algo acerca de su trabajo.
Pero al académico, en cambio, le vinieron a la cabeza sus aventuras en Gaspra; hizo un gesto con la mano y gritó:
– Bueno, Víktor Pávlovich, ¿qué tal si cantáramos un poco?
Entró un joven con el pelo oscuro que llevaba puesto un traje negro, y Shtrum se dio cuenta de que el académico Shishakov se precipitaba a saludarlo.
Al joven también se le acercó Suslakov, encargado de asuntos importantes a la par que misteriosos en el presídium de la Academia: se sabía que su ayuda era más útil que la del presidente para poder trasladar a un doctor en ciencias de Alma-Ata a Kazán o para obtener un apartamento. Era un hombre de rostro cansado, de esos que trabajan por la noche, con las mejillas ajadas de color ceniza; pero todo el mundo necesitaba de su apoyo.
Todos se habían acostumbrado a que Suslakov fumara Palmira durante las asambleas, mientras que los académicos fumaban tabaco ordinario, y que al salir de la Academia no fueran las celebridades las que se ofrecieran a llevarle en su automóvil sino que fuera él quien, encaminándose a su ZIS, invitara a las celebridades con un «Venga, que le doy un paseo».
Ahora Shtrum, observando la conversación entre Suslakov y el joven de pelo oscuro, se daba cuenta de que este último no le estaba pidiendo ningún favor: por elegante que sea la manera de pedir siempre se puede adivinar quién está pidiendo a quién; aun al contrario, el joven parecía estar deseando que la conversación acabara lo antes posible. El joven saludó a Chepizhin con un respeto reverencial, pero ese respeto estaba teñido de un desprecio imperceptible, y sin embargo, al mismo tiempo, perfectamente palpable.
– A propósito, ¿quién es ese joven con aires de gran señor? -preguntó Shtrum.
Postóyev le respondió a media voz:
– Trabaja desde hace poco en la sección científica del Comité Central.
– ¿Sabe? -dijo Shtrum-, tengo una sensación asombrosa. Me parece que nuestra tenacidad en Stalingrado es la misma tenacidad que la de Newton y Einstein, que la victoria en el Volga significa el triunfo de las ideas de Einstein. Bueno, ya entiende lo que quiero decir.
Shishakov soltó una risa de perplejidad y negó ligeramente con la cabeza.
– ¿Es posible que no me entienda, Alekséi Alekséyevich? -dijo Shtrum.
– Oscuras aguas nebulosas -dijo sonriendo el joven de la sección científica, que apareció de improviso al lado de Shtrum-. Supongo que la supuesta teoría de la relatividad nos permite establecer un vínculo entre el Volga ruso y Albert Einstein.
– ¿Por qué supuesta? -preguntó Shtrum asombrado, y arrugó el entrecejo ante la hostilidad maliciosa de la que estaba siendo objeto.
Miró al piramidal Shishakov en busca de apoyo, pero evidentemente el plácido desprecio de Shishakov se extendía hasta Einstein.
Shtrum fue presa de una irritación incontenible un sentimiento dañino se apoderó de él. Aquello le pasaba a veces: algo le infligía una ofensa lacerante y debía hacer un gran esfuerzo para contenerse. Por la noche, de regreso a casa, se permitía desahogarse verbalmente contra aquellos que le habían ultrajado, con el corazón en un puño. A veces incluso se olvidaba de sí mismo y se ponía a gritar, a gesticular, mientras defendía con esos discursos imaginarios su amor propio, ridiculizando a sus enemigos. Liudmila Nikoláyevna le decía entonces a Nadia: «Papá está soltando otra vez un discursito».
En aquel momento se sentía injuriado no sólo por Einstein. A su modo de ver, todos sus conocidos deberían estar hablando de su trabajo, él mismo tendría que ser el centro de atención. Se sentía humillado, mortificado. Comprendía que era ridículo ponerse así por semejante cosa, pero igualmente se sentía ofendido. Nadie excepto Chepizhin le había hablado de su trabajo.
Con voz tímida, comenzó a explicar:
– Los fascistas han expulsado al genial Einstein, y su física se ha convertido en una física de simios. Pero gracias a Dios hemos detenido el avance del fascismo. Y todo esto va a la par: el Volga, Stalingrado, el primer genio de nuestra época, Albert Einstein, el pueblo más remoto, una vieja campesina analfabeta, y la libertad que todos necesitamos… Todo está conectado. Puede que lo exprese de una manera un tanto confusa, pero es probable que no haya nada más claro que este enredo…
– Me parece, Víktor Pávlovich, que su panegírico sobre Einstein es una burda exageración – replicó Shishakov.
– Totalmente de acuerdo -intervino alegremente Postóyev-. Una exageración evidente.
El joven de la sección científica miró a Víktor con tristeza.
– Mire, camarada Shtrum -comenzó, y Shtrum percibió de nuevo malevolencia en su voz-.
En estos días tan importantes para nuestro pueblo a usted le parece natural unir en su corazón a Einstein y al Volga. Lo que ocurre es que los corazones de sus opositores albergan, en estos días, sentimientos completamente diferentes. Sobre el corazón no se manda, por tanto no hay nada que discutir. Pero, en cambio, sí se puede discutir en cuanto a su valoración sobre Einstein, porque no me parece adecuado presentar una teoría idealista como la cumbre de los logros científicos.
– Ya basta -le interrumpió Shtrum, y continuó con un tono de voz arrogante y didáctico-: Alekséi Alekséyevich, la física contemporánea sin Einstein sería una física de simios. No tenemos derecho a bromear con los nombres de Einstein, Galileo o Newton.
Amonestó con el dedo a Alekséi Alekséyevich y vio que Shishakov pestañeaba.
Poco después, Shtrum, delante de la ventana, unas veces murmurando, otras alzando la voz, contaba a Sokolov aquel inesperado encontronazo.
– Y usted, que estaba tan cerca, ni siquiera se ha enterado -dijo Shtrum.
Y Chepizhin, ni hecho adrede, se había alejado y tampoco había oído nada.
Frunció el ceño y se calló. ¡De qué manera tan ingenua e infantil había imaginado su día de triunfo! Al final no había sido él quien había suscitado el alboroto general sino la llegada de un joven burócrata cualquiera.
– ¿Conoce el apellido de ese jovenzuelo? -le preguntó de repente Sokolov como si le estuviera leyendo el pensamiento-. ¿Sabe de quién es pariente?
– No tengo ni idea -respondió Shtrum. Sokolov se inclinó hacia él y le susurró al oído.
– ¡Qué me dice! -exclamó Shtrum. Y recordando la actitud, a su modo de ver inexplicable, del académico piramidal y de Suslakov con respecto a un joven en edad universitaria, añadió alargando las palabras:
– ¡A-a-ah, bueno! Así que era eso. Ya me extrañaba a mí. Sokolov se rió.
– Desde el primer día tiene usted aseguradas las relaciones amistosas tanto en la sección científica como en la dirección académica. Es usted como aquel personaje de Mark Twain que se jacta de sus ingresos ante el inspector de hacienda.
Pero aquella broma no le hizo ninguna gracia a Shtrum, que preguntó:
– ¿De veras no ha oído nuestra discusión, usted que se encontraba a mi lado? ¿O acaso no deseaba intervenir en mi conversación con el inspector de hacienda?
Los pequeños ojos de Sokolov sonrieron a Shtrum, y se volvieron buenos y hermosos.
– No se disguste, Víktor Pávlovich. No esperaría que Shishakov apreciara su trabajo, ¿verdad? Ay, Dios mío, Dios mío. Pura vanidad cotidiana., mientras que su trabajo es auténtico.
En sus ojos, en su voz, había aquella gravedad, aquella calidez que Shtrum había esperado encontrar cuando lo visitó una noche de otoño, en Kazán. Entonces Víktor se había ido con las manos vacías.
La reunión comenzó. Los ponentes hablaron de las tareas de la ciencia en los penosos tiempos de la guerra, de la disposición a consagrar las propias fuerzas a la causa del pueblo, a ayudar al ejército en su lucha contra el fascismo alemán. Hablaron del trabajo de varios institutos de la Academia, sobre la ayuda que el Comité Central del Partido brindaría a los científicos, y del camarada Stalin, que mientras dirigía el ejército y el pueblo, todavía encontraba tiempo para interesarse por las cuestiones científicas, y de los científicos, que debían mostrarse dignos de la confianza del Partido y del propio camarada Stalin.
Se debatieron también algunos cambios en la organización requeridos por la nueva situación. Para gran asombro de los físicos, éstos descubrieron que no estaban satisfechos con los planes de su instituto; se prestaba demasiada atención a las cuestiones puramente teóricas. En la sala se repetía en un murmullo la sentencia de Suslakov: «El instituto está distanciado de la vida».
En el Comité Central se había discutido la situación de la investigación científica en el país. Se anunció que el Partido, desde ese momento en adelante, concentraría su atención en el desarrollo de la física, las matemáticas y la química.
El Comité Central consideraba que la ciencia debía orientarse hacia la producción, acercarse a la vida, unirse estrechamente a ella.
El mismísimo Stalin había asistido a ¡a reunión, y por lo visto se había paseado por la sala como de costumbre, pipa en mano, interrumpiendo de vez en cuando su paseo con aire pensativo para escuchar a algún orador o bien absorto en sus propios pensamientos.
Los participantes de la reunión se habían pronunciado en contra del idealismo y de la infravaloración de la ciencia y la filosofía rusas.
Stalin sólo había hablado dos veces. Cuando Scherbakov abogó por una reducción en el presupuesto de la Academia, Stalin negó con la cabeza y dijo:
– Hacer ciencia no es como fabricar pastillas de jabón. No vamos a ahorrar con la Academia.
Luego intervino una segunda vez, cuando en la reunión se abordaba el problema de ciertas teorías idealistas nocivas y la excesiva admiración por parte de algunos científicos hacia la ciencia occidental. Stalin asintió con la cabeza y dijo:
– Sí, pero debemos proteger a nuestra gente de los epígonos de Arakchéyev [87].
Los científicos presentes en la reunión se lo contaron a sus amigos, bajo el solemne juramento de que no se irían de la lengua. Al cabo de tres días todo el Moscú científico -en decenas de familias y círculos de amigos- discutía a media voz los pormenores de la reunión. Cuchicheaban que a Stalin le habían salido canas, que tenía los dientes negros, estropeados, que los dedos de sus manos eran finos y bellos, y que tenía la cara picada de viruelas. A los jovencitos que escuchaban estas descripciones se les advertía: «Cuidado, mantened la boca cerrada, mira que no os buscáis sólo vuestra ruina, sino la de todos».
Todos esperaban que la situación de los científicos mejorara sensiblemente; las palabras de Stalin sobre Arakchéyev habían arrojado grandes esperanzas.
Unos días más tarde arrestaron a un famoso botánico, el genetista Chetverikov. Sobre el motivo del arresto corrían diversos rumores: algunos sostenían que era un espía; otros, que durante sus viajes al extranjero se había reunido con emigrados rusos; los terceros, que su mujer, alemana, se carteaba antes de la guerra con su hermana que vivía en Berlín; los cuartos afirmaban que el genetista había intentado introducir en el mercado una clase nociva de trigo para provocar plagas y malas cosechas; los quintos relacionaban su arresto con una frase pronunciada por él sobre el «dedo de Dios»; los sextos, con un chiste de contenido político que había contado a un compañero de la infancia.
Desde que había comenzado la guerra se oía hablar relativamente poco de arrestos políticos, y muchos, Shtrum incluido, comenzaron a pensar que aquellas espantosas prácticas eran agua pasada.
Todo el mundo se acordaba de 1937, cuando casi a diario se citaban nombres de personas arrestadas la noche antes. La gente se telefoneaba para contarse las novedades: «Hoy por la noche se ha puesto enfermo el marido de Anna Andréyevna…». Le venía a la mente cómo hablaban por teléfono los vecinos sobre los que habían sido arrestados: «Se fue y no se sabe cuándo regresará». Volvían a aflorar los relatos sobre las circunstancias de los arrestos: «Llegaron a su casa en el momento en que estaba bañando al niño; lo apresaron en el trabajo, en el teatro, en plena noche…». Recordaban «El registro duró cuarenta y ocho horas, lo pusieron todo patas arriba, incluso rompieron el suelo… Apenas han revisado nada; han hojeado los libros sólo para salvar las apariencias…».
Rememoraban a decenas de familias desaparecidas que nunca habían vuelto: el académico Vavílov, Vize, el poeta Ósip Mandelshtam, el escritor Bábel, Borís Pilniak, Meyerhold, los bacteriólogos Kórshunov y Zlatogórov, el profesor Pletniov, el doctor Levin…
Pero el hecho de que los arrestados fueran eminentes y conocidos carecía de importancia. La cuestión era que célebres o anónimas, modestas e insignificantes, aquellas personas eran inocentes, y realizaban su trabajo honestamente.
¿Es que todo aquello iba a comenzar de nuevo? ¿Era posible que después de la guerra a uno le tuviera que dar un vuelco el corazón cada vez que oía pasos en la noche, ante cada toque de claxon?
Qué difícil era encontrar un vínculo entre la guerra por la libertad y todo aquello… Sí, sí, en Kazán se habían equivocado hablando tan a la ligera.
Una semana después del arresto de Chetverikov, Chepizhin declaró que se marchaba del Instituto de Física. Shishakov fue asignado para cubrir su puesto.
El presidente de la Academia había visitado a Chepizhin en su casa y se decía que el científico, apremiado no se sabe si por Beria o por Malenkov, se había negado a introducir cambios en el programa de trabajo del instituto. Considerando los servicios que Chepizhin había brindado a la ciencia, en un principio no quisieron adoptar medidas extremas contra él. Al mismo tiempo había sido relevado de sus funciones administrativas el joven liberal Pímenov, declarado no idóneo para el puesto.
Al académico Shishakov le fueron confiadas la responsabilidad científica y la función de director, cargo que hasta ese momento desempeñaba Chepizhin.
Circulaba el rumor de que Chepizhin, después de estos acontecimientos, había sufrido un ataque al corazón. Shtrum se dispuso a visitarlo enseguida pero antes quiso avisarlo por teléfono; respondió la asistenta doméstica, que le informó de que Dmitn Petróvich se había encontrado muy mal en los últimos días y que, por consejo médico, había salido de la ciudad en compañía de Nadiezhda Fiódorovna; no regresaría hasta dentro de dos o tres semanas.
Shtrum dijo a Liudmila:
– Es como si empujaran a un niño desde un tranvía. Y a eso le llaman defendernos de los Arakchéyev. ¿Qué importancia tiene para la física si Chepizhin es marxista, budista o lamaísta? Chepizhin ha fundado una escuela. Chepizhin es amigo de Rutherford. Cualquier barrendero conoce las ecuaciones de Chepizhin.
– En eso de los barrenderos, papá, creo que exageras un poco -dijo Nadia.
– Vigila bien lo que dices por ahí -le espetó Shtrum-. Mira que no te buscas sólo tu ruina, sino la de todos.
– Lo sé. Estas conversaciones sólo se tienen de puertas para adentro.
– Ay, querida Nadia -dijo Shtrum dócilmente-, ¿qué puedo hacer para que el Comité Central revoque su decisión? ¿Darme con la cabeza contra la pared? En el fondo ha sido el propio Dmitri Petróvich el que ha dicho que quería renunciar. Aunque, como se suele decir, lo ha hecho «contra la voluntad del pueblo».
Liudmila Nikoláyevna reprochó a su marido:
– No debes sulfurarte. Además, tú siempre andabas discutiendo con Dmitri Petróvich.
– Si no se discute, no hay verdadera amistad.
– Ése es el problema -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Con esa lengua tuya tan larga acabarán destituyéndote a ti también de la dirección del laboratorio.
– Eso no me preocupa -respondió Shtrum-. Nadia tiene razón, todas mis conversaciones son de uso interno, papel mojado. Tendrías que llamar a la mujer de Chetverikov, ¡ir a visitarla!
Después de todo os conocéis.
– Eso sencillamente queda fuera de lugar -replicó Liudmila Nikáyevna-. En cualquier caso, tampoco la conozco tanto. ¿En qua puedo ayudarla? ¿Por qué debería ella tener ganas de verme? ¿Cuándo has llamado tú a alguien en una situación parecida?
– A mi modo de ver, hay que hacerlo -intervino Nadia.
Shtrum frunció el ceño.
– Las llamadas telefónicas, en realidad, son tres cuartos de lo mismo.
Era con Sokolov, no con Liudmila y su hija, con quien tenía ganas de hablar de la marcha de Chepizhin. Pero se obligó a no telefonear a Piotr Lavréntievich. No era una conversación que pudieran mantener por teléfono.
Sin embargo, era extraño. ¿Por qué Shishakov? Estaba claro que la última obra de Shtrum constituía un acontecimiento para la ciencia. Chepizhin había manifestado en el Consejo Científico que se trataba del acontecimiento más significativo de la última década en el campo de la física teórica soviética. Pero habían puesto a Shishakov como jefe del instituto. ¿Era una broma? Un hombre que había observado cientos de fotografías con las trayectorias de los electrones desviándose a la izquierda, y que luego había visto fotografías con las mismas trayectorias desviándose a la derecha… (¡Es como si se le hubiera servido en bandeja de plata la oportunidad de descubrir el positrón! ¡Hasta el joven Savostiánov lo habría comprendido! Pero Shishakov había adelantado los labios como un pez y apartado las fotografías a un lado como defectuosas. «-¡Eh! -exclamó Selifán-. Es a la derecha. No sabes dónde tienes la derecha y dónde la izquierda [88].»
Pero lo más sorprendente es que nadie se asombraba por este tipo de cosas. En cierto modo estas situaciones se habían vuelto naturales. Y todos los amigos de Víktor Pávlovich, también su mujer e incluso él mismo, consideraban legítimo ese estado de cosas. Shtrum no convenía como director; y Shishakov, sí.
¿Cómo había dicho Postóyev? Ah, sí: «Lo principal es que somos rusos».
Pero ser más ruso que Chepizhin parecía muy difícil. Por la mañana, mientras se dirigía al instituto, Shtrum se imaginaba que todos los colaboradores, desde los doctores hasta los ayudantes de laboratorio, sólo hablarían de Chepizhin.
Frente a la entrada principal había estacionada una limusina ZIS; el chófer, un hombre entrado en años y con gafas, leía el periódico.
El viejo vigilante con el que Shtrum bebía té en verano en el laboratorio le abordó en las escaleras,
– Ha llegado el nuevo director -le anunció, y con aire compungido añadió-; ¿Qué será de nuestro Dmitri Petróvichi?
Los ayudantes de laboratorio discutían sobre la instalación del equipamiento que había llegado el día antes de Kazán. Pilas enormes de cajas obstaculizaban el paso en la sala de laboratorio. Al viejo instrumental se había sumado el nuevo fabricado en los Urales. Nozdrín, con un semblante que Shtrum estimó arrogante, estaba de pie al lado de una caja de madera.
Perepelitsin saltaba a la pata coja alrededor de la caja, con una muleta bajo el brazo.
Anna Stepánovna, señalando las cajas, exclamó:
– ¿Ha visto esto, Víktor Pávlovich?
– Hasta un ciego lo vería -respondió Perepelitsin.
Pero Anna Stepánovna no se refería a las cajas.
– Ya lo creo que lo veo -dijo Shtrum.
– Dentro de una hora llegarán los obreros -comunicó Nozdrín-. El profesor Márkov y yo lo hemos arreglado todo.
Pronunció aquellas palabras con la voz serena y lenta de un hombre que sabe quién es el jefe. Había llegado su hora de gloria.
Shtrum entró en su despacho. Márkov y Savostiánov estaban sentados en el sofá, Sokolov permanecía de pie al lado de la ventana y Svechín, el responsable del laboratorio de magnetismo vecino, se había acomodado sobre el escritorio y fumaba un pitillo de fabricación casera.
Cuando Shtrum apareció por la puerta, Svechín se levantó y le cedió el sillón:
– Éste es el sitio del jefe.
– No, no, no pasa nada, siéntese -dijo Shtrum-. ¿Cuál es el tema de esta conversación en las altas esferas?
– Hablábamos del racionamiento -respondió Márkov-. Por lo visto los académicos tendrán derecho a mil quinientos rublos al mes, mientras que los simples mortales, como los artistas del pueblo o los grandes poetas del tipo Lébedev-Kumach, deberán conformarse con quinientos.
– Comenzamos a instalar el material -le interrumpió Shtrum-, y Dmitri Petróvich no está ya en el instituto. Como se suele decir, la casa se quema, pero el reloj sigue funcionando.
Pero los allí presentes no mostraron ningún interés el tema de conversación propuesto por Shtrum.
– Ayer vino a verme mi primo. Salía del hospital y volvía a partir para el frente -dijo Savostiánov- Había que celebrarlo, así que compré medio litro de vodka a la vecina por trescientos cincuenta rublos.
– ¡Increíble! -exclamó Svechín.
– Hacer ciencia no es como fabricar pastillas de jabón -dijo Savostiánov alegremente, pero por las caras de sus interlocutores comprendió que su chiste estaba fuera de lugar.
– El nuevo jefe ya ha llegado -dijo Shtrum. -Un hombre de gran energía -elogió Svechín.
– Con Alekséi Alekséyevtch todo irá a pedir de boca -añadió Márkov-. Ha tomado el té en casa del camaradá Zhdánov.
Márkov era un tipo sorprendente; parecía que apenas tuviera conocidos, pero siempre estaba al tanto de todo: que en el laboratorio de al lado Gabrichévskaya, la candidata a la Academia de las Ciencias, se había quedado embarazada; que al marido de la mujer de la limpieza, Lida, de nuevo lo habían hospitalizado; y que a Smoródintsev no le habían concedido el título de doctor.
– Está bien -dijo Savostiánov-. Todos conocemos el famoso error de Shishakov. Pero, en general, no es mal tipo. Por cierto, ¿sabe cuál es la diferencia entre un buen tipo y uno malo? Que el buen tipo hace canalladas de mala gana. -Tanto si hubo error como si no -replicó el director del laboratorio de magnetismo-, no le nombran a uno académico así como así.
Svechín era miembro del buró del Partido del instituto. Se había inscrito en otoño de 1941 y, como muchos otros que prácticamente acababan de integrarse en la vida del Partido, con respecto a las misiones políticas se comportaba con veneración religiosa.
– Víktor Pávlovich -dijo-, tengo un encargo para usted: el buró del Partido le pide que intervenga en la asamblea que se celebrará sobre el nuevo programa.
– ¿Se refiere a criticar a la vieja dirección, el trabajo de Chepizhin? -preguntó Shtrum, irritado porque la conversación tomaba unos derroteros diferentes a los que hubiera querido-. No sé si soy un buen o un mal tipo, pero las canalladas las hago de mala gana.
Y volviéndose a los colegas del laboratorio, preguntó:
– Ustedes, por ejemplo, camaradas, ¿están de acuerdo con la partida de Chepizhin?
Estaba convencido de antemano de que contaría con el apoyo de todos ellos y, cuando Savostiánov se encogió de hombros en señal de indiferencia, se quedó contrariado.
– Cuando uno es viejo, ya no es bueno para nada.
Svechín se limitó a añadir:
– Chepizhin declaró que no iba a emprender nuevos proyectos. ¿Qué iban a hacer? Y después fue él quien se negó cuando todo el mundo le pedía que se quedara.
– ¿Así que al final han desenmascarado a un Arakchéyev? -preguntó Shtrum.
– Víktor Pávlovich -dijo Márkov, bajando la voz-, tengo entendido que una vez Rutherford juró que nunca trabajaría en investigaciones sobre neutrones ante el temor de que aquello condujera al desarrollo de una enorme fuerza explosiva. Noble argumento, no lo niego, pero de una pulcritud exagerada y absurda. Por lo que cuentan, Dmitri Petróvich había pronunciado discursos del mismo estilo mojigato.
«Dios mío -pensó Shtrum-. ¿Cómo diantres saben todo eso?»
– Piotr Lavréntievich, parece que usted y yo estamos en minoría -dijo Shtrum, buscando apoyo. Sokolov negó con la cabeza.
– Víktor Pávlovich, me parece que no es momento para individualismos, y la insubordinación es inaceptable. Estamos en guerra. Chepizhin se equivocó al pensar sólo en él y en sus intereses personales, cuando fue citado por sus superiores.
Sokolov se enfurruñó, y todo lo que había de feo en su cara se acentuó aún más.
– Ah, claro, ¿quién eres tú, Brutus? -bromeó Shtrum para camuflar su confusión.
Pero lo más desconcertante es que Shtrum no se sintió sólo confuso, sino también contento en cierto sentido: «Desde luego, ya me lo esperaba». Pero ¿por qué «desdé luego»? A decir verdad, él no se imaginaba que Sokolov pudiera responder de aquella manera. Y aun cuando se lo imaginara, ¿de que se alegraba?
– Debe usted intervenir -dijo Svechín-. No es en absoluto necesario que critique a Chepizhin, pero qué menos que pronunciar algunas palabras sobre las perspectivas de su trabajo en vista de las nuevas resoluciones del Comité Central.
Antes de la guerra Shtrum había coincidido varias veces con Svechín en los conciertos sinfónicos del conservatorio. Se decía que cuando era joven y estudiaba en la Facultad de Física, Svechín escribía versos incomprensibles y llevaba un crisantemo en el ojal. Ahora hablaba de las decisiones del buró del Partido como si formulara verdades absolutas.
A veces Shtrum tenía ganas de guiñarle un ojo, empujarle con un dedo en el costado y decirle: «En, viejo hablemos lisa y llanamente». Pero sabía que Svechín ahora ya no hablaba lisa y llanamente.
Y, aunque asombrado por las palabras de Sokolov, Shtrum sí que habló sin rodeos:
– El arresto de Cherverikov -pregunto-, ¿está también relacionado con los nuevos proyectos? ¿Es ése el motivo de que hayan metido a Vavílov en la cárcel? ¿Y sí me permitiera afirmar que considero a Dmitri Petróvich una autoridad mayor en el campo de la física que el camarada Zhdánov, o incluso…?
Vio los ojos que ponían todos mientras le miraban fijamente esperando a que pronunciara el nombre de Stalin.
Hizo un gesto de desdén y se contuvo:
– Bueno, ya basta, vayamos al laboratorio. Las cajas con el nuevo material procedente de los Urales ya estaban abiertas y la pieza fundamental de la instalación, que pesaba tres cuartos de tonelada, había sido cuidadosamente liberada del serrín, del papel y de las toscas planchas de madera que la protegían. Shtrum pasó la palma de la mano sobre la superficie pulida de metal.
Un torrente de partículas fluiría a chorros de aquel vientre de metal, como el Volga brota de la pequeña cavidad del lago Seliguer.
En aquel instante había algo bueno en los ojos de todos. Sí, era bueno saber que en el mundo existía una máquina tan maravillosa. ¿Qué más se podía pedir?
Cuando hubo acabado la jornada laboral, Shtrum y Sokolov se quedaron solos en el laboratorio.
– Víktor Pávlovich, ¿por qué se pone gallito? Le falta humildad. Le expliqué a Masha su proeza en la Academia, cuando en sólo media hora se las apañó para estropear las relaciones con el nuevo director y el jovenzuelo de la sección científica. Masha se llevó un disgusto enorme, tanto que no ha podido dormir en toda la noche. Sabe en qué tiempos vivimos. Mañana instalaremos la nueva máquina. He visto la cara que ponía mientras la miraba. ¿Qué quiere, sacrificarlo todo por una frase hueca?
– Espere, espere -dijo Shtrum-. Déjeme respirar.
– Ay, Señor -le cortó Sokolov-. Nadie va a interferir en su trabajo. Respire tanto como le plazca.
– Escuche, amigo mío -dijo Shtrum, sonriendo con acritud-. Usted tiene buenas intenciones hacia mí y se lo agradezco de todo corazón. Permítame que le sea igual de sincero. ¿Por qué, por el amor de Dios, habló así de Dmitri Petróvich delante de Svechín? Me duele especialmente después de la libertad de pensamiento de la que disfrutamos en Kazán. Por lo que a mí respecta, me temo que no soy tan temerario como usted me pinta. No soy Danton, como solíamos decir en mis tiempos de estudiante.
– Menos mal que no es usted Danton. Francamente, siempre he considerado que los oradores políticos son personas incapaces de expresarse de forma creativa. En cambio, nosotros sí que podemos.
– ¡Anda! ¡Esa sí que es buena! -dijo Shtrum-. ¿Y qué hay de ese francesito llamado Galois? ¿Y qué me dice de Nikolái Kibálchich?
Sokolov apartó la silla y dijo:
– Kibálchich, como usted bien sabe, acabó en el patíbulo. Yo estoy hablando de toda esa palabrería hueca. Como la que soltaba en sus charlas con Madiárov.
– ¿Me está llamando charlatán?
Sokolov se encogió de hombros y no contestó.
Se hubiera podido esperar que aquella discusión pronto quedaría olvidada como muchas otras antes. Pero por alguna razón aquel insignificante arrebato no pasó sin dejar huella, no cayó en el olvido. Cuando las vidas de dos hombres están en armonía, éstos pueden discutir, mostrarse injustos el uno con el otro, y sin embargo, las ofensas mutuas se desvanecen sin dejar secuelas. Pero si en su interior anidan desavenencias profundas, aunque todavía no tengan conciencia de ellas, cualquier palabra fortuita, el más leve descuido puede transformarse en un puñal letal para su amistad.
Y a menudo las discrepancias se alojan tan profundamente que nunca salen a la luz, a veces ni siquiera se toma conciencia de ellas. Una riña violenta por una nadería donde se deja caer una mala palabra asesta el golpe fatídico que acaba destruyendo una amistad de largos años.
No, Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich no se pelearon por un ganso [89].
Del nuevo subdirector del instituto, Kasián Teréntievich Kovchenko, se decía que era «uno de los hombres de Shishakov». Afable, intercalaba en sus discursos muchas palabras ucranianas y se las había ingeniado con una rapidez extraordinaria para obtener un apartamento y un coche.
Márkov, que conocía un arsenal de historias sobre los académicos y lo más florido de la Academia, contaba que Kovchenko había recibido el premio Stalin por una obra que éste sólo había leído de cabo a rabo una vez ya publicada: su participación en el trabajo había consistido en proporcionar materiales de difícil acceso y en agilizar los trámites burocráticos ante diversas instancias.
Shishakov había encomendado a Kovchenko que organizara un concurso para cubrir las plazas que habían quedado vacantes. Se anunció la contratación de jefes de investigación. También estaban vacantes las plazas de jefes de los laboratorios de vacío y de bajas temperaturas.
El Departamento de Guerra proporcionó materiales y obreros, se reformaron los talleres de mecánica, se restauró el edificio del instituto, la central eléctrica abastecía de energía sin restricciones y fábricas especiales reservaron para el instituto materiales que escaseaban. Todo esto también fue dispuesto por Kovchenko.
Cuando un nuevo director asume el cargo, se suele decir de él con respeto: «Llega al trabajo primero que todos y es el último en marcharse». Así se hablaba de Kovchenko. Pero un nuevo director es aún más respetado por sus subordinados cuando se dice de él: «Hace dos semanas quefue nombrado y sólo ha venido un día media horita. No se le ve el pelo». Ésa es la prueba de que el director dicta las nuevas leyes y que frecuenta las altas esferas gubernamentales.
Así se hablaba al principio del académico Shishakov.
En cuanto a Chepizhin, se había ido a trabajar a su dacha o, como él decía, a su granja-laboratorio. El profesor Feinhard, un famoso cardiólogo, le había aconsejado no realizar movimientos bruscos ni levantar peso. Sin embargo, Chepizhin cortaba leña, cavaba zanjas y se sentía en plena forma. Escribió al profesor Feinhard que el estricto régimen de vida le estaba resultando de gran ayuda.
En el Moscú azotado por el hambre y el frío el instituto parecía un oasis de calor y lujo. Cuando los miembros del personal entraban a trabajar sentían un enorme placer al calentarse las manos junto a los caldeados radiadores después de haberse congelado durante la noche en sus húmedos apartamentos.
A los empleados del instituto les gustaba en particular la nueva cantina instalada en el sótano. Disponía de un bufé donde se podía tomar yogur, café dulce y salchichón. Y al servir la comida, la mujer de detrás del mostrador no cortaba los cupones de la carne y la grasa de las cartillas de racionamiento, gesto que era muy apreciado entre el personal del instituto.
La cantina ofrecía seis tipos de menú: para los doctores en ciencias, para los jeíes de investigación, para los jóvenes investigadores, para los ayudantes de laboratorio, para el personal técnico y para el de servicio.
Las pasiones más desbordantes se desataban alrededor de las comidas de las dos categorías superiores, que se distinguían por constar de un postre: compota de frutos secos o jalea en polvo. También suscitaban emoción los paquetes de comida que se entregaban a domicilio a los doctores y los responsables de las secciones. Savostiánov solía bromear diciendo que probablemente la teoría copernicana había generado muchos menos comentarios que aquellos paquetes de comida.
A veces parecía que la elaboración de las normas referentes a la asignación de las raciones no dependiera sólo de la dirección y del comité del Partido, sino que en ella participaran fuerzas más elevadas y misteriosas.
Una noche Liudmila Nikoláyevna dijo:
– Es extraño, ¿sabes? Hoy he recibido tu paquete. A Svechín, esa nulidad en el campo científico, le han dado dos decenas de huevos mientras que a ti, por alguna razón, sólo te han tocado quince. Incluso he comprobado la lista. A Sokolov y a ti os corresponden quince.
Shtrum pronunció un discurso sarcástico:
– ¡Dios mío! ¿Qué querrá decir eso? Todo el mundo sabe que a los científicos se les clasifica según diferentes categorías: supremos, grandes, ilustres, eminentes, notables, experimentados, calificados y, por último, viejos.
Dado que los supremos y los grandes no se encuentran entre los vivos, no hace falta darles huevos.
Todos los demás reciben col, sémola y huevos en función de su peso científico. Pero entre nosotros todo se embrolla con otras cuestiones: se tiene en cuenta si uno es activo socialmente, si se dirige un seminario de marxismo, si se está próximo a la dirección. El resultado es un absoluto disparate. El encargado del garaje de la Academia es colocado al mismo nivel que Zelinski: recibe veinticinco huevos. Ayer en el laboratorio de Svechín una mujer encantadora incluso se echó a llorar de la humillación y se negó a ingerir alimentos, como Gandhi.
Nadia, escuchando a su padre, se desternillaba de risa.
– Sabes, papá, es increíble que no te avergüences de zamparte tus costillas delante de las mujeres de la limpieza. La abuela nunca habría hecho eso.
– A cada uno según su trabajo -dijo Liudmila Nikoláyevna-. ¿Lo entiendes? Ése es el principio del socialismo.
– Pamplinas. En la cantina no huele demasiado a socialismo -exclamó Shtrum, y añadió-: De todos modos, me importa un bledo toda esta historia. ¿Sabéis lo que me ha contado hoy Márkov? El personal de nuestro instituto y también los del Instituto de Matemáticas copian a máquina mi obra y se la pasan de mano en mano.
– ¿Como los poemas de Mandelshtam? -preguntó Nadia.
– No te burles -dijo Shtrum-. Los estudiantes de los últimos cursos han solicitado una conferencia especial sobre el tema.
– ¡Vaya! -replicó Nadia-. A ver si tenía razón Alka Postóyeva cuando decía: «Tu papá es todo un genio».
– Bueno -rectificó Víktor-. Estoy lejos de ser un genio.
Se marchó a su habitación, pero no tardó en volver y decirle a su mujer:
– No me saco esa tontería de la cabeza. ¡Darle dos decenas de huevos a Svechín! ¡Qué formas más sorprendentes que tienen de humillar a la gente!
Era vergonzoso, pero a Shtrum le dolía que hubieran colocado a Sokolov en la misma categoría que a él. «Tendrían que haber reconocido mi superioridad, aunque sólo hubiera sido con un huevo adicional. Podrían haber dado catorce a Sokolov, hacer una distinción simbólica».
Intentaba reírse de sí mismo, pero su penosa irritación no se templaba: estar equiparado a Sokolov en la distribución de víveres le ofendía más que la supremacía de Svechín. En el caso de Svechín todo estaba claro: él era miembro del buró del Partido, su ventaja obedecía a cuestiones de orden político. Y eso no le daba ni frío ni calor.
Pero con Sokolov entraba en juego la capacidad científica, sus méritos como investigador. Y a eso sí que no era indiferente. Una sensación de exasperación que nacía en lo más profundo de su alma se apoderó de él. ¡Qué forma tan ridícula y deplorable habían encontrado para valorar a las personas! Pero ¿qué podía hacer si el hombre no era siempre noble y tenía sus momentos de ruindad?
Mientras se acostaba, Shtrum recordó su reciente conversación con Sokolov acerca de Chepizhin y dijo en voz alta, fuera de sí por la ira:
– ¡Homo laqueus!
– ¿De quién hablas? -preguntó Liudmila Nikoláyevna, que estaba leyendo un libro en la cama.
– De Sokolov -dijo Shtrum-. Es un lacayo.
Liudmila puso un dedo en el libro para marcar la página donde se había quedado y sin girar la cabeza hacia su marido dijo:
– Terminarán por echarte del instituto, y todo por tus discursitos ingeniosos. Eres irritante, aleccionas a todo el mundo… Te has enemistado con todos y ya veo que ahora quieres hacer tres cuartos de lo mismo con Sokolov. Pronto nadie pondrá los pies en nuestra casa.
– No, Liuda, querida -se defendió Shtrum-, no te pongas así. ¿Cómo puedo explicártelo? Hay el mismo miedo que antes de la guerra, el miedo ante cada palabra que se pronuncia, la misma impotencia. ¡Chepizhin! Ese sí que es un gran hombre, Liuda. Pensé que el instituto sería pura ebullición, pero la única persona que hizo un comentario compasivo hacia él fue el viejo vigilante. Y luego lo que Postóyev le dijo a Sokolov: «Lo más importante es que usted y yo somos rusos». ¿A qué venía eso?
Deseaba hablar un largo rato con Liudmila, hacerla partícipe de sus pensamientos. Le avergonzaba preocuparse, muy a su pesar, de todas esas historias de la distribución de comida. ¿Por qué? ¿Por qué en Moscú tenía la impresión de haberse vuelto viejo, apagado? ¿Por qué todas esas menudencias del día a día, intereses pequeñoburgueses e historias del servicio se habían vuelto de repente tan importantes? ¿Por qué su vida espiritual en Kazán era más profunda, más pura, más rica? ¿Por qué incluso su trabajo científico, su alegría, se veía empañado por pensamientos ambiciosos y mezquinos?
– Todo es muy difícil; no me encuentro bien. Liuda, ¿por qué no dices nada? Eh, ¿Liuda? ¿Comprendes lo que te digo?
Liudmila Nikoláyevna no contestó. Se había quedado dormida.
Víktor se rió en voz baja. Le parecía cómico que de las dos mujeres que conocían sus problemas una se hubiera dormido y la otra no pegara ojo. Después imaginó el rostro delgado de Maria Ivánovna y le repitió las mismas palabras que hace un momento le había dicho a su mujer:
– ¿Me comprendes, Masha?
«Caramba, qué disparates se me pasan por la cabeza», pensó mientras se dormía.
En efecto, por la cabeza se le había pasado un verdadero disparate.
Shtrum era un inepto para cualquier actividad manual. En casa, cuando la plancha eléctrica se quemaba o saltaba la luz por un cortocircuito, era Liudmila Nikoláyevna quien se ocupaba de las reparaciones.
Durante los primeros años de vida en común con Víktor, a Liudmila le enternecía su torpeza. Pero en los últimos tiempos la desesperaba, y un día que puso la tetera vacía en el fuego exclamó:
– ¿Qué te pasa? ¿Tienes las manos de mantequilla? Eres más tonto que el asa de un cubo.
Luego, mientras instalaban los nuevos aparatos en el laboratorio, aquellas palabras de Liudmila, que tanto le habían irritado y ofendido, le volvían constantemente a la mente.
En el laboratorio reinaban Márkov y Nozdrín. Savostiánov fue el primero en percatarse y dijo en una reunión de producción:
– ¡No hay otro Dios que el profesor Márkov y Nozdrín es su profeta!
La arrogancia y la reticencia de Márkov desaparecieron. Márkov maravillaba a Shtrum por su audacia de pensamiento, por la extrema facilidad con que solucionaba todos los problemas. Shtrum tenía la impresión de que era como un cirujano que, bisturí en mano, operaba entre una red de vasos sanguíneos y centros nerviosos. Parecía que de sus manos naciera un ser inteligente de mente poderosa y penetrante, un nuevo organismo de metal dotado, por primera vez en el mundo, de corazón y sentimientos, capaz de alegrarse y sufrir al mismo nivel que las gentes que lo habían creado.
A Shtrum siempre le había divertido un poco la inquebrantable seguridad de Márkov en su trabajo, convencido de que los instrumentos que creaba con sus manos tenían mayor importancia que las fútiles cuestiones de las que se habían ocupado Buda o Mahoma, o que los libros escritos por Tolstói o Dostoyevski.
¡Tolstói dudaba del valor de su inmenso trabajo como escritor! El genio no estaba convencido de estar creando algo necesario para la gente. Pero los físicos sí lo estaban. Ellos no dudaban. Y Márkov, mucho menos.
Sin embargo, ahora esta seguridad suya no le parecía tan divertida. A Shtrum también le gustaba observar a Nozdrín trabajando con la lima, las pinzas, el destornillador o mientras escogía, con aire pensativo, entre diversas terminaciones de cables para echar una mano a los electricistas que conectaban el circuito eléctrico con los nuevos aparatos.
El suelo estaba cubierto de manojos de cables y hojas de plomo opacas y azuladas. En medio de la sala, sobre una plancha de hierro fundido, se erguía la pieza maestra llegada de los Urales, que se distinguía por sus formas circulares y triangulares perforadas sobre el metal. Qué belleza tan abrumadora e inquietante encerraba aquel bloque de metal que les permitiría estudiar la naturaleza con una perfección fantástica…
A orillas del mar, mil o dos mil años antes, un puñado de hombres construyeron una balsa con troncos gruesos sujetos por cuerdas y ganchos. Sobre la arena habían dispuesto sus tornos y bancos de carpintero y en las hogueras fundían el alquitrán en vasijas… Pronto se harían a la mar. Por la noche los constructores de la balsa habían vuelto a sus casas, habían respirado el aroma del hogar, sentido el calor en torno al brasero, oído los improperios y las risas de sus mujeres. A veces se entrometían en las riñas domésticas, hacían ruido, levantaban la mano a sus hijos, discutían con los vecinos. Y por la noche, en la cálida oscuridad, el rumor del mar se volvía cada vez más audible, y el corazón se les encogía en el presentimiento del próximo viaje a lo desconocido…
Cuando estaba concentrado en el trabajo, Sokolov por lo general no articulaba palabra. En ocasiones Shtrum se volvía a mirarlo, se cruzaba con su mirada seria y atenta, y tenía la impresión de que todo cuanto había habido de bueno e importante entre ellos seguía muy vivo.
Shtrum deseaba mantener una conversación sincera con Piotr Lavréntievich. En realidad, todo era muy extraño. Todas aquellas pasiones humillantes desencadenadas por la distribución de las raciones, los pensamientos mezquinos sobre el modo de medir la estima y la consideración que te tenían los superiores. Pero todavía continuaban palpitando en el corazón sentimientos que no dependían de las autoridades, de los éxitos o fracasos profesionales, de los premios.
De nuevo las veladas de Kazán parecían jóvenes y maravillosas, tenían algo de las reuniones estudiantiles de antes de la Revolución. Si al menos Madiárov pudiera revelarse como un hombre honesto. Era extraño: Karímov desconfiaba de Madiárov, Madiárov de Karímov… ¡Y los dos eran honrados! De eso estaba seguro. Después de todo, como decía Heine: Die beiden stinken [90].
A veces recordaba una conversación que había tenido con Chepizhin acerca del «magma»; ¿Por qué ahora que había vuelto a Moscú se removían en su alma todas esas cosas mezquinas e insignificantes? ¿Por qué pensaba tan a menudo en personas a las que no respetaba? ¿Por qué las personas más talentosas, fuertes y honestas eran incapaces de ayudarle?
– Es curioso -dijo Shtrum a Sokolov-. Viene gente de todos los laboratorios para ver el montaje de nuestro nuevo aparato. En cambio Shishakov no se ha dignado honrarnos con su presencia.
– Está muy ocupado -respondió Sokolov.
– Claro, claro -se apresuró a confirmar Shtrum.
Desde que habían regresado a Moscú era imposible mantener una conversación sincera y amistosa con Piotr Lavréntievich. Era como si ya no se conocieran.
Shtrum había dejado de discutir con Sokolov ante el mínimo pretexto. Por el contrario, trataba de evitar cualquier polémica. Aunque rehuir las discusiones no siempre era fácil; a veces surgían del modo más inesperado, en el momento que Shtrum menos lo esperaba.
Una vez Shtrum dejó caer:
– Me estaba acordando de nuestras conversaciones en Kazán… A propósito, ¿cómo está Madiárov? ¿Le escribe?
Sokolov negó con la cabeza.
– No lo sé. No sé nada sobre Madiárov. Ya le dije que dejamos de vernos antes de partir. Cada vez me resulta más desagradable recordar las conversaciones que teníamos en aquella época. Estábamos tan deprimidos que intentábamos echar la culpa de los contratiempos militares a presuntos vicios de la vida soviética. Todo lo que se nos antojaba una carencia del Estado soviético ha demostrado ser su fuerza.
¿Se refiere a 1937, por ejemplo? -preguntó Shtrum.
– Víktor Pávlovich -replicó Sokolov-, en los últimos tiempos transforma usted todas nuestras conversaciones en discusiones.
Shtrum quería decirle que, por el contrario, su predisposición era buena, que era él, Sokolov, quien estaba irritable, y que esa irritación interna le impulsaba a buscar pretextos para discutir.
En cambio, se limitó a decir:
– Es probable, Piotr Lavréntievich, que se deba a mi mal carácter, que empeora día tras día. También Liudmila Nikoláyevna se ha dado cuenta.
Al pronunciar estas palabras, Shtrum pensó: «Qué solo estoy. Ya sea en casa, en el trabajo o con mi amigo, estoy solo».
El Reichsführer Himmler había organizado una reunión para hablar sobre las medidas especiales que estaban siendo llevadas a cabo por la RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich. La reunión era de especial importancia ya que estaba relacionada con el viaje de Himmler al cuartel general del Führer.
El Obersturrmbannführer Liss había recibido órdenes desde Berlín de informar sobre el progreso de la construcción de un edificio especial situado cerca de la dirección del campo.
Antes de inspeccionar la marcha de la obra, Liss debía visitar las fábricas de maquinaria de la empresa Foss y la fábrica química encargada de servir los pedidos de la Dirección de Seguridad.
Acto seguido, Liss viajaría a Berlín para informar al Obersturrmbannführer Eichmann, responsable de la preparación de la reunión.
Liss estaba encantado de que le hubieran encargado aquella misión. Se sentía hastiado de la atmósfera del campo, del continuo trato con hombres rudos y primitivos.
Al subirse al coche, se acordó de Mostovskói. Probablemente el viejo, confinado en su celda de aislamiento, se esforzaba día y noche en adivinar con qué propósito le había mandado llamar Liss y esperaba impaciente a que se produjera el próximo encuentro. Pero Liss sólo buscaba confirmar algunas hipótesis con la intención de escribir un ensayo: La ideología del enemigo y sus líderes.
