Ámame sin piedad. Deja que los
amantes fáciles se amen cuando es fácil amar. Ámame hasta por haberte traicionado.
WILLIAM SAROYAN
El calavera no chilla, acababa de decirle el viejo. Y tenía razón. Si a último momento Irene había desechado la Hermes Baby y se había decidido por una Remington que, entre otros males, no trababa las mayúsculas y carecía de jota, mejor aceptaba sin chistar que el viejo se tomase su tiempo para arreglarla.
– Pero ocho días me parece demasiado -dijo sin muchas esperanzas.
El viejo puso los ojos en blanco, murmuró Mamita querida, en qué mundo me metiste y giró la cabeza como buscando un testigo de lo que acababa de escuchar.
Pero lo único vivo en ese cubículo atestado de máquinas de escribir (fuera de Irene y del viejo mismo) era Alfredo, que no podía ver al viejo porque estaba en una situación extraña. Con la cabeza metida en la Remington y empeñado en alterar con los dedos cierto mecanismo. Dispuesto a resolver in situ el problema de las mayúsculas, pensó Irene, para no hablar de la jota. Y todo porque no se resignaba a que un viejo charlatán arruinase los festejos del cumpleaños de ella justo el día en que él había decidido celebrarlo.
Era apenas una contingencia que el cumpleaños de ella hubiese ocurrido en febrero y ahora estuviesen en agosto; para Alfredo (cosa que Irene había maliciado trece años atrás, en el Constantinopla) toda medición del tiempo era una práctica bizantina; sólo contaban los actos. Y si seis meses atrás (acababa justamente de explicarle él cuando iban a lo del viejo), si seis meses atrás le había parecido estupendo regalarle a ella una máquina de escribir; si durante todo ese tiempo (cada vez que yo te lo recordaba, le recordó Irene) se había mostrado resuelto a regalársela, y si ahora estaban por entrar a comprarla, ¿dónde residía el desperfecto? El desperfecto (había dicho Irene) residía en que ella no tenía una noción del tiempo tan singular como la de él, ella más bien vivía con un cronómetro en la cabeza, así que había pasado estos seis meses entre paréntesis, con la desagradable impresión de que, mientras no tuviera la máquina, no acabaría de consumarse su trigésimo cumpleaños. O sea con la guadaña en el pescuezo, se le cruzó. Pero en realidad no dijo trigésimo ya que ésa era una cuestión que ninguno de los dos mencionaba. Aunque por distintos motivos (escribiría después Irene); para Alfredo, la mujer de treinta años era un ejemplar balzaciano, definitivamente adulto, que se daba en ciertos casos pero no en el mío, como si un hilo dorado me atara a la adolescente que él había conocido trece años atrás, así que mi insistencia en una máquina de escribir sólo indicaba para él que la que ayer nomás decía que quería comerse la luna se había decidido por fin a mostrar la hilacha. En cambio para mí la máquina era un ensalmo contra la incerteza. La gente me tuteaba en el colectivo, nunca nadie me había llamado señora, todavía tenía cara de que me preguntaran cuántos años tenés. Treinta. Ahí estaba la madre del borrego. Algo se congelaría en el preciso instante en que yo lo dijera. El sentimiento maternal que despertaba en los otros -una celada para incautos, ¿o mi cara no venía a ser la mejor estafa de mi cerebro?-, el gesto del panadero regalándome una palmerita, la ancha risa de mi vecina al pasarme por el balcón un plato con tortas fritas, se tornarían de hielo apenas yo lo enunciara. En ese marasmo vivía, soñando que una máquina de escribir me iba a transformar de golpe y sin dolor en una cabal -aunque adorable- mujer de treinta años que exhalaría su grata treintañedad por toda la piel. No era de extrañar entonces que a último momento desechara la diminuta portátil de nombre sospechoso y me decidiera por una Remington como un tanque de guerra. Sólo que, por el momento, no podía tolerar la idea de que esta franja ambigua de mi vida se extendiera ocho días más.
– ¿Ocho días? -dijo Alfredo, emergiendo del interior de la máquina como si acabara de despertarse-. Si yo con una pincita de depilar y un alambre arreglo esto en diez minutos.
– No, por favor -susurró Irene-. Dejalo al señor, si al fin y al cabo no hay tanto apuro.
– Se ve que la chica le tiene confianza -dijo el viejo.
– No comprende mi genio -dijo Alfredo.
– Ah, son todas iguales -dijo el viejo, y suspiró.
Fue un suspiro tan extraordinario que Irene y Alfredo se buscaron simultáneamente la mirada, como para verificar en el otro este pequeño prodigio. Y la tarde dio un viraje hacia la felicidad.
– En serio no me importa esperar unos días -dijo Irene. Y creyó prudente agregar-: Hasta me gusta eso de que haya una demora, cosa de tener tiempo para preparar el alma.
Porque sabía que, resuelto a colmarla de dicha como él estaba ahora, era capaz de luchar, ayunar, desgarrarse, tragar vinagre y hasta comerse algún cocodrilo, con tal de que ella tuviera la máquina ya. Y porque acababa de reparar en lo que, un minuto antes, había dicho el viejo. Algo que había dado en el carozo mismo de su Westalshauung. El calavera no chilla, sí señor. Y al que quiera celeste, que le cueste.
Por fin Alfredo dejó la plata y salió a comprar cigarrillos. Dos minutos después salió Irene, corriendo; agitaba el recibo para que Alfredo pudiera verlo, aunque, como solía pasarle, sin averiguar en qué lugar físico de la realidad estaba él. Cruzó la calle tan radiante y desbocada que no vio a tiempo a una adolescente rubiona que corría en sentido contrario.
El choque fue violento e inesperado. Las dos se rieron y la adolescente prosiguió su carrera. Pero Irene no. Acababa de notar que no tenía la más pálida idea del lugar al que se dirigía. Atemperada, giró sobre sí misma buscando a Alfredo. Lo ubicó junto al quiosco de cigarrillos que -esas cosas también solían ocurrirle- no quedaba enfrente sino en la misma vereda de donde venía.
Y algo la hizo sentirse hermosa de la cabeza a los pies: la cara de Alfredo. La miraba riendo, súbitamente joven contra la pared gris. ¿No era asombroso que los arrebatos de ella aún tuvieran la virtud de hacerlo reír? Caminó y en su cuerpo iba floreciendo una sensación antigua, cierto estado de privilegio que solía embriagarla a los diecisiete años y que, en momentos como éste, todavía la embriagaba.
Aleteante llegó junto a Alfredo.
– A que no adivinás con quién chocaste -oyó.
Se sobresaltó pero no acusó el impacto: apenas hubo una imperceptible dilatación de los ojos. Choque, sí, ahora se acordaba, había chocado con alguien al cruzar la calle.
Predispuso su ánimo para una revelación porque eso prometía la expresión de Alfredo. O el descubrimiento de algún chiste excelso que en pocos instantes compartiría con Irene, siempre dispuesta a paladear hasta el espinazo ciertas tramas absurdas o perversas que urde la realidad.
– Con quién -preguntó. De pies a cabeza hambrienta de diversión y de conocimiento.
Y él se lo dijo. Era la silenciosa, la que los dos llamaban la mirona. Esa que, desde hacía más de cuatro meses, acechaba discretamente al profesor Alfredo Etchart.
Alfredo la había notado el primer día de clase. Y no debió de ser fácil, se había dicho Irene, que lo escuchaba sin mucha dedicación porque estaba abocada a un racimo de uvas que acababa de lavar: entre seiscientos alumnos verla resplandecer como si fuera una reina. Sobre todo porque esa adolescente jetona y de ojos chiquitos (según él le acababa de informar) no podía tener mucho de reina. Ahí estaría lo tentador, en ese apenas rielar de la belleza, un mero soplo, demasiado inconsistente para ser percibido por el ojo humano en estado normal. Él sin embargo lo vio. Acababa de decir algo sobre la función del arte, cierta ilusión que ellos debían perder de un arte utópico que caería sobre la sociedad como una bomba. En una palabra, que asistir a esta primera clase de Introducción a la literatura no era el mejor camino para hacer la revolución, podían ir pensándolo como primer trabajo práctico. Y la jetona se enojó. Yo también me hubiera enojado, pensó Irene comiéndose una uva. ¿O a los diecisiete años no necesitaba creer que cada uno de mis actos acarrearía su fatal granito de arena a la? ¿Y a los treinta? Al parecer, esa noche de abril en el Aula Magna todos necesitaban creerlo porque Alfredo advirtió el revuelo. Seiscientos alumnos dispuestos a saltar sobre él -pero demasiado enfáticos, aclaró y le robó una uva, mucho más fervorosos que ideológicos-. ¿No se estará poniendo viejo?, pensó Irene. Pero no fue el revuelo lo que lo inquietó. Fue la jetona. Su enojo, dando lugar a ciertas transformaciones. Fruncimiento de la boca, medio giro de la cabeza. Y el pelo, el modo en que se le balanceó el pelo cuando dio vuelta la cabeza. Y la boca trompuda vista ahora de perfil. Un efecto simultáneo y complejo que fulguró un segundo entre las seiscientas cabezas y produjo en Alfredo un estado de ebriedad. ¿Lo fugitivo dejándole un rastro de angustia? Comprensible, pensó Irene, ¿acaso no me ocurre también a mí? Una muchacha que de pronto pasaba a su lado y le provocaba un relámpago de maravilla y de miedo. La hermosura es como un imán, escribiría, o como un pozo sin fondo. Sobre todo cierta hermosura… ¿inocente? No, nada inocente. Maligna y arrogante pero desentendida de sí misma. Esa belleza escurridiza y versátil que se percibe en ciertas adolescentes. La trompudita parecía ser de la familia. Peligrosa, iba a pensar Irene después, de las que se toman su tiempo. Pero eso al cabo de dos meses, cuando los alumnos hubiesen perdido la desconfianza inicial que solía provocar Alfredo y ya lo odiaran o lo idolatraran sin dobleces. Entonces se iniciaría un rito al que Alfredo estaba habituado. Los alumnos más vehementes abordarían su escritorio al final de cada clase para seguir discutiendo. La trompudita no. Ella se quedaría a mitad de camino, mirándolo de lejos, como si no se animara a acercarse pero, en el fondo (iba a pensar Irene), como si no quisiera que él la confundiese con el montón. Entonces pensaría: peligrosa. Ahora todavía no. Ahora, en esta primera clase que Alfredo le sigue contando mientras Irene come uvas y en el preciso momento en que el profesor ha dicho que no era con libros que cambiarían el mundo y ha captado -pero ya menos voraz- el acecho general, la cabeza de la jetona se ha vuelto hacia él y su mirada ¿no le está prometiendo a Alfredo cierta posibilidad de salvación? Sí. Claro que los libros también entran en ese mundo mejor. Ciertos libros. Ya que toda obra de arte es una búsqueda solapada de belleza, una condena entonces a lo que embrutece al hombre, a aquello que lo degrada a un destino indigno. Estos locos perseguidores de lo bello -y está pensando en Baudelaire, y está pensando en Wilde- son más peligrosos para las buenas conciencias que ciertos farsantes que te enchufan dos o tres clisés políticos en un novelón mediocre y se creen los ángeles de la barricada. E Irene podía imaginarlo realmente apasionado por lo que decía y al mismo tiempo controlando a la trompudita que poco a poco se va transformando, confiadamente deja ahora que las palabras de Alfredo penetren en su alma virgen, todavía más embriagada (piensa Irene) por el sonido de las palabras que por lo que de verdad significan. Ya que toda formación es un proceso largo e intrincado, escribiría. Las alumnas intuitivas perciben tonos, matices, hasta omisiones en las que deben confiar. Como perras. Olfatean la verdadera sabiduría, y se disponen, desenfadadas y putas, alegres y desenfrenadas, a que las ideas audaces entren en sus cabecitas.
– Si lo sabré -dijo Irene. Y se comió otra uva.
