Pensaba y sufría mucho, pero le faltaba la fuerza necesaria para atreverse, primer requisito del que hace algo.
LAWRENCE DURRELL
Miró la oreja que tenía a su derecha. Era colorada y tirando a desprolija. ¿Y si la muerdo? Súbitamente rápida dentellada, gran tumulto en el colectivo, imposible volver atrás. Solía pasarle, sobre todo en los colectivos y sobre todo con las orejas, pero también con las cabezas calvas, sólo que en esos casos Irene tenía que estar de pie y la cabeza sentada. Mirarla desde arriba era como un vértigo. ¿Y las braguetas? Braguetas en su línea de visión (en estos casos Irene sentada, claro) colgando flojas de señores, como desprovistas de sustancia. Extender la mano y sopesarlas tiernamente, cucú. ¿Y entonces? Ah, m’ hijita, al freír será el reír. No. No era estar al borde de un límite lo que la inquietaba, era la posibilidad de que franquearlo fuera un acto demasiado involuntario. ¿No se consideraba a sí misma un producto de su voluntad? TENAZMENTEELLASEMODELABA, sí. ¿Pero qué iba a pasar si un día, involuntariamente, cometía un acto irreversible? Suponiendo, querida farsante, que existan actos no irreversibles, algún no-acto o solapado pasito tuyo que no permanezca intacto en su jugo, exhibiéndose obsceno mientras a-fa-no-sa-men-te-vas-mo-de-lán-do-te, cucú. Puaj. Diminutas Irenes defectuosas flotando inútilmente en la memoria de los otros, ¿qué hazaña habrá que realizar para borrarlas de un saque? Cuidado, ahora que analizaba fríamente la oreja estaba segura de que habría podido morderla sin que interviniera en absoluto su voluntad. Un problema era: ¿intervenía su voluntad en impedirlo?
– ¿Cómo dijo?
La oreja intempestivamente había dado un giro. ¿Hablando sola, compañera? (voz en off). No se inmutó, pequeño triunfo.
– La hora. Si me podía decir la hora.
El hombre estudió su reloj con expresión grave: sin duda sabía ponerse a la altura de sus responsabilidades.
– Las diecisiete y veintiuna -dijo.
Ya está con ella. El pensamiento la atravesó como un cuchillo, pero no: nada más innoble que estas intromisiones en lo ajeno. ¿Lo ajeno? No desbarrancarse tampoco por este tipo de reflexiones, peligroso cuando la herida… ¡Shhh! Nada de heridas abiertas ni corazones sangrantes, ¿o ella no se divertía también? Con la ventaja de que solía emerger bastante más ilesa que él de tanto love labour’s lost. Lo que a Alfredo lo perdía era ese sentido estético de la vida. Bastaba el movimiento entre torpe e infantil de una desconocida al ponerse el saco en una confitería, o un curioso efecto de interrogación en la orden “comprame un chocolate”, o una cabeza girando enfurruñada en una clase de literatura para que cayera en un estado poético que solía durarle menos -él tardíamente lo reconocía- que las complicaciones del romance. Aunque no se trataba sólo de “sentido estético”. Era como si por la laberíntica vía de su pito -de asombrosa normalidad- él pretendiera que en ciertas mujeres emergiese el genio, que brotasen indomables chorros de luz en razón de esas pequeñas maravillas prematuramente percibidas. Sólo que las mujeres no pueden con su genio, con peligro se le cruzó y otra vez estuvo a punto de desbarrancarse pero por otra riscosa pendiente. Siempre acaban echando agua para su molino -astuta había vuelto a la huella-, descubriendo que Alfredo es el solitario que pide a gritos la esposa ideal, el huérfano que necesita una madre, el monstruo de vanidad a quien le vendría muy bien una soberana patada en los huevos, ven para acá pilluelo, que con un par de besos en la frente disiparé las nubes de tu cielo, y te prepararé comiditas, y te tejeré bufandas, y te curaré para siempre de la desesperación y de la soledad, nunca antes supiste lo que era la verdadera dicha porque no habías tenido la suerte de encontrar a esta servidora.
Cuánta objetividad, Irene, cuánta sabiduría. ¿Pero podrías realmente jurar que tan medulosa meditación, acá sentada en el último asiento del 111, no está destinada a ahuyentar de tu cabeza cierto ignoto barcito cercano a la facultad que igual se cuela, se cuela sin remedio? Shh, habíamos quedado en no pensar en eso, no hay nada mejor que una colita a la cacerola. ¿Qué? Lo había oído, lo había oído perfectamente. No hay nada mejor que una colita a la cacerola. Una voz de mujer que había venido desde la izquierda, un poco hacia adelante. Ahí estaba: todavía con rastros de plenitud en la cara, inconfundibles vestigios de quien acaba de expresar su verdad. Mejor una tapita de nalga. No; la mujer primera niega con firmeza. No queda en ese cuerpo lugar para una sola duda: es maciza, llena de sí misma de la cabeza a los pies. Nada que ver con este vacío, con esta conciencia de la inutilidad de su viaje en el 111. ¿O acaso Irene se ha olvidado de que regresa de la Caja dos horas antes para nada? Hay algo abyecto en todo esto. ¿En volver antes de hora o en haber ido?
Porque, hermanita de los Inmortales, tampoco es del todo edificante eso de gastar ocho horas diarias -sin contar preparativos y entremeses- de tu ¡ah formidable! cerebro en organizar programas de computadora que corrijan errores de los errores de los errores de. ¡Basta! Un pasito a la vez, dijo el ciempiés. Estábamos en este regreso inútil, en esta pequeña avaricia de empleada pública, en esta sagacidad para robarle dos horas al Estado. Si tal vez lo más conmovedor en ella era que nada, pero realmente nada de lo humano le era ajeno. ¿O no había saltado hoy mismo en la Caja cada vez que oía el teléfono? Cuántos años saltando cada vez que oía el teléfono, el timbre, la trompeta o el flautín, la presunta y mágica llamada salvadora que vendría de afuera para llenar de sentido la inquieta máquina de pensamientos inútiles. Pero Alfredo no había llamado; señal de que ni siquiera se acordaba de la Remington, y señal de que ahora estaba en un barcito hablándole a una muchacha que lo miraría con cierto miedo y también con cierta esperanza, sin saber todavía que éste era un instante íntegro, sin fisuras, para ser añorado dentro de muchos años, tal vez durante un viaje en colectivo, símbolo absurdo del vacío de dos horas robadas para nada, de un hueco que se abre ante ella para nada. Catedrales. En todo hueco pueden emerger catedrales, o taperitas, o esto, estas difusas contemplaciones colectivescas, emergencias al azar, pequeños brotes que no tienen fuerza para crecer, y malezas, ah, sobre todo marañas de malezas invadiéndola sin que ella encuentre espacio para una flor, para una sola flor.
(-Veo el desorden -ha dicho.
– ¿Cómo, lo ves? -él ha achicado los ojos; parece estar haciendo un esfuerzo real por entenderla.
– No sé -dice ella-. Está ahí y yo lo veo.
– Lo soñás -dice él.
– No, no lo sueño, estoy bien despierta. Pero no lo puedo dominar, no lo puedo hacer desaparecer, no puedo hacer nada.
– ¿ Y cuándo lo ves?
– De noche, no sé, en la cama, me tienen que pasar cosas. Muchas cosas al mismo tiempo, quiero decir. Y yo trato de entenderlas, bah, de entenderme a mí. Pero no es exactamente eso. Es como si la cabeza me fuera a estallar; entonces aparece. No en mi cabeza, te das cuenta, no adentro de mi cabeza. Se instala ahí, delante mío, a pesar de mi voluntad.
– ¿Cómo es?
– Como ramas. Muchísimas ramas nudosas que se envuelven unas a las otras y no empiezan ni terminan en ninguna parte. Hay alguna cosa como fango también. Y mucha oscuridad. Un pedazo de selva horizontal e intrincadísima adonde la luz no puede llegar. Pero se mueve. Igual que una gran masa de serpientes desplazándose en silencio. Es decir, no: yo lo muevo.
– ¿Cómo sabés que lo movés vos?
– Por el esfuerzo. Siento en la cabeza el esfuerzo que estay haciendo para desenredarlo. Pero no puedo. Las ramas se desplazan unas sobre las otras pero no se desenredan.
– Quiere decir que si vos no te esforzaras eso se quedaría quieto.
– Debe ser así, sí, pero es imposible. No puedo evitarlo, ¿entendés? Como no puedo evitar el desorden. Es decir, no es que el desorden aparezca y esté un momento inmóvil y entonces yo decida moverlo. No. Se da todo al mismo tiempo, como si fueran una sola cosa. Pero son dos cosas distintas. El desorden y el esfuerzo de mi cabeza por desenredarlo.
– ¿ Y nunca lo pudiste arreglar?
– No. A veces aparecen como vías férreas, es decir, una especie de caños de metal plateado, casi blanco, que corren muy rectos y paralelos a través del desorden. Pero no arreglan nada. Corren y se esfuerzan mucho -se encoge de hombros; ríe-. Igual que yo. Pero no hay caso. En fin -ha dado un suspiro; acaba de descubrir que se siente maravillosamente bien-, yo tengo mi mundito también. Pero a la mañana se me pasa, no pongas esa cara.)
– Me está clavando la cartera.
– Qué.
– Que me está clavando la cartera -repitió, monótono, el hombre de la oreja.
Irene la retiró con urbanidad.
– Disculpe -dijo, y le dedicó al hombre una sonrisa desamparada que aún conseguía conmover a más de un señor maduro. Inútil con el hombre de la oreja. Cejijunto, impermeable, incapaz de una pincelada de ternura. Razón por la cual Irene volvió a mirarle la oreja pero esta vez con premeditación y alevosía. Un gesto lúcido y espléndido, pleno de ferocidad. La mirada de Dios clavándose en la oreja del imbécil: un acto de justicia. ¿No te da vergüenza, tan grande y con una oreja tan fea? Zas, la pura locura había traspasado como a un queso la pura lucidez de Dios. Esa era siempre la sensación: un rayo desbaratando una organización perfecta de pensamientos, ¿o de pensamientos perfectos?, ¿o perfectamente pensada? Mi genio es demasiado breve, se dijo, y algo estaba a punto de inquietarla, algo que (presintió) iba a dar insidiosamente en el clavo, cuando por la ventanilla de la izquierda vio -o creyó ver-una escena que debió haber estado vedada a sus ojos. Fue apenas un segundo, una ráfaga, al punto que no habría podido jurar que allí, detrás de esa ventana, estaba ocurriendo algo que, de todas maneras, ella ya sabía que estaría ocurriendo y hasta había imaginado así, junto a esa ventana, en ese barcito de la calle Charcas. Sólo que imaginarlo era otra cosa. Podía eludir la cara de la chica -¿pero era realmente la chica?, al fin y al cabo la había visto sólo un momento, en un choque al que no había prestado atención- mirando a un interlocutor a quien Irene no podía ver pero cuyo poder adivinaba justamente por la expresión de quien lo miraba, una mezcla de admiración y suficiencia, ya que él tenía esa virtud -¿o era una mera proyección de Irene?-, la de crear en su interlocutora la ilusión de que nunca antes había sido escuchado como en este momento, así que Irene ahora podía jurar que era ella: ninguna otra podía haber tenido esa cara privilegiada de estar sabiendo que él ha encontrado por fin a la muchacha a quien ha esperado durante toda su vida.
(-Y eso es lo que me desespera -le ha dicho.
Están en el Saint-James a pedido de Irene que hoy cumple veinte años y quiere evocar una tarde en la que vino con Guirnalda a tomar té con masas, poco té y mucha leche en la taza de la niña que observa con asco a las señoras cargadas de paquetes y de hijos y con avidez a una pareja clandestina y corrupta que bebe cocktails y se mira con pasión. Algún día volverá. Con su amaaante. La segunda “a” se le alarga deleitosa en el pensamiento. Guirnalda le advierte algo y la niña educada cierra la boca. Toma un sorbito de leche y mira con envidia. ¿A quién? A mí. Yo ahora soy la otra, esta mujer alta y espléndida, tengo un amante a quien miro con pasión, y una chica estúpida a quien su mamá le ha hecho cerrar la boca me mira con envidia. Guirnalda se ha borrado. Soy feliz.
¿Es feliz? Tiene veinte años, no es esplendida ni alta y está desesperada. No, no, él no tiene que entenderla mal, no se trata de lo que él pueda sentir por las otras, se trata de lo que las otras mujeres creen, porque ellas se sienten el único, el verdadero amor, ¿se da cuenta él?, aunque sea durante unos meses, aunque sea durante unos días cada una se siente la única, y es eso, esa sensación de absoluto lo que ella añora, lo que la lleva a odiarlas. Sí, sí, ya sabe que eso del absoluto es una mentira. Pero cómo descansará (piensa aunque no se atreve a decirlo por temor a ser trivial), qué maravilla ha de ser esto de sentirse aunque sea durante un minuto la mujer única, qué remanso será eso de no vivir siempre en zona sísmica. Tiene lágrimas en los ojos y, para colmo, ni siquiera se animó a pedir un cocktail porque se ha dado cuenta de que no conoce el nombre de ninguno. Está tomando un bruto y amarguísimo café doble -ya que el azúcar le parece una debilidad, o una desvirtuación. En fin, en esa mesa no ocurre nada que una niñita con flequillo pueda envidiar.
– Me enferma este lugar -dice.
– ¿Y para qué quisiste entrar? -dice Alfredo.
– Porque una vez, cuando era chica, estuve acá con mamá y me propuse volver y verlos de afuera. Pero es insoportable. Toda esta gente es insoportable. Parecen tan seguros, tan satisfechos de sí mismos tomando su té con masas, que dan ganas, no sé, de hacer un escándalo o algo que por lo menos les mueva el piso -se detiene, alarmada: ¿esto es espíritu revolucionario o resentimiento?-. ¿A vos nunca te dan ganas de hacer estas cosas? -pregunta con cierta cautela.
