Soy para él peor que una traición:
soy tan inexplicable como él mismo.
FRANCISCA AGUIRRE
Con la idoneidad de un alquimista, con los arrebatos de un poeta, ella mezcla roquefort y whisky, apio y nuez, queso blanco con cebollita de verdeo. ¿Otro toque de estragón, tal vez? ¿Una idea de pimienta? Prueba con la punta del tenedor y asiente satisfecha. Y lo curioso es que esta sensación de complacencia no le impide en absoluto el ligero vértigo o náusea, como de estar al borde de un precipicio. ¿Serían bichos raros? Las mujeres: ¿bichos raros? ¿O el error vendría de suponer que una buena disposición para la cebolla con queso indica todo lo contrario de tener un? ¿alma? Ella podía dar fe de esta sensación de vida-que-se-escurre, de este miedo, de esta conciencia de lo absurdo de estar mezclando a pesar de todo quesoconuez, apioconuisky, como quien inútilmente persiste en armar a su alrededor un precario cielo. Y al fin y al cabo quién había escrito que este placer melancólico de todavía olfatear el paraíso, como a una presa cercana e inalcanzable, merecía un origen más indigno que aquel cuyo nombre semejaba llenar la boca de laúdes y borrascas cada vez que se lo articulaba. Aaaallllma. Pronunciarlo con lentitud, dejando que la primera “a” arranque ensoñaciones y glorias de las profundidades del pecho, luego soltar la “ele” como quien hace vibrar un diapasón o evoca a la más pura entre las manifestaciones del hombre, y por fin cerrar la palabra con un sonido breve e inocente, casi infantil. Eso está ahí, a pesar del apio. Eso borbotea dentro de ella y le impide un estado de ánimo ligero y desintoxicante, muy apropiado para el cutis, amigas, cuando se ha tenido un día agitado y se esperan invitados a la noche. Todo lo demás, en orden. Una mujer menuda y juvenil, en vaqueros, que prepara canapés. Foto a todo color ilustrando al ama de casa moderna, dinámica, con personalidad. ¿Con personalidad? ¿Hay realmente en esta escena algo que revele su personalidad? A veces Irene sale al balcón y contempla desde afuera su casa iluminada y juega a no conocerse y a adivinarse en los objetos. ¿Habrá en una ventana distante otro tan perspicaz como para reconocer en cada cosa a la mujer que piedra a piedra ha ido armando este refugio? Acaso capaz de entrever una posibilidad de amor en el jubiloso verde esmeralda del helecho, una anormal predisposición a la alegría en el empapelado de flores amarillas, el desafuero de sus deseos en el autorretrato de Van Gogh, su ángel doméstico en la harina leudante, cierta aristocracia de su intelecto en las obras completas de Thomas Mann, su costado nostálgico en la colección encuadernada de El alma que canta -¡el alma que canta!-, un sentimentalismo lindante con la estupidez en el tomito azul de La infanta mendocina, dedicado por su maestra de cuarto grado, “las personitas como tú siempre saben llegar a lo que se proponen; que este libro te ilumine para hallar una meta justa y noble”- qué era una meta justa y noble, mi Dios, a los nueve años el compromiso la había llenado de pánico, había hurgado en la vida insulsa de la infanta insulsa, había explorado las Máximas del General, su padre, y sólo había encontrado tedio y más tedio, ¿dónde descubriría la respuesta?-, algunas cenizas de su granítica voluntad en la Remington poderosa, ciertas veleidades de sibarita en la mejorana y el estragón, un viejo sueño de perfección y de vuelo en la luminosidad creciente de la Pequeña Fuga, una voracidad de angurrienta en el frasco lleno hasta el borde con bizcochitos de grasa. Pero aun así, ¿sería tan agudo su espectador como para descubrir también el sentido oculto de estos canapés? ¡Ahí te quería agarrar! Porque no hay que ser muy zorro para maliciar cierta tendencia en el lomo de Thomas Mann pero ¿qué se puede afirmar de una mujer en vaqueros que prepara canapés?
– Que ella es, a no dudarlo, un sugestivo ejemplo de la Mujer de Hoy: independiente, dinámica y optimista -por Dios, no, vade retro, no era a esta babosa de interiores a quien ella estaba convocando-, rebelde y original como toda acuariana, de armas llevar por el guerrero Aries que regentea su cuna, pero con el corazoncito apegado a las pacíficas tardes de la abuela, a causa de este pícaro y entrometido ascendente en Cáncer -que vino a cagarme la carta natal, dicho sea con todo respeto-. Sin duda hoy ha tenido un día agitado -algunas palpitaciones en la Caja, una cierta inquietud, vagos deseos de llorar porque no sabe si quiere, o sabe que no quiere la pequeña reunión programada para esta noche-, pero acá la vemos, sin mostrar rastros de cansancio, preparando estos exquisitos canapés ¿nos contará la receta? con sus propias manos, en su coqueto departamento de un ambiente -junto al cual la vecina por fin se mató, pese a los buñuelos y las tortas fritas y las novelas románticas, ¿quién daría cuenta de ese dolor tan simple?-. Dejemos un momento a Irene Lauson enfrascada en su grata tarea y aprovechemos para recorrerlo. Verán cómo, con poco dinero y mucha imaginación, se pueden conseguir efectos realmente deliciosos. Reparen en el toque original de Van Gogh colgando sobre el diván; muy divertido el contraste entre la cara ceñuda del difundido pintor holandés que se cortó una oreja, ¡qué horror!, y los cálidos almohadones de típica artesanía norteña. Otro efecto bonito se consigue con la máquina de escribir, ¡tan fría! sobre el elegante escritorio de estilo español. Y qué decir del jardincito que Irene Lauson ha improvisado en su balcón liliputiense. Usted también puede hacerlo, querida amiga, ¡anímese! Claro que todas hemos soñado alguna vez con espacios abiertos de vegetación exuberante, pero ¿por qué no conformarse con esta ingeniosa selvita de lazos de amor, alegrías del hogar, enamoradas del muro y otras conocidas especies? Y qué bien se complementa acá con este otro jardín ¡pero de grandes pensamientos! que brota de las paredes. Porque Irene Lauson, queridas amigas, no sólo es esta dinámica ama de casa que, como pueden apreciarlo, prepara con sus propias manos los canapés para sus reuniones, no sólo es una eficacísima programadora de computación; también, como lo delatan las tupidas bibliotecas, halla tiempo para dedicarse al envidiable hobby de la lectura. ¡Digno de imitarse! Y a juzgar por lo que indiscretamente se asoma en la máquina, ¿no le agradará, de cuando en cuando, borronear sus propias paginitas? Vamos a acercarnos en puntas de pie, a ver qué ha escrito.
– ¡Fuera! ¡A la cucha! Ahí no hay nada que merezca ser leído ni siquiera por una imbécil babosa curiosa. Pura paja. Pura lamentación o regodeo. Puro ruido para no oír llorar a la vecina que iba a matarse. Así que, a otra cosa, mariposa. A mí déjenme en paz con mis canapés.
– Bueno, se ve que Irene Lauson es muy celosa de su intimidad. Mejor volvamos a su tarea específica, ahora que les está dando el toque final a estas fuentes. Qué buen gusto, qué creatividad. Se nota que nuestra anfitriona sabe homenajear a sus invitados como ellos lo merecen. ¿A quién espera, querida Irene, si no es indiscreción?
– Al único hombre que quise en mi vida, si no es indiscreción. Al único hombre al que tal vez esté condenada a querer por el resto de mi vida. Con una alondra de diecisiete años. Una bruta jetona culosucio que le sorbió el seso, y le roba su tiempo, y hace que él le festeje sus más estúpidas ocurrencias como si se tratara de las carcajaditas de un arcángel. Esos son mis dos invitados, la reputísima madre que te recontramilparió.
– El estrés, queridas amigas, es sin duda la enfermedad de nuestro tiempo. Cuántas veces descontrola nuestros nervios y nos lleva a decir aquello que no queríamos decir. El lamentable ejemplo de Irene Lauson, quien a pesar de ser una mujer moderna y de mente ordenada no se ha librado de este flagelo contemporáneo, nos viene muy bien para ilustrar a nuestras queridas lectoras acerca de qué hacer si, desdichadamente, les ocurre algo así justo el día en que esperan invitados y desean estar más bellas que nunca. Ante todo, esto que con tanta prudencia está haciendo Irene Lauson. Llorar, amigas, lisa y llanamente llorar. Así, tendidas boca abajo, como si regresaran a la infancia, hasta que sientan que todo el interior se disuelve, que el entorno se borra -que no existe nada sino esta tristeza, este viejo deseo de ¿felicidad? ¿No es acaso el viejo y evasivo deseo de ser feliz lo que súbitamente la hace llorar? Todo parecía tan fácil una hora antes. Ella saliendo a la calle con su bolso de hilo sisal al hombro. Buenas tardes. Buenas tardes. El zapatero, gordo y amable, sonriéndole de oreja a oreja, y la luz de octubre murmurando en todos los rincones. Sólo que ya no era de mañana y ella amaba las mañanas, cuando el día aún tenía la posibilidad de ser perfecto. Entonces la alegría era un don de las cosas y no un esfuerzo de su voluntad. Ahora, en este crepúsculo azul, el día ya estaba marcado. Pero Irene se sobrepuso y cruzó la calle. Buenas tardes. Buenas tardes. Ella era amable y sonriente; todos la querían en la cortada Del Signo. Se detuvo ante el puesto de verduras y frutas. Apio. Era como un imperativo. O algo que le cantó adentro. Apio para deslumbrar a la princesita. Te voy a dar, princesita. Sonrió con cierto escepticismo: sabía lo suficiente sobre mujeres, de diecisiete años o de treinta, como para adivinar que a esta chica la reunión le debía hacer tanta gracia como a ella misma y que el único que la consideraba imprescindible y, tal vez, hasta divertidísima, era Alfredo. Pero logró sobreponerse otra vez. Buenas tardes, doctora. Una doctora elegantísima compraba bananas. Una mamá muy joven pedía coliflor. Ninguna parecía percibir la alegría que irradiaba de las cosas, la belleza de la palabra coliflor, el perfume del apio, la música del mundo. Raro este don de sentir en carne viva el horror de la soledad y el perfume del apio. Pero esto era ella. Con la bolsa de hilo sisal rebosante de olores entró en el almacén. Olfateó, palpó, se emborrachó. La tarde le zumbaba en la piel. A las siete y diez entró en su casa. Otra vez había conseguido triunfar. Se puso a preparar canapés. La vida recién empezaba.
– Y qué bien hace este sencillo tratamiento para el cutis. Claro que después hay que pensar en esos ojitos hinchados que quedan tan feos. La receta ya la conocían nuestras abuelas: unos algodoncitos empapados en té frío. ¿Y qué les parece si aprovechamos el tiempo para que actúe una buena máscara nutritiva? Esta es la preferida de Catherine Deneuve: “Mezclo por partes iguales huevo, yogur y miel. Los resultados son notables”. Si una perfecta como Catherine lo aconseja, por qué no probar nosotras. Ahora, cuando el problema es la grasitud, nada mejor que una receta secreta que usan las hermosas de Beverly Hills: una generosa capa de puré de berenjenas: los resultados son sorprendentes. Mientras la máscara actúa, relajen el cuerpo y sueñen que estamos en una dorada playa del Caribe; una suave brisa nos acaricia y la música del mar nos arrulla suavemente. Al quitar la máscara nuestro cutis estará como nuevo, y nuestro espíritu… mejor ni hablar. Ahora sí, amigas, ya estamos en condiciones de prepararnos para la noche. Luego de limpiar, refrescar y humectar su cutis, cubran sus ojeras con la barrita blanca antiojeras. Para las arrugas, nada mejor que Regeneratiffe, la increíble crema hecha con estrógenos equinos y aceite Surukun, directamente extraído del Mato Grosso venezolano; ciento veinticinco Concursos Internacionales ganados por bellezas venezolanas son la mejor garantía para esta maravilla que, en contados segundos, borrará toda arruga o marca de expresión en sus caritas. Naturalmente, para pequeñas protuberancias o depresiones les recomiendo usar una barra correctora especialmente indicada para estos problemitas. Las irregularidades del rostro, en cambio, desaparecen como por arte de magia utilizando una base más oscura en aquellas regiones que se quieren disimular. Si considera que sus orejas son grandes o paradas, lo mejor es ocultarlas con un corte carré, con flequillo suavemente desflecado. El maquillaje ha de ser ligero, dando idea de frescura y juventud. Una base liviana, un polvo etéreo. El rubor se aplicará desde el centro del pómulo con un trazo firme, resuelto, y luego se expandirá como una delicada nebulosa. Un toquecito en la frente y el mentón dará esa idea de vitalidad y alegría que tan lindo nos sienta a todas. Por supuesto, los ojos son la gran vedette de la temporada. Basta un juego de tres sombras hábilmente combinadas, el delineador que se aplicará con trazo fino, dando idea de gran naturalidad, y una buena máscara para pestañas. Ya está. Sus ojos serán tan intensos y personales que cautivarán a todo el sexo masculino apenas usted haga su aparición. Los labios, en cambio, exigen un moldeado especial. Luego de contornear la forma deseada bastará rellenar el dibujo con un pincel más grueso. Unos toquecitos de brillo darán ese acabado húmedo que tanto seduce. Para el cabello se imponen los cálidos irisados; poseen un brillo vital y apasionado que proyecta sobre el cabello una luz especial. Ese brillo la transformará en una mujer realmente única. Ahora, lista ya para vestirse, no olvide que debe destacar lo mejor. Si quiere triunfar, mírese al espejo y sepa qué parte de su cuerpo debe poner en relieve. Si lo suyo son unas buenas caderas, destáquelas con un moño de raso shocking. ¿Rodillas bien torneadas? Las faldas deben ser superfemeninas, con buenos tajos a la vista, revelando aquello que antes ocultaban para desgracia de ellos. En todos los casos, el escote debe dominar el horizonte y declararse rey. Anímese, escuchará suspiros. Y si la naturaleza la ha dotado sólo de una hermosa dentadura, sonría, querida, sonría todo el tiempo, haga que él caiga rendido por esa sonrisa y se olvide de todo lo demás. Pero usted… ¡no lo olvide! En los detalles descansa ese poder de seducción que hará que los hombres caigan como moscas en su red. Tacos altos para mirar por encima del hombro, mucha simpatía y toda esa audacia que en un rapto de timidez mandó a los cuarteles de invierno. Y una buena postura: eso es fundamental. Para lograrla, manténgase en todo momento muy derecha, los músculos abdominales hundidos, las nalgas levantadas hacia el techo, el pubis arqueado hacia el ombligo. Ahora sí, espontaneidad y alegría. Mucha alegría, ganas de divertirse y… ¡a resplandecer!