¡Qué carácter tan interesante! En efecto, cuando penetras en el núcleo del átomo, las fuerzas de atracción comienzan a actuar tan poderosamente sobre ti como las fuerzas centrífugas.
El automóvil traspasó las puertas del campo, y Liss se olvidó de Mostovskói.
Al día siguiente, por la mañana temprano Liss llegó a las fábricas Foss. Después de desayunar, estuvo conversando en el despacho de Foss con el proyectista Praschke; luego habló con los ingenieros encargados de la producción y, en la oficina, el director comercial le informó del presupuesto de la maquinaria. Pasó varias horas en los talleres, deambulando entre el estruendo del metal, y al final del día estaba exhausto.
La fábrica Foss servía gran parte de los pedidos de la Dirección de Seguridad y Liss quedó satisfecho del trabajo que estaban llevando a cabo: los dirigentes de la empresa se tomaban muy en serio su cometido y respetaban escrupulosamente las especificaciones técnicas. Los ingenieros mecánicos habían perfeccionado incluso la construcción de las cintas transportadoras, y los técnicos termales habían desarrollado un sistema más económico para calentar los hornos.
Después de aquel largo día en la fábrica, la velada pasada en casa de los Foss fue particularmente agradable.
La visita a la fábrica química, en cambio, supuso una decepción: la producción apenas había alcanzado el cuarenta por ciento de lo previsto.
A Liss le habían irritado las innumerables quejas que había recibido por parte del personal. La producción de esas sustancias químicas era compleja y problemática. El sistema de ventilación había sufrido daños durante un ataque aéreo y se había producido una intoxicación masiva entre los trabajadores. El kieselgur, tierra caliza porosa con que se impregnaba la producción estabilizada, no llegaba con regularidad; los envases herméticos sufrían retrasos en el transporte ferroviario…
Sin embargo la dirección de la empresa química parecía plenamente consciente de la importancia del pedido de la Dirección de Seguridad. El jefe químico, el doctor Kirchgarten, aseguró a Liss que el encargo se cumpliría dentro del plazo. Incluso habían tomado la decisión de retrasar la ejecución de los pedidos del Ministerio de Municiones, un hecho sin precedentes desde septiembre de 1939.
Liss rechazó una invitación para presenciar los experimentos que se realizaban en el laboratorio, pero revisó las páginas de registros firmadas por los fisiólogos, los químicos y los bioquímicos.
Aquel mismo día también se encontró con los jóvenes investigadores que efectuaban los experimentos: dos mujeres (una fisióloga y una bioquímica), un especialista en patología anatómica, un químico especializado en componentes orgánicos con un bajo punto de ebullición y el toxicólogo responsable del grupo, el profesor Fischer. Todos los presentes en aquella reunión causaron una excelente impresión en Liss.
Y aunque estaban interesados en que el método que habían elaborado contara con su aprobación, no ocultaron a Liss sus puntos débiles e incluso le confiaron todas sus dudas.
Al tercer día Liss tomó un avión, acompañado de los ingenieros de la empresa de montaje Oberstein, para dirigirse a la obra. Se sentía bien; aquel viaje le divertía. Por delante tenía la parte más agradable de su misión: ir a Berlín. Después de haber inspeccionado la obra viajaría allí junto con los responsables técnicos para presentar un informe a la RSHA.
El tiempo era pésimo, caía una fría lluvia de noviembre. El avión realizó un aterrizaje difícil en el aeródromo central del campo. Mientras volaban a poca altura las alas habían comenzado a congelarse, y sobre el suelo se extendía la niebla.
Al amanecer nevaba y por todos lados se veían terrones de arcilla gris, cubiertos de nieve resbaladiza que la lluvia no había logrado derretir. Las alas de los sombreros de fieltro de los ingenieros se doblaban, empapadas de una lluvia pesada como el plomo.
Habían tendido una vía férrea que conducía hasta el lugar de la obra y conectaba directamente con la vía principal. Cerca de la vía férrea se encontraban los almacenes y por allí empezaron la inspección. En el primer cobertizo se realizaba la selección del cargamento: estaba lleno de piezas sueltas de varios mecanismos, canalones, cintas transportadoras aún sin montar, tubos de diferentes diámetros, sopladores y ventiladores, trituradoras de huesos, medidores de gas y electricidad todavía pendientes de ser montados en paneles de control, bobinas de cable, cemento, vagonetas de volqueo automático, montañas de raíles, mobiliario de oficina.
En un local aparte, custodiado por suboficiales de las SS y dotado con una gran cantidad de dispositivos de extracción de aire y ventilación que producían un ruido sordo, estaba situado el almacén donde se iba colocando la mercancía que llegaba de la fábrica química: bombonas con válvulas cojas y latas de quince kilos con etiquetas rojas y azules que a lo lejos parecían tarros de mermelada búlgara.
Al salir de aquel lugar medio enterrado en el suelo, Liss y sus compañeros se encontraron con el profesor Stahlgang, el proyectista principal del complejo, que acababa de llegar en tren desde Berlín, y el ingeniero en jefe de la obra Von Reineke, un hombre enorme vestido con una chaqueta de piel amarilla.
Stahlgang respiraba con dificultad; el aire húmedo le había provocado un ataque de asma. Los ingenieros que le rodeaban comenzaron a reprocharle que no se cuidara lo suficiente: todos sabían que el catálogo de obras de Stahlgang formaba parte de la biblioteca personal de Hitler.
El lugar de la obra no se diferenciaba en nada de cualquier otra construcción gigantesca de mediados del siglo XX.
En torno a las excavaciones se oían los silbidos de los centinelas, el rugido de las perforadoras, el movimiento de las grúas y los graznidos de las locomotoras.
Liss y su séquito se aproximaron a un edificio rectangular, gris y sin ventanas. El complejo de aquellos edificios industriales, los hornos de ladrillo rojo, las chimeneas de boca ancha, las salas de control, las torres de observación con campanas de cristal: todo tendía hacia aquel edificio gris, ciego y sin rostro.
Los peones estaban acabando de asfaltar los caminos y de debajo de las apisonadoras se levantaba un humo gris, ardiente, que se mezclaba con la niebla gris y fría.
Von Reineke informo a Liss de que las pruebas de evaluación de la hermeticidad de la obra nº 1 no habían sido satisfactorias. Stahlgang, con voz ronca y exaltada, olvidándose de su asma, expuso a Liss la idea arquitectónica del nuevo proyecto.
En contraste con su aparente simplicidad y sus reducidas dimensiones, la turbina hidráulica tradicional es el punto de concentración de enormes masas, fuerzas y velocidades. En sus espiras, el poder geológico del agua se transforma en trabajo.
La obra nº 1 estaba construida según el principio de la turbina. Era capaz de transformar la vida y todas las formas de energía relacionadas con ella en materia inorgánica. La nueva turbina tenía que vencer la fuerza física, nerviosa, respiratoria, cardíaca, muscular y circulatoria. Aquel edificio reunía los principios de la turbina, del matadero y de la incineración. Lo más difícil había sido encontrar la manera de integrar todos aquellos factores en una sencilla solución arquitectónica.
– Como usted bien sabe -dijo Stahlgang-, nuestro amado Hitler nunca se olvida del aspecto arquitectónico cuando inspecciona los complejos industriales más banales.
Bajó la voz para que sólo Liss pudiera oírle.
– Seguramente estará al corriente de que los excesos místicos en la estructura arquitectónica de los campos cercanos a Varsovia han acarreado no pocos disgustos al Reichsführer. Todo eso debe ser tenido en cuenta.
En el interior, el aspecto de la cámara de hormigón se correspondía totalmente con la época de la industria de masas y de la velocidad.
Una vez que la vida, como si fuera agua, fluía por los canales aductores, ya no podía detenerse ni refluir; la velocidad de su flujo a lo largo del pasillo de hormigón estaba determinada por formulas análogas a la de Stokes referente al movimiento de un líquido en un tubo, que depende de su densidad, peso específico, viscosidad, fricción y temperatura. Las lámparas eléctricas, protegidas por cristales gruesos y casi opacos, estaban encajadas en el techo.
Cuanto más se adentraba uno en el interior de la construcción, más brillante se volvía la luz, y a la entrada de la cámara, cerrada por una puerta de acero pulida, la luz era fría y cegadora.
En torno a la puerta flotaba aquella excitación particular que siempre se apodera de los constructores y montadores antes de la puesta en marcha de una nueva maquinaria. Algunos peones limpiaban el suelo con mangueras. Un anciano químico enfundado en una bata blanca efectuaba las mediciones de presión delante de la puerta. Von Reineke le ordenó que abriera la puerta de la cámara. Cuando entraron en la espaciosa sala con el techo bajo de hormigón, varios ingenieros se quitaron el sombrero. El suelo de la cámara estaba compuesto por pesadas losas corredizas sujetas firmemente entre sí por bastidores metálicos. Al accionar el mecanismo desde la sala de control las losas que formaban el suelo se ponían en posición vertical y el contenido de la cámara desaparecía en los locales subterráneos. Allí la materia orgánica era manipulada por equipos de odontólogos que extraían los metales preciosos de las prótesis. A continuación, se ponía en marcha la cinta transportadora que conducía la materia orgánica, privada ya de pensamiento y sensibilidad, a los hornos crematorios, donde sufría el último proceso de destrucción bajo la acción de la energía térmica para transformarse en abono fosfórico, en cal y cenizas, en amoníaco, en gas carbónico y sulfuroso.
Un oficial de enlace se acercó a Liss y le alargó un telegrama. Todos vieron que, al leerlo, la cara del Obersturmbannführer se ensombrecía. El telegrama le comunicaba que el Obersturmbannführer Eichmann viajaba en coche por la autopista de Munich para entrevistarse con él aquella misma noche en la obra.
El viaje de Liss a Berlín se había ido al traste. ¡Y él que contaba con pasar la noche siguiente en su casa de campo, donde vivía su mujer enferma que tanto le echaba de menos! Antes de irse a dormir se habría sentado una o dos horas en su sillón, en el calor y la comodidad del hogar, con sus suaves zapatillas en los pies, olvidándose de aquella época funesta ¡Qué agradable era escuchar de noche, en la cama de su casa de campo, el rumor lejano de los cañones antiaéreos de Berlín!
Ya se veía la noche siguiente en Berlín, después de haber presentado su informe en la Prinz Albertstrasse y antes de partir de nuevo para el campo, en la hora de tregua, cuando no suele haber ni alarmas ni ataques aéreos… Habría visitado a la joven investigadora del Instituto de Filosofía; sólo ella sabía qué dura era su vida, qué inquietud turbaba su alma. En el fondo de su cartera, preparadas para ese encuentro, llevaba una botella de coñac y una caja de bombones. Ahora sus planes se habían ido al traste.
Los ingenieros, los químicos y los arquitectos le miraban preguntándose cuáles eran las preocupaciones que hacían fruncir el ceño al inspector de la Dirección General de Seguridad. ¿Quién podía saberlo?
En algunos momentos tenían la impresión de que la cámara no se subordinaba a sus creadores, que había cobrado vida propia, una vida de hormigón, que sentía apetito y estaba a punto de segregar toxinas, masticar con su mandíbula de acero e iniciar el proceso de digestión. Stahlgang guiñó un ojo a Von Reineke y le susurró:
– Por lo visto Liss acaba de enterarse de que el Obersturmbannführer escuchará aquí su informe. Yo lo sé desde esta mañana. Se han frustrado sus perspectivas de descanso en familia y, seguramente, la cita con una amable señorita.
Liss se encontró con Eichmann aquella noche.
Eichmann tenía unos treinta y cinco años. Sus guantes, su gorra y sus botas, encarnaciones materiales de la poesía, de la arrogancia y la superioridad del ejército alemán, se parecían a los que llevaba el Reichsführer Himmler.
Liss conocía a la familia de Eichmann desde antes de la guerra; ambos eran de la misma ciudad. Cuando Liss estudiaba en la Universidad de Berlín, al tiempo que trabajaba primero en un periódico y luego en una revista de filosofía, realizaba visitas esporádicas a su ciudad natal, donde se enteraba de la suerte que habían corrido sus compañeros de instituto. Algunos habían sido empujados por la ola del éxito hacia la cumbre de la sociedad; luego la ola retrocedía y la fortuna y la fama sonreían a otros. Pero el joven Eichmann seguía llevando la misma vida, monótona y uniforme.
Las piezas de artillería en las inmediaciones de Verdún, la aparente victoria inminente, la derrota final y la inflación resultante, las contiendas políticas en el Reichstag, el torbellino de los movimientos izquierdistas y ultraizquierdistas en la pintura, el teatro, la música, las nuevas modas y el desmoronamiento de las nuevas modas… Nada de eso había cambiado la uniforme existencia de Eichmann.
Trabajó como agente en una empresa de provincias. Con la familia, y en las relaciones sociales se comportaba con moderada brutalidad y cautela. En todas las calles de la vida se cruzaba con una muchedumbre ruidosa, gesticulante, hostil. Adondequiera que fuera se veía rechazado por personas enérgicas y perspicaces, de ojos brillantes y oscuros, hábiles y experimentadas, que le dirigían miradas condescendientes…
En Berlín, después de terminar sus estudios en el instituto, no logró encontrar trabajo. Los directores de oficina y los propietarios de las empresas de la capital le decían que, por desgracia, no había puestos vacantes, pero Eichmann no tardaba en enterarse por otras vías de que el puesto al que aspiraba se lo habían dado a cualquier depravado de nacionalidad indefinida, polaca o italiana. Intentó matricularse en la universidad, pero la injusticia allí reinante se lo impidió. Se percató de que los examinadores perdían el interés en el momento en que posaban la mirada en su cara redonda de ojos claros, sus rubios cabellos de erizo, su nariz corta y recta. Le parecía, en cambio, que sentían predilección por aquellos de cara alargada, ojos oscuros, espalda curvada y estrecha; en definitiva, por los degenerados. No era el único, sin embargo, al que habían enviado de vuelta a la provincia. Era el destino de muchos. La raza de hombres que reinaba en Berlín procedía de todos los extractos sociales, pero sobre todo proliferaba en la clase intelectual, cosmopolita, despojada de rasgos nacionales e incapaz de distinguir entre un alemán y un italiano, un alemán o un polaco.
Se trataba de una raza particular, extraña, que aplastaba con indiferencia burlona a todos aquellos que intentaban rivalizar con ella en el plano cultural e intelectual. Era tremenda la sensación de potencia intelectual viva, superior, no agresiva que ésta irradiaba; aquella potencia se manifestaba en sus gustos exóticos de esa gente, en su modo de vida donde la observancia de la moda se mezclaba con la negligencia e indiferencia hacia ella, en su amor hacia los animales asociado a un estilo de vida completamente urbano, en el talento para la especulación abstracta unido a la pasión por todo lo burdo en la vida y el arte…Estas mismas personas eran las responsables de los avances que se producían en Alemania en el ámbito de la química de los colorantes, la síntesis del nitrógeno, la investigación de los rayos gamma, la producción de acero de alta calidad. Sólo para verlos a ellos llegaban a Alemania desde el extranjero científicos, pintores, filósofos e ingenieros. Pero precisamente aquella gente era la que menos se parecía a los alemanes; habían viajado por todo el mundo, sus amistades no eran alemanas, sus orígenes alemanes eran inciertos.
¿Qué oportunidad se le presentaba en tales condiciones al empleado de una empresa de provincias que intentaba labrarse una vida mejor? Se podía considerar afortunado por no pasar hambre.
Y helo aquí ahora, saliendo de su despacho después de haber guardado en la caja fuerte los documentos cuyo contenido sólo conocen tres personas en el mundo: Hirler, Himmler y Kaltenbrunner. Un gran coche negro le aguarda en la puerta. Los centinelas le saludan, el ayudante le abre con brío la portezuela: el Obersturmbannführer Eichmann parte. El chófer pisa el acelerador y la potente limusina de la Gestapo, saludada con respeto por la policía que se apresura a poner el disco del semáforo en verde, atraviesa las calles de Berlín y toma la autopista. Lluvia, niebla, señales de tráfico, curvas suaves en la autopista…
Smolevichi está lleno de casas apacibles con jardín, y la hierba crece en las aceras. En las calles de los modestos barrios de Berdíchev corretean entre el polvo gallinas sucias con sus patas color azufre marcadas con tinta roja y lila. En Kiev, en el barrio de Podol y la avenida Vasilkovskaya, hay edificios altos con las ventanas sucias y escaleras cuyos peldaños han sido desgastados por millones de botas de niños y chancletas de ancianos.
En los patios de Odessa se alzan plátanos con los troncos desconchados; se secan camisas y calzoncillos, sábanas de colores; peroles de mermelada de frutos del bosque humean en los braseros; recién nacidos de piel oscura que todavía no han visto el sol lloran en sus cunas.
En Varsovia, en un edificio de seis pisos delgado y de espaldas estrechas, viven costureras, encuadernadores, preceptores, cantantes de cabaré, estudiantes, relojeros.
En Stalindorf, por la noche se enciende el fuego en las isbas, el viento que sopla de Perekop huele a sal y a polvo caliente, las vacas sacuden sus pesadas cabezas y mugen…
En Budapest, en Fástov, en Viena, en Melitópol, en Amsterdam, en palacetes de relucientes ventanas acristaladas, en casuchas envueltas en el humo de las fábricas vivían personas que pertenecían a la nación judía.
Las alambradas del campo, los muros de las cámaras de gas, la arcilla de un foso antitanque unían ahora a millones de personas de edades, profesiones y lenguas diferentes, con intereses materiales y espirituales dispares, creyentes fanáticos y fanáticos ateos, trabajadores, parásitos, médicos y comerciantes, sabios e idiotas, ladrones, idealistas, contempladores, buenos, santos y crápulas. Todos estaban destinados al exterminio.
La limusina de la Gestapo engullía kilómetros y giraba por las auopistas otoñales.
Eichmann entró en la oficina para su encuentro nocturno con Liss y comenzó a bombardearle a preguntas antes incluso de sentarse en el sillón.
– Tengo poco tiempo. Mañana como muy tarde debo estar en Varsovia.
Ya había visto al comandante del campo y había hablado con el jefe de obra.
– ¿Qué tal funcionan las fábricas? ¿Qué impresión le ha causado Foss? ¿Cree que los químicos están a la altura? -le preguntó a toda prisa.
Sus grandes dedos blancos con sus correspondientes grandes uñas rosadas removían los papeles sobre la mesa y de vez en cuando el Obersturmbannführer tomaba notas con una estilográfica. Liss tenía la sensación de que para Eichmann aquella empresa no tenía nada de especial, aunque ésta despertaba un secreto sobresalto de espanto hasta en los corazones más duros.
Liss había bebido mucho durante los últimos días. Le costaba respirar y por las noches sentía latir su corazón. Así y todo le parecía que el alcohol tenía un efecto menos nocivo en su salud que la tensión nerviosa a la que estaba sometido constantemente.
Soñaba con volver a su investigación sobre los líderes que se habían mostrado hostiles al nacionalsocialismo y encontrar la solución de problemas crueles y complejos, pero que podían ser resueltos sin derramamiento de sangre. Entonces dejaría de beber y fumaría sólo dos o tres cigarrillos al día. Hacía poco tiempo que había mandado llamar a su despacho a un viejo bolchevique ruso con quien había jugado una partida de ajedrez político. Al volver a su casa había dormido sin tomar somníferos y no se había despertado hasta las nueve de la mañana.
La inspección nocturna del Obersturmbannführer y Liss a la cámara de gas les tenía reservada una pequeña sorpresa. Los ingenieros habían colocado en medio de la cámara una mesita con vino y entremeses, y Reineke invitó a los dos dirigentes a tomar una copa.
Aquella encantadora idea hizo reír a Eichmann, que afirmó:
– Con mucho gusto tomaré un tentempié. Entregó la gorra al guardia y se sentó a la mesa. De repente su enorme cara adquirió una expresión de bondadosa concentración, la misma que adoptan millones de hombres amantes de la buena comida cuando se sientan a una mesa servida.
Reineke, de pie, sirvió el vino, y todos alzaron su copa con la mano, esperando a que Eichmann propusiera un brindis.
En aquel silencio de hormigón, en aquellas copas llenas, había tanta tensión que Liss pensó que su corazón no iba a poder resistirlo. Deseaba que un brindis grandilocuente por el triunfo del ideal alemán ayudara a descargar la atmósfera. Pero la tensión, en lugar de mitigarse, seguía creciendo mientras el Obersturmbannführer masticaba un bocadillo.
– ¿A que esperan, señores? -preguntó Eichmann-. El jamón es excelente.
– Estamos esperando a que el maestro de ceremonias proponga un brindis -dijo Liss.
El Obersturmbannführer levantó la copa.
– Por nuestro trabajo, que siga cosechando éxitos. Sí, me parece que verdaderamente esto merece un brindis.
Eichmann era el único que comía con avidez y apenas bebía.
Por la mañana Eichmann hacía gimnasia en calzoncillos delante de la ventana abierta. En la niebla se distinguían las filas rectas de los barracones del Lager y llegaba el sonido de los pitidos de la locomotora.
Liss no envidiaba a Eichmann. También él gozaba de una posición elevada sin excesivas responsabilidades. Se le consideraba uno de los hombres más inteligentes de la Gestapo. A Himmler le gustaba conversar con él.
Los altos dignatarios, por lo general, evitaban hacer ostentación de su superioridad jerárquica en su presencia. Estaba acostumbrado a que le trataran con respeto, y no sólo en los servicios de seguridad. La Gestapo se respiraba y vivía en todas partes: en la universidad, en la firma del director de un sanatorio infantil, en las audiciones de los jóvenes cantantes de ópera, en las decisiones del jurado encargado de escoger los cuadros para la exposición de primavera, en la lista de candidatos para las elecciones del Reichstag.
Era el eje en torno al cual se articulaba la vida. Era gracias a la Gestapo que la justicia del Partido siempre era infalible, que su lógica -o su falta de lógica- triunfaba sobre cualquier otra lógica, su filosofía sobre cualquier otra filosofía. ¡Era la varita mágica! Bastaba con dejarla caer para que toda la magia desapareciera: un gran orador se convertiría en un simple charlatán, un célebre científico en un popularizador de ideas ajenas. Era preciso que aquella varita mágica nunca se cayera de la mano.
Aquella mañana, al mirar a Eichmann, Liss sintió por primera vez en su vida que le carcomía una envidia irrefrenable.
Unos minutos antes de partir Eichmann dijo pensativo: -Usted y yo somos paisanos, ¿verdad? Comenzaron a recitar de memoria los nombres de las calles que les gustaban de su ciudad, los restaurantes, los cines. -Hay lugares, por supuesto, donde nunca he puesto un pie -dijo Eichmann, y pronunció el nombre de un club donde no admitían a los hijos de los artesanos. Liss, cambiando de tema, preguntó: -Dígame, ¿es posible tener una idea aproximada del número de judíos del que estamos hablando?
Era consciente de que le había formulado una pregunta trascendental, una pregunta a la que tal vez sólo tres personas en el mundo, además de Himmler y el Führer, podían responder.
Pero después de rememorar los años duros de la juventud en la época de la democracia y el cosmopolitismo era el momento idóneo para que Liss confesara su ignorancia y pidiera información. Eichmann respondió. -¿Millones? -inquirió Liss, aturdido… Eichmann se encogió de hombros. Durante unos instantes guardaron silencio. -Lamento mucho que no nos hayamos conocido en nuestra época de estudiantes-dijo Liss-; en nuestros años de aprendizaje, como dijo Goethe.
– Yo estudié en provincias, no en Berlín. No lamente nada -replico Eichmann, y añadió-: Es la primera vez que digo esta cifra en voz alta. Contando Berchtesgaden, la cancillería del Reich y la oficina de nuestro Führer, quizás haya sido pronunciada siete u ocho veces en total.
– Lo entiendo; no es algo que mañana vayamos a leer en los periódicos.
– Eso es precisamente a lo que me refería -corroboró Eichmann.
Lanzó una mirada irónica a Liss, y éste tuvo la inquietante sensación de que su interlocutor era más inteligente que él.
Eichmann prosiguió:
– Aparte del vínculo con nuestra tranquila ciudad cubierta de verdor, hay otra razón por la que le he dicho esa cifra. Desearía que nos uniera en nuestro futuro trabajo en común.
– Gracias -dijo Liss-. Lo pensare; se trata de un asunto muy serio.
– Por supuesto. La propuesta no es solo mía. -Eichmann apuntó con el dedo hacia arriba-. Si usted se une conmigo en esta tarea y Hitler pierde, a usted y a mí nos colgarán juntos.
– Una perspectiva encantadora. Vale la pena meditarlo -dijo Liss.
– ¿Se imagina? Dentro de dos años estaremos de nuevo sentados en esta misma cámara ante una confortable mesa y diremos: «¡En veinte meses hemos resuelto un problema que la humanidad no había resuelto en veinte siglos!».
Se despidieron, Liss siguió la limusina con la mirada.
Tenía sus propias ideas sobre las relaciones personales en el seno de un Estado. La vida en el Estado nacionalsocialista no podía desarrollarse libremente, había que calcular cada paso.
Y para controlar y organizar fábricas y ejércitos, círculos literarios, las vacaciones estivales de las personas, sus sentimientos maternales, cómo respiraban y cantaban, hacían falta líderes. La vida había perdido el derecho a crecer como la hierba, a agitarse como el mar. Liss consideraba que había cuatro tipos de líderes.
El primer tipo estaba formado por hombres de una pieza, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Franck y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies, estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones entre diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia nacionalsocialista y sus oscuras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como escolares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían resúmenes de conferencias y folletos. Por lo general, llevaban una vida modesta, a veces pasaban necesidades, y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofrecerse voluntarios para cubrir puestos que los separaran de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.
El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de confianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales supremos eran la única cosa de la que no se reían. Estos hombres vivían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer tipo.
En la cúspide regía una tercera categoría: allí sólo había lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trataba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo con plena libertad. Allí, nada de ideales; sólo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no conocían la piedad.
A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.
Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre presagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos sólo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfrutaban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.
Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valiosa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.
El cuarto tipo era el de los ejecutores, hombres que eran completamente indiferentes al dogma, a las ideas, a la filosofía; también estaban privados de capacidad analítica. El nacionalismo les pagaba y ellos le servían. Su única gran pasión eran las vajillas, los trajes, las casas de campo, los objetos de valor, los muebles, los automóviles, los frigoríficos. No les gustaba demasiado el dinero porque no creían en su estabilidad.
Liss aspiraba a mezclarse con los altos dirigentes, soñaba con su compañía y su intimidad; allí, en el reino de la inteligencia y la ironía, de la lógica elegante, se sentía a gusto, bien, cómodo.
Pero a una altura aterradora, por encima de aquellos líderes, por encima de la estratosfera, había un mundo oscuro, incomprensible, confuso, cuya falta de lógica era inquietante, y en aquel mundo superior imperaba el Führer.
Lo que mas aterrorizaba a Liss de Hitler era la inconcebible yuxtaposición que se daba en él de elementos contradictorios: era el maestro absoluto, el gran mecánico, dotado del cinismo y la crueldad matemática más refinada, superior a la de todos sus colaboradores más estrechos juntos. Pero, al mismo tiempo, poseía un frenesí dogmático, una fe fanática y ciega, una falta de lógica bovina que Liss sólo había encontrado en los niveles más bajos, casi subterráneos, de la dirección del Partido. Creador de la varita mágica y sumo sacerdote, era al mismo tiempo un feligrés oscuro y frenético.
Y ahora, mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba, Liss sintió que Eichmann había suscitado en él aquel confuso sentimiento que al mismo tiempo aterrorizaba y atraía y que hasta el momento sólo le había provocado una sola persona en el mundo: el Führer del pueblo alemán, Adolf Hitler.
El antisemitismo se manifiesta de modos diversos, desde el desprecio burlesco hasta los sangrientos pogromos.
Puede asumir diferentes aspectos: ideológico, interior, oculto, histórico, cotidiano, fisiológico, y son varias sus formas: individual, social, estatal.
El antisemitismo se encuentra en el mercado y en las sesiones del presídium de la Academia de las Ciencias, en el alma de un hombre viejo y en los juegos infantiles. Sin perder un ápice de su fuerza, el antisemitismo ha pasado de la época de las lámparas de aceite, los barcos de vela y las ruecas a la época de los motores de reacción, las pilas atómicas y las máquinas electrónicas.
El antisemitismo nunca es un fin, siempre es un medio; es un criterio para medir contradicciones que no tienen salida.
El antisemitismo es un espejo donde se reflejan los defectos de los individuos, de las estructuras sociales y de los sistemas estatales. Dime de qué acusas a un judío y te diré de qué eres culpable.
El odio hacia el régimen de servidumbre de la patria incluso en la mente del campesino Oleinichuk, combatiente por la libertad encarcelado en Schlisselburg, se transforma en odio hacia los polacos y los judíos. E incluso un genio como Dostoyevski vio un judío usurero allí donde debería haber visto los ojos despiadados del contratista, el fabricante y el esclavista rusos.
Y el nacionalsocialismo, al acusar al pueblo judío que él mismo había inventado de racismo, de ansia de dominar el mundo y de una indiferencia cosmopolita hacia la nación alemana, proyectaba sobre los judíos sus propios rasgos. Pero éste es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.
El antisemitismo es la expresión de la falta de talento, de la incapacidad de vencer en una contienda disputada con las mismas armas; y eso es aplicable a todos los campos, tanto la ciencia como el comercio, la artesanía, la pintura. El antisemitismo es la medida de la mediocridad humana. Los Estados buscan la explicación de sus fracasos en las artimañas del judaísmo internacional. Pero éste es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.
El antisemitismo es la expresión de la falta de cultura en las masas populares, incapaces de analizar las verdaderas causas de su pobreza y sufrimiento. Las gentes incultas ven en los judíos la causa de sus desgracias en lugar de verla en la estructura social y el Estado. Pero también el antisemitismo de las masas no es más que uno de sus aspectos.
El antisemitismo es la medida de los prejuicios religiosos que está latente en las capas más bajas de la sociedad. Pero éste, también, es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.
La repugnancia hacia el aspecto físico de los judíos, hacia su manera de hablar y comer, no es ni mucho menos la causa real del antisemitismo fisiológico. De hecho, el mismo hombre que habla con desagrado de los cabellos rizados de los judíos, de su modo de gesticular, entra en éxtasis ante los niños de pelo oscuro y crespo de los cuadros de Murillo, y se muestra indiferente a la pronunciación gutural, al modo de gesticular de los armenios y mira sin aversión los gruesos labios de un negro.
El antisemitismo ocupa un lugar particular en la historia de la persecución a las minorías nacionales. Es un fenómeno único porque el destino histórico de los judíos es único.
Al igual que la sombra de un hombre da una idea de su figura, también el antisemitismo nos da una idea de la historia y el destino de los judíos. La historia del pueblo judío se encuentra ligada y mezclada con abundantes cuestiones políticas y religiosas a nivel mundial. Y ése es el primer rasgo que distingue a los judíos de otras minorías nacionales. Los judíos viven en casi todos los países del mundo. La insólita dispersión de una minoría nacional en los dos hemisferios constituye el segundo rasgo distintivo de los judíos.
Durante el apogeo del capital mercantil, aparecieron los comerciantes y los usureros judíos. Con el florecimiento de la industria muchos judíos emergieron como técnicos y emprendedores. En la era atómica, no pocos judíos dotados de talento se dedicaron a la física nuclear.
Durante las luchas revolucionarias un buen número de judíos se revelaron como destacados revolucionarios. Constituyen una minoría nacional que no se margina en la periferia social y geográfica, sino que se esfuerza en desempeñar un papel central en el desarrollo de las fuerzas ideológicas y productivas. En eso consiste la tercera particularidad de la minoría nacional judía.
Una parte de la minoría judía se asimila, se confunde en la población autóctona del país, mientras una amplia base popular conserva su religión, su lengua y sus costumbres. El antisemitismo toma como regla acusar sistemáticamente a los judíos asimilados de perseguir oscuras aspiraciones nacionalistas y religiosas, mientras que los judíos no asimilados, artesanos y trabajadores manuales en su mayoría, son acusados de las actividades de aquellos que han tomado parte en la revolución, que dirigen la industria, que crean reactores atómicos, empresas y bancos.
Cada uno de estos rasgos tomado por separado puede hacer referencia a cualquier otra minoría nacional, pero sólo los judíos han aglutinado en sí todos ellos.
El antisemitismo también refleja estas particularidades. También ha estado ligado a las principales cuestiones de la política mundial, de la vida económica, ideológica y religiosa. En eso consiste su siniestra peculiaridad. La llama de sus hogueras ha iluminado los períodos más terribles de la historia.
Cuando el Renacimiento irrumpió en el desierto del medievo católico, el mundo de las tinieblas fue iluminado por las hogueras de la Inquisición. Aquellas llamas no sólo alumbraron el poder del mal, también iluminaron el espectáculo de la destrucción.
En el siglo XX, un aciago régimen nacionalista encendió las hogueras de Auschwitz, de los hornos crematorios de Lublin y Treblinka. Estas llamas no sólo iluminaron el breve triunfo del fascismo, sino que también indicaron a la humanidad que el fascismo estaba condenado. Épocas históricas enteras, así como gobiernos reaccionarios fallidos e individuos con la esperanza de mejorar su suerte recurren al antisemitismo en un intento de escapar a un destino inexorable.
¿Ha habido casos en estos dos milenios en que la libertad y el humanitarismo se hayan servido del antisemitismo para alcanzar sus fines? Es probable pero no los conozco.
El antisemitismo del día a día es un antisemitismo que no hace correr la sangre. Sólo atestigua que en el mundo existen idiotas, envidiosos y fracasados.
En los países democráticos puede nacer un antisemitismo de tipo social. Se manifiesta en la prensa que representa a estos o aquellos grupos reaccionarios; en las acciones de grupos del mismo tipo, por ejemplo mediante el boicot de la mano de obra o de los productos judíos; en la religión y en la ideología de los reaccionarios.
En los países totalitarios, donde no existe la sociedad civil, el antisemitismo sólo puede ser estatal.
El antisemitismo estatal es el indicador de que el Estado intenta sacar provecho de los idiotas, los reaccionarios, los fracasados, de la ignorancia de los supersticiosos y la rabia de los hambrientos. La primera etapa es la discriminación: el Estado limita las áreas en las que los judíos pueden vivir, la elección de profesión, su acceso a posiciones importantes y el derecho a matricularse en las universidades y obtener títulos académicos, grados, etcétera.
La siguiente etapa es el exterminio. Cuando las fuerzas de la reacción entablan una guerra mortal contra las fuerzas de la libertad, el antisemitismo se convierte en una ideología de Partido y del Estado; eso es lo que ocurrió en el siglo XX con el fascismo.
Las unidades recién constituidas avanzaban hacia el frente de Stalingrado en secreto, durante la noche.
En el curso medio del Don, en la zona noroeste de Stalingrado, se estaban concentrando las fuerzas del nuevo frente. Los convoyes descargaban en plena estepa, en las vías férreas recién construidas.
A la primera luz del alba, los ríos de hierro que habían llenado la noche de ruido de repente se aquietaban, y en la estepa quedaba suspendida una ligera bruma polvorienta.
De día, los tubos de los cañones se cubrían con maleza seca y montones de paja, tanto que parecía que no hubiera en el mundo objetos más pacíficos que aquellas piezas de artillería fundidas en la estepa otoñal. Loa aviones, con las alas extendidas, como insectos muertos y secos, yacían en los aeródromos, cubiertos bajo redes de camuflaje.
Cada día los triángulos, los rombos, los círculos se hacían más y más densos, y más densa se volvía la red de cifras sobre aquel mapa que sólo conocían unos pocos hombres. Los ejércitos del recién formado frente suroeste, ahora frente de ataque, tomaban posiciones en la línea de partida y se disponían a avanzar.
Entretanto, en la orilla izquierda del Volga, bordeando el humo y el estruendo de Stalingrado, los cuerpos de tanques y las divisiones de artillería avanzaban a través de las estepas desiertas hacia las apacibles ensenadas. Las tropas que habían cruzado el Volga tomaban posiciones en la estepa calmuca, en el terreno salino situado entre los lagos.
Aquellas fuerzas se estaban concentrando en el flanco derecho de los alemanes. El alto mando soviético estaba preparando el cerco de las divisiones de Paulus.
Durante las noches oscuras, bajo las nubes y estrellas otoñales, buques de vapor, transbordadores y barcazas trasladaban a la orilla derecha, la calmuca, más al sur de Stalingrado, los tanques de Nóvikov.
Miles de hombres vieron los nombres de famosos generales rusos -Kutúzov, Suvórov, Aleksandr Nevskir- escritos con pintura blanca en las torres de los carros.
Millones de hombres vieron la artillería pesada, los morteros y las columnas de camiones Ford y Dodge, enviados por los aliados occidentales, avanzando en dirección a Stalingrado.
Y sin embargo, aunque este movimiento fuera evidente para millones de hombres, la concentración de enormes contingentes militares preparados para lanzar la ofensiva al noroeste y al sur de Stalingrado se hacía con el máximo secretismo.
¿Cómo era posible? Los alemanes también estaban al corriente de aquellas grandes maniobras. De hecho era imposible esconderlo, como es imposible que un hombre eluda el viento al atravesar la estepa.
Los alemanes sabían lo que estaba pasando, pero desconocían que el ataque era inminente. Cualquier teniente alemán, con solamente echar un vistazo al mapa donde estaban marcadas las posiciones aproximadas de las principales concentraciones de las fuerzas rusas, podría haber descifrado el secreto militar mejor guardado de la Unión Soviética, un secreto que sólo Stalin, Zhúkov y Vasilievski conocían.
No obstante, el cerco de las tropas alemanas en Stalingrado constituyó una sorpresa para los tenientes y los mariscales de campo alemanes.
¿Cómo era posible que aquello hubiera sucedido?
Stalingrado continuaba resistiendo. A pesar de los grandes contingentes desplegados, los ataques alemanes no conducían a la victoria decisiva. Algunos regimientos rusos sólo contaban con unas docenas de soldados. Fueron aquellos pocos hombres quienes, soportando todo el peso de la terrible batalla, indujeron los cálculos erróneos de los alemanes.
Los alemanes se negaban a creer que todos sus ataques serían rechazados por un puñado de hombres. Estaban convencidos de que las reservas soviéticas estaban destinadas a sostener y alimentar la defensa de Stalingrado. Los verdaderos estrategas de la ofensiva de Stalingrado fueron los soldados que repelieron los ataques de la división de Paulus a orillas del Volga.
Sin embargo, la implacable astucia de la historia se escondía todavía más profundamente; y en aquella profundidad, la libertad que hacía nacer la victoria, aun siendo el objetivo mismo de la guerra, se convertía con el roce de los dedos astutos de la historia en un medio de conducir la guerra.
Una vieja, cuya cara enfurruñada delataba su preocupación, se dirigió hacia su casa con una brazada de hierbas secas. Pasó por delante de un jeep cubierto de polvo y de un tanque del Estado Mayor protegido por una lona. Caminaba, huesuda y taciturna; se habría podido creer que no había nada más banal que aquella viejita que pasaba por delante de un tanque arrimado a su casa. Y sin embargo, no había nada más significativo en los acontecimientos del mundo que el vínculo que existía entre aquella vieja, su hija poco agraciada que había llevado a la vaca a cubierto para ordeñarla, su nieto de cabellos rubios que, metiéndose un dedo en la nariz, vigilaba los chorros que brotaban de las ubres de la vaca, y las tropas acantonadas en la estepa.
Todos aquellos hombres, los oficiales de los Estados Mayores de varios cuerpos y ejércitos, los generales que fumaban bajo los rústicos y ennegrecidos iconos religiosos de una isba, los cocineros de los generales que asaban la carne de carnero en los hornos, las telefonistas que se enrollaban los mechones de pelo con cartuchos o clavos, el chófer que se afeitaba una mejilla en el patio sobre una palangana de hojalata, mirándose en el espejo con el rabillo del ojo mientras con el otro controlaba el cielo (no fuera a ser que llegaran los alemanes): todo aquel mundo de acero, electricidad y gasolina, todo ese mundo de guerra, era parte integrante de la larga serie de pueblos, aldeas y granjas diseminadas por la estepa.
Existía un hilo invisible que unía a la vieja, los jóvenes de hoy en sus tanques y aquellos que en verano habían llegado a pie, extenuados, pidiéndole que les dejara pasar la noche en su casa y que luego, llenos de miedo, no habían logrado conciliar el sueño y salían constantemente para comprobar que todo estuviera tranquilo.
Existía un hilo invisible que unía a aquella vieja en su pueblo de la estepa calmuca con aquella que, en los Urales, había posado un ruidoso samovar de cobre en el Estado Mayor del cuerpo blindado de la reserva; con aquella otra que en junio, cerca de Vorónezh, había instalado a un coronel sobre la paja del suelo y se había santiguado al mirar a través de la pequeña ventana el resplandor rojo de los incendios; pero aquel vínculo era tan familiar que no lo habían notado ni la vieja que acarreaba su carga para encender la estufa, ni el coronel acostado en el suelo.
En la estepa flotaba un silencio maravilloso, pero en cierto modo abrumador. ¿Sabían los hombres que iban y venían aquella mañana por la avenida Unter den Linden que Rusia había vuelto su rostro hacia Occidente y se disponía a atacar, a avanzar?
Nóvikov, desde el zaguán, llamó al chófer Jaritónov.
– Coge los capotes, el mío y el del comisario; volveremos tarde.
Guétmanov y Neudóbnov también salieron al zaguán.
– Mijaíl Petróvich -dijo Nóvikov-. Si pasa cualquier cosa llame a Kárpov y después de las tres a Belov o Makárov.
– ¿Qué cree que puede pasar aquí? -preguntó Neudóbnov.
– Nunca se sabe. Tal vez la visita inesperada de un superior -dijo Nóvikov.
Dos puntitos se alejaron del sol y descendieron volando hacia el pueblo. El quejido de los motores se hizo cada vez más fuerte, su irrupción, más virulenta, sacando a la estepa de su letargo.
Jaritónov bajó de un salto del jeep y corrió a refugiarse tras la pared de un granero.
– Pero qué te pasa, idiota? ¿Tienes miedo de los nuestros? -gritó Guétmanov.
En ese mismo momento uno de los aviones descargo una ráfaga de ametralladora y el segundo lanzó una bomba.
El aire aulló, sonó un ruido de cristales rotos, una mujer lanzó un grito penetrante, un niño rompió a llorar, los terrones levantados por la explosión aporrearon el suelo.
Nóvikov se agazapó al oír caer la bomba, En un segundo todo quedó sumergido en el polvo y el humo. Lo único que veía era a Guétmanov, que estaba a su lado. La silueta de Neudóbnov emergió de la nube de polvo: erguido, sacando pecho, La cabeza alta; era el único que no había encogido el cuerpo para pegarse al suelo; permanecía inmóvil, como esculpido en madera.
Guétmanov, un poco pálido pero alegre y lleno de excitación, se sacudió el polvo de los pantalones y dijo con una jactancia cautivadora:
– No pasa nada. Los pantalones, por lo visto, siguen secos y nuestro general no se ha movido siquiera.
Después, acompañado de Neudóbnov, fue a mirar a qué distancia del cráter habían saltado los terrones y se asombraron de que los cristales de las casas más lejanas se hubieran roto mientras que los de la más cercana estaban intactos.
Nóvikov sentía curiosidad por las reacciones de aquellos hombres que asistían por primera vez a la explosión de una bomba. Estaban visiblemente impresionados ante la idea de que aquella bomba se había fabricado, levantado en el aire y lanzado a la tierra con un único objetivo: matar al padre de los pequeños Guétmanov y al padre de los pequeños Neudóbnov. Eso era de lo que se ocupaban los hombres en la guerra.
Cuando se pusieron en camino, Guétmanov no dejó de hablar de la incursión aérea, pero de pronto se interrumpió:
– Debe de hacerte gracia escucharme, Piotr Pávlovich; sobre tu cabeza han caído miles de bombas, pero para mí ésta es la primera. -Volvió a interrumpirse, y dijo-: Dime, Piotr Pávlovich, ¿por casualidad Krímov ha sido hecho prisionero alguna vez?
– ¿Krímov? ¿Por que lo preguntas?
– Oí una conversación interesante al respecto en el Estado Mayor del frente.
– Creo que sufrió un cerco, pero no fue hecho prisionero. En cualquier caso, ¿de qué trataba la conversación?
Como si no le hubiera oído, Guétmanov golpeó ligeramente en el hombro a Jaritónov y dijo:
– El camino es por allí; lleva directamente al Estado Mayor de la primera brigada, evitando el barranco. He aprendido a orientarme, ¿eh?
Nóvikov ya estaba acostumbrado a que Guétmanov nunca siguiera el hilo de una conversación: ahora contaba una historia, ahora formulaba una pregunta repentina, después retomaba un relato interrumpido para intercalarlo con una nueva pregunta. Sus pensamientos parecían moverse en zigzag, sin orden ni concierto. Pero sólo en apariencia. En realidad no era así; se trataba sólo de una impresión.
Guétmanov hablaba a menudo de su mujer y de sus hijos. Siempre llevaba encima un grueso fajo de fotografías familiares y había enviado dos veces a un hombre a Ufá con paquetes de comida.
Sin embargo eso no le había impedido iniciar una relación con la doctora morena del puesto de socorro, Tamara Pávlovna, y no se trataba de un mero capricho. Una mañana Vershkov informó a Nóvikov con voz trágica:
– Camarada coronel, la doctora ha pasado la noche con el comisario y no se ha ido hasta el amanecer.
– No es asunto suyo, Vershkov -contestó Nóvikov-. Sería mejor que no viniera a traerme los dulces a escondidas.
Guétmanov no se esforzaba en esconder su relación con Támara Pávlovna y ahora, mientras viajaban por la estepa, se inclinó hacia Nóvikov y le confesó en un susurro:
– Piotr Pávlovich, sé de un muchacho que se ha enamorado de la doctora -y miró a Nóvikov con ojos dulces y lastimeros.
– Un comisario, tengo entendido -dijo Nóvikov lanzando una mirada al conductor.
– Bueno, los bolcheviques no son monjes -le explicó Guétmanov bisbiseando-. La amo, ¿entiendes? Soy un viejo estúpido.
Guardaron silencio algunos minutos y Guétmanov, como si no acabara de hacerle una confidencia, le dijo en tono diferente:
– En cuanto a ti, Piotr Pávlovich, no adelgazas ni un gramo. Parece que estás como en casa en el frente. Yo, por ejemplo, estoy hecho para trabajar en el Partido. Llegué a mi obkom en el momento más difícil. A otro le hubiera dado un ataque al corazón. El plan para la entrega del trigo no se había cumplido y el camarada Stalin me telefoneó dos veces, pero yo como si nada, engordé igual que si estuviera de vacaciones. Tú también eres así.
– Sólo el demonio sabe para qué estoy hecho yo -replicó Nóvikov-. Tal vez esté hecho para la guerra, después de todo -y se echó a reír-. Me he dado cuenta de una cosa: cada vez que pasa algo interesante, lo primero que pienso es que debo recordarlo para contárselo a Yevguenia Nikoláyevna. Los alemanes os han tirado por primera vez una bomba a ti y a Neudóbnov e inmediatamente he pensado: «Tengo que contárselo».