– No exactamente de ese modo -dice Alfredo.
Irene experimenta un discreto alivio. ¿Justificado? Le da lo mismo.
– Bueno, a mí me encanta inventar situaciones así. ¿Te imaginás por ejemplo el despelote que se arma si vos de pronto me calzás de una bofetada? Pero de esas bien brutas, de arrabal -se entusiasma: imagina la sorpresa y el terror de la de flequillo, ¿cómo registraría este hecho su cabecita registradora?-. Me enloquece. Me enloquece imaginarme estas cosas -ríe con excitación.
Él está demasiado calmo.
– Lo que me estaba preguntando -dice- es hasta cuándo sos capaz de reírte. Hasta qué límite.
– Hasta la muerte. ¿Sabés lo que creo? -y está tan orgulloso de lo que va a decir que apenas detecta algo que él ha pronunciado en voz muy baja-. Que la risa es una prueba concluyente de inteligencia y superio… -se ha sobresaltado-. ¿Qué?
– Decía que no sé si sos capaz de reírte después que te dan una buena bofetada.
– ¿ Y quién puede ser capaz?
– Vos. Vos tendrías que ser capaz.
– ¡Por qué yo! -dice como una explosión. Pero aun en medio de la furia sabe por qué. ¿O no le ha dicho un día, jactanciosa, que no era para ella el lema: “Si otros pueden, ¿por qué no usted?”; que su verdadero lema era: “Aunque los otros no puedan, usted debe hacerlo”?-. Callate -dice-, ya sé. Pero no es el dolor físico, entendés, no es el hecho de que me pegues. Lo que no puedo soportar es la humillación. ¿Entendés lo que te digo? Una puede aislarse de su cuerpo, es decir, la cabeza puede. Digamos que te agarran un dedo de modo que no lo podés soltar, y lo meten en el fuego. Vos podés aislarte del dedo, porque igual no tenés posibilidad de hacer nada. Sos irresponsable, entonces te aislás. Es decir, el dedo podrá estar todo chamuscado y dolorido pero vos no sufrís.
– Vos nunca sufriste por nada, Irene -su tono es inamistoso; la ha dejado sola- Te gusta especular con eso que, tan segura de vos misma, llamás el “dolor físico”. Como con todo lo demás. ¿Pero pensaste realmente, hasta el fondo de las tripas, lo que es el dolor físico, lo que es un hombre al que le arrancan la lengua o le cortan los testículos?
Y no me digas que sí porque es mentira. Ni vos ni yo ni nadie sabe cuál es su límite para el dolor. Uno puede tener una especie de presupuesto ético, en el mejor de los casos. Pero especular como especulás vos, tan suelta de cuerpo, es una infamia.
– ¡Callate! ¡No me vuelvas loca! Te das cuenta que no tengo derecho ni a poner un ejemplo traído de los pelos, que en seguida me tirás con toda la ética y qué sé yo cuánto. Yo no estaba hablando de la tortura, yo simplemente estaba hablando
– De la humillación -dice él.
– De una bofetada -dice ella con rabia-. De una simple y llana bofetada. Y si estamos representando a solas, da lo mismo que uno ponga la mano y el otro la cara, eso quiero decir. Ahí somos los dos iguales. Pero para los otros no. Para los otros, que alguien reciba una bofetada es algo humillante. Ellos sienten que yo debo sentirme humillada. Y yo no soporto eso. No soporto que me humillen.
– Que me humilles, debiste haber dicho. Porque no sé si recordarás que empezamos hablando de vos y de mí. Así que eso es lo que entendiste después de tres años, bueno, voy a decirte algo que seguramente te va a enorgullecer: estoy sorprendido. Y mirá que me pasa pocas veces.
Irene cierra un momento los ojos, se siente muy cansada.
– Yo no quería decir eso -dice en voz muy baja.
– Claro que no querías. Callate. No te gusta nada haberlo dicho. En realidad, no te gusta hacer nada que te cause problemas, ¿nunca lo pensaste? Seguro que lo pensaste: siempre pensás en todo. Y por favor, no te sientas halagada: no es un elogio.
– Ya sé que no es un elogio -dice, y está realmente triste-. Pero ésa soy yo. Y, no sé, a lo mejor esto tampoco debería decirlo, pero a veces me parece que es por eso -le cuesta hablar, encontrar las palabras-, porque yo pienso en todo, y porque vos también pensás en todo, que hace tres años que soy… -se interrumpe; lo mira con odio-. Lo que soy.
– ¿Mi mujer? Decilo. Si a lo mejor ésa es la única verdad. Y está bien. Quién puede juzgar que esto no es realmente hermoso, que esto no es de verdad el amor. O digamos que no; que no somos hermosos ni buenos y que no nos salva nada. Bien hijos de puta vos y yo. Divirtiéndonos como locos y a veces amándonos como desesperados pero bien culpables vos y yo. Ahora, lo otro no, Irene. Jugar a la víctima no. Ser por un lado la hiperlúcida, la elegida, y por el otro la humillada, no. Hacerme culpable vos a mí, no, porque para eso me basto solo. Cada uno se basta solo para eso.
Irene tiene las manos apoyadas en la frente y no lo mira.
– A veces es tan difícil -dice, como quien sabe que está borracho pero no puede ni quiere detenerse-, yo a veces tengo envidia, sabés, a veces querría vivir la historia de las otras, la ilusión de las otras. Pero no es miedo de lo que puedas sentir por ellas, no, yo me parece que sé lo que soy para vos, y sobre todo sé lo que sos vos para mí. Y es esto lo que yo quiero, no otra cosa, de eso estoy segura, pero a veces -de pronto levanta la cabeza y se ríe, como si acabara de comprender algo-. Claro, el calavera no chilla, ¿no? Si una quiere una historia de amor a su medida tiene que bancársela, ¿no? -advierte la expresión de él; parece conmovido, o al borde de la piedad-. Pegame -dice.
En la cara de él se abre paso, con esfuerzo, cierto aire divertido que casi despeja todo vestigio de emoción.
– Sos la mujer más loca que vi en mi vida -dice.
– Será, pero por favor, no te rías. Esto es muy importante para mí. No te podés dar una idea de lo importante que es. Pegame.
Él no parece tener intención de reírse. Ni siquiera trata de tener un aire divertido ya.
– No hace falta, escuchame. Una bofetada tampoco arregla el mundo.
– No es por el mundo, es por mí. Pegame, Alfredo.
– Para qué.
– Para que me ponga contenta. Ya sé que es estúpido, pero. No sé. Me da tanto miedo pensar que a lo mejor soy cobarde, que solamente tengo coraje para imaginarme las cosas pero no tengo coraje para vivir que. No sé. Quiero que hoy sea un día hermoso, eso. Es mi cumpleaños, ¿no? Quiero que todo salga bien. ¿No puede ser sólo por eso? ¿No sos capaz de hacer algo solamente para que yo me ponga contenta?
Lo que ve en la mirada de Alfredo involuntariamente la hace pensar: sufre por mí, me quiere como nunca quiso a nadie. Dura apenas un segundo. Después él se incorpora a medias. Con toda el alma, como si todas las palabras que le había dicho y que le iba a decir en su vida fueran en eso, le da una colosal bofetada.)
– … Pueyrredón?
Qué. Qué habían dicho. ¿Pueyrredón? Me estoy alejando. Lo pensó sin proponérselo y con brusquedad se puso de pie. Permiso. El conocimiento precario de que se estaba alejando se intrincó con la sensación de que esa locura debido a la cual ahora se abría paso como podía hacia la puerta, esa locura que a veces la atravesaba como un rayo era también ella, ¿no era acaso con ese material que debería construir su propia flor? Asunto que no analizó ya que todas sus energías estaban momentáneamente dirigidas a llegar a tiempo a la puerta.
No era la primera vez que le pasaba. Como un empujón de vida, algo en su corazón que gritaba “levántate y anda”, una fuerza desmesurada que sin embargo estaba dentro de ella, ¿o en el reparto no le había tocado una porción tan insolente de alegría de vivir que a veces creía morir de ebriedad? Su voluntad era tan poderosa que podía hacer llover, iluminar cielos plomizos, inventar la belleza donde no había estado, epa, epa, a dónde vas tan apurada mamita. ¿Eh?
Se sobresaltó pero consiguió sobreponerse y no detenerse en seco: tenía experiencia en estas cuestiones. Alguien que de pronto le decía “te vas a caer” o “adónde vas tan apurada, mamita”, y la hacía tomar súbita conciencia de que estaba corriendo en plena calle como si todavía tuviese cuatro años y estuviera tramando universos grandiosos en el comedor de la calle Bulnes.
Hizo lo de siempre en estos casos. Siguió corriendo como si nada de esto la sorprendiera y estuviese realmente muy apurada. En la esquina sí se detuvo y empezó a mirar con inquietud la transversal, con la expresión desalentada de quien comprueba que alguien importantísimo acaba de escapársele. Después se encogió de hombros y siguió caminando con normalidad.
Eran las seis menos veinte cuando entró en el cubículo de las máquinas. El viejo estaba encorvado, con la cara metida en una Underwood antiquísima y reluciente.
– Buenas tardes -dijo Irene.
El viejo parecía perseguir algo pequeño y escurridizo en el interior de la Underwood.
– Buenas tardes -repitió Irene.
– Piano, piano -dijo el viejo sin levantar la cabeza-. Las cosas hay que hacerlas con amor, ¿sí?, o no hacerlas. ¿Usted me trae su máquina para que se la arregle? Muy bien, yo se la tengo acá, se la trato a cuerpo de rey y la voy exigiendo de a poquito hasta sacarle todas las mañas. Pero no me apure si me quiere sacar bueno. Ah, ta ta, acá está -parecía sostener algo entre el índice y el pulgar; se irguió satisfecho-. Mire esto -extendió la mano hacia Irene-. ¿Sabe qué es?
Irene observó con atención, le habría gustado ser amable con una persona tan fervorosa. Pero todo lo que veía era un alambrecito muy fino y medio retorcido. No tenía ni la más pálida idea de qué podía ser eso.
– La verdad, no sé -dijo.
– Un alambrecito -dijo el viejo. Natural, ¿por qué las cosas iban a ser más complicadas de lo que parecían?-. ¿Sabe los problemas que trajo?
Pregunta retórica. Esta vez no la agarraba.
– Me imagino. Ya estará mi máquina, ¿no? La Remington setecientos que no tenía jota y.
– Ya me acuerdo, cómo no. La niña apurada. ¿Y su papá no vino hoy?
Así que todavía la tomaban por su hija, viejito de amores turbios, sabés que te confundió con mi papá, insidiosa le iba a decir. Y él lo más peripuesto, pavoneándose ahora mismo con la mirona.
– No es mi papá.
– No será su marido.
– No es mi marido.
Ni tu novio, ni tu amante, sino quien más te ha querido. Con eso, tengo bastante. Te quiero, se le cruzó. Totalmente a destiempo.
El viejo se encogió de hombros.
– En fin, mejor ni le sigo preguntando. Hoy en día ya nadie sabe cómo llamar a las cosas, por eso andan todos tan nerviosos. Antes era otro lirismo; usted tenía el filito, después entraba a la casa y era el novio, y un día se casaba y era el marido. Pero hoy todo es un viva la Pepa, en fin, que cada uno se rasque para sí -había sacado la Remington de un estante; la apoyó sobre la mesa-. Acá la tiene, mire -tecleó con suavidad, hizo correr el carro, lo hizo retroceder con extrema delicadeza-. Un avioncito -dijo con orgullo y le indicó con un gesto que probara ella.
Irene escribió: “Soy Irene Lauson”. Leyenda de náufrago, pensó.
– Sí, un verdadero avioncito.
Sobre todo para llevársela upa, pensó. El viejo dijo:
– Y cómo la piensa llevar.
Irene se encogió de hombros.
– Puesta.
El viejo se rió con ganas. Le chispeaban los ojos.
– Lindo, lindo, usted es una chica divertida, así me gusta. Pero le aviso que con la máquina no va a poder, ¿sabe cuánto pesa?
Irene no cayó en la trampa. Silencio.
– Catorce kilos doscientos -dijo al fin el viejo.
Irene trató de imaginar en qué curiosa contingencia habría tenido el viejo que pesar la máquina.
– Tomo un taxi -dijo.
– No llega. No llega ni a la puerta. ¿Vio lo que son estos pasillos? -Irene había visto (y hasta con cierta fascinación la primera vez) lo que era esta desvencijada e interminable casa en cuyo primer piso el viejo tenía su oficina o como quiera que se llamase este minúsculo cuarto atiborrado hasta el techo de máquinas de escribir-. Para no hablar de la escalera.
– A que sí -dijo Irene.