¡A resplandecer! Irene ha mirado su reloj y se ha puesto de pie de un salto. Antes de una hora van a llegar Alfredo y la mirona: ella tiene que aparecer resguardada por su luz propia, como por una coraza. Y sabe cómo hacerlo. A pesar de la babosa de interiores y su capa de berenjenas y su admirable ombligo en el culo, a pesar de esta melancolía que ningún estrógeno equino podría borrar, ella va a comenzar esta lenta ceremonia de iluminarse hacia afuera, como quien emite señales de sí misma, de lo mejor o lo más armonioso o lo más deseable de sí misma, rito que aprendió para siempre una tarde de verano, casi a los catorce años, ante el espejo de la planta baja de su casa de Bulnes.
Antes hay otro aprendizaje ante el mismo espejo pero ocurre en invierno y es triste. Ella entonces tiene once años y hace unos días, en la calle, cuando corría sin control arrastrada por las veleidades de su cabeza, un hombre le dijo algo sobre “tus tetitas”. Te las chuparía todas, dijo, y ella se paró en seco y, por primera vez, se sintió vulnerable y expuesta, cargando consigo esa cosa indefinida cuyas partes crecen desordenadamente, se ensanchan sin sentido, se instalan en lo que fue su cuerpo como una pura deformidad, como un mero error de la naturaleza. Algo que ella no es capaz de gobernar. Claro que puede fingir que desaparece, puede navegar, como en un agua diáfana, en la lectura de Wilde o en los laberintos de un intrincado problema de ingenio, pero sangra todos los meses sin haberlo pedido y un hombre habló de “tus tetitas” sin siquiera sospechar los universos laboriosos que su cerebro estaba tramando. Es puro cuerpo, pura repugnancia. Y pensar que años atrás había creído que ella era sólo su alma, sólo esa vanidosa interioridad que se reía de los adultos, de los que apenas podían ver en ella algo encantador y bien definido -un flequillo, unos cachetes redondos- pero lo ignoraban todo sobre la niñita que por dentro era perversa y se reía. Ahora no se ríe. Ya no puede recitar versos larguísimos parada en una silla ni decirle a Guirnalda que lo que ha hecho son travesuras infantiles. Nadie puede ver en ella algo encantador. Ni ver nada. Eso es lo que acaba de descubrir en esta fría tarde de invierno, parada ante el espejo de la entrada. Está contemplando con atención, con desusada impiedad, eso anodino que aparece en el espejo, y de pronto lo piensa. No tengo cara de nada. Con firmeza se obliga a no cerrar los ojos, a seguir contemplando esa imagen sin forma hasta que tanta delicuescencia le da asco. Los otros llevan su cara con naturalidad, son lo que son, lo que ella les ve. Pero qué se puede ver en ella. La del espejo le produce horror. Esto es lo que saben de mí, piensa. Nada. Ni arduas cosmogonías ni panes dorados. Una cosa impermeable y muda. Y sin embargo está condenada a esta cara. Y a este cuerpo. Esto es ella. Y tal vez, aunque todavía no lo sabe, es entonces cuando soterradamente empieza este lento aprendizaje, este obstinado empuje para transformarse en exterioridad, para que las cosmogonías y los panes y las risas a hurtadillas se expandan y la iluminen como una señal. O como un aura.
Qué pasa a partir de ese invierno, qué rechazos o absoluciones tiene que protagonizar, casi no puede recordarlo. En cambio sí se ve con nitidez mirándose ante ese mismo espejo, el verano en que está por cumplir catorce años. Va a una fiesta. Antes de salir a la calle se ha detenido ante su imagen. Entonces se ve. Un metro cincuenta y siete, pelo castaño, nadie podría afirmar que es hermosa. Y sin embargo hay algo que irradia, o algo que, a fuerza de voluntad, o a fuerza de deseo, se ha puesto a irradiar ante el espejo. Esta es ella. ¿No es posible vislumbrar en esa imagen cierta desusada alegría, el reciente deslumbramiento ante Romain Rolland, la secreta determinación de ser única? Eso está ahí, ante sus ojos. Eso es lo que los otros sabrán de ella.
Un rato después se pone a prueba. Está de pie en el centro de una gran habitación llena de chicas y chicos adolescentes. Los Plateros cantan Only you. Y el muchacho va a llegar. Irene no lo conoce pero las otras no hacen más que hablar de él. Dicen que es alto, dicen que es atlético, dicen que tiene ojos verdes y que va a ser el más lindo de la fiesta. Todas las que lo conocen lo aman. Irene lo ama sin conocerlo. Está parada en el centro de la habitación y ahora, pese a su incipiente miopía y pese a que está de perfil a la puerta, sabe lo que acaba de ocurrir. Impermeable azul, porte arrogante, él se ha instalado en el marco de la puerta y mira hacia adentro. Lo que sigue es difícil de describir. Si Irene fuera un pavo real, uno diría que abrió su cola gigantesca y se puso a contornearla abstraída, como ignorando que él estaba ahí. Si fuera hermosa e imponente, uno diría que nadie podía dejar de reparar en ella, parada de perfil a la puerta, como ignorante del recién llegado. Pero no es imponente ni es un pavo real, así que se hace necesario otro modo de explicar el fenómeno. Se podría arriesgar que se trata, a la vez, de un esfuerzo centrífugo y centrípeto. O decir simplemente que cada una de sus células se han puesto a cantar, y entonces ella resplandece. Pero no por una causa ajena a su voluntad. Es justamente esa voluntad, su fuerza expansiva, lo que hace que todo en ella cante. O cierta desorbitada exuberancia de vida que siempre la arrasó por capricho y que ahora Irene está aprendiendo a manejar a su antojo, hasta conseguir que dócilmente la inunde y la aureole y la privilegie bajo su chorro dorado. Y produzca esto que ahora, sin necesidad de mirar, ella sabe que está ocurriendo. El muchacho, que con ostentación se ha sacado el impermeable azul, camina sin posible error hacia ella. Irene sabe que no podía haber sido de otro modo. Ahora lo tiene ante sí. Sí, le dice; bailo.
El resto es pura calentura y alegría de vivir. El cuerpo se le ríe por su cuenta mientras, bien pegada al muchacho, baila The great pretender. Es feliz. Pero nada está definitivamente hecho: eso es lo terrible y lo prodigioso. Irene sólo ha probado que es posible. Que no sólo la cabeza, también este cuerpo es desde ahora cosa suya. Sólo hace falta cierto esfuerzo de la voluntad, o cierta concentración de los deseos. Y el muchacho de impermeable azul se va a dirigir a la niña que está de perfil. Y el joven profesor demandado por la de vestido blanco y la de vestido negro va a fijar su atención en la adolescente de pollera tableada. Y la mujer de treinta años que ha estado preparando canapés y cuyo corazón aún quiere llorar resplandecerá como un cristal asoleado ante el profesor adulto y la adolescente jetona que en una hora van a llamar a su puerta.
Con lápiz negro y con alguna sombra vaporosa, pero sobre todo con cierto rescoldo privado al que hará irradiar y atesorarla, va a oficiar este festivo rito de ir iluminándose por fuera. Ante el espejo se moldeará, se irá volviendo nítida y armoniosa. Acabará aceptándose, gustándose. Se querrá. Pero también entonces, durante este amable encuentro con lo más plácido de sí misma, va a saber que esto no es más que un equilibrio inestable. Algo cuyo suave fuego tendrá que mantener celosamente, como una hacendosa vestal de sí misma. Algo que, al menor descuido, puede acabar en cenizas.
Esto aún no la preocupa. Gozosa, con todas las células en tensión, entra en la bañadera. El agua está tibia y agradable. Ella se recuesta, se expande, se disfruta. La ceremonia ha comenzado.
Abrió la puerta. El primer impacto de su visión detectó a un hombre elegantísimo y a una chica zaparrastrosa. Y -¿tal vez sólo le pareció?- hubo entre Alfredo y ella un brevísimo intercambio de miradas, una risita subterránea no exenta de melancolía. Como si acabaran de descubrir que eran de otro tiempo, ¿quién lo iba a decir?, ella y él de otro tiempo, de cuando la gente se preparaba ritualmente para la función. Y durante un segundo fue hermoso y triste a la vez eso de verse hacia atrás, como una romántica pareja antigua, a expensas de la muchacha.
Después la inmovilidad de las tres figuras se rompió. Presentaciones, besos, sonrisas. Slam. Ya estaban los tres adentro. Ahora te quiero ver, escopeta.
– Qué lindo es esto.
Cecilia había entrado a grandes trancos, pisando fuerte con sus zapatillas, se había situado en el centro de la casa y observaba todo. Sus ojos no son chiquitos, pensó Irene, y un día alguien hasta los podrá llamar inquietantes o felinos: lo que pasa es que no se pinta. Cecilia observaba todo con esos ojos ladinamente gatunos como quien se apropia del exterior con sólo mirarlo. El mundo era suyo.
Pero esta casa es mía, pensó Irene, y puso un cenicero en la mesita de al lado del diván, donde Alfredo acababa de sentarse, muy orondo. Lo de ella es una mera sensación, una pura irresponsabilidad. No sabe lo que es cargar con el mundo, lo que es construir un hogar. Todavía no conoce este vértigo.
Arrimó las mesitas color naranja, trajo vasos. Habló unos segundos con Alfredo sobre el testamento hológrafo de Ram. Algo sorprendente. “Pero no inesperado”, dijo Alfredo; “al menos para mí”. Irene fue a la pequeña cocina y volvió con la botella de whisky y servilletas de papel. Vio que Cecilia abría una por una las cajitas de madera pintada que ella tenía en la biblioteca.
– ¿Por qué no te sentás? -dijo.
El tono no sonó todo lo amable que hubiera deseado. De reojo lo miró a Alfredo pero no: no había percibido nada. Toda su atención parecía dirigida a La educación sentimental, que había quedado desde la noche anterior en la mesita del diván.
– No me gusta sentarme -dijo Cecilia, como quien señala un rasgo excepcional de su carácter.
Por mí, morite, pensó Irene. Miró a Alfredo con insistencia. Nada. No levantaba los ojos del libro. Decidió que iría a decirle, con todo disimulo, que dejara de leer. Pero no hizo falta: lo hizo Cecilia. Se acercó y, en voz muy baja, dijo:
– Espero que no pensarás ponerte a leer.
Irene entrecerró un segundo los ojos. Alfredo levantó la mirada con expresión angélica.
– ¿Por qué no? -dijo con voz normal-. ¿Qué tiene de malo que me ponga a leer?
Cecilia dio un suspiro y se fue hacia el escritorio de Irene. Se puso a observar con atención el pescadito a cuerda que colgaba de uno de los estantes. Con cautela tironeó de la cuerda mientras, subrepticiamente, miraba la página puesta en la Remington.
– Vas a tirar ese pescadito -dijo Irene.
Como una mujer adulta que se dirige a una niña retardada, pensó. ¿No estaría equivocando el estilo, despeñándose hacia lo que más detestaba?
– No -dijo Cecilia, y siguió manipulando la cuerda con interés. Parecía dar a entender que eso era lo único que le atraía en este mundo de adultos que leen libros en las reuniones y acomodan mesitas. Irene se encogió de hombros: mejor empezaba a traer los canapés.
Estaba sacando las fuentes de la heladera cuando oyó el Sueño de amor en ese repiqueteo tonto de cajita de música.
– Te dijo que ibas a tirar ese pescadito -dijo Alfredo; e Irene percibió que, más que una reconvención a Cecilia, esto era una burla dirigida a ella, al tono estúpido de ella.
– No -volvió a decir Cecilia.
– No es muy susceptible de ser educada -le dijo Alfredo a Irene, que venía con dos fuentes de canapés.
Parece un padre orgulloso, pensó Irene; orgulloso de lo bruta que es la nena. Hizo un esfuerzo, pero no consiguió que la presunta ineducabilidad de Cecilia no la fascinase. La observó. Cecilia, ya sin ningún disimulo, miraba la hoja que estaba en la Remington. Yo no hubiera hecho una cosa así. Se sintió más tranquila.