Alfredo Etchart: así le han dicho que se llama. Hace casi dos horas que Irene Lauson no le quita los ojos de encima. Él, en cambio, no la ha mirado. La señora Colombo le dijo a Irene que él tradujo a Lawrence Sterne; le dijo: así joven como lo ves, es uno de los teóricos de literatura más brillantes de la Argentina; le dijo lástima que sea marxista. Irene no tiene la más remota idea de quién es Lawrence Sterne, no consigue vincular la palabra “marxista” con este hombre rubio de sonrisa maligna, no cree en absoluto que se lo pueda llamar joven. Ella tiene diecisiete años y los hombres de treinta le parecen irreparablemente viejos. Lo que sí cree es que si él mirara hacia la silla en que está sentada se sorprendería mucho y, a lo mejor, hasta se acercaría a preguntarle algo. Está convencida de que su presencia ha de ser desconcertante y atractiva en este living donde, con mundanidad, conversan cineastas, pintores, señoras muy paquetas, señores atildados, gente barbuda y, al parecer, literatos marxistas. ¿Gente importante? Vaya a saber. Salvo a la señora Colombo, su ex profesora de literatura que la trajo y la dejó abandonada, Irene no conoce a nadie. Pero eso no es un dato: no hay más que reparar en su pollera tableada, en la inquietud con que una y otra vez se acomoda en la silla, en su cara redonda e infantil, para adivinar que viene de otro mundo. Se siente mirada por todos. Menos por Alfredo Etchart, quien en este momento explica con pasión a varias personas qué habría pasado si en el cincuenta y cinco Perón le daba al pueblo la orden de salir a la calle mientras dirige miradas turbadoras a una señora muy fina y a una pelirroja tetona que se ignoran mutuamente y todo el tiempo hacen que sí con la cabeza. Como si estuvieran muy de acuerdo en eso de la revolución social -reflexiona Irene desde su silla-, aunque las dos deben estar pensando que él sacó ese tema ten antipático porque con toda este gente le resulte imposible rifárselas ahí mismo. Qué tarado, piensa; qué gracia puede hacerle levantarse a esas dos que por poco no se le sientan encima. Después de más de dos horas de observarlo, está dispuesta a jurar que él no tiene nada que ver con toda esta gente, por eso le da rabia que les preste atención y mire a cualquier parte pero no hacia el lugar que le depararía la grata sorpresa. Es un engrupido, decide, y también decide: tengo que llegar a ser una gran dama. Se levanta y atraviesa el living. Ahora está ante un gran espejo: ahí no hay nada que se parezca a una gran dama. Tiene las mejillas coloradas, lo que hace que su cara parezca todavía más redonda. Se chupa un momento las mejillas, se las cubre con el pelo. Bah. Con determinación se tira hacia abajo el borde del pullover, le hace una reverencia a la del espejo y, luego de atravesar otra vez el living, se sienta en un sofá.
Pero él tampoco ahí nota su presencia. Irene se revuelve en el sillón, reverberando de furia. Querría que este buen señor la viera ahora, sólo para que notase su mirada de desdén. Tranquilamente podría chantarle yo me río de sus buenos modales, querido profesor: soy una niña libre como el viento, indomable y superdotada, difícil aun para usted. ¿Parezco ingenua? Estoy llena de malicia. ¿Parezco asustada? Los doy vuelta a todos. ¿Parezco pendiente de usted? No pienso en otra cosa que en asesinarlo. ¿No parezco capaz? Soy capaz. Dentro de un segundo voy a hacerle traición.
Después de serle fiel más de tres horas, Irene Lauson traiciona a Alfredo Etchart. ¿Qué se creía herr professor?, ¿que ella no conoce el juego? Esto es moco de pavo: el abecé de la lucha por la vida. Hay que hablar poco, sonreír mucho, decir ¡oia! y abrir ojos despavoridos. Parpadearle con timidez a un hombre de piel oscura que quiere saber la causa por la cual una jovencita tan angelical ha venido a parar a este antro de perdición, embarullarse al contestarle, mirar con devoción, como a abuelas, al resto de las mujeres, cederles el asiento, oír que un hombre con canas en las sienes dice cómo vamos a permitir que la damita se quede de pie mientras Alfredo Etchart escucha con aire secretamente divertido a una muchacha rubia de vestido blanco quien, desesperada, se lleva las manos al pecho como si tratara de que él comprendiese algo muy íntimo que la de blanco guarda en el corazón. A mí este ruido me aturde la cabeza, le dice Irene al señor de las canas. Bueno, qué tonta, ¿no?, meaturdelacabeza ji ji, ¿qué me iba a aturdir, si no? El señor de las canas ríe, otro de barbita que la ha escuchado ríe, Irene se tapa la cara con el pelo, dice siempre digo palabras de más y candorosa ríe. La muchacha de blanco, tranquilizada de golpe, también ríe por algo que le acaba de decir Etchart, a quien le ofrece whisky una señora de vestido negro que se interpone entre él y la de blanco, quien se enfurece y rechaza un whisky. A mí el whisky no me hace nada, dice Irene, y acepta otro vaso. Si seguís así te vamos a tener que llevar alzada, le dice un muchacho de anteojos. No sería un trabajo muy duro, dice el de las sienes. Irene emite risitas, les dice a los dos que no se preocupen porque un año nuevo ella se tomó como once copas de sidra y no le hizo nada. La de negro parece haberse olvidado de que venía sirviendo whisky; está detenida ante Etchart y le cuenta algo en actitud confidencial. A la de blanco no le ha quedado más remedio que retirarse; ella y otra, que tiene un vestido brilloso y conversa con un señor muy feo al que no presta atención, no le quitan los ojos de encima a Alfredo Etchart. La de negro se ha colocado de tal manera que a Irene no se lo deja ver. Irene se corre. Me parece que el whisky te pone inquieta, dice el muchacho de anteojos. Soy inquieta, dice Irene, me la paso corriendo de acá para allá. Varios hombres ríen encantados. Ciertas mujeres pueden estar pensando por qué dejarán a estas mocosas venir a las reuniones de gente seria. La muchacha de blanco, la de vestido brilloso y una muy hermosa recién localizada deben de estar preguntándose si ciertas viejas reblandecidas no tendrán vergüenza de andar coqueteando con los hombres jóvenes. Por fin la muy hermosa avanza con decisión y, señalando a un señor muy menudito, le dice algo a la de negro. La de negro mira con perfidia a la muy hermosa y va a servirle whisky al señor muy menudito. Irene se siente un poco aturdida; le duele la cabeza. Etchart le está explicando algo a la muy hermosa. Cómo te brillan los ojos, dice el de las sienes. ¿Sí?, dice Irene; voy a mirarme. Atraviesa el living y va hacia el espejo del vestíbulo. Etchart dice que lo que suele llamarse poder parapsicológico puede no ser otra cosa que una exacerbación de la sensibilidad y de la inteligencia, pero no la ha mirado pasar. ¿Y?, pregunta el de las sienes. Cierto, dice Irene; pero no es el whisky, es el calor. Varios hombres ríen porque no le creen. Irene tampoco se cree. Ríe. Acepta otro whisky. La gente parece cansada y fea. El señor de las sienes ha puesto su pierna contra la pierna de Irene, quien no se retiró. La muchacha de blanco ha vuelto a acercarse a Etchart. Sos encantadora, dice el de las sienes. El muchacho de anteojos habla sobre los trastornos de la vejez. Irene asiente con ambigüedad. Nunca vi otros ojos como los tuyos, dice el de las sienes. Irene le sonríe. Que tengo que avisarle a esta chica, Irenita, que se prepare porque ya nos vamos, dice la profesora Colombo. ¿Ya te vas, Alfredo?, pregunta la de negro. No, qué voy a estar mareada, dice Irene, y trata de avanzar sin caerse.
El vestíbulo está lleno de gente. ¿No viste mi visón?, pregunta una voz. Alcanzame esa cartera, dice otra. Irene se ha detenido. Una mano, detrás de ella, ha dado un leve tirón a su pullover. No se da vuelta: se queda inmóvil, de espaldas al dueño de la mano. Sabe lo que acaba de ocurrir y no está sorprendida. La sorpresa viene después, por una especulación: lo que la sorprende es no estar sorprendida, aceptar con tanta naturalidad que sabía esto de antemano.
– Que sea la última vez que me traiciona -acaba de decir Alfredo Etchart-. Mi venganza puede ser peligrosa.
Lo ha dicho casi sobre la oreja de Irene, a su espalda. Y ella nunca va a olvidar el escalofrío leve en la espina dorsal.
Ahora sí se da vuelta. Lleva la rebeldía estampada en la cara. Los dos contrincantes quedan frente a frente.
Y hay algo que parece estar desde antes, agazapado. Cierta cualidad que los dos pueden reconocer en los ojos del otro. O tal vez se trata sólo de una virtud de espejo por la que Irene puede reconocerse en la mirada de él. Un signo o una suprema voluntad que ya empieza a derramar su luz sobre las disonancias de esta noche, sobre ciertas risitas a hurtadillas, sobre aquel deseo intolerable de gritar bajo los astros, sobre la cara oculta de la luna, de la cara de luna de una infanta tramposa y clandestina, hostigada por el maléfico sueño de un destino de privilegio que la espera para devorarla en los rincones oscuros de su alegre vida diurna.
Él ha dicho algo y ella ha hecho que sí con la cabeza. Él dice el nombre de un lugar. Dice una dirección y una hora.
– ¿Se va a acordar? -dice.
– Claro -dice ella-, tengo una memoria impresionante.
Entonces advierte en él algo que muchas veces leyó en los libros: se ha reído con los ojos. Después se va.
La contienda ha terminado: ni vencedores ni vencidos.
Mañana se encontrarán en el Constantinopla.
– ¿A qué hora? -preguntó Irene.
Pero una pequeña catástrofe postergó la respuesta de Alfredo. La música de la radio se detuvo abruptamente, la luz se apagó.
– Sonamos, saltaron los tapones -dijo Irene, desentendiéndose con astucia de lo que Alfredo le venía contando mientras arreglaba su amplificador.
– Fusibles -dijo Alfredo-. Te dije mil veces que se llaman fusibles.
– Mirá a quién se lo venís a contar. ¿Te creés que no sé que se llaman fusibles porque vienen de fundir?
– Fundir qué. Conseguime una vela.
– El alambrecito -dijo Irene.
Y mientras revolvía los cajones le explicó cómo los electrones, debido a algún contacto contra natura, podían eludir toda resistencia y entrar en un circuito corto, que eso era el cortocircuito y no, como seguramente creía el bruto intuitivo humanista, un corte de circuito. El corte venía después, ya que el alambrecito o fusible era lo primero que se fundía -él ya sabría que el hilo se corta por lo más delgado- interrumpiendo el pasaje de electrones y evitando así la quemazón de todo el cablerío y adyacencias.
– Mucha teoría, sí -dijo Alfredo-, pero ni siquiera una vela sos capaz de conseguir.
– Pobre de vos, mirá esto -dijo Irene, levantando triunfal una vela usada.
Volvió a tientas, cosa que no la afectaba demasiado ya que también a plena luz solía llevarse por delante las cosas que se interponían en su camino y le permitían comprobar a los tropezones que el mundo no era una pura abstracción.
– Ahora conseguime un alambre finito -dijo Alfredo.
– Eso sí que no tengo.
Gol en contra. A esta altura de su vida -y no sin haberse hecho violencia- podía sostener con cierta pericia una conversación acerca de tarugos o bulones, manejaba con discreción el taladro eléctrico y contaba con un acopio bastante interesante de tachuelas, tornillos en ele, cinta aisladora y otros utensilios, pero alambre finito no tenía.
– No importa. Lo saco del cable del amplificador.
– ¡Ah, no! -gritó Irene.
Demasiado tarde: Alfredo ya había empuñado la tijera. El cable blindado, terso, impoluto, estaba definitivamente cortado en dos.
Con vago terror, mientras lo seguía con la vela, observó cómo Alfredo pelaba el cable, sacaba piezas misteriosas de la caja de fusibles, luchaba con el alambre, penetraba en lo desconocido, atornillaba y listo: la luz se hizo.
Lo que solucionaba el asunto de la oscuridad pero dejaba, iluminado y desnudo hasta la impudicia, otro problema: el corazón destripado de su amplificador (para no hablar ahora del cable) que ya nunca volvería a ser lo que fuera. Y que a su vez encubría otro problema, todavía de naturaleza incierta, que había estado al acecho mientras Alfredo desarmaba el amplificador y le contaba lo que había sucedido esa tarde: la mirona, que por fin le había hablado.
– ¿Vos tenés idea de dónde podrá ir esto? -dijo Alfredo, mirando con aire sospechoso una especie de lamparita.