Y con un violento envión levantó la máquina. La columna estuvo a punto de entregarse de entrada, decir esto es demasiado para mi delicada arquitectura, pero Irene sabía que no, que ahora nada en el mundo la haría abandonar los catorce kilos doscientos de su Remington, aunque los sentía, ah si los sentía durante el recorrido de este pasillo infinito, captando en la nuca la mirada del viejo incrédulo, aunque tal vez admirándola, por qué no admirándola, por qué no pensando que este empecinamiento en ir más allá de las propias fuerzas también era un acto de amor aunque qué diablos le tenía que importar lo que pensara el viejo ese que sólo conocía de ella su espalda nada atlética cargando absurdamente una máquina pesadísima, y se vio alguna vez cosa más incómoda que cargar una máquina de escribir, qué tentación de dejarla acá mismo, al pie de la escalera, qué le importaba al fin y al cabo si el mundo no se iba a venir abajo si ella abandonaba su carga, hasta podía pedir auxilio a gritos, ayúdenme hijos de puta, ¿no se dan cuenta de que peso cuarenta y siete kilos y me voy a ir en banda en esta podrida escalera?, por favor sálvenme, y sin embargo sabiendo que no, que bajaría la maldita escalera aunque fuera rodando, cosa altamente probable ya que las escaleras en general solían producirle vértigo o una especie de asombro de no caer, ¿o no era un pequeño acto milagroso apoyar la planta justo dentro de la brevísima plataforma de un escalón y no un centímetro más allá, riesgo que se repetía hasta el espanto cada vez que bajaba un nuevo peldaño?, y para colmo ésta era empinadísima y tirando a afinarse en las curvas, eso sin contar a la poderosa, a la que significativamente apoyaba contra su vientre y sostenía con cada partícula de su cuerpo, lo que no le dejaba ver los escalones, y sin embargo no la iba a dejar, toda su energía se concentraba en la causa y nada quedaba en el reino de lo imposible, como cuando partió la manzana, ella y Alfredo en una reunión estúpida, frutas en una frutera y un anteojudo charlatán diciendo que era posible, si uno se concentraba debidamente, partir una manzana en dos con las manos, lo que desencadenó una especie de furor inútil entre los asistentes hasta que la manzana llegó a Irene y entonces (le dijo después Alfredo) yo te miré la cara y estuve seguro de lo que iba a ocurrir. No es para menos, le dijo Irene, me tenían podrida todos esos idiotas y sobre todo esa rubia que estaba al lado tuyo y que se las había dado de lánguida con la manzana en la mano como si ser desnutrida resultara un síntoma de femineidad irresistible. Así que, furibunda e inspirada, agarró la manzana como si toda la vida le fuera en eso o como si se tratase de la cabeza de la rubia o vaya a saberse de quién y, antes siquiera de meditar que ella de ninguna manera podía tener fuerza para partirla, concentró todo su poder -un poder oculto que le venía a ráfagas, mi genio es demasiado breve (escribiría después) pero de una intensidad capaz de mover montañas- y la separó en dos, dos magníficas mitades que un segundo más tarde, con una sonrisa que no le cabía en la cara, mostraba una en cada mano ante la incredulidad de todos los presentes. Salvo de Alfredo, que siempre había creído en Irene más que ella misma -lo que la obligaba a vencer sus propios límites, ya de por sí exagerados-, de ahí que seguramente iba a decir “yo ya sabía” cuando Irene, mañana, le contara este azaroso descenso, pero ¿por qué imaginarse ella contándoselo como si sólo esa posibilidad le diera sentido a este venir cargando el objeto más suyo que ha tenido desde que tuvo objetos? ¿O desde que tuvo objeto? Shh. No tanto shh que hay varias cositas que aclarar ahora que, según parece, estamos llegando a la hora de la verdad; ante todo, eso de que el objeto sea tuyo.
¿Qué?
Que hay que poseerlos. A los objetos hay que poseerlos. Hacerlos tuyos. ¿Como a las mujeres, tal vez? Nada de mujeres; hay que ganarse el derecho de decir “esta Remington es mía” sin que se nos caiga la cara de vergüenza, eso. Y ella cree que sí. Ahora que está otra vez en tierra firme se siente segura de que se va a ganar ese derecho, como se siente segura de que a su casa llega, aunque sea con la columna rota pero llega.
Al menos ya está en el cordón de la vereda y esto a lo que ella le hace desesperadas señas con el codo es un taxi. Todo marcha viento en popa.
– Vos sola cargando semejante maquinita -dice el taxista, que ha estado observando con interés los complicados movimientos de Irene para ubicar la máquina.
Ella no demuestra haber escuchado; cauta, le da la dirección. Tiene experiencia en taximetreros. A los que son como éste, no contestarles de entrada, si no, se vuelven pegajosos.
– ¿No tenés a nadie para que te ayude, pobrecita? -dice el taxista.
– Tengo -dice Irene, con una sequedad capaz de desalentar al más comedido.
El taxista emite una breve risa. Irene querría chantarle la máquina en la cabeza. Pero no, quedarse en el molde. Es la mejor arma. Los que son como éste van languideciendo por cansancio.
El taxista la observa por el espejo. Se alisa el pelo. Suspira con ostentación.
– Al fin algo como la gente -dice-, hoy no me tocaron más que viejas.
Irene, imperturbable. Está haciendo esfuerzos por sumirse en su interesante mundo interior.
El taxista mira por la ventana.
– Linda nochecita -dice-, por suerte en una hora termino.
Irene no acusa recibo, sabe con qué bueyes ara.
– Va a ser una linda noche para ir a bailar -dice el taximetrero.
Ella está concentrada en el funcionamiento de las mayúsculas. Traban, menos mal.
– ¿No te gusta bailar? -dice el taxista.
– No me gustan los boludos.
Lo dijo, no hay ninguna duda. La frase está flotando en el taxi cerrado, se expande como una niebla, pesa sobre todo lo existente. Algo tiene que ocurrir.
Una muerta. Irene. Todavía no. El hombre maneja mudo, como congelado. Ah, se te acabaron las ganas de hablar, piensa el Sastrecillo Valiente. Pero cada partícula de su cuerpo está en tensión, esperando que algo estalle. No, avanzan petrificados, impenetrables, suspendida en el aire la amenaza de que el más leve movimiento generará una violenta reacción en cadena.
No. Están en la cortada Del Signo, ante su casa. Irene ha pagado y el taxista ha entregado el vuelto en el más completo silencio.
Ahora empieza el baile. Los brazos le duelen y la columna grita con humilde desesperación: ¡Basta! Pero eso no es lo peor. Lo peor es la silenciosa presencia del hombre, la conciencia de esa conciencia que disfruta con cada esfuerzo suyo por sacar la máquina sin ponerse a llorar sobre la vereda. Y ahora este último esfuerzo. Caminar erguida hasta la puerta de su casa, ya que el taxi no se ha movido de allí. La mirada del hombre debe estar clavada en su espalda, lo que obliga a Irene a quedarse ahí, como si por un milagro la puerta fuera a abrirse sola. Ni loca agacharse para dejar la máquina en el suelo y buscar la llave. Esto es ridículo, se dice. Pero sabe que puede morir ahí, erguida como una estatua.
Entonces llega la voz, poderosa, un segundo antes de que el auto arranque.
– ¡Andate a la revoleada y renegrida concha de tu hermana, pelotuda!
La venganza es el placer de los dioses, piensa. Apoya la máquina en el suelo para buscar la llave, si por lo menos estuviera el portero. No. Sus hados quieren que llegue sola hasta el final. Si llega. Va a llegar, aunque muera en el intento. Una energía o furia desproporcionada que no está en relación directa con sus cuarenta y siete kilos sino con algo que a veces cree que lleva en su corazón la está haciendo llegar. Ha salido del ascensor y ha vuelto a apoyar la máquina en el suelo. Ha abierto la puerta de su departamento. Ha cargado de nuevo la máquina y avanza. A las seis y veinte, como quien le pone la firma a una obra desmesurada, apoya la Remington sobre su escritorio.
¿Ninguno desea ver tras los cristales una diminuta copia de jardín? Irene detiene la lectura de “Setenta balcones y ninguna flor” y mira hacia el balcón. La piedra desnuda de tristeza agobia. La frase recién leída fulgura en su cabeza. Cuánto sufro, piensa con regodeo. Tiene doce años y considera que a ningún otro se le ha concedido este don suyo de sentir la poesía hasta el fondo mismo del corazón. Pero algo aún no detectado la incomoda. Ya está: la imagen equivocada que, según el poema, puede dar su balcón. ¿No hay en esta casa una niña novia? ¿No hay algún poeta bobo de ilusiones? Sí, sí, niña novia hay, cómo no, sólo que la egoísta Guirnalda detesta cuidar plantas, cuidar animales, cuidar cualquier cosa viva no parida por ella -lo parido por ella, sí, lo parido por ella lo cuida, lo riega, le ralla zanahorias, le peina el flequillo y lo mira crecer y echar hojas y le esponja las plumas y las alas para que sea feliz, Dios mío, para que sea feliz-, y el viajante generoso que todas las mañanas le daba de comer al canario hace seis meses que se murió dejándola ¡huérfana!, ay. Ni el canario está ya. Siente que los ojos se le llenan de lágrimas. Un poeta nada bobo que a la sazón tiene que estar asomado a una ventana lejana acaba de descubrirla -tristísima- en su sofá, con Los titanes de la poesía universal sobre las rodillas; el poeta comprende en seguida que esto del balcón sin flores ha de ser por una causa secreta y dolorosa ya que una criatura tan delicada -para la ocasión Irene es tirando a lánguida- nunca omitiría las plantas por su propia voluntad, así que se enamora perdidamente de ella. El poeta está por realizar actos insensatos para localizar la casa de la misteriosa y declararle su amor. Irene sabe que la búsqueda va a ser intrincada y desesperante y que el final será glorioso, pero por el momento no tiene muchas ganas de planificar los detalles. Vuelve a la lectura de “Setenta balcones y ninguna flor” y otra amenaza la acecha: el castigo para los que no tienen jardín. Es cruel, el poema lo dice. Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave. ¡Eso no! Besos quiere y también un clave, sea lo que fuere no piensa privarse de nada, placeres clandestinos, famosos actos de heroísmo, la vida estallará como una alegre granada. Así que a los doce años decide que va a tener jardín. Y a los treinta se ha conseguido este lindo balconcito de tres por uno donde en la dorada mañana del 1º de septiembre, recién regados y pimpantes, fulguran al sol un malvón pensamiento, una alegría del hogar, un incipiente gajo de enamorada del muro, otros verdores inciertos y esta azalea que Irene, con la regadera a un costado y en cuclillas, contempla embelesada. Ya que acaba de dar su primer pimpollo.
– Qué manera de teclear toda la santa noche.
Irene se irguió de golpe. La vecina la observaba con cierta curiosidad desde el balcón de la derecha.
– Estaba mirando la azalea -explicó un poco agitada.
Y también pensando (no explicó) en una insensata decisión de su infancia y en el vendedor de plantas que al final de cuentas no tenía razón. Yuyo loco la azalea, le había dicho, florece cuando se le canta, pero ésta había resultado de lo más legal con su primer pimpollo apareciendo justo en este radiante día de septiembre, después de una noche de vigilia, ella colmada de sí misma, sin disonancias detectables entre su, por lo común demente, energía cinética y las explosiones -¿por lo común dementes?- de su imaginación.
– Está realmente preciosa -dijo cortés la vecina; era solidaria y servicial y preparaba dulce de quinotos y tortas fritas que amable ofrecía por el hueco de los dos balcones. Atenciones a las que Irene solía retribuir con novelas en lo posible emocionantes y no muy modernas; las dos eran buenas vecinas al fin, gente cordial y sencilla que sale a los balcones floridos a conversar y hacer calceta, ah, paraíso perdido-. ¿Qué abono le ponés?
Valsecitos, pensó Irene, y se le ocurrió que tal vez el vendedor de plantas había hablado en otro sentido y entonces sí, cómo no, a esta azalea bien que se le había cantado. Pasodobles y boleros y esas cosas que ella solía canturrear por las mañanas: era festiva por las mañanas, que tenían algo de anunciación y de esperanza.
– Bosta de vaca -dijo.
– ¡Bosta de vaca! -la vecina parecía conmovida. Pero al fin y al cabo la admiraba; con cierta humildad aportó-: A mí me dijeron que la de caballo era muy buena.
– La de vaca es mejor -dijo con seguridad Irene-. Tiene más vitaminas. A mí me la consigue un primo del campo. Le voy a pasar un poco cuando me traiga.
Su imaginación era imparable esta mañana. Aún conservaba en la yema de los dedos esta sensación de haber podido escribir con luminosidad inusual, con palabras centelleantes, con una música interna que persistía en su cabeza, cosas que en noches de insomnio había tramado y que pasajeramente, más de una vez, le habían hecho sentir que ella también iba a encontrar su lugar en la tierra.
– Te lo agradecería mucho -dijo la vecina; hizo una pausa meditativa y dijo-: Pensar que estamos una al lado de la otra, tan solas las dos, ¿no?, y en el fondo nos conocemos tan poco. Te voy a decir la verdad; en los siete meses que vivo aquí, ni me había enterado que vos escribías a máquina.
– A veces me prestaban una -dijo Irene, lacónica; no tenía el más mínimo interés en revelar lo que sin duda la vecina quería saber: qué significa esta noche de desvelos, qué escribe ella, desde cuándo, para qué-. Pero me parece que desde que usted vive acá…
Estuve papando moscas, pensó con horror. Siete meses papando moscas, esperando el regalo de Alfredo o esperando al mesías, dejando que torrentes de sí misma se derramaran sin destino. Desde aquella tarde agorera que había empezado con un viaje en colectivo, apretujados los dos en un asiento para uno, cuando ella había tratado de explicarle a Alfredo, y no por primera vez, lo angustioso que era el segundo principio de la termodinámica.
(-No te imaginás -le había dicho-, no te podés imaginar nada más angustioso.
– No me voy a imaginar -dijo Alfredo-. Con lo que me deprime a mí el teorema de Pitágoras.
– No seas animal, no es para burlarse -dijo Irene en voz bastante alta porque acababa de advertir, complacida, que una mujer corpulenta los observaba con reprobación-. La entropía del universo aumenta siempre, te das cuenta. Es espantoso.
Alfredo giró la cabeza y le susurró a la mujer corpulenta: “Está loca”. La mujer desvió la vista con gesto digno e Irene tuvo que reprimir un relincho de felicidad.
– ¿Cómo aumenta? -él había vuelto a mirarla, imperturbable-. Explicame bien.
Entonces Irene abrió un boquete en su alegría, husmeó, huroneó, fisgoneó hasta recuperar el horror de doce años atrás -ella, precoz estudiante de física-, cuando concibió la fatalidad anidando en la ley de entropía, soles que iban a arder inútilmente hasta apagarse, ríos que se afanaban día y noche para nada, tanta energía dilapidándose silenciosa sin que ella pudiera hacer nada por rescatarla. Pero metódica al fin, decidió comenzar su explicación con cierto orden: sacó un lápiz de la cartera, apoyó su boleto sobre El concepto de la angustia, que Alfredo llevaba sobre las rodillas, y en el boleto anotó:
– Ves -empezó, didáctica-, delta S es el aumento de entropía, diferencial de Q es el calor, y T
Él la frenó con aire ofendido.