– De modo que escribes informes, ¿eh? -preguntó Guétmanov.
– Así es.
– Lo entiendo, es tu mujer -dijo Guétmanov-. No hay nadie que esté tan cerca de uno como su mujer.
Llegaron a la primera brigada y se apearon del coche.
En la cabeza de Nóvikov pululaban apellidos, nombres de poblaciones, problemas pequeños y grandes, cosas claras u oscuras, órdenes que dar o referir.
De noche se despertaba sobresaltado, angustiado por las dudas: ¿valía la pena abrir fuego a una distancia superior a la escala del alza? ¿Tenía sentido disparar durante el avance? ¿Serian capaces los comandantes de las unidades de valorar con rapidez y precisión los cambios de situación durante el combate, de tomar decisiones autónomamente, de dar órdenes en el acto?
Luego imaginaba como, convoy tras convoy, sus tanques rompían la defensa germano-rumana, logrando abrir una brecha, perseguir al enemigo en combinación con el ataque aéreo, la artillería autopropulsada, la infantería motorizada, los zapadores; empujarían al enemigo cada vez más al oeste, apoderándose de los pasos de los ríos y los puentes, evitando los campos de minas, eliminando las bolsas de resistencia. Presa de una excitación alegre, sacaba los pies descalzos de la cama y, sentado en la oscuridad, con la respiración entrecortada, presentía la felicidad inminente.
Nunca había sentido deseos de hacer partícipe a Guétmanov de estos pensamientos nocturnos.
En la estepa, con mayor frecuencia que en los Urales, se irritaba con Neudóbnov y Guétmanov. «Han llegado aquí para los postres», pensaba.
Ya no era el mismo hombre que en 1941. Ahora bebía más, soltaba tacos, se irritaba. Una vez le había levantado la mano al oficial encargado del suministro de carburante. Había notado que le tenían miedo.
– Sólo el demonio sabe si estoy hecho para la guerra -repitió Nóvikov-. Lo mejor sería vivir con la mujer que uno ama en alguna isba perdida en lo más profundo del bosque. Saldría a cazar y regresaría por la noche. Ella haría la sopa y nos iríamos a la cama. No es la guerra lo que alimenta a un hombre.
Guétmanov, con la cabeza baja, lo miró atentamente. El comandante de la primera brigada, el coronel Kárpov, era un hombre de carrillos abultados, cabellos rojos y ojos de aquel azul penetrante y claro típico de los pelirrojos. Recibió a Nóvikov y Guétmanov al lado del radiotransmisor.
Había combatido durante algún tiempo en el frente noroeste, donde más de una vez tuvo que enterrar sus tanques para transformarlos en posiciones de tiro estático.
Acompañó a Nóvikov y a Guétmanov durante su inspección de la primera brigada y, viendo sus gestos distendidos, se habría podido pensar que él era el superior.
A juzgar por su constitución, parecía un hombre bonachón aficionado a la cerveza y a las comidas copiosas. Pero su naturaleza era totalmente diferente: taciturna, fría, suspicaz, mezquina.
No era hospitalario y tenía fama de avaro. Guétmanov elogió el esmero con el que habían sido cavados los búnkeres y los refugios para los tanques y las armas.
Al comandante de la brigada no se le había escapado ningún detalle: la eventual dirección de un ataque enemigo, la posibilidad de un asalto por los flancos; lo único que no había tenido en cuenta era que la inminente batalla le obligaría a pasar a la ofensiva, romper el frente enemigo e iniciar la persecución.
A Nóvikov le irritaban sobremanera las inclinaciones de cabeza y las palabritas de aprobación de Guétmanov. Y Kárpov, como si quisiera añadir más leña al fuego, dijo:
– Permítame, camarada coronel, que le cuente lo que pasó una vez en Odessa. Bueno, nosotros estábamos perfectamente atrincherados. Al anochecer pasamos al contraataque y les dimos un buen golpe a los rumanos. Por la noche, siguiendo órdenes del comandante, toda nuestra defensa, como si de un solo hombre se tratara, se dirigió al lugar convenido para embarcar. Los rumanos comenzaron a atacar las trincheras abandonadas a las diez de la mañana, pero nosotros ya estábamos en el mar Negro.
– Bien, sólo espero que no le suceda eso aquí, que no tenga que quedarse plantado delante de las trincheras rumanas vacías -dijo Nóvikov.
¿Sería capaz Kárpov, llegado el momento del ataque, de forzar el avance, día y noche, y dejar a sus espaldas las bolsas de resistencia del enemigo? ¿Sería capaz de arremeter dejando al descubierto la cabeza, la nuca, los flancos? ¿Se apoderaría de él la furia de la persecución? No, no era su carácter.
A su alrededor todo dejaba ver los rastros del reciente incendio y era extraño que el aire fuera tan gélido. Los tanquistas estaban absortos en las preocupaciones cotidianas de todo soldado: uno se afeitaba sentado sobre el carro después de haber acomodado un espejito sobre la torreta, otro limpiaba el fusil, otro escribía una carta y al lado, sobre una tela extendida en el suelo, otros jugaban a las cartas, mientras un nutrido grupo, suspirando de vez en cuando, formaba un circulo alrededor de la enfermera.
Y aquella escena trivial, bajo el cielo infinito, sobre la tierra infinita, se llenaba de una melancolía crepuscular.
De repente, un comandante de batallón se puso en pie, se ajustó la chaqueta y gritó:
– ¡Batallón, firmes!
Nóvikov, como para contradecirle, replicó:
– Descansen, descansen.
Por allí donde pasaba el comisario soltando sus frasecitas, se oían estallidos de risas y los tanquistas intercambiaban miradas, mientras sus caras se volvían más alegres.
El comisario les preguntaba qué tal había ido la separación de las muchachas de los Urales, si habían gastado mucho papel escribiéndoles cartas, si recibían puntualmente en la estepa la Estrella Roja.
Luego, la tomó con el intendente:
– ¿Qué han comido hoy los soldados? ¿Y ayer? ¿Y anteayer? ¿Tú también has comido sopa de cebada y tomates verdes tres días seguidos? ¡Mandad llamar al cocinero! -ordenó entre las risas de los tanquistas-. Que venga y diga qué ha preparado hoy de desayuno para el intendente.
Sus preguntas sobre las condiciones de vida de los tanquistas sonaban como un reproche a los comandantes de las unidades. Era como si les estuviera diciendo: «¿Por qué pensáis siempre en el material y nunca en los hombres?».
El intendente, un hombre delgado con unas viejas botas de lona polvorientas y las manos rojas como una lavandera que enjuaga la ropa en agua fría, estaba erguido frente a Guétmanov y tosía.
A Nóvikov le dio pena y dijo:
– Camarada comisario, ¿vamos a ver a Belov?
Desde antes de la guerra Guétmanov siempre había sido considerado, y con razón, un hombre de masas, un líder nato. Sólo tenía que abrir la boca para que la gente comenzara a reír: su manera de hablar, directa y viva, su lenguaje a veces vulgar, borraban de un plumazo la distancia que hay entre el secretario de un obkom y un hombre sucio en traje de faena.
Su interés siempre se dirigía a las cuestiones de la vida cotidiana: si se había pagado el salario con retraso, si la tienda del pueblo o de la fábrica estaba bien surtida, si la residencia de los trabajadores estaba bien caldeada, si la cocina del campamento estaba organizada como era debido.
Tenía un don particular para hablar con las ancianas obreras de las fábricas y las koljosianas.
A todos les gustaba que el secretario fuera un servidor del pueblo, que supiera defenderlos a capa y espada de los proveedores, los gerentes de las residencias y, si era preciso, de los directores de las fabricas o los MTS [91], cuando éstos desatendían los intereses del obrero. Era hijo de campesinos, él mismo había trabajado de mecánico en una fábrica y los obreros lo notaban. Pero, en su despacho de secretario de obkom sólo se preocupaba de su responsabilidad frente al Estado; las preocupaciones de Moscú eran su principal inquietud; los directores de las grandes fábricas y los secretarios de raikom rurales lo sabían muy bien.
– ¿Te das cuenta de que estás incumpliendo el plan del Estado? ¿Quieres renunciar a tu carné del Partido? ¿Sabes por qué el Partido ha depositado su confianza en ti? ¿Hace falta que te lo explique?
En su despacho no se reía ni se bromeaba, no se hablaba del agua caliente de las residencias o de las zonas verdes de los talleres. En su despacho se determinaban severos planes de producción, se discutía sobre el aumento del ritmo de producción. Se decía que para la construcción de viviendas era preciso esperar todavía un poco, apretarse el cinturón, bajar el coste de producción, aumentar el precio de los artículos al por menor.
Durante las reuniones que se celebraban en su oficina era cuando la fuerza de Guétmanov se podía apreciar en su justa medida. Los demás asistentes parecían acudir a esas reuniones no para exponer sus ideas o sus quejas, sino para ayudar a Guétmanov, como si el curso de las reuniones estuviera ya decidido de antemano por su voluntad e inteligencia.
Hablaba en voz baja, sin apresurarse, convencido de la obediencia de aquellos a los que se dirigía.
– Háblanos un poco de tu distrito. En primer lugar, camaradas, cederemos la palabra al agrónomo. Y nos gustaría escuchar tu punto de vista, Piotr Mijaílovich. Creo que Lazko tiene algo que decirnos; él se está encontrando con varios problemas en esa área. Sí, Rodiónov, sé que tienes algo en la punta de la lengua. Para mí, camaradas, la cuestión está clara. Es hora de ir concluyendo, creo que no habrá objeciones a este respecto. Aquí, camaradas, está preparado el proyecto de resolución. Tal vez el camarada Rodiónov pueda leerlo en voz alta.
Y Rodiónov, que quería expresar algunas de sus dudas e incluso discutir, se ponía a leer con diligencia la resolución, mirando de vez en cuando al presidente para comprobar si estaba leyendo con suficiente claridad. «Bien, camaradas, parece que nadie tiene objeciones.»
Pero lo más sorprendente era que Guétmanov siempre parecía absolutamente sincero; seguía siendo él mismo cuando exigía la ejecución del plan a los secretarios de raikom, cuando retiraba a los trabajadores de un koljós los últimos granos de trigo, bajaba el salario a los obreros exigía un abaratamiento del precio de coste, cuando subía los precios al por menor, pero también cuando hablaba, conmovido, con las mujeres del soviet de la ciudad y las compadecía por su difícil vida y se afligía por las estrecheces con que vivían los obreros en las residencias.
Era algo difícil de comprender, pero ¿acaso en la vida todo es fácil de comprender?
Cuando Nóvikov y Guétmanov se acercaron al coche, este último dijo en tono de broma a Kárpov, que les había acompañado:
– Tendremos que comer con Belov; no esperábamos una invitación para comer por parte suya y de su intendente.
– Camarada comisario -replicó Kárpov-, hasta ahora nuestro intendente no ha recibido nada de los almacenes del frente. Y él mismo, entre otras cosas, casi no prueba bocado porque padece del estómago.
– ¡Padece del estómago! Ay, ay, qué desgracia -dijo Guétmanov; luego bostezó y ordenó con la mano-. Venga, nos vamos.
La brigada de Belov estaba destacada algo más al oeste que la de Kárpov.
Belov, un hombre delgado, narigudo, con las piernas arqueadas de un jinete, de mente ágil y aguda, rápido como una ametralladora a la hora de hablar, era del agrado de Nóvikov, que lo consideraba el hombre ideal para efectuar un ataque repentino y penetrar en el frente enemigo.
Se tenía un alto concepto de él, a pesar de las pocas acciones militares que contaba en su haber. El pasado mes de diciembre, cerca de Moscú, había dirigido un ataque contra la retaguardia alemana.
Pero ahora Nóvikov, preocupado, sólo veía los defectos del comandante de la brigada: bebía como una esponja, era olvidadizo y frívolo, mujeriego y no gozaba de la simpatía de sus subordinados. No había organizado la defensa. Los problemas de logística no suscitaban su interés: se ocupaba sólo del abastecimiento de carburante y municiones, y no prestaba suficiente atención a la evacuación de los tanques averiados del campo de batalla para su posterior reparación.
– Pero ¿qué hace, camarada Belov? No estamos en los Urales, sino en la estepa -dijo Nóvikov.
– Sí, esto parece un campamento zíngaro -añadió Guétmanov.
– He tomado medidas contra los ataques aéreos -respondió enseguida Belov-. Pero a la distancia que estamos de la primera línea, un ataque por tierra parece poco probable.
Tomó una bocanada de aire y continuó:
– De todas formas, camarada coronel, estoy impaciente por pasar al ataque; estar a la defensiva no es lo mío.
– Bravo, bravo, Belov. Usted es el Suvórov soviético, un verdadero jefe militar -aplaudió Guétmanov, y pasando a tutearle, continuó en tono confidencial-: El jefe de la sección política me ha dicho que tienes una aventura con una enfermera. ¿Es verdad?
Belov, confundido por el tono campechano de Guétmanov, no entendió del todo la pregunta.
– Lo siento, ¿qué ha dicho?
Pero antes incluso de que Guétmanov le repitiera la frase captó el sentido de la pregunta y se sintió a disgusto.
– Soy-un hombre, camarada comisario, cuando se está en campaña…
– Pero tienes mujer y un hijo.
– Tres -le corrigió Belov, con aire triste.
– Tres hijos, entonces. En la segunda brigada el mando ha destituido a Bulánovich, un buen oficial. Recurrieron a las medidas más radicales: cuando tuvieron que salir de la reserva, prefirieron sustituirlo por el comandante de batallón Kobilni, y todo por una aventura como la tuya. ¿Qué ejemplo les das a tus subordinados? Un comandante ruso padre de tres hijos.
Belov, fuera de sí, protestó en voz alta:
– Eso a nadie le incumbe, puesto que no la he violado. Y por lo que se refiere a dar ejemplo, eso lo han hecho otros antes que yo, antes que usted y antes que su padre.
Sin alzar el tono, Guétmanov volvió a dirigirse a él de usted.
– Camarada Belov, no olvide su carné del Partido. Compórtese como es debido cuando hable con un superior.
Belov se cuadró, adoptando una posición impecable, y dijo:
– Disculpe, camarada comisario, comprendo mi error.
– Estoy seguro de tu éxito -replicó Guétmanov-, el comisario del cuerpo tiene confianza en ti, pero que tu conducta no te deshonre. -Consultó su reloj y se volvió hacia Nóvikov-: Piotr Pávlovich, tengo que ir al Estado Mayor; no iré contigo a ver a Makárov. Cogeré el coche de Belov. Cuando salieron del refugio, Nóvikov no pudo contenerse y le preguntó:
– ¿No puedes esperar a ver a tu doctora? Dos ojos de hielo le miraron perplejos y una voz irritada dijo:
– He sido convocado por un miembro del Consejo Militar del frente.
Nóvikov decidió pasar a ver a Makárov, el comandante de la primera brigada, su favorito.
Pasearon juntos hacia un lago en cuya orilla estaba desplegado un batallón. Makárov, pálido y con unos ojos tristes que no se correspondían con la imagen de un comandante de una brigada de tanques pesados, dijo:
– ¿Se acuerda de aquel pantano bielorruso, camarada coronel, cuando los alemanes nos perseguían?
Nóvikov se acordaba, por supuesto.
Pensó un instante en Kárpov y en Belov. Obviamente no se trataba sólo de una cuestión de experiencia, sino de naturaleza. No se puede trasladar a un piloto de caza a una unidad de zapadores. No todos podían ser como Makárov, igual de competente en la defensa que en el ataque.
Guétmanov afirmaba que estaba hecho para trabajar en el Partido. Makárov, en cambio, era un verdadero soldado. ¡Un soldado de primera!
Nóvikov no necesitaba oír informes ni balances de Makárov. Deseaba sólo pedirle consejo, confiarle sus preocupaciones.
¿Cómo conseguirá durante el ataque la plena armonía entre la infantería ligera y la infantería motorizada, entre los zapadores y la artillería autopropulsada? ¿Estaban de acuerdo respecto a las posibles acciones del enemigo después del inicio del ataque? ¿Tenían la misma opinión acerca de la fuerza de sus defensas antitanque? ¿Se habían definido correctamente las líneas del despliegue?
Llegaron a un barranco poco profundo donde estaba instalado el puesto de mando del batallón. Al ver a Nóvikov y Makárov, Fátov, el comandante del batallón, se sintió confuso: el refugio del Estado Mayor, a su modo de ver, era inadecuado para aquellos invitados tan distinguidos. Para colmo, un soldado había encendido fuego con pólvora y la estufa respondía con unos ruidos inconvenientes.
– Quiero que recuerden algo, camaradas -dijo Nóvikov-. A este cuerpo se le asignará un papel crucial en las misiones sucesivas; confiaré la parte más difícil a Makárov, y tengo la impresión de que Makárov le asignará la parte más difícil de su misión a Fátov. Les tocará a ustedes resolver sus propios problemas. No seré yo quien les brinde la solución durante el combate.
Preguntó a Fátov sobre la organización de las conexiones entre el Estado Mayor del regimiento y los comandantes de los escuadrones, sobre el funcionamiento de la radio, sobre las reservas de las municiones, sobre la calidad del carburante.
Antes de despedirse, Nóvikov preguntó:
– Makárov, ¿está preparado?
– No, no del todo, camarada coronel.
– ¿Le basta con tres días?
– Sí, camarada coronel.
Mientras se subía al coche, Nóvikov dijo al chófer:
– Bueno, Jaritónov, parece que Makárov lo tiene todo controlado, ¿verdad?
Jaritónov miró a Nóvikov de reojo y respondió:
– Sí, todo controlado, camarada coronel. El responsable de aprovisionamiento se ha puesto como una cuba; han venido de un batallón para recoger sus raciones y él se había ido a dormir, cerrándolo todo con llave. Así que han tenido que darse media vuelta de vacío. Un sargento me ha contado que un comandante de su escuadrón celebró su onomástica pimplándose la ración entera de vodka de sus soldados. Yo quería reparar la cámara de aire y ni siquiera tenían parches.
Neudóbnov se alegró cuando, al asomarse por la ventana de la isba, vio llegar el jeep de Nóvikov en medio de una polvareda.
En su ausencia había experimentado la misma sensación que de niño, cuando sus padres salían y él se quedaba como dueño y señor de la casa. Se sentía feliz, pero en cuanto la puerta se cerraba empezaba a ver ladrones por todas partes, se imaginaba un incendio e iba corriendo de la puerta a la ventana, aguzando el oído, petrificado, y alzando la nariz en busca de olor a humo.
Se sentía impotente sin Nóvikov, ya que los métodos que aplicaba normalmente a las cuestiones importantes se habían probado ineficaces allí.
Los alemanes podían aparecer en cualquier momento.
Después de todo sólo había sesenta kilómetros hasta la línea del frente. ¿Qué haría entonces? Aquí de nada servia amenazar con destituciones o acusar de conspiración con enemigos del pueblo. Los tanques se abalanzaban, y ya está; ¿qué podían hacer para detenerlos? Una idea sacudió a Neudóbnov con una evidencia abrumadora: la terrible furia del Estado que hacía doblegarse y estremecerse a millones de hombres, allí, en el frente, mientras el enemigo acechaba, no surtía ningún efecto. No se podía obligar a los alemanes a rellenar cuestionarios, a contar su vida delante de una asamblea, a sentir miedo por tener que confesar cuál era la posición social de sus padres antes de 1917.
Todo lo que Neudóbnov amaba y sin lo cual no podía vivir, su destino, el destino de sus hijos, ya no se encontraba bajo la protección del gran y amenazador Estado donde había nacido. Y por primera vez pensó en Nóvikov con una mezcla de temor y admiración.
Nóvikov, que acababa de entrar en la isba del Estado Mayor, exclamo:
– Para mí, camarada general, está claro: ¡Makárov es nuestro hombre! Es capaz de tomar decisiones rápidas en cualquier circunstancia. Belov se precipita hacía delante sin entender nada ni mirar a los lados. A Kárpov hay que espolearlo: es un caballo de tiro pesado, lento.
– Sí, los cuadros de dirigentes son los que lo deciden todo; el camarada Stalin nos ha enseñado a estudiar los cuadros incansablemente -confirmó Neudóbnov, y añadió con vivacidad-: No dejo de pensar que tiene que haber un agente alemán en el pueblo. El cerdo debe de haber dado la posición de nuestro Estado Mayor a los bombarderos alemanes.
Neudóbnov contó a Nóvikov lo que había ocurrido en su ausencia.
– Nuestros vecinos y los comandantes de las unidades de refuerzo van a venir a saludarle, sólo para presentarse, en visita de cortesía.
– Qué lástima que Guétmanov no esté aquí, ¿qué habrá ido a hacer al Estado Mayor del frente? -preguntó Nóvikov.
Acordaron comer juntos y Nóvikov, entretanto, se marchó a su alojamiento para lavarse y cambiarse la chaqueta llena de polvo.
La calle principal del pueblo estaba desierta; solo junto al cráter producido por la bomba estaba plantado el viejo en cuya casa se había instalado Guétmanov. El viejo, como si el cráter hubiera sido cavado para algún propósito en particular, lo estaba midiendo con los brazos abiertos. Al llegar a su altura, Nóvikov le preguntó: -¿Qué estás haciendo, padre?
El viejo le hizo el saludo militar y respondió:
– Camarada comandante, fui hecho prisionero por los alemanes en 1915 y allí trabajé para una alemana. -Señalando el foso y luego el cielo, guiñó un ojo-. Me pregunto si no habrá sido mi hijo, ese pequeño bastardo, quien ha venido en avión a hacerme una visita. Nóvikov se echó a reír.
– ¡Viejo diablo!
Miró los postigos cerrados de la ventana de Guétmanov, hizo una señal al centinela que estaba apostado en el porche y de repente pensó angustiado: «¿Qué demonios habrá ido a hacer Guétmanov al Estado Mayor del frente? ¿Qué asuntos le habrán llevado allí?». Por un instante fue presa del pánico: «Es un hipócrita: le echa una bronca a Belov por su conducta inmoral y luego se queda helado cuando le menciono a su doctora». Pero de repente aquellas suposiciones le parecieron infundadas. No era suspicaz por naturaleza.
Dobló la esquina y vio unas decenas de jóvenes sentados en un claro. Seguramente eran nuevos reclutas que estaban descansando al lado del pozo en su camino hacía el comisariado militar del distrito.
El soldado encargado de acompañar a los muchachos, extenuado, se había calado la gorra en la cara y dormía. A su lado se amontonaban desordenadamente bolsas y petates. Debían de haber caminado una larga distancia a lo largo de la estepa; tenían los músculos de las piernas doloridos y algunos se habían quitado el calzado. Aún no les habían cortado el pelo y de lejos parecían alumnos de una escuela de pueblo descansando durante el recreo. Las caras delgadas, los cuellos finos, los largos cabellos rubios, las ropas remendadas con retazos de pantalones y chaquetas de sus padres… Todo aquello les daba un aspecto decididamente infantil. Algunos se divertían con un juego de niños al que, en su época, también había jugado él: se trataba de lanzar una moneda de cinco kopeks dentro de un agujero; entornaban los ojos y hacían puntería. Los demás miraban, y sus ojos eran lo único que no parecía infantil: eran tristes e inquietos.
Vieron a Nóvikov y se volvieron hacia el soldado que dormía. Daban la impresión de querer preguntarle sí podían continuar lanzando monedas y permanecer sentados en presencia de un oficial.
– Seguid, guerreros, adelante -dijo con voz suave y siguió su camino, haciéndoles un gesto con la mano.
Se sintió penetrado por un intenso sentimiento de piedad, tan hondo que le dejó estupefacto.
Aquellos ojos grandes que resaltaban en sus caritas delgadas e infantiles, aquel pobre modo de vestir, de campesinos, le revelaban con una claridad extraordinaria que los hombres que estaban a su mando también eran niños… Una vez en el ejército su condición de adolescentes desaparecía, bajo el casco, la disciplina, el crujido de las botas, las palabras y movimientos pulidos y automáticos… Aquí el cambio era evidente.
Nóvikov entró en su alojamiento. Era extraño, entre la amalgama compleja e inquietante de impresiones y pensamientos que habían aflorado aquel día, lo que más le turbaba era el encuentro con aquellos jovencísimos reclutas.
– Hombres… -repitió para sí mismo Nóvikov-. Hombres, hombres.
Durante toda su vida como soldado había sentido miedo de tener que dar cuenta de la pérdida de medios técnicos, municiones, tiempo; miedo de tener que justificarse por haber abandonado una cima o una encrucijada sin antes recibir una orden…
Nunca había visto que un superior se enfureciera porqué una operación hubiera resultado cara en términos de vidas humanas. A veces sucedía que un comandante mandaba a sus hombres bajo fuego enemigo para evitar la cólera de sus superiores; luego, para justificarse abría los brazas y decía: «No he podido hacer nada, he perdido a la mitad de mis hombres, pero no he podido alcanzar el objetivo…».
Hombres, hombres…
También había visto cómo se mandaba a los hombres bajo el fuego letal no por una cautela excesiva o el cumplimiento formal de una orden, sino por temeridad, por tozudez. El misterio de los misterios de la guerra, su carácter trágico, consistía en el derecho que tenía un hombre de enviar a la muerte a otro hombre. Este derecho se basaba en la suposición de que los hombres iban a enfrentarse al fuego enemigo en nombre de una causa común.
Un oficial que Nóvikov conocía, un hombre lúcido y juicioso que estaba destacado en un puesto de observación de primera línea, no había querido renunciar a su costumbre de beber leche fresca por la mañana. Así que cada mañana, un soldado de segundo grado se adentraba bajo fuego enemigo y le traía un termo con leche. A veces, los alemanes mataban al soldado y entonces este conocido de Nóvikov, un buen hombre, se veía obligado a prescindir de la leche hasta el día siguiente, cuando un nuevo correo sustituía al anterior. Y quien así se comportaba era un buen hombre, justo, preocupado por sus subordinados, un hombre al que los soldados llamaban «padre». Intenta encontrar un sentido a esta contradicción.
– Neudóbnov no tardó en llegar y Nóvikov, que se estaba peinando a toda prisa delante del espejo, dijo:
– La guerra es algo terrible, camarada general. ¿Ha visto a los nuevos reclutas?
– Sí, material humano de segunda categoría, mocosos. Despabilé al soldado que los acompañaba y le prometí que lo enviaría a un batallón disciplinario. Qué dejadez tan increíble, más que una unidad militar parecía una panda de borrachos.
Las novelas de Turguéniev a menudo describen escenas de vecinos que visitan a un terrateniente recién afincado en su hacienda…
En la oscuridad dos jeeps se acercaron al Estado Mayor, y los dueños de la casa salieron para recibir a sus invitados: el comandante de la división de artillería pesada, el comandante del regimiento de obuses y el comandante de la brigada de lanzacohetes.
«…Toma mi mano, amable lector, y dirijámonos juntos a la hacienda de Tatiana Borísovna, mi vecina…»
Nóvikov conocía a Morózov, el comandante de la división de artillería, por los relatos que circulaban sobre él en el frente y por los boletines del Estado Mayor. Incluso se lo había imaginado perfectamente: rostro encendido y cabeza redonda. En realidad era un hombre viejo y encorvado.
Daba la impresión de que sus ojos risueños se habían añadido, como sin venir a cuento, a una cara enfurruñada. A veces reían con un aire tan inteligente que parecía que constituyeran su verdadera esencia, mientras que las arrugas y la espalda encorvada no serían más que meros atributos accidentales.
El comandante del regimiento de obuses, Lopatin, habría podido pasar no sólo por el hijo, sino por el nieto de Morózov.
Maguid, el comandante de la brigada lanzacohetes, un hombre de tez oscura, con bigote negro sobre un labio superior pronunciado y la frente alta con una calvicie prematura, se reveló como un invitado ocurrente y locuaz.
Nóvikov hizo pasar a los recién llegados a la habitación donde la mesa ya estaba puesta. -Saludos desde los Urales -dijo, señalando los champiñones marinados y salados servidos en los platos.
El cocinero, que estaba al lado de la mesa en una postura teatral, se ruborizó violentamente, lanzó un suspiro y abandonó la habitación: no soportaba los nervios.
Vershkov se inclinó hacia el oído de Nóvikov y le susurró algo mientras señalaba la mesa.
– Por supuesto, sírvalo -dijo Nóvikov-. ¿Para qué vamos a tener el vodka bajo llave?
El comandante de la división de artillería Morózov indicó con la uña algo más de un cuarto de vaso, y dijo:
– No puedo beber más, por mi hígado.
– ¿Y usted, teniente coronel?
– Sin miedo, el mío está perfecto; llénelo hasta arriba.
– Nuestro Maguid es un cosaco.
– ¿Y su hígado, coronel, cómo está?
Lopatin, el comandante del regimiento de obuses, cubrió su vaso con la palma de la mano:
– No. gracias, no bebo. Luego retiró la mano y añadió:
– Bueno, una gota simbólica. Para brindar.
– Lopatin va a la escuela de párvulos; sólo le pierden los caramelos -dijo Maguid.
Levantaron los vasos por el éxito de su empresa conjunta. Luego, como suele ocurrir en estos casos, descubrieron amigos comunes, compañeros de las escuelas militares o la academia. Hablaron de sus jefes y de lo mal que se estaba en otoño en la estepa.
– Entonces, ¿habrá boda pronto? -preguntó Lopatin.
– Sí, no tardará -dijo Nóvikov.
– Sí, sí; si hay Katiuska [92] cerca seguro que hay boda -indicó Maguid.
Maguid tenía una elevada opinión del decisivo papel que desempeñaban sus lanzacohetes. Después del primer vaso se mostró condescendiente y benévolo, aunque también irónico, escéptico, distraído; y eso no le gustó ni un ápice a Nóvikov.
Últimamente, cada vez que se relacionaba con gente, Nóvikov trataba de imaginar qué actitud habría adoptado Yevguenia Nikoláyevna con ellos. También trataba de imaginar cómo se comportarían sus conocidos en presencia de Zhenia.
Maguid pensó Nóvikov, se habría puesto a cortejarla, dándose aires y contando historias.
De repente se sintió angustiado, consumido por los celos corno si en realidad Yevguenia estuviera escuchando las argucias que Maguid se afanaba en presentar con suma cortesía.
Y deseando demostrar a Zhenia que él también podía brillar, se puso a hablar de lo importante que era conocer a los hombres junto a los que uno combate y saber por anticipado cómo se comportarán en la batalla.
Dijo que a Kárpov había que espolearlo y a Belov, refrenarlo, mientras que Makárov sabía orientarse con extrema rapidez y desenvoltura, ya fuera en el ataque o en la defensa. De aquellas observaciones bastante vacías nació una discusión que, aunque transcurría animada, era igual de vacía, como suele pasar cuando se reúne un grupo de oficiales que comandan divisiones distintas.
– Sí -dijo Morózov-, a veces se debe corregir un poco a los hombres, darles cierta orientación, pero nunca hay que forzar su voluntad.
– A los hombres hay que dirigirlos con pulso firme -rebatió Neudóbnov-. No hay que tener miedo de la responsabilidad, es necesario asumirla,
Lopatin cambió de tercio:
– Quien no ha estado en Stalingrado, no sabe qué es la guerra.
– Disculpe -exclamó Maguid-, pero ¿por qué Stalingrado? Nadie puede negar la perseverancia y el heroísmo de sus defensores; sería absurdo. Pero yo, que no he estado en Stalingrado, tengo la presunción de saber qué es la guerra. Soy un oficial de asalto. He participado en tres ofensivas y he roto la línea enemiga, he penetrado en la brecha. La artillería ha demostrado de lo que era capaz. Adelantamos a la infantería, incluso a los tanques y, por si les interesa saberlo, también a la aviación.
– Pero qué dice, coronel -exclamó Nóvikov, furioso-, ¡Todo el mundo sabe que el tanque es el rey de la guerra de maniobras! Eso no se discute siquiera.
– Hay otra posibilidad -dijo Lopatin-. En caso de éxito, uno se lo apropia. Pero si se fracasa, se echa la culpa al vecino.
– Ay, el vecino, el vecino -dijo Morózov-. Una vez el comandante de una unidad de infantería, un general, me pidió que le cubriese abriendo fuego. «Dale, amigo un poco de fuego a aquella altura», me dijo. «¿Que calibre?» le pregunto yo. Él me pone como un trapo y me repite: «Abre fuego, te he dicho, ¡déjate de historias!». Más tarde descubrí que no tenía ni idea de los calibres de las armas, ni del alcance, y que a duras penas sabía orientarse con un mapa. «Dispara, dispara, hijo de puta…», decía. Y a sus subordinados les gritaba: «Adelante, si no os hago saltar losdientes, ¡os mando fusilar!-. Y, por supuesto, estaba convencido de que era un gran estratega. Ése sí que era un buen vecino; os ruego que lo apreciéis y lo compadezcáis. A menudo acabas bajo las órdenes de un hombre así. Después de todo, es un general.
– Me sorprende oírle hablar de ese modo -dijo Neudóbnov-. No hay en las fuerzas armadas soviéticas comandantes así, menos aún generales.
– ¿Cómo que no? -insistió Morózov-, ¡En un año de guerra he conocido a un montón de esa calaña! Maldicen, amenazan con una pistola, mandan irreflexivamente a los hombres bajo fuego enemigo. Por ejemplo, hace poco el comandante de un batallón se me puso prácticamente a llorar: «¿Cómo puedo mandar a mis hombres directamente contra las ametralladoras?». Yo le apoyé: «Es verdad, neutralicemos primero los puntos de resistencia con la artillería». Pero ¿qué creen que hizo el comandante de la división, el general? Le amenazó con un puño y le gritó: «¡O te lanzas al ataque o te mando fusilar como un perro!». Así que llevó a sus hombres al matadero, como ganado. -Sí, sí, a eso se le llama: «Haré lo que me dé la gana y no se atreva a contradecirme» -confirmó Maguid-. Y, por cierto, esos generales no se reproducen por gemación; ponen sus sucias manos sobre las telefonistas.
– Y no saben escribir dos palabras sin hacer cinco faltas -observó Lopatin.
– Bien dicho -corroboró Morózov, que no había oído el último comentario-. Intenta tener piedad con individuos como éstos a tu alrededor. A ellos no les importan sus hombres y en eso reside toda su fuerza.
Nóvikov estaba plenamente de acuerdo con lo que decía Morózov. Durante su vida militar había visto muchos incidentes de ese tipo.
Sin embargo, de repente dijo:
– ¡Tener piedad de los hombres! ¿Cómo cree que puede tener piedad de sus hombres? Si eso es lo que quiere, es mejor que no haga la guerra.
Los jóvenes reclutas que había visto aquel día le habían contrariado profundamente y deseaba hablar de ellos. Pero en lugar de expresar lo que había de bueno en su corazón, Nóvikov repitió con una rabia y una grosería repentinas, que a él mismo le resultaron incomprensibles:
– ¿Cómo va a tener piedad de sus hombres? En la guerra uno no se preocupa de si mismo ni de los demás. Lo que a mí me perturba es que nos envían a novatos que apenas han salido del cascarón, y hay que depositar en sus manos un material precioso. Habría que preguntarse si es de los hombres por los que hay que velar.
Neudóbnov deslizaba la mirada de un interlocutor a otro. Había mandado a la muerte a no pocos hombres de valor, similares a los que estaban sentados a la mesa. A Nóvikov se le pasó por la cabeza que tal vez la desgracia que aguardaba a aquel hombre en el frente no era menor de la que esperaba en primera línea a Morózov, a él misino, a Nóvikov, a Maguid, a Lopatin y a aquellos chicos procedentes del campo que había visto descansando en la calle.
Neudóbnov dijo en tono edificante:
– Eso no es lo que dice el camarada Stalin. El camarada Stalin dice que no hay nada más valioso que los hombres, nuestras tropas. Nuestro capital más valioso son los hombres y hay que cuidarlos como los ojos de la cara.
Nóvikov se dio cuenta de que el resto de los invitados acogía con simpatía las palabras de Neudóbnov y pensó: «¡Qué extraño! Ahora todos me considerarán un bruto y a Neudóbnov un hombre que cuida a sus hombres. Es una lástima que Guétmanov no esté aquí: él es todavía más santo».
Interrumpió a Neudóbnov en un tono extremadamente colérico y violento:
– No nos faltan hombres, tenemos más que suficientes. Lo que no tenemos es material. Cualquier idiota puede traer al mundo a un hombre. Otra cosa es fabricar un tanque o un avión. Si te apiadas de los hombres, no asumas la responsabilidad de mando.
El general Yeremenko, comandante en jefe del frente de Stalingrado, había emplazado a Nóvikov, Guétmanov y Neudóbnov.
El día antes Yeremenko había inspeccionado las brigadas, pero no había pasado por el Estado Mayor.
Los tres comandantes convocados estaban sentados y miraban con el rabillo del ojo a Yeremenko mientras se hacían cabalas sobre cuál era el motivo de aquella reunión. -Yeremenko captó la mirada de Guétmanov hacia el catre con la almohada arrugada.
– Me duele mucho la pierna -dijo, y soltó una imprecación, contra el objeto de su dolor.
Todos le miraron fijamente sin decir nada.
– En general, vuestro cuerpo parece bien preparado. Por lo visto habéis aprovechado bien el tiempo.
Mientras pronunciaba estas palabras miró de reojo a Nóvikov, que contrariamente a sus expectativas no irradiaba alegría al oír la aprobación del general.
Yeremenko manifestó cierta sorpresa de que el comandante del cuerpo blindado mostrara una actitud indiferente ante los elogios de un comandante que tenía fama de ser parco en alabanzas.
– Camarada general -dijo Nóvikov-, le he hecho ya un informe sobre las unidades de nuestra aviación de asalto que han bombardeado durante dos días la 137ª Brigada de Tanques concentrada en el sector de los profundos cauces fluviales secos de la estepa, y que formaba parte de la reserva del cuerpo.
Yeremenko, entrecerrando los ojos, se preguntó si Nóvikov quería cubrirse las espaldas, o desacreditar al jefe de la aviación.
Nóvikov frunció el ceño y añadió:
– Por suerte no han alcanzado sus objetivos. Todavía no han aprendido a bombardear.
– No importa -dijo Yeremenko-. Los necesitará más adelante; sabrán reparar su falta.
Guétmanov intervino en el diálogo:
– Por supuesto, camarada general. No tenemos intención, de disputar con la aviación de Stalin.
– Claro, claro, camarada Guétmanov -asintió Yeremenko, y le preguntó-: Bueno, ¿ha visto a Jruschov?
– Nikita Serguéyevich me ha ordenado que le visite mañana.
– ¿Lo conoció en Kiev?
– Sí. Trabajé con él casi dos años.
– Dime, camarada general -preguntó de repente Yeremenko volviéndose a Neudóbnov-, ¿no te vi una vez en casa de Titsián Petróvich?
– Así es -dijo Neudóbnov-. Titsián Petróvich le había invitado a usted junto al mariscal Vóronov.
– Sí, lo recuerdo.
– Yo, camarada general, estuve destinado por un tiempo en el Comisariado del Pueblo a petición de Titsián Petróvich. Por eso estaba en su casa.
– Ya decía que tu cara me resultaba familiar -dijo Yeremenko, y deseando dar muestras de su simpatía a Neudóbnov, añadió-: ¿No te aburres en la estepa, camarada general? Espero que estés bien instalado.
Sin esperar respuesta. Yeremenko inclinó la cabeza en señal de satisfacción.
Cuando los tres hombres abandonaban la habitación Yeremenko llamó a Nóvikov.
– Coronel, venga aquí un momento.
Nóvikov que estaba ya en la puerta, volvió al interior y Yeremenko, poniéndose en pie, levantó de detrás de la mesa su cuerpo robusto de campesino y dijo con voz áspera:
– Ahí los tienes. Uno ha trabajado con Jruschov, el otro con Titsián Pctróvich, y tú, hijo de perra, no olvides que serás tú el que guiará el cuerpo de tanques hacia la brecha abierta.
Una fría y oscura mañana Krímov fue dado de alta del hospital. Sin pasar por su alojamiento, se dirigió a ver al jefe del servicio político del frente, el general Toschéyev, para informarle de su viaje a Stalingrado.
Krímov tuvo suerte. Toschéyev se encontraba desde la mañana en su despacho, una casa revestida de tablas grises, y recibió a Nikolái Grigórievich sin dilación.
El jefe del servicio político, cuyo aspecto exterior se correspondía con su apellido [93], no dejaba de mirar de reojo su uniforme nuevo, que se había enfundado tras su reciente promoción a general, y de estirar hacia arriba la nariz, incómodo por el olor a fenol que desprendía su visitante.
– En cuanto a la casa 6/1, no pude concluir la misión a causa de la herida -dijo Krímov-. Ahora puedo volver allí.
Toschéyev miró a Krímov con aire irritado y descontento.
– No hace falta, hágame un informe detallado.
No formuló ni una pregunta y no criticó ni aprobó el informe de Krímov.
Como siempre el uniforme de general y las condecoraciones desentonaban con el telón de fondo de aquella humilde isba campesina. Pero aquello no era lo único que desentonaba. Nikolái Grigórievich no lograba comprender por qué su superior parecía tan abatido e insatisfecho.
Se acercó a la sección administrativa del servicio político para recoger los talones de comida, registrar su cartilla de raciones y despachar diversas formalidades relacionadas con su regreso a la misión y los días pasados en el hospital.
Mientras esperaba a que prepararan los documentos, sentado sobre un taburete, observaba las caras de los empleados y las empleadas de la oficina. Nadie parecía interesarse por él. Su visita a Stalingrado, su herida, todo lo que había visto y soportado no tenía sentido, no significaba nada. El personal de la sección estaba atareado con sus asuntos. Las máquinas de escribir crepitaban, los papeles susurraban, los ojos de los colaboradores se deslizaban hacia Krímov para sumergirse de nuevo en los expedientes abiertos y las hojas esparcidas por las mesas.
Cuántas frentes arrugadas, qué esfuerzo de concentración en aquellas miradas, en aquellos cejos fruncidos, qué absortos parecían todos en su trabajo, con qué rapidez y diligencia ordenaban sus manos los papeles. Sólo un bostezo irrefrenable, una ojeada furtiva al reloj para comprobar si pronto sería la hora de comer, la neblina gris y soñolienta que afloraba en estos o aquellos ojos revelaban el aburrimiento mortal que soportaba aquella gente confinada en una oficina mal ventilada.
Un conocido de Krímov, instructor en la séptima sección de la dirección política del frente, asomó por la puerta. Krímov saltó al pasillo para fumar un cigarrillo con él.
– Así que ya has vuelto -dijo el instructor.
– Sí, ya lo ve.
Y como el instructor no le preguntó nada sobre Stalingrado, fue Krímov quien inquirió:
– ¿Qué hay de nuevo en la dirección?
La principal novedad era que el comisario de brigada Toschéyev, con el nuevo sistema de revalidación, había obtenido finalmente el rango de general.
El instructor le contó entre risas que Toschéyev, mientras esperaba que el ascenso se hiciera efectivo, cayó enfermo de la agitación. Se había mandado hacer un uniforme de general por el mejor sastre del frente, y Moscú no se decidía a anunciar el nombramiento. No era un asunto que pudiera tomarse a broma. Corrían rumores alarmantes que decían que, con el nuevo sistema de revalidación algunos comisarios de regimiento y batallón iban a ser nombrados capitanes y tenientes mayores.
– Imagíneselo -dijo el instructor-. Después de servir ocho años en los órganos políticos del ejército puedo encontrarme de un día para otro convertido en teniente en activo.
Había más noticias. El subjefe de la sección de información del frente, requerido en Moscú por la Dirección Política General, había sido ascendido y nombrado subjefe de la dirección política para el grupo de ejércitos de Kalinin.
Los jefes instructores de la sección política, que antes comían en la cantina de los jefes de sección; habían sido equiparados por orden de un miembro del Consejo Militar a los instructores rasos, y ahora comían en la cantina común. Los instructores enviados en misión habían tenido que devolver sus talones de comida sin ser compensados con raciones de compaña.
Los poetas de la redacción del frente, Katz y Talalayevski, habían sido propuestos para la orden de la Estalla Roja, pero según las nuevas directrices del camarada Scherbakov, las propuestas de condecoraciones para los colaboradores de la prensa debían pasar por la Dirección Política General, razón por la cual los expedientes de los dos poetas habían sido enviados a Moscú; pero entretanto, Yeremenko había firmado la lista de los candidatos del frente y todos los que aparecían en la lista ya lo estaban celebrando.
– ¿Ha comido? -preguntó el instructor-. Vayamos juntos.
Krímov respondió que estaba esperando a que le dieran sus documentos.
– Entonces iré yo -dijo el instructor-. No hay tiempo que perder -añadió con ironía-. A este paso pronto nos veremos obligados a comer en la cantina para los asalariados y las mecanógrafas.
Poco después, cuando Krímov obtuvo sus documentos, salió a la calle y aspiró una bocanada de aire otoñal,
¿Por qué el jefe del departamento político le había recibido con tanta frialdad? ¿Por qué parecía tan descontento? ¿Porque Krímov no había concluido su misión? ¿Acaso Toschéyev desconfiaba de su herida y lo encontraba sospechoso de cobardía? ¿O se había molestado porque Krúnov se hubiera dirigido directamente a él sin pasar a ver a su superior inmediato, y a una hora a la que por norma no recibía visitas? ¿Tal vez le había irritado que Krímov le hubiera llamado dos veces «camarada comisario de brigada» en lugar de «camarada general»? O quizá no tenía nada que ver con Krímov. Tal vez Toschéyev no hubiera sido propuesto para la orden de Kutúzov.
O quizás hubiera recibido una carta comunicándole que su mujer estaba enferma.
¿Quién sabía por qué el jefe del departamento político del frente estaba de tan mal humor aquella mañana?
Durante las semanas que había pasado en Stalingrado, Krímov se había olvidado de cómo era Ájtuba. Había olvidado la mirada indiferente de los jefes del departamento político, de sus colegas instructores o de las camareras de la cantina. ¡En Stalingrado todo era diferente!
Por la noche se retiró a la habitación. El perro de la propietaria, que parecía hecho de dos mitades diferentes, un trasero cubierto de pelaje rojo y un largo hocico blanco y negro, se alegró mucho al verle. Sus dos mitades eran felices, y el animal meneaba la cola pelirroja que parecía de fieltro y metía el hocico blanco y negro entre las manos de Krímov, mirándole tiernamente con sus dulces ojos marrones. En la penumbra vespertina Krímov tenía la impresión de que el perro que se le arrimaba eran en realidad dos. El perro acompañó a Krímov hasta el zaguán. La propietaria, que andaba atareada por allí, le gritó en tono arisco: «¡Vete de aquí, maldito!», y luego adoptó el mismo aire sombrío que el jefe de la dirección política al saludar a Krímov.
Su habitación inmersa en el silencio, con la cama, la almohada forrada de tela blanca, las cortinas de encaje de las ventanas, le pareció poco confortable, solitaria después de sus queridas trincheras de Stalingrado, las guaridas cubiertas de lona impermeable, los refugios llenos de humo, húmedos. Krímov se sentó a la mesa y se puso a redactar el informe. Escribía rápido, consultando fugazmente las notas tomadas en Stalingrado. La parte más difícil fue la de la casa 6/1. Se levantó, caminó por la habitación de un lado para otro, se volvió a sentar, se alzó de nuevo, salió al zaguán, tosió y aguzó el oído. ¿Era posible que aquella vieja endemoniada no le ofreciera té? Luego sacó agua del barril con un cazo; aquella agua era buena, mejor que la de Stalingrado. Volvió a la habitación, se sentó a la mesa, se quedó pensativo con la pluma en la mano. Después se echó en la cama y cerró los ojos.