Irene fue invadida por el presentimiento de que las cosas empezaban a andar mal.
– Te dije que mejor lo lleváramos al Palacio del Amplificador -dijo.
– No me vas a comparar a mí con un palacete de morondanga -dijo Alfredo, y encajó muy resuelto la lamparita donde se lo dictaba el corazón-. ¿Qué te creés que les hacen allá?
Irene pensó que justamente eso, no saberlo, era lo tranquilizante. Podría haberse confiado sin vacilar a un Palacio regido por leyes ignotas. Con un vago temor, es cierto, con la incómoda sospecha de que un mecanismo natural iba a ser mancillado -tenía fe ciega en los productos de fábrica y las armazones primitivas le parecían alentadas por cierto soplo divino-, pero igual se habría confiado a él a condición de que le devolvieran algo en apariencia igual a lo que había sido y a condición de no padecer esta zozobra de estructuras transitorias.
¿Acaso no era por algo así que había abandonado la física nueve años atrás? Mucho ecuaciones de Lagrange, cómo no, mucho integral de Hamilton y divagar sobre la naturaleza del cortocircuito, por qué no cae la Luna y por qué vuela la plumita. Pensamientos incontaminados, eso sí, elaboraciones que ella podía corregir, retorcer, borrar sin que quedara huella. Pero todo acto deja su huella -pensó con terror viendo cómo Alfredo unía con cinta aisladora los dos muñones del cable cortado, y se fue a hacer café-, razón por la cual el cristalino mundo matemático saltó en pedazos y sólo le quedó un malestar literalmente físico, un prosaico calambre en el estómago el primer día que le tocó contemplar, sin padrinos, las diminutas tripas de un circuito o futuro circuito electrónico, un objeto que existiría sólo si ella era capaz de armarlo. Lo observó con desconfianza durante tres semanas. Resistencias minúsculas, pequeñas válvulas, transistores que, como la niña Chiquirritica, tenían el tamaño de un grano de anís -pero por qué distracción o error de la Naturaleza, al observar un transistor, la a todas luces promisoria estudiante de física tenía que pensar en la palabra “Chiquirritica” leída a los seis años y cuyas resonancias deleitosas se le venían enredando desde entonces en todo lo infinitamente pequeño que anida en el universo, no por la ilustración (recordaba sin encanto a una niña flotando en una hoja entre plantas acuáticas, imagen vulgar que estaba muy por debajo de la música de la palabra Chiquirritica), no por la ilustración sino por el símil: tan pequeña como un grano de anís. Y lo curioso es que nunca en su vida había visto un grano de anís ni se le había ocurrido que pudiera tener granos lo que hasta entonces sólo había sido para ella una bebida transparente en una botella hexaédrica que se servía en copitas y cuyos residuos hacían las delicias de pequeños futuros alcohólicos y de ella misma. Sin embargo le bastó leer “pequeña como un grano de anís” para imaginarlo cristalino y embriagante como el licor y tan pequeño como todo lo más pequeño que puede haber sobre la Tierra; y también para comprender de golpe el verdadero tamaño de la niña Chiquirritica, en quien desesperadamente pensaba contemplando los transistores. Pero nada le causaba tanta angustia como el chasis vacío, en el cual tendría que armar un circuito que sólo iba a funcionar si todas las piezas se ensamblaban sin un error, momento en que el futuro trabajo tropezaba -en su previsora imaginación- con su propia torpeza o demonio innato que la hacía agarrar siempre a contramano, instalar la imperfección apenas las cosas eran rozadas por sus dedos, razón por la cual nunca se animó a unir siquiera dos cables entre sí, razón por la cual luego de un calvario que duró veintiún días, convencida de que nunca iba a armar ese circuito y por lo tanto nunca iba a aprobar electrónica y por lo tanto, abandonó abruptamente la física. No olvidar, en momentos de exaltación, de contabilizar ese fracaso.
– Y el café, ¿para cuándo?
– Ya lo llevo -dijo Irene desde la kitchenette; puso las tazas en una bandeja y se animó a preguntar-: ¿Cómo va eso?
– Qué te parece -dijo Alfredo.
Una lucecita verde y una lucecita roja se encendieron en el momento preciso en que Irene entraba con la bandeja. Unos segundos después la voz de Paco Ibáñez, tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable, interminable, la hizo levitar en la transitoria ilusión de que todos los problemas se habían terminado. A qué hora. ¡Ay! Su memoria era sistemática e implacable. La obligó a retroceder -¡no quiero, no quiero!, ¡tengo ganas de ser feliz!-, la obligó a retroceder a esa intersección que, en la teoría de los cambios de estado, se denomina punto triple. Un punto único -¿a qué hora?- en que convergieron tres problemas. Si el problema uno estaba resuelto, y el problema dos estaba resuelto, ¿cuál era el que quedaba? Shh, el tercero no era de ninguna manera un problema. Acaso no había reaccionado encantada de la vida cuando Alfredo, apenas empezó a desarmar el amplificador, le dijo:
– A que no adivinás quién vino a hablarme hoy.
– La mirona -había dicho sin vacilar Irene.
Él dijo que ella era colosal. Modestamente, dijo Irene. Lo que no dijo fue que en estos tres días había pensado más de una vez que un choque tan bien armado por la Providencia tenía que traer cola. En cambio preguntó:
– ¿Y cómo? ¿Se te acercó así nomás y te habló?
No, tenía su estilo, dijo Alfredo. Cosa que Irene ya había descubierto a fines de abril. Una muchacha capaz de quedarse esperando a distancia prudencial que él la descubriera, como si fuese demasiado tímida o demasiado orgullosa para realizar el esfuerzo de acercarse del todo, sin duda tenía lo suyo. Aunque debía serlo, sí: tímida y orgullosa. Pero su pecado es que lo sabe, decidió Irene en mayo.
Lo que seguramente no sabía era que Alfredo la había advertido desde la primera vez y que lo divertían como loco -y se los contaba después a Irene- los movimientos inútiles que ella debía realizar para quedarse siempre un poco atrás, con su perpetua cara de expectación. Lo que tampoco podía saber era que Irene seguía, además, los movimientos ocultos de su alma, las especulaciones que se tramaban detrás de esa mirada de asombro -pero con qué derecho, le habría dicho la muchacha, con qué derecho pretende usted entrar en mi alma-, los invisibles sobresaltos de ese cuerpo al acecho, siempre dispuesto a ser capturado. O a capturar, llegado el caso. Y el caso por fin había llegado. La mirona, esta misma tarde, se le había acercado más que de costumbre y había esperado que los otros se alejaran. Entonces sí habló, como si siempre hubiese hablado.
– El otro día lo vi. Estaba parado en la calle, riéndose solo.
– Yo también te vi.
– No, usted no me vio.
– A que sí -comienzo promisorio, pensó Irene-. Vos venías corriendo y tuviste un choque.
– ¿Choque? -la chica irradió indignación. Se veía a las claras que no podía tolerar en él una equivocación tan grosera.
– Choque -repitió él-. No con un auto, boba. Con una mujer.
Irene sintió las palabras “con una mujer” como un golpe en la cara.
– Uy, cierto -dijo la chica con el tono de quien lo había olvidado por completo, e Irene reflexionó acerca de lo equívoco que puede ser el punto de vista-. ¿Pero cómo me vio si yo no me di cuenta?
– Veo más cosas de las que ustedes se imaginan -dijo Alfredo. Y el tono de su voz ni hizo falta que se lo contara a Irene. Es una cruza de Tolstoi y Oscar Casco, escribiría, de ahí la amplitud de su registro (desde la nínfula más bruta hasta la más asidua lectora de Lévi-Strauss, desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, no hay hembra a quien no suscriba y cualquiera empresa abarca) y sobre todo de ahí el deslumbramiento que provoca en ciertas mujeres involuntariamente tironeadas a la vez por Thomas Mann y por Agustín Lara. Así que Alfredo tampoco tenía necesidad de contarle (aunque por el sólo placer de compartir un placer se lo contó) la cara que puso la mirona, el embate que sobrellevó a pie firme, su rebeldía silenciosa a la altura de la palabra “ustedes”, bravo, compañerita, es muy temprano para mostrar la hilacha. Pero te quiero ver dentro de trece años, todavía impertérrita, los ojos agrandados de curiosidad, el corazón sediento de sabiduría, preguntando con tono casual, científico, de alegre camarada que puede asimilar sin un parpadeo cualquier nuevo juego que le propone el destino.
– Y entonces.
– Entonces nos encontramos mañana.
– A qué hora -preguntó Irene.
Y ahora que la luz otra vez inundaba la casa y el amplificador propagaba a los cuatro vientos te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido, la tercera inquietud pudo florecer hasta alcanzar el estado justo en que había sido borrada por el cortocircuito. Y ella volvió a preguntarlo.
– A qué hora qué -dijo Alfredo.
– A qué hora te encontrás con la mirona.
– Se llama Cecilia -dijo Alfredo-. A las cinco.
Y si él no se hubiera distraído en probar cada una de las perillas del amplificador tal vez habría notado el pequeño sobresalto primero y después ese peculiar sistema de signos -cierta brusquedad al llevarse las tazas de café, cierta alevosía al limpiar la ceniza volcada sobre el escritorio- que ladinamente pretendía indicar el mal humor de Irene. Porque en estos casos ella no hablaba. Sólo iba dejando pequeñas señales en el camino, guijarros que podrían ir guiando a quien tuviera la paciencia y el interés necesarios para internarse en oquedades, y lentamente, amorosamente, sonsacándola con ternura, con violencia, con resignación, pugnara por llegar -¡gran premio!- al centro mismo de su angustia.
Y no es que Irene no pudiera expresar ella misma lo que le pasaba. Su valla de piedra consistía en que sólo lo podía expresar con una claridad irritante. Por ejemplo, habría sido capaz de decir: estoy de mal humor por dos razones:
a) Porque esta chica es mucho más peligrosa de lo que pensás. Aunque pienses que es mucho más peligrosa de lo que parece.
b) Porque las cinco de la tarde es mi hora.
Pero cómo darle a entender, entre tanto a y b, esta nostalgia, pero también esta envidia y este miedo. Cómo explicarle, sin correr el riesgo de que echen a volar pájaros y serpientes y fieras trabajosamente aletargadas, cómo expresarle la vergüenza de sospechar que esta vez no será capaz de soportarlo. La alegría de otra, eso es lo que cree que ya no podrá soportar. La alegría de la que aún aletea en esa región incorrupta, inmaculada, tan semejante a la perfección, que es la espera.
Aquella noche cantó. Yo sé que soy una aventura más para ti, burbujeante de whisky, embriagada de felicidad, a punto de emitir un aullido triunfal en el auto de la profesora Colombo aunque -civilizada al fin- dosificando su demencia en un suave canturreo, que después de esta noche te olvidarás de mí. Minga te olvidarás. Él no la iba a olvidar nunca y ella era una especie de mujer fatal, o mejor ella era una adolescente depravada que rompe el corazón de los hombres adultos. Yo sé que soy una ambición fugaz para ti, un capricho del alma que hoy te acerca a mí. Minga.