– Ah, no, Irene. No me vengas con formulitas a mí, nada menos que a tu pobre abuelo -la mujer los miró con asco y se fue para el fondo-. Algo concreto, a ver, mi entropía. Cómo aumenta mi entropía mientras estoy acá sentado.
Irene pensó que las palabras que él había pronunciado -un código secreto, escribiría después, juegos que sólo para mi tienen un sentido y que parecen armar a mi alrededor una especie de refugio; el amor, ciertos momentos del amor o del entendimiento fraguan un pasajero refugio en el que uno puede guarecerse de todo lo que le da miedo; ah, de cuántas palabras de Alfredo está construida mi guarida-, esas palabras no estaban destinadas a perderse porque en un rincón de este colectivo habían armado un aura de alegría dentro de la cual ella podía sentirse fugazmente inmortal. Y dijo:
– No, bárbaro. No se trata de tu entropía. ¿Te das cuenta que sos un ególatra sin remedio?
Y como en ese momento advirtieron que tenían que bajarse y como en la sastrería donde Alfredo debía comprarse un mundano traje no hablaron precisamente de entropías, Alfredo sólo retomó el tema una media hora después, en la mesa de un café y en el momento exacto en que Irene le daba el primer mordiscón aun especial con tomate y mayonesa. Se ve que se quedó con la sangre en el ojo, reflexionó Irene, porque era evidente que él ahora estaba enojado. Delta jota igual a diferencial de equis menos integral de las pelotas, decía él que ella decía muy suelta de cuerpo, pero ¿se daba cuenta de que debajo de esa fórmula lo que acechaba (lo que ella se negaba a ver) era la certidumbre de la muerte? Glup. Su muerte, ahí estaba el verdadero carozo de la mandarina. (Pero si las mandarinas no tienen carozo, razonó la cabeza de Irene, a pesar suyo.) Era ella quien se iba a morir mientras los soles seguían ardiendo y los ríos corriendo, era su propia energía la que se derramaba sin dejar rastros, y para saber eso no hacía falta ninguna integral, más bien lodo lo contrario. Y ya sabía, pedazo de tarada, que las mandarinas no tienen carozo, pero si era de esto precisamente de lo que hablaba. De esa tendencia de ella a refugiarse en la lógica justo cuando las papas queman -algo así como: las mandarinas no tienen carozo, luego, aún es tiempo de comernos parsimoniosamente el sándwich-, de esa facilidad de ella para organizarlo todo en fórmulas, esto acá, aquello allá, no vaya a mezclársenos el especial de tomate con la muerte, eso era justamente el muro de piedra (¿se acordaría al menos la bruta, la masticadora, la asquerosa rumiante, del muro de piedra del que hablaba el hombre del subsuelo?), su propio y exclusivo muro de piedra que la separaba del motivo real de la angustia. Debí haberlo sospechado, se dijo Irene, mirando con rencor el tomito verde que yacía ahora sobre la mesa; Alfredo nunca trae un libro en vano. En qué resquicio de este viaje al Centro con el frágil motivo de comprarse un traje (se había preguntado ella cuando lo vio aparecer en la esquina de Medrano y Rivadavia y miró subrepticiamente el título), en qué recodo pensaría él ponerse a leer a Kierkegaard, ¡flor de recreíto! Incomprensible eso de leer en los colectivos y en los trenes, pensaba Irene, para quien cualquier simulacro de viaje era una especie de remanso, un paréntesis, un pasadizo que la sacaba del camino de la vida y en el que apacible se podía entregar al placer de ser conducida; para no hablar de los aviones, en los que la embriaguez era casi voluptuosa: a diez mil metros de todo lo que la ataba a la tierra, eximida de impedir posibles catástrofes, ignorante de cómo se manejaba un avión y aun de la cara y humanas contradicciones del piloto, podía hundirse en el goce de confiar su destino -y el destino de los otros- en manos de un perfecto desconocido. Pero Alfredo desconfiaba de los desconocidos, y mucho más de los beneficios de la calma. Estaba irrumpiendo sin el menor respeto en su pequeño baluarte cristalino. ¿No se daba cuenta de que Irene se había reservado para el final la parte con más tomate y más mayonesa? Ya sabía, sí, en algún lugar de su cabeza ya sabía todo lo que él le estaba diciendo, ¿acaso no seguía siendo su alumna dilecta? La que se animaba a comprenderlo todo. ¿Sin escandalizarse? ¿La que se animaba a no escandalizarse aun sin comprender? ¿Hasta comprender? Su cabeza divagó, clasificó, trató de vislumbrar una intersección, una zona de verdad. No era lo que él le estaba diciendo, no. No era eso lo que le estaba produciendo este vago malestar. Era otra cosa imprecisa que se vinculaba con soles que arderían fortuitamente pero que le concernía nada más que a ella. Sólo que ¿cómo darle forma para que él lo entendiera? ¿Y quería realmente que él la entendiera? Presintió un riesgo, algo que le daba miedo. ¿Ahora todavía no? Vaciló, iba a llevarse a la boca el último bocado pero se detuvo. Una decisión certera como un rayo la hizo ocupar un lugar en el espacio.
– Ya sé lo que quiero que me regales para mi cumpleaños -dijo.
Y por unos segundos tuvo la ilusión de que el sentido de su vida estaba resuelto para siempre.)
– ¿Pero qué cosas escribís? -dijo la vecina.
Irene se puso en guardia. Cómo explicarle esto que ahora mismo, aturdida por el canto dorado de la mañana, aún la aureolaba, cómo contarle que ella a veces se sentía capaz de arrancar ciertos acordes secretos del universo, que en mañanas como ésta, a punto de vislumbrarse un sentido -ni más imposible ni más alcanzable que el de la muchacha que en este momento empujaba pensativa el cochecito de su bebé por la cortada Del Signo-, creía posible decirles a otras mujeres y a otros hombres cosas que a ella le parecía conocer de las mujeres y los hombres.
– Cosas, qué sé yo -se rió para que todo volviera a la normalidad.
Porque lo que en el fondo temía, si le confesaba la verdad a la vecina (o lo que en esta mañana azul creía la verdad), era la pérdida de estos remansos o transitorios cielos cotidianos, ya que tal vez entonces la vecina nunca más se atrevería a conversar con ella acerca del dulce de quinotos o de la bosta de vaca.
– Lo que pasa es que me la regalaron ayer, por eso tanto entusiasmo.
Aunque tal vez era todavía peor. Confesarle la verdad a la vecina la ataba a que esta noche de vigilia no fuera algo casual, un mero desprendimiento de su euforia por haber cargado los catorce kilos doscientos de su Remington. O de su necesidad de deslumbrar al hombre que ahora seguramente estaría celebrando a una adolescente implacable, toda futuro y palabras de grandeza. Porque la vecina sin duda creería en ella, en sus palabras de alto vuelo, y eso la ligaría a esta noche azarosa como a un destino. ¿Y qué es un destino?, se preguntó siempre hábil para instalar una fuente de especulaciones cuando las papas quemaban. Como si la dificultad de la respuesta, o la astucia de haber ideado el interrogante oportuno, la eximiera de esta vergüenza de no haber tenido el coraje de picar alto, siquiera, para mentirle a la vecina.
– ¿El hombre rubio?
– ¿Qué?
– Si te la regaló el hombre rubio.
Irene sonrió apenas. La vecina se había desviado por un atajo que sin duda le resultaba más interesante.
– Sí.
– ¿Hace mucho que lo conocés?
Alerta. Este camino también era peligroso. Trece años. Decir la verdad era caerse en la historia de la vecina, cuyos incidentes le venía contando entre tortas fritas de balcón a balcón, porque es tan bueno desahogarse con alguien, ¿no te parece? Con Rodolfo, la vecina no se podía desahogar porque era tan sensible, cualquier cosa lo afectaba. Rodolfo era casado, la visitaba desde hacía ocho años, y era terriblemente sensible: cualquier reproche lo afectaba horrores. Encima venía lleno de problemas: la mujer que no lo comprendía, los viajes intempestivos. Pero el día menos pensado los problemas se acababan; él arreglaba un montón de compromisos, se separaba de la mujer y se venía a vivir con ella. Minga, había pensado Irene; éste no se separa más en la vida, querida. Y qué iba a pensar la vecina de ese hombre rubio que desde hacía trece años. Minga.
– Más o menos -dijo con ambigüedad.
– Es medio raro, ¿no? -dijo la vecina.
A Irene le dio risa. Se vio contándole la opinión de la vecina a Alfredo. Dijo que eras medio raro. Una risa bárbara.
– Tiene sus cosas -dijo-. Pero es amoroso.
– ¿No se piensa casar?
– No sé si se piensa casar -lo dijo con demasiada violencia, pero ya era tarde-. Al menos yo, no tengo intenciones de casarme en mi vida.
Y advirtió con alarma que ahora ya no podría sacarse de la cabeza lo que, con habilidad, había estado eludiendo toda la noche. El sol le daba de frente y se estaba poniendo molesto. Tenía que encontrar un pretexto para entrar de una buena vez, no se iba a quedar en el balcón toda la mañana.
– Hacés bien -dijo la vecina-. Todos los hombres son unos canallas.
Irene sintió una furia helada.
– Son tan canallas como usted y como yo -sabía perfectamente que ésa era una violencia ridícula-. Tan canallas como cualquiera. ¿Se da cuenta de que nadie tiene la culpa de lo que le pasa a usted? ¿No se da cuenta de que se está jodiendo la vida porque se le da la gana?
Vio cómo saltaban las lágrimas en los ojos de la vecina, y se odió. Esa que ahora lloraba en silencio era una mujer apacible y pródiga que preparaba lentos guisos con pimentón y laurel. ¿Cómo podía conocer Irene, con qué derecho podía juzgar su recóndita idea de la felicidad? Entonces la vecina gritó:
– ¡Ahí está!
– Quién -dijo Irene.
Y en el preciso momento en que la otra, jugada al fin, dijo “tu novio”, Irene lo vio a Alfredo, quien se acercaba lo más campante por la vereda del mercado.
– ¡Desgraciada! -le gritó, con tanta fuerza que la otra vecina, la de la izquierda, culta asistente a cursillos sobre historia del arte y también a algunas conferencias de ese profesor rubio tan brillante a quien he visto con usted, Irene, la vecina de la izquierda levantó la vista del geranio cuyas hojas estaba lustrando-. Me hacés ir hasta el culo del mundo y resulta que la máquina te la trajiste al hombro.
Las hilachas de odio desaparecieron como por encanto, el mundo se transformó en un lugar habitable e Irene lo saludó con la mano, momentáneamente olvidada de la vecina, de la adolescente jetona y también de las cúspides doradas a las que se había encaramado la noche anterior.
Abrió la puerta, puro júbilo y deseo. En seguida iba a contarle en detalle -acicateando livianamente, como por mero rito, la conciencia de Alfredo- su aventura con la máquina de escribir, y después iba a escuchar en detalle -y un fantasma se haría humo- la aventura de él con esa chica llamada Cecilia, de quien todo lo que conocía hasta ese momento eran un gesto de fastidio, la acechante paciencia y su aversión al imperativo categórico. Pero no. Lo primero que dijo Alfredo al entrar fue:
– ¿A que no sabés con quién me encontré ayer?
Irene se desconcertó. Su interés apuntaba por anticipado en otra dirección; no estaba en condiciones de sentir curiosidad por un hecho imprevisto. Sólo le prestó atención al singular del verbo: “Encontré”. Con quién me encontré, nada de “nos encontramos”. Pero desechó el dato por inútil. Para Alfredo, la primera persona del plural venía a ser una especie de arcaísmo, como si nunca lo abandonara la sensación de que todo lo que vivía, así estuviese acompañado por una multitud, lo vivía solo.
– ¿Ayer, cuándo? -preguntó, con la esperanza de que la respuesta arrojara alguna luz sobre la existencia de Cecilia.
En la kitchenette, puso a calentar el café.
– ¿Y eso qué importancia tiene? -dijo Alfredo con cierta irritación, y se sentó mirando hacia la kitchenette. O sea de espaldas al escritorio con la Remington. Atajo clausurado.
– No, ninguna -dijo Irene; se sentó frente a Alfredo-. Dale, contame. Soy toda oídos.