– Qué barbaridad -le dijo a Alfredo-. Se ve que la adolescencia ya no viene como antes.
– No vayas a creer -dijo Alfredo.
Pero la miró de tal modo que ella sintió renacer todas sus galas. Se esponjó, abrió su gran cola, se pensó deseable y le pareció que no quería, por nada del mundo, cambiarse por esa adolescente desmañada que ella también había sido una vez.
– ¿Usted escribe?
El “usted” la golpeó. Como un náufrago buscó la mirada de Alfredo para que le restituyera su calidad de atolondrada incorregible que corre por las calles y es tratada sin respeto por la gente seria. Pero él estaba otra vez sumergido en La educación sentimental. Irene se vio a los treinta años, mirada por ella misma a los diecisiete. Era adulta, sin salvación.
– Mejor hablame de “vos”, ¿no te parece? -dijo.
– ¿De mí? -Cecilia parecía sobresaltada por primera vez. Esto ya no se arregla más, pensó Irene-. Bueno, yo también escribo -dijo, y ella también miró de reojo a Alfredo, como buscando auxilio, pero él seguía absorto en Flaubert. La dejó sola, pensó.
– ¿Y qué escribís? -dijo, mientras trataba de calcular si Alfredo le habría contado que ella tenía el cuaderno de tapas rojas.
– Escribo -dijo Cecilia. Y se quedó en silencio, como esperando algo.
Entonces Irene pensó que sí, que él se lo había contado y que esta adolescente de mirada ansiosa estaba esperando algo de ella. Sabe que tiene trece años menos que yo y que es a mí a quien le toca resolver este silencio. ¿Pero era capaz ella de resolverlo? Entre esas tapas rojas había un mundo clandestino y avasallante que pugnaba por tomar forma, rachas de luz, frentes de tormenta, retazos de una vida enmarañada y poderosa que Irene, de haberse tomado el trabajo, habría podido leer también más allá de esos ojitos sagaces y expectantes que seguían mirándola. ¿Se animaría a decir algo sobre todo esto, o iba a permitir que fuera Cecilia quien llenase este hueco incómodo? Un segundo más y sería demasiado tarde.
– Alfredo no me dijo que usted escribía.
Ya estaba. Le había cedido el turno a Cecilia y ahora tenía que rendir cuentas. Y qué cuentas. Alfredo no me dijo que usted escribía. Casi nada. Y qué le había dicho. ¿Ella es mi hermana espiritual?, ¿mi amiga del alma?, ¿te va a decir palabras inolvidables acerca del cuaderno de tapas rojas? O tal vez: “No sabés cómo se te parecía cuando tenía diecisiete años”, y Cecilia, astuta y mal pensada, habrá calculado que entonces. Shh. Qué imagen bella y absoluta habría inventado Alfredo. Tan alejada, ay, de la mujer real que ha leído, llena de vacilación y de asombro y hasta de indeseable amor, el cuaderno de tapas rojas y ahora no se anima a abrir la boca y querría arrojar por la ventana a la muchacha preguntona. Cecilia la observa con atención. Sin duda está tratando de superponer las palabras de Alfredo a esta mujer reservada y nada brillante que tiene enfrente. Una mujer impecable de treinta años que le sonríe con cierta condescendencia.
– No me dedico a escribir, precisamente -dijo-. Soy una especie de matemática.
– Sí, eso sí me lo dijo -Irene pensó qué pasaría si ella de pronto se ponía a llorar. Cecilia irguió la cabeza-. Yo odio las matemáticas -con suficiencia, como quien declara una cualidad personal.
Es vulgar, pensó Irene.
– Le gusta hacerse la bruta -dijo Alfredo-. No le puedo hacer entender que la matemática es algo más que esos números para enanos que trae la tabla de logaritmos. O que recitar de memoria la tabla del siete. Tendrías que explicarle un poco porque a mí no me hace caso.
Irene pensó en los cristales, en su fría y casi indestructible belleza. Tal vez Cecilia sería capaz de entender algo así. Quién sabe. Al menos ella no tenía el más mínimo interés en explicarle nada.
– No soy bruta -dijo Cecilia, y sacudió bruscamente su cabeza, con lo cual el espeso pelo dorado flameó como una ola.
A Alfredo le encanta eso, el pelo, y el gesto enfurruñado de la boca, y que sea un poco bruta, así él puede explicarle, también con cierta brutalidad a su estilo, todo lo que de extraño y bello y horroroso hay entre el cielo y la tierra y que su hermosa cabeza adolescente aún no alcanza a concebir. Pero concebirá, ah, sí concebirá, mucho más aún de lo que Alfredo alcanza a suponer en este momento. De pronto se sentía omnicomprensiva y serena. Sonrió con urbanidad.
– Qué vas a tomar -dijo-. Y, por favor, tuteame.
Esta vez se había cuidado bien de que su lenguaje no fuera ambiguo.
– Qué hay -dijo Cecilia.
Es impertinente y le encanta. Sabe que la impertinencia le queda linda.
– Hay whisky. Hay vino blanco, Coca-Cola…
– ¿Hay leche?
Yo nunca hubiera pedido leche, se dijo Irene. Pensó en sus whiskies, en sus esfuerzos por tragar el humo, en sus ganas de ser corrompida. Distintos modos de la seducción. De seducirlo a él. Pero ¿con leche?
– Hay leche -dijo, bien dueña de sí misma.
No les tenía miedo a las adolescentes que tomaban leche, y tal vez sus razones habrían paralizado a Aristóteles. Yo era una adolescente que nunca hubiera pedido leche. Yo soy temible. Una adolescente que pide leche es inofensiva. En forma velada percibió la falacia de su razonamiento, pero esto no era una cuestión de lógica. Era una cuestión de sentirse bien.
E Irene ahora se sentía bien. Era esa encantadora mujer que ella había planeado después de preparar los canapés. Trajo bandejas, escanció bebidas, dispuso porcelanas y cristales. Y también buscó un vaso muy alto y lo llenó hasta el borde con leche. Escudillas. La espumosa leche se bebe en escudillas. Ella a los diez años lo había pensado, y todavía lo pensaba cada vez que llenaba un vaso con leche. Una escudilla con espumosa leche de cabra que el abuelo hosco le servía a la niña huerfanita. Establo hecho de troncos y fragancia de heno recién cortado. Un atisbo de felicidad. Vio cómo Cecilia se tomaba medio vaso de un trago y dudó de que pensara en escudillas y en heno. Ella no es yo. Bebió un gran trago de whisky y se dijo: cómo a un hombre le puede gustar esto. Se refería a la adolescente, no al whisky. Pero se engañaba: sabía perfectamente cómo podía gustarle.
– Increíble -dijo Alfredo.
Irene y Cecilia lo miraron.
– El final de la segunda parte -y volvió a hundirse en la lectura.
Cecilia se encogió de hombros y volvió a acercarse al pescadito. Con cuidado, estiró la cuerda. Se oyó el repiqueteo tonto del Sueño de amor. ¿Para quién es encantadora?, se preguntó Irene que iba y venía, se desplazaba entre la kitchenette y la habitación, traía más fuentes, más leche, más bebidas. Y yo, ¿para quién soy encantadora? Vio que Alfredo movía la cabeza como aprobando lo que leía. Un gesto que no estaba dirigido a que alguien lo viera. No necesita de nosotras. “Nosotras”, qué horror. Sin embargo, en ese particular momento no le provocaba horror. Podía verse, verlos, con cierta frialdad. Incluso a Alfredo. ¿No las necesitaba realmente? Y entonces, ¿por qué este empecinamiento en reunirlas? Para que él pudiera sentarse a leer tranquilo a Flaubert. Puede olvidarse de nosotras, porque nosotras no nos olvidamos de él ¿Y Cecilia? Irene podía observarla, abstraída, escuchando la música del pescadito. Está posando, pensó. Posa para que él descubra esa soledad apenas levante los ojos. ¿Esa es ella o soy yo? Irene estaba reclinada en el sillón verde y bebía whisky. Se sentía en paz. Y sin embargo, en algún momento, ese equilibrio aparente se iba a resquebrajar. Algo iba a entrar en acción e instalaría el caos. Ahora mismo, al parecer, sucedería. Alfredo había dejado el libro sobre la mesa; se comió un bocadito con roquefort.
– Años que no lo leía -dijo-. ¿Vos lo estás leyendo otra vez?
Un giro inesperado. Ahora Cecilia se había quedado sola de verdad, con su pescadito.
– Sí, lo estoy anotando. Es sorprendente.
Pero así era demasiado fácil, desleal. Irene podía hablarle ahora de un episodio que la había deslumbrado en la segunda parte o de ciertos paralelismos que había descubierto. Y dejar a Cecilia afuera, con su pescadito. Pero no era eso lo que quería. O no era ésa la manera en que quería dejar afuera a Cecilia. ¿Y cuál era la manera? ¿Jugar ella con el pescadito? ¿Hacerse la bruta? Ya no hay vuelta atrás, compañera. No se muerde en vano la manzana de. ¿No era acaso esto lo que había querido? Mirando atrás, ¿no había deseado ser esta mujer imperturbable que observa desde lejos el pescadito? ¡Bum! ¡El pescadito! Había caído con estruendo sobre la Remington. Sin duda la alondra quería entrar en escena.
– ¿No podrías escuchar en lugar de seguir con esa porquería?
– No sé de qué hablan -dijo Cecilia con irritante naturalidad.
Alfredo sacudió el libro con cierta violencia.
– De esto -dijo-, deberías leerlo y tal vez tendrías un montón de problemas menos.
– No sé qué es esto -y parodió el gesto furioso de él de sacudir el libro.
No me gustan estas intimidades en mi casa, pensó Irene con altanería.
– Ni más ni menos que La educación sentimental. Habrás oído, aunque más no fuera, hablar de La educación sentimental.
– Oí, gracias -dijo Cecilia, con un tono tan despectivo y cortante que Irene se alarmó-. Y no sé si me hace tanta falta.
– Bueno -dijo Alfredo-, eso sí que no lo sabíamos.
– Hay muchas cosas que vos no sabés.
Había algo fuera de lugar, algo demasiado colérico o cargado de odio. Irene sintió un vago temor. ¿Como si ciertos valores estuvieran a punto de desmoronarse?
– Es probable, sí -dijo Alfredo, con un tono neutro en el que acechaba el peligro.
– No -dijo Cecilia, y sin duda había advertido el tono porque parecía asustada ahora-, vos no te das cuenta. Yo no puedo saber todo de golpe -y por un segundo pareció que iba a ponerse a llorar. Pero se sacudió el pelo y fue como un acto mágico, como si en virtud de esa dorada masa que ondeaba ella pudiese convertirse en una joven serpiente-. Y no me gusta hablar de estas cosas delante de extraños.
Irene sintió la mordedura. La serpiente que nombran los demonios, se acordó. Cecilia. E Irene, la sacerdotisa y la paz. Minga.
– ¿Estas cosas? -dijo Alfredo como si fuera a saltar sobre ella. Pero Irene captó que estaba desconcertado. Y también captó una negligencia; se le había pasado por alto la palabra “extraños”.
– Estas cosas, sí. Vos no te das cuenta de que vas demasiado rápido. El otro día era con los cantitos, qué sé yo, como si eso fuera importantísimo. Como si yo no tuviera derecho a cantar lo que cantan los otros -Irene presintió un pequeño mundo que ya tenía sus leyes propias, sus sobreentendidos y sus desdichas; casi estuvo a punto de conmoverla el esfuerzo inútil de esta adolescente que, en alguna zona, todavía luchaba por convencerse de que tenía ganas de cantar lo que los otros cantaban. Pero no. Cecilia había levantado la frente con altivez y señaló el libro que otra vez estaba en la mesita del diván-. ¿Y vos te creés que con cosas como ésta sí vas a cambiar el mundo?
Irene sintió algo parecido a la tristeza, aunque no sabía muy bien por qué.
– No creo haber dicho nunca que voy a cambiar el mundo -dijo Alfredo con voz sombría-. Pero sí. Por si no entendiste nada de lo que te dije en todo este tiempo, creo que sí, que mi idea de una vida digna incluye también libros como éste.
– ¡Hubiéramos empezado por ahí! -exclamó Cecilia, e Irene la miró con cierta admiración-. El otro día, al menos, me decías que tenía que leer, no sé, a ese Ram, pero no éstas… -se detuvo, como buscando la palabra precisa-. Estas inmundicias -dijo como una explosión.
Fue tan desmesurado, tan agraviante para el hombre que ahora estaba por empezar a hablar, que Irene, de golpe, entendió.
A veces le pasaba. Comprender una escena, o mejor, lo que ocurría debajo de una escena, con tanta precisión como si lo estuviera leyendo en un libro. Y lo que ocurría debajo de ésta era casi una herejía. Una comedia de errores de lo más vulgar. Algo bastante cómico si no fuera, al mismo tiempo, ligeramente asqueroso.
– Por favor, Alfredo -dijo-. Por favor, Alfredo, callate un poco -tuvo que repetir para que él por fin la oyese a través de sus propias palabras-. Me parece que hay una especie de confusión en todo esto. Cecilia cree… -se interrumpió; cómo decirlo para que la serpiente ritual, la santa de la música, la jetona de pelo flameante no se sintiera humillada. No había forma. Con decisión la encaró a Cecilia-: La educación sentimental es un libro de Flaubert. Una novela -el tono, por supuesto, le había salido didáctico. Joderse. Quién le había mandado arreglar este entuerto. Volvió a dirigirse a Alfredo: la mirada de Cecilia no la alentaba a seguir hablándole-. Me parece que Cecilia pensaba que. Me parece que, por alguna distracción, Cecilia yuxtapuso la palabra “sexual” a la palabra “sentimental”.