A la tarde siguiente también. Sola en una mesa del Constantinopla canturreaba entre dientes, herencia de Guirnalda sin duda, una canción para cada cosa, mamá mamá, son las cinco y Alfredo no viene, / son las cinco y Alfredo no está, /yo me pongo mi traje de pieles, /y a la playa lo voy a buscar. Enigmas para la pequeña Irene que escucha cantar a mamá mientras finge acunar a la muñeca: 1) cómo es un traje de pieles, 2) por qué pieles para ir a la playa, 3) qué hace ese Alfredo en la playa considerando, dadas las pieles, que debe ser invierno. Aunque en la canción de Guirnalda no decía Alfredo sino Enrique, son las nueve y Enrique no viene, de dónde la habrá sacado pobre Guirnalda, si viera ahora a su pequeña flor en este bar desvencijado y esperando a caballero adulto que no viene, ella que la peinaba con flequillo y le almidonaba las enaguas. ¿Pero esos cantos? ¿Esas locas que morían de amor, esos huérfanos hambrientos, esos inmundos renacuajos que se ríen en los charcos cuando rozan el plumaje del cóndor caído? Algo habrá hecho Guirnalda para que Irene ahora esté acá. Ya hace casi un cuarto de hora. Ha llegado a las cinco y cinco, apenas cinco minutos tarde, era fatal: una especie de reloj adentro de la cabeza, la maquinita previsora que calcula por su cuenta, que no deja nada librado al azar, tantos minutos para lavarse los dientes, tantos para hacer pis, para vestirse, peinarse, esperar el ascensor, período de descenso, trayectoria hacia el poste, espera del colectivo (cálculo en base a las condiciones más adversas), viaje propiamente dicho (cálculo en base a las condiciones más adversas), tránsito hacia el objetivo, ajuste por error, redondeo. Las cinco y cinco. Hasta su impuntualidad suele ser puntual. Una impuntualidad aparente, o tramposa. ¿Cuántos minutos tarde desea llegar la marquesa? ¿Cinco, diez, veinte? La maquinita lo maquinará. Working. Tic-tic-tic. Exit. Para llegar x minutos tarde la marquesa debe empezar a vestirse a. Ah, los impuntuales genuinos en cambio, los que se desplazan como arcángeles por el espacio atemporal confiados en que la arena del reloj no corre durante los pequeños sucesos contingentes, los que fijan plazos como quien formula un deseo, llego en cinco minutos, como quien convoca a la magia, como quien anuncia mi voluntad es llegar en cinco minutos pero el acto de ponerme la corbata, las escaleras, un desdeñable viaje en colectivo se interponen como obstáculos, son avatares de la fatalidad que se opone a mis anhelos. Alfredo Etchart sin duda pertenecía a la envidiable especie de los impuntuales: eran las cinco y veinte pasadas y todavía no había llegado.
Irene abrió el Differential and Integral Calculus, de Courant. Con alevosía lo había traído. ¿No tenía ella un cierto aire a La Inmaculada, la conciencia pecadora de quien no lo es y la circunstancial desdicha de seguir siéndolo? Su situación era delicada. Qué actitud tomar ante profesor maduro: ¿perversa o inocente? Puso sobre la mesa un comodín. Courant. Las adolescentes con predisposición a los juegos matemáticos no son pura espuma. La experiencia ya le diría por qué meandros internarse después, pero mientras tanto ¡chupate esta mandarina!
Lo anotó en el cuaderno, debajo del esquema del átomo de Bohr, precedido a su vez por una frase que parecía venir de la página anterior: “la angustiosa alegría de saberme única, yo, Irene Lauson, centro del universo”. Dos números de teléfono y el precario dibujo de un ranchito y un sol muy sonriente en el margen superior prefiguraban el caos.
iba escribiendo con signos enormes. Error en la apertura que Alfredo Etchart viera la deficiente síntesis de la deficiente alma que emanaba de esa página. Tenía que dar vuelta la hoja lo antes posible. ¿Y darla vuelta ahora mismo? Eso nunca. Ella era una tramposa con ética. Sus mentiras, sólo en un recoveco escarmentado de su cerebro mostraban la costura. Y estaba el azar, claro. Empezar en la página mancillada era abandonarse al azar, esperar zozobrante que la moneda caiga, una especie de pito catalán a la maquinita que maquina. Mucho cálculo, sí, mucho tic-tic-tic-working, pero quién le impedirá el vértigo con que a veces cruza la calle, el temor con que lee el número de un boleto en el que de antemano ha puesto toda la fortuna y la desdicha del día, la incertidumbre con que está resolviendo esta integral sabiendo que si él llega antes de que dé vuelta la página. ¡Ay!
resuelve apurada y el corazón le palpita. ¿Él llegaría en la página peligrosa? ¿Llegaría en la página blanca? Llegaría sin que ella lo notase, eso estaba decidido. Y esto que está haciendo, ¿qué es? (ella levantaba la vista, sobresaltada, y lo descubría espiando el cuaderno). -Oh, perdón, no sabía que había llegado; estaba tan concentrada resolviendo… en fin (ella cerraba con brusquedad el cuaderno). -Pero eso era un ejercicio de matemática, ¿no? -Algo así, sí (ella se encogía de hombros como restándole importancia a lo que iba a decir). Análisis matemático (turbadísima). -¡Análisis matemático! (él se maravillaba, preguntaba si en serio). -Sí, en serio, yo estudio física, ¿usted no sabía? (él no sabía, nunca lo hubiera pensado, con su cara). -¿Y qué tiene de particular mi cara? (ahí acentuación del aire inocente, buena apertura de ojos). -¿Me lo pregunta en serio? (ahí cosas encantadoras que él decía sobre la cara de ella, ¿angélica y traviesa?, sí, y sobre lo intrigado que ella lo tiene desde que la vio en esa fiesta tan espantosa. Risa de ella, cantarina). – La cara nomás de ángel, de verdad soy el diablo; en serio, no se ría, la descarriada de la familia, mi mamá me ve acá con usted y se cae muerta (él igual se ríe, se deslumbra, nota lo difícil que le resultará comprender a una chica tan compleja, descubre que no se parece a ninguna de las estúpidas que ha conocido y se enamora de ella como nunca antes).
– Irene, ¿no? -¡Ay! Él se estaba sentando, lo más campante- ¿O Irenita?
No. Nada de vincularla con la profesora Colombo.
– Irene -dijo-. Irene Lauson.
– Irene Lauson -repitió él, formal-. Encantado. Yo soy Alfredo Etchart.
Irene le sonrió con confianza.
– Eso ya lo sabía -dijo.
– Ah, muy bien -él le pidió un café al mozo-. ¿Y por qué tanta desesperación por verme?
– ¿Yo? -los ojos se le agrandaron por su cuenta, sin que interviniera su voluntad. Pero no, nada de escandalizarse. Si la cosa venía así, nada de “perdón señor, no sé a qué se refiere”. Y no hay mejor defensa que un buen ataque, cualquier maestro de ajedrez lo sabe-. Porque tenía muchas ganas de decirle que usted me parece medio farsante.
– Señorita -profesoral-, ¿no le parece un poco exagerado que yo tenga que venir hasta acá para que usted me diga algo -interrupción, cejas, de pronto parecía divertirse-, algo que a lo mejor ya sé, señorita?
– ¡No! ¡Usted no lo sabe! -Irene le miró la cara y se atemperó-. No lo sabe porque en realidad no es ningún farsante. Parece nomás.
– Y lo que usted parece es un poco contradictoria.
– Parezco, pero no soy. Lo que pasa es que mis pensamientos son muy complicados, así que me cuesta muchísimo decirlos con claridad. Es decir, pienso bien…
Ojos azules, con puntitos. Se ríen solos.
– Pero obra mal.
– Eso aparte -dijo Irene, llena de vanidad-. Lo que pasa es que me vienen como masas de pensamientos y tengo que dar vueltas y vueltas para agarrar la punta y. No, marañas, claro, cómo voy a agarrar la punta de una masa. Son como marañas de pensamientos, así que me cuesta mucho pescar la punta y empezar a decirlos bien -vaga conciencia de que estaba hablando demasiado. No. No se podía detener-. Si me puedo quedar callada mientras la pesco, todo sale fácil. Pero si en el medio tengo que hablar, ahí soné.
– Pensás en hénide -dijo él.
– ¿En quién?
Él no se rió.
– En hénide. No es una persona, es una forma de pensamiento. Te puedo tutear, ¿no?
Se está burlando de mí. ¿O a su manera no?
– Y claro. Todos me tutean.
– Lo de “todos” estuvo de más. Ya vamos a hablar de eso.
– De qué.
– Del viejito ése de la fiesta.
– Ah, ése -indiferencia teatral-. Ni sé quién es -encogimiento de hombros-. ¿Qué es una hénide?
– ¿Oíste hablar de Weininger?
Irene tuvo que admitir que no y puso cara de alumna atenta, pero no le gustaba nada no saber tantas cosas. Las hénides, dijo él, eran los datos psíquicos en estado primitivo. Durante la primera infancia y en los seres inferiores (y a Irene la sacudió el deseo de pegarle) la vida psíquica estaba constituida por hénides, y en la hénide absoluta no era posible el lenguaje, claro. Pero hasta los hombres que habían alcanzado el más alto grado de inteligencia (ella empezó a sentirse mejor) encontraban en su psiquis partes oscuras y, por lo tanto, inexpresables (¡mucho mejor!). En la etapa en que los contenidos estaban en forma de hénides uno giraba en torno al objeto y en cada tentativa iba corrigiéndose y decía “ésta no es todavía la palabra exacta”, lo que representaba una inseguridad en el juicio. (¡Muchísimo mejor!, esto era justamente lo que le pasaba a ella. Y pensar que ahora hasta le podía dar un nombre: hénide. Su vida empezaba a organizarse. Y todo fue bien, hasta que aparecieron las mujeres.) Ocurre que en la etapa en que los hombres ya tenían sus contenidos psíquicos en forma articulada, las mujeres seguían pensando en hénide (¿qué mujeres?, pensó Irene). La prueba de eso, decía Weininger (dijo él), era que cada vez que la mujer trataba de expresar un nuevo juicio esperaba que el hombre le clarificase sus representaciones oscuras, le interpretase las hénides (¿por qué no te hacés un enema de puloil y te vas a escribir Safac al cielo?), de ahí que muchas mujeres no pudiesen amar a un hombre que no fuera más inteligente que ellas, que hasta experimentasen repugnancia sexual hacia aquellos hombres que les daban la razón en todo. En resumen, decía Weininger (dijo él) la función sexual del hombre tipo ante la mujer tipo era transformarla en consciente.
– Qué amable el hombre tipo -saltó Irene. Demasiado enojada, cuidado-. Lo que es yo no conozco a ningún tipo que me pueda transformar en consciente a mí… Más de lo que soy.
Los ojos azules fijos en su cara. ¿Risa interna? ¿Ya te voy a dar yo a vos? Irene sintió que se ponía colorada. Minga.
– Lo que quiero decir…
– Ya sé lo que querés decir. ¿Y por qué soy un farsante?
– No dije que era, dije que parecía. No sé. No sé cómo explicárselo. Habla con los otros como si le importaran. Esa clase de gente, digo, como si le importaran muchísimo. Y la verdad que le importan un reverendo… -se interrumpió-. Le importan un cuerno.
– Muy lindo no te queda decir “reverendo carajo”, pero ya que llegaste hasta ahí, mejor que sigas hasta el final.
– La próxima vez lo voy a tener en cuenta.
Él pareció estudiarla.
– No me cabe la menor duda -dijo-. ¿Y entonces?
– Entonces qué.
– Esa clase de gente, habíamos quedado. Me importaban un reverendo carajo. ¿Y entonces?
– Y se porta como si le importaran. Eso era todo.
– Es decir que no parezco. Soy un farsante.
Irene sacudió la cabeza con decisión.
– No, no. Usted no es un farsante porque no lo hace para engañar a los demás. Usted -y se trabó. Sabía lo que quería decir pero no sabía cómo. ¡Las hénides! No debía permitir que las hénides la devoraran. No usufructúa, ¡yes! Se sintió poderosa-. Usted no usufructúa, eso. No usufructúa con sus mentiras -extraordinario: nunca antes había dicho esa palabra; ni siquiera sabía que sabía su significado-. Usted lo hace para. Es decir, no sé, ser un farsante es algo asqueroso pero usted -volvió a interrumpirse.
– ¿Yo no soy asqueroso?
– Ufa -dijo Irene-. Al fin siempre echa agua para su molino.
Él se rió. A Irene le sorprendió algo en esa risa. La alegría. La alegría era sorprendente en su cara, algo como una transgresión. O un descuido.
– La cuestión es que tan enojada conmigo no estabas -dijo él, y le quedaban como manchones de alegría.
– Quién le dijo. Claro que estaba enojada. Me daba una rabia bárbara que perdiera así el tiempo con todos esos estúpidos, no sé, que les hiciera creer que se los tomaba en serio.
– Oiga, mocosa -la expresión de él había dejado de ser amistosa-, ¿quién le hizo creer que la gente, toda la gente, no es digna de que yo y usted la tomemos en serio?
Irene habló con furia.
– Usted se divertía -dijo-. Yo lo estuve mirando todo el tiempo. Usted se divertía a costa de los otros -y ahora se divierte a mi costa, habría necesitado decirle, pero ¡tu abuela!, ese gusto sí que no se lo iba a dar-. Estaba como del otro lado, no sé, como mirándolos de afuera.