Pero no era cierto. Estaba contrariada. Tanto trabajo desbaratado en un segundo porque Alfredo había instalado desde el vamos un nuevo centro de atención y ni siquiera había mencionado a la mirona. Sin embargo, ella puso todo su cuerpo en actitud de escuchar. Los antebrazos sobre la mesa, el tronco un poco volcado hacia adelante, la cara alerta. ¿Y esto no era un modo de la traición? Fingir que anhelaba una futura historia que a él sí parecía importarle mucho, como parecía importarle mucho -se le notaba desde que había entrado- compartirla por fin con ella, ¿no era acaso un modo de la traición? ¿Y podía Irene confesarse de cuántas traiciones como ésta estaba hecha su inquebrantable fidelidad? “¡No!”, exclamó efusiva cuando él se lo dijo, haciendo hincapié en la impresión que le había causado verlo, después de doce años, con su inalterable sonrisa cínica y blanquísima. “¿Pero te saludó él primero?”, mientras internamente buscaba la forma de averiguar (sin cometer la vulgaridad de preguntárselo) si la mirona estaba ahí, si había sido vista junto a Alfredo en este encuentro inesperado. “Fue algo mutuo”, dijo él, y le contó que venían caminando en direcciones opuestas y prácticamente se toparon, se quedaron como paralizados o aturdidos, uno frente al otro, sin saber bien qué decir. O emocionados, escribiría Irene, súbitamente absueltos de toda angustia por la momentánea ilusión de que ahora podían sentirse menos solos en el mundo, ¿o hay acaso sosiego mayor que el de saber que en alguna parte hay una inteligencia capaz de comprendernos? “Me impresionó lo viejo que está”, dijo Alfredo, y se rió porque en realidad había sido Enrique Ram, dijo, quien se fijó en el pelo encanecido de Alfredo y en los surcos de su cara, y dijo: “Pero usted está mucho más viejo, Etchart”. Hubo una ráfaga, algo fugazmente desgarrador, cuando Irene lo miró a Alfredo con los ojos de doce años después, y tal vez también a ella misma, a lo que ellos dos habían sido, como vistos doce años después. “Siempre el mismo hijo de puta”, dijo risueña, ya que en cierto modo estaba haciendo un esfuerzo por entender este encuentro en el mismo sentido y con la misma intensidad con que Alfredo se lo estaba contando. ¿O él no había venido para eso?, escribiría. Para compartir con la única persona que en cierto modo podía entenderlo un encuentro que para él había sido conmovedor aunque por pudor no lo diría, ni creía necesario decírselo a Irene para que ella lo entendiera. ¿Y esto no era acaso un modo del amor? Estar escuchándolo ella porque él necesitaba ser escuchado ¿no era un modo del amor? Como era un modo del amor que él se hubiese acordado súbitamente de la Remington sólo porque necesitaba un pretexto para venir a compartir con ella, y sólo con ella, lo único que de verdad le importaba. Y esto entonces no era la historia de dos mentiras, o de dos traiciones, sino una única e incomparable historia de amor. Así que Irene trataba ahora de escucharlo con verdadero interés. Aunque sin conseguirlo del todo ya que lo más creativo de su cerebro estaba alerta, acechando el momento en que Ram fijará su mirada en la adolescente que acompaña al de pelo encanecido y hará algún comentario mordaz que, tal vez, hasta aludirá a otra adolescente brillante e incisiva -pensó la modesta-, o simplemente lo mirará con sorna a Alfredo como diciéndole usted siempre el mismo degenerado, Etchart, aunque se las dé de humanista, en el fondo lo único que necesita es una mujercita fresca al lado que lo haga creer que todavía es joven. Nada. Lo que Alfredo le estaba señalando era que Ram, pese a su habitual tono irónico, parecía realmente contento de haberlo encontrado. “¿Pero no te hizo ningún comentario sobre el asunto de su mujer?”, preguntó Irene con interés real ahora, ya que guardaba intacto en su memoria -y no sólo ella- el escándalo estallando doce años atrás, la desencadenada furia de Ram, su dureza al desheredar al hijo dilecto; y le costaba creer que tanta llamarada no hubiese dejado huella. Aunque tal vez, escribiría, Marina de Ram había sido un mero pretexto, ya que todo terminó tres meses después sin dejar rastros aparentes. Y lo único que Alfredo había estado buscando era romper ferozmente con un vínculo en el cual siempre seguiría siendo el alumno; ruptura o traición que lo dejó huérfano por segunda vez pero que era el precio de las noches que siguieron, noches en las que, irreparablemente solo, buscaba en la oscuridad las palabras que configurarían este lento legado que era él, que era lo que él tenía que decirles a los hombres, donde entraban otros legados, y también su propia tormentosa visión del hombre contemporáneo, y también, por qué no, esta traición y otras traiciones o actos de piedad o de amor que van tramando la historia secreta de los humanos, todo lo que tal vez conformaría su inédita concepción de humanista raro y despiadado, sabiendo que nadie, ningún maestro o dios podría legitimar tanta búsqueda en la vigilia. Pero Alfredo dijo que no, que ni siquiera se había mencionado el asunto de la mujer de Ram, y que buen favor le había hecho él: con el odio que ella le tenía entonces a Ram -y que en camas compartidas él le fue desarmando, explicándole por qué ciertos hombres, acosados por una lucidez que los deja irremediablemente solos, tienen la perversa compulsión de ser crueles, y sin embargo necesitan protección, necesitan también ellos ser redimidos por el amor aunque nunca se animen a confesarlo-, hubiera terminado haciéndole una porquería. “¿Y qué te creés que le hizo?”, dijo Irene, mientras empezaba a alarmarla en serio que Cecilia todavía no hubiese entrado en la narración. “Eso no se lo hizo ella; se lo hice yo. ¿Te das cuenta de la diferencia?” Irene se daba cuenta, cierta parte de su cabeza reconocía que eso era verdad, el engaño de la mujer de Ram no significaba nada, como si entre los dos hombres le estuviesen negando la gracia de toda voluntad: esto era sólo un problema entre ellos dos. Pero su zona más lógica estaba tratando de analizar las posibles razones de la ausencia de Cecilia en este relato. Podía ser que él no la hubiese mencionado porque en realidad no estaba; lo que no significaba gran cosa ya que a lo mejor todavía no había llegado (digamos que el encuentro se había producido cuando Alfredo iba hacia el barcito) o se había ido a la casa por algo -¿avisarle a la madre que hoy iba a dormir en la casa de una compañera?-. O tal vez ya estaba en el barcito y Alfredo sólo había salido a comprar cigarrillos cuando se topó con Ram. Pero también podía ocurrir que Cecilia hubiese estado allí, junto a Alfredo, que todo el tiempo hubiese estado allí mientras Alfredo le contaba a ella el encuentro, que siempre volviese a estar allí cuando él recordara ese momento. Contrariada, o alegre, o envanecida, ¿constituyendo algo tan privado, tan incomunicable que Alfredo no podía contárselo a ella? Aunque tal vez, escribiría, él ni siquiera se acordaba de que a su costado había una adolescente mirona, incapaz todavía de darle un signo a lo que ocurría y hasta ignorante de quién era ese viejo cínico de dientes blanquísimos. Y lo único que a él le importaba era lo que ahora, tomando café de espaldas a la Remington, le estaba contando: la velada aunque inocultable exaltación de Ram al referirse a “esa Anti-Estética suya tan reveladora”, el recatado respeto “aun cuando yo no coincido para nada con su visión del mundo, Etchart, usted lo sabe”, frases que pasajeramente lo hacían sentirse menos solo. ¿O acaso Irene ignoraba que, al escribir ciertas páginas, Alfredo esperaba en secreto que Ram las leyese, como si lo volviese menos vulnerable saber que en algún sitio, aunque aun lo odiara, Ram seguía comprendiéndolo, del mismo modo que él comprendía ciertos textos del viejo cínico, como hilos tendidos, que aún lo hacían sonreír, o putearlo, o francamente maravillarse? Entonces la confirmación de que ese diálogo silencioso había existido era lo único que le importaba, al punto que había olvidado por completo que a su lado había habido una adolescente jetona. ¡Pamplinas!, dijo su ángel negro, que tanto se había nutrido de las novelas de la Condesa de Segur como -ya se verá- en los potreros donde habría defendido con dignidad la auriazul camiseta de Boca Juniors, o en las peligrosas herejías de Gombrowicz. ¡Pamplinas! Lo que pasa es que esta vez el gran pelotudo está metido hasta las verijas con la moderna colegiala.
– Epa -dijo Alfredo-. ¿Siempre apoyas así la taza?
Irene observó un poco admirada el fragmento que le había quedado en la mano y que educadamente aún sostenía por el asa mientras el otro pedazo yacía sobre la mesa, en un minúsculo charquito de café.
– Qué forzuda soy, viste -dijo.
– Vamos a ver -Alfredo suspiró-, qué es lo que hice mal esta vez. Porque ya vi que estabas distraída todo el tiempo.
– Eh, ¿qué te creés? -dijo Irene-. ¿Que mi fuerza se manifiesta sólo cuando estoy chinchuda por algo? -no se rió-. Sí, mi fuerza se manifiesta sólo cuando estoy chinchuda por algo -prolijamente se puso a recoger los fragmentos de la taza-. Pero ya está -los tiró a la basura-. Contame, ¿cómo terminó lo de Ram?
– Se va a Córdoba por un mes. El 1º de octubre a las siete en punto me espera en su casa. Hombre ordenado, si los hay. Bueno, ¿qué pasa?
– ¿Y ni siquiera te preguntó por mí?
– Nos vimos apenas un minuto. Además esas cosas nunca se preguntan: es peligroso.
Cierto, pensó Irene; por qué iba a pensar que después de trece años todavía estábamos juntos. Una súbita conciencia de precariedad la arrasó.
– ¡Ya está! ¡La máquina! -Alfredo se había dado un manotazo en la frente. Se puso de pie-. Ni siquiera te admiré la máquina.
– ¿Te creés que soy tarada? -dijo Irene.
– Sí -dijo Alfredo, junto al escritorio; levantó un momento la Remington -. A la puta, lo que puede la voluntad -se rió-. O el odio.
Irene se le plantó enfrente, con las manos sobre las caderas.
– ¿Sabés lo que me indigna de vos? -dijo-. Que estés tan seguro de que la traje sola.
La mirada de él se tornó durante un segundo amenazadora. De modo que lo que a Irene le restaba decir: “¿Cómo puede ser que ni siquiera se te cruce por la cabeza que alguien pudo haberme ayudado?” quedó allí, entre los trastos de lo que no se animaba a pronunciar. A veces le daba la impresión de que Alfredo, que se atrevía a pensar en casi todas las cosas, ni siquiera podía concebir una posible infidelidad de ella.
Él sin duda creía conocerla, porque su mirada volvió a hacerse familiar.
– Porque te conozco -dijo-. Sos capaz de llevarte a babuchas un rinoceronte si de lo que se trata es de demostrar algo -echó una rápida ojeada al papel que estaba en la máquina-. O de demostrarte algo -su mirada se hizo apenas pecaminosa e Irene abrió su cola de pavo real-. Además el viejo me contó. Me dijo que la petisita ésa tan vivaracha, dijo así, te juro, se había ido cargando sola con la máquina. Dijo que te cuide, que una chica así vale oro, él sabía por qué me lo estaba diciendo.
– ¿Y qué te creías? ¿Que me iba a quedar esperando que vos terminaras de educar a todas las analfabetas que andan sueltas por el mundo?
Él se acercó apenas y hubo un viraje, algo en la mirada de él que anunciaba la iniciación de un rito.
– Así me gusta verte, a los cadenazos y con todos los pájaros volados.
Y ella, como ante un espejo, se vio resplandecer de pies a cabeza, aleteó y se hermoseó y se volvió deseable y hambrienta, como si esa mirada corruptora y turbia, que parecía tocarla mucho antes de que las manos de él estuvieran sobre su cuerpo, tuviera la virtud de renacerla, de tornarla pecadora y dichosa de cuerpo entero. Aunque esto era sólo el comienzo del placer. Aún habría que atravesar napas, cruzar ríos, abrirse paso entre arenas movedizas y trabajados cristales para despertar en ella el lento, el acechante animal lujurioso. Pero él conocía el secreto, los recónditos acordes de ese cuerpo, él sabía desarmar las tramas que sabiamente iba urdiendo la sacerdotisa. Como ella conocía y gozaba el milagro de que el diurno buceador de almas ajenas dejara paso a este libidinoso, a este experto violador que, paciente y desconsiderado, la iba transformando, la iba corrompiendo, la hacía perder la conciencia de sí misma, olvidarse del frío cristal que era ella misma y gemir ronca, degeneradamente.
Fue mientras terminaba de vestirse a los apurones, porque fatalmente iba a llegar tarde a la Caja, que Irene se lo preguntó.
– Y cómo va eso -dijo.
– No sé -Alfredo tomaba café y la miraba ajetrearse para ir a trabajar como se observan los saltitos inexplicables de una langosta-. Me parece que se está enamorando de mí.
– Mirá la novedad.
– No, no entendés, no es tan fácil. Ella ni sabe que se está enamorando de mí, más bien cree que me detesta.
– Por favor, Alfredo -Irene se rió con ganas mientras buscaba en el placard la ropa que se iba a poner-, no puedo creerlo. Un hombre con tu experiencia decir semejante estupidez. ¿Querés que te diga una cosa? Vos no entendés a las mujeres -encontró la camisa que buscaba y se acercó un momento al diván-. ¿Y por qué te detesta?
– Dice que vive en suspenso -Alfredo había terminado el café y ahora yacía a lo croto, con las manos bajo la nuca-. Que la vida ahora no existe para ella mientras yo no aparezco.
Irene hizo un imperceptible gesto de desdén ante el espejo.
– Eso les pasa a todas -dijo, y algo la enfureció. Algo que no tuvo tiempo de analizar porque estaba comprobando que el cierre del vaquero se había trabado.
– Es que ésta se enoja porque le pasa. Es medio resentida, entendés. La cuestión es que en los últimos días no tengo tiempo para nada. En fin, modestamente, vos tenés una idea de lo que es conocerme a mí cuando se tienen diecisiete años.
– Tengo -de un tirón se subió el cierre hasta el tope.
– Pero hay una cosa en la que no pensás, Irene. Yo tengo cuarenta y tres años, te das cuenta. No sé si todavía soy aquel que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana.
– Y, sí, debe ser peliagudo -dijo Irene distraída; sacó una bolsita de la cartera.
– Peliagudo -Alfredo se rascó la cabeza-. Decís cada palabra vos. No es peliagudo, oíme, da miedo. El otro día me preguntó si cuando yo era chico había tranvías a caballo. No te rías, es patético. No sabe lo que es un tranvía, le parece que cuando era muy chica vio uno pero no sabe bien si lo vio o lo soñó. Qué puede saber de mí. Yo le hablo y abre unos ojos de este tamaño y me dice que sí. A todo. Pero es como si yo le hablara de otro planeta.
– Claro. Seguro que nunca escuchó Los Pérez García. De qué van a hablar.
– ¿Los Pérez García? No puede creer que hace veinte años no había televisión.
– Pero había, yo me acuerdo. Una tía mía tenía y todo.
– Pero andá que te cure Lola, vos y tu tía -él encendió un cigarrillo-. Vos no me comprendés, Irene. Y si vos no me comprendés.