Sintió la mirada de odio de Cecilia. Alfredo, en cambio, parecía maravillado. ¿Por cuál de las dos? Se golpeó la frente con la palma.
– ¡No! -dijo-. No me digas que todo este tiempo estuviste pensando que yo te recomendaba leer un libro sobre educación sexual -se rió-. Se ve que creés que me tengo poca fe. -El mundo volvía a ordenarse.
Cecilia estaba encendida y turbada. Irene desvió los ojos: no aceptó que esa imagen la cautivase.
– Lo que pasa es que no sé en qué estaba pensando -dijo Cecilia.
– Me parece que no en el ruiseñor de Keats -dijo Alfredo.
Entonces Cecilia se rió con una risa que Irene conocía muy bien, la conocía desde adentro, desde la mala fe de sus diecisiete años, desde la impunidad que daba saber que todavía se pueden cometer errores, total, el profesor adulto nos los señalará, y nos absolverá, y hasta pensará, momentáneamente, que la vida merece la pena de ser vivida. Curioso. Como si Irene pudiera ser, a la vez, la muchacha turbada que se reía y el hombre que al ver esa risa descubría otra vez un motivo para existir. ¿Y yo? La pregunta fue como un zarpazo. ¿Qué le pasaba a ella mirando esta escena? Y, sobre todo, ¿por qué la estaba mirando? Pegó media vuelta y se fue a preparar café.
– Puedo pensar en el ruiseñor de Keats y en otras cosas al mismo tiempo -oyó que decía Cecilia, seguro que encantada de sí misma.
Mentira, pensó Irene. No puede. Nadie puede pensar en el ruiseñor y ser el ruiseñor. No por mucho tiempo. Y casi tuvo piedad de la muchacha arrogante que aún no sabía que ya estaba cayendo en el pozo sin fondo de sus propias palabras. E ignoraba que un día ya no le iba a quedar otra posibilidad; que este desafío iba a ser su única manera de vivir.
Cuando volvió con el café vio, entre los almohadones y las plantas y los libros de su casa, un cuadro que prescindía totalmente de ella. Alfredo hablaba con pasión y Cecilia, sentada en el suelo, estaba en actitud de escuchar. El error cometido con la palabra “sexual” flotaba sobre ellos como una agradable amenaza.
– ¡Café! -dijo Alfredo-. Me salvaste. Me aburro de escucharme. ¿A vos te parece justo que yo me pase la vida hablando siempre de las mismas cosas?
Me importa un reverendo carajo. Apoyó la bandeja en el suelo, tendría que encontrar algo brillantísimo para contestarle a Alfredo, ya que esto era un hilo. La pregunta de Alfredo: un recatado hilo tendido hacia su inteligencia, un modo de restañarle la herida que sin duda -él pensaría- le estaba causando este cuadro íntimo. La conocía, ah si la conocía, podía prever como nadie sus agachadas pero también sabía como nadie el valor de su fuerza, de esa capacidad suya para remontar borrascas y salir airosa de ciertos humanos pesares. Él la iba a ayudar, ya la estaba ayudando, estaba tendiendo sobre ella la burbuja salvadora, había deslizado una pregunta aparentemente casual, pero dirigida -Irene también lo conocía a él- a provocar en ella una respuesta brillante y sin duda incisiva. Él se alegraría. Ésta es Irene, sería como si dijera, y mantendría con ella un diálogo punzante acerca de sí mismo que otra vez dejaría afuera, llena de furia y de rebeldía, a la adolescente de pelo dorado. No importaba: él ya se las arreglaría también con ese enojo. ¿No consistía en eso su verdadero arte?
– No sé -dijo Irene con indiferencia-. No sé si podés -y volvió a la cocina con una pequeña pila de platos.
Fue extraño. Algo se había desordenado por segunda vez en la noche.
– Irene está de mal humor -oyó.
La voz de Cecilia nombrándola con tanta naturalidad la sobresaltó. Era como si, para ella, la ausencia transformara a Irene en alguien conocido y hasta confiable: ¿un habitual y pacífico tema de conversación?
– Nunca se sabe con Irene -dijo Alfredo-. Hay más cosas en esa cabeza de las que caben en mi pobre imaginación.
La frase estaba dirigida a normalizar ante Cecilia este pequeño desarreglo. Pero sobre todo estaba destinada a ella. Cierto matiz afectivo en la voz, la alusión a un mundo familiar y privado estaban destinados a que ella se esponjara otra vez las plumas bajo unas alas enormes y cobijantes.
– ¿Pero no será mejor que nos vayamos? -susurró Cecilia con cierta timidez. ¿Y con cierta esperanza?
– Sí. Es mejor que se vayan -Irene se había dado vuelta con una brusquedad que la sorprendió hasta a ella. Sintió la mirada de Alfredo pero la pasó por alto-. Estoy verdaderamente cansada. Hoy tuve un día de locos.
Cecilia se puso de pie y trató de captar la atención de Alfredo. ¿Viste?, quería decirle su mirada. Pero él tenía los ojos fijos en Irene.
– Acordate que tenés el cuaderno de Cecilia -dijo.
Ahí estaba otra vez. El pie que a Irene le hacía falta para recuperarse. Alfredo aún creía en ella, ¿acaso no había partido en dos la manzana, no había cargado sola con la Remington? Esto era tan fácil. Irene podía decir acerca de este cuaderno y su fervorosa desolación algo brillante y, en cierto sentido, verdadero. Podía demostrarle a Cecilia quién era ella. Se encogió de hombros.
– Ahora se lo doy -dijo-. Esperen un momento que lo busco.
Hubo en el aire algo como una amenaza. O algo que Irene sintió como una amenaza. O como una esperanza. Alfredo estaba por hacer alguna cosa que pondría todo en su lugar. Iba a modificar a su manera este final inesperado.
Pero no. Él le dio a lo inesperado otra vuelta de tuerca, porque no hizo nada. Simplemente esperó en silencio a que ella buscara el cuaderno y observó en silencio cómo, sin un comentario, se lo devolvía a Cecilia.
La despedida fue todo lo mundana que se podía esperar de la situación. Al fin y al cabo no era para tanto. Un momento de incomodidad, que no tenía por qué dejar rastros.
– ¿Y si la engañamos?
¿Engañarla? Se sobresaltó. ¿A quién estaban por engañar?
– ¿Cómo la engañamos? -preguntó con astucia.
La Calequita, laboriosa y enana, abrió su irreparable boca y así supo Irene que estaban en la Caja, ámbito bien regulado y sin duda impenetrable a las emanaciones de lo ocurrido la noche anterior en la cortada Del Signo. Un episodio desdichado que Irene se esforzaba vanamente en corregir, como si su pensamiento fuera capaz de cambiar el curso de lo ya sucedido, aunque sin saber, siquiera, en qué dirección habría querido cambiarlo. Ese era el otro problema.
– Le hacemos creer que está en diciembre, te das cuenta -le explicó la Calequita con su voz de pito-, y ahí ella les da a todos los viudos el aumento del veinte por ciento. Después le decimos que está en mayo de 1970 y entonces ella les saca un seis por ciento a todos los viudos que sean mayores de ochenta años.
La ley venía jodida este año. Irene sonrió para sí misma con una cierta melancolía. Ya ni siquiera le producía un estremecimiento oír cómo la Calequita llamaba tiernamente Ella al monstruo refrigerado que nunca se equivocaba. ¿Estaba bien eso? Haberse acostumbrado también a estas prácticas almibaradas, ¿estaba bien? Alguna respuesta trataba de abrirse paso entre la bruma cuando descubrió a un humano con toda la apariencia de ser un viudo mayor de ochenta años. Avanzaba tembloroso hacia el escritorio que ella compartía con la Calequita.
– Así que son ustedes -gritó. Dio unos golpecitos en el suelo con su bastón pero debió interrumpir la acción porque tuvo un ataque de tos.
– Entonces ponés el matambre bien estiradito en una asadera, lo cubrís con leche, lo metés en el horno bien caliente y va está -oyó, como en un sueño, a sus espaldas. Qué estoy haciendo acá.
– ¿A quién busca, abuelo? -preguntó la Calequita, que era diligente y urbana.
– A los sinvergüenzas que me sacaron la mitad de mi jubilación. Me dijeron que son ustedes -y las señaló a las dos con un dedo extraordinariamente largo y flaco.
– Pero esto es un Centro de Apoyo, abuelo -dijo la Calequita.
– ¡Apoyo de las pelotas! -dijo el viejo.
– Qué boquita -dijo el señor Vitacca, que se acercaba con su inconfundible aire de canguro.
– No, por eso no te preocupes. Al final el matambre absorbe toda la leche y queda crocantito que da gusto -dijo, a sus espaldas, la amiga invisible.
Qué estoy haciendo acá, volvió a pensar Irene, y fue como despertar en un país extraño o en una mazmorra que descuidadamente tenía abierto un pasadizo o una pequeña ventana, de modo que ella agarró la cartera, dijo chau Calequita, perdón señor, y luego de darle un nada nietezco pisotón al viejo y pasar como una exhalación ante el pasmado señor Vitacca, y sin urdir el menor pretexto, sin haber adoctrinado a nadie para que fichara su tarjeta en el reloj de la salida, sin mentir dolencia súbita, incontenible ataque de locura, nada, salió de la enorme y gris oficina de Sistemas, bajó rauda los dos pisos, y de pronto se encontró caminando por Florida hacia plaza San Martín, haciendo uso, como tantas otras veces, de una precaria libertad sin sentido.
Miró su reloj: las cinco y cuarto. ¿Qué quería hacer? Pensó que lo único que realmente quería hacer era ir a la casa de Alfredo y arreglar todo esto. No podía cargar más con su imbecilidad de la noche anterior. Buscó inútilmente un teléfono que funcionase. Nada. Ya estaba casi en plaza San Martín. Miró la cartera: le alcanzaba. Podía gastarse sus últimos pesos en un taxi y llegar en veinte minutos. Pero ¿qué podía pasar si aparecía en la casa de Alfredo sin avisar? Algo que le revolvía las tripas: Cecilia estaba allí. Seguro. No. ¿No era bastante factible que estuviera en la facultad a esta hora? Podía sin duda haber elegido los horarios de la tarde y en ese caso. Altamente probable cuando se tiene una relación clandestina y nocturna con un profesor maduro. Pero también podía suceder que la noche anterior, después que se habían ido de la casa de ella, se hubiese producido una escena, y entonces era probable que
– Nena, ¿a dónde vas tan apurada?
¿Otra vez? Pero ahora no corría. Caminaba muy rápido hacia Libertador sin siquiera echar una mirada a los hermosos árboles de plaza San Martín que quedaban atrás, expandiendo su impávida alegría bajo el sol de la tarde. ¿Una escena? ¿Por qué se le había cruzado que hubo una escena?
Porque era muy posible que Cecilia hubiera interpretado sospechosamente el súbito mal humor de Irene y entonces, ¿él qué explicación le había dado? ¿O ella ya lo sospechaba desde antes? O tenía algún dato. Eso la paralizó. Porque si Alfredo se había animado a hablarle, aun antes de venir a su casa, de su relación con Irene, y Cecilia lo había soportado y había aceptado venir, entonces era de temer. Pero ¿era probable? Sin duda no. Pero después, al observar el malestar de Irene (nada que ver con la mujer serena e inteligente que él sin duda le ha contado) ¿sospechó algo?, ¿comprobó algo que sospechaba? Entonces era de temer. Seguro que habían tenido una discusión violenta al salir de su casa. Cecilia se ofende y se va. Pero después vuelve. Siempre vuelven. Y entonces siguen discutiendo y después se reconcilian y. Ella todavía está allí. Faltó a la facultad, natural con todo este drama, y todavía está allí. Pero también podía ocurrir que no hubiera sucedido ningún drama. ¿Qué le había dicho Alfredo realmente acerca de ella? Ahí estaba la clave de esta relación. ¿Que era la vieja amiga? ¿La que todo lo comprendía? La que secretamente está enamorada de él, piensa entonces la turra y, sin preguntar nada, se explica todo. El mal humor, la agresividad, todo. Y entonces no hay escena. Se van lo más frescos a la casa de Alfredo y fornican como chanchos. ¿Y Cecilia se va? ¿Temprano? ¿O todavía está allí? No. Sin duda a Alfredo le debía fastidiar tenerla todo el tiempo junto a él, pero tal vez Cecilia era de las que no molestaban o. A lo mejor se había ido temprano porque tenía una madre a la que debía darle explicaciones, pero después volvía, antes de la facultad, porque en realidad no iba a la facultad a la tarde sino a. ¿Y entonces todavía estaba allí? ¿Y a Alfredo le parecía tan natural esto de que ella fuera y volviera y? ¡No! Algo parecido a un ataque de repulsión la hizo tambalear. ¿Esto era ella? ¿Esto que se metía con ferocidad en la cabeza de otros dos, esto que podía ser los otros dos, lo cual era una buena manera de no ser nadie? Lo sintió con pavor y miró hacia abajo. Porque por algún mecanismo perverso que regía a veces sus actos, ella ahora estaba arriba. Lo que no debe sobrevalorarse, escribiría, ya que mi cima consistía en la mera barranca de plaza Francia, lugar al que había asistido repetidas veces la de flequillo, arrastrada por Guirnalda, quien soñaba para Irene vaya a saber cuál destino señorial que había añorado para sí misma -que le habían usurpado-en sus tiempos de jugar al aro y contar cobres miserables, por lo que ahora almidonaba los delantales de la de flequillo y la abandonaba sin piedad en los senderos arenosos de plaza Francia, satisfecha de la figura graciosa que hacía su niña pero ignorante del terror con que la pequeña desclasada observaba a los otros chicos que hablaban con naturalidad de los caballos de su estancia y eran vigilados sin interés por una institutriz extranjera. Yo quiero tener una institutriz, clamaba la de flequillo. Alguien que no estuviera pendiente, desesperadamente pendiente de que ella fuera feliz, alguien que no estuviese contemplándola, como se contempla el propio fracaso, paseándose sola por los senderos de arena, subiéndose sola a esta barranca, por qué no vas a jugar con los otros chicos. Yo juego, piensa, juego con la cabeza, y desde la cima observa el mundo y planea un destino de felicidad, destino que, ahora que ha vuelto y ha comprobado que la pendiente es mucho menos pronunciada pero pendiente al fin, está en condiciones de verificar que nunca ha cumplido. Porque sobre la cima de la barranca, veinte años después, sigue pensando en otra, en una que se asoma a un mundo lleno de itinerarios y le roba su propia posibilidad de ser feliz. Pero entonces, ¿quién soy yo? Y la pregunta le causa terror. Porque en rigor todavía sigue siendo eso que ha sido veinte años atrás, ese bofe pensante dejado en el mundo con infinitas posibilidades pero sin un destino. ¿O acaso es un destino esto de resolver acertijos y acceder mentalmente a la vida de los otros y reírse de las aventuras amorosas del único ser a quien tal vez ha amado en su vida? ¿Esto es ella? ¿Quién es? Y un vacío sin fondo se abrió ante Irene.