Bruscamente él acercó su cara a la de ella.
– Y vos, cómo sabés esas cosas.
Una embestida, escribiría trece años después. La mirada era una embestida para probar cuándo se caía ella. Tu abuela.
– Soy perspicaz -de pronto se había puesto contenta; nunca había tenido un interlocutor tan selecto: todo estaba permitido-. Perspicaz y picarona.
Él levantó un dedo. Advertencia.
– Ojo -dijo-, mirá que la bota de potro no es pa’ todos -con aire enojado se quedó mirando una mano temblorosa: el mozo que servía café. Súbitamente se rió-. Pero está bien. Vos también te divertís. ¿Sabés una cosa? Los de anoche también se divertían. A su manera. Mirá qué buen tipo soy en el fondo -se puso a revolver el café. Acto inútil, pensó Irene, porque no le había puesto azúcar. Estaba tan abstraído que ella no se animó a avisarle-. Y es así -dijo por fin-, a cada cual según su necesidad, como dijo Kropotkine.
Kropotkine, mi madre, había dicho Kropotkine. Adiós adolescente picarona, qué efímera fue tu vida. Ahora, a poner cara de estudiante revolucionaria. Jamás reconocer que no se sabe quién es Kropotkine. Suficiente con Weininger. Al fin y al cabo, el Manifiesto Comunista bien que lo ha leído y los Elementos de Filosofía de Politzer también. Que con semejante nombrecito era ruso, eso es fija. Lo que ella no ve tan claro es que ese Kropotkine haya podido decir lo que ahora está diciendo Alfredo Etchart: que uno a veces los ve tan satisfechos, Irene, y en el fondo tan hartos, que casi es un acto de amor complicarles un poco la vida.
– Pero Kropotkine no lo dijo en ese sentido -dijo Irene, y se sintió inteligentísima.
Él sonrió.
– Se ve que la realidad no tiene secretos para vos -tomó un trago de café-. Pero esto está asqueroso.
– No le puso azúcar.
– Gracias, nena. La próxima vez avisame antes -echó los terrones; revolvió-. ¿Y en qué sentido lo dijo Kropotkine?
Me está tomando examen, pensó Irene con fastidio.
– Bueno, Kropotkine… -mirada ambigua de él; imposible discernir si se está divirtiendo a costa de una ignorante, o lo deslumbra que ella pueda nombrar con naturalidad a Kropotkine, o se siente una especie de imbécil por estar perdiendo el tiempo con una mocosa engreída. Cosa suya: yo no lo invité-. Lo que quiso decir Kropotkine -volvió a empezar con decisión. Y fue como si la seguridad de su tono la arrastrara, como si el oírse, entusiasmada y vehemente, la convenciera de que sabía lo que estaba diciendo porque de pronto estaba rodando por una pendiente en la que había mucho campo, y hombres desamparados que lo cultivaban sin amor, y un gordo refulgente contemplando su propiedad desde un auto platinado junto a una rubia también platinada, y lo que había dicho Kropotkine era que es una vergüenza que haya hombres, unos pocos hombres, que exploten a millones y tengan casas y coches cualquier cantidad mientras otros que viven hacinados y con muchos hijos ¡no tienen ni siquiera un pan para darles a sus hijos! No se ría así, qué sonso: la tierra tiene que ser para el que la trabaja.
– Perdoname -él parecía encantado-. ¿Sabés que sos una cruza perfecta entre la Pasionaria y Periquita?
Qué estúpido, pensó Irene.
Él sacó los cigarrillos. Le ofreció a Irene.
– No fumo.
– No fumás -repitió él, como si estuviera registrando algo; o como si el hecho de que ella hubiese rechazado el cigarrillo tuviera una importancia insensata-. Volviendo a lo nuestro… no me vas a negar que no sólo de tierra debe vivir el hombre. Bueno, para decirlo de algún modo: yo soy una especie de trabajador de las almas -Irene iba a hablar; él la apuntó con el dedo, enojado-. Trabajar el alma, dije, que no siempre es lo mismo que tenerla. Más bien todo lo contrario.
Irene iba a decirle que a nadie le gusta trabajar lo que no tiene -¡Kropotkine!-, y entonces creyó entender. Nosotros, los fríos, los que no tenemos alma, pensó con arrogancia. Se sintió magnífica.
– No, claro -dijo-, no siempre es lo mismo.
Él estiró el labio inferior como quien dice “caramba”.
– Tampoco es tan simple -dijo-. A lo mejor no es una carencia sino más bien una exacerbación del alma. Algo así como una hipertrofia.
Ufa, pensó Irene, por qué no se decide de una vez.
– Cierto -dijo-, hay veces en que una siente que el alma no le cabe en el pecho.
La carcajada de él la tomó por sorpresa.
– ¿Pero vos entendés las cosas de verdad o sos muy mentirosa?
Irene también se rió. Empezaba a entenderlo. O a darse cuenta de que él la entendía.
– Las dos cosas. Bah, no sé. No entiendo todo. Eso de los trabajadores de las almas me parece que no lo entiendo muy bien. O no me gusta, no sé.
Un fulgor de afecto brilló por primera vez en los ojos de él. Lo apagó.
– Mirá, no es para tanto, a veces exagero. Lo que pasa es que la gente suele querer cosas y ni sabe que las quiere. Yo a veces creo que me doy cuenta, eso es todo. ¿Viste el pelado de ayer?
– No.
Sólo tengo ojos para ti. La cabeza lo canturreó de golpe, contra su voluntad.
– No importa, creeme, tenía ganas de odiarme. Y bueno, le di un buen motivo. Le recordé que el pueblo es peronista y me levanté a su mujer. Y a la de vestido negro, ¿la viste?
– ¿La vieja chota esa que servía whisky?
– Mi madre, qué cruel es la juventud. Sí, ésa. Andaba buscando guerra así que le dije alguna galantería, qué tiene de malo.
– Se ve que para usted todas las mujeres querían guerra anoche. La verdad, se la pasó haciendo el picaflor con todas.
– ¡El picaflor! Qué arcaica. ¿De dónde saliste vos?
Irene se sintió enloquecer.
– Soy muy tanguera -dijo.
– Tanguera. Tangos y Kropotkine -señaló el cuaderno abierto-. ¿Y eso?
– Análisis matemático -dijo Irene con sobriedad.
– Análisis matemático, bueno, como diría un viejo libidinoso, esta chica es un boccato di cardinale.
Para servir a usted, pensó Irene.
– Yo no soy bocado de nadie -dijo con furia.
– Era un piropo -él sacó un cigarrillo-. A tu medida, sospecho. Y acordate siempre que es así como te digo -distraídamente le ofreció un cigarrillo; ella aceptó-. Hay tipos que nacieron cornudos y señoras a las que no les gusta nada ser virtuosas -suspiró con aire de cansancio-. Y mocosas que andan pidiendo a gritos que las corrompan -encendió el cigarrillo de Irene; ella no tosió-. Y algunos vinimos para enredar un poco los hilos de la Providencia -No la miraba a Irene: miraba por la ventana-. Cosa de darle a-cada-cual-según-su-necesidad, como dijo nuestro común amigo -Observaba con atención a una nena que saltaba en un pie-. ¿Qué te parece, cara de luna?
Irene se sobresaltó. O tal vez borrosamente intuyó algo y, en apariencia, se sobresaltó.
– … y eso es lo único que importa -decía Alfredo Etchart mirando a la nena-. La superficie. Ese es el límite. Aunque me partas el cráneo en dos nunca vas a llegar más allá.
Entonces sí la miró. Fue algo raro. Como si lo estuviera ganando una especie de ternura, o de piedad. O tal vez el impulso de protegerla de algo.
– ¿Estás asustada? -dijo. Y era él (escribiría Irene) el que parecía asustado.
– Pártame el cráneo en dos y va a ver.
El juego era difícil y había que estar muy atenta para no cometer errores. Pero a ella le resultaba más familiar que el ajedrez. Y mucho más divertido.
– Además, no sé si tiene tanta razón. A veces una sabe lo que los otros están pensando. Yo casi siempre sé.
– Qué interesante -la ternura fue arrasada de su cara. Aire burlón-. Mirame, a ver. ¿Qué estoy pensando ahora? -asqueroso, pensó Irene-. Ah, se calla, tramposa. Muy bien, entonces voy a adivinar yo lo que estás pensando vos. Hmm… ¿Lo digo? Lo digo. Pensás que hablo mucho, que teorizo mucho, pero que, en el fondo, lo único que me preocupa es que voy a acabar acostándome con vos. ¿Y? ¿Lo pienso o no lo pienso? Digamos, señorita, que usted lo piensa. En fin, la juventud a veces es demasiado atropellada, no cree en las formas. Pero yo sí. Y, para tu tranquilidad, te aviso que encima soy tímido, me falta dar un largo rodeo, qué expresión, a que ahora también sé lo que estás pensando: que soy el hijo de puta más hijo de puta que conociste en tu vida. ¿Acerté?
– Usted lo piensa -dijo Irene con odio real-. Lo que yo pienso es que, si se proponía divertirme, por eso de sus teorías digo, mejor me hubiese llevado a ver una del Pájaro Loco.
Él se golpeó la frente con la palma. Aire de contrición.
– Perdón, señorita Escrupulosidad. Parece que me equivoqué feo esta vez, a veces me pasa. Perdón otra vez. Habría podido jurar que estos juegos no te eran del todo desconocidos.
Ah, no. Irene se sentía capaz de pelear a muerte con Alfredo Etchart, de defender con uñas y dientes su reducto. Pero que él no pusiese en duda su natural perversidad. ¿Equivocarse feo, profesor? Si a los cuatro años ella ya conocía el efecto de su flequillo, si ya entonces se reía en secreto del candor de los adultos que veían en su cara redonda la imagen del candor. ¿No fue entonces que ella dio el primer paso irreparable hacia esta tarde en el Constantinopla? La infanta de los cachetes se metió en la región vedada -se vio- y un segundo después del pecado, y un segundo antes del castigo, miró a Guirnalda (los ojos chispeantes de calculada malicia) y dijo: “Tenés que perdonarme, mamá: son travesuras infantiles”. Para que Guirnalda se ría y perdone. Y trece años después Alfredo Etchart también se ría, confiado por primera vez. Y me elija a mí.
– Ves -dijo él, y se lo veía entusiasmado-, eso es justamente lo que yo decía.
Irene sacudió la cabeza.
– Pero es que eso no se dice.
Y era como si se lo estuviera diciendo a sí misma, esto no se dice, gran pajarona, ¿qué hiciste? Desesperada de verdad, súbitamente sabiendo que había un viejo sueño de amor que se perdía para siempre, o una posibilidad de descanso en el amor que se había clausurado -que ella había clausurado- antes de que pudiese siquiera empezar a ser. Nunca ya descanso ni inocencia para Irene. ¿Qué había hecho? Si su corazón gritaba: Quiero ser débil, quiero que me cobijes.
– No, no -ella seguía sacudiendo la cabeza a despecho de su orgullo. Como si a sacudidas pudiera echar de sí misma esa sensación de saber, también ahora, lo que cada gesto suyo estaba buscando-. Eso es, no sé, una táctica secreta, a lo mejor. Pero no se dice a los otros.
– Cierto, a los otros no. Solamente se te dice a vos. Un modo de la “táctica secreta”, ¿o no? Decirte cosas que te escandalizan, o que deberían escandalizarte, ¿no es un modo de ponerte contenta? -sacó un cigarrillo y dejó el atado en el centro de la mesa; Irene lo miró con cierto temor, ¿o con cierta tentación?-. ¿Sabés cuál es tu tragedia? Que tenés una lucidez que no va con tu cara -e inició el movimiento de tocarle la mejilla; pero se detuvo a mitad de camino; con violencia, agarró el atado de cigarrillos y se lo guardó en el bolsillo-. Casi ni podés soportar tu lucidez.
– Yo soporto cualquier cosa -dijo Irene, cometiendo pecado de orgullo. Y peor que eso, escribiría. Necesito soportar justamente aquello que me espanta para poder jactarme de mi privilegio. ¿Privilegio? En fin; de algún modo hay que llamar a las cosas.
– Será así -dijo Alfredo, y esta vez sí extendió la mano y le tocó la cara.
Ella no hizo ningún movimiento, ni hacía falta. Ya estaba del otro lado. O a lo mejor, pensó después, siempre había estado allí.