– Lo comprendo, profesor -dijo Irene mientras con sumo cuidado le sacaba punta al lápiz delineador-. Pero se me ocurre que no es para tanto. Juraría que todavía te queda resto para volverla loca a esa chica, aunque ella ni siquiera sueñe lo que era el ruido de los tranvías a la noche. ¿Puedo hacerte una pregunta de carácter técnico?
– Sonamos.
– ¿Ya te acostaste con ella?
– ¿Pero te das cuenta de que las mujeres son seres inferiores? Te estoy hablando de un problema crucial, algo así como la no justificación de mi vida, y vos me salís con esa pavada.
– No es una pavada. Porque para ella no es una pavada -dejó de sacarle punta al lápiz y lo miró-. Y para vos tampoco.
– ¿Para mí?
– Y, no sé, nunca me acosté con una adolescente pero me imagino que debe ser, qué sé yo, algo muy especial.
– ¿En qué etapa de la adolescente, seré curioso?
– ¿Cómo en qué etapa?
– Escuchame, Irene, ¿vos tenés alguna idea de lo que es acostarse con una virgen?
– He sido virgen.
– Sí, claro, pero yo digo acostarse con. No tenés ni idea de lo delicado que es, todo lo que hay que tener en cuenta.
– Eso te pasará a vos. Yo me acuerdo que cuando tenía catorce años leí Los gobernantes del rocío. Vieras, la chica abría las piernas y zácate, momento sagrado. Gran alegría. Para ella y para él, una suponía. Después gran mensaje final esperanzado acerca del hijo, que en el libro venía a ser el futuro, un mundo mejor y todo eso.
– Claro, sí, también están los que lo hacen a lo bruto. Lo triste es que uno tiene su estilo. Y ellas esperan. ¿Qué esperan? No se sabe. Tienen una especie de idea grandiosa, no sé. Vos les decís que se cuelguen de la araña y se cuelgan de la araña, pero no saben bien para qué, ni por qué no, ni qué quieren.
– Sonso. Una mujer llega a la cama totalmente en ayunas. Piensa que sólo para ella las cosas son tan difíciles. Que para las otras todo habrá sido soplar y hacer botellas. Qué te puedo decir: una llega con una idea muy lírica y una gran ignorancia.
– No, eso era antes. Ahora es peor. Antes se sentían grandes pecadoras. Creían que estaban haciendo algo prohibido y sublime. Ahora creen que es sano. Se lo han dicho en la escuela, no sé. Saben las palabras de todo, pero no tienen ni idea de a qué aplicarlas, ni cuándo.
– Es lo mismo, Alfredo. Una anda a tientas. Te enseñan todo o te ocultan todo -a toda velocidad, se empezó a pintar un ojo-. Pero nadie te dice lo único que hay que saber. Que el amor, como todo lo demás, es un largo aprendizaje. Hablo de todo eso que hace que sientas el cuerpo, no sé, como una campana. O como una copa de cristal. Que cada pequeño roce lo haga vibrar y no haya dos veces en que vibre de la misma manera -se dio vuelta-. En fin, qué van a saber ustedes de esas cosas.
– No me mires la bragueta. Más te quisieras.
– La verdad que debe ser raro, no -e Irene se empezó a delinear el otro ojo-. Como sentir todo en un solo punto, y que para colmo está fuera de uno.
– Cómo, fuera de uno. Estará fuera de vos, tarada.
– Bueno, igual a mí me preocuparía mucho eso de tener algo que no puedo gobernar a voluntad. Yo haría largos ejercicios de concentración, a ver si consigo que la cosa se levante cuando quiero -y empezó a contar las monedas para el colectivo-. En fin, se ve que la naturaleza es sabia. Yo como hombre sería un fracaso, me parece.
– Te acostumbrarías, mirá. Tiene su encanto, para qué nos vamos a engañar.
– Me imagino, sí -dijo Irene, y le dio un ligero beso de despedida. Desde la puerta, sacudió el dedo índice y se animó a decir-: Y sé una cosa que la Cecilia ésa ni siquiera puede soñar. Lo que es tener diecisiete años y conocerte a vos cuando todavía te las podías dar de pendejo.
Y recordó una tarde por Lavalle, corriendo los dos abrazados bajo la lluvia, casi aullantes de felicidad porque acababan de escandalizar a un mueblero.
– Bueno, no te vas a creer que conocerme a los cuarenta y tres es una experiencia desdeñable -dijo él, antes de que Irene cerrara la puerta.
(La lluvia había estallado como un himno y corrieron a refugiarse a una mueblería. Un hombre pelado de impecable traje gris y sonrisa servil se les acercó con pasitos de pájaro. Se llevó una mano al pecho y les hizo una reverencia.
– Qué desea, señor-dijo, obsequioso.
– Una cama.
La respuesta de Alfredo fue tan rápida e inesperada que Irene, cautelosa, lo observó de reojo. Entonces él le dirigió una franca mirada libidinosa. Tal vez hay que hacer notar que Irene, a los diecisiete años, podía parecer de trece. Mojada por la lluvia, los ojos sin pintar.
El mueblero sin duda había advertido la mirada porque desvió la vista con aire culpable.
– ¿De una plaza? -dijo, para hacerse el disimulado.
– De dos -dijo Alfredo, y puso los ojos en blanco-. Si no hay de tres, ja, ja.
El hombre los estudió con desconfianza. Joven degenerado y nínfula corrompida, pensó Irene que el hombre pensaba.
– ¿Algo así? -el hombre señalaba con desgano una cama versallesca.
Alfredo levantó el colchón y revisó el elástico con aire entendido.
– El elástico parece excelente -dictaminó al fin.
– ¡Y el capitoné! -dijo Irene, ya totalmente posesionada.
– Sí, el capitoné también es muy sólido -dijo Alfredo, sin dar muestras de que se movía en suelo resbaladizo.
El mueblero lo fulminó con la mirada.
Señor -dijo, señalando el respaldo tapizado-, el capitoné es de raso de pura seda natural, como podrá apreciar.
– Lo estoy apreciando, señor -dijo Alfredo con gran presencia de ánimo-, y le diré que me parece un poco delicado para el uso. ¿No tendrá algo más rústico?
No, rústico nada; ¿tal vez el señor desearía ver algo escandinavo? No, demasiado moderno, demasiado moderno para el pasatiempo más antiguo, je, je.
– Je, je -replicó el mueblero, desesperado.
– Usted se ríe, claro -dijo Alfredo-. Usted todavía puede reírse.
El hombre adquirió un aire extraordinario; parecía decidido a demostrar que no sólo esta vez, más bien nunca en su vida se había reído de nada.
– Yo no me reí, señor -dijo, bastante agitado.
– Lo que no sé -dijo Alfredo como si la preocupación o la tristeza le hubieran impedido escuchar las palabras del mueblero- es si usted todavía sería capaz de reírse si estuviera en nuestro lugar.
Y ahí nomás le empezó a contar una historia en la que ellos dos se encontraban todas las noches en alguna plaza y eran ahuyentados como perros en celo por vigilantes sin alma, porque en esta tierra, señor, hacen pedazos el amor, el amor limpio, el amor del macho y la hembra. Pero felizmente tres días atrás un lechero amigo les había facilitado el fondo de un galpón y desde entonces andaban buscando una cama como Dios manda.
El hombre transpiraba.
– Entiendo, entiendo -dijo-, pero me parece que todo esto no me corresponde.
– No le corresponde, me hace gracia -dijo Alfredo-. Así que no le corresponde. Y claro, cómo le va a corresponder si usted se acuesta cada noche junto a su Malvina, en una buena camita, y piensa: qué bueno, la noche se hizo para dormir. Salga a la calle, señor, salga a la calle -lo apuntó con el dedo y el hombre reculó-. Va a ver en qué quedan sus malvinas y sus buenas noches. ¡Muéstreme una alfombra!
– ¿Una alfombra, Alfredo? -dijo Irene, verdaderamente tomada por sorpresa.
– Una alfombra, sí, una alfombra. Qué tanto remilgo.
Hubo un fulgor, una chispita de ira en los ojos del mueblero. Pero se apagó. Con docilidad caminó hasta el fondo del negocio y volvió con algo amplio y peludo, de color azul eléctrico, que desplegó ante ellos.
Alfredo le dijo a Irene que lo probara. Ella lo frotó con el antebrazo.
– Para mí, pica -diagnosticó.
El mueblero, agobiado, fue y volvió con una alfombra imitación persa.
– Esto me parece que puede andarles -dijo.
Sin duda se le escapó, porque la cabeza calva se le puso color carmesí. Fue el momento clave, la aparición de la grieta, la muestra de la hilacha.
Alfredo clavó los ojos en él.
– ¿A usted le parece decente todo esto? -dijo.
– ¿ Todo esto, señor? -el mueblero parecía aterrado.
Alfredo lo miró como mira el fullero de la película al que marcó el as de corazones.
– No se haga el desentendido; usted sabe bien a qué me refiero -dijo-. Yo le estoy arruinando la vida a esta chica. Ah, se le ponen coloradas las orejas, quiere decir que lo pensó. Usted pensó desde el principio que yo la estoy corrompiendo, ¿verdad? Y, sin embargo, ¿qué hizo? ¿Me puso en mi lugar?, ¿me dio una buena lección de dignidad? ¡Nada de eso! Se limitó a mostrarnos camas y alfombras. Claro, ya entiendo, ni me lo diga, el negocio es el negocio. ¿Pero usted pensó, por un segundo al menos pensó que esta criatura corrompida podría ser su hija?
Al hombre le temblaban los labios: era el momento supremo, el cruce con la locura o con la perdición que a ninguna vida, ni aun a la más metódica, le está vedado. Estaba confundido pero igual les habló como un padre, les dijo que la carne es débil, vaya si lo sabía, uno también es humano al fin y al cabo, pero que en la vida no había gloria mayor que la de llegar a la casa de uno y besar a la legítima esposa de uno con la frente limpia. Irene y Alfredo lo escucharon absortos y demudados. Al fin dijeron que acababan de comprender una gran verdad y le prometieron que lo iban a invitar a la fiesta de su casamiento. Alfredo cerró la ceremonia con un casto beso en la mejilla de Irene, y el mueblero los contempló con picardía sana.
En la calle, abrazados bajo la lluvia, empapados hasta los huesos y casi aullando de tanta vida como llevaban, fueron todopoderosos y eternos y un aura de felicidad pareció que los protegía de todo mal, de toda vejez.)
Octubre derramaba su vino dorado y desde la ventana aún llegaban ciertos tardíos vestigios de alegría. Todo el sábado había sido así. Sólo el llanto de la vecina había instalado una nota disonante en el júbilo de las cosas. ¿Y el canasto de papeles? Shh. Irene había puesto a Mozart a todo volumen para no escucharla. Había sido como un conjuro. Escribir como Mozart hizo música, saber que esto que cantaba en alguna parte iría saliendo de ella con la forma exacta, con palabras como soles. Algo tan sencillo como respirar. Pero no. Ante la Remington el mundo se derretía, era una desmesurada ameba chorreante. Toda la tarde -¿todo el mes?- Irene había tenido la incómoda sensación de no estar diciendo lo que quería decir, como si eso cuya relampagueante existencia creía palpar se deformara apenas trataba de ponerlo en palabras.
Claro que la quiromántica se lo había dicho. Le había mirado con atención la mano y le dijo: “Vos no sos el Niño Jesús, y tampoco sos Mozart”. Y ella, la arrogante impostora de veinte años, había pensado: es cierto, no tengo larga cabellera ensortijada, no canto como el ruiseñor nocturno, los pajaritos de lengua arpada no se posan sobre mis hombros, pero buscaré a sangre y fuego mis palabras, pariré con dolor, buscaré con dolor una música que igual sonará como rumor de alas, como cielos iluminados y borrascas y océanos, como la risa de la gente que se ríe, como el sencillo llanto de las vecinas y el crepitar del pan y el acechante gemido de los locos. Pero ahora se había descubierto otra vez mirando a la Remington de reojo, como a una enemiga, o como a su conciencia, sin poder eludir ya el incómodo conocimiento de que tanta angélica música había ido a parar al canasto de papeles.
¿Cuántos canastos de papeles había llenado en las últimas semanas? Oyó un sollozo estridente de la vecina y elevó aún más el volumen del amplificador. Pero sin dejar de teclear, eso sí, todos los días tecleando con la secreta esperanza de que Alfredo llegaría de improviso y abriría la puerta sin que ella, que para el caso estaría escribiendo con pasión y con palabras fulgurantes, con la clarividencia de un dios, hubiese advertido su llegada.
Entonces él se daría cuenta de lo minúsculo que era su romance vulgar con una adolescente vulgar ante tanta majestad desatada. Fantasía (además de idiota) bastante improbable, ya que Alfredo podía llegar sin reparos hasta los extramuros de su conciencia o hacerle saltar el inesperado animal de su cuerpo pero nunca, por un peculiar sentido del pudor, nunca estando ella habría entrado en su casa sin avisarle.
Y mucho más improbable en los últimos tiempos. Desde hacía ¿dos? ¿tres semanas? todo se limitaba a ciertas cortesías telefónicas, ¿siempre radiante la marquesa?, ¿siempre emprendedor el conde?, una copia ruinosa de lo que ellos dos habían sido.
Eso no es lo peor, pensó, y arrojó con indiferencia al cesto otro bollo de papel. Lo peor era la fecha: sábado, 1º de octubre. Dentro de -miró su reloj-, dentro de cinco minutos se iba a producir el encuentro entre Alfredo y Ram. Hecho que él ni siquiera le había mencionado en las últimas llamadas. ¿Por qué? Claro como el agua: lo iba a acompañar la mirona. Es decir: él la consideraba apta para entender las sinuosidades de este encuentro, o sea que. Sí. Alfredo se lo había confiado todo: lo que Ram había significado para él, lo feroz de la ruptura. Y la razón de la ruptura. Ah, ¿sí? ¡Ah, no! ¿A él le parecía que esa mocosa inexperta era capaz de comprender hasta actos de esta naturaleza? Irene sacudió la cabeza con energía y se dirigió al estante inferior de la biblioteca. Eso no podía permitirlo.