Esta mujer que el hombre de ojos azules y aspecto de fatiga vio en la puerta de su departamento debió parecerle tan decidida a alguna cosa que él, simplemente, levantó las cejas y, sin decir una palabra, la hizo pasar.
Ella tiró la cartera sobre el sillón y, sin sentarse, dijo:
– No te molestes en decirme cómo me comporté anoche.
– No era mi intención -dijo él. Sin duda advirtió la rápida mirada que ella había lanzado hacia la puerta del dormitorio porque agregó-: Estoy tan solo como parezco.
Irene se encogió de hombros.
– Me da lo mismo -dijo.
– Se nota.
– Si te referís a lo de anoche…
– Espero no decepcionarte -dijo-, pero lo que pasó anoche me tiene absolutamente sin cuidado.
– No te creo -lo dijo con tanta brusquedad que él la miró sorprendido; ella hizo un esfuerzo por atemperarse-. Al fin y al cabo fuiste vos el que insistió en que yo tenía que conocer a Cecilia y todas esas cosas.
– Bueno, ya la conociste -dijo él con calma.
– No en mi mejor momento -dijo Irene.
– Quién sabe -dijo él-, y por otra parte, ¿era cuestión de que ella te conociera a vos o de que vos la conocieras a ella?
– ¡De que ella me conociera a mí!
Lo dijo con tanta naturalidad, y con tanto énfasis, que él no pudo evitar una carcajada.
– Así me gusta -dijo; se sentó. El hielo estaba roto: ella también se sentó-. ¿Y qué te pareció?
– Esperate, vayamos por partes -dijo Irene, de pronto se sentía de buen humor-. Yo, a ella, ¿qué le parecí? Hay que respetar las jerarquías.
– Natural.
– ¿Le parecí natural?
– Eso no sé. Dijo que sos mandaparte y fría.
– Qué bien. ¿Y no dijo por casualidad si vos nunca te diste cuenta de que yo estoy perdidamente enamorada de vos y que por eso me debo haber puesto como me puse y todas esas cosas?
– Si lo pensó, no lo dijo.
– ¿Es tímida?
– Es inteligente.
– Uh, ésas son las peores.
– Decímelo a mí. Esas se quedan y se quedan.
Ella sintió algo parecido a la tristeza.
– No sé -dijo en voz muy baja-. Por ahí se van solas.
Él la miró, como si la viera por primera vez esa tarde.
– Epa, estás triste de verdad.
Ella se encogió de hombros.
– Pero siempre estoy triste -recitó; sacudió la cabeza con energía-. No, mentiras. A veces tengo tanta alegría que es, no sé, es como si me lastimara.
– Anoche, sí, al principio. Irradiabas -hizo una pausa-. Estabas muy linda anoche.
Irene se rió. Sintió que otra vez estaba resplandeciendo.
– Pura concentración -dijo- y un poco de rimel. ¿Te acordás? -ahí estaba, en su memoria, esa pequeña escena como un cristal diminuto-. No, no te acordás, pero para mí fue muy importante. Una vez, cuando yo tenía diecisiete años. Estaba sentada al borde de tu cama y vos me miraste. Como si me pudieras ver a través. No sé. Y de pronto me dijiste: “Cuando tengas cuarenta años la gente va a decir: qué hermosa debió ser esta mujer cuando era una adolescente”. No, seguro que no te acordás, andá a saber por qué se te ocurrió. Pero para mí fue como un mandato. Como si hubiera descubierto, como si vos me hubieses hecho descubrir que podía inventarme hacia adelante una hermosura hacia atrás, algo así. Parece complicado pero fue lindo -agitó las manos veleidosamente y ahuyentó de sí misma toda gravedad-. Y a lo mejor fue así, nomás.
Alfredo se había quedado mirándola, como si tratara de reconstruir con ciertos vestigios que quedaban en esa cara a la chica sentada a los pies de la cama que se bebía las palabras de él como si cada una de esas palabras tuviera la virtud de atarla a un destino. Con voz pausada dijo:
– Quiero que sepas una cosa -y entonces sí la miró a ella, tal como era en este atardecer de octubre, una mujer que tal vez tenía una ansiedad similar a la de la otra en los ojos, la ansiedad de quien todavía espera una revelación-. Quiero que sepas que sos la mujer que más quise en mi vida.
Hubo una brecha, algo cuya carga de emoción amenazaba con un desborde peligroso.
Entonces sonó el teléfono.
Él inició el movimiento de ir a atender y lo interrumpió. Irene advirtió los dos gestos en el momento en que ella misma se levantaba para ir hacia el teléfono.
Se detuvo. Supo, un instante antes de que ocurriera, que algo que había brillado con luz propia sería destruido sin piedad.
– Natural -dijo con toda la saña de que era capaz-, cómo ibas a permitir que se te arruinase el efecto de semejante frase.
Él habló con voz lenta.
– Vos sabés que yo cuido todos los detalles -dijo.
– ¡Por supuesto que cuidás todos los detalles! Después de semejante declaración, cómo ibas a correr el riesgo de decepcionarme haciéndote el baboso con esa mosquita muerta.
No soy yo, pensó con horror. Ella amaba a ese hombre. Podía sentir en su propio cuerpo el agravio, la estocada de esta iniquidad atravesándolo por sorpresa.
Él dijo con sequedad:
– Lamento dar esa impresión.
– ¡No! -dijo ella, desesperada- Vos sabés que no era eso lo que yo quería decir. Vos sabés
– Callate. Hacete el favor, por respeto a vos misma, de no cagarte en las patas al menos una sola vez en la vida. Y es probable, sí, es muy probable que me veas realmente como un baboso cuarentón que anda corriendo atrás de las colegialas. Vos tenés una mirada muy sagaz, Irene. Estás ahí afuera, muy atenta, viendo cómo se babosean y se vuelven ridículos los otros. Y al fin y al cabo está bien; es tu vida, después de todo. Pero lo que no te voy a permitir, ni a vos ni a nadie se lo voy a permitir, es que digas una sola palabra insultante de una adolescente a la que no conocés, porque no te tomaste el trabajo, ni siquiera te tomaste un minuto de tu precioso tiempo para conocerla.
– Uh, si la conozco -dijo Irene-. Desde antes de conocerla la conozco. Desde que me contaste cómo se quedaba atrás de todos, esperándote. No es tan inocente como vos te creés. Ni tan perfecta. Desde el primer día, desde que hizo ese gesto tan sublime que vos creíste descubrir, desde ese día no hace otra cosa que mentir para deslumbrarte. Para cazarte. Claro que ahora le podés contar todo, hasta lo nuestro le podés contar, para que ella aprenda a qué extremos puede llegar una mujer admirable. Y ella va a fingir que no se escandaliza, y hasta va a prometerse, internamente, que algún día va a llegar a eso, más lejos que eso, ya que ella nunca va a tener, uh, si la conozco, ella nunca va a tener la agachada que al fin demostró esa de la que tanto le han hablado. Claro que se lo va a prometer. A los diecisiete años siempre te queda toda la vida por delante y nada te duele de verdad. A los diecisiete años te podés prometer todas las hazañas.
– Te estás poniendo debajo de vos misma, Irene.
– ¿Cómo sabés? ¿Y si ésta fuera verdaderamente yo? ¿Y si hiciera trece años que estoy tratando de ponerme por encima de mí misma, trece años que estoy tratando de fingir que estoy a la altura de lo que vos considerás mi altura? ¿Querés que te diga una cosa? Vos ni siquiera me concebís. Te creés por ejemplo que yo me divierto como loca viendo cómo te levantás a otra mujer, total, yo soy puro cerebro, y entonces…
– Sé perfectamente que no sos puro cerebro -dijo él, cortante.
– No, no sabés. Conocés, sí, cómo se porta mi cuerpo cuando. No importa eso -dijo con brusquedad-. Pero ni siquiera te imaginás lo que pasa por mis tripas cada vez que sé que estás con otra mujer. Y sabés por qué no te lo imaginás. Por pura comodidad. Porque entonces, como la naturaleza te dotó de todo en exceso, quiero decir que no sólo tenés un exceso de inescrupulosidad, también tenés un exceso de conciencia, entonces ya no podrías tolerar lo que está pasando adentro de mí cada vez que te estás acostando con otra, y tendrías que renunciar a tu compañerita de juegos. Y te quedarías solo.
– No es que quiera ponerme patético -dijo él, con torva ironía-, pero tengo la impresión de que siempre estuve solo.
– Mentiras. No soportarías quedarte sin un interlocutor. Nadie lo soporta.
Él la miró, como si la clavara.
– ¿Y vos estás tan segura -dijo- de que alguna vez tuve un interlocutor?
Irene presintió por primera vez, como se mira el fondo de un precipicio, el verdadero sentido de la palabra soledad.
– Yo -dijo con desesperación, y se golpeó el pecho-. Yo fui tu interlocutor. Yo quise serlo. Yo me hice violencia para escucharte, para que vos no te sintieras solo. Yo traté de hacerme fuerte. Porque es eso, entendés, una no se puede permitir ser débil al lado tuyo, a riesgo de perderte. Por eso ahora me estás reemplazando por una adolescente de diecisiete años. Porque a esa edad todavía es fácil no equivocarse. Todavía es fácil ser invulnerable.
– No sé si es fácil -dijo él; parecía muy cansado ahora-, pero sigo creyendo que sí, que así se vive. A los diecisiete años, y a los treinta, y a los cincuenta mil. Y si no se tiene el coraje de vivir como uno quiere, pero como uno quiere de verdad, desde el fondo de tus famosas tripas, entonces silencio, nada de palabras sonoras, a regar las macetas del balcón.
– ¿Y nunca se te ocurrió que a lo mejor sos vos el que me está impidiendo vivir?
– No -dijo él con sencillez- Y vos lo sabés muy bien, Irene. Nadie le puede impedir a otro hacer lo que realmente quiere.
Irene sintió que en cualquier momento iba a ponerse a llorar. No debía.
– Es tan difícil -dijo-. Vos no entendés. Como si me hubieras hecho conocer, no sé, todas las cumbres, todo lo que un ser humano puede alcanzar. Y después no me dejaras, qué sé yo… volar. Porque si vuelo, te pierdo.
Él parecía estar haciendo un gran esfuerzo para comprender algo. La miró.
– Irene -dijo-, ¿qué querés de mí?
No sé, pensó. Lo miró con rabia.
– Que por lo menos tengas el coraje de dejarme -dijo, como una explosión.
Él levantó apenas las cejas.
– No soy yo el que te quiere dejar a vos -dijo.
La frase restalló en la cabeza de Irene. Sintió que algo se quebraba. Algo que ahora ella sentía el irreprimible impulso de restañar.
(Porque hay noches en que quiere olvidarse de las otras. Noches en que no quiere saber nada de la mujer de Ram ni de todas las otras que se cruzan por la vida de Alfredo y de las que él ahora suele hablarle minuciosamente, como si las cosas recién existieran del todo cuando las comparte con ella. Y a Irene le gusta el juego. Pero en una noche como ésta, no. “Noche privilegiada”, acaba de llamarla. Vienen caminando desde el Centro e Irene le ha cantado una por una las canciones de Guirnalda; él ha aportado dos o tres de su propia colección y se han reído como locos de esas letras absurdas que a Irene alguna vez la hicieron llorar. Y a él ponerse melancólico. Vienen caminando por Bartolomé Mitre y ya están a la altura del puente de su infancia.
– Esta es una noche privilegiada -acaba de decir Irene.
– ¿Cómo, privilegiada? -dice Alfredo.