¿Cómo explicaba la sobrina eso?, había dicho la portera. Que a veces una los veía llegar y hasta daba vergüenza mirarlos: dos novios parecían. Pero que otras veces ella (la señorita Irene) no estaba y entonces él (el profesor Etchart) se aparecía con una de esas locas que sabe traer y bueno, lo que debía pasar ahí adentro sólo Dios lo sabía. Que una mañana casi le da el patatús. Estaba lo más oronda baldeando el hall de entrada y ¿quién sale del ascensor? Ni más ni menos que el profesor Etchart con una pelirroja que mamita. Y no va justo por la puerta de calle y entra ella, la señorita Irene. Lo más campante con una bolsa de factura y comiéndose un vigilante y yo me dije (la portera dijo) bueno, esta vez se arma. Pero no, que se juntan los tres y se quedan ahí parados y no va él muerto de risa y la señala a ella y le dice a la colorada: te presento a mamá. ¡A mamá! ¿Se daba cuenta la sobrina qué desacato? Si así como estaba, sin pintura y comiéndose ese vigilante una no le daba más de, en fin, la portera, que hacía una ponchada de años que la veía venir a la casa de él, desde que era una mocosita imberbe que si era su hija a sopapo limpio le sacaba esas mañas, podía dar fe de que la señorita Irene ya debía tener sus buenos, en fin, no era la cuestión, ¿no le parecía a la sobrina?, el cuento es que la colorada la miraba a ella y lo miraba a él y no entendía ni jota. Como para entender. Pero ella lo más fresca va y les muestra la bolsita y los convida a los dos con factura. El profesor se agarró un sacramento y se lo empezó a comer ahí nomás, se ve que tenía hambre, pero la colorada se ve que no quería saber nada porque meta tironearlo a él de la manga y decirle vamos vamos que se me hace tarde. Después se les hace tarde, sí. Así que la señorita Irene enfiló para el ascensor y los otros dos para la puerta y, por si eso fuera poco, no va entonces la señorita Irene y le grita al profesor: Vaya con Dios, hijo mío. ¿Qué le parecía a la sobrina? Una podía pensar que ahí enseguida iba a ocurrir un crimen, ¿no? Pero no. Que al rato volvió el profesor solo y a mediodía salieron los dos, más frescos que una lechuga. ¿Qué tienen en las venas, le podía explicar la sobrina? ¿Qué puede sentir una mujer así?
Campanas. Repiquen las campanas. Que un pájaro enloquezca y estalle una flor. Ay, abstrusos logaritmos neperianos, qué fácil construir una alegría con palabras: corazones que cantan, campanas que tañen, sol que se derrama sobre las caléndulas y los floricundios. Pero no. Ni una campana, ni el estallido de una sola flor. Ni siquiera la mera campanilla del teléfono que sin duda la haría saltar de la silla como ha saltado estos cinco días, inútilmente buah; nada de plañidos, perseverancia y valor, la próxima será. Viéndola a Irene Lauson -holgado camisón celeste, anteojos, trencitas absurdas, libro de Courant-, aplicada a la resolución de una derivada, nadie podría suponer los hipocampos, petunias y jilgueritos que guerrean en su corazón. Otra vez palabras. Pero esto no: esto es un hecho. ¿Qué hace Irene? Escribe un nombre en un claro de su ecuación diferencial. ¡Y lo envuelve en un corazón! Qué vulgar. Qué igual a cualquier hija de vecino. Adivinanza: ¿En qué se diferencia nuestra futura Sonia Kowalevska de cualquier hija de vecino? En esto. En esta súper-Irene que se le ha instalado detrás del hombro y se ríe con colmillos; con dedo implacable señala el método de derivación de las funciones exponenciales y le recuerda sin cortapisas que tiene examen dentro de tres horas y ya ha pasado la edad de la pavada. Desde hace cinco días su preparación ha dejado bastante que desear. Para ser exacta, desde el jueves 7 de julio en que se produjo aquel singular encuentro en el Constantinopla.
Se quedó junto a la ventana unos segundos más. Ya no se oía nada. La portera y la sobrina debían haber entrado. De cualquier manera, no podía seguir esperando a Alfredo. Ella entraba a la Caja a las doce y media y ya eran cerca de las doce. Con sumo cuidado sacó de la máquina de escribir una página donde a la pasada leyó algo sobre un asesinato y un chico; respetuosamente desistió de seguir leyendo. Puso una hoja en blanco y escribió: “Mi nunca olvidado Valmont: ¿no le remuerde en la conciencia que me haya costeado hasta su lejano barrio de Flores en vano? No hace falta que me diga que no: su ausencia de sentimientos no me hace mella. Paso violentamente al voseo y a las recomendaciones tipo esposa: acordate que hoy tenemos que ir a buscar la Remington y sobre todo acordate ¡por el amor de Dios! que el viejo cierra a las seis -¿quién me va a pisar el poncho ahora?-. Ya les inventé una historia de lo más conmovedora a los de la Caja para salir dos horas antes, así que paso a buscarte por la facultad a las cinco y cuarto. Tenés que contarme bien cómo fue el primer encuentro con la mirona. ¿Hubo algún otro encuentro? ¿No andaremos un poco desencontrados nosotros dos?
El teléfono sonó.
– Hola.
– ¿La princesa de Asturias?
Algo adentro de Irene se apaciguó, se ordenó.
– La princesa en persona -dijo-. ¿Cómo sabías que estaba en tu casa?
– Porque yo estoy en tu casa.
– Ay.
– No es para lamentarlo tanto, no te preocupes. Soy una especie de piltrafa.
– No sé qué habrás andado haciendo.
– Eso porque tenés una mente retorcida y puerca. Aunque no lo creas, estuve toda la noche tratando de hacerle entender a una adolescente indignada lo que es el imperativo categórico.
– Lo creo absolutamente -dijo Irene-. Me imagino lo interesada que estaría.
– Todo lo que te imagines es poco. Tiene examen hoy pero no parecía hacerle mucha impresión. Decía que todo eso de Kant le parecía perfectamente inútil pero que se iba a presentar lo mismo a que le fuera mal. Para tener la experiencia.
Sonamos, es de las que se hacen las raras, pensó Irene, mientras otra zona de su cerebro registraba los pretéritos imperfectos. Nada de “dice” o “le parece”. Decía, le parecía. Dios nos ampare, se ha propuesto cambiarle la cabeza y ya puso manos a la obra.
– Será bruta -dijo Irene.
– No es bruta. Es decir, en cierto sentido sí. Pero en el fondo…
– Ya sé -dijo Irene-, en el fondo tiene catacumbas y catedrales. Y hasta un arbolito.
– No seas desalmada. Ya te querría ver a vos a los diecisiete años y a punto de dar tu primer examen.
Yo también me querría ver. Fue apenas una ráfaga, el resplandor de un recuerdo, un relámpago de dicha alumbrándola sin piedad desde su primer examen.
– Si yo no digo nada -dijo Irene-. Lo que me parece una exageración es que a esta altura del partido andes por ahí haciendo de profesor particular. Tenés cuarenta y tres años y, como dijo el retardado ése del otro día, venís a ser la antorcha encendida, la lámpara votiva y no me acuerdo qué otros incendios de la literatura argentina. No podés perder una noche entera de tu vida tratando de que una chica entienda el imperativo categórico. Capaz que hasta machete le hiciste.
Oyó la risa de Alfredo y cerró un momento los ojos.
– Pero si vieras qué machete. En serio, cuando te cuente vas a estar orgullosa de mí. Es genial; no creo que exista una cosa tan perfecta en toda la historia del machete.
La invadió una involuntaria marea de amor por el hombre que se estaba riendo. La pasión: ése era su secreto.
– Espero que por lo menos le vaya bien -dijo-. Si no, mirá qué papelón.
– Ahí está el botón de la rosa. Ella todavía no cree que le va a ir bien. Yo le aposté que sí.
– Qué le apostaste.
– ¿Si pierde? Le dije que algo que no le pensaba decir hasta llegado el momento. Creo que ahí se puso nerviosa. Pese a que se las da de heladera.
– Me imagino -dijo Irene-. ¿Y cuándo habrá llegado ese momento?
– No sabe a qué hora le toca rendir, es medio despistada. Le dije que la iba a estar esperando en el barcito de enfrente desde las cuatro y media hasta que las velas no ardan. Me parece que no me cree del todo.
Hubo un pequeño derrumbe silencioso, algo que terminó pareciéndose a la melancolía.
– Pero yo sí -dijo Irene, en voz muy baja.
Porque lo conocía. Sabía que era capaz de realizar actos que ni él esperaba de sí mismo sólo para convencer a una mujer de que se había equivocado al fijar los límites de su pasión: él podía saltar vallas, luchar con cocodrilos, embarrarse hasta las verijas, sólo por asombrar a una muchacha con el regalo de una única y esplendente flor de los pantanos.
Pero también podía tener descuidos imperdonables, cosa que Irene no le pensaba recordar. Todo lo que hizo fue dejar uno de sus rastros, una sombra de mal humor en el tono, al despedirse. Después de cortar esperó unos minutos junto al teléfono. Pero sin muchas esperanzas: Alfredo estaba demasiado entusiasmado como para reparar en los matices de su voz. Por fin hizo un bollito con la carta, puso en su lugar la página de Alfredo y caminó hacia la puerta.
Y cinco minutos antes de que Irene saliera a dar su examen, él la llamó. “A eso de las seis voy a andar cerca de tu casa, así que si querés.” Sí, ella quiere, profesor; su invitación no ha sido un modelo de cortesía, pero ella igual quiere. Y cuando Irene quiere algo tatán, tatán --› acá la tiene: alegre como una pandereta, tintineante como una campana, con pajaritos en la cabeza como cualquier hija de vecino, entrando en Las Violetas como un malón. ¿Sabe que estuve todo el examen pensando en usted? Qué va a saber, con ese aire de interrumpido en lo mejor de. De qué. Juiciosamente ella se sienta. Cejas, sonrisas, saludos. ¿Qué estaba leyendo, tan distraído? (movida equivocada; pero ya no se puede volver atrás). A Blake, ¿ella no leyó a Blake? No, no lo leyó (y tampoco me importa, tarado, mire qué atardecer hace afuera, ¡lo que debe ser con un hombre!). Imposible no haber leído a Blake. Cariacontecida, se hace cargo: gran hueco en su educación. Pero está a punto de. Ya empezamos: agarrate Catalina que vamos a navegar. ¿Y mi crepúsculo? Shhh. El que lo quiera seguir que lo siga, mi madre me alumbró en el bárbaro sur y negro soy pero ¡oh, blanca es mi alma! O el que pueda. Ella puede. Se hace violencia, flagela a sus chingolos y a sus mirlos: sabe ponerse a la altura de sus interlocutores. Atenta, lo escucha. Él se entusiasma, ella se entusiasma, ven a vivir, sé dichosa y únete a mí, cantemos en dulce coro, ja je ji. Ve agonizar el crepúsculo como quien oye llover. Es estoica y astuta. Me vas a pescar en un renuncio si sos brujo. Y ahora que sus campanas están mustias han salido a la calle y él inesperadamente ha dicho:
– Hablame de vos.
Casi nada. No tenía prepotencia herr professor. Tres horas leyéndole a Blake, como si el día fuera eterno, y ahora le sale con esto. Hablame de vos, ja. Al menos podía haber sido más concreto. Nombre. Dirección. Estado civil. No tan concreto pero su obligación es facilitar las cosas, para eso es adulto, ¿no? No. Éste no te facilita nada, te larga el temita y arreglate si sos guapa. Guapa soy, pero un poco complicada si le parece. Como todos, no: peor que todos. Por la memoria. Como si en todo momento yo fuera yo y toda mi historia y lo que pienso de toda mi historia y. No, qué voy a exagerar, de los tres años para acá me acuerdo de todo. Tengo una memoria impresionante. ¿Qué? ¿Que ya lo dije? Cierto, sí, el día de la fiesta, me había olvidado.
– Se ve que tu memoria es impresionante.
– Dije impresionante, no infalible.