Como si desencajara un ladrillo de la pared, extrajo del estante el segundo tomo de la guía. Ram, ahí estaba. Se sobresaltó. Ram, Marina de. Fiel hasta la muerte, pensó. Pero no debía detenerse en estas divagaciones. No debía detenerse en nada. Tomó nota mental de la dirección. Ya vería en su momento qué iba a hacer allí. Ahora, sólo debía evitar que la demencia la abandonara. No era difícil; esa demencia había estado agazapada en ella todo el último mes; era lo que le había impedido escribir, y hasta le había impedido vivir. Había un código, pensó en el ascensor, existía un modo de la fidelidad entre ellos, y él lo estaba transgrediendo. Era necesario que ella tuviera la prueba de esta transgresión. Lo voy a pescar con las manos en la masa, pensó cuando salió a la calle. Llamó a un taxi.
En el viaje no pudo evitar preguntarse, con cierto espanto, qué escena estaba dispuesta a descubrir. ¿Un profesor bastante maduro y un profesor ya adulto intercambiando ironías en un living austero y ocultándose minuciosamente la emoción del encuentro? ¿Una adolescente jetona observándolo todo con cierto asombro, o con cierta lejanía? Vaciló; estuvo a punto de decirle al del taxi que pegara la vuelta. ¿Cómo caería en semejante melaza su irrupción al mejor estilo de esposa engañada que descubre a la mala de la película en su propia cama, y con su propio marido? Basta. No era el momento de analizarlo. ¿Él le había sido infiel o no? Salió del taxi hecha una tromba y se encaminó a la casa del ancho portón.
– Te das cuenta, qué desgracia.
¿Eh?
Una vieja con un sombrero extraordinario, a la que le lagrimeaba un ojo, la estaba tomando del hombro. El brazo parecía carente de huesos y provocó en Irene una súbita repulsión. La vieja la empujó hacia la casa.
Un hombre alto y flaquísimo las saludó con una respetuosa tos. Detrás, un gentío circunspecto gesticulaba entre coronas. Tarde para huir: una mujer con el pelo muy blanco y ojos extraviados se estaba acercando a Irene y le sonreía con piedad.
– Hija -le dijo, e Irene reconoció a Celia Argüello, volvió a ver sus regresados del infierno, su rubiecita entre las ratas, y vagamente recordó que había estado años internada en un neuropsiquiátrico-, qué alegría tan grande volver a verte.
Irene pensó si sería verdad, si esta mujer devuelta de las tinieblas todavía era capaz de sentir alegría. O tal vez sólo ahora, cuando ya no le quedaban esperanzas ni deseos… Quiso decir algo que le gustara a la Argüello.
– Usted me marcó, Celia -le dijo-, un cuadro suyo me marcó. Su Alicia en el País de las Maravillas.
¡Farsante!, gritaron voces airadas. Explicanos qué fue de aquel pozo sin fondo, qué quedó de la adolescente borracha que iba a armar su propia figura de serpientes y lilas.
– ¿Maravillas? -dijo Celia Argüello-. ¿País de las Maravillas? -y en su cara de enajenada Irene leyó que no recordaba en absoluto a la rubiecita entre ratas; ni siquiera parecía saber quién era la mujer a quien acababa de llamar “hija”.
Y sin embargo me reconoce, pensó. Ahí está la sonrisa de piedad indicando que en esta mujer de pelo blanco se ha operado el mismo reconocimiento de la primera vez. Como si eso todavía estuviera en mi cara, eso que la hace buscar, entre el gentío, mi confraternidad. Pero esta vez lo pensó sin odio, y hasta con cierta esperanza.
La Argüello se había dado vuelta y ahora apretaba las manos de un hombre diminuto muy parecido a Einstein.
– Pobrecito -decía-, pobrecito. Tantas noches sin dormir, matándose a pastillas, para encontrar una cosa que perseguía.
Algo que nunca se sabría qué era, se fue enterando Irene después, mientras flotaba, como entre las babas de una pesadilla, en medio de gente que blandamente, casi con satisfacción, iba caminando hacia la decrepitud. Ya que a la una de la madrugada, después de días y noches de escribir casi sin tregua, raramente desorbitado y casi loco, quemó todo lo que había escrito, llamó a su mujer (a quien Irene acababa de distinguir entre los rumiantes, el pelo negrísimo recogido en un rodete y una expresión tan digna y enigmática que la llevó a Irene, aun difusamente, a descubrir algo sobre sí misma), le dijo algo aún no revelado, murmuró: “Perdoname, amor”, apoyó la cabeza entre las manos y se quedó así, hasta que por fin la cabeza cayó sobre las teclas de la máquina vacía. “Una especie de suicidio”, oyó, y en el mismo momento en que conseguía definir aquello que había descubierto, pálido, con una cara tan de desamparo que la conmovió, lo vio emerger a Alfredo entre las flores.
Lo que había descubierto es que el tiempo no pasa en vano. O mi tiempo personal, escribiría, no había pasado tan en vano como yo aun sospechaba. Porque la Irene Lauson que ahora estaba contemplando a esta hermosa mujer de pelo negro sabía algo que la adolescente sobradora que bebía vino blanco nunca llegaría a saber. Sabía que a veces hace falta una fuerza desmesurada o un desmesurado amor para aceptar convertirse en la estatua que un hombre cruel y solitario acariciará como al descuido. Y sabía también que ni la imperturbabilidad de una mujer de rodete negro, ni el sencillo llanto de la vecina, ni nada de lo que ocurre o late sobre la tierra cabe en una rápida y despectiva mirada, por sagaz que esa mirada pretenda ser. La mujer que en ese momento dispensaba mesurados saludos parecía tan dignamente sola, tan guardiana de un dolor privado e incomunicable, que Irene tuvo ganas de correr hacia ella y decirle hasta qué punto la conocía. Acto ridículo que por supuesto no llegó a realizar. Sobre todo porque en ese momento advirtió que Alfredo, quien acababa de descubrirla entre la multitud como se encuentra a otro náufrago en la famosa isla de la palmerita, venía a su encuentro.
– Qué estás haciendo acá -le preguntó él en voz muy baja.
Irene vaciló. Imposible darle la respuesta verdadera. De cualquier modo, a la luz de esta muerte y de la desolación que podía leer en la cara de Alfredo, todo le pareció tan grotesco que le agradeció a Ram el gesto oportuno que la había hecho entrar en razón. Con habilidad agarró para el lado de los tomates.
– Y vos -dijo-, ¿qué estás haciendo con esta cara de velorio?
Él, pudorosamente, alejó de su cara los vestigios de esta nueva orfandad. Con su mejor tono impersonal, dijo:
– No sabés. Llegué a las siete, como le había dicho a Ram, y me lo encuentro lo más pancho adentro de un cajón y con todas esas momias velándolo. Menos mal que viniste, si no, me tenían que velar a mí también -la miró con una especie de amor que venía de lejos y que para confirmarse no necesitaba (o tal vez sólo él creía que no necesitaba) de indignas demostraciones de amor-. No sé cómo hacés -dijo-, pero siempre estás cuando hace falta. -Lo dijo en serio.
Irene se sintió avergonzada de sí misma; sobre todo, se sintió avergonzada de sentirse feliz. Pensó que algún día le tendría que contar la verdad, la real y mezquina razón por la que estaba acá. Pero eso iba a ocurrir mucho más adelante, cuando todo esto no fuera más que una anécdota inofensiva.
Ahora se rió.
– ¿Viste? -dijo-. ¿Viste las consecuencias de obrar mal? Dios al fin castiga, sin palo y sin rebenque.
– Lo peor es que debe ser cierto -dijo Alfredo-. Seguro que este hijo de puta lo hizo a propósito. Me acuerdo que una vez le dije que yo odiaba estas payasadas; que toda esta pompa lo que consigue es distanciarnos de la real angustia de la muerte -se rió, como disculpándose-. Yo era joven, en fin, todavía me sentía obligado a decir ciertas frases enfáticas para impresionar al maestro. La cosa es que él se rió. Nunca diga de esta agua no he de beber, Etchart, me dijo misteriosamente. Seguro que esta vez también.
Me lo imagino un segundo antes de morir, matándose de la risa porque al final me iba a obligar a asistir a su velorio.
Irene le iba a explicar algo pero él hizo un rápido ademán con la mano, como quien quiere borrar alguna cosa que no soporta.
– Pero lo voy a joder -dijo-. Ahora mismo nos vamos de acá.
La agarró a Irene del pescuezo y eludiendo sin ningún miramiento a un señor pelado que en ese momento venía a saludarlo, y a Celia Argüello que como una niña indefensa les hacía adiós con la mano, y a la altísima e inmutable mujer de Ram que pareció a punto de decirle algo a Alfredo -tal vez un último deseo del hombre muerto, tal vez un mensaje elaborado y cruel-, y eludiendo al que yacía para siempre entre flores corruptas, pero sobre todo eludiendo la muerte, el horror o el cautivante vértigo de la muerte, salieron sin ninguna reverencia a la ancha y despejada noche. Así, abrazados y elusivos, caminaron en dirección a la casa de Alfredo, hasta quedar exhaustos.
Pero en esa larguísima caminata hasta la casa de Alfredo en la que descubrieron entre el asfalto un fragmento de vía y evocaron el traqueteo lento y amable -porque esos destartalados tranvías amarillos siempre iban a estar en los orígenes de su historia y otras mujeres podrían amarlo o creer que lo amaban, escribiría Irene, pero nunca tendrían esta trajinada música nocturna enredándose en los inicios de la ardua aventura de conocerlo-, y reconocieron o creyeron reconocer el perfume de un jazmín al que buscaron anhelosos y errantes detrás de las tapias -pero estaba, el perfume estaba ahí, acechando, y los dos lo podían sentir-, en esta demorada caminata en la que trataron desesperadamente de aferrarse a la vida, a lo que los dos amaban de la vida, o a lo que cada uno creía que el otro amaba de la vida, en esta alumbrada noche de octubre en la que caminaron abrazados como dos amantes ebrios o como los hermanitos perdidos en el bosque que se protegieron uno al otro bajo la encina en medio de la soledad y el horror del mundo, en esta clara noche de recuperación y de alegría la muerte no hizo su aparición. O apareció ladinamente, como un chiste, o como otro juego secreto entre ellos dos, más o menos entre los vestigios del tranvía y el olor a jazmín, cuando, sin saber por qué, se encontraron armando, como una bien planeada fiesta, el velorio de Alfredo.
– Te imaginás lo que puede ser eso -dijo él.
Irene echó un poco el cuerpo hacia atrás.
– Mi Dios, no va a faltar ninguna -dijo-. El despelote que se va a armar.
– Van a despedazar mi cadáver -dijo Alfredo.
– Quedate tranquilo -dijo ella-. Yo te voy a hacer quedar como un rey.
Y pensó que sí, que seguramente iba a hacer eso como una última prueba de fidelidad, y que él lo sabía. Y ahora mismo estaría imaginándola, afanosa y atenta, tratando de mantener por última vez el delicado equilibrio que había sido la vida de él, con la misma pasión -¿y con el mismo sentimiento de inutilidad?- con que él lo habría hecho.
¿Pero quién me va a ver?, se le cruzó con temor.
Con quién compartiría los pequeños equívocos, los indecibles absurdos de este velorio. A quién iba a buscar para reírse juntos cuando la representación terminase y todas las viudas inconsolables se hubiesen ido y ella se quedara sola con su alma. No hay peor tristeza que la de reírse solo, escribiría, y pensó que ahí estaba el secreto de este matrimonio, más sagrado que los que se consumaban en altares o a la luz del día, y pensó dónde voy a buscar refugio cuando vos no estés, y pensó por favor, Alfredo, no te mueras nunca.
– Si serás pava -dijo él-. Pero no te compliques la vida -agregó, mientras parecía buscar algo a su alrededor-. Por ahí no viene nadie. Ya te veo, solita tu alma, al lado del cajón.
– No, eso no -dijo Irene; no podía permitir ni por un segundo esta especie de derrota final y ya le estaba preparando un funeral precioso, lleno de esbeltas enlutadas.
Pero sin muerto, por Dios, sin muerto, rogó. Sólo un momento, porque él ya le estaba preguntando si no sentía un perfume, muy cercano, a jazmines. Y ella sentía, cómo no, ahí nomás, a un paso de ellos. Así que buscaron en la noche, abrazados y vivos, espiando en cada verja y detrás de cada tapia, porque los jazmines estaban allí aunque ellos no los vieran, fragantes y blancos, acechándolos.
– Entrá vos. Yo voy a comprar cigarrillos. Fue un primer aviso, el sacudón de una brevísima oleada de pánico, pero Irene no le prestó atención. Caminó lo que faltaba hasta la casa de Alfredo como si todavía estuviese embriagada por la felicidad del regreso. Va a llamarla, dijo con brutalidad una voz interior. “Cómo le va, tanto tiempo, señorita Irene.” ¿No había en la pregunta cierto tonito de burla? Devolvió el saludo con efusividad exagerada. Alegría fingida, pensó que debía pensar la portera. Basta. Ya estaba hilando demasiado fino. El lentísimo ascensor jaula se detuvo en el quinto piso. Irene sacó la llave y entró en el departamento.