¿Cómo había pasado? ¡Era Grékov quien le había disparado!
En Stalingrado se había fortalecido progresivamente la sensación de unión, de proximidad con los hombres. En Stalingrado respiraba mejor. Allí no había ojos apagados, indiferentes. En la casa 6/1 había esperado sentir el espíritu de Lenin con mayor intensidad. Pero nada más llegar había encontrado la mofa y la hostilidad, y le habían sacado de sus casillas. Entonces se puso a dar sermones, a amenazarles. ¿Por qué les había hablado de Suvórov? ¡Y luego Grékov le había disparado! Hoy advertía con particular angustia el pozo de la soledad, la soberbia y la presunción de individuos que a él le parecían semianalfabetos, majaderos, novatos del Partido, ¡Qué fastidio tener que inclinarse ante Toschéyev! ¿Qué derecho tenía Toschéyev a posar su mirada a veces irritada, otras irónica o despectiva, sobre él? En realidad, Toschéyev, con todos sus grados y sus condecoraciones, no le llegaba a la suela del zapato a Krímov desde el punto de vista del trabajo realizado en el Partido. Eran tipos advenedizos instalados en el seno del Partido, sin vínculos con la tradición leninista. Muchos de ellos habían entrado en escena en 1937, escribiendo denuncias y desenmascarando a los enemigos del pueblo. Y recordó aquel maravilloso sentimiento de fe, ligereza y fuerza que había sentido mientras avanzaba por el pasadizo subterráneo hacia la mancha de la luz del día.
Era Grékov quien le había desterrado de aquella vida que tanto anhelaba, y al pensarlo sintió que la rabia le estrangulaba. De camino a la casa había sentido crecer en su interior la felicidad por el nuevo destino que le aguardaba. Tenía la sensación de que el espíritu de Lenin estaba vivo allí. ¡Y luego Grékov había disparado contra un bolchevique leninista! Había enviado a Krímov de vuelta alas oficinas de Ájtuba, a una vida de naftalina. ¡El muy canalla!
Krímov volvió a sentarse a la mesa. En lo que llevaba escrito no había una sola palabra que no fuese verdad. Releyó su informe. Sin duda Toschéyev lo transmitiría a la sección especial. Grékov era un corruptor, había disgregado políticamente la unidad militar, había cometido un acto terrorista: había disparado contra un representante del Partido, un comisario militar. Krímov sería llamado a declarar. Seguramente le enfrentarían a un careo con Grékov una vez lo hubieran detenido.
Se imaginó a Grékov sentado frente al escritorio del juez instructor, sin afeitar, el rostro pálido y amarillento, sin cinturón.
¿Qué había dicho Grékov? «Usted sufre, pero no es algo de lo que se pueda dar parte en un informe.»
El secretario general del partido marxista-leninista había sido declarado infalible, casi divino. En 1937 Stalin no había perdonado a la vieja guardia leninista. Había destruido el espíritu leninista que conciliaba la democracia y la disciplina férrea. ¿Cómo podía Stalin haber castigado con tanta crueldad a los miembros del partido leninista? Grékov sería fusilado en su propio regimiento. Era terrible matar a hombres de un mismo bando, pero Grékov no estaba en su bando; Grékov era un enemigo.
Krímov no había dudado nunca del derecho del Partido a blandir la espada de la dictadura, del derecho sagrado de la Revolución a aniquilar a sus enemigos. Nunca había considerado que Bujarin, Zinóviev y Kámenev siguieran la vía leninista. Y Trotski, a pesar de su brillantez y ardor revolucionario, no había sabido eliminar su pasado menchevique, nunca había alcanzado la altura de Lenin. ¡Stalin sí que era un derroche de fuerza! Por algo le llamaban Amo. Nunca le había temblado el pulso. En él no había la flacidez intelectual de un Bujarin. El Partido fundado por Lenin, aplastando a sus enemigos había seguido a Stalin. Los méritos militares de Grékov no significaban nada. No se discute con los enemigos. No se debía prestar oídos a sus argumentos.
Pero por mucho que se esforzara Nikolái Grigórievich en sentir odio hacia Grékov, ya no lo sentía.
De nuevo le vinieron a la cabeza las palabras de Grékov: «Usted sufre».
«Pero ¿qué es esto? -pensó-. ¿Habré escrito una denuncia? Aunque no sea mentira, no deja de ser una denuncia… No hay nada que hacer, camarada, eres un miembro del Parado, debes cumplir con tu deber.» Por la mañana, Krímov entregó su informe en el departamento político del frente de Stalingrado.
Al cabo de dos días fue llamado por el director de la sección de agitación y propaganda del frente, el comisario de regimiento Oguibálov, que sustituía al jefe del departamento político. Toschéyev no podía recibir a Krímov porque estaba ocupado con un comisario de un cuerpo de tanques que venía del frente.
El comisario Oguibálov, un hombre metódico y reflexivo cuya gran nariz resaltaba sobre su rostro macilento, dijo a Krímov:
– En pocos días le mandaremos de vuelta a la orilla derecha, camarada Krímov, pero esta vez se le destinará al 64° Ejército de Shumílov. A propósito, un coche nuestro le llevará al puesto de mando del obkom del Partido. Desde allí se dirigirá hasta el lugar donde se encuentra Shumílov. Los secretarios del obkom irán a Beketovka para la celebración de la Revolución de Octubre.
Sin apresurarse dictó a Krímov las instrucciones. Las tareas que le habían asignado eran insignificantes, hasta tal punto carentes de interés que resultaban humillantes. Consistían en recoger documentos administrativos en modo alguno trascendentes desde el punto de vista de la acción.
– ¿Qué hay de mi conferencia? -preguntó Krímov-. He preparado, tal como ordenó, la conferencia para la celebración de Octubre, y deseaba leerla en varias unidades.
– Prescindiremos de ella por el momento -respondió Oguibálov, y se puso a explicarle el motivo.
Cuando Krímov se disponía a marcharse, el comisado le dijo:
– Con relación a su informe, el jefe de la sección política me ha puesto al corriente.
A Krímov le dio un vuelco el corazón: probablemente el caso de Grékov ya había sido abierto. El comisario del regimiento le dijo:
– Su guerrero Grékov ha estado de suerte: ayer el jefe de la sección política del 62° Ejército nos comunicó que había muerto en la ofensiva alemana contra la fábrica de tractores, junto con todo su destacamento.
Y para consolar a Krímov, añadió:
– El comandante del ejército le había propuesto para ser nombrado a título póstumo héroe de la Unión Soviética. Está claro que dicha propuesta no prosperará.
– Krímov se encogió de hombros, como diciendo: «Bueno, ha tenido un golpe de suerte. Que no se hable más».
Bajando la voz, Oguibálov le confesó:
– El jefe de la sección especial cree que podría estar vivo. Que se ha podido pasar al bando enemigo.
En casa, Krímov encontró una nota: le pedían que pasara por la sección especial. Por lo visto, el asunto Grékov no estaba concluido.
Krímov decidió posponer aquella desagradable conversación para cuando volviera. Después de todo, un caso póstumo no presentaba una urgencia apremiante.
El obkom del Partido había decidido celebrar el 25° aniversario de la Revolución con una sesión solemne en la fábrica Sudoverf, en la aldea de Beketovka, situada al sur de Stalingrado.
El 6 de noviembre por la mañana, temprano, los responsables regionales del Partido se reunieron en el puesto de mando subterráneo del obkom de Stalingrado, que se hallaba en un robledo de la orilla occidental del Volga.
El primer secretario del obkom, los secretarios, de sección y los miembros de la oficina del buró del obkom tomaron un exquisito desayuno caliente y salieron del robledo en diversos coches en dirección a la carretera que conducía al Volga.
Era la misma carretera que utilizaban por la noche las unidades de tanques y artillería que se dirigían al cruce de Tumansk. La estepa, roturada por la guerra, salpicada de terrones congelados que desprendían un barro sucio de color parduzco y cuya superficie cubierta de charcos helados parecía soldada con estaño, presentaba un aspecto desolador, triste.
A una decena de kilómetros de la orilla se oía el crujido del hielo que flotaba en el Volga. Un fuerte viento soplaba río abajo; la travesía del Volga a bordo de una barcaza de hierro descubierta se podía calificar de todo menos de divertida.
Los soldados que esperaban a ser trasladados a la otra orilla, protegidos con unos capotes zarandeados por el viento glacial del Volga, se apiñaban y trataban de evitar el contacto con el hierro helado. Los hombres producían un triste taconeo, doblaban las piernas; pero cuando sintieron el empuje de las gélidas ráfagas de Astraján no tuvieron ya fuerzas para soplarse las puntas de los dedos, ni para darse palmadas en los costados, ni siquiera para limpiarse la nariz: estaban entumecidos por el frío. Por encima de las aguas del Volga se expandían los jirones de humo que emanaba la chimenea del barco. Sobre el fondo del hielo el humo parecía particularmente negro, y el hielo también parecía más blanco bajo la sutil cortina de humo. Daba la impresión de que el hielo traía la guerra de las orillas de Stalingrado.
Un cuervo con la cabeza grande se había posado sobre un bloque de hielo y estaba absorto en sus reflexiones. Por supuesto, tenía material de sobra para reflexionar. Sobre el bloque de al lado yacía un trozo de capote quemado; sobre otro se levantaba una bota de fieltro dura como una piedra y sobresalía una carabina cuyo cañón torcido estaba encastrado en el hielo. Los coches del obkom subieron a la barcaza. Los secretarios y los miembros del buró salieron de los coches y observaron, junto a la borda, los bancos de hielo que se deslizaban lentamente, crujiendo.
Un viejo de labios azulados tocado con un gorro del Ejército Rojo y ataviado con una corta pelliza negra, a todas luces el encargado de la barcaza, se acercó al secretario de transporte del obkom, Laktiónov, y con una voz increíblemente ronca a causa de la humedad del río y el consumo empedernido de vodka y de tabaco le dijo:
– En el primer viaje que hicimos esta mañana, camarada secretario, encontramos a un marinero sobre un bloque de hielo. Los chicos lo sacaron del agua, pero por poco no acaban en el fondo con él. Ha sido necesario trabajar con palas. Mire, allí está, en la orilla, bajo una lona impermeable.
El viejo señaló con una manopla sucia en dirección a la orilla. Laktiónov miró, pero sin alcanzar a ver el cadáver arrancado al hielo y, para ocultar su malestar, le preguntó a boca jarro, en tono grosero, apuntando hacía el cielo:
– ¿Están golpeando fuerte estos días? ¿A qué horas sobretodo?
El viejo hizo un gesto de negación con la mano.
– Ahora los bombardeamos nosotros.
El viejo imprecó al enemigo, ahora debilitado, y mientras pronunciaba aquellas frases injuriosas, su voz perdió la ronquera; sonaba estentórea y alegre.
Entretanto, el remolcador arrastraba despacio la barcaza hacia Beketovka; la orilla de Stalingrado no parecía azotada por la guerra, sino igual que siempre, con su concentración de almacenes, garitas, barracas…
Los secretarios y miembros del buró, cansados de las embestidas del viento, volvieron a entrar en sus coches. Los soldados, a través de los cristales, los miraban cómo peces que nadaran calientes en su acuario.
Los dirigentes del Partido, sentados en sus coches, fumaban, se rascaban, hablaban entre sí…
La sesión solemne se celebró por la noche. Las invitaciones, impresas con una tipografía militar sólo se diferenciaban de las que circulaban en tiempo de paz en el papel gris y poroso, que era de pésima calidad, y en que no se precisaba el lugar del encuentro.
Los dirigentes del Partido en Stalingrado, los invitados del 64° Ejército, los ingenieros y obreros de las fábricas vecinas se dirigían a la reunión guiados por aquellos que conocían bien el camino: «Aquí hay una curva, allí otra; cuidado, justo ahí hay un cráter de bomba, y ahora unos raíles; atención, nos acercamos a un foso de cal…».
En la oscuridad resonaban las voces y el paso firme de botas.
Krímov, que durante la tarde después de la travesía había tenido tiempo de visitar la sección política, llegó al lugar de la celebración con los representantes del 64° Ejército.
Había algo en la manera en que aquella muchedumbre penetraba en el laberinto de la fábrica, en pequeños grupos y arropada por la oscuridad de la noche, que recordaba las celebraciones revolucionarias de la vieja Rusia.
Krímov.casi jadeaba de emoción. Entendía que ahora, sin haberlo preparado previamente, sería capaz de pronunciar un discurso, y con el sentido adquirido durante varios años de experiencia coma orador de masas, sabía que los hombres habrían experimentado la misma emoción y felicidad al comprender que la hazaña de Stalingrado estaba emparentada con la lucha revolucionaria de los obreros rusos. Sí, sí, sí. La guerra que había movilizado las colosales fuerzas nacionales era una guerra por la Revolución. No había traicionado la causa de la Revolución recordando a Suvórov en la casa 6/1. Stalingrado, Sebastopol, el destino de Radíschev, la potencia del Manifiesto de Marx, los llamamientos de Lenin desde su automóvil blindado en la estación de Finlandia constituían una unidad.
Vio a Priajin, que caminaba con el mismo paso tranquilo y flemático de siempre. Era increíble que Krímov nunca consiguiera hablar con él.
Había ido a visitarle tan pronto como había llegado al puesto de mando subterráneo del obkom. Tenía muchas cosas que contarle. Pero no había sido posible; el teléfono había sonado casi sin cesar, y si no era el teléfono siempre había alguien que tenía necesidad de hablar con el primer secretario. De improviso Priajin preguntó a Krímov:
– ¿Conoces a un tal Guétmanov?
– Sí-respondió Krímov-. Lo conocí en Ucrania, en el Comité Central del Partido. Era miembro del buró del Comité Central. ¿Por qué lo pregunta?
Priajin no contestó. Después comenzó el revuelo de la partida. Krímov se ofendió cuando Priajin no le ofreció asiento en su coche. Dos veces se habían encontrado frente a frente pero Priajin se comportaba como si no lo reconociese y sus ojos mostraban una expresión de fría indiferencia.
Los soldados andaban por el pasillo iluminado. Estaba el flácido comandante Shumílov, con su robusto pecho y su grueso vientre, y el general Abrámov, miembro del Consejo Militar, un pequeño siberiano con ojos saltones de color marrón. En aquella camaradería sencilla, en aquella, aglomeración de hombres que fumaban enfundados en guerreras, chaquetones guateados y pellizas, avanzaban los generales, y Krímov tenía la impresión de revivir el espíritu de los primeros años de la Revolución, el espíritu leninista. Lo había experimentado nada más pisar la orilla derecha de Stalingrado.
Los miembros del presídium ocuparon sus puestos y el presidente del soviet de Stalingrado, Piksin, apoyó las manos sobre la mesa como hacen todos los presidentes, tosió ligeramente hacia el lado donde había más alboroto y declaró abierta la sesión solemne del soviet de Stalingrado de las organizaciones del Partido, de los representantes de las unidades militares y de las fábricas de la ciudad, dedicada a conmemorar el 25° aniversario de la Gran Revolución de Octubre.
Por el bullicio de la salva de aplausos se podía deducir que los que palmoteaban eran un público exclusivamente masculino compuesto por soldados y obreros.
Después, el primer secretario Priajin, pesado, lento, de frente alta, comenzó a pronunciar su conferencia. Cualquier conexión entre el momento presente y lo que había sucedido en el pasado se desvaneció de golpe. Era como si Priajin hubiera entrado en una polémica con Krímov, como si hubiera adoptado deliberadamente aquel tono pausado para refutar su emoción.
Las fábricas de la región estaban cumpliendo con el plan quinquenal. Las zonas rurales de la orilla izquierda, aunque con ligeros retrasos, habían abastecido de manera satisfactoria al Estado con sus correspondientes cuotas de grano.
Las fábricas ubicadas en la ciudad y un poco más al norte estaban situadas dentro de la zona de operaciones militares y, por ese motivo, era comprensible que no hubieran podido cumplir sus obligaciones para con el Estado.
Una vez, durante un mitin celebrado en el frente, aquel mismo hombre se había sacado el gorro de la cabeza en presencia de Krímov y había gritado: «¡Camaradas soldados, hermanos, abajo la guerra sanguinaria! ¡Viva la libertad!» Ahora, mirando a la sala, explicaba que el descenso de la cantidad de cereal entregado al Estado se debía a que los distritos de Zimovniki y de Kotelnikovo no habían podido respetar sus compromisos ya que eran escenario de operaciones militares, y a que Kalach y Verjne-Kurmoyarsk habían sido tomadas total o parcialmente por el enemigo.
Luego, el conferenciante declaró que la población de la provincia, además de seguir trabajando para cumplir con sus obligaciones respecto al Estado, había participado activamente en las operaciones militares contra los invasores fascistas. Ofreció las cifras de participación de los obreros de la ciudad que se habían enrolado en unidades improvisadas de milicianos y, precisando que los datos no eran completos, leyó la lista de los habitantes de Stalingrado que habían sido condecorados por haber llevado a cabo de manera ejemplar misiones confiadas por el alto mando, y por el heroísmo que habían demostrado.
Al escuchar la voz serena del primer secretario, Krímov comprendió que la disparidad manifiesta entre sus pensamientos y sentimientos y las palabras de aquel que declamaba sobre agricultura e industria en las regiones que habían cumplido con sus obligaciones respecto al Estado no expresaba la absurdidad de la vida, sino el sentido de la vida.
El discurso de Priajin, frío como el mármol, constataba el indiscutible triunfo del Estado, que los hombres habían defendido con su sufrimiento y su pasión por la libertad.
Los soldados y los obreros tenían el semblante serio.
Qué extraño y penoso era recordar a los hombres que había conocido en Stalingrado, a Tarásov, a Batiuk, las conversaciones con la gente de la casa 6/1. ¡Qué desagradable y difícil era pensar en Grékov muerto en las ruinas de la casa cercada!
Pero ¿quién era para él aquel Grékov que le había hecho un comentario tan inquietante? Grékov había disparado contra él… ¿Y por qué las palabras de Priajin, su viejo camarada, primer secretario del obkom de Stalingrado, le sonaban frías, extrañas? ¡Qué sensación tan confusa, tan complicada!
Priajin se acercaba ya al final de su exposición:
– Nos sentimos felices de poder comunicar al gran Stalin que los obreros de la región han cumplido con sus obligaciones respecto al Estado soviético…
Concluida la conferencia, Krímov, abriéndose paso entre la multitud hacia la salida, buscó con la mirada a Priajin, No era así como debería haber presentado su conferencia, en los días que se libraba la batalla de Stalingrado.
De repente Krímov la vio: Priajin había bajado del estrado y estaba de pie junto al comandante del 64° Ejército. Priajin miró fijamente a Krímov, con los ojos pesados, y al darse cuenta de que Krímov también le estaba observando, desvió lentamente la mirada.
«¿Qué significa esto?», se preguntó Krímov.
De noche, después de la solemne sesión, Krímov paró un coche que se dirigía a la central eléctrica.
Aquella noche la central tenía un aspecto particularmente siniestro. El día antes había sido bombardeada por aviones alemanes. Las explosiones habían abierto cráteres y levantado masas de tierra compacta. Ciegos, sin cristales, los talleres habían cedido parte de su estructura a causa de las detonaciones; el edificio de tres plantas de la administración estaba en ruinas.
Los transformadores de aceite, humeantes, se consumían lentamente en pequeñas llamas dentelladas.
El guardia, un joven georgiano, condujo a Krímov a través del patio iluminado por las llamas. Krímov notó que los dedos de su acompañante, que se había encendido un cigarrillo, temblaban: no sólo los edificios de piedra habían sido devastados y quemados por las bombas, también el hombre ardía, partícipe del caos.
Desde el momento en que había recibido la orden de dirigirse a Beketovka, Krímov no había dejado de pensar en encontrarse con Spiridónov [94]. ¿Y si Zhenia estuviera allí, en la central? ¿Y si Spiridónov tuviera noticias de ella? Tal vez hubiera recibido una carta de ella con una posdata: «¿Tiene noticias de Nikolái Grigóríevich?».
Se sentía agitado y feliz. Quizá Spiridónov le dijera: «Yevguenia Nikoláyevna estaba siempre triste». O le confesaría: «Sabe, lloraba».
Desde la mañana sentía un deseo irresistible de dirigirse a la central. Deseaba intensamente acercarse hasta donde Spiridónov, aunque sólo fuera por unos minutos.
Pero se había contenido y había ido al puesto de mando del 64° Ejército, a pesar de que un instructor de la sección política le había murmurado al oído:
– No vale la pena que se dé prisa para ir a ver al miembro del Consejo Militar. Lleva borracho desde la mañana… En efecto, había sido un error que Krímov se apresurara a visitar al general en lugar de ir a ver a Spiridónov. Mientras esperaba a ser recibido en el puesto de mando subterráneo, escuchó del otro lado del tabique de madera contrachapada la voz del general que dictaba a la mecanógrafa una carta de felicitación para su colega Chuikov.
– Vasili Ivánovich, ¡soldado y amigo! -exclamó solemnemente.
Después de pronunciar aquellas palabras, el general derramó algunas lágrimas y repitió varias veces entre sollozos: «Soldado y amigo, soldado y amigo»…Luego preguntó con tono severo:
¿Qué ha escrito?
– «Vasili Ivánovich, soldado y amigo» -leyó la mecanógrafa.
Sin duda la entonación tediosa de la joven le pareció inapropiada ya que, en un tono más exaltado, la corrigió:
– Vasili Ivánovich, ¡soldado y amigo!
De nuevo, profundamente conmovido, balbuceó:
– Soldado y amigo, soldado y amigo.
Luego, el general, conteniendo las lágrimas, preguntó inflexible:
– ¿Qué ha escrito?
– «Vasili Ivánovich, soldado y amigo» -repitió la mecanógrafa.
Krímov comprendió que habría podido ahorrarse las prisas.
La luz tenue de las llamas, que confundía el camino en lugar de iluminarlo, parecía surgir de las entrañas de la tierra; o tal vez era la misma tierra la que ardía, tan pesadas y húmedas eran aquellas débiles llamas.
Llegaron al puesto de mando subterráneo del director de la central. Las bombas que habían caído a poca distancia habían levantado grandes montañas de tierra, y la entrada al refugio a duras penas era visible puesto que el sendero que conducía hasta él todavía no había sido transitado.
Un guardia le dijo:
– Ha llegado justo a tiempo para la fiesta. Krímov pensó que en presencia de extraños no podría decir lo que quería a Spiridónov, ni hacerle preguntas. Le pidió al guardia que hiciera salir al director, que le anunciara que había llegado el comisario del Estado Mayor del frente. Al quedarse solo le asaltó una angustia indefinible.
«¿Qué me pasa? -pensó-. Creía que estaba curado. ¿Es posible que la guerra no me haya ayudado a conjurar mis temores? ¿Qué puedo hacer?»
– ¡Escapa, escapa de ella! Vete de aquí o será tu fin-se dijo en un susurro.
Pero no tenía fuerzas para irse, no tenía fuerzas para escapar.
Spiridónov salió del refugio.
– Y bien, cantarada, ¿en qué puedo ayudarle? -le preguntó, nervioso.
– ¿No me reconoce, Stepán Fiódorovich?
– ¿Quién es? -preguntó alarmado Spiridónov; y al mirar la cara de Krímov, de repente gritó-: ¡Nikolái! ¡Nikolái Grigórievich!
Sus brazos rodearon el cuello de Krímov con una fuerza convulsa.
– ¡Mi querido Nikolái! -le dijo entre sollozos. -Krímov, emocionado por aquel encuentro entre las ruinas, se dio cuenta de que por sus mejillas caían lágrimas. Estaba solo, completamente solo…
La confianza, la alegría de Spiridónov le habían hecho sentir la proximidad con la familia de Yevguenia Nikoláyevna, y aquella proximidad le había devuelto la medida del dolor de su alma. ¿Por qué, por qué le había abandonado? ¿Por qué le había causado tanto sufrimiento? ¿Cómo había sido capaz de hacerlo?
– ¿Sabes lo que ha hecho esta guerra? -le dijo Spiridónov-. Ha arruinado mi vida. Ha matado a mi Marusia.
Le habló de Vera, le dijo que unos días antes se había decidido al fin a abandonar la central y había pasado a la orilla izquierda del Volga.
– Es tonta.
– ¿Y dónde está su marido? -le preguntó Krímov.
– Probablemente hace mucho tiempo que dejó este mundo. Es piloto de caza.
Krímov, incapaz de reprimirse por más tiempo, le preguntó:
– ¿Cómo está Yevguenia Nikoláyevna? ¿Sigue viva? ¿Dónde está?
– Está viva, no sé si en Kúibishev o en Kazán.
Y, mirando a Krímov, añadió:
– Está viva, ¡eso es lo que importa!
– Sí, sí, por supuesto, eso es lo que importa -coincidió Krímov.
Pero en realidad ya no sabía qué era lo importante. Sólo sabía que el dolor, allí, en el alma, no desaparecía. Sabía que todo lo relacionado con Yevguenia Nikoláyevna le causaba dolor. Tanto si se enteraba de que estaba bien y tranquila, como de que sufría y tenía problemas, él se sentía igual de mal.
Stepán Fiódorovich hablaba de Aleksandra Vladímirovna, de Seriozha, de Liudmila, y Krímov asentía con la cabeza y mascullaba:
– Sí, sí, sí… Sí, sí, sí…
– ¡Adelante, Nikolái! -dijo Stepán Fiódorovich-. Entremos al refugio. Ahora ya no tengo más casa que ésta.
Las pequeñas y oscilantes llamas de las lámparas de aceite no lograban iluminar el subterráneo, atestado de jergones, armarios, aparatos diversos, botellas y sacos de harina.
Sobre los camastros, los bancos o las cajas situadas a lo largo de las paredes estaban sentadas varías personas. En el aire sofocante vibraba el murmullo de las conversaciones. Spiridónov sirvió alcohol en vasos, tazas y tapas de escudillas. Cesó el ruido y todos los presentes le siguieron con una mirada particular. Era una mirada profunda y seria, carente de angustia, y expresaba únicamente la fe en la justicia.
Al mirar los rostros de los soldados, Krímov pensó: «Es una lástima que Grékov no esté aquí; se merecería un trago». Pero Grékov ya había bebido todo lo que se suponía que tenía que beber, al menos en este mundo.
Spiridónov se levantó con el vaso en alto y Krímov se dijo: «Lo va a estropear todo, seguro que nos lanza un discurso parecido a los de Priajin».
Pero Stepán Fiódorovich trazó un ocho en el aire con el vaso y declaró:
– Bueno, muchachos, bebamos. Salud.
Se oyó el tintineo de los vasos y las tazas de hojalata. Los que ya habían bebido carraspeaban y meneaban la cabeza. La gente allí reunida era de lo más variopinta; había sido el Estado el que antes de la guerra los había dividido, el que había hecho que no se sentaran a la misma mesa, que no intercambiaran palmaditas en la espalda, que no se dijeran: «Escucha lo que voy a decirte».
Pero allí, en un subterráneo sobre el cual había una central eléctrica destruida pasto de las llamas, había nacido una fraternidad sin pretensiones, tan genuina que cualquiera de ellos estaría dispuesto a dar la vida por ella. Un anciano con el pelo cano, el vigilante nocturno, entonó la vieja canción que tanto gustaba cantar a los chicos de la fabrica francesa de Tsaritsin [95] antes de la Revolución, y como ya no estaba acostumbrado a aquel sonido, él mismo se escuchaba con el asombro divertido de un hombre que escucha a un borracho desconocido.
Otro hombre viejo, con el cabello oscuro, frunció el ceño mientras escuchaba con semblante serio esa canción que hablaba del amor y sus sufrimientos.
Y era verdaderamente hermoso oír aquel canto, era bello aquel momento extraordinario y terrible que vinculaba al director y al ordenanza de la panadería, al vigilante nocturno y al centinela, que mezclaba al calmuco, al ruso y al georgiano.
En cuanto el vigilante acabó de cantar, el viejo con el cabello oscuro frunció aún más su ceño ya de por sí fruncido, y despacio, desafinando, sin voz, cantó: «Despidamos al viejo mundo, sacudamos su polvo de nuestros pies».
El delegado del Comité Central soltó una carcajada y sacudió la cabeza; Spiridónov hizo lo mismo. También Krímov rió y dijo a Stepán; -Seguro que en otro tiempo el viejo fue menchevique. Spiridónov lo sabía todo sobre Andréyev y, por supuesto, le habría contado su historia a Krímov, pero ante el temor de que Nikoláyev le oyera, aquella sensación de fraternidad se desvaneció en un instante.
– ¡Pável Andréyevich, esta canción aquí no pega ni con cola! -le interrumpió Spiridónov.
Andréyev se calló enseguida, le miró y dijo:
– Nunca lo hubiera pensado. Debía de estar soñando.
El centinela georgiano mostró a Krímov el punto de la mano donde se le había saltado la piel.
– Me lo hice desenterrando a mi amigo; Seriozha Vorobiov se llamaba.
Sus ojos negros brillaron y dijo con un jadeo que más bien era un grito agudo:
– Seriozha era más que un hermano para mí.
El vigilante nocturno de pelo cano, un poco achispado, empapado en sudor, no daba tregua a Nikoláyev, el miembro del Comité Central;
– No, mejor escúcheme a mí. Makuladze dice que quería a Seriozha Vorobiov más que a su propio hermano, ¿lo ha oído? Sabe, una vez estuve trabajando en una mina de antracita donde el jefe me tenía muchísimo cariño, me respetaba. Bebíamos juntos y luego yo le cantaba canciones. Me decía a la cara: «Para mí eres como un hermano aunque sólo seas un minero». Charlábamos, comíamos juntos.
– ¿Que era, georgiano? -le preguntó Nikoláyev.
– ¿A que viene eso de si era georgiano?
Era el señor Voskresenski, el dueño de todas las minas. No te puedes imaginar lo que me respetaba. Un hombre con un capital de millones. ¿Comprendes de qué tipo de hombre te hablo?
Nikolayev intercambió una mirada con Krímov, y se guiñaron el ojo en plan de broma, moviendo ligeramente la cabeza.
– Bien, bien -dijo Nikoláyev-. En efecto, nunca te acostarás sin saber una cosa más.
– Pues ya sabes, aprende -respondió el viejo sin darse cuenta de que era él el objeto de sus burlas.
Fue una velada extraña. Entrada la noche, cuando la gente empezó a marcharse, Spiridónov le dijo a Krímov: -No te molestes en buscar tu abrigo, Nikolái. Esta noche la pasarás aquí.
Le preparó la cama sin prisas, preocupándose por todos los detalles: la colcha, el cubrepiés enguatado, la lona impermeable para el suelo. Krímov salió del refugió, permaneció un momento en la oscuridad mirando la ondulación del fuego y regresó al subterráneo, donde Spiridónov todavía estaba haciéndole la cama.
Cuando se sacó las botas y se acostó, Spiridónov le preguntó:
– ¿Estás cómodo?
Acarició la cabeza de Krímov a la vez que esbozaba una sonrisa amable, de borracho.
El fuego que se propagaba arriba por alguna razón recordó a Krímov las hogueras que ardían en Ojotni Riad aquella noche de enero de 1924 en que se celebró el entierro de Lenin. Todos los hombres que se habían quedado a pasar la noche en el subterráneo parecían estar ya dormidos. Las tinieblas eran impenetrables.
Krímov estaba tendido en la cama con los ojos abiertos sin apercibirse de la oscuridad; pensaba, recordaba…
El frío intenso había sido la tónica de aquellos días. El sombrío cielo invernal se cernía sobre las cúpulas del monasterio Strastnói, sobre cientos de personas que llevaban calados gorros con orejeras y sombreros puntiagudos, vestidas con capotes y cazadoras de cuero. De repente la plaza del monasterio se inundó de miles de folletos blancos con el comunicado oficial.
Los restos mortales de Lenin fueron transportados desde Gorki hasta la estación en un trineo de campesino. Los patines crujían, los caballos resoplaban. El féretro era seguido por su viuda, Krúpskaya, que llevaba en la cabeza un pequeño sombrero redondo de piel sujeto con un pañuelito gris; por las dos hermanas de Lenin, Anna y María; por sus amigos, por campesinos del pueblo de Gorki.
Así es como se acompaña al reposo eterno a un agrónomo, a un respetable médico rural o a un profesor.
El silencio se hizo en Gorki. Los azulejos de la estufa holandesa brillaban; al lado de la cama cubierta con una sábana de verano blanca había un armario lleno de botellitas con etiquetas y olor a medicinas. En la habitación vacía entró una anciana, con bata de enfermera. Por costumbre andaba de puntillas. La mujer pasó por delante de la cama y cogió de la silla un cordel en cuyo extremo había un trozo de periódico atado. El garito que dormía sobre la silla, al oír el frufrú familiar de su juguete, levantó bruscamente la cabeza en dirección a la cama vacía y, bostezando, volvió a acurrucarse.
Mientras seguían el féretro, los parientes de Lenin y sus camaradas más allegados recordaban al difunto. Las hermanas se acordaban del niño rubio cuyo carácter difícil a veces le llevaba a ser mordaz y exigente hasta rayar la crueldad. Pero era bueno, amaba a su madre, a sus hermanas y hermanos.
Su esposa recordaba aquella ocasión en Zúrich en la que habló en cuclillas con la nieta de la casera, Tilli. La casera había dicho con aquel acento suizo que tanto divertía a Volodia [96]: «Deberían tener hijos». Y él había lanzado con malicia una rápida mirada desde abajo a Nadiezhda Konstantínovna.
Los obreros de la fábrica Dínamo recordaban que habían ido a Gorki, y Vladímir, que había ido a su encuentro, se aturdió. Quería hablar con ellos, pero todo cuanto pudo hacer fue emitir un gemido lastimoso y hacer un gesto con la mano, y los obreros que le rodeaban lloraron también al verle llorar. Y luego, aquella mirada que tenía antes del fin, asustada, implorante, como la de un niño frente a su madre. A lo lejos comenzaban a perfilarse los edificios de la estación. La locomotora negra con la chimenea negra destacaba aún más entre la nieve blanca.
Los amigos políticos del gran Lenin -Ríkov, Kámenev, Bujarin-, que seguían el trineo a pie con las barbas escarchadas por el frío, miraban de vez en cuando con aire ausente a aquel hombre de tez morena y picado de viruelas que llevaba un largo capote y botas de cuero blando. Siempre miraban con desdén burlón su estilo de vestir caucásico. En realidad, si Stalin hubiera tenido delicadeza no debería haberse desplazado a Gorki, donde se habían reunido los parientes y amigos más íntimos del gran Lenin. Y ellos no comprendían que los apartaría con violencia a todos, hasta a los más cercanos, incluso a su mujer.
No eran Bujarin, Ríkov, Zinóviev los poseedores de la verdad leninista. Tampoco Trotski. Se habían equivocado. Ninguno de ellos se convertiría en el sucesor de Lenin. Ni siquiera Vladímir Uliánov intuyó en sus últimos días o alcanzó a entender que su obra se convertiría en la obra de Stalin. Habían transcurrido casi dos décadas desde el día en que el cuerpo del hombre que había marcado el destino de Rusia, de Europa, de Asia y de la humanidad entera había sido transportado sobre un trineo que crujía sobre la nieve. Los pensamientos de Krímov se obstinaban en volver a aquella época. Recordaba con nitidez los días gélidos de enero de 1924, el crepitar de las hogueras nocturnas, los muros escarchados del Kremlin, un gentío compuesto por cientos de personas llorando, el aullido lacerante de las sirenas de las fábricas, la voz estentórea de Yevdokímov invocando, desde una tarima de madera, a todos los obreros del mundo, el reducido grupo de hombres que cargaba el féretro sobre sus espaldas hasta el mausoleo de madera construido a toda prisa.
Krímov subió la escalera alfombrada de la Casa de los Sindicatos, pasando por delante de los espejos adornados con cintas rojas y negras; en el aire tibio que olía a pino flotaba una música triste. Al entrar en la sala vio las cabezas inclinadas de los hombres que solía ver en la tribuna de Smolni o Stáraya Plóschad.
Después, allí mismo, en la Casa de los Sindicatos, volvería a ver las mismas cabezas inclinadas en 1937. Probablemente los acusados, al escuchar la voz inhumana y estridente de Vishinski [97], se acordarían de cuando marchaban detrás del trineo y montaban guardia junto al féretro de Lenin; tal vez resonaría en sus oídos el eco de la música fúnebre.
¿Por qué de repente en la central, en el aniversario de la Revolución, sus pensamientos volvían a aquellos días de enero?
Decenas de personas que habían fundado junto a Lenin el partido bolchevique fueron declarados provocateurs, agentes a sueldo de los servicios de inteligencia extranjeros, mientras un único hombre que no había ocupado una posición central en el Partido, desconocido como teórico, había sido el salvador de la causa del Partido, el portador de la verdad. ¿Por qué confesaron todos?
Preguntas como ésas era mejor olvidarlas. Pero esa noche Krímov no podía apartarlas de su mente. «¿Por qué confesaron? ¿Y por qué sigo callando? ¿Por qué nunca tuve el valor suficiente para decir: “Dudo que Bujarin sea un saboteador, un asesino, un provocateur”? En el momento de la votación, levanté la mano. Y después firmé. Hice un discurso y escribí un artículo. Y todavía creo que mi fervor era genuino. Pero ¿dónde estaban mis dudas entonces, toda mi confusión? ¿Qué es lo que trato de decir? ¿Que soy un hombre con dos conciencias, o que viven en mí dos hombres diferentes y cada uno tiene su propia conciencia? ¿Cómo entenderlo? ¿Acaso no ha sido siempre así para todos y no sólo para mí?»
Grékov había expresado lo que muchos pensaban en su fuero interno, aquello que en el fondo de su alma guardaba solapadamente, inquietaba, interesaba y, a veces, atraía a Krímov. Pero en cuanto ese secreto había salido a la luz, Krímov había sentido odio y rabia, deseo de doblegar y destrozar a Grékov. Si hubiera tenido ocasión, Krímov, sin temblarle el pulso, le hubiera fusilado.
Priajin, por su parte, había hablado con el frío lenguaje del burócrata, había revisado, en nombre del Estado, las cuotas del abastecimiento de grano, las obligaciones de los obreros y los porcentajes del plan. Aquel tipo de discursos fríos, de burócrata desalmado, siempre disgustaban a Krímov. Pero esos burócratas despiadados eran sus viejos camaradas, los hombres con los que había marchado hombro con hombro y que ahora eran sus jefes y camaradas. La obra de Lenin había engendrado a Stalin, se había encarnado en aquellos hombres, en aquel Estado. Y Krímov, sin vacilar, estaba dispuesto a dar la vida por su gloria y su fuerza. ¡Y ese viejo bolchevique, Mostovskói! Nunca había salido en defensa de individuos de cuya honestidad revolucionaria estaba convencido. ¿Por qué?
¿Y el estudiante de los cursos superiores de periodismo donde Krímov había dado clases durante un tiempo, aquel chico amable y honesto que se llamaba Koloskov? El joven, que procedía del campo, le habló sobre la colectivización, sobre los canallas que incluían en las listas de kulaks los nombres de personas cuyas casas y jardines codiciaban, así como a sus enemigos personales. Le contó las terribles hambrunas que sufrían en el campo y la crueldad despiadada con que les habían confiscado hasta el último grano de trigo. Lloró al recordar a un maravilloso anciano que dio su vida para salvar a su esposa y su nieta… Resulta que poco después Krímov leyó en un periódico mural un artículo de Koloskov que trataba sobre los kulaks, donde los acusaba de enterrar el trigo y del que destilaba un odio feroz hacia todo lo nuevo.
¿Por qué había escrito eso Koloskov, el mismo que lloraba por el sufrimiento que le atenazaba el corazón? ¿Por qué callaba Mostovskói? ¿Era simple cobardía? ¿Cuántas veces había manifestado Krímov ciertas ideas que en realidad no compartía? Pero cuando las decía o las escribía, le parecía expresar su verdadera opinión, estaba convencido de afirmar lo que pensaba. De vez en cuando se consolaba diciéndose: «No se puede hacer nada, así lo quiere la Revolución».
Habían pasado cosas, cosas de todo tipo. Krímov había defendido mal a los amigos de cuya inocencia estaba seguro. A veces callaba, otras murmuraba. Otras veces hacía algo peor: ni callaba ni mormuraba. A veces era llamado al comité del Partido, al comité regional, al comité de la dudad, al comité provincial, o bien por los órganos de seguridad para preguntarle acerca de alguno de sus conocidos, de otros miembros del Partido. Nunca había hablado mal de sus amigos, nunca había difamado, nunca había escrito denuncias o declaraciones…
¿Y Grékov? Bueno, Grékov era un enemigo. En cuanto a enemigos se refería, Krímov nunca se había andado con chiquitas; con ellos no conocía la piedad.
Pero ¿por qué evitó toda relación con las familias de los compañeros que habían sido víctimas de la represión? Había dejado de ir a verlos, de llamarlos por teléfono. Sí, pero también era cierto que cuando se encontraba por la calle con los familiares de amigos represaliados no cambiaba de acera, sino que iba a saludarlos.
Había ciertas personas, normalmente viejecitas, amas de casa, pequeñoburguesas apolíticas, a través de las cuales se podía hacer llegar paquetes a los campos. Recibían en sus direcciones cartas de los campos. Curiosamente, ellas no tenían miedo. A veces eran esas mismas ancianas, amas de casa, niñeras analfabetas, llenas de prejuicios religiosos, las que recogían a los niños cuyos padres habían sido arrestados, salvándoles del orfanato y los centros de acogida. En cambio, los miembros del Partido evitaban a esos niños como si de la peste se tratara. ¿Acaso esas mujeres eran más valientes o más honradas que los viejos bolcheviques como Mostovskói y Krímov?
Las personas saben cómo vencer el miedo; los niños caminan en la oscuridad, los soldados entran en combate, un joven da un paso adelante para saltar al vacío en paracaídas.
Pero aquel otro miedo, particular, atroz, insuperable para millones de personas, estaba escrito en letras siniestras de un rojo deslumbrante en el cielo plomizo de Moscú: el miedo al Estado…
¡No, no! El miedo no es capaz de realizar por sí solo semejante tarea. El fin superior de la revolución libera de la moral en nombre de la moral, justifica en nombre del futuro a los actuales fariseos, los delatores, los hipócritas; explica por qué un hombre, en aras de la felicidad del pueblo, debe empujar a los inocentes a la fosa. En nombre de la Revolución esa fuerza permite ignorar a los niños cuyos padres acaban en un campo penitenciario. Explica por qué la Revolución ha establecido que la esposa que se ha negado a denunciar al marida inocente debe ser apartada de sus hijos y enviada diez años a un campo de trabajo.
La fuerza de la revolución se había aliado con el miedo a la muerte, el terror a la tortura, con la angustia que atenaza a aquel que siente sobre sí el aliento de los campos lejanos. Antes, cuando los hombres hacían la revolución sabían que se arriesgaban a la cárcel, a trabajos forzados, a años de exilio y de vida sin refugio, al patíbulo… Pero ahora lo más inquietante, confuso, desagradable era que la Revolución pagaba a sus fieles, a aquellos que servían a su gran causa, con raciones suplementarias, comidas en el Kremlin, paquetes de víveres, coches particulares, viajes y estancias en Barvija, billetes en coche cama.
– ¿Todavía estás despierto, Nikolái Grigórievich? -le preguntó Spiridónov en la oscuridad.
– Casi. Me estoy quedando dormido -respondió Krímov. -Ah, perdona, no quiero molestarte.
Había pasado más de una semana desde la noche en que Mostovskói fue llamado por el Obersturmbannführer Liss. La espera febril y la tensión habían dado paso a un hondo abatimiento. Por momentos Mostovskói tenía la impresión de que tanto sus amigos como sus enemigos se habían olvidado de él, que unos y otros le consideraban impotente, un viejo que había perdido la cabeza, un inútil moribundo.
Una mañana luminosa y sin viento lo condujeron al baño. Esta vez el SS que le escoltaba no entró en el bloque; se sentó en las escaleras, colocando el fusil a su lado, y se | encendió un cigarrillo. Era un día sereno, el sol calentaba y el soldado, por lo visto, no deseaba entrar en el ambiente húmedo del baño.
El prisionero político que trabajaba en el baño se acercó a Mijaíl Sídorovich.
– Buenos días, querido camarada Mostovskói. Mostovskói lanzó un grito de asombro: enfrente de él, con una chaqueta de uniforme y el brazalete del Revier en la manga, estaba el comisario de brigada Ósipov.
Se abrazaron, y Ósipov le dijo apresuradamente: -He logrado que me destinen al baño; estoy sustituyendo al mozo de la limpieza. Quería verle. Kótikov y el general Zlatokrilets le mandan saludos. En primer lugar dígame cómo le va, cómo se encuentra, qué quieren de usted. Explíquemelo todo mientras se va quitando la ropa.
Mostovskói le habló del interrogatorio nocturno. Ósipov, mirándole fijamente con sus negros ojos saltones, le dijo:
– Esos imbéciles quieren trastornarle. -Pero ¿para qué? ¿Con qué objetivo?
– Es posible que quieran sonsacarle alguna información de tipo histórico, sobre las características de los fundadores y los dirigentes del Partido. Tal vez tenga que ver con declaraciones, proclamas, cartas.
– Están perdiendo el tiempo -dijo Mostovskói.
– Le torturarán, camarada Mostovskói.
– Están perdiendo el tiempo, es estúpido -repitió Mostovskói, y preguntó-: Y a ustedes, ¿cómo les va?
Ósipov explicó en un susurro:
– Mejor de lo que esperábamos. Lo más importante es que hemos logrado ponernos en contacto con los que trabajan en la fábrica y hemos comenzado a recibir armas: granadas y metralletas. Los hombres traen las piezas una por una y nosotros las montamos de noche en los bloques. La verdad es que tenemos pocas hasta el momento.
– Esto es obra de Yershov. ¡Bravo por él! -exclamó Mostovskói.
Luego sacudió la cabeza compungido al quitarse la camisa y observarse el pecho y los brazos desnudos. Se sintió de nuevo furioso consigo mismo por ser tan viejo.
– Tengo el deber de informarle, como superior del Partido, que Yershov ya no está en nuestro campo.
– ¿Cómo que no está?
– Ha sido trasladado a Buchenwald.
– ¿Qué dice? -gritó Mostovskói-. ¡Era un tipo magnífico!
– Seguirá siendo magnífico en Buchenwald.
– Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
– Hubo una división en el liderazgo -replicó Ósipov con aire sombrío-. Un nutrido grupo sentía una inclinación espontánea hacia Yershov y a éste se le había subido a la cabeza. No se hubiera sometido a la dirección por nada del mundo. Es un individuo poco claro, no es uno de los nuestros. La situación se complicaba a cada paso. El primer mandamiento en la clandestinidad es la disciplina de hierro. Y nos habíamos encontrado con dos centros diferentes: los que son del Partido y los que no. Después de discutir la situación tomamos una decisión. Un camarada checo que trabaja en la administración del campo archivó la tarjeta de Yershov junto a las del grupo de trasladados a Buchenwald y automáticamente fue incluido en la lista.