Muy inteligente, sí. Pero tímida. De chica no hablaba nunca, en serio. No sé, creo que era miedo de no parecer tan inteligente como me creía que era. Así que no abría la boca y listo el pollo. Pero a los ocho años resolví un problema de catorce pasos, un concurso que había hecho la maestra. Gané yo, claro, nadie más pudo resolverlo. Una sorpresa para todos: la primera vez que brillé de verdad. Eso me gustaba. Resolver problemas, digo. Y hacer versos. A los nueve hice un verso a la primavera. ¡Cinco estrofas! Me ligué una mala nota, eso sí, algún día le voy a contar. Pero no importa, ahí sí que las otras me admiraron. Yo lo recitaba en los recreos pero tenían que venir a pedírmelo.
– En qué grado estabas.
– Cuarto.
– Entonces no tenías nueve años, no seas macaneadora. Tenías diez.
Ah, él sabe estas cosas también, estas cosas mundanas. Y encima se equivoca, tiene su parte bruta, eh. Irene se hincha de orgullo como un sapo. Yo no, yo no, yo a los nueve estaba en cuarto; me pusieron directo en primero superior porque sabía todo, hasta la “y” griega (qué estoy diciéndole, yo estoy loca, para eso cinco días buscando a Lawrence Sterne y a Kropotkine en las bibliotecas, indagando qué es un crítico marxista, ¿Lukacs?, ¿Gramsci?, a leerlos se ha dicho, aunque muramos en el intento, ah, maula, no me vas a tomar por sorpresa esta vez, y todo para venir a decirle que a ella la pusieron directo en primero superior porque sabía hasta la “y” griega). Él se ríe, parece divertirse, dice que Irene es más vanidosa de lo que se anima a aparentar, pero, ¿se ha dado cuenta de que Bulnes quedó atrás? Su calle, su casa, han quedado atrás. Y Guirnalda, quien estará esperando con devoción a la niña examinada. ¿No sabe este hombre que ella tiene diecisiete años y una madre ansiosa que han quedado atrás? Irene no se lo dice: recién está en las preliminares de sí misma. ¿Sí-misma? Qué exageración. Apenas retazos que va extrayendo al azar, fragmentos rescatados de algún lugar de la memoria para que él arme la figura si le da el cuero -y tiene la sensación de que sí le da el cuero, pero también tiene la sensación de que no hay figura, de que tal vez no salga nada por más que él se empeñe en acomodar las piezas. Sensación que no la abandona ni siquiera ahora que vislumbra la felicidad sobre un puente debajo del cual está pasando un tren-, yo acá venía cuando era chica, me pasaba horas caminando de una punta a la otra del puente y oyendo los trenes. Como si estuviera falseando un poco las cosas mientras le habla de trenes y de puentes, como si el sólo hecho de nombrarlas -de aislarlas químicamente del resto- las falseara, y ella no fuera del todo esa que ahora le está diciendo: pero yo no era del todo ésa, no sé, no sé si me va a entender, yo tenía flequillo y me paraba arriba de una silla y decía versos, pero era como si jugara a ser una nena con flequillo, entiende, como si me quedara afuera, viéndome a la vez como me veían los demás y como no podían verme los demás (como se ve ahora, contándole a este hombre retazos de sí misma con la esperanza de que él, por alguna punta, capte eso indefinible y por momentos grandioso pero por momentos, ah, tan miserable, que ella cree que es). Vivo en borrador, eso querría decirle, como si nada de lo que hago o de lo que soy fuera digno de perdurar tal como es. ¿Usted sabe lo que es acostarse cada noche pensando se acabó: mañana empiezo a pasarme en limpio y soy definitivamente yo, y despertarme cada día con la certeza de que hoy tampoco, que va a ocurrir algo, algún hecho trivial que me va a retrotraer a la Irene que desprecio? A veces tengo miedo de levantarme, no sé, como una parálisis en todo el cuerpo: si hago el menor movimiento estoy perdida; otra vez voy a ser vista en borrador. Pero no se lo dice y en cambio le habla de los cantos. A ella la enloquecen esos cantos tremendos, ¿se ubica él? Obreras tísicas, canillitas que se mueren en el quicio de una puerta, niñas ciegas de nacimiento, esas cosas. Pero sobre todo los huérfanos, tiene todo un repertorio de huérfanos. Huérfanos a los que sus madres abandonaron cobardemente, huérfanos que piden limosna en la puerta de un palacio al que llegan hombres ricos y mujeres egoístas, huérfanos que se mueren escarchados, en fin, una verdadera galería de huérfanos. La enloquecen.
– Yo soy huérfana, sabe.
Lo ha tomado por sorpresa: en la oscuridad, él ha levantado las cejas. Gesto leve y pasajero que no puede estar destinado a ella. ¿O sí? Tal vez él es tan habilidoso como para maquinar un gesto que en apariencia no está destinado a que ella lo vea, pero justamente para que ella lo vea. Eso querría decir que él confía en su perspicacia. ¿Pero sospechará que su perspicacia es tan aguda como para descubrir la maquinación? Dios mío, cómo nos vamos a divertir este hombre y yo. ¿Y sospechará que ella ahora también está jugando? Sólo que, tal vez, éste es un juego más peligroso que el de la niña con flequillo que, con ojos de candor, observaba perversamente el mundo de los adultos. Esto es todo lo contrario: esto es jugar a ser más perversa de lo que en realidad es para que él pueda completar la imagen, ¿pero no una imagen falsa?, de la adolescente que camina a su lado, capaz, al parecer, de divertirse como loca oyéndose decir “yo también soy huérfana” como los niños ateridos en el umbral, como los cobardemente abandonados, como los que atesoran un callado odio en la puerta de un palacio. Hecho que no atempera la congoja real, el vacío real que una mañana de Reyes le dejó para siempre el viajante que le pelaba naranjas, el distraído incorregible que se fue sin que ella llegara a conocerlo de verdad pero, sobre todo -piensa la huerfanita de once años en el velorio, observada con compasión por espectadores compungidos-, sobre todo sin que él llegara a conocerla a ella, sin que llegara a adivinar siquiera este destino de gloria con el que ella sueña entre coronas y crespones mientras exhibe una impecable cara de huérfana desamparada. Lo que la vuelve doblemente mentirosa pero no menos triste. Como ahora, que calcula la admiración que habrá despertado en el hombre que camina junto a ella sin conseguir que amaine la desolación que de golpe le llena los ojos de lágrimas. Si Alfredo Etchart lo ha advertido lo disimula muy bien; con tono burlón, acaba de decir:
– Se ve que te das todos los gustos.
– Sí -ella ha pescado al vuelo la ironía y pestañea enérgicamente-. Soy muy epicúrea.
– Caramba.
– Y qué tiene. Me encanta Epicuro, lo aprendí en el colegio y me gustó de entrada. Esa es la verdadera moral, ¿no? Hacer siempre lo que a una le causa placer.
– Depende -él parecía irritado ahora. A ver si resultaba más prejuicioso que ella al fin y al cabo.
Pero no. De golpe, con absoluta naturalidad, él dice:
– Yo también soy huérfano.
Eso la mató. La dejó reducida a un poroto. No podía parar de reírse, se iba a morir de la risa. Él, tan seductor, tan solvente, y diciendo una frase así de cómica. Este hombre tiene lo suyo. Ella también. Imperturbable, pregunta:
– ¿De padre?
– De madre.
Alivio.
– Ah, eso no es nada. Las madres, mal que mal, son todas iguales…
– Un cacho de pan -dice él.
Eso la enloquece. Este hombre sabe de todo, nada de lo humano le es ajeno.
– No me diga que conoce ese tango espantoso.
– No me digas que vos lo conocés -le dice el profesor a la alumna superdotada.
Ella también sabe de todo, qué feliz coincidencia.
– Claro que lo conozco. Escuche. Mi vieja, muchachos, y todas las viejas, son todas iguales, un cacho de pan -lo mira, ensoberbecida-. Sé todos los cantos que a usted se le ocurran.
– Cierto que eras muy tanguera -él levanta las cejas-. Pero cantás muy mal.
Irene se encoge de hombros.
– No soy cantante -dice-. Me gusta cantar, simplemente. La sensación de cantar. Y las letras. Sé letras que no sabe nadie, boleros, pasodobles, rancheras, cualquier cosa.
– Pero cantás muy mal. ¿Por qué me cambiás de conversación?
– No cambio de conversación. Si me importara cantar, cantaría bien.
– Cómo sabés.
– Porque lo sé. Es así con todo, digo. Además, una vez salí con un chico que era violinista. Bah, violinista… estudiaba violín y tocaba no sé dónde. Bueno, él estaba empeñado en que yo podía cantar bien. Así que me llevó a un coro y yo canté bien. Pero a los dos meses me pudrí, largué el coro y empecé a cantar como se me canta.
– Y qué pasó.
– Cómo qué pasó.
– Con el violinista.
– Ah, me tenía podrida. Me quería tanto que no lo podía aguantar. Se la pasaba mirándome con cara de carnero degollado. Así que yo me la pasaba haciéndole porquerías -atención, lo que atares en la tierra, Irene, será atado en el cielo-. Ojo, no es que no me guste que me quieran, lo que pasa es que el violinista me quería por lo que no soy. Todos me quieren por lo que no soy -se rió-. Los que me quieren, claro. Creen que en el fondo soy buena. Y yo no soy buena.
– No veo de qué te enorgullecés.
– Usted tampoco es bueno.
– Pero por lo menos no me enorgullezco.
Irene lo mira, risueña.
– No sé, no sé -dice.
– Epa.
– Bueno, no sé, lo conozco poco. ¿Ya qué edad se quedó huérfano?
– Tenía cinco años.
– Uy, es más huérfano que yo. ¿Murió en un accidente?
– No, la maté yo.
Lo ha dicho en tono neutro, e Irene no ha acusado el impacto. No la iban a agarrar así nomás, ya se sabe que nadie mata de verdad a los cinco años. ¿La mató con la indiferencia?, pregunta (es perversa y precoz, puede seguirle el juego a un adulto nada común: no hay nada vedado para ella). No, con la voluntad (ah, caramba, esto se pone interesante: nadie como Irene para conocer el poder de la voluntad: hace llover, despeja cielos encapotados, convoca a profesores cínicos). ¿La odiaba? No, estaba perdidamente enamorado de ella. Tenía veintitrés años y era hermosísima. Y le había dicho que él iba a tener un hermanito. Entonces él empezó a desear con toda su alma la muerte del otro. Y lo mató. Una tarde de inolvidable paz lo mató. Ella descansando en un sillón y el chico en el suelo, jugando con un rompecabezas. Solos en la casa, los dos. Y era una serenidad desconocida, algo que él nunca había experimentado -y que tal vez nunca volvería a experimentar, escribiría después Irene. Entonces apareció la sombra del otro, del que iba a venir, y el chico pensó, como pensaba siempre, ojalá te mueras. Fue en ese momento cuando lo sorprendió la voz de ella: “Alfredito, me siento mal”. Él debía hacer algo, ella le indicó una acción que a él, en ese momento, le pareció heroica. Debía salir a la calle y llamar a alguien. Salió corriendo, esto era una misión, una gran misión. Pasaba un hombre, corbata, portafolios, sombrero. “Tiene que venir conmigo a mi casa.” Y lo que mejor recuerda es que el hombre no se detuvo, que él tuvo que seguir corriendo al costado del hombre, y la humillación, y el odio. Pero hizo un último esfuerzo. Con toda su alma se puso a tironear del brazo del hombre. Secretamente sabía que se trataba de algo que él había hecho y que tenía que deshacer. Y tiraba con desesperación del brazo del hombre. “Dale, nene, dejate de hinchar las pelotas.” Entonces se paralizó. Fue apenas un segundo porque después, recuerda, corrió tras el hombre y, con toda la fuerza de que era capaz, le dio una patada. Cuando volvió a la casa ella seguía en el sillón, con los ojos cerrados. “No quiere venir”, dijo. “No importa”, dijo ella, “ya no importa. Dame la mano”. Y él tomó la mano fría de la mujer, y no sabe cuánto tiempo estuvo así, sosteniendo la mano helada, junto a la mujer inmóvil, ni quién lo sacó de allí.
– Y ésa es toda la historia -ha dicho Alfredo Etchart.