Tiró la cartera en el sillón y encendió una lámpara. Todo está como era entonces. Algo dentro de ella se apaciguó. Eso estaba ahí, como siempre. Un ámbito impenetrable, tirando a sombrío, en el que cada detalle era un indicio del hombre que lo habitaba. Pero siempre se las arreglan para dejar rastros. Asquerosamente, el pensamiento atravesó la calma y la obligó a echar una mirada inquisidora a su alrededor. Estaba segura de encontrarlo: algo cambiado de lugar que Alfredo aún no había notado o no había tenido tiempo de poner en su sitio, un pequeño objeto olvidado o premeditadamente dejado allí para que lo viera ¿ella?, la cama tendida de manera inusual, la yerba puesta en otro estante. Había habido casos de señales más burdas, claro. Mujeres que se habían empeñado en dejar su propio y cariñoso sello, una agarradera a cuadritos para la pava, un pescado colgante que, si se le tiraba de una cuerda, dejaba oír el Sueño del Amor, de Liszt, un lechoncito de loza, objetos que pretendían instalar cierto tono retozón en la adustez habitual y que invariablemente iban a parar a la casa de Irene, constituyendo lo que ella llamaba sus trofeos de guerra. Pero eso no contaba. En cambio bastaban otras pequeñas certezas -una marca distinta de cigarrillos, un orden inusual en la alacena- para que una mujer que hasta el momento había sido un mero tema de conversación para Irene -él solía contarle hasta ciertos incidentes mínimos, como si algunos hechos sólo adquirieran para él su sentido completo cuando ella los conocía-, esa mujer hecha de palabras se transformara en un ser real que pugnaba por existir a su manera, por instalarse a su manera en el mundo de él.
Pero ésta no. Irene ya había inspeccionado las alacenas y ahora, rastreramente, estaba revisando los ceniceros: la mirona no parecía dejar indicios de su presencia. Y, sin embargo, tenía que haber estado en esta casa, la habría alumbrado con su particular modo de ser. Y algo peor: la seguía alumbrando todavía con un brillo fantasmal y evasivo. O la alumbraría apenas Alfredo abriera esa puerta. La concavidad de un almohadón, un libro preciso en la biblioteca, algo que ya estaba ahí, latente, pero que Irene no podía ver, desencadenaría en Alfredo un recuerdo intacto. Y ahí estaba -descubrió de golpe cuando salía del dormitorio-, ahí estaba la falla de esta noche casi perfecta: todos los huecos habían estado llenos con la ausencia de Cecilia. ¿Cuándo, en qué momento exacto de este mes había dejado Alfredo de mencionarla? O ella de preguntarle. ¿Sí? Estaba tratando de volver atrás, de reconstruir el hecho o serie de hechos que los había llevado a esta omisión -¿y habría pasado el tiempo suficiente como para que se lo considerara una omisión?-, cuando lo vio. En el escritorio de Alfredo, entre pilas de papeles donde él trataba de expresar un orden en el que cabrían la revocación del hambre y el soneto de Ronsard, en medio de un caos en el que tal vez era posible leer el amor por los hombres que sus gestos retaceaban -caos que Irene no indagó porque presuntuosamente creía conocerlo-, semioculto por los papeles estaba el cuaderno. A Irene le bastó observarlo, con sus tapas rojas y un intento de barquito en el ángulo inferior izquierdo, para saber que era un cuerpo extraño. Un sacrilegio. La marca de una adolescente entrometida que adora los cuadernos de tapas rojas y, arrogante e impúdica, los instala donde no debe. Cómo lo había permitido Alfredo. Se está poniendo gagá, se dijo con una saña que la sobresaltó. Cuando sea viejo lo van a hacer caminar en cuatro patas. Y abrió el cuaderno. “Mi cuerpo inmundo”, leyó al azar. “Mi hermana vestida de novia, el órgano de la iglesia emprendiendo con virulencia la Marcha Nupcial, todos a mi alrededor con repugnantes lágrimas de emoción en los ojos, y yo en medio de las buenas conciencias, sabiendo que esa misma noche, por primera vez sola en mi dormitorio, iba a consumar mi matrimonio conmigo misma.” Acá estaba ella entonces, llena de sí. Existía. Irene escuchó el sonido de la llave. Tuvo el impulso abyecto de ocultar el cuaderno en el mismo lugar en que lo había descubierto. No. Con lentitud, obligándose detenidamente a no ser puerca, apoyó el cuaderno de tapas rojas, bien visible, sobre los papeles de Alfredo. Él entró.
– No fuiste a comprar cigarrillos -dijo ella.
No era su estilo: arriesgar una acusación tan sin preámbulos ni pruebas.
Él, con su mejor aire de inocencia, mostró el paquete. Elemental, Watson.
– Sí -dijo ella-, pero sobre todo fuiste a hablarle a Cecilia.
Él, con extrema minuciosidad, como si estuviese conteniendo algo que al menor descuido podía estallar, sacó la tirita de celofán.
– Y qué -dijo, apenas amenazante.
– Y qué, y qué -repitió Irene, desarmada. ¿Qué podía reprocharle? Vos me engañás con esa chica. Vos te acostás con. No encontraba nada sensato que argumentar, nada que resistiera el análisis. Pero no. No detenerse a pensar lo que diría-. No podés estar un momento sin llamarla, eso es lo que pasa. Y para peor tenías que ocultarte. Todo el tiempo te estás ocultando con esa Cecilia, no sé si te habrás dado cuenta.
No era eso lo que quería decir. En realidad, aún no sabía qué quería decir, o si quería algo.
Él había encendido un cigarrillo. Le dio una pitada.
– La verdad, no -dijo con sequedad-. No me di cuenta.
– Me encanta eso. Me encanta que nunca te des cuenta de nada. Actuás como si fueras un arcángel. Como si tus actos no tuvieran consecuencias.
Él habló como se acerca un tigre.
– Conozco bastante bien las consecuencias de mis actos -dijo-. Lo que no conozco, lo que no tengo por qué conocer, son las consecuencias de tus actos. No puedo prever, digamos, qué te puede pasar mientras voy a comprar cigarrillos.
– ¡No fuiste a comprar cigarrillos! ¡Fuiste a llamar a Cecilia!
– No trates, por favor, de descubrirme en algo que yo mismo acabo de decirte. No está a tu altura.
– Dejame de joder con mi altura. Yo fui feliz esta noche -sorpresivamente se encontró diciendo-. ¿Entendés eso? Feliz. Ya sé que suena estúpido pero no sé. No sé cómo decirlo con otras palabras.
– No hacen falta otras palabras -dijo él, cortante-. Fuiste feliz, ¿y entonces?
– Que fue hermoso. Que todo lo que pasó desde que nos encontramos hoy me parecía que fue hermoso. Y resulta que no; que todo el tiempo venías pensando que tenías que llamarla a la Cecilia ésa.
– Supongo que eso es reducir un tanto la naturaleza de mis pensamientos -dijo él como hablaría una piedra.
– Aunque sea por un minuto. Aunque durante un solo minuto hayas pensado que tenías que llamarla. Es lo mismo. Porque yo hoy sentía que estabas conmigo. Que estábamos juntos vos y yo.
– Estábamos juntos -dijo él sin énfasis-. Estábamos todo lo juntos que dos personas pueden estar.
Como una ráfaga Irene creyó vislumbrar el sentido de esas palabras, algo que peligrosamente la iba a calmar. Tal vez todo consistía en eso, escribiría, en que ella estuviera bebiéndose las resonancias de esta calurosa noche de octubre, y él atisbando de reojo esta alegría, inventando para ella tranvías y jazmines y buscando ¿en cuál rincón de sí mismo? algo que lo ayudara a vivir, tal vez esta inesperada felicidad de la que caminaba junto a él o el llamado que un rato después haría a una adolescente sólo porque le había prometido que esa noche iba a llamarla. Pequeños remansos que él se armaba, alegrías prestadas, raras felicidades que era capaz de hacer nacer en los otros como se inventa una fugaz estrella. ¿O Irene no conocía, tan bien como él mismo, el significado que esta llamada nocturna podía tener para Cecilia, algo que pasajeramente la haría salirse de sí misma, de la angustia de ser ella misma, como a Irene un rato antes, cuando venían caminando? Lástima que en algún momento, con la misma habilidad, te instala en el centro mismo de esa angustia, pensó llena de furia.
– Pero después te fuiste corriendo, y a escondidas, a llamar a tu amiguita -dijo, y se sintió repulsiva, ya que podía detectar en esa frase más de un intento de dañarlo.
Tres intentos, que él, implacable, le estaba puntualizando ahora. Primero: no se había ido corriendo (en efecto, no era su estilo, e Irene lo sabía bien; más bien se distanciaba con parsimonia de los peligros, como si de alguna manera se quedara, o como si, hasta último momento, les estuviera dando la oportunidad de alcanzarlo). Segundo: no había hecho nada a escondidas (asunto mucho más complejo de determinar, escribiría; ya que si técnicamente era cierto y él no hacía nada a escondidas de Irene, también era cierto que a veces eludía ciertos detalles con la secreta esperanza de que Irene no se diera por enterada, de que no manifestase que había puesto a trabajar una compleja cualidad de análisis que fatalmente, a partir de dos o tres datos dispersos que él, por respeto, no se esforzaba en ocultarle, la hacían arribar a la cristalina verdad. Alfredo solía hacerlo por discreción, o por fatiga. Pero Irene, temerosa de que él pudiera considerar que a ella se le había pasado por alto un dato contradictorio y que por lo tanto había conseguido engañarla, acababa haciéndole notar las inconsistencias de su historia, con lo cual en los hechos actuaba -ahora mismo lo estaba haciendo- como una mujer engañada).
– Y en cuanto a mi “amiguita” -siguió diciendo él-, podrías, al menos, usar un estilo no tan repugnante. Es una adolescente, no sé si te pusiste a pensarlo.
– No me conmueve.
– A vos nada te conmueve, Irene, salvo vos misma.
Sintió el sacudón. Estaba muy cansada.
– Y qué le pasa -preguntó con hostilidad.
Él se encogió de hombros.
– Nada original. Se siente patética e injustificada.
– Sí, ya vi cuánto sufre -dijo Irene, y con la mirada le señaló el cuaderno.
Él miró hacia el escritorio, casi con expresión de maravilla.
– Así que era eso -dijo; parecía realmente aliviado-. Cómo no se me ocurrió que tenía que haberse producido alguna catástrofe durante mi ausencia.
– Es así -dijo Irene-. Nunca se termina de conocer a las mujeres.
Y no sabía de quién de los dos se estaba burlando.
Él miraba hacia la ventana y parecía reflexionar.
– Son asombrosas, sí -dijo al fin; ahora la miró a Irene con cierto aire familiar-. ¿Y qué te pareció? Yo creo que tiene talento.
Si estábamos hablando de mí, gritó algo dentro de Irene. Si soy yo, pedazo de estúpido, si soy yo la que se siente injustificada y patética, cómo fuimos a parar así al sufrimiento de otra. Y al talento de otra, dijo una voz insidiosa. Pero Irene la espantó porque era ella, sí (pensó sin pudor), era ella la que todavía necesitaba que alguien tranquilizador y macizo -¿la absolviera?- le asegurara que estaba bien, que esto que estaba haciendo estaba bien, y un estremecimiento de repulsión la obligó a verse a sí misma tal como había sido la noche de exactamente un mes atrás, un manantial de vida, un ánfora, una fuente de palabras desbocadas a las que ella febril iba dando forma sin esperar nada de nadie, sola y espléndida y omnipotente. No hay adolescencia como la mía, de golpe se le ocurrió, ya que todo en ella era movilidad y padecimiento y no quería, decidió ahí mismo, no quería ser racional ni adulta ni juzgar como fuera del juego el naciente talento de otra porque era en ella, todavía, que todo estaba por nacer. Y tal vez, en cualquier momento, en este monacal departamento de Flores se iban a oír trompetas y timbales. Pero cierta zonita, ay, cierta zonita imperturbable que Irene ya se veía venir, ya se veía venir, había empezado a procesar con cierta lógica y a todo vapor la pregunta de él. ¿Acaso ella podía dejar de responder (aunque no de la mejor manera posible ya que todavía estaba de mal humor) a la apelación que él, subrepticiamente, había hecho a su inteligencia? Con docilidad se colocó en su pedestal y contestó como correspondía.
– A esa edad -dijo-, todas tienen talento. Todas se sienten únicas.
Y su corazón se puso a llorar. A esa edad. Una Irene implacable la observaba desde sus diecisiete años.
– Gracias por la lección -dijo él con sequedad-. Lo único que te estaba pidiendo, siempre que no fuera una molestia excesiva para vos, es que me dieses tu opinión. Yo estoy un poco contaminado por todo lo que me dice que, como te podrás imaginar, es bastante más de lo que escribe. Cosa que también suele ocurrir. A cualquier edad.
La estaba invadiendo una sensación de horror por sí misma. Me estoy volviendo resentida, pensó. Lo único que me faltaba.
– Todavía no sé qué me parece -dijo con ecuanimidad: aún estaba a tiempo-. No alcancé a leer más que un parrafito -se rió-. Me pescaste justo -todo en orden-. Parecía bastante intenso, qué sé yo, un poco tremendista. Tendría que leer más para saber.
Estoy harta de mi misma, pensó.
Él la miró como si la restañara.
– Eso es lo que estaba pensando -dijo-, que te lleves el cuaderno a tu casa y lo leas tranquila, a ver qué opinás. Por supuesto, todavía no me da la más mínima pelota cuando le digo que es tremendista -le extendió el cuaderno-. Pero yo creo que de ahí sale una escritora.
Irene sonrió con cierta melancolía.
– Me parece que tenés una idea demasiado elevada de ella -miró el cuaderno-. Y sobre todo de mí.
– Vamos, señora, se cree que no sé con qué bueyes aro. En serio, vas a ver que te va a gustar.
– ¿Sí?
– Cecilia, digo. Te va a gustar. Quiero que la conozcas, así le decís qué opinás sobre lo que escribe y la deslumbrás a esa mocosa de mierda, qué joder.
Irene experimentó cierta fatiga y el abyecto alivio de saber, una vez más, que ellos dos estaban del mismo lado, hablando de una adolescente que ahora volvía a ser abstracta y remota.
– No, no me va a gustar -dijo, y tomó el cuaderno-. Ni creo que la deslumbre. Pero no importa; igual voy a saber comportarme como una dama.