– Claro, como un cristal -dice Irene, que ya le ha hablado de los cristales, de la lenta y laboriosa construcción de los cristales, y de los amenazantes planos de clivaje-. Como si nosotros dos estuviésemos solos en el mundo.
– Fatal -dice él divertido-. Siempre lo mismo. Siempre se termina hablando de nosotros-dos-solos-en-el-mundo.
Ustedes, las mujeres. Él no lo ha dicho así pero la frase igual resuena perversamente en la cabeza de Irene. Ustedes las mujeres, sí, dicen las mismas palabras, tienen los mismos sueños, imaginan el mismo rinconcito apacible en el que la angustia no vendrá a posarse como un pájaro feroz. Bah. Con violencia, saca la mano de Alfredo de su hombro.
– Yo no soy las otras -dice, mordiendo las palabras-. ¿Querés enterarte de una cosa? Ni sé cómo dije semejante pavada. En general, la gente que dice cosas como “nosotros dos”, en fin, todo ese verso, me parece totalmente ridícula. O inconcebible, bah. Yo, por lo menos, no me imagino más que a mí. Sola.
¡Mentiras!, aúlla su corazón. Esto que ha reído en la alta noche, esto que ha cantado bajo las estrellas hasta borrar del mundo la soledad, esto somos nosotros dos.
– Parece que nos decidimos a vomitar nuestra alma negra -dice Alfredo.
Irene se encoge de hombros.
– Soy así -dice-, no lo puedo evitar -lo mira de reojo y lanza una risa sin alegría-. En realidad, las otras también son así. Sólo que no lo saben. O simulan ser otra cosa.
– Así, cómo -dice Alfredo, e Irene presiente, en el tono, que el júbilo de la noche se ha escurrido por alguna grieta.
– Mentirosas -dice-. Hablan del amooor, y de que quieren comerse la luna, y de las noches privilegiadas. Pero lo único que buscan es conseguirte a cualquier precio.
– ¿Y nunca pensaste que a lo mejor lo dicen en serio, que la gente suele tener sentimientos en serio?
– No.
Alfredo se detiene de golpe y la obliga a mirarlo.
– Sos mala, ¿sabías?
– Sí.
– Pero no es para que te sientas orgullosa -ha achicado los ojos; habla casi con brutalidad-. ¿Querés a alguien vos?
El momento privilegiado se ha ido sin dejar rastros. Irene está sola en medio de la noche, llena de horror por sí misma.
– No sé -dice-. Antes, a lo mejor, pero tampoco. Tal vez me parecía que quería. A alguna amiga, a mi papá -presiente que no es todo lo que quiere decir, pero también sabe que es incapaz de ir más allá. Se encoge de hombros-. Hay gente que me gusta más que otra. Eso es todo.
La cara de Alfredo la asusta. Presiente, tardíamente, que esto ya no es jugar a ser perversa para deslumbrarlo. Hay algo real en esa cara, algo ferozmente real cuyo manejo desconoce.
– Y de mí qué pensás -dice él en voz muy baja, moviendo apenas los labios.
– ¡Que sos maravilloso!
Es algo inesperado. La pequeña Irene juguetona ha emergido como un milagro. Justo a tiempo para recuperar la alegría de la noche.
La risa de él la congela. Es una risa desagradable, que la deja sola.
– Y eso -dice-, ¿también es una frase? ¿Para que me guste?
– No seas idiota. Ahora no vas a pensar que miento cada vez que abro la boca.
– ¿Por qué no? Vos misma acabás de decirlo. No querés a nadie, ¿y bien?
– No hablaba de nosotros -dice Irene con suavidad.
– “Nosotros”, bueno. Eso sí que me conmueve.
– No es para que te conmueva -piensa que tendría que decir otra cosa, que tendría que hablar y hablar hasta que el pecho le quedara vacío-. ¿Adónde vamos? -pregunta con horror, porque no han doblado hacia Rivadavia, hacia la parada del colectivo que los llevará hasta la casa de Alfredo. Han doblado hacia Díaz Vélez.
– A tu casa. Te llevo a tu casa.
– No, no quiero. No era eso lo que. No podés irte ahora. Tengo que explicarte.
– Nada de explicarme, señora. Ya es muy tarde, casi las tres de la mañana. Hora de que una niña de dieciocho años esté en su cama.
Caminan por Bulnes en silencio. Unos pasos más y todo terminará. Irene siente miedo. Se detiene de golpe a unos metros de su casa.
– No quiero -dice-, ¿no te das cuenta? No quiero quedarme sola.
– No creas -dice él, con un cinismo que Irene le conoce pero que nunca antes estuvo dirigido a ella-. Te va a hacer bien eso. Los fríos, los que no saben querer, se las arreglan lo más bien solos -se lleva una mano al pecho y hace una leve reverencia teatral-. A veces cuesta un poco. Pero uno se acostumbra. Que duermas bien -e inicia el gesto de irse.
Irene ha estirado con brusquedad el brazo para sujetarlo de la manga, pero antes de que la mano llegue a su destino, con la misma brusquedad, la retira. Alfredo ha ido siguiendo el movimiento como quien hace una comprobación científica. Sonríe apenas y empieza a alejarse.
– No te vayas ahora. ¿No te das cuenta? Tengo miedo.
Él se detiene y la mira. Con sequedad dice:
– De qué.
– De que no hayas entendido. De que en serio pienses que miento. De que no sepas
– Callate -dice él-. Lo pienso en serio. Querías saberlo, ¿no? Bueno, ahí está. Y ahora me voy.
– Pero por qué -dice Irene. Y ahora sí está realmente desesperada.
– Porque estoy harto de todo esto. Harto de tu perversidad de utilería. Callate. Digamos que es cierto. O que tenés muchas ganas de que sea cierto. Muy bien, entonces aguantate. Sola. Adentro, vamos, y a pensar hasta el fondo. En vos, pero bien hasta el fondo. ¿Sabés una cosa, como última tarea para el hogar? Vos no me necesitás. Te podes arreglar lo más bien sin mí.
Ha dicho, y se va.
Irene se queda sola en la puerta de su casa, sabiendo con terror que esto ha terminado, estúpidamente, y que ella no va a tener fuerzas para soportarlo. Y tal vez ahí reside mi única posibilidad de salvación, escribiría. En que a veces sé con todo el cuerpo cuándo he llegado a un límite, más allá del cual no voy a ser capaz de soportar. Es entonces cuando mi locura se desata, como una liberación, y soy capaz de actuar. Impremeditadamente, de un salto. Y sin embargo después sé que nunca hubo la pura locura. Que detrás hubo un proceso lento, una imperceptible sucesión de pequeños pasos que me han ido llevando, inexorablemente, hacia el único camino que quiero, o que puedo seguir.
Después está corriendo por Rivadavia, sin un centavo en el bolsillo. Sabiendo que va a atravesar sin detenerse las casi cincuenta cuadras, aguijoneada por el miedo a perderlo todo, todo lo que de verdad le importa en el mundo. Pero al mismo tiempo pensando -horrorizada por no poder dejar de pensarlo- que esto es realmente patético, ¿y no es acaso la prueba definitiva de cuánto lo ama? ¿No se enternecerá él al comprenderlo? Querría borrar este pensamiento, ser sólo alguien desesperado que corre hasta sentir que le va a estallar el corazón.
Ha llegado. Recién al ver la puerta cerrada repara en que ella no tiene la llave de la puerta de abajo. En el quinto piso, la ventana de la casa de Alfredo está a oscuras. Aunque se siente ridícula, se obliga a gritar.
– ¡Alfredo!
Le da temor su voz expandiéndose por la calle vacía. Y más temor aún el silencio que viene después. Vuelve a gritar. Nada. Otra vez. Es agradable como la ebriedad. Abandonarse, momentáneamente anuladas las funciones cerebrales. Un descanso gritar y gritar en mitad de la noche para nada. ¡Alfredo! Y hasta es mejor que sea para nada. Porque si está, eso significa que escucha sus gritos, que asiste en silencio a su locura sin hacer el menor gesto para salvarla. Es posible que ella se muera, helada. Encantador que las cosas se resolvieran así. Él vuelve y encuentra el cadáver de la muchacha que se cansó de esperar. Descubre su amor: la solución perfecta. No. Nunca hay soluciones perfectas. Tiene que quedarse acá, bien viva, esperando.
No sabe cuánto tiempo. Sabe que de pronto lo ve venir. Así ocurren las cosas. Los ansiosos lo saben bien, escribiría; apenas un saltito de la locura a la placidez. Con placidez lo observa caminar hacia ella.
– Qué hacés -dice él, en tono impersonal.
– Esperaba.
– Estás loca -dice él-. Podría haberte pasado algo.
– Sí -dice Irene con cierto entusiasmo; vuelve a ser la alumna adolescente, y él, el profesor adulto que la protege-. Y encima me vine corriendo porque no tenía plata.
– Está bien. Ahora te voy a dar plata para un taxi -dice él como quien ha registrado correctamente una información.
– No, por favor. No quiero irme ahora.
Él está junto al cordón de la vereda, mirando si viene un taxi, y no da muestras de haberla escuchado.
– Tengo que hablarte. ¿No te das cuenta de que corrí como cincuenta cuadras para verte?
– Bueno -dice él, sin dejar de mirar el fondo de la calle-. Hablá.
– No así -dice Irene, sacudiendo la cabeza-. No acá, mientras mirás todo el tiempo para ver si viene un taxi y parecés tan apurado por que me vaya -ha empezado a llorar pero no le importa-. Así nada tiene sentido, ¿no te das cuenta?
– Me doy cuenta. Por eso vas a irte.
– ¡No quiero irme!
Lo ha gritado. Él se ha dado vuelta.
– Y qué querés.
El tono de él la paraliza. Es brutal, casi obsceno. Como si no estuviera destinado a ella. O no correspondiera a esto que él ha ido armando para ella desde que se conocen.
– Ir con vos a tu casa -dice en voz muy baja.
Él la sujeta de un brazo y la empuja hacia la puerta.
– Entrá -dice con premeditada grosería.
Irene se queda rígida.
– Entrá.
Ahora sí obedece, como una autómata. Él ha abierto la puerta del ascensor. Irene está inmóvil.
– Así no. Me estás tratando como si yo fuera una -se detiene, acobardada, como si sus palabras tuvieran la virtud de volver real algo en lo que todavía no cree del todo.
– ¿Como a una puta? Hay que animarse, al menos, a usar un lenguaje a la altura de nuestros pensamientos.
– Me estás tratando como a una puta -dice Irene.
– Así va mejor -la observa-. ¿Y eso te asusta? Es raro. Debería encantarte.
Está decidido a llegar al centro de todo esto. Y yo también estoy decidida, piensa con fuerza y entra en el departamento.
Él ha sacado una botella.
– ¿Whisky? -dice con tono mundano.
Llena dos vasos, sin piedad. Irene siente lástima por sí misma, por lo que ha perdido, por su pequeña rebeldía de adolescente, antes, cuando la indignaba observar la desproporción en los dos vasos -el vaso lleno para el profesor, la medida didáctica para. Ahora la ha dejado sin protección. Un vaso bien lleno, para que haga lo que quiera.
Por qué me has abandonado, piensa. E inesperadamente se pone a llorar.
– Te odio -dice entre sollozos-, te odio con todo mi corazón. Era tan terrible, si supieras -se destapa la cara y deja que las lágrimas corran libremente, como cuando era chica y no le importaba nada que la vieran llorar-. Ahora ya no. Ahora no me importa nada de nada. Qué puedo esperar ahora. Y tenés razón, no quiero a nadie, pero por qué, por qué tenías que empezar a hacer preguntas, por qué no podías dejarme creer que era cierto, que te quería de verdad, que nos queríamos de verdad. Estoy condenada, es eso -y se encoge de hombros pero no puede dejar de llorar y de hablar, como si estuviera ebria, y tal vez está ebria-. Y una vez que una lo entiende ya no es triste. Es otra cosa. Como estar vacía, algo así. Como vivir mirándolo todo, creyendo que una lo entiende todo y que con eso basta, y no esperar nada de nada. Pero yo te quería de verdad, te das cuenta. Yo sentía que te quería de verdad, y era lindo. Ya sé que no lo puedo decir, hay algo en mí que me impide decirlo, como si se volviera falso, o ridículo cuando lo digo. Pero era lindo de verdad. Era lo más lindo que me había pasado en mi vida. ¿Por qué tenías que llegar al fondo, por qué tenías que verme, que hacer que me viera así como soy, una porquería, una fría condenada de porquería? -se detiene de golpe, espantada-. Estoy totalmente histérica, ¿no?
Le da miedo el silencio que sigue. Miedo de que él ni siquiera pueda conservar de ella una última imagen como corresponde. Desea con toda su alma borrar todo lo que acaba de decir.
Se seca los ojos y trata de sonreír, burlona.
– Es ridículo -dice-. Perdoname todo esto. Yo
Él, con suavidad, le tapa la boca con la mano.
– Callate -dice-. ¿Por qué tenés que pensar que es ridículo? -da una especie de suspiro-. ¿Por qué tenés que estar pensando siempre en todo, Irene?
Irene se encoge de hombros.
– No sé -dice-. No lo puedo evitar.
Él sonríe, como para adentro.
– No, no lo podés evitar -dice-. Es una especie de fatalidad.
Toma el vaso de Irene y, como distraídamente, vierte la mitad en su vaso. Un pequeño rescoldo en el corazón.