– Nada más fácil -dijo Mostovskói.
– Fue la decisión unánime de todos los comunistas -concretó Ósipov.
Estaba de pie frente a Mostovskói con su ropa miserable un trapo en la mano, severo, inquebrantable, seguro de su derecho férreo, de su terrible derecho, superior al de Dios, para convertir la causa a la que servía en el árbitro supremo del destino del hombre.
El viejo desnudo, delgado, uno de los fundadores del gran Partido, estaba sentado en silencio con la espalda encorvada y la cabeza inclinada.
Se le presentó con nitidez la noche pasada en el despacho de Liss. Y de nuevo se apoderó de él el miedo: ¿y si Liss no mentía? ¿Y si no perseguía un objetivo policial secreto y sólo quería mantener una conversación de hombre a hombre?
Se enderezó y ahora, como siempre, como diez años antes, durante la colectivización, durante los procesos políticos que condujeron al patíbulo a sus camaradas de juventud, declaró:
– Me someto a esta decisión. La acepto como miembro del Partido.
Cogió la chaqueta que reposaba sobre el banco y sacó del forro varios trozos de papel: eran los textos que había redactado para las octavillas.
De repente le vino a la cabeza la cara de Ikónnikov, sus ojos de vaca, y sintió el deseo de oír la voz del apóstol de la bondad sin sentido.
– Quería preguntarle: sobre Ikónnikov -dijo Mijaíl Sídorovich-. ¿El checo también cambió su tarjeta?
– Ah, el viejo yuródivi, el trapo mojado, como le llamaba usted. Fue ejecutado. Se negó a trabajar en la construcción del campo de exterminio. Keize recibió la orden de matarle.
Aquella misma noche, se pegaron en las paredes de los barracones los folletos escritos por Mostovskói sobre la batalla de Stalingrado.
Poco después de la guerra se encontró en los archivos de la Gestapo de Munich un expediente relacionado con la investigación de una organización clandestina en un campo de concentración de la Alemania occidental. El documento que cerraba el expediente informaba que la sentencia contra los miembros de dicha organización había sido ejecutada. Los cuerpos de los prisioneros habían sido quemados en un homo crematorio. El primer nombre de la lista era el de Mostovskói.
El estudio de los documentos no permitió establecer el nombre del provocateur que traicionó a sus camaradas. Probablemente fue ejecutado por la Gestapo junto a aquellos a los que había denunciado.
Los barracones del Sonderkommando, el escuadrón especial de trabajo destinado a operar en las cámaras de gas, el almacén de sustancias tóxicas y los crematorios, eran cálidos y tranquilos.
Los prisioneros que trabajaban de manera permanente en la obra n° 1 gozaban de unas buenas condiciones de vida. Cada cama tenía una mesilla de noche con su correspondiente garrafa de agua hervida y había una alfombra en el pasillo central.
Los obreros que trabajaban en la cámara de gas estaban libres de escolta y comían en un local aparte. Los alemanes del Sonderkommando podían escoger su propio menú, igual que en un restaurante. Recibían un salario casi tres veces mayor que el de los soldados, homólogos en rango, que estaban en activo. Sus familias disfrutaban de reducciones de alquiler, de raciones de víveres superiores a las estipuladas y del derecho a evacuación prioritaria de las zonas sometidas a bombardeos.
El trabajo del soldado Roze consistía en observar a través de la mirilla de inspección, y cuando el proceso había concluido daba la orden de proceder a la descarga de la cámara de gas. Además debía controlar que los dentistas trabajaran con escrúpulo y esmero. Más de una vez había escrito informes al director del complejo, el Sturmbannführer Kaltluft, sobre la dificultad de realizar simultáneamente esa doble tarea; mientras Roze estaba arriba, supervisando el gaseamiento, abajo, donde trabajaban los dentistas y los trabajadores cargaban los cuerpos en las cintas transportadoras, se quedaban sin vigilancia, con la posibilidad de trampear y cometer hurtos.
Roze se había acostumbrado a su trabajo y ya no le inquietaba, como los primeros días, el espectáculo que se desarrollaba detrás del cristal. Su predecesor había sido sorprendido un día entretenido en un pasatiempo más propio de un chico de doce años que de un soldado de las SS al que se le ha confiado una acción especial. Al principio Roze no acertaba a comprender algunas alusiones a ciertas incorrecciones, y sólo más tarde comprendió a qué se referían.
A Roze no le gustaba su nuevo trabajo, pero ahora ya se había acostumbrado. Le inquietaba el insólito respeto del que estaba rodeado. Las camareras de la cantina le preguntaban por qué estaba pálido. Siempre, desde que tenía uso de razón, recordaba haber visto a su madre llorando. A su padre, por alguna razón, siempre le despedían de los trabajos; daba la impresión de que le habían despedido de más trabajos de los que en realidad había tenido. Roze había aprendido de sus padres a andar de una manera suave y furtiva que no debía molestar a nadie; regalaba la misma sonrisa inquieta y afable a los vecinos, a su casero, al gato del casero, al director de la escuela y al policía en la esquina de la calle. En apariencia la afabilidad y la cortesía eran los rasgos fundamentales de su carácter y él mismo se asombraba de cuánto odio anidaba en su cuerpo y de cuánto tiempo había permanecido oculto en su interior. Luego había ido a parar al Sonderkommando; el superior, buen conocedor del alma humana, había intuido enseguida su carácter gentil y afeminado.
No había nada agradable en observar cómo se contorsionaban los judíos en la cámara de gas. Roze sentía antipatía por los soldados que disfrutaban trabajando allí. El prisionero de guerra Zhuchenko, que trabajaba en el turno de la mañana cerrando las puertas de la cámara de gas, le desagradaba en particular. Tenía una sonrisa infantil perennemente estampada en su cara, y por eso era especialmente desagradable. A Roze no le gustaba su trabajo, pero conocía todas sus ventajas, las evidentes y las ocultas.
Cada día, al finalizar el trabajo, un dentista entregaba a Roze un pequeño paquete con varias coronas de oro. Aunque aquello representaba una parte insignificante del metal precioso que la dirección del campo recibía todos los días, Roze ya había enviado dos veces casi un kilo de oro a su mujer. Era la garantía de un futuro luminoso, la materialización de su sueño de una vejez tranquila. De joven, Roze había sido débil y tímido, incapaz de tomar parte activa en la lucha por la vida. Nunca había dudado de que el Partido tenía como único fin el bien de los hombres pequeños y débiles. Ahora experimentaba los beneficios de la política de Hitler, porque él era uno de esos hombres pequeños y débiles, y en esos momentos, su vida y la de su familia se había vuelto incomparablemente más fácil, mejor.
A veces Antón Jmélkov se sentía horrorizado por su trabajo, y por la noche, cuando se acostaba en el catre y oía las risas de Trofim Zhuchenko, un miedo frío y angustioso atenazaba su corazón.
Las manos de Zhuchenko, esas manos de dedos largos y gruesos que cerraban las compuertas herméticas de la cámara de gas, siempre le causaban la impresión de estar sucias, y por esa razón le daba asco coger el pan de la misma cesta que su compañero.
Zhuchenko parecía feliz y excitado cuando salía por la mañana para cumplir su turno de trabajo y esperaba la columna de personas procedentes de la vía férrea. Pero el movimiento de la columna le parecía insoportablemente lento. Emitía con la garganta un débil sonido lastimoso y tensaba la mandíbula como un gato acechando a los gorriones detrás del cristal.
Para Jmélkov aquel hombre se había convertido en una fuente de inquietud. Por supuesto, Jmélkov también podía beber más de la cuenta y pasar un buen rato con alguna mujer de la fila cuando estaba borracho. Había un pasillo a través del cual los miembros del Sonderkommando penetraban en el vestidor para escoger una mujer. Un hombre es un hombre, después de todo. Jmélkov escogía a una chica o una mujer, la conducía a un rincón vacío del barracón y al cabo de media horita la devolvía a los guardias. Ni él ni la mujer decían nada. Pero él no estaba allí por las mujeres y el vino, ni por los pantalones de montar de gabardina y las botas de piel de comandante.
Le habían hecho prisionero un día de julio de 1941. Le habían asestado golpes de culata en la cabeza y el cuello, había enfermado de disentería, le habían obligado a caminar por la nieve con las botas destrozadas, le habían dado de beber un agua amarillenta con manchas de gasoil, había arrancado con los dedos trozos de una fétida carne negra del cadáver de un caballo, había comido nabos podridos y mondas de patata. Sólo había elegido una cosa: vivir. No deseaba nada más. Había repelido decenas de muertes: por hambre, por frío, de disentería… No quería ser abatido con nueve gramos de plomo en la cabeza, no quería hincharse hasta que su corazón se ahogara con el líquido que le subía de las piernas. No era un criminal; había sido peluquero en la ciudad de Kerch, nunca nadie había pensado mal de él ni sus familiares, ni los vecinos de patio, ni los colegas del trabajo, ni los conocidos con los que bebía vino, comía salmonete ahumado y jugaba al dominó. Pensaba que no tenía nada en común con Zhuchenko. Pero a veces también le daba la sensación de que la diferencia entre él y Zhuchenko consistía en una bagatela insignificante. ¿Qué importancia tenía para Dios y para los hombres el sentimiento con el que se dirigían al trabajo? ¿Qué importa que uno se sintiera feliz y el otro desgraciado cuando el trabajo que realizaban era el mismo?
No comprendía que Zhuchenko le inquietaba no porque fuera más culpable que él, sino porque su terrible monstruosidad innata le disculpaba, mientras que él, Jmélkov, no era un monstruo, sino un hombre.
Comprendía vagamente que, bajo el fascismo, al hombre que desea seguir siendo un hombre se le presenta una opción más fácil que la de conservar la vida: la muerte.
El jefe del Sonderkommando, el Sturmbannführer Kaltluft, había conseguido que el puesto de control le proporcionara cada noche un gráfico con la llegada de los convoyes del día siguiente. Así, Kaltluft podía dar instrucciones a sus subordinados por anticipado sobre el trabajo que debían realizar, en función del número de vagones y la cantidad de personas que se esperaba recibir. Según el país de procedencia del tren, se asignaba el Kommando auxiliar de prisioneros mas conveniente; se necesitaban peluqueros, escoltas, cargadores.
A Kaltluft no le gustaba la vida desordenada: no bebía y se enfadaba cuando sorprendía a sus subordinados en estado de embriaguez. Sólo una vez le habían visto alegre y animado. Estaba a punto de partir para reunirse con su familia para las fiestas de Pascua y ya estaba montado en el coche cuando llamó al Sturmfübrer Hahn y se puso a enseñarle fotografías de su hija, una niña de cara alargada y ojos grandes como los de su padre.
A Kaltluft le gustaba trabajar y odiaba perder el tiempo. Después de cenar nunca se daba una vuelta por el club, no jugaba a las cartas, no asistía a las proyecciones de películas. En Navidad adornaron un abeto para el Sonderkommando, actuó un coro de aficionados y en la cena distribuyeron gratuitamente una botella de coñac francés para cada dos personas. En aquélla ocasión Kaltluft se dejó caer media hora por el club y todos se dieron cuenta de que tenía en los dedos una mancha de tinta fresca, señal de que también había estado trabajando la noche de Navidad.
Hubo un tiempo en que vivía en la casa de campo de sus padres y creía que toda su vida transcurriría allí. Amaba la tranquilidad del campo y el trabajo no le daba miedo. Su sueño era ampliar la hacienda del padre y estaba convencido de que por grandes que fueran los ingresos que obtuviera con la cría de cerdos y la venta de nabos y trigo, nunca abandonaría la cómoda y tranquila casa de su infancia. Pero la vida había tomado otra dirección. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se había encontrado en el frente y había recorrido el camino que el destino le había reservado. Y, por lo visto, lo que el destino le había reservado era convertirse de campesino en soldado, pasar de las trincheras a guardia del Estado Mayor, de empleado en las oficinas a ayudante de campo, y después del puesto en la administración central de la RSHA había acabado como jefe de un Sonderkommando en un campo de exterminio.
Si Kaltluft hubiera tenido que responder ante un tribunal divino, habría justificado su alma contando de manera sincera que sólo el destino le había empujado a ser un verdugo, el asesino de quinientas noventa mil personas. ¿Qué podía hacer él frente a fuerzas tan potentes como la gurra mundial en curso, un movimiento nacional inmenso, la inflexibilidad del Partido, la coerción del Estado? ¿Quién habría estado en condiciones de nadar a contracorriente? Él era un ser humano, sólo deseaba vivir en la casa de su padre. No había intervenido por voluntad propia, le habían empujado; él no quería, se lo habían ordenado, el destino le había conducido de la mano como a un niño. Y del mismo modo, o casi del mismo modo, se habrían justificado ante Dios aquellos a los que Kaltluft había enviado a trabajar y aquellos que habían enviado a trabajar a Kaltluft.
Pero Kaltluft no había tenido que justificar su alma ante un tribunal divino. Por eso Dios no había tenido que confirmar a Kaltluft que en el mundo no hay culpables.
El juicio divino existe, y existe también el tribunal del Estado, de la sociedad; pero existe un juicio supremo y es el juicio de un pecador sobre otro pecador. El hombre que ha pecado conoce la potencia del Estado totalitario, que es infinitamente grande; sirviéndose de la propaganda, el hambre, la soledad, el campo, la amenaza de muerte, el ostracismo y la infamia, esa fuerza paraliza la voluntad del hombre. Pero en cada paso dado bajo la amenaza de la miseria, el hambre, el campo y la muerte, se manifiesta siempre, al mismo tiempo que lo condicionado, la libre voluntad del hombre. En la trayectoria vital recorrida por el jefe del Sonderkommando, del campo a las trincheras, de la condición de hombre sin partido a la de miembro consciente del partido nacionalsocialista, siempre y por doquier estaba impresa su voluntad. El destino conduce al hombre, pero el hombre lo sigue porque quiere y es libre de no querer seguirlo. El destino guía al hombre, que se convierte en un instrumento de las fuerzas de destrucción pero cuando eso sucede no pierde nada; al contrario, gana. Éste lo sabe y va allí donde le esperan las ganancias; el terrible destino y el hombre tienen objetivos diversos, pero el camino es uno solo.
Quien pronuncie el veredicto no será un juez divino, puro y misericordioso, ni un sabio tribunal supremo que mire por el bien del Estado y la sociedad, ni un hombre santo, y justo, sino un ser miserable destruido por el poder del Estado totalitario. Quien pronuncie el veredicto será un hombre que a su vez ha caído, se ha inclinado, ha tenido miedo y se ha sometido.
Ese hombre dirá:
– ¡En este mundo terrible existen los culpables! ¡Tú eres culpable!
Y así había llegado el último día del viaje. Los vagones crujieron, los frenos rechinaron y después se hizo el silencio; de pronto descorrieron los cerrojos y retumbó la orden:
– ¡Alle heraus! [98]
La gente empezó a descender al andén todavía mojado por la lluvia reciente.
¡Qué aspecto tan extraño tenían aquellos rostros familiares después de la oscuridad del vagón! Los abrigos y los pañuelos habían cambiado menos que las personas; las chaquetas y los vestidos les recordaban las casas donde se los habían puesto, los espejos ante los cuales se los habían probado.
La gente que salía de los vagones se apiñaba en grupos, y en aquella muchedumbre gregaria había algo conocido, tranquilizador: calor familiar, olor familiar, rostros cansados y ojos extenuados, una masa compacta de personas que han bajado de cuarenta y dos vagones de transporte de ganado.
Dos SS de patrulla vestidos con largos capotes caminaban lentamente haciendo resonar sobre el asfalto las botas claveteadas. Marchaban arrogantes y absortos en sus pensamientos sin mirar siquiera a los jóvenes judíos que sacaban en brazos el cadáver de una anciana cuyos cabellos blancos caían sobre un rostro blanquecino, ni al barbudo de pelo rizado que lamía a gatas el agua de un charco ni a la jorobada que se subía la falda para ajustarse el elástico de las medias.
De vez en cuando los SS intercambiaban miradas y algunas palabras. Se movían sobre el asfalto como el sol en el firmamento. El sol no se preocupa del viento, de las nubes, de las tormentas en el mar, del rumor de las hojas; pero en su movimiento uniforme, sabe que todo en la tierra existe gracias a él.
Hombres con monos azules, brazaletes blancos en las mangas y quepis de largas viseras gritaban y apuraban a los recién llegados en una extraña lengua, una mezcolanza de palabras rusas, alemanas, yiddish, polacas y ucranianas.
Los hombres del mono azul organizaban al gentío del andén con rapidez y práctica: seleccionaban a los que no se tenían en pie, obligaban a los más fuertes a cargar a los moribundos en los furgones, creaban dentro de ese caos de movimientos desordenados una columna y le marcaban una dirección y un sentido. La columna se divide en filas de seis, y por las filas corre la noticia: «¡A las duchas, primero nos llevan a las duchas!».
Parecía que Dios misericordioso no habría podido inventar nada mejor.
– ¡Muy bien, judíos, andando! -gritó un hombre con quepis, el jefe del escuadrón encargado de la descarga de los convoyes y de la vigilancia de los deportados.
Hombres y mujeres cogieron sus bolsas, los niños se agarraron a las faldas de sus madres y a los pantalones de sus padres.
«Las duchas…, las duchas…»; esas palabras tenían un efecto hipnotizante en las conciencias.
En aquel hombre alto con el quepis había algo sencillo, atrayente, parecía más cercano al mundo de los infelices que al de los cascos y los capotes grises. Una vieja acaricia con delicadeza religiosa la manga de su traje con la punta de los dedos y pregunta:
– Ir sind a yid, a litvek, metn kind [99]
– Da, da, mamenka, ij bin a id, prentko, prentko, panove! [100]
De repente, con una voz ronca pero fuerte, funde en una frase las lenguas de los dos ejércitos enemigos:
– Die Kolonne marsch! Shagom march! [101]
El andén se queda vacío. Los hombres del mono azul retiran del asfalto trapos, trozos de venda, un zueco roto, un cubo que un niño ha abandonado, y cierran con estruendo las puertas de los vagones de mercancías. Un ruido metálico atraviesa los vagones mientras el tren se pone en marcha hacia la zona de desinfección.
Después de acabar el trabajo, el Kommando vuelve al campo a través de la puerta de servicio. Los trenes procedentes del Este son los peores: están infestados de piojos y llenos de muertos y enfermos que exhalan un hedor insoportable. En estos vagones no se encuentra, como en los procedentes de Hungría, Holanda o Bélgica, un frasco de perfume, un paquete de cacao o una lata de leche condensada.
Ante los deportados se abrió una gran ciudad. Sus límites, al oeste, se perdían en la niebla. El humo oscuro de las lejanas chimeneas de las fábricas se confundía con la bruma formando una neblina baja que cubría la cuadrícula de barracones, y la fusión de la niebla con la rectitud geométrica de las calles de barracones producía una impresión sorprendente.
Al noreste se levantaba un resplandor rojo oscuro y el cielo húmedo del otoño, al calentarse, parecía estar ruborizándose. A veces del húmedo resplandor se escapaba una llama lenta, sucia, serpenteante.
Los viajeros salieron a una plaza espaciosa. En el centro, sobre un podio de madera como los que normalmente se colocan en las fiestas populares, había una decena de personas. Era una orquesta. Los músicos se diferenciaban claramente entre sí, al igual que sus instrumentos. Algunos se volvieron hacia la columna que llegaba, pero en ese momento un hombre canoso vestido con una capa colorida dijo algo y todos abrazaron sus instrumentos. De repente pareció que un pájaro hubiera lanzado un trino tímido e insolente, y el aire, un aire desgarrado por el alambre de espinas y el aullido de las sirenas, que apestaba a basura y vapores aceitosos, se llenó de música. Como si una cálida cascada de una lluvia de verano encendida por el sol se hubiera precipitado contra el suelo.
La gente de los campos, la gente de la cárcel, la gente que se ha escapado de la prisión, la gente que marcha hacia su muerte conoce el extraordinario poder de la música. Nadie siente la música como los que han conocido la prisión y el campo, como los que marchan hacia la muerte. La música que roza al moribundo no resucita en su alma la esperanza ni la razón, sino el milagro agudo y sobrecogedor de la vida. De la columna brotó un sollozo. Parecía que todo se hubiera transformado, que todo se hubiera fundido en una unidad. Todo lo que se había fragmentado: la casa, el mundo, la infancia, el camino, el rumor de las ruedas, la sed, el miedo y esta ciudad que emergía de la niebla, esta aurora roja y pálida, todo se fundió de repente, pero no en la memoria o en un cuadro, sino en la percepción instintiva, ardiente, dolorosa de la vida pasada. Allí, en el resplandor de los hornos, en la plaza del campo, la gente percibía que la vida era algo más que la felicidad, que también era maldad. La libertad es difícil, a veces dolorosa: es la vida.
La música supo expresar la última agitación de sus almas, que unían en su ciega profundidad las alegrías y penas experimentadas a lo largo de la vida con aquella mañana brumosa, con el resplandor sobre sus cabezas. O tal vez no era así. Tal vez la música sólo era la llave que permitía acceder a los sentimientos de los hombres, no lo que les llenaba en aquel horrible instante, sino lo que les abría las entrañas.
Suele pasar que una canción infantil haga llorar a un anciano. Pero no es por la canción por lo que llora el anciano; ésa sólo es la llave que abre su alma.
Mientras la columna dibujaba lentamente un semicírculo alrededor de la plaza, por las puertas del campo entró un coche color crema. De él bajó un oficial de las SS con gafas y un capote de cuello de piel que hizo un gesto de impaciencia, y el director de la orquesta bajó en el acto las manos en un movimiento desesperado, haciendo cesar bruscamente la música.
Resonó repetidas veces un «Halt!».
El oficial se paseó entre las filas. Señalaba con el dedo y el jefe del grupo hacía salir de la fila a los indicados. El oficial observaba a las personas seleccionadas con una mirada indiferente, y el jefe de la columna les preguntaba en voz baja, para no turbar las reflexiones del SS:
– ¿Cuántos años tienes? ¿Cuál es tu profesión?
Cerca de treinta personas fueron escogidas.
Una petición recorrió las filas:
– ¡Médicos, cirujanos!
Nadie respondió.
– ¡Médicos y cirujanos, un paso al frente!
De nuevo, silencio.
El oficial se acercó a su coche, perdido todo interés en los miles de personas que había congregadas en la plaza;
Los seleccionados fueron alineados en filas de cinco, de cara al cartel que había sobre las puertas del campo: Arbeit macht frei [102].
En las filas resonó el grito de un niño seguido del grito salvaje y penetrante de las mujeres. Los que habían sido seleccionados continuaban callados con la cabeza gacha.
¿Cómo se puede transmitir la sensación de un hombre que aprieta la mano de su mujer por última vez? ¿Cómo describir la última y rápida mirada al rostro amado? ¿Cómo se puede vivir cuando la memoria despiadada te recuerda que en el instante de aquella despedida silenciosa tus ojos parpadearon para esconder la grosera sensación de alegría que experimentaste por haber salvado la vida? ¿Cómo puede ese hombre enterrar el recuerdo de su esposa, que le depositó en la mano un paquete con el anillo de boda, algunos terrones de azúcar y unas galletas? ¿Cómo puede seguir viviendo al ver el resplandor rojo inflamarse en el cielo con fuerza renovada? Ahora las manos que él ha besado deben de estar ardiendo, los ojos que se iluminaban con su llegada, sus cabellos cuyo olor podía reconocer en la oscuridad; ahora arden sus hijos, su mujer, su madre. ¿Cómo es posible que pida un lugar más cercano a la estufa en el barracón, que sostenga la escudilla bajo el cucharón que sirve un litro de líquido grisáceo; que repare la suela rota de su bota? ¿Es posible que golpee con la pala, que respire, que beba agua? Y en los oídos resuenan los gritos de los hijos, el gemido de la madre.
Los destinados a sobrevivir son enviados en dirección a las puertas del campo. Hasta ellos llegan los gritos de la gente y ellos mismos también gritan, desgarrándose la camisa sobre el pecho, pero una nueva vida les sale al encuentro: alambradas eléctricas, torres de observación con ametralladoras, barracones, mujeres y niñas con semblante desvaído que les miran a través de las alambradas, columnas de hombres que marchan hacia el trabajo con retales rojos, amarillos y azules cosidos en el pecho.
La orquesta comienza de nuevo a tocar. Los hombres seleccionados para trabajar en el campo entran en la ciudad construida sobre un pantano. El agua oscura se abre camino entre las resbaladizas losas de hormigón y los pesados bloques de piedra. Es un agua negra rojiza que apesta a podredumbre y está compuesta de partículas de espuma verde, de jirones de trapos mugrientos, de harapos ensangrentados procedentes de las salas de operaciones del campo. El agua penetrará bajo el suelo del campo, luego emergerá a la superficie y de nuevo desaparecerá bajo la tierra. En aquella lúgubre agua del campo viven las olas del mar y el rocío de la mañana.
Entretanto los condenados iban al encuentro de la muerte.
Sofía Ósipovna avanzaba con paso pesado, cadencioso, y el niño se aferraba a su mano. Con la otra mano, el pequeño palpaba en el interior de su bolsillo la caja de cerillas donde guardaba entre algodones sucios una crisálida marrón oscura que hacía poco, en el vagón, había salido del capullo. A su lado caminaba balbuceando el mecánico Lazar Yankélevicn y su mujer, Deborah Samuílovna, llevando a un bebé en brazos. A su espalda Rebekka Bujman susurraba: «¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!». La quinta de la fila era la bibliotecaria Musia Borísovna. Tenía los cabellos bien peinados y su cuello de encaje parecía blanco. Durante el viaje había intercambiado varias veces su ración de pan por media taza de agua caliente. La tal Musia Borísovna siempre estaba dispuesta a darlo todo; en su vagón la tenían por una santa, y las viejas, que de hombres y santos entienden, iban a besarle el vestido. La fila de delante estaba compuesta por cuatro personas. Durante la selección el oficial había apartado de repente a dos miembros de la familia Slepoi, padre e hijo, que, al ser preguntados por su profesión, habían gritado: Zahnarzt [103], Y el oficial asintió con la cabeza. Los Slepoi habían acertado, se habían ganado la vida. De los cuatro que habían quedado en la fila, tres caminaban balanceando los brazos, aquellos brazos que habían sido considerados inútiles; el cuarto andaba con paso seguro, el cuello de la chaqueta levantado, las manos en los bolsillos y la cabeza alta echada hacia atrás. Cuatro o cinco filas delante de ellos sobresalía la cabeza de un anciano tocado con una gorra de invierno del Ejército Rojo.
Justo detrás de Sofía Ósipovna marchaba Musia Vinokur, que había cumplido catorce años en el vagón de mercancías.
¡La muerte! Se había vuelto familiar y sociable, visitaba a la gente sin formalidades, en los patios, en los talleres; iba al encuentro de un ama de casa en el mercado y se la llevaba junto a su saco de patatas; se entrometía en los juegos de los niños más pequeños; echaba una ojeada en un local donde los modistos, canturreando, se afanaban en terminar de coser el abrigo de la esposa del comisario; hacía cola para comprar el pan; se sentaba junto a una viejita que zurcía unas medias…
La muerte hacía su trabajo y la gente, el suyo. A veces permitía acabar el cigarrillo, engullir la comida; otras veces sorprendía al hombre de manera grosera, entraba como ama y señora, dando palmadas en la espalda y con una risa estúpida.
Parecía que la gente, al fin, había comprendido la muerte, como si se les hubiera revelado lo prosaica, lo infantil y lo sencilla que era. Era tan fácil como cruzar un minúsculo arroyo sobre el cual se hubiera colocado una tabla de madera que comunicara una orilla, la del humo de las isbas, con la otra, de prados vacíos. Cinco, seis pasos, ¡eso era todo! ¿De qué tener miedo? Y he aquí que por el puente pasó un ternero, golpeando con los cascos, y pasaron corriendo unos niños, golpeando con los talones desnudos. Sofía Ósipovna escuchó la música. Había oído aquella pieza por primera vez cuando era niña, luego en su época de estudiante, después ya como joven doctora. Al oírla siempre la asaltaba el vivo presentimiento del futuro.
Sin embargo la música la había engañado. Sofía Ósipovna no tenía futuro, sólo una vida pasada.
Y el sentimiento de su vida pasada, particular, intransferible, por un instante ofuscó el presente inminente: su vida estaba al borde del abismo.
Era el más terrible de los sentimientos. Algo inefable, que no se puede compartir siquiera con la persona más cercana, la mujer, la madre, el hermano, el hijo, el amigo o el padre; es un secreto del alma, y el alma, aunque lo desee fervientemente, no puede desvelar su secreto. El hombre lleva consigo el sentido de su vida y no puede compartirlo con nadie. El milagro del individuo particular, en cuya conciencia e inconciencia acumula todo lo que ha habido de bueno, malo, divertido, agradable, vergonzoso, triste, tímido, tierno, sorprendente, desde la infancia hasta la vejez, está fusionado en ese sentimiento único, mudo, secreto de su vida única.
Cuando la música sonó de nuevo, David sintió el deseo de sacar la caja de cerillas del bolsillo, abrirla un instante, para que la crisálida no cogiera frío, y enseñársela a los músicos. Pero después de dar unos pasos no volvió a pensar en las personas que estaban sobre la tarima. Sólo habían quedado la música y el resplandor en el cielo. Aquella melodía triste y potente llenaba su corazón hasta el borde, como si fuera una tacita, del deseo de volver a ver a su madre, a esa madre que no era ni fuerte ni tranquila, que se avergonzaba de haber sido abandonada por el marido. Había cosido una camisita para David, y los vecinos del pasillo se reían de que el niño llevara una camisa de percal con florecitas y las mangas mal cosidas. Su madre era su único baluarte, su esperanza. Confiaba en ella sin reservas, ciegamente. Pero, tal vez, la música había obrado de tal manera que había dejado de tener confianza en su madre. La amaba, pero ella era débil e indefensa como los que ahora caminaban a su lado. La música, aletargada, suave, parecía compuesta de minúsculas olas; las había visto entre delirios, cuando le subía la fiebre y él se deslizaba desde la almohada caliente hasta la arena templada y húmeda.
La orquesta ululó; una garganta reseca se abrió, enorme, en un lamento.
La pared oscura que se levantaba del agua cuando enfermaba de anginas ahora se cernía sobre él e invadía todo el cielo.
Todo, todo lo que había aterrorizado a su corazoncito, se unió, se fusionó en uno. El miedo que se apoderaba de él cuando contemplaba la ilustración de la cabritilla que no veía la sombra del lobo entre los troncos de abetos; las cabezas de ojos azules de los terneros muertos en el mercado; la abuela muerta; aquella niña estrangulada por su madre, Rebekka Bujman; su primer miedo inconsciente que le hizo gritar y llamar desesperadamente a su madre durante la noche. La muerte se cernía sobre él, tan inmensa como el cielo, y el pequeño David caminaba hacia ella con sus pequeñas piernecitas. A su alrededor sólo quedaba la música, detrás de la cual no podía esconderse, a la que no podía aferrarse, contra la que no podía golpearse la cabeza.
La crisálida no tiene alas ni patas ni antenas, ni ojos siquiera; está en la cajita, estúpida, confiada, y espera.
¡Basta con ser judío, y ya está!
Tenía hipo, jadeaba. Si hubiera podido se habría estrangulado con sus propias manos. La música cesó. Sus pequeñas piernas y decenas de otras piernas se apresuraban, corrían. No le quedaban pensamientos, no podía gritar ni llorar. Sus dedos, bañados en sudor, apretaban en el bolsillo la cajita de cerillas, pero ya no se acordaba de la crisálida. Sólo era consciente de sus pequeñas piernas andando, andando, apresurándose, corriendo. Si el terror que le atenazaba se hubiera prolongado algunos minutos más, habría caído al suelo con el corazón roto.
Cuando cesó la música, Sofia Ósipovna se secó las lágrimas y dijo:
– Muy bien. Eso es todo.
Luego miró la cara del niño; incluso ahora, tan asustada, se distinguía por su expresión particular.
– ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? -gritó Sofia Ósipovna, tirándole bruscamente de la mano-. ¿Qué te pasa? Vamos al baño, eso es todo.
Cuando antes les habían preguntado si había algún médico entre ellos, Sofía Ósipovna no contestó, oponiéndose a una fuerza que le resultó repugnante.
A su lado caminaba la mujer del mecánico con su hijo en brazos, y aquel desafortunado bebé de cabeza grande miraba alrededor con ojos mansos y pensativos. Había sido esa mujer, Deborah, quien una noche había robado a otra un puñado de azúcar para su bebé. La víctima estaba demasiado débil para oponer resistencia, pero el viejo Lapidus, a cuyo lado nadie quería sentarse porque siempre se orinaba encima, salió en su defensa.
Y ahora Deborah, la mujer del mecánico, caminaba pensativa llevando en brazos a su hijo, y aquel bebé que lloraba día y noche ahora estaba callado. Los ojos tristes y oscuros de la mujer hacían olvidar la fealdad de su rostro sucio, de sus labios pálidos y flácidos.
«La Virgen y el Niño», pensó Sofía Ósipovna.
Un vez, dos años antes de la guerra, vio salir el sol por detrás de los pinos de Tian Shan, iluminando las ardillas y el lago sumergido en el crepúsculo, como esculpido en un azul tan condensado que alcanzaba la consistencia de la piedra. En aquel instante pensó que no había persona en el mundo que no la hubiera envidiado. Y al mismo tiempo, con una fuerza que abrasó su corazón quincuagenario, sintió que estaba dispuesta a darlo todo por que en cualquier parte del mundo, en una habitación oscura, miserable, de techo bajo, unos brazos de niño la estrecharan.
El pequeño David despertaba en ella una ternura particular que nunca había sentido respecto a otros niños, aunque siempre le habían gustado. En el vagón, cuando le daba un trozo de su pan, David volvía su cara hacia ella en la penumbra y ella sentía deseos de llorar, de estrecharlo contra sí, de cubrirle de besos rápidos y abundantes, como suelen hacer las madres con sus hijos pequeños; en un susurro, para que él no la oyera, repetía: «Come, hijo mío, come».
Le hablaba poco; un extraño pudor la empujaba a esconder el sentimiento maternal que suscitaba en ella. Pero se daba cuenta de que el niño la seguía con mirada inquieta si se cambiaba de sitio en el vagón y que se tranquilizaba cuando ella estaba a su lado.
Sofía Ósipovna no quería reconocer cuál era el motivo por el que no había respondido a la llamada de los médicos, por qué había permanecido en aquella columna, ni el sentimiento de exaltación que la había invadido en aquellos instantes.
La columna bordeó las alambradas, las fosas, las torres de hormigón con las ametralladoras, y a aquellas personas, que habían olvidado qué era la libertad, les parecía que las alambradas y las ametralladoras estaban allí no para impedir que los prisioneros huyeran, sino para que los condenados a muerte no pudieran encontrar refugio en el campo de trabajos forzados.
Luego el camino se alejaba de las alambradas y conducía a unas construcciones bajas de techo liso; desde lejos aquellos rectángulos de paredes grises y sin ventanas le recordaban a David sus enormes cubos de madera, esos cubos a los que se les habían despegado las imágenes.
La columna torció, y por el hueco que se había abierto entre las filas David vio las construcciones, que tenían las puercas abiertas de par en par. Sin saber por qué, sacó del bolsillo la cajita con la crisálida y, sin despedirse, la tiró a un lado. ¡Que viva!
– Gente estupenda, estos alemanes -dijo un hombre que caminaba delante, como si esperara que los guardias oyeran y apreciaran su lisonja.
El hombre que llevaba el cuello levantado se encogió de hombros de una manera particular, miró a un lado, luego a otro, pareció que se hacía más alto y más fuerte, y de repente dio un salto rápido, como si batiera las alas, asestó un puñetazo en la cara a un SS y lo tiró al suelo. Soria Ósipovna lanzó un grito de odio y se precipitó hacia el, pero tropezó y cayó. Enseguida unos brazos la recogieron y la ayudaron a ponerse en pie. Las filas que iban detrás seguían avanzando y David, aunque temía perder el paso, giró la cabeza y vio fugazmente cómo los guardias se llevaban al hombre a rastras.
Sofía Ósipovna se había olvidado del niño durante el breve instante en que había tratado de lanzarse contra el guardia. Ahora lo tenía de nuevo cogido de la mano. David había visto qué luminosos, qué feroces y maravillosos pueden ser los ojos de un ser humano que por una fracción de segundo ha reconquistado la libertad.
En ese momento las primeras filas llegaron a una plaza asfaltada situada delante de la entrada a los baños, y los pasos de las personas que cruzaban las puertas abiertas resonaron de una manera distinta.
En el cálido vestuario del baño reinaba una penumbra silenciosa y húmeda; la luz tan sólo entraba a través de algunas pequeñas ventanas rectangulares.
Unos bancos hechos de tablas gruesas y toscas con unos números escritos en pintura blanca se perdían en la oscuridad. Desde el centro de la sala hasta el muro opuesto a la entrada se extendía un tabique no demasiado alto que dividía el recinto; los hombres tenían que desnudarse a un lado; las mujeres y los niños, al otro.
Aquella separación no despertó la inquietud de la gente, puesto que continuaban viéndose y llamándose los unos a los otros: «Mania, Mania, ¿estás ahí?», «Sí, sí, te veo». Otro gritó: «¡Matilda, ven con la esponja a frotarme la espalda!». La mayoría de la gente se sentía aliviada.
Varios hombres vestidos con batas y con el semblante serio recorrían las filas velando por el orden y aconsejaban cosas razonables: debían meter los calcetines y las medias dentro de los zapatos, y recordar siempre el número de la fila y del colgador.
Las voces sonaban sordas y amortiguadas.
Cuando un hombre se desnuda por completo, se acerca a sí mismo. Dios mío, qué tupido e hirsuto se ha vuelto el vello de mi pecho, y cuántos pelos blancos. ¡Qué feas las uñas de los pies! Un hombre desnudo que mira su cuerpo no saca más conclusiones que una: «Soy yo». Se reconoce, identifica el propio «yo», que siempre es el mismo. El niño que cruza los brazos delgados sobre el pecho huesudo mira su cuerpo de rana y piensa: Soy yo». Y cincuenta años después, cuando examina las venas hinchadas de sus piernas, el pecho gordo y caído, se reconoce: «Soy yo».
Pero a Sofía Ósipovna la invadió una extraña sensación. En la desnudez de los cuerpos jóvenes y viejos; en el chico demacrado de nariz prominente del que una vieja, sacudiendo la cabeza, había dicho: «Ay, pobre hassid»; en la niña de catorce años que incluso allí es observada con admiración por cientos de ojos; en la fealdad y debilidad de viejos y viejas que suscitaban un respeto religioso; en la fuerza de las espaldas velludas de los hombres; en las piernas varicosas y los grandes senos de las mujeres, el cuerpo de un pueblo había salido a la luz. A Sofía Ósipovna le pareció intuir que cuando se había dicho «soy yo», no se refería sólo a mi cuerpo, sino a todo su pueblo. Era el cuerpo desnudo de un pueblo, al mismo tiempo joven y viejo, vivo, en crecimiento, fuerte y marchito, hermoso y feo, con el pelo rizado y el cabello cano. Sofía miró sus hombros fuertes y blancos; nadie los había besado, sólo su madre hacía mucho tiempo, cuando era una niña. Luego, con un sentimiento de ternura, desvió la mirada hacia el niño. ¿Es posible que durante algunos minutos se hubiera olvidado de él para abalanzarse ebria de rabia contra el SS…? «Un estúpido joven judío y su viejo discípulo ruso predicaban la no violencia -pensó-, Pero eso fue antes del fascismo.» Y sin avergonzarse ya de aquel sentimiento maternal que había nacido en ella, Sofía Ósipovna, una mujer soltera, cogió entre sus grandes manos de trabajadora la cara delgada de David. Era como si hubiera tomado entre sus manos sus ojos cálidos, y los besó.
– Sí, mi niño -dijo-. Hemos llegado a los baños.
En la penumbra del vestuario de hormigón le pareció que habían brillado los ojos de Aleksandra Vladímirovna Sháposhnikova. ¿Estaría aún viva? Se habían despedido, y Sofía Ósipovna había seguido su camino, y ahora había llegado al final, igual que Ania Shtrum…
La mujer del obrero quería mostrar el cuerpecito del niño desnudo a su marido, pero él estaba al otro lado del tabique; extendió a Sofía Ósipovna el bebé medio cubierto por un pañal y le dijo orgullosa:
– Ha sido desnudarle y dejar de llorar.
Y del otro lado del tabique, un hombre al que le había crecido una barba negra, que llevaba unos pantalones de pijama desgarrados en lugar de calzoncillos y al que le refulgían los ojos y los dientes falsos de oro, gritó:
– Mánechka, aquí venden trajes de baño. ¿Te compro uno?
Musia Borísovna se cubrió con la mano el pecho que despuntaba del amplio escote de su camisa y rió el chiste.
Sofía Ósipovna sabía ahora que aquellas bromas de los condenados no manifestaban el vigor de su ánimo; los tímidos y los débiles tienen menos miedo cuando se ríen de sus temores.
Rebekka Bujman, con su bellísima cara extenuada y demacrada, desviando de la gente sus ojos ardientes e inmensos, se deshacía sus voluminosas trenzas para esconder dentro anillos y pendientes.
La poseía un deseo de vivir ciego y cruel. El fascismo la había rebajado a su nivel; aunque era desgraciada e impotente nada podía detenerla ya en sus esfuerzos por salvar la vida. Y ahora, mientras escondía los anillos, no recordaba que con aquellas mismas manos había apretado el cuello de su bebé ante el temor de que su llanto descubriera su escondite en la buhardilla.
Pero cuando Rebekka Bujman suspiró aliviada, como un animal que ha logrado refugiarse al amparo de la espesura, vio a una mujer con una bata que cortaba a tijeretazos las trenzas de Musia Borísovna. A su lado estaban rapando la cabeza a una niña, y los mechones negros de seda brillaban silenciosos sobre el suelo de hormigón. Los cabellos cubrían el suelo y daba la impresión de que las mujeres se lavaban los pies en un agua oscura y clara.
La mujer de la bata apartó con calma la mano con la que Rebekka se estaba protegiendo la cabeza, le cogió los cabellos a la altura de la nuca y las tijeras chocaron contra un anillo escondido en los cabellos; la mujer, sin dejar de trabajar y desenredando hábilmente con los dedos los anillos atrapados en los rizos, se inclinó hacia el oído de Rebekka y le dijo: «Todo le será devuelto»; y luego le susurró en voz más baja todavía: «Ganz ruhig. Los alemanes están ahí». Rebekka no logró retener la cara de la mujer de la bata: no tenía ojos ni labios, sólo era una mano amarillenta con venitas azules.
Al otro lado del tabique apareció un hombre de cabellos blancos con las gafas torcidas apoyadas sobre una nariz torcida; parecía un diablo enfermo y triste. Recorrió con la mirada los bancos. Articulando cada sílaba como alguien que está acostumbrado a hablar a un sordo, preguntó:
– Mamá, mamá, ¿cómo estás?
Una viejecita arrugada, que de repente había oído la voz de su hijo entre la confusión de cientos de voces, le sonrió con ternura, y adivinando la pregunta habitual, le respondió:
– El pulso es bueno, no hay irregularidades, no te preocupes.
Al lado de Sofía Ósipovna alguien dijo:
– Es Herman. Un médico famoso.
Una joven desnuda que cogía de la mano a una niña con bragas blancas gritó:
– ¡Nos van a matar, nos van a matar!
– Silencio, haced callar a esa loca -decían las mujeres.
Miraron a su alrededor: ni rastro de guardias. Los ojos y los oídos reposaban en la oscuridad y el silencio. Qué enorme felicidad, olvidada desde hacía meses, poder quitarse la ropa endurecida por el sudor y la mugre, los calcetines y las medias casi descompuestos. Las mujeres que habían acabado de cortar el pelo salieron y la gente respiró aún más libremente. Unos comenzaron a adormecerse, otros a examinar las costuras de su ropa, y otros a hablar en voz baja. Alguien dijo:
– Qué pena que no tengamos una baraja de cartas. Podríamos echar una partidita.
Pero en ese momento el jefe del Sonderkomtnando, con un cigarrillo entre los labios, descolgó el auricular del teléfono; el almacenero cargó en un carro de motor los botes de Zyklon B con etiquetas rojas como las de los tarros de mermelada, mientras el guardia de turno del departamento especial, sentado en el puesto de servicio miraba fijamente la pared: de un momento a otro debía encenderse la lámpara roja.
Desde varios rincones del vestidor resonó la orden: «¡En pie!».
Allí donde se acababan los bancos había alemanes de uniforme negro. La gente penetró en un largo pasillo iluminado débilmente por lámparas encajadas en el techo, protegidas por un cristal grueso de forma ovalada. La fuerza musculosa del hormigón aspiraba en una curva progresiva al torrente humano.
En el silencio sólo se oía el rumor de pasos de los pies descalzos.
Una vez, antes de la guerra, Sofía Ósipovna le había dicho a Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova: «Si una persona está predestinada a ser asesinada por otra, resulta interesante seguir esos caminos que se van acercando poco a poco. Al principio, tal vez estén terriblemente lejos. Por ejemplo, yo estoy en Pamir recogiendo rosas alpinas y saco fotografías con mi cámara, mientras ese otro hombre, mi muerte, se encuentra a ocho mil verstas de mí y, al salir de la escuela, pesca gobios en el río. Yo me preparo para ir a un concierto, y él compra un billete en la estación, va a casa de su suegra; pero de todos modos, nos encontraremos, y pasará lo que tiene que pasar». Y ahora esa extraña conversación había vuelto a la cabeza de Sofía Ósipovna mientras miraba al techo: con aquel espesor de cemento sobre la cabeza ya no podría oír las tormentas ni ver el cucharón invertido de la Osa Mayor… Iba descalza al encuentro de una nueva curva del pasillo, y el pasillo, sin ruido, se abría de manera insinuante; la procesión seguía su camino sin necesidad de ser empujada, por sí sola, en una especie de deslizamiento soñoliento, como si todo en torno a ella estuviera impregnado de glicerina y se deslizara en estado de hipnosis.
La entrada a la cámara de gas se abrió gradualmente pero de modo brusco. El flujo de gente se deslizó con lentitud. El viejo y la vieja que habían vivido juntos cincuenta años, separados durante la sesión de desnudamiento, caminaban de nuevo uno al lado del otro; la mujer del obrero llevaba a su hijo despierto en los brazos; madre e hijo miraban por encima de las cabezas de aquellos que caminaban, miraban el tiempo y no el espacio. Apareció la cara del médico; a su lado estaban los ojos llenos de bondad de Musia Borísovna, la mirada aterrorizada de Rebekka Bujman. Ahí está Liusia Shterental. No se puede atenuar, sofocar, la belleza de aquellos ojos jóvenes, de su nariz que respira levemente, del cuello, de los labios entrecerrados; a su lado camina el viejo Lapidus con la boca arrugada de labios azulados. Sofía Ósipovna apretó de nuevo contra sí la espalda del niño. Nunca había sentido en su corazón tanta ternura por la gente como ahora.
Rebekka, que caminaba a su lado, lanzó un grito aterrador, el grito de un ser humano que se transforma en cenizas.