Pero no hay nada gracioso que Irene quiera replicar. Nadie con colmillos ríe sobre su hombro. ¿La historia? No. Ella conoce historias, miles de historias, ya ha llorado por todas. Esto es otra cosa. Esa todavía nebulosa conciencia de que el chico humillado por un hombre de sombrero es el mismo que ahora camina a su lado, que ya nunca podrá verlo prescindiendo de ese chico. Cuidado, esto no es un juego, ella está por saltar una valla peligrosa. Esto es -o algún día va a ser- querer. Y querer a otro es también querer apropiarse de todas sus historias, padecerlas en carne propia. Ella puede burlarse de su propio dolor, como se burla él ahora -mientras camina risueño- del espantadizo chico que fue. Pero en cambio no puede burlarse de este dolor ajeno que ni siquiera conoce del todo. Desea apalear al hombre del sombrero, cobijar al chico bajo sus alas. Pero si tus alas no son para cobijar, pelandruna. Si tu complejo es el de albatros, no el de gallina. ¿O albatros con gallina? Mi Dios, la que le espera, esto sí que no lo soñó Baudelaire. La nouvelle femme, ja. Nada tiernito para cobijar entre sus brazos. La angurrienta desea apropiarse de este irónico profesor a quien ahora ella mira desde abajo. Le lleva no menos de veinte centímetros a ojo de buen cubero y sonríe misteriosamente saboreando sin duda el efecto que ha causado su historia, y que él debe captar a través del silencio de la acompañante. Muy fácil, sí, divertirse con la tragedia propia, pero qué peso en el corazón de la que ha de cargar -la que quiere cargar- con la tragedia ajena. Sonríase nomás que ella no se asusta. Irene también sabe sobreponerse a las contrariedades, ponerle al mal tiempo buena cara. Prepararse. Listo. Ya.
– Así que al fin usted y yo resultamos dos pobres huérfanos -se ríe-. Parecemos los niños del bosque.
– ¿Y esos quiénes son?
– Son de un cuento. Lo leí en El Tesoro de la Juventud. Una historia tristísima. Dos hermanitos huérfanos. Un tío perverso los mandaba matar pero los asesinos no tenían valor y los dejaban abandonados en el bosque. Al fin viene un ángel y se los lleva.
– ¿Y?
– Y ya está. Lo triste eran el hermanito y la hermanita antes de que venga el ángel. De noche, solos en el bosque, ¿se imagina? Se acostaban bajo una encina y se abrazaban para darse calor. Había una lámina, eso es lo que más me acuerdo. Los dos hermanitos abrazados bajo la encina.
– Ajá, abrazados -dice él, como quien acaba de comprender la clave secreta-. Con razón.
El lobo.
– Con razón qué -dice Irene con indignación.
– Con razón te acordaste. En qué estás pensando, a ver.
– En nada.
– Uno siempre piensa en algo. Siempre se acuerda de una historia por algo.
– Será por lo de los dos huérfanos.
– No te hagas la inocente, porque ya me dijiste que no eras inocente.
– Está bien. Ahora estoy pensando en otra cosa. Pero porque usted me hizo pensar en otra cosa. Cuando lo dije, lo dije porque me acordé, y listo. Y no me complique la vida, que ya bastante me la complico sola.
Él se detuvo de golpe y la miró. Ella también se detuvo.
– Escuchame, Irene -le dijo él-, hay algo en vos. Algo que está bien. ¿Sabés lo que tenés que hacer ahora? Irte ya, ahora mismo. Todavía estás a tiempo. Salir corriendo ahora.
Irene lo miró abiertamente.
– Yo no voy a salir corriendo -le dijo-, y usted lo sabe.
– ¿Yo? -él se señaló el pecho, tenía aire cansado-. ¿Por qué voy a saberlo yo? No sé qué quieren, te lo juro. Decímelo vos, que sabés tantas cosas. ¿Qué quieren de mí las mujeres?
– ¿Qué me importa a mí lo que quieren las mujeres? -dijo Irene con rabia-. ¿Por qué voy a saberlo yo?
Algo como una ráfaga de afecto en la mirada de él. Y en su voz.
– ¿Y vos? -dijo-. ¿Vos qué querés?
Una alegría violenta la inundó. Con astucia dijo:
– ¿Ahora, o en la vida en general?
Él se rió, divertido.
– Qué preferís -dijo.
Ella también se rió.
– La verdad -dijo-, prefiero decirle qué quiero de la vida en general -de pronto se puso seria; trató de captar algo que se le escurría-. No sé, es tan difícil decirlo. A veces… A veces quiero comerme la luna.
Él levantó las cejas con cierto aire de perplejidad.
– Siempre quieren comerse alguna cosa -dijo.
– Quiénes -dijo Irene con furia.
– Las mujeres. Tengo una amiga, una chica bastante parecida a vos, dice que quiere agarrar la luna, cortarla en rodaja y comérsela en un sándwich.
Irene sintió un odio instintivo y feroz por esa chica.
– Esa es una tarada -dijo-. Si ésa se parece a mí, yo soy Matusalén.
– Por qué, Matusalén. Por qué una tarada.
– Eso es desmerecer la luna, es reducirla a un queso. No tiene nada que ver con lo que yo… Yo quiero la luna, entiende. Así como es.
– Demasiado, ¿no?
Irene se encogió de hombros.
– Pero es así.
Él se quedó mirándola, en silencio. Por fin dijo:
– ¿Y qué va a pasar ahora? -sonrió apenas-. Si no salís corriendo.
– Eso es cosa suya -dijo Irene con decisión-. Pero yo no salgo corriendo.
Él levantó el dedo, profesoral.
– Después no digas que no te advertí.
– Nunca voy a decir eso. Se lo juro.
– Por lo menos decime “te lo juro”. Me siento una especie de degenerado.
– Te lo juro -dijo Irene haciéndose violencia.
– Así está mejor -dijo él; tiró el cigarrillo que estaba fumando y lo aplastó con la suela, despaciosamente-. Y qué más pasa con vos, aparte de que no te gusta salir corriendo y que sos muy comilona.
– ¿Comilona? -Irene miró a su alrededor con un vago aire de terror; las cosas se estaban deslizando con suavidad hacia un terreno que no dominaba-. Ah, por lo de la luna. Pero no. Es decir, sí. Ahora me gusta con locura comer. Pero de chica no me gustaba nada. Era una tortura.
Vanamente trataba de volver a su territorio familiar.
– ¿Cómo, no te gustaba? -dijo él, como si estuviera diciendo esto y al mismo tiempo otra cosa cuyo sentido Irene no alcanzaba (o no se animaba) a captar.
– No sé, me repugnaba. La leche, sobre todo -ahora radiante-: hasta los cinco años, mi mamá me daba la leche con una cuchara de sopa.
Pero duró poco esa seguridad, esa sensación de volver a pisar el suelo familiar. Porque él acababa de hacer una pregunta, y no fue la dificultad que encerraba su respuesta -al contrario, ya que la respuesta iba a ser tan tonta que Irene tendría que deponer toda arrogancia para responderla-, no fue la pregunta en sí lo que la perturbó, sino el tono, demasiado íntimo tal vez, brutalmente desconectado de la pregunta. Ya que él apenas ha preguntado, como si no hubiera comprendido bien:
– ¿Con qué te daban la leche?
E Irene, dócilmente, ha repetido:
– Con una cuchara de sopa.
Pero más que una respuesta, ha sido un rito de tránsito. O todavía no un rito. Hará falta mucho tiempo para que los actos pequeños se transformen en ritos, para que un roce leve, una inflexión de la voz, desencadenen alegres cataclismos en su cuerpo. Habrá un día en que él pregunte: “¿Con qué te daban la leche?”, y será como si un ángel lujurioso revoloteara bajo su piel. Una puerta que se abre, una embozada invitación al juego del amor. Entonces su cuerpo será una caja de resonancias y ella contestará “con una cuchara de sopa” como quien entra en una región festiva. Pero ahora no. Ahora lo ha dicho sólo por timidez, porque no sabe qué otra cosa puede hacer. Ya que apenas ha empezado a pronunciar la respuesta ha sido conducida -la ingobernable- hacia atrás por unas manos livianamente apoyadas sobre sus hombros. De modo que si empezó a pronunciar la frase en una situación normal, la terminó apoyada contra la pared, con el cuerpo de Alfredo Etchart a muy pocos centímetros de su cuerpo. Ahora que los ojos de él, tan cerca de su cara, la observan turbiamente en la oscuridad, el final de su propia frase -con una cuchara de sopa- le suena tan infantil que otra vez vuelve a ser la Irene que antes fue, aterrada ante el mundo de los adultos. Ya no están más los dos niños perdidos en el bosque. Él es el profesor y ella, la alumna ignorante. Si todo se detuviera ahí, si este hombre le diera tiempo para asimilar el nuevo fenómeno, otros gallos cantarían. La expresión de él la paraliza. Cosa extraña la transformación de su cara. Hay algo animal ahora en su expresión, algo tan irreconciliable con el profesor cínico que le habló de las hénides que Irene, como si estuviera contemplando algo prohibido, debe cerrar los ojos, de modo que la boca de él sobre su boca la toma por sorpresa. Instintivamente aprieta los labios. Si le dieran tiempo para verlos a los dos contra la pared, las manos de él tanteando como un delicado cristal el cuerpo de ella, la boca de él tratando de quebrar la resistencia, la mano de él manipulando ahora su mentón hasta que ella dócilmente abra la boca, entonces tal vez los pecaminosos sueños de su infancia acudirían a su cuerpo y ella despertaría como un pájaro que se despereza esponjando las plumas. Pero no tiene tiempo para verse. La astuta pensadora con colmillos la ha dejado sola con su cuerpo. Y ella lo siente tan torpe, tan indigno de estas manos extrañas, que no entiende por qué persiste él en tantearla. Ha leído aladas palabras acerca de cuerpos núbiles, caderas que se ensanchaban desafiantes, pechos que despuntaban como un amanecer, y siempre ha tenido la angustiosa sensación de que hablaban de otra cosa. Su cuerpo, real e incontrolable, era otra cosa, más incómoda, menos merecedora de palabras áureas. Y es esto indigno e inmanejable lo que él está conociendo ahora. ¿Qué busca? ¿Por qué insiste en este juego insípido? Por qué no se va en busca de las otras, de las que saben besar, de las que no se preguntan, desgarradas y solitarias, qué es el amor. El amor es terrible porque se da en la oscuridad y sin explicaciones. ¿Sin explicaciones? ¿Es que también el amor hay que explicárselo a Irene? Todo. Hay que explicarle todo. Ella querría saber qué tiene que hacer ahora. Pero sólo puede quedarse allí, contra la pared, y soportar con estoicismo. Ya ha aprendido al menos que debe dejar la boca abierta y que él haga lo que quiera. ¿Lo que quiera? Pero cómo puede querer un hombre así estos contactos tan carentes de gracia. ¿Por qué lo hace? ¿Qué es este cuerpo para él? No puede decirle nada todavía, nada de las agitadas noches en que ella se ha apretado ferozmente contra sí misma, incapaz de tolerar las lujuriosas divagaciones de su cabeza. Cómo armonizar ahora su cerebro pervertido y audaz con este cuerpo que se le rebela y se le eriza. Tal vez él ha advertido algo porque intempestivamente ríe en la oscuridad. Ha separado apenas su cara de la cara de Irene, y la mira. Ah, esto sí que es familiar y reconocible. Una mirada.
– ¿Tenés frío? -le pregunta.
Y éste es el abrigado territorio de las palabras.
Algo parecido a la dicha empieza a aletear en el cuerpo de Irene.
– No, no tengo frío -y la asombra su propia voz, el tono de su voz, baja y un poco ronca. Esto que impremeditadamente ella ha aprendido.
– Tenés que aprender muchas cosas -dice él, y le saca el pelo de la cara.
– Tiempo al tiempo -dice Irene.
¿Acaso su voz no ha empezado a ser sabia? Piano, piano, professore, nadie le había dicho a Irene que también el amor es un aprendizaje.
– Claro que sí -dice él-. Nos queda toda la vida por delante.
La noche se ilumina y estalla. Las palabras son incorpóreas y no le dan miedo. Ahora, mientras caminan muy juntos por la calle, el beso de él es sólo un recuerdo, algo que ya está para siempre instalado en su pasado, y que la transforma. Atención, caminantes, que ven pasar como si tal cosa al treintañero y la doncella. No los miren tan frescos. Vuelvan la cabeza, tápense los ojos, ruborícense, escandalícense, envídienlos. Esto que ahora empieza es una historia de amor.