– Hoy, sabés -dice Irene-, yo venía corriendo, estaba destrozada de verdad, como hecha pedazos por dentro y, sin embargo, no sé, no debería decírtelo, ya sé que no debería decírtelo. Ahora se va a arruinar todo otra vez. Pero es así, te veo y es como si tuviera la compulsión de decírtelo todo, hasta los pensamientos más jodidos, será para que no me confundas, qué sé yo, o para que sepas hasta qué extremos soy capaz de. Bueno, la cosa es que venía corriendo, con unas ganas terribles de tirarme a llorar en mitad de la calle y al mismo tiempo pensaba que eso, esa corrida era algo patético, no sé, algo hermoso. Que ahora vos te ibas a dar cuenta de que yo te quería de verdad y que eso era patético y hermoso a la vez. Te das cuenta, eso pensaba, no sé qué es, porque yo sufría lo mismo, tenía miedo lo mismo, miedo de perderlo todo -sacude la cabeza con energía-. De perderte, ufa, cómo cuesta decir ciertas cosas. Y eso es lo que quería que entendieras. Pero no puedo, no sé. Esto ya es así.
Y cierra los ojos con fuerza para no permitir que las lágrimas salgan de ese cuerpo resistente que es ella. Entonces siente las manos de Alfredo trayéndola hacia él, de modo que ella no tiene que hacer ningún esfuerzo para apoyar la cabeza en su pecho. Y yo sé todo el amor que le hizo falta, escribiría Irene, para regalarme ese gesto totalmente extraño a su manera de dar afecto, una manera que suele distanciarlo de los gestos cotidianos del afecto. Sólo para que yo pudiera abandonarme al llanto como si lo único que importara en el mundo fuera mi pena. Una pena real, absoluta, por la que una podía llorar largamente sin pensar en nada.
Sabe que hablaron hasta que amaneció un hermoso día gris, y que se rieron, y que se contaron historias del pasado donde siempre se trataba de amenguar la desolación de un chico o de una chica que, por algún inexplicable pacto, trataba de ser más fuerte de lo que en realidad era. Y que a la luz de un cielo plomizo y relampagueante, en la cama de Alfredo, se reencontró con el cuerpo de la pequeña degenerada que, en su camita de niña, imaginando escenas impúdicas cuyos detalles desconocía, debía apretar una pierna contra otra sabiendo que a un paso, pero inalcanzables, estaban la plenitud y la paz. Lentamente fue emergiendo de ella el alegre animal que la de colmillos observaba maravillada sin poder, ni querer, hacer nada por detenerla. Ella es un cántaro desbordado, quiere morir en este momento, ser muerta por el que ahora, sobre su cuerpo, dentro de su cuerpo, la cara sobre su cara, la hace abrir los ojos, no, no, la hace abrir los ojos y atreverse a beber la cara transfigurada de este hombre, tan real y entero como es real en cuerpo y alma la que exhausta y dichosa deja aquietar los pájaros y se adormece por fin.)
Pero la frase seguía allí, implacable, flotando en la habitación. Había sucedido. Todas las palabras habían sucedido. Estaban presentes, todavía, en la cara de Alfredo y también, sin duda, en su propia cara. Él la observaba con cierta curiosidad, como si empezara a comprender en Irene lo que ella misma, ahora que la locura y el odio se habían ido y el amor por este hombre cansado volvía a instalarse en ella como en un refugio, ahora que veía ante sí una soledad que le daba pavor, aún no se animaba a comprender del todo.
Era tan fácil, hacía falta un solo gesto. Las palabras, acaso, ¿no se las lleva el viento? Su vida era una sucesión de explosiones apagadas.
¿Entonces hubo un instante de vacilación? Algo, sin duda, reveló su cara. Porque la expresión de él cambió, se volvió más dura. Con voz atemperada, como si también él estuviera ocultando el miedo, o como si le diera a beber de a poco este último gesto de su raro amor, dijo:
– Que no tengas que odiarte después, Irene.
Y le abrió la puerta.
Triiín. El corazón de Irene dejó de latir. ¿Timbrazo agorero? ¿Tiempos felices anunciándose? Decidió que no. No debía esperar nada, del timbre ni de los llamados en general ni de nada. Linda joda. Igual, antes de abrir, miró subrepticiamente a la del espejo y lamentó no haberse pintado los ojos. Siempre se acordaba del consejo de Coco Chanel cuando era demasiado tarde: una mujer debe arreglarse siempre como si ese día fuese a conocer al hombre de su vida. Con burbujas de esperanza a pesar suyo, abrió la puerta.
– ¿Cómo abrís la puerta sin mirar primero quién es? El otro día a una señora le robaron todo lo que tenía. Y todavía tiene que dar gracias que no la mataron.
Dios, no. Cómo iba a sobrellevar esta visita. Y ella que le tenía bien dicho a Guirnalda que nunca viniera sin avisar. Pero no en vano era su madre: ya tenía resuelto todo el problema.
– Ya sé que te vas a enojar -dijo, entrando-. Pero lo mismo me dije: ¿Qué? ¿Voy a estar volviéndome loca pensando si te habrá pasado algo? Mejor que te enojes y que por lo menos estés bien.
Irene resolvió con rapidez no entrar en una discusión sobre lógica con Guirnalda. Al cabo de treinta años sabía que era inútil, así que pasó por alto las inconsecuencias del discurso. Simplemente dijo:
– Estoy bien. Ya te dije por teléfono que estoy bien.
Y, en cierto sentido, no mentía. Salvo mi corazón, todo está bien. ¿Dónde había leído ese poema? Probable que en Los titanes de la poesía universal, fuente de toda sabiduría. Fue a la kitchenette a preparar el mate. Y sí. A la luz de lo que su madre consideraba “estar bien”, ella realmente lo estaba. O más bien todo lo contrario: no se había casado. Puso medialunas en un plato. Pero dejando de lado esa desventura estacionaria, Guirnalda no tenía derecho a pensar que ella estuviese mal, ya que este tembladeral, esta sensación de inconsistencia que temporariamente se le iba cuando estaba escribiendo pero que ahora, poniéndole yerba al mate, se hallaba en su apogeo, eso no entraba en las posibilidades de malestar de su madre. ¿O sí? Mejor parar aquí la reflexión ya que en este momento el problema no era Guirnalda, a quien de reojo observaba haciéndole dobleces a una servilleta de papel, sin duda temerosa, o decepcionada, ya que en el fondo esperaría que Irene se enojara muchísimo por esta irrupción súbita -lo que tal vez la habría herido-, pero ahora que el tiempo pasaba sin que Irene reaccionase, al observarla en su pequeña cocina preparando pacíficamente un mate, sin duda estaría pensando que sí, que sus premoniciones eran ciertas y que algo pasaba.
– ¿Fruta comés por lo menos?
– Sí, mamá. Como fruta y tomo sol y soy la imagen misma de la salud.
– Sol, sí, el sol es bueno. Pero no se puede vivir sólo de sol. Cítricos. Hay que comer cítricos.
Cítricos, eso. Ahí estaba la clave que Irene había olvidado. Cítricos y sol, por qué no. Un lindo solcito sobre la piel y una naranja en las tripas. ¿Y el alma? Que se joda. Qué importa lo que sufran nuestras almas, al alma quién la ve. Eso sí, una canción para cada cosa. Sonríe como ayer, vamos princesa.
– … pero sí, mamá, te escucho. Y además tengo la heladera llena de pomelos, más vitamina C que las naranjas.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces qué?
– ¿Qué te pasa realmente? ¿Por qué no vas a la Caja?
Cómo explicarle. El intempestivo terror ante el balcón abierto, la perpetua sensación de vida derramándose, todos los momentos de genialidad que se le habían ido escurriendo entre los signos -como pisaditas de una mosca prolija y demente- de un vuelco de memoria, ¡un vuelco de memoria!, el alarido que invirtió su trayectoria y le traspasó el corazón cuando vio que el pimpollo de azalea había roto su capullo (cuánta energía, cuánta pasión, cuántas ganas de vivir hacían falta para este milagro), todos los sueños de felicidad que convergieron sobre ella, momentáneo maelstrom, en lo alto de la barranca, y mejor no pensar en lo grotesco que queda poner “barranca” cuando la prosa tradicional hace escribir “montaña”, así todo es más fácil, cuando una puede manejar montañas las grandes decisiones parecen más fáciles, y tampoco pensar que si las montañas siempre suponen un ascenso, las barrancas, vaya a saber por qué, sugieren un bruto descenso, las barrancas se han hecho para que uno las descienda vertiginosamente, para que uno se desbarranque, lo cual nos exigirá un esfuerzo extra si lo que queremos es quedarnos en la cima, y si lo que queremos es que nuestra barranquita alcance la distante majestad de la más alta de las montañas. Cómo decirle todo esto, que la hizo sentarse otra vez ante la máquina, ¿o es que ella no tenía una flor para dar?, una flor que tal vez no era hermosa pero que era única, o que ella, ese mediodía de octubre, todavía esperando inconfesablemente el llamado del teléfono o del timbre, algo que la salvara de esta soledad, de esta insoportable sensación de saber que ahora todo se lo tendría que deber a sí misma, decidió que era única. Razón por la cual no se levantó de la máquina a tiempo para ir a la Caja, siguió escribiendo con ferocidad eso dichoso y pretérito que tal vez algún día iba a ser la verdadera historia de ellos dos, hasta que a las cuatro de la tarde, ¿como una trompetita de la anunciación?, sonó el teléfono.
(Con palpitaciones atendió.
– ¿Pero cómo faltaste sin avisar? Y ayer, esa salida tan loca. ¿Estás enferma?
Algo se disolvió.
– No, no estoy enferma. Es otra cosa.
– Igual te vamos a mandar médico, así que preparate.
No. No quería eso. Lo había hecho, cómo no, como cualquier empleada pública, por muchas ínfulas que se diera. Esperar médico en deshabillé, y también pasarse horas en Salud Pública con el certificado de un doctor amigo: cistitis, enfermedad inverificable y altamente solidaria. ¿Qué siente? Mucho ardor y necesidad de ir al baño a cada momento. Y el médico mirándola con desconfianza, como a toda empleada pública, sin adivinar cuánta pasión alberga el noble pecho, pero al fin firmando, tres días de licencia, muy bien, la Administración Pública le ha otorgado tres días de vida a cambio de hablar un poco sobre los ardores e inquietudes de su vejiga. Nunca más. ¿Nunca más? ¿Conocía ella el valor exacto de las palabras que con tanta ligereza emitía? Vagamente vislumbraba empresas que estaban por encima de sus fuerzas, razón por la cual las enunciaba pensando en ellas lo menos posible, aunque en algún recoveco de sí misma un pequeño ser conocía el significado preciso de las palabras y experimentaba un ligero vértigo, y en otro rincón, otro ser voluntarioso y demente estaba seguro de que acabaría por actuar en consecuencia, aunque se le partiera la columna vertebral o el alma.)
Pero cómo explicárselo a Guirnalda, quien acababa de hacer con la servilleta un pequeño abanico y sostenía un extremo mientras, cuidadosamente, abría los pliegues.
Y ahora, a abanicarse se ha dicho. Irene observó a su madre y de pronto se sintió sensata y atenta. Cebó un mate y se lo extendió. Había decidido optar por lo más seguro.
– Mamá -dijo-, sencillamente estaba agotada. Pensé: antes de enfermarme, mejor me tomo una licencia sin goce de sueldo. Total, de hambre no me voy a morir.
Cosa no del todo cierta, pensó, porque en diez días a lo sumo se le iban a agotar las reservas y entonces el alquiler más bien no. Y ni hablar de la comida y otros vicios. Pero había hecho bien; Guirnalda le estaba diciendo que había hecho bien, y que lo principal era la salud. ¿Carne comía todos los días? Sí, claro, Guirnalda se contestaba sola, sabía de sobra que Irene era buena para la carne. Y lo bueno que era comer carne. El otro día justamente lo había escuchado en un programa de radio.
– ¿Y a que no adivinás qué es lo que tiene más hierro?
Irene, repentinamente alegre, arriesgó una respuesta.
– La espinaca -dijo.
– ¡No! -Guirnalda estaba exultante-. No vas a adivinar. Yo nunca lo hubiera dicho.
– La berenjena -dijo Irene.
– Frío, frío -dijo Guirnalda-. ¿Te das por vencida?
Irene tuvo que doblegarse.
– ¡La nuez! -dijo Guirnalda, triunfal-. ¿Qué me decís? Yo no lo podía creer.
– Y sí -dijo Irene, ya totalmente amable-. La nuez es muy sana.
– No, sana ya sé -dijo Guirnalda-. Pero que tenía más hierro que cualquier otra cosa, eso es una novedad para mí. Después viene la morcilla. No, antes el hígado, después la morcilla, la espinaca, de las verdes después la que tiene más hierro es la lechuga. ¿Vos comés lechuga?
– Sí, mamá. Lechuga y zanahorias y tomates. Mi heladera es un vergel.
– Sin embargo, estás hecha una saraca.