En la entrada de la cámara de gas les esperaba un hombre con un tubo de plomo en la mano. Llevaba puesta una camisa marrón con las mangas cortas y cremallera. Había sido su sonrisa ambigua, infantil, demente, extasiada lo que había hecho gritar de manera tan espantosa a Rebekka Bujman.
Los ojos del hombre se deslizaron sobre la cara de Sofía Ósipovna: ahí estaba, ¡al final se habían encontrado!
Sintió que sus dedos debían apretar aquel cuello que sobresalía de la camisa abierta. Pero el hombre, que esbozaba una sonrisa, alzó con un gesto breve la porra, y a través del repique de campanas y el crujido de cristales que resonaban en su cabeza, oyó: «No me toques, cochina judía».
Consiguió tenerse en pie y con paso lento y pesado cruzó con David el umbral de acero de la puerta.
David pasó la palma de la mano por el marco de acero de la puerta y sintió su frío liso. Vio en el espejo de acero una mancha gris clara, confusa: el reflejo de su cara. Las plantas de sus pies determinaron que el suelo de la habitación era más frío que el del pasillo. Hacía poco que lo habían regado y lavado.
Caminaba con pasitos lentos por la caja de hormigón de techo bajo. No veía las lámparas, pero en la cámara brillaba una luz gris, difusa, como si el sol, filtrado a través de un cielo de cemento, proyectase una luz de piedra que no parecía hecha para los seres vivos.
Las personas que antes habían permanecido siempre juntas se dispersaron, se perdieron de vista entre sí. David entrevió el rostro de Liusia Shterental. Cuando David la miraba en el vagón de mercancías sentía la dulce tristeza de estar enamorado. Un instante después, en el lugar de Liusia apareció una mujer de baja estatura, sin cuello. Y enseguida, en el mismo lugar, un viejo de ojos azules con una pelusa blanca en la cabeza, que de repente fue sustituido por la mirada fija, los ojos desorbitados de un hombre joven.
Aquél no era un movimiento humano. Ni siquiera era la forma en que se movían las especies inferiores del reino animal. Era un movimiento sin sentido ni objetivo; en él no se manifestaba la voluntad de los vivos. La corriente de gente fluía hacia la cámara y los que estaban entrando empujaban a los que se encontraban ya dentro, que a su vez empujaban a sus vecinos; y de todos esos pequeños e incontables empujones con el codo, la espalda, el vientre, brotaba un movimiento que no se distinguía en nada del movimiento molecular descubierto por el botánico Robert Brown.
David tenia la impresión de que le guiaban, que le hacían avanzar. Llegó hasta la pared y tocó sufría superficie primero con la rodilla, luego con el pecho: ya no había más camino. Sofía Ósipovna también estaba allí, apoyada contra la pared.
Durante algunos instantes observaron el hormigueo de gente que seguía entrando por la puerta. Ésta quedaba lejos y sólo era posible percibir dónde estaba por la blancura particularmente densa de cuerpos humanos apretados, agolpados en la entrada, y que después se esparcían por el espacio de la cámara de gas.
David veía las caras de las personas. Desde que les habían hecho bajar del tren sólo había visto sus espaldas, y ahora todo el convoy parecía avanzar de frente hacia él. Sofía Ósipovna, de repente, se había vuelto extraña: su voz sonaba diferente en el espacio plano de hormigón; toda ella, al entrar en la cámara, había cambiado. Cuando le dijo: «Sujétate fuerte a mí, pequeño», David percibió que tenía miedo de soltarle y quedarse sola. Pero no pudieron permanecer al lado de la pared. Les apartaron de allí y les obligaron a moverse a pequeños pasos. David notó que él se movía másrápido que Sofía Ósipovna. La mano de la mujer se aferraba a la del niño, lo apretaba contra ella. Pero una especie de fuerza dulce e insensible estiraba gradualmente a David y los dedos de la mujer comenzaron a abrirse…
El gentío se volvía cada vez más denso, sus movimientos se ralentizaban y los pasitos eran más cortos. Nadie dirigía el movimiento en la caja de hormigón. A los alemanes tanto les daba si la gente estaba inmóvil en la cámara de gas o bien giraba en zigzag y semicírculos como locos. Y el niño desnudo daba pasitos minúsculos y absurdos. La curva de movimiento que efectuaba su cuerpecito ligero había dejado de coincidir con la curva de movimiento del cuerpo grande y pesado de Sofía Ósipovna, y de pronto se separaron. No tenía que sujetarlo de la mano, sino como hacían aquellas dos mujeres, madre e hija, que febrilmente, con la sombría obstinación del amor, se apretaban mejilla contra mejilla, pecho contra pecho, fundidas en un solo cuerpo indivisible.
El número de personas seguía creciendo, y a medida que aumentaba su densidad, el movimiento de los cuerpos dejaba de obedecer las leyes de Avogadro. Cuando perdió la mano de Sofía Ósipovna, el niño gritó. Pero de repente pasó a formar parte del pasado; ahora sólo existía el presente. Los labios de la gente respiraban cerca, los cuerpos se rozaban, los pensamientos y los sentimientos se unían, se entrelazaban.
David cayó en un remolino que, impulsado desde la pared, retrocedía hacia la puerta. David vio a tres personas unidas, dos hombres y una anciana. La mujer defendía a sus hijos que, a su vez, la sostenían. Y de repente se produjo un nuevo movimiento al lado de David. El ruido también era nuevo, no se confundía con el susurro y el murmullo general.
– ¡Dejad libre el camino!
A través de la masa compacta se abría paso un hombre que, con los brazos robustos y tensos hacia delante, el cuello grueso y la cabeza inclinada, quería escapar de aquel ritmo hipnótico del cemento; su cuerpo se rebelaba ciega e irreflexivamente, como un pez en la mesa de una cocina. Enseguida se apaciguó, perdió el aliento y empezó a dar pasitos como hacía todo el mundo.
El desequilibrio que el cuerpo del hombre había causado cambió el rumbo del flujo rotatorio y David se encontró de nuevo junto a Sofía Ósipovna. La mujer se apretó contra el niño con una fuerza que sólo los obreros del Sonderkommando habrían podido valorar: cuando vaciaban la cámara de gas nunca intentaban separar los cuerpos de los seres queridos estrechamente abrazados.
Sonaban gritos cerca de la puerta; al ver la densa masa humana, la gente se negaba a pasar al interior.
David vio cómo se cerraba la puerta: el acero, suave y ligero, como atraído por un imán, encajó herméticamente con el acero del marco, hasta formar un solo cuerpo.
En lo alto, detrás de una reja metálica y cuadrada que había en la pared, David vio algo que se movía. Le pareció que era una rata gris, pero enseguida comprendió que era un ventilador que se ponía en marcha. Sintió un tenue olor dulzón.
El rumor de pasos se calmó; a veces se oían palabras confusas, gemidos, lamentos. Hablar ya no servía para nada, moverse no tenía sentido: ésas son acciones que se proyectan hacia el futuro, y en la cámara de gas ya no hay futuro. Los movimientos que David hizo con la cabeza y el cuello no despertaron en Sofía Ósipovna el deseo de volverse y mirar qué estaba observando otro ser humano.
Sus ojos, que habían leído a Homero, el Izvestia, Las aventuras de Huckleberry Finn, a Mayne Reid, la Lógica de Hegel, que habían visto gente buena y mala, que habían visto gansos en los vastos prados de Kursk, estrellas en el observatorio de Púlkovo, el brillo del acero quirúrgico, La Gioconda en el Louvre, tomates y nabos en los puestos del mercado, las aguas azules del lago Issik-Kul, ahora ya no eran necesarios. Si alguien la hubiera cegado en ese instante, no habría notado la pérdida de la visión.
Respiraba, pero respirar se había convertido en un trabajo fatigoso, y ese acto tan sencillo la agotaba. Deseaba concentrarse en su último pensamiento a pesar del estruendo de campanas que resonaba en su cabeza. Pero no lograba concebir ningún pensamiento. Estaba de pie, muda, sin cerrar los ojos que ya no veían nada.
El movimiento del niño la colmó de piedad. Su sentimiento hacia el niño era tan sencillo que ya no hacían falta palabras ni miradas. El niño agonizante respiraba, pero el aire que inspiraba no le traía la vida, se la llevaba. Su cabeza se volvía: continuaba queriendo ver. Miraba a los que se habían desplomado en el suelo, las bocas desdentadas abiertas, bocas con dientes blancos y de oro, los hilos de sangre que manaban de la nariz. Vio los ojos curiosos que observaban la cámara de gas a través del cristal; los ojos contemplativos de Roze se cruzaron por un momento con los de David. Él todavía necesitaba su voz, le hubiera preguntado a tía Sonia qué eran esos ojos de lobo. Y necesitaba también el pensamiento. Sólo había dado unos pocos pasos en el mundo, había visto las huellas de los talones desnudos de los niños sobre la tierra caliente y polvorienta; en Moscú vivía su madre, la luna miraba desde arriba y desde abajo la miraban los ojos, en la cocina de gas hervía la tetera… Ese mundo, donde corría una gallina decapitada, el mundo donde vivían las ranas que hacía bailar sujetándolas por las patas delanteras y donde bebía la leche por la mañana; ese mundo continuaba interesándole.
Durante todo ese tiempo unos brazos fuertes y cálidos habían estrechado a David. El niño no entendía que en los ojos se le habían hundido las tinieblas, en el corazón, un desierto, y el cerebro se le empañó, invadido del sopor.
Sofía Ósipovna Levinton sintió el cuerpo del niño derrumbarse en sus brazos. Luego volvió a separarse de él. En las minas, cuando el aire se intoxica, son siempre las pequeñas criaturas, los pájaros y los ratones, las que mueren primero, y el niño con su cuerpecito de pájaro se había ido antes que ella.
«Soy madre», pensó,
Ése fue su último pensamiento.
Pero en su corazón todavía había vida: se comprimía, sufría, se compadecía de vosotros, tanto delos vivos como de los muertos. Sofía Ósipovna sintió náuseas. Presionó a David contra sí, ahora un muñeco, y murió, también muñeca.
Cuando un hombre muere, transita del reino de la libertad al reino de la esclavitud. La vida es la libertad, por eso la muerte es la negación gradual de la libertad, Primero la mente se debilita, luego se ofusca. Los procesos biológicos en un organismo cuya mente se ha apagado continúan funcionando durante cierto tiempo: la circulación de la sangre, la respiración, el metabolismo. Pero se produce una retirada inevitable hacia la esclavitud: la conciencia se ha extinguido, la llama de la libertad se ha extinguido.
Las estrellas del firmamento nocturno se apagan, la Vía Láctea desaparece, el Sol se ha apagado, Venus, Marte y Júpiter se esfuman, el océano se petrífica, millones de hojas mueren, el viento deja de soplar, las flores pierden su color y aroma, el pan desaparece, el agua desaparece, el frío y el calor del aire desaparecen. El universo que existía en un individuo ha dejado de existir. Ese universo es asombrosamente parecido al universo que existe fuera de las personas. Es asombrosamente parecido al universo que todavía se refleja en las cabezas de millones de seres vivos. Pero aún más sorprendente es el hecho de que ese universo tiene algo en él que distingue el rumor de sus océanos, el perfume de sus flores, el susurro de sus hojas, los matices de su granito, la tristeza de sus campos otoñales, y el hecho de que existe en el seno de las personas y, a la vez, existe eternamente fuera de ellas. La libertad consiste en el carácter irrepetible, único del alma de cada vida particular. El reflejo del universo en la mente del individuo es el fundamento del poder del ser humano, pero la vida se transforma en felicidad, libertad, se convierte en valor supremo sólo en la medida en que el individuo existe como mundo que nunca se repetirá en toda la eternidad. Sólo se puede experimentar la alegría de la libertad cuando encontramos en los demás lo que hemos encontrado en nosotros mismos.
El conductor Semiónov, que había caído prisionero junto con Mosrovskói y Sofía Ósipovna Levinton, había pasado diez semanas de hambre en un campo de la zona cercana al frente, antes de ser enviado junto a un numeroso contingente de prisioneros del Ejército Rojo hacia la frontera occidental.
En el campo cercano al frente nunca lo habían golpeado con el puño, con la culata de un fusil, con una bota.
En el campo azotaba el hambre.
El agua murmura en la acequia, chapotea, gime, se agita contra la orilla; el agua retumba, ruge, arrastra bloques de piedra, derriba troncos como si fueran briznas de paja; y el corazón se hiela cuando mira el río comprimido entre sus estrechas orillas que se retuerce, se estremece, y parece que no sea agua, sino una pesada masa de plomo transparente que, de repente, ha cobrado vida, se ha enfurecido, encabritado.
El hambre, como el agua, está ligada de una manera continua y natural a la vida. Como el agua, tiene el poder de destruir el cuerpo, arruinar y mutilar el alma, aniquilar millones de vidas.
La carestía de forraje, las heladas y nevadas, la sequía en estepas y bosques, las inundaciones y las epidemias diezman los rebaños de ovejas y las manadas de caballos; matan a lobos, zorros, pájaros cantarines, abejas salvajes, camellos, truchas, víboras. En los períodos de calamidad, los hombres, debido a sus sufrimientos, se vuelven parecidos a las bestias.
El Estado puede decidir, motu proprio, encerrar la vida con diques, y entonces, como el agua entre las orillas demasiado cercanas, la terrible fuerza del hambre mutila, ahoga, extermina a los seres humanos, a una tribu o a un pueblo.
El hambre extrae, molécula a molécula, la proteína y la grasa de las células del cuerpo, ablanda los huesos, curva las piernas raquíticas de los niños, agua la sangre, hace dar vueltas a la cabeza, consume los músculos, devora el tejido nervioso. El hambre aplasta el alma; ahuyenta la alegría, la fe; sofoca la fuerza del pensamiento; hace nacer la sumisión, la bajeza, la crueldad, la desesperación y la indiferencia.
Todo lo que hay de humano en el hombre a veces muere. El ser hambriento se transforma en un animal salvaje que mata y comete actos de canibalismo.
El Estado puede construir una muralla que separe el trigo y el centeno de aquellos que lo sembraron, y con ello provocar una terrible hambruna similar a la que mató a millones de leningradenses durante el sitio alemán, a la que segó la vida de millones de prisioneros de guerra en los campos de concentración hitlerianos.
¡Comida! ¡Pitanza! ¡Manduca! ¡Víveres! ¡Abastecimiento y provisiones! ¡Condumio y viandas! ¡Pan! ¡Frituras! ¡Algo que llevarse a la boca! Una dieta abundante, de carne, de enfermo, frugal. Una mesa rica y copiosa, refinada, sencilla, campesina. Manjares. Una comilona. Comida…
Mondas de patata, perros, ranas, caracoles, hojas de col podridas, remolacha enmohecida, carne de caballo, carne de gato, carne de cuervos y cornejas, grano quemado y húmedo, piel de cinturones, cordones de botas, pegamento, tierra impregnada de grasa con los restos de la cocina de los oficiales: todo eso era comida. Aquello que se filtraba a través de la muralla.
Esta comida la conseguían, la compartían, la cambiaban, se la robaban los unos a los otros.
El undécimo día de viaje, cuando el convoy estaba detenido en la estación Jutor Mijáilovski, los guardias sacaron del vagón a Semiónov, que había perdido el conocimiento, y lo entregaron a las autoridades de la estación.
El comandante, un alemán entrado en años, observó al soldado agonizante, que estaba sentado contra la pared. -Dejémosle que se arrastre hasta el pueblo. Mañana estará muerto. No hay necesidad de dispararle.
Semiónov caminó a rastras hasta el pueblo vecino. En la primera jata [104] le negaron la entrada.
– No tenemos nada para ti. ¡Vete! -le respondió detrás de la puerta una voz de anciana.
En la segunda llamó durante mucho rato sin obtener respuesta. Debía de estar vacía o cerrada por dentro.
En la tercera, la puerta estaba entreabierta; entró en el zaguán. Nadie lo detuvo y Semiónov penetró en la jata.
Le embistió una ola de calor, la cabeza le dio vueltas, y se sentó en un banco al lado de la puerta.
Con respiración, jadeante, rápida, miraba las paredes blancas, los iconos, la mesa y la estufa. Era algo perturbador, después de la reclusión en el campo.
En la ventana apareció una sombra y una mujer irrumpió en la habitación. Al ver a Semiónov gritó:
– ¿Quién eres?
No respondió. Estaba claro quién era.
Aquel día no fueron las fuerzas despiadadas de los potentes Estados, sino un ser humano, la vieja Jristia Chuniak, quien decidió la vida y el destino de Semiónov.
El sol, entre las nubes grises, miraba de reojo la tierra horadada por la guerra, y el viento, el mismo que pasaba sobre las trincheras y los fortines, sobre las alambradas del campo, sobre los tribunales y los departamentos especiales, aullaba a través de la pequeña ventana de la jata.
La mujer le dio una taza de leche a Semiónov, que se puso a ingerirla con avidez, pero al mismo tiempo con dificultad. Cuando acabó de beber, le invadieron las náuseas. Se retorcía entre conatos de vómito, le lloraban los ojos; luego aspiró cada bocanada de aire como si fuera la última, y vomitó más y más.
Semiónov se esforzó por controlar los vómitos, preso de un temor: que la mujer le echara de casa, sucio e inmundo. Con los ojos inflamados vio que la vieja había cogido un trapo y se había puesto a limpiar el suelo. Quería decirle que él mismo lo limpiaría, que lo lavaría, con tal de que no le echara. Pero sólo podía farfullar, señalar con los dedos temblorosos. Entretanto el tiempo pasaba. La anciana entraba y salía de la jata. Por lo visto, no tenía, intención de echar a Semiónov. ¿Acaso le había pedido a una vecina que fuera a buscar a una patrulla alemana o a la policía ucraniana?
La propietaria de la jata puso a calentar agua en un caldero. Comenzó a hacer calor porque del agua se elevaban nubes de vapor. La cara de la anciana parecía enfurruñada, mala.
«Me echará y luego desinfectará la habitación», pensó. La mujer sacó de un baúl ropa interior y unos pantalones. Le ayudó a desnudarse e hizo un fardo con la ropa sucía. Le llegó el hedor de su cuerpo sucio, la pestilencia de sus pantalones manchados de orina y excrementos ensangrentados.
Ayudó a Semiónov a sentarse en una tina y su cuerpo devorado por los piojos percibió el contacto de las manos rugosas y enérgicas de la mujer, y sobre el pecho, el chorro de agua caliente y jabonosa. De repente se atragantó con el agua, empezó a temblar, y con la mente extraviada, tragándose los mocos, chilló:
– Mamá, mamanka, mamanka…
Con una toalla de lienzo gris le secó los ojos llorosos, los cabellos y la espalda. Cogió a Semiónov por las axilas, lo sentó en el banco e, inclinándose, le secó las piernas delgadas como palos, le puso una camisa y unos calzoncillos y le abrochó los botones blancos.
Vertió en un cubo el agua sucia de la tina y la sacó fuera. Extendió sobre la estufa una piel de cordero y la cubrió con una tela burda a rayas, tomó de la cama un cojín grande y lo puso en la parte de la cabecera. Luego levantó a Semiónov sin esfuerzo, como a un pollito, y le ayudó a encaramarse sobre la estufa [105].
Semiónov yacía en un estado de desvarío. Su cuerpo experimentaba un cambio inconcebible: la voluntad de un mundo despiadado que intenta aniquilar a una bestia moribunda dejó de actuar.
Pero ni en el campo ni en el convoy había vivido un sufrimiento parecido: las piernas extenuadas, los dedos doloridos al igual que los huesos, unas náuseas continuas; la cabeza tan pronto se le llenaba de un potaje crudo y negro como parecía, de repente, vacía y ligera, y empezaba a darle vueltas; tenía picazón en los ojos, hipo, los párpados le escocían. De vez en cuando le oprimía el corazón, parecía que dejaba de latir y las entrañas se le llenaban de humo, como si estuviera a punto de morir.
Pasaron cuatro días. Semiónov bajó de la estufa y empezó a caminar por la habitación. Le asombraba ver que el mundo estaba lleno de comida. En el campo no había otra cosa que remolacha podrida; parecía que en el mundo sólo hubiera un brebaje turbio: la sopa del campo, esa sopa que apestaba a podrido.
Ahora veía mijo, patatas, col, tocino, y oía el canto del gallo. Y como un niño tenía la impresión de que en el mundo había dos magos, el bueno y el malo, y todo el rato tenía miedo de que el mago malo se impusiera sobre el bueno, y que el mundo bueno, cálido, repleto de comida desapareciera y él se viera obligado a arrancar con los dientes un trozo de piel del cinturón.
Se puso a reparar el molino de trigo que trituraba el grano de forma pésima; antes de conseguir moler un puñado de harina húmeda y gris la frente se le cubría de sudor. Semiónov limpió la transmisión con una lima y un trozo de papel de lija; luego apretó el perno que unía el mecanismo y las muelas hechas con piedras planas. Hizo todo esto con perfecta eficacia, como corresponde a un mecánico cualificado procedente de Moscú; había mejorado el trabajo rudimentario del artesano rural, pero el molino funcionaba aún peor que antes.
Semiónov, echado en la estufa, pensaba en qué podría hacer para moler mejor el trigo. A la mañana siguiente desmontó el molino e insertó ruedas y engranajes de un viejo reloj de pared.
– Mire, tía Jristia -exclamó con orgullo, y mostró cómo funcionaba el doble sistema de engranaje que acababa de instalar.
Apenas se dirigían la palabra. Ella no le habló de su marido muerto en 1930, de los hijos desaparecidos sin dejar rastro, de la hija que se había marchado a Priluki y había olvidado a su madre. No le preguntó por qué le habían hecho prisionero o si había nacido en el campo o en la dudad.
Semiónov tenía miedo de salir a la calle, se pasaba largo rato mirando por la ventana antes de salir al patio y siempre se afanaba en volver enseguida a la jata. Se asustaba por un simple portazo o si se caía una taza al suelo. Creía que lo bueno se acabaría y la fuerza de la vieja Jristia Chuniak se desvanecería.
Cuando venía alguna vecina a la jata de tía Jristia, Semiónov subía a la estufa, se acostaba y se esforzaba por no respirar demasiado fuerte ni estornudar. Pero los vecinos rara vez aparecían por la cabaña.
Los alemanes no vivían en el pueblo, estaban acantonados en una población cercana a la estación.
Semiónov no tenia remordimientos por vivir a resguardo, bien calentito y en paz, mientras la guerra causaba estragos a su alrededor; su único temor era ser arrastrado nuevamente al mundo del Lager y del hambre.
Por la mañana, al despertarse, no se atrevía a abrir los ojos: temía que la magia se hubiera desvanecido durante la noche y volver a ver ante él la alambrada del campo, los guardias, oír de nuevo el ruido metálico de las escudillas vacías. Permanecía un rato con los ojos cerrados y aguzaba el oído tratando de averiguar si Jristia todavía, estaba allí.
Pensaba poco en el pasado reciente; no recordaba al comisario Krímov, ni Stalingrado, el campo alemán, el convoy. Pero todas las noches lloraba y gritaba en sueños. Una noche bajó de la estufa, gateó por el suelo, se acurrucó debajo de un banco y allí durmió hasta la mañana. Al despertarse no pudo recordar qué había soñado.
Más de una vez había visto pasar por la calle del pueblo camiones cargados de patatas y sacos de grano, y un día vio un automóvil Opel Kapitan. El motor tiraba bien y las ruedas no patinaban sobre el barro.
Se le encogía el corazón cuando imaginaba voces guturales gritando en el zaguán, y después la patrulla alemana que irrumpía en la jata.
Semiónov preguntó a tía Jristia sobre los alemanes.
– Algunos no son malos -respondió ella-. Cuando el frente pasó por aquí, se quedaron en mi casa dos alemanes: uno era estudiante; el otro, pintor. Jugaban con los niños. Después llegó un conductor, que tenía un gato. Cuando volvía, el gato iba a su encuentro. Debía de haberle acompañado durante todo el viaje desde la frontera. Cuando se sentaba a la mesa, lo cogía en brazos. Fue muy bueno conmigo. Me traía leña y una vez también harina. Pero hay alemanes que matan a los niños; aquí mataron a un anciano. No nos consideran seres humanos. Hacen sus necesidades dentro de la jata, se pasean desnudos delante de las mujeres… Y algunos de los nuestros, los politsai, también hacen de las suyas.
– No hay salvajes como los alemanes entre los nuestros -afirmó Semiónov, y preguntó-: Tía Jristia, ¿no le da miedo tenerme aquí?
Ella negó con la cabeza y le dijo que en el pueblo había muchos prisioneros liberados. La mayoría, por supuesto, eran ucranianos, gente del pueblo que había vuelto con los suyos. En cualquier caso, ella siempre podía decir que Semiónov era su sobrino, el hijo de la hermana emigrada a Rusia con su marido.
Semiónov ya conocía de vista a todos los vecinos y conocía también a la viejecita que le había negado la entrada en su casa el primer día. Sabía que por la noche las chicas iban al cine en la estación, que todos los sábados, también en la estación, tocaba una orquesta y había baile. Le interesaba mucho saber qué tipo de películas proyectaban los alemanes, pero a la tía Jristia sólo pasaba a verla gente mayor que nunca iba al cine. Y no tenía a nadie a quien preguntarle.
Una vecina llegó con una carta de su hija, que había sido reclutada para trabajar en Alemania. Semiónov no lograba comprender algunos pasajes de la carta y tuvieron que explicárselos. La muchacha escribía: «Han venido Grisha y Vania; han hecho añicos los cristales». Grisha y Vania prestaban servicio en la aviación. Significaba que en la ciudad alemana se había producido una incursión soviética.
En otro pasaje, escribía: «Llovió a cántaros, como en Bájmach». Y esto también significaba que había habido una incursión, porque al inicio de la guerra la estación de Bájmach había sido bombardeada.
Aquella misma noche se acercó a ver a Jristia un viejo alto y delgado. Miró fijamente a Semiónov y le preguntó en un ruso perfecto sin acento ucraniano:
– ¿De dónde eres, héroe?
– Soy un prisionero -respondió Semiónov.
– Todos somos prisioneros.
En tiempos del zar Nicolás II había prestado servicio en el ejército como artillero y recordaba con una precisión pasmosa las diversas órdenes de mando. Se puso a enumerarlas para Semiónov. Para dar las órdenes ponía una voz ronca, de ruso, y para anunciar su ejecución, una voz joven, vibrante, con acento ucraniano. Obviamente había memorizado la entonación de su superior y la que él tenía hacía muchos años.
Después despotricó contra los alemanes. Explicó a Semiónov que al principio la gente esperaba que los alemanes eliminaran los koljoses, pero éstos comprendieron que el sistema tenía sus ventajas. Habían formado grupos de cinco y diez personas que no se diferenciaban demasiado de las escuadras y las brigadas. La tía Jristia, con voz triste y lánguida, repitió:
– ¡Ay, los koljoses, los koljoses!
– ¿Qué hay de malo? -preguntó Semiónov-. Nosotros tenemos koljoses en todas partes.
– Tú calla -instó la vieja mujer-. ¿Recuerdas en qué condiciones saliste del convoy? En 1930 toda Ucrania era un convoy. Cuando se acabaron las ortigas, comimos tierra. Se llevaron el pan, hasta el último grano de maíz. Mi marido murió. ¡Qué sufrimiento! Yo me hinché; perdí la voz y no podía caminar.
Semiónov se quedó estupefacto al saber que la vieja Jristia había pasado hambre como él. Había creído que el hambre y la muerte nada podían hacer contra la dueña de la jara.
– ¿Erais kulaks? -le preguntó.
– Qué íbamos a ser kulaks. Todo el pueblo se moría, peor que en la guerra.
– ¿Eres del campo? -preguntó el viejo.
– No, moscovita -respondió Semiónov-. Como mi padre.
– Eso es -dijo el viejo en tono jactancioso-. Si hubieras estado aquí durante la colectivización habrías estirado la pata. ¿Sabes por qué estoy vivo? Porque conozco la naturaleza. ¿Piensas que hablo de bellotas, hojas de tilo y ortigas? No, eso se acabó enseguida. Conozco cincuenta y seis plantas comestibles. Así es como sobreviví. La primavera acababa de comenzar, no había ni una hoja en los árboles y yo ya estaba desenterrando raíces. Yo, hermano, lo sé todo sobre las raíces, las cortezas y las flores, y conozco todas las hierbas. Las vacas, las ovejas o los caballos se morirán de hambre, pero yo no, yo soy más herbívoro que ellos.
– ¿De Moscú? -volvió a preguntar Jristia muy despacio-. No sabía que eras de Moscú.
El vecino se fue, Semiónov se echó a dormir, y entretanto Jristia, sentada con la cara entre las manos, miraba el cielo negro de la noche.
Aquel año de hacía tanto tiempo la cosecha había sido buena. El trigo se alzaba como una pared compacta, alta; las espigas llegaban al hombro de su Vasili, mientras que ella podría haberse escondido por completo entre ellas.
Sobre el pueblo flotaba un gemido suave y lánguido; los niños, verdaderos esqueletos vivientes, se arrastraban por la tierra y emitían un quejido apenas perceptible; los hombres, con los pies hinchados, vagaban por los patios, exhaustos por el hambre, sin apenas fuerzas para respirar. Las mujeres buscaban algo para comer, pero todo se había acabado: ortigas, bellotas, hojas de tilo, pieles de oveja sin curtir, huesos viejos, pezuñas, cuernos… Y los individuos llegados de la ciudad iban de casa en casa, sorteando a muertos y moribundos, buscando en los sótanos; cavaban agujeros en los graneros; aguijoneaban el suelo con varillas de hierro buscando el grano que habían ocultado los kulaks.
Un día bochornoso de verano, Vasili Chuniak se apagó, dejó de respirar. En ese momento volvieron a entrar en la jata los jóvenes que venían de la ciudad, y uno de ojos azules y un acento parecido al de Semiónov se acercó al cuerpo sin vida y dijo:
– Son testarudos estos kulaks. Prefieren morir antes que rendirse.
Jristia suspiró, se persignó y comenzó a prepararse la cama.
Víktor estaba convencido de que su trabajo sólo sería apreciado por un reducido círculo de físicos teóricos, pero los hechos desmintieron sus previsiones. En los últimos tiempos había recibido llamadas telefónicas no sólo de sus colegas físicos, sino también de matemáticos y químicos. Algunos incluso le habían pedido que aclarara algún paso de sus complejas deducciones matemáticas.
En el instituto se habían presentado algunos delegados de la universidad con la petición de que diera una conferencia a los estudiantes de matemáticas y física de los cursos superiores. La Academia ya había requerido su presencia en dos ocasiones. Márkov y Savostiánov le habían contado que su trabajo se discutía en muchos laboratorios del instituto.
En la tienda especial, Liudmila Nikoláyevna había oído a ¡a mujer de un colega preguntar a otra: «¿Detrás de quién va en la cola?». Y cuando ésta respondió: «Detrás de la mujer de Shtrum», la otra comentó curiosa: «¿El famoso Shtrum?». Víktor Pávlovich trataba de disimular hasta qué punto le satisfacía aquella fama repentina, pero no era indiferente a la gloria. El Consejo Científico del instituto lo nominó para el premio Stalin. Shtrum no asistió a la sesión pero aquella noche no apartó los ojos del teléfono en espera de la llamada de Sokolov. Sin embargo, el primero en telefonearle después de la reunión fue Savostiánov.
Por lo general irónico, incluso cínico, Savostiánov le habló en un tono totalmente diferente:
– ¡Es un triunfo, un verdadero triunfo! -repetía.
Le resumió la intervención del académico Prásolov. El viejo había afirmado que, desde los tiempos de su difunto amigo Lébedev, que había estudiado la presión de la luz, las paredes del instituto no habían sido testigos de un trabajo tan relevante.
El profesor Svechín había expuesto el sistema matemático desarrollado por Shtrum, demostrando que el mismo método ofrecía elementos innovadores. Además había proclamado que sólo el pueblo soviético era capaz, en tiempo de guerra, de consagrar con tanta abnegación las propias fuerzas al servicio del pueblo.
Muchos otros tomaron la palabra, entre ellos Márkov, pero el discurso más brillante y eficaz lo había pronunciado Gurévich.
– Ha estado soberbio -dijo Savostiánov-. Ha sabido encontrar las palabras necesarias, se ha expresado sin reservas. Ha dicho que tu trabajo es una obra clásica; la ha situado al mismo nivel que los estudios de los fundadores de la física atómica, Planck, Bohr y Fermi.
«Caramba», pensó Shtrum.
Poco después le llamó Sokolov.
– Hoy es imposible comunicar con usted. Llevo veinte minutos llamándole y siempre está ocupado -dijo.
Piotr Lavréntievich también estaba excitado y contento.
– He olvidado preguntar a Savostiánov sobre la votación -dijo Víktor.
Sokolov contestó que el profesor Gavronov, un especialista en historia de la física, había votado contra él. Según éste, la obra de Shtrum carecía de verdaderos fundamentos científicos, dejaba entrever influencias de la concepción idealista de los físicos occidentales y, desde el punto de vista práctico, no ofrecía ninguna perspectiva.
– Es incluso mejor que Gavronov se haya opuesto -comentó Víktor.
– Sí, tal vez -coincidió Sokolov.
Gavronov era un hombre extraño. Se le apodaba en broma «La hermandad eslava» porque se empecinaba en demostrar con obstinación fanática que todos los grandes logros en el campo de la física estaban relacionados con descubrimientos de científicos rusos, anteponiendo nombres prácticamente desconocidos como Petrov, Úmov y Yákovlev a los de Faraday, Maxwell y Einstein.
– ¿Ve, Víktor Pávlovich? -bromeó Sokolov-. Moscú ha reconocido la importancia de su trabajo. Pronto lo celebraremos en su casa.
María Ivánovna cogió el auricular y dijo:
– Felicidades; salude a Liudmila Nikoláyevna de mi parte, me siento tan feliz por los dos…
– No es nada -dijo Víktor-. Vanidad de vanidades.
Pero aquella vanidad de vanidades le alegraba y le emocionaba.
Por la noche, cuando Liudmila Nikoláyevna ya se estaba quedando dormida, llamó Márkov.
Este, que siempre estaba al corriente de los pormenores del mundo oficial, le dio una versión diferente a la de Savostiánov y Sokolov sobre la sesión del Consejo Científico. Después de la intervención de Gurévich, Kovchenko había afirmado entre las risas generales: «En el Instituto de Matemáticas tocan las campanas para celebrar el trabajo de Víktor Pávlovich. Todavía no ha empezado la procesión, pero ya se han alzado los gonfalones».
El suspicaz Márkov había detectado cierta hostilidad en la broma de Kovchenko. Las últimas observaciones concernían a Shishakov. Alekséi Alekséyevich no había expresado su opinión sobre la obra de Shtrum. Mientras escuchaba a los oradores se limitaba a asentir, pero no estaba claro si era en señal de aprobación o como para decir: «Vaya, así que ahora es tu turno, ¿en?».
Ciertamente, Shishakov parecía más partidario de que el premio recayera en el joven profesor Molokanov, que había consagrado su investigación al análisis radiográfico del acero. Su estudio tenía una aplicación práctica inmediata en las pocas fábricas que producían metal de alta calidad.
Después Márkov le contó que, al término de la reunión, Shishakov se había acercado a Gavronov y había hablado con él.
– Viacheslav Ivánovich -dijo Shtrum-, usted debería trabajar en el cuerpo diplomático.
Márkov, que no tenía sentido del humor, le respondió:
– No, yo soy físico experimental.
Shtrum entró en la habitación de Liudmila y anunció:
– Me han propuesto para el premio Stalin. Se dicen muchas cosas agradables de mí.
Le explicó las intervenciones de los participantes en la sesión.
– Por supuesto todos estos reconocimientos oficiales son una memez. Pero ya sabes, mi eterno complejo de inferioridad me da náuseas. Entro en la sala de conferencias y, aunque queden asientos libres en la primera fila, no me decido a sentarme allí. En lugar de eso me escondo en alguna esquina apartada. En cambio Shishakov y Postóyev se dirigen a la mesa de la presidencia sin titubear. ¿Comprendes?, me importa un bledo ese sillón, pero me gustaría poder sentir que me lo merezco.
– Qué contento estaría Tolia -observó Liudmila Nikoláyevna.
– Y yo nunca podré contárselo a mi madre -dijo Víktor.
– Vitia, ya es medianoche y Nadia todavía no ha vuelto a casa. Ayer llegó a las once -dijo la mujer.
– ¿Cómo?
– Ella dice que va a casa de una amiga, pero no estoy tranquila. Dice que el padre de Maika tiene un salvoconducto para circular en coche por la noche y que la acompaña hasta la esquina de casa.
– Entonces, ¿de qué te preocupas? -preguntó Víktor pávlovich, y pensó: «Dios mío, estamos hablando de un verdadero éxito, el premio Stalin, ¿a qué viene interrumpir la conversación con problemas domésticos?».
Guardó silencio y emitió un leve suspiro.
Dos días después de la reunión del Consejo Científico, Shtrum telefoneó a casa de Shishakov. Quería preguntarle si podían contratar al joven físico Landesman. La dirección y el departamento de personal le seguían dando largas Además quería pedirle que se agilizara el regreso de Anna Naumovna Weisspapier desde Kazán. Ahora que el instituto estaba contratando a gente nueva, era ridículo dejar a personal cualificado en Kazán.
Hacia mucho tiempo que quería hablar de este tema con Shishakov, pero creía que Alekséi Alekséyevich no tenía buena predisposición hacia él y que le respondería: «Diríjase a mi adjunto». Por eso había estado aplazando la conversación.
Pero ahora se encontraba en la cresta de la ola del éxito. Diez días antes no se habría atrevido a solicitar una entrevista a Shishakov en las horas de visita, pero hoy le parecía natural y sencillo llamarle a su casa.
Una voz de mujer preguntó:
– ¿De parte de quién?
Shtrum respondió. Le satisfizo oír su propia voz, el tono tranquilo y distendido con el que se había presentado.
La mujer se demoró unos segundos en responder y luego dijo amablemente:
– Un momento.
Y unos instantes después respondió con la misma amabilidad:
– Por favor, tenga la bondad de llamar mañana a las diez al instituto.
– Gracias, perdone las molestias.
Sintió que por todo su cuerpo, por toda su piel, se extendía una vergüenza espantosa.
Humillado, aventuraba tristemente que aquel sentimiento no le abandonaría ni siquiera en sueños y que al despertar se preguntaría: «¿Por qué siento esta náusea?», y acto seguido se acordaría:
«¡Ah, sí!, aquella maldita llamada telefónica».
Volvió a la habitación de Liudmila y le contó su intento fallido de hablar con Shishakov.
– Sí, sí, has apostado por el caballo perdedor, como decía tu madre de mí.
Víktor empezó a maldecir a la mujer que se había puesto al aparato.
– ¡Al diablo con esa pelandusca! No soporto eso de preguntar quién llama para responder luego que el señor está ocupado.
Por lo general Liudmila Nikoláyevna compartía la indignación que él sentía en tales casos; por eso habla ido a explicárselo.
– ¿Te acuerdas? -dijo Shtrum-, yo creía que Shishakov se mostraba tan distante porque no podía sacar ningún provecho de mi trabajo. Ahora se ha dado cuenta de que hay una manera: desacreditándome. Sabe que Sadko no me ama [106].
– ¡Señor, que suspicaz eres! -exclamo Liudmila Nikoláyevna-. ¿Que hora es?
– Las nueve y cuarto.
– Ya ves, y Nadia aun no ha llegado.
– Señor -replico Shtrum-. ¡Que suspicaz eres!
– A propósito -repuso Liudmila Nikoláyevna-, hoy en la tienda especial he oído decir que habían propuesto a Svechín para el premio.
– ¡Esta sí que es buena! ¡Y él no me ha dicho nada! ¿Y por qué méritos?
– Por su teoría de la difusión, creo.
– No lo entiendo. Esa teoría fue publicada antes de la guerra.
– ¿Y qué? El pasado también cuenta. Le darán el premio a él y no a ti. Ya lo verás. Haces todo lo posible por que sea así.
– Eres estúpida, Liudmila. Es Sadko quien no me ve con buenos ojos.
– Te falta tu madre. Ella siempre te bailaba el agua en todo.
– No me explico tu rabia. Si al menos en aquellos días hubieras mostrado por mi madre una pizca del afecto que yo siempre he mostrado por Aleksandra Vladímirovna…
– Anna Semiónovna nunca quiso a Tolia -sentenció Liudmila Nikoláyevna.
– Mentira, mentira -la defendió Shtrum.
Y su mujer le pareció extraña. Le asustaba su injusta tozudez.
Por la mañana, en el instituto, Shtrum supo por Sokolov que la noche antes Shishakov había invitado a su casa a varios investigadores del instituto. Kovchenko había pasado a recoger a Sokolov en coche.
Entre los invitados estaba el delegado de la sección científica del Comité Central, el joven Badin.
Shtrum se sintió aún más mortificado. Estaba claro que había telefoneado a Shishakov en el momento en que estaba recibiendo a los invitados.
Con una sonrisa forzada, dijo a Sokolov:
– Así que el conde de Saint-Germain figuraba en la lista de invitados… ¿Y de qué hablaron los señores?
De repente se acordó de que al llamar a Shishakov había pronunciado su propio nombre con voz aterciopelada, convencido de que Alekséi Alekséyevich se precipitaría hacia el teléfono en cuanto oyera el apellido Shtrum. Ese recuerdo casi le arrancó un gemido y pensó que sólo los perros gemían de un modo tan lamentable, cuando tratan inútilmente de sacarse una pulga.
– Debo decir -dijo Sokolov- que parecía que no estuviésemos en guerra. Café, vino georgiano. Había poca gente en la reunión, unas diez personas.
– Es extraño -dijo Shtrum.
Sokolov comprendió a qué se refería con ese «extraño» pronunciado con aire pensativo, e igual de pensativo respondió él:
– Sí, no lo entiendo muy bien. Mejor dicho, no lo entiendo en absoluto.
– ¿Estaba Natán Samsónovich? -preguntó Shtrum.
– ¿Gurévich? No; parece ser que le telefonearon, pero estaba dando clase a unos estudiantes del tercer ciclo.
– Ya, ya -dijo Shtrum, tamborileando en la mesa. Luego, para su sorpresa, se oyó a sí mismo preguntar-: Piotr Lavréntievich, ¿se dijo algo sobre mi trabajo?
Sokolov titubeó.
– Tengo la impresión, Víktor Pávlovich, de que sus admiradores, sus fervientes partidarios, le están haciendo un flaco favor: los superiores comienzan a estar irritados.
– ¿Por qué se calla? ¡Continúe!
Sokolov le contó una observación formulada por Gavronov. Éste sostenía que los trabajos de Shtrum contradecían las teorías de Lenin sobre la naturaleza de la materia.
– Bueno -dijo Shtrum-. ¿Y qué?
– Lo de Gavronov no tiene importancia. Usted lo sabe. Lo desagradable es que Badin le apoyó. Dijo algo así como que su trabajo, a pesar de derrochar talento, contradice las directrices definidas en la famosa reunión.
Sokolov se volvió a mirar la puerta, después al teléfono, y dijo a media voz:
– Verá, temo que los peces gordos del instituto le utilicen como chivo expiatorio en la campaña lanzada para reforzar el espíritu del Partido en la ciencia. Ya sabe a qué clase de campañas me refiero. Escogen a una víctima y todos se ensañan con ella. Eso sería horrible. ¡Su trabajo es tan extraordinario, tan fuera de lo común!
– ¿Nadie salió en mi defensa?
– Creo que no.
– ¿Y usted, Piotr Lavréntievich?
– Consideré absurdo entrar en polémicas. Refutar la demagogia no tiene sentido.
La turbación de su amigo contagió también a Shtrum, que dijo:
– Sí, sí, por supuesto. Tiene razón.
Callaron, pero su silencio era incómodo. Un escalofrío de miedo recorrió a Shtrum, ese miedo que siempre albergaba secretamente en su corazón, el miedo a la ira del Estado, el miedo a ser víctima de aquella ira que convierte al hombre en polvo.
– Ya, ya -dijo, pensativo-. La gloria no sirve de gran cosa cuando uno está criando malvas.
– Cómo deseo que lo comprenda -dijo Sokolov a media voz.
– Piotr Lavréntievich -repuso Shtrum también a media voz-. ¿Cómo está Madiárov? ¿Todo bien? ¿Le ha escrito? A veces me preocupo sin saber yo mismo el motivo.
Aquella improvisada conversación en voz baja era una manera de expresar que había relaciones que eran privadas, particulares, humanas, y que no tenían nada que ver con el Estado.
Sokolov respondió en un tono deliberadamente tranquilo, separando las palabras:
– No, no tengo noticias de Kazán. Había respondido con voz serena y fuerte, como si quisiera decir que él no tenía relaciones que fueran privadas, particulares, humanas, independientes del Estado.
En el despacho entraron Márkov y Savostiánov y la conversación tomó otros derroteros. Márkov ponía ejemplos de mujeres que arruinaban la vida a sus maridos.
– Cada uno tiene la mujer que se merece -sentenció Sokolov; luego miró el reloj y salió.
Savostiánov, riendo, dijo mientras se iba: -Si en el trolebús sólo hay una plaza libre, María Ivánovna se queda de pie y Piotr Lavrénrievich se sienta. Si de noche alguien llama por teléfono no es él quien se levanta de la cama sino Mashenka la que corre en bata a preguntar quién es. Está claro: la mujer es la mejor amiga del hombre.
– Yo no tengo tanta suerte -dijo Márkov-, A mí mi mujer me dice: «¿Estás sordo o qué? ¡Ve a abrir la puerta!». Shtrum, de repente enfadado, intervino:
– ¿Qué está diciendo? Piotr Lavrénrievich es un marido ejemplar.
– Usted no tiene motivos para quejarse, Víacheslav Ivánovich -dijo Savostiánov-. Se pasa día y noche en el laboratorio; está fuera de alcance.
– ¿Cree que no lo pago caro? -preguntó Márkov.
– Ya entiendo -dijo Savostiánov mientras se relamía los labios, saboreando por anticipado una nueva broma-: ¡Quédate en casa! Como se suele decir, mi casa es mi fortaleza, sí… la fortaleza de Pedro y Pablo [107].
Márkov y Shtrum se rieron y luego, ante el temor de que aquella conversación informal se alargara, Márkov se levantó y se dijo a sí mismo:
– Viacheslav Ivánovich, es hora de ponerse a trabajar.
Cuando salió, Shtrum observó:
– Él que era tan afectado, que medía cada gesto, ahora va por ahí como si estuviera borracho. Es cierto, pasa día y noche en el laboratorio.
– Sí, así es -confirmó Savostiánov-, Como un pájaro construyéndose el nido. Completamente absorto en el trabajo.
– Ya no se entretiene con los cuchicheos, ya no va por ahí divulgando rumores. Sí, sí, me gusta, como un pájaro construyéndose el nido.
Savostiánov se volvió bruscamente hacia Shtrum. Su rostro joven de cejas claras ahora estaba serio.
– A propósito de rumores -dijo-, debo decirle, Víktor Pávlovich, que la velada de ayer en casa de Shishakov, a la que usted no estaba invitado, fue indignante. Me sorprendió mucho…
Shtrum frunció el ceño; aquella manifestación de compasión le parecía humillante.
– Muy bien, déjelo estar -respondió con aire desabrido.
– Víktor Pávlovich -dijo Savostiánov-, Sé que le trae sin cuidado que Shishakov no le haya invitado, pero tal vez Piotr Lavréntievich no le haya contado la vileza que ha tenido el valor de soltar Gavronov. Hay que ser descarado para declarar que sus trabajos huelen a judaísmo y que Gurévich lo definió como clásico sólo porque usted es judío. Y las autoridades lo único que hicieron fue sonreír en señal de aprobación. Ahí tiene a los «hermanos eslavos».
A la hora de la comida, en lugar de dirigirse a la cantina. Shtrum se quedó deambulando por su despacho. ¿Quién se imaginaba que la gente pudiera caer tan bajo? ¡Un buen tipo, Savostiánov! Y pensar que parecía un chaval superficial con sus eternas bromas y las fotografías de chicas en traje de baño. La charlatanería de Gavronov era insignificante, propia de un psicópata, de un tipo envidioso. Nadie le había rebatido porque lo que insinuaba era demasiado absurdo, demasiado ridículo.
Sin embargo aquellas naderías sin importancia le causaban una terrible angustia, le torturaban. ¿Cómo era posible que Shishakov no le hubiera invitado? Se había comportado de un modo grosero y estúpido. Y lo más humillante es que a Shtrum le importaba un comino ese mediocre de Shishakov y sus veladas, pero así y todo le dolía como si hubiera sufrido una desgracia irreparable. Entendía que era estúpido, pero no podía hacer nada. Sí, sí, y además quería que le dieran un huevo más que a Sokolov. ¡Eso era todo! Pero había algo que le dolía en lo más íntimo, y tenía ganas de decir a Sokolov: «¿Cómo no le da vergüenza, amigo mío? ¿Cómo ha podido ocultarme que Gavronov me ha cubierto de fango? Piotr Lavréntievich, usted ha guardado silencio dos veces: primero, con ellos, y luego en mi presencia. ¡Qué vergüenza!».
Y la agitación no le impedía continuar repitiéndose: «Pero tú también te callas. Tú tampoco le contaste a tu amigo Sokolov las sospechas de Karímov acerca de su pariente Madiárov. ¡Te callaste! ¿Por incomodidad? ¿Por delicadeza? ¡Mentira! Por miedo, miedo de judío». A todas luces hoy no era su día. Anna Stepánovna entró en su despacho y, al ver su cara triste, Shtrum le preguntó:
– Anna Stepánovna, querida, ¿qué le pasa?
«¿Se habrá enterado de mis preocupaciones?», pensó Shtrum.
– Víktor Pávlovich, ¿qué significa? -dijo-. Así, a mis espaldas. ¿Qué he hecho yo para merecerme esto?
A Anna Stepánovna le habían pedido que pasara por el departamento de personal durante la hora de la comida, y allí le habían comunicado que debía firmar su dimisión. La dirección había enviado una circular donde se daba la orden de despedir a todos los auxiliares de laboratorio que no tuvieran estudios superiores.
– Nunca he oído un disparate semejante -dijo Shtrum-. No se preocupe, créame, lo arreglaré todo.
Anna Stepánovna se había ofendido particularmente cuando Dubenkov le había dicho que la administración no tenía nada personal contra ella.
– Víktor Pávlovich, ¿qué pueden tener contra mí? Pero disculpe, por el amor de Dios, he interrumpido su trabajo.
Shtrum se echó el abrigo sobre los hombros y atravesó el patio en dirección al edificio de una sola planta donde estaba el departamento de personal.
«Está bien -pensó Shtrum-. Está bien.» No pensaba en nada más. Pero en ese «está bien, está bien» se sobreentendían muchas cosas.
Dubenkov saludó a Shtrum y le dijo:
– Estaba a punto de llamarle por teléfono.
– ¿A propósito de Anna Stepánovna?
– No, ¿por qué? Debido a determinadas circunstancias los miembros más destacados de nuestro instituto deben rellenar este formulario.
Shtrum miró el montón de hojas del formulario y exclamó:
– ¡Anda! Si hay para una semana de trabajo.
– Venga, Víktor Pávlovich. Sólo una cosa, por favor: en caso de respuesta negativa, en lugar de poner una rayita, escriba con todas las palabras: «No, no he estado», «No, no tengo», según proceda en cada caso.
– Escucha, amigo -dijo Shtrum-. Hay que revocar la orden de despido de nuestra ayudante de laboratorio más veterana, Anna Stepánovna Loshakova.
– ¿Loshakova? -replico Dubenkov-. Víktor Pávlovich, ¿cómo voy a revocar yo una orden de la dirección?
– ¡No hay derecho! Salvó el instituto, lo defendió bajo las bombas. Y se la expulsa por razones puramente administrativas.
– Es que si no hay razones administrativas nosotros no despedimos a nadie -le replicó Dubenkov en tono pomposo.
– Anna Stepánovna no es sólo una persona maravillosa, también es una de las mejores trabajadoras de nuestro laboratorio.
– Si de verdad es insustituible diríjase a Kasián Teréntievich -dijo Dubenkov-. Por cierto, hay un par de asuntos pendientes que tienen que ver con su laboratorio. Alargó a Shtrum dos papeles grapados. -Es a propósito del nombramiento de un investigador científico por concurso. -Echó una mirada al papel y leyó despacio-: Un tal Emili Pinjusovich Landesman.
– Sí, lo he escrito yo -dijo Shtrum reconociendo el papel que Dubenkov tenía en la mano.
– Aquí está la resolución de Kasián Teréntievich: «No cumple los requisitos».
– ¿Cómo dice? -preguntó Shtrum-. ¿Los requisitos? Es a mí a quien corresponde decir si los cumple o no. ¿Cómo va a saber Kovchenko lo que yo necesito?
– Eso deberá discutirlo con Kasián Teréntievich -dijo Dubenkov, y echó un vistazo al segundo documento-: Aquí está la petición de los colaboradores que se quedaron en Kazán y aquí su solicitud. -¿Y bien?
– Kasián Teréntievich señala que no es oportuna; dado que trabajan de manera productiva en la Universidad de Kazán su caso no será revisado hasta el final del año académico.
Hablaba con voz suave, templada, como si deseara atenuar, con la cordialidad de su tono, las malas noticias que le estaba dando; pero en sus ojos no había amabilidad, sólo curiosidad maligna.
– Se lo agradezco, camarada Dubenkov -dijo Shtrum.
Atravesó de nuevo el patio, repitiéndose: «Está bien, está bien». No necesitaba el apoyo de sus superiores, ni el afecto de sus amigos, ni la comprensión de su mujer. Podía luchar solo. De vuelta en el edificio principal, subió al primer piso.
Kovchenko, con americana negra y una camisa bordada ucraniana, salió del despacho detrás de su secretaria, que le había anunciado la visita de Shtrum, y dijo:
– Bienvenido, Víktor Pávlovich, pase a mi jata.
Shtrum entró en el despacho amueblado con sillones rojos y divanes. Kovchenko le ofreció asiento en un diván y se sentó a su lado.
Mientras escuchaba a Shtrum sonreía, y su amabilidad recordaba en cierto sentido a la de Dubenkov, Sin duda había esbozado una sonrisa similar cuando Gavronov hablaba del descubrimiento de Shtrum.
– ¿Qué quiere que haga? -preguntó Kovchenko, afligído, e hizo un gesto de impotencia-. No somos nosotros los que hemos inventado esto. ¿Dice que estuvo bajo las bombas? No podemos considerarlo un mérito especial, Víktor Pávlovich. Todos los ciudadanos soviéticos soportarían los bombardeos si se lo ordenara la patria.
Se quedó pensativo un momento; luego dijo:
– Hay una posibilidad, aunque suscitará criticas. Se le podría asignar a Loshakova un puesto de preparadora. Dejaremos que conserve su tarjeta para las tiendas especiales. Eso se lo puedo prometer.
– No, sería humillante para ella -objetó Shtrum.
– Víktor Pávlovich, ¿qué quiere? ¿Que el Estado soviético se rija por unas leyes y su laboratorio por otras?
– Al contrario, quiero que en mi laboratorio se apliquen las leyes soviéticas. Y según las leyes soviéticas no se debe despedir a Loshakova, Kasián Teréntievich, puesto que hablamos de leyes, ¿por qué ha rechazado la asignación del joven Landesman para cubrir una plaza en mi laboratorio? -insistió Shtrum.
Kovchenko se mordió los labios.
– Víktor Pávlovich, tal vez reúna los requisitos que usted necesita, pero debe entender que hay otros criterios que la dirección del instituto debe valorar.
– Muy bien -dijo Shtrum, y repitió de nuevo-: Muy bien. -Luego preguntó en un susurro-: Se trata del formulario, ¿no? ¿Es que tiene parientes en el extranjero?
Kovchenko hizo un gesto evasivo con los brazos,
– Kasián Teréntievich, para continuar con esta agradable conversación le haré una pregunta: ¿Por qué obstaculiza el regreso de Kazán de mi colaboradora Anna Naumovna Weisspapier? Le hago saber que es candidata a doctora en ciencias. En este caso no veo contradicción alguna entre mi laboratorio y el Estado…
Una expresión martirizada asomó en la cara de Kovchenko.
– Víktor Pávlovich, ¿por qué me somete a un interrogatorio? Yo soy responsable del personal. Intente comprenderlo.
– Muy bien, muy bien -dijo Shtrum, sintiendo que estaba a punto de mostrarse extremadamente grosero-. Con el debido respeto, Kasián Teréntievich, no puedo seguir trabajando en estas condiciones. La ciencia no está a su servicio ni al de Dubenkov. También yo estoy aquí para trabajar y no por los confusos intereses del departamento de personal. Escribiré una solicitud a Alekséi Alekséyevich para que nombre a Dubenkov director del laboratorio nuclear.
– Víktor Pávlovich, se lo ruego, cálmese.
– No voy a trabajar en estas condiciones.
– Víktor Pávlovich, usted no se imagina cómo aprecia la dirección su trabajo, y yo personalmente.
– Me importa un bledo si aprecian mi trabajo o no -dijo Shtrum, y vio que en la cara de Kovchenko no se reflejaba la ofensa, sino una gozosa satisfacción.
– Víktor Pávlovich, no le permitiremos bajo ningún concepto que abandone el instituto. -Frunció el ceño y añadió-: Y no porque usted sea insustituible. No creerá en serio que Víktor Pávlovich Shtrum no puede ser sustituido por nadie, ¿verdad? -Luego, casi con dulzura, dijo-: Usted no puede prescindir de Landesman ni de Weisspapier, ¿y piensa que en Rusia nadie puede sustituirle?
Miró a Shtrum y éste tuvo la sensación de que, en cualquier momento, Kovchenko iba a pronunciar las palabras que todo el tiempo, como una niebla invisible, habían estado suspendidas entre ellos, rozando sus ojos, sus manos, su cerebro.
Shtrum bajó la cabeza, y en ese instante dejó de existir el profesor, el doctor en ciencias, el científico famoso, el autor de un importante descubrimiento, capaz de ser altivo y condescendiente, independiente y brusco. Sólo era un hombre encorvado, estrecho de espaldas, de nariz aguileña, pelo rizado, con los ojos entornados, como si estuviera esperando recibir una bofetada en la mejilla; miró al hombre de la camisa bordada ucraniana, y esperó.
Kovchenko dijo en voz baja:
– ¡Vamos, Víktor Pávlovich, no se preocupe, no se preocupe! No hay motivos. ¿Por qué monta tanto alboroto por una nimiedad?
Por la noche, cuando su mujer y su hija se fueron a dormir, Shtrum empezó a rellenar el formulario. Las preguntas eran casi las mismas que antes de la guerra, y como eran idénticas, a Víktor Pávlovich le parecieron inútiles y portadoras de nuevas preocupaciones.
Al Estado no le interesaba si las herramientas matemáticas que utilizaba Shtrum para realizar su trabajo eran apropiadas; si el montaje instalado en el laboratorio era idóneo para los complejos experimentos que debían efectuarse; si era buena la protección de los investigadores contra las radiaciones; si era satisfactoria la amistad y la relación profesional entre Shtrum y Sokolov; si los jóvenes colaboradores estaban preparados para llevar a cabo cálculos extenuantes y si comprendían cuántas cosas dependían de la paciencia, el esfuerzo constante y la concentración.
Era un cuestionario magistral, el formulario de los formularios. Querían saberlo todo sobre el padre de Liudmila, sobre su madre, el abuelo y la abuela de Víktor Pávlovich, dónde habían vivido, cuándo habían muerto, dónde estaban enterrados. ¿Por qué motivo el padre de Víktor Pávlovich, Pável Iósifovich, había viajado a Berlín en 1910? La curiosidad del Estado era seria, tétrica. Shtrum miró el formulario y se sorprendió al dudar de si mismo: ¿Era un hombre de fiar?
1. Apellido, nombre, patronímico… ¿Quién era el hombre que rellenaba el formulario a altas horas de la noche?: ¿Shtrum? ¿Víktor Pávlovich? Su madre y su padre nunca se habían casado, sólo habían convivido, y se habían separado cuando Vitia tenía dos años. Se acordaba de que en los documentos de su padre figuraba el nombre de Pinjus y no Pável. «¿Por qué soy Víktor Pávlovich? ¿Quién soy? ¿Me conozco de veras? ¿Y si me llamara Goldman o Sagaidachni? ¿Y si fuera el francés Desforges, alias Dubrovski?»
Y, acechado por las dudas, pasó a responder la segunda pregunta.
2. Fecha de nacimiento… año… mes… día…, según el antiguo y el nuevo calendario. ¿Qué sabía él de aquel oscuro día de diciembre? ¿Podía afirmar con certeza que había nacido precisamente aquel día? ¿No debería añadir, para declinar la responsabilidad, «según dice…»?
3. Sexo… Shtrum escribió sin vacilar: «Hombre». Luego pensó: «Vaya hombre estoy hecho; un verdadero hombre no se habría callado tras la destitución de Chepizhin».
4. Lugar de nacimiento, según las antiguas divisiones administrativas (provincia, distrito, vólost, pueblo) y las nuevas (oblast, distrito, región urbana o rural)… Shtrum anotó: «Jarkov». Su madre le había contado que había nacido en Bajmut, pero que la partida de nacimiento la habían expedido en Jarkov, donde se había trasladado dos meses después de su nacimiento. ¿Era preciso añadir una explicación?
5. Nacionalidad… Aquí estaba el quinto punto. Tan sencillo e insustancial antes de la guerra; ahora, sin embargo, había cobrado una importancia particular. Apretando la pluma entre los dedos, escribió con trazo decidido: «Judío». Aún no sabía el precio que pagarían cientos de miles de personas por responder a la quinta pregunta del formulario con las palabras: calmuco, balkar, checheno, tártaro de Crimea, judío…
No sabía qué oscuras pasiones se desatarían año tras año en torno a este quinto punto. No preveía que el miedo, la rabia, la desesperación, la desolación, la sangre se trasladarían del sexto punto, «origen social», al quinto; que al cabo de pocos años muchas personas responderían al quinto punto del formulario con el mismo sentimiento de fatalidad con que diez años antes los hijos de los oficiales cosacos, así como los nobles, industriales, sacerdotes, habían respondido al sexto.
Sin embargo, Víktor intuía ya que las líneas de fuerza se concentraban alrededor de la quinta pregunta del cuestionario. La noche antes había telefoneado a Landesman para decirle que no había tenido éxito respecto a su nombramiento. «Ya me lo imaginaba», dijo Landesman en un tono de voz irritado y de reproche. «¿Algún dato reprobable en su formulario?», le preguntó Shtrum. Landesman suspiró y dijo: «Lo que es reprobable es mi apellido».
A la hora del té, Nadia había contado:
– ¿Sabes, papá?, el padre de Maika ha dicho que el año que viene en el Instituto de Relaciones Exteriores no contratarán a ningún judío.
«Bueno -pensó Shtrum-. Si uno es judío, es judío, y hay que ponerlo.»
6. Origen social… Éste era el tronco de un potente árbol cuyas raíces se hundían profundamente en la tierra, cuyas ramas se extendían sobre las amplias hojas del cuestionario: origen social de la madre y el padre, de los padres de la madre y el padre… Origen social de la mujer, de los padres de la mujer… Si usted está divorciado, origen social de su ex mujer… ¿A qué se dedicaban sus padres antes de la Revolución?
La Gran Revolución había sido una revolución social, la revolución de los pobres. A Shtrum siempre le había parecido que en la sexta pregunta se expresaba la justa desconfianza de los pobres, provocada por la tiranía milenaria de los ricos.
Escribió: «Pequeñoburgués». ¡Pequeñoburgués! ¿Qué clase de pequeñoburgués era? De repente, seguramente a causa de la guerra, había empezado a dudar de si existía un abismo entre la legítima pregunta soviética acerca del origen social y la sangrienta manera en que los alemanes trataban el problema de la nacionalidad. Recordó las conversaciones nocturnas de Kazán, el discurso de Madiárov sobre la actitud de Chéjov respecto al ser humano.
Pensó: «A mí me parece moral, justa, la distinción social. Pero a los alemanes les parece indiscutiblemente moral la distinción nacional. Para mí está claro que es horrible matar a los judíos por el simple hecho de que sean judíos. Son hombres como los demás: buenos, malos, ingeniosos, estúpidos, torpes, alegres, sensibles, generosos o tacaños. Hitler dice que nada de eso importa, lo único que importa es que son judíos. ¡Protesto con toda mi alma! Pero nosotros tenemos el mismo principio: lo que importa es sí eres hijo de aristócrata, hijo de un kulak, de un comerciante. Y si una persona es buena, mala, inteligente, sensible, estúpida, alegre, ¿qué más da? Lo peor es que en nuestros formularios no se habla de comerciantes, sacerdotes o aristócratas. Se habla de sus hijos, de sus nietos. No se sabe, tal vez llevan la nobleza en la sangre, como los judíos. ¡Como si uno pudiera ser comerciante o sacerdote por una cuestión de sangre! ¡Qué estupidez! Sofía Peróvskaya era hija de un general, aún más, de un gobernador. ¿Hay que arrojarla al fango por ese motivo?
Komissárov, el lacayo policía que capturó a Karakózov, habría respondido a la sexta pregunta: «Pequeñoburgués». Le habrían aceptado en la universidad, puesto que Stalin ha dicho; «El hijo no debe responder por su padre». Pero Stalin también ha dicho: «La manzana no cae lejos del árbol». Bueno, pequeñoburgués sí que lo es.
7. Posición social… ¿Funcionario? Un funcionario es un contable, un registrador… Un funcionario llamado Shtrum había demostrado sobre bases matemáticas el mecanismo de desintegración de los núcleos atómicos. Otro empleado llamado Márkov esperaba confirmar, con la ayuda de los nuevos aparatos, las teorías del funcionario llamado Shtrum. «Eso es -pensó-. Funcionario.»
Shtrum encogía los hombros, se levantaba, paseaba por la habitación, hacía movimientos con la mano como si quisiera apartar a alguien. Después se sentó a la mesa y siguió respondiendo a las preguntas.
29. ¿Ha sido usted o alguno de sus parientes objeto de una investigación judicial o de un juicio: ¿Ha sido arrestado? ¿Se le ha impuesto una condena penal o administrativa? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? En caso de que haya sido indultado, ¿cuándo…?
Luego, la misma pregunta referida a su esposa. Se estremeció. No tenían piedad. Varios nombres se le pasaron por la mente…
«Estoy seguro de que él es inocente… Simplemente no es de este mundo… ella fue arrestada por no haber denunciado a su marido. Le cayeron ocho años; no estoy seguro, no le escribí; tal vez fue enviada a Tiomniki, me enteré por casualidad, me encontré con su hija en la calle… No lo recuerdo muy bien… Me parece que a él lo arrestaron a principios de 1938; sí, diez años, sin derecho a correspondencia…
«El hermano de mi mujer era miembro del Partido, nos vimos pocas veces; ni yo ni mi mujer hemos mantenido contacto con él; la madre de mi mujer me parece que fue a verle, sí, sí, mucho antes de la guerra; su segunda mujer fue enviada a un campo por no denunciar al marido; murió durante la guerra, su hijo participa en la defensa de Stalingrado como voluntario… Mi mujer está separada de su primer marido; el hijo de su primer matrimonio, mi hijastro, murió en el frente, en la defensa de Stalingrado… El primer marido fue arrestado y desde el momento del divorcio mi mujer no ha tenido noticias suyas… No sé por qué fue condenado, oí vagamente que pertenecía a la oposición trotskista, pero no estoy seguro, el asunto no me interesaba…»
A Shtrum le invadió un sentimiento de culpabilidad, de suciedad. Se acordó de aquel miembro del Partido que había confesado en una reunión: «¡Camaradas, no soy de los vuestros!».
De repente se sublevó; «Yo no pertenezco a la categoría de los sometidos y los sumisos. Sadko no me ama, y que así sea. Estoy solo, mi mujer ha dejado de interesarse por mí. Bueno, ¿y qué? No renegaré de los infelices, de los muertos, de aquellos que eran inocentes.
«¡Deberíais avergonzaros de vosotros mismos, camaradas! ¿Cómo podéis remover estas cosas? Esa gente era inocente; ¿de qué pueden ser culpables sus mujeres y sus hijos? Ante estas personas hay que arrepentirse, hay que pedir perdón. ¿Y vosotros queréis demostrar mi inferioridad, privarme de vuestra confianza porque estoy emparentado con personas inocentes? Si soy culpable es de haberles ayudado demasiado poco en su desgracia».
Al mismo tiempo en su cerebro brotaban otros pensamientos, que discurrían en sentido inverso a los anteriores. «En el fondo no he tenido contacto con ellos. No he intercambiado correspondencia con esos enemigos, no recibo cartas de los campos, no les he sostenido materialmente, raras veces me he encontrado con ellos, sólo por azar…»
30. ¿Tiene familiares en el extranjero? (¿Dónde? ¿Desde cuándo? ¿Motivos de su partida?) ¿Sigue en contacto con ellos?
Esa nueva pregunta hizo crecer su angustia. «Camaradas, ¿es posible que no comprendáis que en las condiciones en que se encontraba la Rusia zarista la emigración era inevitable? En realidad emigraban los pobres, emigraban las personas amantes de la libertad. Lenin también vivió en Londres, en Zúrich, en París. ¿Por qué os hacéis señas cuando leéis que mis tías y mis tíos, sus hijos y sus hijas, viven en Nueva York, París, Buenos Aires…?»
En efecto, la lista de sus parientes en el extranjero era casi tan larga como la de sus trabajos científicos. Y si a eso se le añadía la lista de las víctimas de la represión…
Así es como se aplastaba a un hombre. ¡Al basurero con él! ¡Es un intruso! ¡Pero es mentira, es mentira! Es de él, y no de Gavronov y Dubenkov, de quien tiene necesidad la ciencia; él daría la vida por su país. ¿Acaso no había personas con formularios impecables capaces de engañar y traicionar? ¿Acaso eran pocas las personas que habían escrito en los cuestionarios: «Padre, kulak»; «padre, ex terrateniente», y que luego habían muerto en combate, se habían unido a los partisanos, habían sido ejecutados?
¿Qué significado tenía todo eso? Él lo sabía muy bien: ¡era el método estadístico! ¡La teoría de la probabilidad! Había más probabilidades de encontrar al enemigo entre las gentes que no pertenecían a la clase de los trabajadores que entre las de origen proletario. Pero también los nazis, apoyándose en el mismo tipo de probabilidad, exterminaban pueblos., naciones. Era un principio inhumano. Inhumano y ciego. Sólo había una manera aceptable de relacionarse con la gente: la humana.
Si tuviera que escoger colaboradores para su laboratorio, Víktor Pávlovich elaboraría un formulario muy diferente a éste: un formulario humano. Le daría lo mismo que su futuro colega fuera ruso, judío, ucraniano, armenio; que su abuelo hubiera sido obrero, el propietario de una fábrica o un kulak. Su relación con él no dependería de que su hermano fuera arrestado o no por los órganos del NKVD; no le importaría si su hermana vivía en Ginebra o en Kostroma.
Le preguntaría a qué edad comenzó a interesarse por la física teórica, qué opinión le merece la crítica que Einstein había hecho al viejo Planck, si está interesado sólo en la teoría matemática o también disfruta con el trabajo experimental, qué piensa de Heisenberg, y si cree que es posible elaborar una teoría unificada de los campos. Lo importante es el talento, el fuego, la chispa divina. Le preguntaría -pero sólo si a su futuro colega le apetece contestar- si le gusta caminar, beber vino, si va a los conciertos de música sinfónica, si le gustan los libros infantiles de Serón Thompson, a quién siente más cercano, a Tolstói o a Dostoyevski, si se dedica a la jardinería, si le gusta la pesca, que piensa de Picasso, cuál es su cuento preferido de Chéjov.
Le interesaría saber si su futuro colega es taciturno o hablador; si es bueno, ingenioso, vengativo, irascible, ambicioso; si se arriesgaría a tener una aventura con la encantadora Vérochka Ponomariova.
Es curioso lo bien que Madiárov había respondido a preguntas parecidas… Tal vez sí que fuera un provocateur… Dios mío…
Pluma en ristre, Shtrum escribió: «Esther Semiónovna Dashevskaya, tía por parte de madre, vive en Buenos Aires desde 1909, profesora de música».
Shtrum entró en el despacho de Shishakov con el firme propósito de permanecer tranquilo y no pronunciar ni una palabra fuera de tono.
Comprendía que era estúpido enojarse y ofenderse porque en la cabeza del académico- funcionario, Shtrum y sus trabajos ocuparan uno de los últimos puestos.
Pero en cuanto vio la cara de Shishakov sintió una irritación insuperable.
– Alekséi Alekséyevich -comenzó-, como suele decirse, no se puede ser amable a la fuerza, nadie manda sobre el corazón; pero usted no se ha interesado ni siquiera una vez en el montaje de la instalación.
Shishakov contestó con tono conciliador:
– Pasaré sin falta en cuanto tenga un momento.
El jefe, benevolente, había prometido honrar a Shtrum con una visita.
– Por lo demás, me parece que la dirección se muestra bastante atenta con sus peticiones -añadió Shishakov.
– En especial el departamento de personal.
Shishakov, rezumando espíritu pacífico, le preguntó:
– ¿En qué le molesta el departamento de personal? Usted es el primer director de laboratorio que me hace una observación parecida.
– Alekséi Alekséyevich, he intentado en vano que se haga venir a Weisspapier de Kazán. Es una especialista irreemplazable en el campo de la fotografía nuclear. También me opongo categóricamente al despido de Loshakova; es una trabajadora excelente y una bellísima persona. No logro entender cómo pueden despedirla. Es inhumano. Por último, insisto en que se acepte la candidatura de Landesman; es un joven con un talento extraordinario. Creo que subestima usted la importancia de nuestro laboratorio. De lo contrario yo no estaría perdiendo el tiempo en conversaciones de este tipo.
– Yo también estoy perdiendo el tiempo-dijo Shishakov.
Shtrum se alegró de que Shishakov dejara de hablar en aquel tono pacífico que le impedía dar rienda suelta a su irritación.
– Me resulta particularmente desagradable -continuó-que todos estos conflictos se hayan producido en torno a personas con apellidos judíos.
– ¡Ah, ya veo! -dijo Alekséi Alekséyevich, pasando a la ofensiva-. Víktor Pávlovich, el instituto debe llevar a cabo tareas de primer orden. No es preciso que le recuerde en qué tiempos tan duros debemos afrontar dichas tareas. Considero que en la actualidad su laboratorio no puede contribuir a la resolución de estas tareas. Además, alrededor de su trabajo, tan discutible como interesante, se ha levantado demasiado ruido.
Y añadió con aire grave:
– No estoy expresando un punto de vista personal. Hay camaradas que consideran que todo este alboroto desorienta a los investigadores científicos. Ayer mismo discutimos a fondo esta cuestión, y se dio la opinión de que usted debería reflexionar sobre sus conclusiones puesto que contradicen las teorías materialistas sobre la naturaleza de la materia; debería usted pronunciar una conferencia al respecto. Algunas personas, por razones que se me escapan, están interesadas en hacer que unas teorías discutibles se conviertan en el principio rector de la ciencia» precisamente cuando tenemos que concentrar todos nuestros esfuerzos en los objetivos qué nos impone la guerra. Es algo muy seno. Ha venido a verme con unas pretensiones ridículas respecto a una tal Loshakova. Disculpe, pero no sabía que «Loshakova» fuera un apellido judío.
Al escuchar a Shishakov, Shtrum se sintió desconcertado. Nadie había manifestado jamás tanta hostilidad hacia su trabajo. Lo oía por primera vez de boca de un académico, del director del instituto donde trabajaba.
Sin temer las consecuencias, dejó salir todo lo que pensaba y que, por esa misma razón, nunca debería haber dicho. Dijo que no era asunto de la física confirmar una filosofía. Dijo que la lógica de los descubrimientos matemáticos era más fuerte que la lógica de Engels y Lenin, y que Badín, el delegado de la sección científica del Comité Central, podía tranquilamente adaptar las ideas de Lenin a las matemáticas y a la física, pero no la física y las matemáticas a las ideas de Lenin. Dijo que un pragmatismo excesivo era letal para la ciencia, aunque estuviera impulsado por «Dios Todopoderoso en persona», y que sólo una gran teoría puede engendrar grandes logros prácticos. Estaba convencido de que los principales problemas técnicos -y no sólo los problemas técnicos- del siglo XX se resolverían gracias a la teoría de los procesos nucleares. Estaría encantado de hacer un discurso al respecto si los camaradas cuyos nombres Shishakov prefería callar lo consideraban necesario.
– Por lo que respecta a las personas con apellidos judíos, Alekséi Alekséyevich, no es algo que se pueda tomar a broma, no si de verdad se considera usted un miembro de la intelligentsia rusa. Si mis peticiones son rechazadas me veré obligado a abandonar inmediatamente el instituto. Así no puedo trabajar.
Cobró aliento, miró a Shishakov, reflexionó un instante y prosiguió:
– Me resulta difícil trabajar en estas condiciones. No soy sólo un físico, también soy un ser humano. Me siento avergonzado ante esas personas que esperan de mí ayuda y protección ante la injusticia.
Esta vez, Víktor sólo había dicho «me resulta difícil», pero había tenido el coraje suficiente para reiterar su amenaza de una dimisión inminente.
Shtrum leyó en la cara de Shishakov que éste se había dado cuenta de que había suavizado sus palabras.
Y tal vez por ese motivo, Shishakov insistió:
– No tiene sentido continuar una conversación a golpe de ultimátums. Es mi deber, por supuesto, tener en cuenta sus deseos.
Durante el resto del día Shtrum fue presa de una extraña sensación, triste y alegre a la vez. Los instrumentos del laboratorio, la nueva instalación cuyo montaje pronto estaría concluido constituían una parte imprescindible de su vida, de su cerebro, de su cuerpo. ¿Cómo podría vivir separado de ellos?
Le aterrorizaba incluso recordar las palabras heréticas que había pronunciado ante el director. Y sin embargo, Víktor se sentía fuerte. Su impotencia era al mismo tiempo su fuerza. ¿Cómo hubiera podido imaginar que en los días de su triunfo científico, de regreso en Moscú, llegaría a mantener una conversación de este tipo?
Nadie estaba al corriente de su enfrentamiento con Shishakov, pero tuvo la impresión de que sus colegas se dirigían a él de manera especialmente afectuosa.
Anna Stepánovna le cogió la mano y se la apretó.
– Víktor Pávlovich, no quiero que piense que sólo trato de darle las gracias, pero permítame decirle que… sé que usted, ha sido fiel a sí mismo.
Víktor se quedó a su lado en silencio. Se sentía emocionado y casi feliz.
«Mamá, mama -pensó de repente-. ¿Lo ves?» De camino a casa decidió no contarle nada a su mujer pero no logró vencer la costumbre de hacerla partícipe de todo lo que le ocurría, y ya en la entrada, mientras se quitaba el abrigo, le anunció:
– Bueno, Liudmila, dejo el instituto.
Liudmila Nikoláyevna se quedó muy apenada, pero aun así se las arregló para decirle algunas palabras desagradables.
– Te comportas como si fueras Lomonósov o Mendeléyev. Te marcharás y en tu lugar pondrán a Sokolov o a Márkov. -Levantó la cabeza de su labor de costura-. Deja que tu Landesman se vaya al frente. De lo contrario, la gente recelosa acabará creyendo que los judíos se dedican a enchufar a los suyos.
– Muy bien, muy bien -dijo Víktor-. Basta. ¿Te acuerdas de las palabras de Nekrásov? «El pobre diablo pensaba que estaba en el templo de la gloría, y se alegró de encontrarse en el hospital» Creía merecerme el pan que comía y, en cambio, me piden que me arrepienta de mis pecados, de mis herejías. No, piénsalo un momento: me exigen que haga una intervención pública. ¡Es puro delirio! Y al mismo tiempo me proponen para el premio, los estudiantes vienen a verme… ¡Todo es culpa de Badin! En cualquier caso, llegados a este punto, aquí ya no entra Badin. ¡Sadko no me quiere!
Liudmila Nikoláyevna se le acercó, le compuso la corbata, le arregló el faldón de la chaqueta y le preguntó:
– Estás muy pálido. No has comido, ¿verdad?
– No tengo hambre.
– Come un poco de pan con mantequilla mientras te caliento la comida.
Después vertió en un vaso sus gotas para el corazón y le dijo:
– Tómatelas; no me gusta tu cara, deja que te tome el pulso.
Fueron a la cocina. Mientras masticaba el pan Shtrum se miraba en el espejito que Nadia había colgado al lado del contador del gas.
– Qué cosa tan extraña, qué salvajes -dijo-. ¡En Kazán jamás hubiera pensado que tendría que rellenar montañas de formularios, escuchar lo que hoy he escuchado! ¡Qué poder! El Estado y el individuo… El Estado eleva a un hombre y luego lo deja caer al abismo, como si nada.
– Vitia, quiero hablar contigo de Nadia -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Casi todos los días vuelve a casa después del toque de queda.
– Ya me lo contaste el otro día -dijo Shtrum.
– Ya sé que te lo conté. Bueno, ayer por la noche me acerqué por casualidad a la ventana y descorrí la cortina. ¿Y qué crees que vi? Nadia y un soldado caminaban por la calle, se pararon junto a la lechería y empezaron a besarse.
– ¡Caramba! -exclamó Víktor Pávlovich, y se quedó tan sorprendido que dejó de masticar.
¡Nadia besando a un militar! Durante unos instantes Shtrum se quedó callado, luego se echó a reír. Sólo una noticia tan asombrosa habría podido distraerle de sus sombrías preocupaciones, mitigar su angustia. Por un momento sus ojos se encontraron y Liudmila Nikoláyevna, para su sorpresa, también se echó a reír. Durante algunos segundos había surgido entre ambos esa complicidad plena, posible en esos raros instantes de la vida en que las palabras y los pensamientos no son necesarios.
Y Liudmila Nikoláyevna no se sorprendió cuando Shtrum, aparentemente fuera de lugar, le dijo:
– Mila, he hecho bien en pararle los pies a Shishakov, ¿verdad?
El curso de los pensamientos de Víktor Pávlovich era muy sencillo, pero no resultaba tan sencillo seguirlo desde fuera. Se mezclaban ideas diversas: recuerdos del pasado; el destino de Tolia y Anna Semiónovna; la guerra; el hecho de que, por muy rico y famoso que un hombre sea, siempre envejecerá, morirá y cederá su lugar a otros más jóvenes; que tal vez lo más importante fuera vivir con honestidad.
Y Shtrum preguntó a su mujer:
– He hecho bien, ¿verdad?
Liudmila Nikoláyevna negó con la cabeza. Décadas de intimidad, de vida en común pueden acabar separando o las personas.
– ¿Sabes, Liuda? -dijo en tono humilde-, en la vida las personas que tienen razón suelen ser las que no saben comportarse. Pierden los estribos y sueltan groserías. Actúan sin tacto y se muestran intolerantes. Se les hace responsables de todo lo que va mal en casa y en el trabajo. En cambio, aquellos que están equivocados, que ofenden a los demás, saben comportarse. Actúan de manera lógica, tranquila, con tacto, y parecen tener siempre razón.
Nadia volvió a las once. Al oír el ruido de la llave en la cerradura, Liudmila Nikoláyevna dijo a su marido:
– Habla con ella.
– Para ti es más fácil, prefiero que lo hagas tú. Pero en cuanto Nadia, despeinada y con la nariz roja, entró en casa, Víktor Pávlovich le preguntó:
– ¿Con quién te estabas besando enfrente de casa?
Nadia miró alrededor como si estuviera a punto de salir corriendo, y luego a su padre, con la boca entreabierta. Después, se encogió de hombros y dijo con indiferencia:
– A Andriushka Lómov. Estudia en la escuela militar, es teniente.
– ¿Vas a casarte con él, o qué? -preguntó Shtrum, asombrado por el tono confiado de Nadia.
Miró a su mujer: ¿veía a su hija?
Como una adulta, Nadia entornó los ojos y desgranó irritada y con parsimonia sus palabras:
– ¿Casarme con él? -repitió, y esas palabras en boca de su hija desconcertaron a Shtrum-. Puede ser, lo estoy pensando… Pero tal vez no. En realidad no lo he decidido todavía.
Liudmila Nikoláyevna, que hasta ese momento había estado callada, preguntó:
– Nadia, ¿por qué nos has mentido acerca del padre de una tal Maika y has inventado esa historia de las lecciones? Yo nunca dije mentiras a mi madre.
Shtrum recordó que, en la época en que cortejaba a Liudmila, ella le confesaba cuando iba a verle; «He dejado a Tolia con mamá. Le he dicho que iba a la biblioteca».
De repente Nadia volvió a convertirse en una chiquilla. Con voz enfadada y lastimosa, gritó:
– ¿Y te parece bonito espiarme? ¿A ti también te espiaba tu madre?
Shtrum, hecho una furia, chilló:
– ¡Idiota, no seas impertinente con tu madre!
Ella le miraba con cara de aburrimiento y paciencia.
– ¿Así que Nadiezhda Víktorovna todavía no ha decidido si se casará o se convertirá en la concubina de un joven coronel?
– No, no lo he decidido. Además, no es coronel -respondió Nadia.
¿Era posible que los labios de su hija pudieran besar a un jovencito vestido con capote militar? ¿Era posible que alguien se pudiera enamorar de aquella niña, Nadia, aquella pequeña idiota, estúpida a la vez que inteligente, y que mirara con pasión aquellos ojos suyos de cachorro?
Pero ésa era la eterna historia…
Liudmila Nikoláyevna guardaba silencio y comprendía que ahora Nadia se pondría furiosa, que no diría una palabra más. Sabía que cuando se quedaran solas, ella acariciaría la cabeza de su hija, Nadia sollozaría sin saber por qué, y a Liudmila Nikoláyevna, también sin saber por qué, le invadiría una inmensa piedad. A fin de cuentas no había nada terrible en que una joven besara a un chico. Y Nadia se lo contaría todo sobre el tal Lómov, y ella seguiría acariciando los cabellos de su hija mientras recordaba su primer beso y pensaba en Tolia, porque en el fondo todo lo que sucedía en la vida lo relacionaba con Tolia. Y Tolia ya no estaba.
¡Qué triste era aquel amor adolescente suspendido en el abismo de la guerra! Tolia, Tolia…
Entretanto Víktor Pávlovich, presa de la angustia paterna, se agitaba, metía ruido.
– ¿Y dónde presta servicio ese memo? -preguntó-. Hablaré con su comandante; ya le enseñará él a flirtear con las mocosas.
Nadia no decía nada, y Shtrum, fascinado por su arrogancia, enmudeció sin quererlo y después preguntó:
– ¿Por qué me miras así? Pareces un ser de una raza superior mirando a una ameba.
Por un extraño juego de la memoria, la mirada de Nadia le recordó su conversación con Shishakov. Alekséi Alekséyevich, tranquilo, seguro de sí mismo, miraba a Shtrum desde su grandeza de académico reconocido por el Estado. Bajo la mirada de los ojos claros de Shishakov había comprendido instintivamente la inutilidad de sus protestas, de sus ultimátums. El poder del Estado se erguía ante él como un bloque de granito. Y Shishakov, con una indiferencia tranquila, contemplaba las tentativas de Shtrum; contra el granito no hay nada que hacer.
Curiosamente, la joven que estaba frente a él también parecía comprender lo absurdo de su cólera, de su indignación. Se daba cuenta de que Víktor Pávlovich quería alcanzar un imposible: detener el curso de la vida.
Durante la noche, Shtrum pensó que si rompía con el instituto arruinaría su vida. Se apresurarían a conferir a su dimisión un sentido político; dirían que había fomentado peligrosas tendencias de oposición… mientras Rusia estaba en guerra y el instituto gozaba de los favores de Stalin. Y después, aquel horroroso formulario… Y además la conversación insensata con Shishakov. Y aquellas discusiones en Kazán, Madiárov…
Fue tal el pánico que le asaltó que sintió deseos de escribir una carta a Shishakov y pedirle disculpas. Quería borrar de un plumazo los acontecimientos, olvidarlos.
Cuando volvió de la tienda por la tarde, Liudmila Nikoláyevna vio en el buzón un sobre blanco. El corazón, que le latía desbocado después de subir la escalera, le palpitó aún con más fuerza. Con la carta en la mano se acercó a la habitación de Tolia y abrió la puerta. La habitación estaba vacía: hoy tampoco había vuelto.
Liudmila Nikoláyevna examinó las hojas cubiertas con aquella caligrafía que conocía desde la infancia, la caligrafía de su madre. Vio los nombres de Zhenia, Vera, Stepán Fiódorovich. En la carta no aparecía el nombre del hijo. Su esperanza se difuminó una vez más, pero no se extinguió del todo.
Aleksandra Vladímirovna no contaba casi nada de su vida, sólo algunas palabras acerca de la casera, Nina Matvéyevna, que tras la partida de Liudmila se había comportado de manera desagradable.
Ninguna noticia de Seriozha, Stepán Fiódorovich y Vera. Aleksandra Vladímirovna estaba preocupada por Zhenia, que parecía estar atravesando por momentos difíciles en su vida. Le había escrito una carta en la que aludía a ciertos problemas y a un posible viaje a Moscú.
Liudmila Nikoláyevna no sabía estar triste. Sólo sabía sufrir. Tolia, Tolia, Tolia.
Stepán Fiódorovich se había quedado viudo, Vera era una huérfana sin hogar. ¿Seguía con vida Seriozha o estaba mutilado, recuperándose en un hospital? Su padre había muerto en un campo o había sido fusilado, su madre había muerto durante la deportación… Habían quemado la casa de Aleksandra Vladímirovna y ella vivía sola, sin noticias del hijo ni del nieto.
Su madre no le contaba nada sobre la vida en Kazán, sobre su salud, si su habitación estaba bien caldeada o si las raciones habían aumentado.
Liudmila Nikoláyevna sabía muy bien por qué su madre no mencionaba ni una sola palabra al respecto. Y sufría aún más.
La casa de Liudmila se volvió fría, vacía, como si hubieran caído unas terribles bombas invisibles, todo se hubiera desmoronado y el calor se hubiera dispersado entre las ruinas.
Aquel día había pensado mucho en su marido. Su relación se había deteriorado. Víktor estaba enfadado con ella se había vuelto frío y ella constataba con tristeza que le era indiferente. Le conocía demasiado bien. Visto desde fuera todo parecía romántico y exaltado. Aunque, a decir verdad, ella nunca había visto nada poético y exaltado en los demás. En cambio María Ivánovna veía a Víktor Pávlovich como a un hombre sabio, abnegado, una criatura noble. Masha amaba la música, incluso palidecía cuando oía el piano, y Víktor Pávlovich lo tocaba siempre que ella se lo pedía. Evidentemente, Masha necesitaba un objeto de veneración. Se había creado una imagen exaltada, un Víktor que no existía. Si Masha observara a Víktor día tras día, no tardaría en desilusionarse. Liudmila Nikoláyevna sabía que sólo el egoísmo movía a Víktor y que él no amaba a nadie. Incluso ahora, cuando pensaba en el enfrenta miento con Shishakov, llena de angustia y de temor por el marido, sentía al mismo tiempo la irritación de siempre: ahí estaba él, dispuesto a sacrificar la ciencia y la tranquilidad de los suyos por el puro placer egoísta de hacerse el gallito, de salir en defensa de los débiles.
Ayer, por ejemplo, preocupado por Nadia, había dejado a un lado su egoísmo. ¿Habría sabido olvidarse de sus graves ocupaciones y preocuparse del mismo modo por Tolia? Ayer ella se había equivocado. Nadia no había sido completamente franca con ella. ¿Cómo podía saber si se trataba de un capricho infantil, pasajero, o de su destino?
Nadia le había confiado en qué círculo de amigos había conocido a Lómov. Le había hablado con detalle de esos jóvenes que leían poesía de otra época, de sus discusiones sobre arte antiguo y arte moderno, de su actitud burlona y despreciativa hacia cosas que, según Liudmila Nikoláyevna, no merecían ni la burla ni el desprecio.
Nadia había respondido de buena gana a las preguntas de Liudmila y parecía estar diciendo la verdad: «No, no bebemos, sólo una vez, cuando un chico partía para el frente»; «De vez en cuando se habla de política. No en el mismo lenguaje que en los periódicos…, pero muy raras veces, una o dos como mucho».
Pero en cuanto Liudmila Nikoláyevna le preguntaba sobre Lómov, Nadia se acaloraba: «No, no escribe poesías»; «¿Cómo quieres que sepa quiénes son sus padres? Claro que no les be visto nunca. ¿Qué hay de extraño? Tampoco él tiene ni idea de qué hace papá; lo más seguro es que se piense que trabaja en una tienda de comestibles».
¿Era el destino de Nadia lo que estaba en juego o acabaría todo dentro de un mes sin dejar huella?
Mientras preparaba la comida y hacía la colada, pensaba en su madre, en Vera, en Zhenia, en Seriozha. Llamó por teléfono a Maria Ivánovna, pero no respondió nadie. Telefoneó a los Postóyev, pero la mujer de la limpieza le dijo que la señora había salido a hacer unas compras. Marcó el número del administrador para que avisara al fontanero -había que reparar un grifo-, pero le respondieron que el fontanero aquel día no había ido a trabajar.
Se sentó a escribir una larga carta a su madre. Quería transmitirle la tristeza que sentía por no haber conseguido que Aleksandra Vladímirovna se sintiera como en casa, cuánto lamentaba que hubiera decidido quedarse sola en Kazán. Los parientes de Liudmila no iban de visita a su casa desde antes de la guerra, y mucho menos se quedaban a dormir. Tampoco ahora sus familiares más cercanos venían a verla a su gran apartamento de Moscú. Liudmila no escribió la carta, sólo emborronó cuatro hojas de papel.
A última hora de la tarde, Víktor Pávlovich llamó para avisar de que se retrasaría; los técnicos de la fábrica militar a los que había convocado llegarían esa tarde.
– ¿Alguna noticia? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
– ¿En qué sentido? -dijo él-. No, ninguna novedad.
Por la noche Liudmila Nikoláyevna volvió a leer la carta de su madre; se acercó a la ventana.
La luna brillaba y la calle estaba desierta. Vio de nuevo a Nadia cogida del brazo de su militar; caminaban por la calzada, en dirección a casa. Luego Nadia echó a correr y el joven con capote militar se quedó parado en mitad de la calle desierta, mirándola fijamente. Y era como si Liudmila Nikoláyevna uniera en su corazón cosas incompatibles entre sí: su amor por Víktor Pávlovich, su intranquilidad por él, su rabia contra él; Tolia, que había muerto sin besar los labios de una chica; el teniente plantado en medio de la calle; Vera, que subía feliz las escaleras de su Casa de Stalingrado; Aleksandra Vladímirovna que ya no tenía vivienda… La sensación de vida, única felicidad del hombre y también su tremendo dolor, colmó de repente su alma.
En la entrada del instituto Shtrum se encontró con Shishakov que bajaba de su coche.
Shishakov se levanto el sombrero para saludarle sin mostrar el menor deseo de pararse a hablar con él.
«Mal asunto», pensó Shtrum.
Durante la comida, el profesor Svechín, que se sentaba a la mesa de al lado, evitó su mirada y no le dirigió la palabra. Mientras salían de la cantina, el gordo Gurévich le habló con una cordialidad particular y le apretó durante un largo rato la mano; pero cuando la puerta de la sala de recepción de la dirección se entreabrió, Gurévich se despidió precipitadamente y se marchó a toda prisa por el pasillo.
En el laboratorio, Márkov, que estaba hablando con Shtrum sobre los aparatos que había que instalar para fotografiar partículas nucleares, levantó de repente la cabeza de sus notas y dijo:
– Víktor Pávlovich, me han contado que fue usted el tema de conversación durante una fuerte discusión en el buró del comité del Partido. Kovchenko le hizo una jugarreta al declarar: «Shtrum no quiere trabajar en nuestro colectivo».
– Bueno -dijo Shtrum-. Así es -y sintió un tic nervioso en un párpado.
Mientras hablaba con Márkov sobre las fotografías nucleares, Shtrum tuvo la sensación de que ya no era el quien dirigía el laboratorio sino Márkov, que había tomado el relevo. Márkov le hablaba con la voz tranquila del que se sabe señor, y Nozdrín se le había acercado dos veces para consultarle acerca del montaje de los aparatos.
Luego, de improviso, Márkov adoptó una expresión lastimera y suplicante, y le susurró:
– Víktor Pávlovich, por favor, no mencione mi nombre en caso de que hable sobre esa reunión del comité del Partido. De lo contrario, tendré problemas por haber revelado un secreto del Partido.
– Faltaría más -respondió Shtrum.
– Todo se arreglará -le consoló.
– No lo creo -dijo Shtrum-; se las arreglarán igual de bien sin mí. ¡Los equívocos alrededor del operador psi son puro delirio!
– Creo que comete un error -dijo Márkov-. Ayer hablaba con Kochkúrov, ya le conoce, es un tipo con los pies en el suelo, y me decía: «En la obra de Shtrum las matemáticas prevalecen sobre la física pero, curiosamente, me ilumina, ni yo mismo entiendo por qué».
Shtrum entendía a qué se refería: el joven Kochkúrov era un entusiasta de las investigaciones sobre la interacción de los neutrones lentos con los núcleos de los átomos pesados y afirmaba que esos estudios abrían perspectivas de tipo práctico.
– La gente como Kochkúrov no decide nada -replicó Shtrum-. Los que tienen poder de decisión son los Badin, y Badin considera que yo debo arrepentirme de arrastrar a los físicos a una abstracción talmúdica.
Era evidente que todo el laboratorio estaba al corriente del conflicto entre Shtrum y la dirección, y de la sesión que se había celebrado el día anterior en el comité del Partido. Anna Stepánovna miraba a Shtrum con expresión de sufrimiento. Víktor Pávlovich tenía ganas de hablar con Sokolov, pero éste se había marchado a la Academia por la mañana, y después telefoneó para decir que se quedaría allí hasta tarde y que probablemente ya no pasaría por el instituto.
Savostiánov estaba de un humor excelente y no dejaba de bromear ni un instante.
– Víktor Pávlovich -dijo-. Tiene ante usted al respetable Gurévich, un científico brillante y notable. -Y mientras decía esto se pasaba la mano por la cabeza y el vientre para indicar su calvicie y su barriga.
Por la noche, cuando volvía a casa por la calle Kaluga, Shtrum se encontró de improviso con Maria lvánovna.
Fue ella quien le vio primero y lo llamó. Llevaba un abrigo que Víktor Pávlovich nunca antes le había visto y no la reconoció de inmediato.
– Increíble -dijo Víktor-. ¿Qué está haciendo en la calle Kaluga?
Maria se quedó callada unos instantes, mirándole. Después movió la cabeza y le dijo:
– No es casualidad; quería verle, por eso he venido a la calle Kaluga.
Víktor se quedó desconcertado. Por un momento pensó que su corazón había dejado de latir. Pensaba que ella quería decirle algo terrible, prevenirle de algún peligro.
– Víktor Pávlovich -dijo-. Quería hablar con usted. Piotr Lavréntievich me lo ha contado todo.
– Ah, se refiere a mis clamorosos éxitos -dijo Shtrum. Caminaban el uno al lado del otro como dos extraños. Shtrum se sintió cohibido por el silencio de Maria lvánovna. Mirándola de reojo, dijo:
– Liudmila está muy enfadada conmigo. Supongo que usted también,
– No, no estoy enfadada -respondió-. Sé qué le ha impulsado a actuar así.
La miró fugazmente.
– Usted estaba pensando en su madre -le dijo.
Él asintió.
– Piotr Lavréntievich no quería decírselo… Le han explicado que la dirección y la organización del Partido están disgustados con usted y ha oído decir a Badin: «No es sólo un caso de histeria. Es histeria política, histeria antisoviética».
– Ah, así que ése es mi problema -dijo Shtrum-. Ya me parecía a mí que Piotr Lavréntievich no quería contarme lo que sabía.
– Es cierto, no quería. Y me duele.
– ¿Tiene miedo?
– Sí. Además considera que en general usted está equivocado. -Luego añadió en voz baja-: Piotr Lavréntievich es un buen hombre, ha sufrido mucho.
– Sí, sí -dijo Shtrum-. También a mí me duele eso: un hombre brillante, un investigador valiente; pero qué alma tan cobarde.
– Ha sufrido mucho -repitió Maria lvánovna.
– En cualquier caso -replicó Shtrum-, esperaba que fuera su marido y no usted quien me hablara de esto.
La cogió del brazo.
– Escuche, Maria lvánovna, dígame: ¿cómo está Madiárov? No logro comprender qué ha pasado.
Ahora el recuerdo de las conversaciones de Kazán le mantenía en tensión permanente; a menudo le venían a la cabeza frases sueltas, palabras, el aviso siniestro de Karímov, las sospechas de Madiárov. Tenía la impresión de que las nubes que se cernían sobre su cabeza en Moscú acabarían relacionándose con sus conversaciones en Kazán.
– Yo tampoco me lo explico -dijo Maria lvánovna-. La carta certificada que enviamos a Leonid Serguéyevich fue devuelta a Moscú. ¿Ha cambiado de dirección? ¿Se ha marchado? ¿Ha ocurrido lo peor?
– Sí, sí, sí -musitó Shtrum, desamparado.
Era obvio que Maria lvánovna estaba segura de que Sokolov le había explicado a Víktor lo de la carta devuelta. Pero él no sabía nada. Sokolov no había hecho ningún comentario acerca del asunto. Su pregunta se refería a la discusión entre Madiárov y Piotr Lavréntievich.
– Venga, vemos a Neskuchni «-dijo.
– Pero ¿no vamos en la dirección equivocada?
– Hay una entrada por la calle Kaluga -le explicó.
Deseaba preguntarle con detalle acerca de Madiárov sobre sus sospechas con respecto a Karímov, y sobre las sospechas de Karímov respecto a Madiárov. Nadie los molestaría en el jardín desierto.
María Ivánovna comprendería enseguida la importancia de esta conversación. Víktor sentía que podía hablarle con libertad y confianza de todo lo que le inquietaba, y que ella sería sincera.
El día antes había comenzado el deshielo. En las pendientes de las pequeñas colinas del jardín Neskuchni, bajo la nieve derretida, asomaban las hojas podridas y húmedas, mientras que en los pequeños barrancos la nieve resistía. Un cielo desapacible y nebuloso se extendía sobre sus cabezas.
– Qué tarde tan maravillosa -dijo Shtrum, aspirando una bocanada de aire frío y húmedo.
– Sí, se está bien; no hay ni un alma, como si no estuviéramos en la ciudad.
Caminaban por caminos llenos de barro. Cuando se encontraban con un charco, Shtrum le ofrecía su mano a María Ivánovna y la ayudaba a saltar.
Permanecieron en silencio durante un largo rato. Víktor no tenía ganas de hablar de la guerra, ni tampoco de los asuntos del instituto, de Madiárov, de sus recelos, de sus presentimientos y sospechas. Le bastaba con caminar en silencio al lado de aquella mujer pequeña de paso a un tiempo ligero y torpe, continuar sintiendo aquella sensación de irreflexiva ligereza que le había invadido sin motivo. Ella tampoco decía nada. Andaba con la cabeza baja. Salieron al muelle. El río estaba cubierto por una capa de hielo oscuro.
– Se está bien aquí -repitió Shtrum.
– Sí, muy bien -respondió ella.
El camino asfaltado que bordeaba el río estaba seco y lo recorrieron a pasos rapidos, como dos viajeros que han emprendido un largo viaje.
Salieron a su encuentro un herido de guerra, un teniente, y una joven de baja estatura, ancha de hombros, enfundada en un traje de esquí. Ambos caminaban abrazados y de vez en cuando se besaban. Al llegar a la altura de Shtrum y María Ivánovna se besaron de nuevo, miraron alrededor y se pusieron a reír.
«Tal vez Nadia haya paseado por aquí con su teniente», pensó Shtrum.
María Ivánovna miró a la pareja y dijo:
– ¡Qué triste! -y añadió, sonriendo-: Liudmila Nikoláyevna me ha contado lo de Nadia.
– Sí, sí -asintió Shtrum-. Es increíblemente extraño.
Luego añadió:
– He decidido llamar al director del Instituto de Electromecánica para ofrecerle mis servicios. Si no me acepta, me iré a cualquier parte, a Novosibirsk o Krasnoyarsk.
– ¿Qué otra opción hay, si no? -dijo ella-. Parece que es lo mejor que puede hacer. No pudo actuar de otra manera.
– Qué triste es todo -exclamó él.
Deseaba contarle que sentía con una fuerza particular el amor por su trabajo, por el laboratorio, que experimentaba felicidad y tristeza cuando miraba la instalación donde pronto se efectuarían los primeros análisis; tenía la impresión de que iría por la noche al instituto para mirar por la ventana. Luego pensó que María Ivánovna podría interpretar sus palabras como una pose y decidió no decir nada.
Se acercaron a la exposición de trofeos de guerra. Aminoraron el paso y contemplaron los tanques alemanes pintados de gris, los cañones, los morteros, el avión con la esvástica en las alas.
– Incluso así, mudos e inmóviles, da miedo mirarlos -dijo María Ivánovna.
– No es nada -dijo Shtrum-, Hay que consolarse pensando que en la próxima guerra todo esto parecerá tan inocente como mosquetes o alabardas.
Cuando se acercaban a las verjas del parque, Víktor Pávlovich dijo:
– Nuestro paseo ha terminado. Qué lástima que el jardín sea tan pequeño. ¿Está cansada?
– No, no -respondió-. Estoy acostumbrada, camino mucho.
Tal vez no había comprendido las palabras de Shtrum, o simulaba que no las había comprendido.
– ¿Sabe? -dijo Víktor-, por alguna extraña razón nuestros encuentros siempre dependen de sus citas con Liudmila y de las mías con Piotr Lavréntievich.
– Es cierto -reconoció María-, ¿cómo iba a ser de otra manera?
Salieron del parque y fueron engullidos por el ruido de la ciudad, que destruyó el encanto del paseo silencioso.
Llegaron a una plaza situada a escasa distancia del lugar donde se habían encontrado.
Mirándole de abajo arriba, como una niña a un adulto, María dijo:
– Probablemente ahora sienta de manera particular el amor por su trabajo, el laboratorio, sus aparatos. Pero no hubiera podido actuar de otro modo. Otro habría podido pero usted no. Le he contado cosas desagradables, pero creo que siempre es mejor conocer la verdad.
– Gracias, Maria Ivánovna -dijo Shtrum, apretándole la mano-. Gracias, y no sólo por eso.
Shtrum tuvo la sensación de que los dedos de la mujer temblaban en su mano.
– Es extraño -exclamó ella-, nos despedimos casi en el mismo lugar donde nos hemos encontrado.
– No sin motivo los antiguos decían que en el fin se encuentra el inicio.
María Ivánovna arrugó la frente mientras pensaba en aquellas palabras. Luego rió y dijo:
– No lo entiendo.
Shtrum la siguió con la mirada: era una mujer pequeña, delgada, de esas que los hombres, al encontrárselas por la calle, nunca se giran a mirarlas.
Muy pocas veces había estado Darenski tan aburrido y deprimido como durante esas semanas en la estepa calmuca. Había enviado un telegrama al cuartel general del frente para informar de que había concluido su misión y que su presencia en el extremo del flanco izquierdo, donde reinaba la calma total, ya no era necesaria. Pero los superiores, con una obstinación que le resultaba incomprensible, no le llamaban.
Las horas pasaban más rápido cuando trabajaba, pero el tiempo de descanso se hacía durísimo.
Alrededor sólo había arena árida, seca, rugosa. Naturalmente la vida también estaba allí: los lagartos y las tortugas hacían susurrar la arena, dejando con su cola huellas sobre las dunas; por doquier crecían desparramadas plantas espinosas del color de la arena; los halcones giraban en el cielo en busca de carroña y desechos, y las arañas corrían sobre sus largas patas.
La miseria de aquella naturaleza severa, la monotonía fría del desierto en un noviembre sin nieve parecían haber vaciado a las personas, tanto su vida como sus pensamientos, que eran planos, uniformes, angustiosos.
Poco a poco Darenski había sucumbido a aquella monotonía melancólica del desierto. Siempre se había mostrado indiferente a la comida, pero allí no hacía más que pensar en ella. Las eternas comidas compuestas por un primer plato de sopa ácida a base de cebada perlada y de tomate, y un segundo plato de gachas de cebada perlada se habían convertido en la pesadilla de su vida. Sentado en la penumbra del cobertizo, detrás de una mesa de tablas salpicadas de charcos de sopa, sentía una congoja inconmensurable mientras observaba a los hombres que hacían tintinear la cuchara en las escudillas de hojalata; se apoderaba de él un violento deseo de salir del comedor para no escuchar el golpe de las cucharas, para no respirar aquel olor nauseabundo. Pero, en cuanto salía al aire libre, volvía a pensar obsesivamente en el comedor y contaba las horas que faltaban para la próxima comida.
Por la noche hacía frío en las casuchas, y Darenski dormía mal. La espalda, las orejas, los pies, los dedos de la mano se le entumecían, las mejillas se le congelaban. Dormía sin quitarse la ropa, se enrollaba los pies con dos trozos de tela y una toalla alrededor de la cabeza.
Al principio le sorprendió que los hombres con los que trabajaba allí parecieran indiferentes a la guerra y, en cambio, tuvieran la cabeza llena de historias de comida tabaco y coladas. Pero muy pronto, también él, cuando hablaba con los comandantes de las divisiones y las baterías sobre la preparación de las armas para el invierno, sobre el aceite almacenado y el abastecimiento de municiones, descubría que su cabeza estaba llena de esperanzas y amarguras relacionadas con las cuestiones más prosaicas. El Estado Mayor del frente parecía inalcanzable, lejano y sus sueños eran más modestos: pasar un solo día en el Estado Mayor del ejército, cerca de Elista. Pero cuando soñaba con aquel viaje no se imaginaba un encuentro con la hermosa Alla Serguéyevna, de ojos azules, sino que pensaba en un baño, ropa interior limpia, sopa de fideos blancos. Incluso la noche que había pasado junto a Bova le parecía agradable. No se estaba tan mal en el cuchitril de Bova. Y su conversación no se había reducido a la colada y la comida.
Lo que más le atormentaba eran los piojos. Durante mucho tiempo no logró comprender por qué había comenzado a rascarse con tanta frecuencia y no advertía las sonrisas de complicidad de sus interlocutores cuando, durante una reunión de trabajo, se rascaba con furia la axila o un muslo. Cada día se rascaba con más ardor. La quemazón y el prurito por debajo de las clavículas y en las axilas se había vuelto ya familiar. Creía que le había salido un eccema y lo justificaba pensando que la piel seca se le irritaba por el polvo y la arena. A veces el prurito se volvía tan atroz que le obligaba a pararse mientras caminaba por la calle para rascarse una pierna, el vientre, el cóccix.
El picor era particularmente intenso por la noche. Se despertaba y se rascaba durante largo rato la piel del pecho, con saña. Una vez, acostado boca arriba, levantó las piernas en el aire y entre lamentos se puso a rascarse las pantorrillas con las uñas. Había notado que el eccema se acentuaba con el calor. Bajo la manta el cuerpo le picaba con un ardor insoportable. Cuando salía al aire frío de la noche, el picor se calmaba. Había pensado en acercarse al batallón sanitario y pedir una pomada para el eccema.
Una mañana, al arreglarse el cuello de la camisa, descubrió a lo largo de la costura una nutrida fila de robustos piojos con aire soñoliento. Había muchos. Darenski, aterrorizado y avergonzado a un tiempo, miró al capitán que dormía a su lado. Éste ya se había despertado y, sentado en el catre, con expresión rapaz, se entregaba a la caza de los piojos que había descubierto en sus calzoncillos. Los labios del capitán se movían en silencio: evidentemente llevaba la cuenta de las bajas producidas en la batalla.
Darenski se quitó la camisa y se puso manos a la obra.
Era una mañana tranquila, nebulosa. No se oían tiroteos ni ruido de aviones y por eso el chasquido de los piojos que morían bajo la uña del capitán era completamente nítido.
El capitán miró fugazmente a Darenski y farfulló:
– ¡Caramba, qué robusta la bestia! Es una hembra reproductora, seguro.
Darenski, sin despegar los ojos del cuello de su camisa, dijo:
– ¿Es que no nos dan polvos?
– Sí -dijo el capitán-. Pero para lo que sirven… Habría que bañarse, pero aquí no alcanza el agua ni para beber. En el comedor apenas lavan los platos para ahorrar agua. No hay posibilidad de darse un buen baño.
– ¿Y los insecticidas?
– No sirven para nada. Queman los uniformes y el piojo adquiere un color más sano. Bah, cuando estábamos en Penza, en la reserva, ¡aquello sí era vida! Ni siquiera iba al comedor. Me daba de comer la dueña de la casa, una mujer que aún no era vieja, apetitosa. Podía bañarme dos veces por semana y bebía cerveza cada día.
– ¿Qué le vamos a hacer? -preguntó Darenski-. Estamos lejos de Penza.
El capitán lo miró con aire serio y le susurró en tono confidencial:
– Hay un buen método, camarada coronel: el rapé. Coges un poco de polvo de ladrillo, lo mezclas con el rapé, y luego espolvoreas tu ropa interior. El piojo comienza a estornudar, se hincha, salta y se rompe la cabeza contra el ladrillo.
Tenía una expresión tan seria que Darenski tardó un momento en comprender que el capitán le estaba gastando una broma.
En pocos días Darenski oyó contar decenas de chistes sobre el mismo tema. El folclore del piojo era rico.
Ahora su cabeza estaba ocupada noche y día por infinidad de problemas: comida, colada, cambio de uniforme, polvos, exterminación de piojos por medio de una botella ardiente, congelamiento de los mismos. Incluso había dejado de pensar en mujeres y le vino a la mente el proverbio que circulaba entre los prisioneros de los campos: «Vivirás y mujer no querrás».
Darenski pasó el día en las posiciones de la división de artillería. Durante toda la jornada no había oído ni un disparo, ni un avión se había perfilado en el horizonte.
El comandante de la división, un joven kazajo, le había dicho con una pronunciación nítida, sin el menor rastro de acento:
– El año que viene tengo la intención de cultivar melones; vuelva para probarlos.
El comandante de la división no se encontraba a disgusto por estos lugares: bromeaba dejando al descubierto su dentadura blanca, se desplazaba sobre sus piernas cortas y torcidas adentrándose en la arena y miraba con simpatía a los camellos atados en grupo, cerca de las casuchas cubiertas con trozos de papel alquitranado.
El buen humor del joven kazajo irritaba a Darenski que en su deseo por estar solo, regresó a las posiciones de la primera batería, aunque ya había estado allí ese mismo día.
Salió la luna, increíblemente grande, más negra que roja. A medida que adquiría un tono morado, se alzaba en el negro transparente del cielo y, bajo su luz iracunda, el desierto nocturno, los morteros, los fusiles antitanque y los largos tubos de los cañones cobraban un nuevo aspecto, inquietante y amenazador.
A lo largo de la carretera avanzaba a ritmo lento una caravana de camellos enganchados a unos crujientes carros místicos, cargados de cajas de obuses y heno. Era una escena insólita: los tractores, el camión con la tipografía del periódico del ejército, la torre delgada del radiotransmisor, los largos cuellos de los camellos y su paso ondulante y ligero que creaba la ilusión de un cuerpo sin huesos, hecho de goma.
Los camellos pasaron y dejaron tras de sí en el aire gélido el olor a heno típico del campo. La misma luna enorme, más negra que roja, se encaramaba por el cielo de las llanuras desiertas donde habían combatido las huestes del príncipe Ígor. La misma luna brillaba cuando las hordas persas marchaban hacia Grecia, cuando las legiones romanas irrumpieron en los bosques germánicos, cuando los batallones del primer cónsul vieron caer la noche a los pies de las pirámides.
La mente del hombre, cuando vuelve la vista atrás, filtra siempre con el tamiz de la memoria los grandes acontecimientos del pasado, y elimina los sufrimientos de los soldados, sus angustias, la tristeza. Sólo perdura el recuerdo vacío de cómo estaban organizadas las tropas que se alzaron con la victoria y cómo estaban dispuestas aquellas que sufrieron la derrota, el número de catapultas, balistas, elefantes, cañones, blindados o bombarderos que participaron en la batalla. En la memoria se conserva el recuerdo de cómo el sabio y afortunado caudillo inmovilizó el centro y golpeó el flanco, y de cómo las tropas de reserva emergiendo de detrás de las colinas, decidieron el curso de la contienda. Eso es todo, si nos dejamos en el tintero cómo el afortunado caudillo, de regreso a la patria, fue declarado sospechoso de querer derrocar a su soberano, y pagó la salvación de su patria con la cabeza o, si tuvo suerte, con el exilio.
Pero he aquí el cuadro del antiguo campo de batalla que pinta el artista: una luna enorme y pálida suspendida a poca altura sobre el campo de la gloria; los héroes, con los brazos cubiertos sobre el pecho, yacen sobre el terreno; las cuadrigas destrozadas o los tanques incendiados están esparcidos por el campo de batalla. Y ahí están los vencedores, con ropa de camuflaje y metralleta en bandolera, casco romano rematado con un águila de bronce o con un gorro de piel de granadero.
Darenski, con la cabeza hundida entre los hombros, estaba sentado sobre una caja de obuses y escuchaba el diálogo de dos soldados, acostados bajo sus capotes al lado de sus armas. El comandante de la batería y el instructor político habían ido al cuartel general de la división, y el coronel, representante del Estado Mayor del frente (los soldados se habían informado sobre Darenski), parecía profundamente dormido. Los soldados fumaban con fruición los cigarrillos que habían liado a mano y dejaban escapar volutas de humo.
Saltaba a la vista que eran amigos; les unía aquel sentimiento que siempre distingue a la verdadera amistad, seguros de que cada acontecimiento de la vida de uno, por nimio que fuera, siempre era importante e interesante para el otro.
– ¿Y entonces? -preguntó uno fingiendo mofa e indiferencia.
Y el segundo, simulando apatía, respondió:
– ¿Es que acaso no lo sabes? Me duelen los pies, no se puede andar con unas botas así.
– Bueno, ¿y entonces?
– Pues aquí me tienes con las mismas botas viejas. No voy a andar con los pies descalzos, ¿no?
– Total, que no te ha dado las botas -replicó el otro, y en su voz ya no había ni rastro de ironía o indiferencia, sino un vivo interés.
Luego la conversación giró en torno a sus hogares.
– ¿Qué me escribe mi mujer? ¿Qué quieres que me diga? Falta esto, falta lo otro, si no está enfermo el niño, lo está la niña. Ya sabes cómo son las mujeres.
– La mía, por si fuera poco, me escribe esto: vosotros, en el frente, tenéis vuestra ración, mientras que aquí se puede decir que nos morimos por las restricciones de la guerra.
– ¡La inteligencia femenina! -soltó el primer artillero-. Están en la retaguardia y no logran comprender qué ocurre en primera línea. Sólo ven tus raciones.
– Así es -confirmó el segundo-. No ha conseguido queroseno y piensa que no puede suceder nada más trágico en el mundo.
– Claro, es más duro esperar en la cola para comprar queroseno que rechazar los tanques alemanes en el desierto con botellas vacías.
Hablaban de tanques, aunque los dos sabían muy bien que no se habían producido ataques de carros blindados por allí cerca.
Interrumpiendo la eterna discusión de quién se lleva la peor parte en la vida, si el hombre o la mujer, uno de ellos dijo con voz vacilante:
– La mía está enferma, tiene una lesión en la columna vertebral y si levanta algo pesado tiene que pasar una semana en cama.
Una vez más la conversación parecía tomar un rumbo totalmente diferente y se pusieron a hablar del desierto, de aquel lugar maldito sin agua.
El que estaba más cerca de Darenski dijo:
– No hay malicia en lo que escribe, es que no lo entiende.
Y el otro, para retirar las duras palabras que había dicho contra las mujeres de los soldados, pero al mismo tiempo para confirmarlo:
– Claro. Sólo lo ha hecho por estupidez.
Después de fumar un rato en silencio, se pusieron a valorar los pros y los contras de las maquinillas de afeitar y los machetes, hablaron de la nueva chaqueta del comandante de batería y de que, por dura que fuera la vida, uno siempre tiene ganas de vivir.
– Sabes, cuando iba a la escuela vi un cuadro que se parecía a esta noche: una luna sobre la llanura y cuerpos de guerreros muertos en batalla.
– ¿Dónde ves el parecido? -se rió el otro-. Aquéllos eran héroes mientras que nosotros no somos más que gorriones.
A la derecha de Darenski retumbó una explosión que rompió el silencio. «Ciento tres milímetros», valoró el ojo experto. El cerebro generó automáticamente los pensamientos asociados con aquella situación: «¿Un tiro casual? ¿Un tiro esporádico? ¿Un tiro de ajustamiento? Espero que no nos hayan cercado. ¿Y si se trata de un ataque a gran escala? ¿Están preparando el terreno para un ataque de blindados?».
Todos los soldados acostumbrados a la guerra se hacían las mismas preguntas que Darenski.
Un soldado experimentado sabe distinguir al instante entre cientos de ruidos el que anuncia un peligro genuino. Sea lo que sea lo que esté haciendo -comer, limpiar el rifle, escribir una carta, rascarse la nariz, leer el periódico, o incluso si está inmerso en aquella ausencia de pensamiento total que a veces te asalta en los momentos de libertad-, de pronto levanta la cabeza y aguza el oído, atento y perspicaz.
La respuesta no se hizo esperar. Retumbaron algunas detonaciones a la derecha, luego a la izquierda, mientras todo en derredor crepitaba, humeaba, temblaba. Se trataba de un ataque en toda regla.
A través de las nubes de humo, polvo y arena se entreveía el fuego de las explosiones. Por todas partes los hombres buscaban un sitio donde guarecerse, caían al suelo.
Un aullido lacerante desgarró el desierto. Granadas de mortero explotaron cerca de los camellos mientras los animales, derribando los carros, corrían encabritados arrastrando pedazos de arneses.
Darenski, sin prestar atención a las explosiones de los obuses, se irguió y contempló aquel espectáculo dantesco.
Un pensamiento de una lucidez absoluta le atravesó la mente: estaba asistiendo a los últimos días de su patria. Se apoderó de él un sentimiento de fatalidad. Los gritos terribles de los camellos enloquecidos, aquellas voces de rusos llenas de espanto, los hombres corriendo hacia los refugios… ¡Rusia estaba perdida! Perecía allí, atrapada entre las dunas heladas de las inmediaciones de Asia, moribunda bajo una luna hosca e indiferente, y la lengua rusa que amaba con tanta ternura se mezclaba con los gritos aterradores y de desesperación de los camellos mutilados por las bombas.
En aquel instante amargo no sentía ni cólera ni odio, sino un sentimiento de fraternidad hacia todo lo que en este mundo era pobre y débil. Por alguna razón, emergió de su memoria la cara del viejo calmuco que se había encontrado en la estepa hacía poco y le pareció próximo, familiar. «Muy bien, estamos en manos del destino», pensó, y comprendió que prefería morir antes que ver a Rusia derrotada.
Miró a los soldados apostados en las trincheras, asumió una actitud solemne, dispuesto a tomar el mando de aquella batería desconsolada, y grito:
– Eh, telefonista. ¡Rápido! Venga aquí ahora mismo.
De repente el estruendo de las explosiones se interrumpió.
Aquella misma noche, siguiendo órdenes de Stalin, los comandantes de los tres frentes, Vatutin, Rokossovski y Yeremenko, lanzaron la ofensiva que, en las cien horas sucesivas, decidiría el desenlace de la batalla por Stalingrado, la suerte de los trescientos mil hombres del ejército de Paulus; la ofensiva que iba a constituir un hito decisivo en el curso de la guerra.
Un telegrama esperaba a Darenski en el Estado Mayor: debía incorporarse al cuerpo de blindados del coronel Nóvikov y mantener informado al Estado Mayor General de las operaciones llevadas a cabo por dicho cuerpo.
Poco después del aniversario de la Revolución de Octubre, la aviación alemana efectuó una masiva incursión sobre la central eléctrica. Dieciocho bombarderos alemanes lanzaron su carga sobre la central.
Las nubes de humo cubrían las ruinas y la fuerza destructora de la aviación alemana logró suspender por completo la actividad de la central.
Después de aquel ataque las manos de Spiridónov comenzaron a temblar de un modo convulsivo, hasta tal punto que cuando se llevaba la taza a la boca derramaba el té por todas partes y a veces se veía obligado a posarla sobre la mesa porque no era capaz de sostenerla. Los dedos sólo dejaban de temblarle cuando bebía vodka.
La dirección comenzó a evacuar a los obreros, que cruzaban el Volga y se adentraban en la estepa, hacia Ájtuba y Leninsk.
Los dirigentes de la central pidieron permiso a Moscú para abandonar la central, dado que su permanencia en la línea de frente, entre las ruinas de la fábrica, no tenía sentido. Moscú demoraba su respuesta y Spiridónov tenía los nervios de punta. Nikoláyev, el responsable del Partido, había sido llamado por el Comité Central poco después de la incursión y había marchado a Moscú en un Douglas.
Spiridónov y Kamishov vagaban entre las ruinas y se convencían mutuamente de que no tenían nada que hacer allí, que debían marcharse cuanto antes. Pero Moscú continuaba sin dar señales.
Spiridónov estaba especialmente preocupado porque no tenía noticias de su hija. Después de ser transferida a la orilla izquierda del Volga, Vera se había encontrado indispuesta y no había podido proseguir su viaje hacia Leninsk. Era imposible que, estando en la última etapa de embarazo, hubiera recorrido casi cien kilómetros a lo largo de una carretera desfondada, en la parte trasera de un camión que se tambaleaba y retumbaba entre montañas de barro helado duras como piedras.
Algunos obreros que conocía la habían acompañado a una barcaza inmovilizada por el hielo cerca de la orilla, que había sido transformada en refugio.
Poco después del segundo bombardeo, Vera hizo llegar a su padre, mediante un mecánico de lanchas, una nota donde le informaba de que no se preocupara, que le habían encontrado un rincón confortable en una bodega, detrás de un tabique. Entre los refugiados de la gabarra había una enfermera de la clínica de Beketovka y una vieja comadrona; en caso de que surgiera alguna complicación podrían llamar a un médico del hospital de campaña instalado a cuatro kilómetros de allí. Tenían agua caliente, una estufa y el obkom les suministraba comida que compartían entre todos.
Aunque Vera pedía a su padre que estuviera tranquilo, cada una de sus palabras le llenó de inquietud. Lo único que le confortaba era que Vera decía que durante los combates la barcaza no había sido bombardeada ni una vez. Si hubiera podido cruzar a la orilla izquierda, habría conseguido un coche o una ambulancia para llevar a su hija a Ájtuba.
Pero Moscú no se pronunciaba; seguía sin autorizar la partida del director e ingeniero jefe, aunque la central en ruinas no necesitaba más que una pequeña guardia armada. Los obreros y el personal técnico no tenían ganas de deambular por la central con los brazos cruzados, y tan pronto como Spiridónov les daba autorización, cruzaban a la orilla oriental del Volga.
Sólo el viejo Andréyev se negó a aceptar el permiso oficial con el sello redondo del director. Cuando Stepán Fiódorovich propuso a Andréyev partir para Leninsk, donde se hallaban su nuera y su nieto, el viejo le respondió:
– No, yo me quedo aquí.
Le parecía que permaneciendo en la orilla de Stalingrado mantenía un lazo con su vida pasada. Quizá dentro de poco podría alcanzar la fábrica de tractores; se abriría paso entre las casas quemadas o destruidas y llegaría al jardín plantado por su mujer, lo arreglaría de nuevo y enderezaría los árboles jóvenes, comprobaría si las cosas enterradas continuaban en su lugar y luego se sentaría en la piedra al lado de la empalizada derribada.
– Mira, Várvara. La máquina de coser está en su lugar, ni siquiera se ha oxidado; pero el manzano de al lado de la empalizada es irrecuperable, un fragmento de obús lo segó por la mitad. En el sótano, las berzas agrias del tonel tienen una pequeña capa de moho. Eso es todo.
Stepán Fiódorovich deseaba confiarse a Krímov, pero desde el aniversario de la Revolución no se le había vuelto a ver por la central.
Spindónov y Kamishov decidieron esperar hasta el 17 de noviembre y luego marcharse. En la central no había nada que hacer, pero los alemanes continuaban bombardeándola sin tregua, y Kamishov, especialmente nervioso después de las incursiones masivas, dijo a Spiridónov:
– Stepán Fiódorovich, si siguen bombardeándonos es que tienen un servicio de inteligencia poco eficaz. La aviación puede volver a atacar de un momento a otro. Ya sabe, los alemanes, como los toros, se afanan en golpear contra el vado.
El 18 de noviembre, sin haber obtenido la autorización de Moscú, Stepán Fiódorovich se despidió de los guardias, abrazó a Andréyev, contempló por última vez las ruinas de la central y partió.
Durante la batalla de Stalingrado había trabajado duro, con honestidad, sin escatimar esfuerzos. Y su trabajo había sido más duro y era más digno de respeto por el hecho de que Spiridónov tenía miedo a la guerra, no estaba acostumbrado a vivir en condiciones similares y le aterrorizaba constantemente la amenaza de las incursiones aéreas; durante los bombardeos se le helaba la sangre, pero continuaba trabajando.
Ahora se iba con una maleta en la mano y un hatillo a la espalda y se volvía a mirar, saludaba con la mano a Andréyev de pie delante del pórtico destruido, se volvía hacia el edificio con los cristales rotos, los muros siniestros de la sala de turbinas, observaba el humo que se levantaba de los aislantes de aceite. Abandonaba la central de Stalingrado cuando ya no era útil, se iba veinticuatro horas antes del principio de la ofensiva de las tropas soviéticas.
Pero aquellas veinticuatro horas que no había esperado borraron, a los ojos de muchas personas, todo su trabajo duro y honesto. Dispuestos a declararle un héroe, después le tildaron de cobarde y desertor.
Conservaría durante mucho tiempo el recuerdo atormentador del momento de su partida, volviéndose, agitando la mano, mientras un viejo solitario de pie ante el pórtico de la central le miraba.
Vera dio a luz a un niño.
Estaba acostada sobre un catre de tablones ásperos en la bodega de la barcaza. Para que estuviera caliente las mujeres la habían enterrado bajo trapos, y a su lado yacía el bebé envuelto en una pequeña sábana. Cuando alguien entraba y apartaba la cortina, Vera veía a la gente, hombres y mujeres, entre los trapos que colgaban de las literas de arriba, oía los gritos de los niños, el alboroto continuo, el zumbido incesante de voces.
La niebla llenaba su cabeza; la niebla había invadido el aire lleno de humo.
En la bodega faltaba el aire y al mismo tiempo hacía mucho frío, tanto que en los tabiques de madera se formaba escarcha. De noche la gente dormía sin quitarse las botas de fieltro ni los chaquetones. Las mujeres se pasaban todo el día arropándose con pañuelos y trozos de mantas y se soplaban los dedos helados.
La luz apenas se filtraba a través de una diminuta ventada recortada casi al nivel del hielo, por lo que durante el día la bodega también estaba sumergida en la penumbra. Por la noche se encendían lámparas de petróleo sin cristal de protección y a la gente se le tiznaba la cara de hollín. Cuando desde la escalera se abría la escotilla, en la bodega irrumpían nubes de vapor parecidas al humo de las explosiones. Las viejas desgreñadas se peinaban sus cabelleras grises y plateadas; los viejos se sentaban en el suelo sosteniendo en las manos jarras de agua caliente, entre cojines de todos los colores, bultos, maletas de madera sobre las que se subían, para jugar, los niños envueltos con pañuelos.
Desde el momento en que había sentido el peso del bebé sobre su pecho, Vera tenía la impresión de que sus pensamientos habían cambiado, que su relación con la gente había cambiado que su cuerpo había cambiado. Pensaba en su amiga Zina Melnikova, en la vieja Serguéyevna que la había cuidado en la primavera, en su madre, en el agujero de su camisa, en el edredón, en Seriozha y en Tolia, en el jabón, en los aviones alemanes, en el refugio de la central eléctrica, en su pelo sin lavar, y todo lo que se le pasaba por la cabeza estaba impregnado del sentimiento hacia su hijo recién nacido, todo tenía sentido o dejaba de tenerlo sólo en relación con él.
Se miraba las manos, las piernas, el pecho, los dedos. Ya no eran las manos que jugaban al voleibol, escribían redacciones y hojeaban los libros. Aquéllas ya no eran las piernas que subían corriendo los escalones del instituto, que daban patadas al agua tibia del río, picadas por las ortigas, las piernas que los viandantes se volvían a mirar por la calle. Y, pensando en el bebé, pensaba al mismo tiempo en Víktorov.
Los aeródromos estaban situados en la orilla izquierda del Volga; Víktorov debía de estar muy cerca, el Volga ya no les separaba.
Ahora entraría un teniente en la bodega y ella le preguntaría: «¿Conoce usted al teniente Víktorov?». Y el piloto respondería: «Sí». «Dígale que aquí está su hijo, y también su mujer.»
Las mujeres venían a verla y se quedaban detrás de la cortina, movían la cabeza, sonreían, suspiraban; algunas se ponían a llorar y se inclinaban sobre el pequeño. Lloraban por su propia suerte y sonreían al recién nacido, y para entenderlas no eran necesarias las palabras. Las preguntas que le hacían a Vera siempre tenían que ver con el niño: si tenía leche, si tenía los senos inflamados, si le molestaba la humedad.
Tres días después del parto llegó su padre. Ya no se parecía a aquel hombre que había sido el director de la central eléctrica: iba con una pequeña maleta y un hatillo, sin afeitar, el cuello del abrigo subido, la corbata ajustada, las mejillas y la nariz quemadas por el viento gélido.
Y cuando Stepán Fiódorovich se acercó a la cama, Vera vio que su cara temblorosa no se volvía hacia ella en primer lugar, sino hacia el pequeño ser que estaba a su lado.
El padre le dio la espalda y, por el movimiento de sus hombros, Vera comprendió que estaba llorando, porque su mujer nunca vería a su nieto, no se inclinaría sobre él como había hecho su abuelo.
Después, irritado por sus lágrimas, avergonzado -le habían visto decenas de personas-, dijo con la voz ronca por el frío:
– Bueno, así que por tu culpa me he convertido en abuelo.
Se inclinó sobre Vera, la besó en la frente, le acarició el hombro con una mano fría y sucia.
Luego dijo:
– El día del aniversario de la Revolución Krímov vino a la central. No sabía que tu madre había muerto. Me preguntó por Yevguenia.
Un viejo sin afeitar, ataviado con una chaqueta rota que perdía trozos de guata, dijo jadeando:
– Camarada Spiridónov, aquí se entrega la Orden de Kurúzov, de Lenin, la Estrella Roja por matar el mayor número de gente posible. ¡Y cuántos han muerto ya en los dos bandos! Habría que darle una medalla de al menos dos kilos a su hija por haber traído al mundo una nueva vida en este presidio.
Era la primera persona que había hablado de Vera desde el nacimiento del niño.
Stepán Fiódorovich decidió quedarse en la barcaza hasta que Vera recobrara las fuerzas y marcharse con ella a Leninsk. Pasaría por Kúibishev, donde recibiría un nuevo destino. Tras comprobar la pésima situación alimenticia en la bodega y la necesidad imperiosa de sustentar de un modo más decente a su hija y su nieto, Stepán Fiódorovich decidió, después de haber entrado en calor, ir en busca del puesto de mando del obkom del Partido, que se encontraba en alguna parte del bosque, a escasa distancia de allí. Contaba con poder obtener grasa y azúcar a través de sus conocidos.
Aquél fue un día duro en la bodega. Las nubes se cernían sobre el Volga. Los niños no salían a jugar, las mujeres no lavaban la ropa en algún agujero del hielo, el viento frío de Astraján soplaba bajo y penetraba a través de las rendijas de las paredes de la bodega, llenándola de crujidos y aullidos.
La gente, entumecida, estaba sentada sin moverse, arropándose con pañuelos, mantas, chaquetas forradas. Incluso las mujeres más charlatanas se habían callado, aguzando el oído al aullido del viento y el crujido de las tablas.
Había comenzado a anochecer y parecía que las tinieblas nacieran de la angustia de las personas, del frío que atormentaba a todos, del hambre, del barro y de los interminables suplicios de la guerra.
Vera, cubierta con la manta hasta la barbilla, sentía en las mejillas las corrientes de aire frío que se filtraban en la bodega con cada ráfaga.
En aquellos momentos le parecía que todo acabaría saliendo mal: su padre no lograría sacarla de allí y la guerra no acabaría nunca; en primavera los alemanes habrían alcanzado los Urales, Siberia; sus aviones continuarían gimiendo en el cielo, sus bombas seguirían cayendo sobre la tierra.
Por primera vez dudaba de que Víktorov estuviera realmente cerca. Había aeródromos en cada sector del frente. Y tal vez ya ni siquiera estuviera en el frente ni en la retaguardia.
Apartó la sábana y miró la carita del bebé. ¿Por qué lloraba? Seguramente debía de haberle transmitido su tristeza, del mismo modo que le pasaba su calor y su leche.
Todos se sentían oprimidos por la crueldad del frío, por la violencia implacable del viento helado, por la inmensidad de la guerra que se extendía por los vastos ríos y llanuras rusos.
¿Cuánto tiempo puede soportar un ser humano una vida llena de hambre y de frío?
La vieja Serguéyevna, que la había ayudado a dar a luz, se le acercó.
– No me gusta el aspecto que tienes hoy. Estabas mejor el primer día.
– No importa -replicó Vera-, papá volverá mañana y traerá comida.
Y aunque Serguéyevna estaba contenta de que la joven madre recibiera azúcar y grasas, soltó con tono rudo:
– Vosotros los de la clase dirigente siempre encontráis la manera de atiborraros. Siempre hay algo para vosotros; pero nosotros lo único que tenemos son patatas heladas.
– ¡Silencio! -gritó alguien-. ¡Silencio!
Del otro extremo de la bodega llegó una voz confusa.
De repente, la voz tronó alta y clara, sofocando cualquier otro sonido.
Alguien estaba leyendo a la luz de una lámpara:
«En el curso de las últimas horas… Una ofensiva triunfal de nuestras tropas en la zona de Stalingrado… Hace algunos días, nuestras tropas, desplegadas en las vías de acceso a Stalingrado, atacaron a las fuerzas germano-fascistas… La ofensiva se ha iniciado en dos direcciones: al nordeste y al sur de Stalingrado…»
La gente estaba de pie y lloraba. Un vínculo invisible y milagroso los unía a aquellos muchachos que, protegiéndose el rostro del viento, marchaban en ese mismo momento entre la nieve, y a aquellos que yacían en el blanco manto, cubiertos de sangre, con la mirada oscurecida, despidiéndose de la vida.
Todos lloraban: los ancianos, las mujeres, los obreros y los niños, que con expresión adulta escuchaban atentos la lectura del comunicado.
«Nuestras tropas han recuperado la ciudad de Kalach en la orilla este del Don, la estación Krivomuzguinskaya, la estación y la ciudad de Abgasarovo…», informaba el lector.
Vera lloraba con los demás. Sentía también el lazo existente entre los hombres que avanzaban en la tiniebla nocturna e invernal, se caían, se levantaban y volvían a caer, de nuevo caían para no levantarse más, y las personas desfallecidas de aquella bodega que escuchaban conmovidas el comunicado de la ofensiva.
Aquellos hombres, allá en el frente, iban a morir por ella, por su hijo, por las mujeres de manos agrietadas a causa del agua helada, por los ancianos, por los niños envueltos en los pañuelos desgarrados de sus madres.
Y mientras lloraba imaginó que su marido entraría en la bodega, y las mujeres y los viejos obreros le rodearían y le dirían: «Ha sido niño».
El hombre que leía el comunicado llegó al final: «La ofensiva lanzada por nuestras tropas prosigue».
El oficial de guardia del Estado Mayor presentó un informe al comandante del 8° Ejército del aire sobre las salidas que habían efectuado los escuadrones de caza durante el día.
El general examinó los papeles que tenía delante de él y dijo al oficial:
– Zakabluka no está en racha: ayer le abatieron al comisario, hoy a dos pilotos.
– He llamado al Estado Mayor del regimiento, camarada comandante -dijo el oficial-. Mañana enterrarán al camarada comisario Berman. El representante del Consejo Militar ha prometido coger un avión y venir a pronunciar un discurso.
– A nuestro miembro del Consejo Militar le gustan mucho los discursos -dijo el general con una sonrisa.
– En cuanto a los pilotos, camarada comandante, el teniente Korol fue abatido sobre las líneas defendidas por la 38ª División. Y el comandante de la patrulla, el teniente Víktorov, fue alcanzado por un Messer que sobrevolaba un aeródromo alemán; no pudo volver a la línea del frente y cayó en una colina en zona neutral. La infantería lo vio y trató de acercarse, pero los alemanes se lo impidieron.
– Bueno, son cosas que pasan -sentenció el general, rascándose la nariz con el lápiz-. Esto es lo que hay que hacer: telefonee al Estado Mayor General y recuérdeles que Zajárov nos prometió un jeep nuevo; de lo contrario dentro de poco no podremos desplazarnos.
El cuerpo del piloto muerto permaneció en la colina cubierta de nieve durante toda la noche; el frío era intenso y las estrellas brillaban luminosas.
Al alba la colina se volvió completamente rosada y el piloto yació sobre una colina rosa. Luego arreció el viento y poco a poco, la nieve cubrió su cuerpo.