Saraca. Qué diablos sería una saraca. Para Guirnalda, las palabras tenían una significación personal. Mezcla de lunfardo, idisch y una imaginación poderosa. Lo cual había conformado un entorno extraño para la pequeña Irene, a la que le decía con naturalidad, mientras pacientemente le daba la leche con una cuchara de sopa: no te hagás la rata cruel. Y la de flequillo, meditando acerca de esas palabras asombrosas, se olvidaba de tragar y miraba con espanto la próxima cuchara, ya que sentía una repulsión infinita por la comida en general, por los baños en general y por todo lo que la desviaba de sus reflexiones. Pensar, eso sí le gustaba, sentarse en una sillita de mimbre y pensar frente a una muñeca con la que no jugaba pero que debía estar ahí, para instalar un contexto real e indicarles a los de afuera que esa nena sentada en la sillita es como todas las nenas. Mientras Guirnalda barría el piso y cantaba canciones tremendas acerca de huérfanos que se mueren en el quicio de una puerta, y mujeres tísicas, y poetas famélicos, y amantes desdichados. Todo con ritmo de vals. Tal vez le venía de allí esa puntadita melodramática que sobresaltaba los razonamientos fríos de su bien construido cerebro. O tal vez era a la inversa, y fueron su frialdad y su mente puerca los que habían venido a perturbar a la pequeña Irene, la alegría del hogar, la que recitaba la Canción del Pirata pero siempre salía con guantes blancos y un sombrerito de paja en verano y un sombrerito de fieltro en invierno, tal vez porque una muchacha llamada Guirnalda, sentada en el umbral de una ruinosa casa con puerta cancel, soñaba con aladas capelinas blancas y paseos bajo el sol en vuaturé. Paseos que el viajante distraído nunca le pudo ofrendar, a cambio de lo cual le dejó a la pequeña Irene (y mejor ni hablar de su hermano), para quien sí se podía soñar un futuro con vuaturés, viéndola tan lozana con sus guantes y sus sombreritos de paja. De día. Porque ya entonces había una Irene nocturna que se despojaba del sombrerito y se quedaba con sus terrores, esperando a leones agazapados y a caballos que subían por el ascensor. Una niña perversa que cada noche consumaba la muerte de sus padres y lloraba por eso, sí, sí, lloraba desolada por la orfandad y el desamparo, pero matar, bien que los mataba. Para no hablar de otro tipo de tempestades, un barbudo que desnudaba a una monja, un primo grande que le pegaba a una odiosa compañera de colegio después de haberle sacado la bombacha, hechos que en Irene -quien sentía en carne propia estas humillaciones- producían una vergüenza tan grande que experimentaba un intolerable cosquilleo en un lugar que, a los tres años -vaya a saberse por qué prematura libertad lingüística-, había llamado pichoncolina, aunque no era exactamente un cosquilleo, más bien una angustiante sensación de vacío -pero a los siete años, cómo explicarlo-, algo que la hacía presionar una pierna contra otra y sentarse en la cama bien apretada contra el colchón, como si estuviera por conseguir algo, en cuyo caso vendría la paz, pero la paz no llegaba y ella tenía ganas de gritar durante la noche porque además de los leones y los caballos y la regla de tres y la muerte estaba esto, y todo esto era ella, germen de la que ahora seguía debatiéndose entre fantasmas mientras pacíficamente tomaba un mate y escuchaba a Guirnalda hablando del potasio que contenía la banana, y pensaba que seguramente no le había puesto sombreritos para esto. ¿No? ¿Y para qué entonces? ¿Qué soñaba para ella? ¿Un marido poderoso y amable? ¿Una casa con jardín? ¿Tres niños brincadores? Cómo explicarle que no es esto lo que ella quiere, que no es la nostalgia de esa apacible felicidad lo que ahora le anudó la garganta y apenas le permite darle una chupada al mate. Que lo que quiere es algo que se escurre, pero cuya belleza reside justamente en su materia escurridiza, esto que sólo deja después una nostalgia en el corazón, bella también a su medida, pero no a la medida de su madre, o quién sabe, quién sabe si no tuvieron la culpa sus muchachas tísicas y sus huérfanos y sus locas de amor. ¿No era la costurerita que dio aquel mal paso lo que le faltaba a la integral de Hamilton para ser perfecta? ¿Cómo cabía en el Principio de Mínima Acción un canillita que muere soñando con un poco de felicidad? Así que eso era, al fin y al cabo. La gran Irene. Era lo que los otros habían hecho de ella. No, así no. Era todo lo que ella había hecho con lo que los otros habían hecho de ella. ¿Todo? Esta nada ¿era todo? Digamos que ella por el momento era pura posibilidad. Un bofe con cerebro. Al borde de la locura, al borde de la creación, al borde de la imbecilidad, al borde del balcón. ¿Cómo explicárselo? Con qué palabras decirle que a lo mejor también este miedo, o esta conciencia de la nada, era una forma de su felicidad. Le cebó un mate. Guirnalda ya había desechado el abaniquito y ahora le hablaba de un saco blanco, de conejo.
– Blanco -repitió, casi con delectación-. ¿Te parece que estará bien para mí?
– Seguro -dijo Irene y se sirvió una medialuna-. Te va a quedar bárbaro.
– Después se arruinan, claro -dijo Guirnalda, y se quedó pensativa-. Un saco blanco se arruina antes que los otros -Irene iba a decir algo amable u optimista o, quizá, meramente cortés. Pero Guirnalda volvió a hablar-. Igual, qué me importa que no dure -dijo-. ¿Cuántos años me quedan a mí, al fin y al cabo?
Y sus palabras no sonaron melancólicas. Las pronunció casi con alegría porque por fin ahora, después de tantos años, podía cumplir sin culpa un viejo sueño de dicha.
Dios mío, pensó Irene. Hay que vivir tantos años para aprender a vivir. Pero tampoco era eso lo que ella quería. Estaban frente a frente, cada una con su propia idea de la felicidad, cada una sin haberla alcanzado aún. Y sabiendo -por lo menos Irene- que ninguna de las dos iba a alcanzarla nunca.
– Ella se hizo uno, pero te digo, eh, la mona aunque se vista se seda, mona se queda. ¿Viste un caballo alguna vez? Bueno, es hermoso comparado con ella.
Palabras que trajeron a Irene a la realidad, la convencieron de que esto de ninguna manera era un momento patético y la colocaron ante un pequeño problema pedestre. ¿Quién era ella? ¿Qué fue lo que se hizo? No había dudas, en cambio, respecto de cómo le quedaba. Eso iba más allá del concepto estético que podía tener Irene sobre los caballos. Y aun la propia Guirnalda. Sus palabras debían ser juzgadas en conjunto. La pregunta: ¿Viste un caballo alguna vez?, indudablemente retórica, era sin embargo imprescindible para el efecto final: es hermoso comparado con ella. Al fin de cuentas, también estos quince días de empecinarse ante la Remington tenían su buena vinculación con Guirnalda.
– Esperate -dijo Irene-. ¿Ella, quién?
– La hermana -dijo Guirnalda con decisión-. Pero no la que tiene la sedería. La otra.
– ¿Qué sedería? -dijo Irene; por algún lado tenía que empezar.
– ¿Qué sedería va a ser? -dijo Guirnalda, impaciente- ¿Te acordás cuando vos eras chica que jugabas en el balneario con una rubia de trencitas, que la madre era tan vistosa? Unos turbantes se ponía… Yo, la verdad, no sé cómo se los ataba, pero llamaba la atención.
– ¿Y ésa tenía una sedería?
– No, ésa no. Qué sedería, pobre. Una vida más desgraciada tuvo siempre. El marido ya en esa época, ¿te acordás que la corrió con un cuchillo que tuvo que tirarse por la ventana? Menos mal que vivía en el primer piso, pero la pierna bien que se la rompió. Bien rota.
– Pero, ¿cómo? ¿No era que los turbantes le quedaban sensacionales y todo eso?
– Y qué. ¿A vos te parece que todo es un turbante en la vida? Yo te digo la verdad, no le envidio los turbantes. Ni los millones.
– ¿Tiene millones? -dijo Irene, ya sin ninguna esperanza de saber quién.
– Tener tiene, pero eso no es nada al lado de la hermana. Eso sí, que me digas, es tener millones. Y qué marido, tenés que ver. Qué belleza de hombre. Ella, vos la ves y no das un centavo por ella. Se puede poner un ropero encima que da lo mismo. Es así, ya lo dice el refrán: la mona, aunque se vista de seda, mona se queda.
– Y entonces, ¿qué le pasó?
– Y nada, qué querés que le pase. Vos querés que a todo el mundo le pasen cosas. Es así y así va a ser siempre. Ya no la cambia nadie.
Seguro, pensó Irene mientras iba a preparar otro mate. Ya no la cambia nadie. Tanto daba que fuera la de la sedería, la hermana, la que se casó con un multimillonario o la que el marido la corrió con un cuchillo. O aun la rubia de trencitas. Sea quien fuere ya habría nacido con eso, era fatal. De nada le valdría vestirse de seda.
Puso yerba nueva en el mate y se dio vuelta. Ahora Guirnalda tenía otra servilleta sobre las rodillas. Le había plegado simétricamente las puntas y le estaba haciendo un nuevo y minucioso doblez. Está decepcionada, pensó Irene. O temerosa. Cada vez que Guirnalda venía, a Irene le pesaba la ausencia de un sillón. Se reconocía culpable por esta casa donde no había un lugar en el que Guirnalda se pudiese sentir cómoda. Un living con grandes sillones y un nene en un triciclo. ¿Y Toto? En el estudio, mamá; llamó que va a venir tarde; te manda un beso. Dios, no, que se jodiera Guirnalda, que no supiese dónde sentarse, que le hiciera otro pliegue a la servilleta, pero esto no. Toto no.
– ¿Y vos?
Irene, que llegaba con el mate, se sobresaltó.
– Yo, ¿qué?
– Vos sabés lo que tu madre quiere para vos.
Bueno, ya empezamos.
– Sí, mamá -dijo Irene, con una mezcla de docilidad y de cansancio.
– Una madre sólo quiere la felicidad de sus hijos.
Casi nada, pensó Irene.
– Yo soy feliz así -dijo.
– Sí -dijo Guirnalda-, claro que sos feliz así -porque pese a todo no podía aceptar que algo perturbara a su pequeña flor-. Pero lo que yo digo es que me gustaría que encontraras -se interrumpió-. Que formaras tu hogar.
Casi nada, volvió a pensar Irene. Un hogar. Algo que de chica le hacía pensar en leños ardiendo y en castañas que saltaban sobre el fuego mientras afuera caía la nieve, y ahora. ¿Y ahora? ¿Acaso algo había cambiado? ¿No sentía en este mismo momento una especie de tristeza, algo parecido a las ganas de llorar cuando pensaba en la palabra “hogar”, en cierta cosa que encerraba la palabra y que era inaccesible, sólo un sueño, una nostalgia, una ventanita iluminada que se vislumbraba a lo lejos? O tal vez esto, este refugio que ella iba armando día a día, este lugar que era suyo y que era ella misma. Hace falta un alma para tener un hogar. Nada que ver con el nene en triciclo y con Toto que hoy viene tarde pero te manda un beso. Su hogar, al menos, no tenía nada que ver con Toto y con el nene. “Yo tengo mi hogar”, eso pensó decirle, pero era una maldad, era aterrorizarla con algo que ahora, en cierto modo, hasta la enorgullecía. “Irenita vive sola, ella es así”, pero que apenas Irene pronunciara la palabra “hogar” tendría el efecto de un golpe en la cara, instalaría esa soledad como un modo de lo normal, algo que a ella misma le producía terror.
– Pero no se trata de lo que a vos te gustaría. No puedo casarme así porque sí.
Todo iba entrando en un cauce normal, en una zona en la que nunca podrían entenderse. Qué esperaba Guirnalda de ella. Tu felicidad, eso diría. Y sin embargo ella tampoco buscaba otra cosa que su propia felicidad. Y hacía bien, ésta era su pequeña flor: Guirnalda quería mostrarla al mundo gallarda y pimpante. Qué importaba esta trepidación, este tremolar del alma, al alma quién la ve. Y ni siquiera era tan simple como eso: tu idea de la felicidad allá, mi idea de la felicidad acá. No, a ella también, ah, si la tentaba. ¿O ese hogar de panes y mieles del que hablaba Guirnalda no era acaso el contexto normal, la muñeca sentada en la sillita de enfrente mientras la de flequillo sueña con una muñeca tan extraordinaria que ningún humano la habría podido concebir? Y podría hacerlo bien, cómo no, ella o una parte de ella estaba hecha para la vida cotidiana, para este compartido mate con medialunas y también, por qué no, para el papel de la perfecta casada. Era capaz de representarlo a las mil maravillas, lo presentía a veces en el preciso instante de comprar la radicheta, una sensación de irrealidad pero también una especie de alegría. Lo que había que estudiar es si el rito de la radicheta tenía algo que ver con el de la perfecta casada, delantal con voladitos, una sonrisa de oreja a oreja y el sagrado olor de las panaderías esparciéndose por la casa. Sí, esto también era ella. ¿Y la sacerdotisa?, ¿aquella antigua elegida de los dioses? Ah, la elegida, cuántas capas habría que atravesar para llegar a esa yegua, derribar radichetas, rasgar delantalitos, abolir sombras irisadas y cerrarle la entrada a la jubilosa fragancia de los buñuelos. ¿Y se encontraría algo después de tanto trabajo? ¿O tenía ganas ella, momentánea cebolla, de despojarse de todas sus finas coberturas? No. Tal vez lo que quería era algo así como impartir una luz desde el centro, una luz que volviera transparentes, y hasta nobles, aun las capas más superficiales. Pero, ¿cuánta luz hacía falta para esto? ¿Y era capaz, ella, de dar luz?
Dar luz, dar a luz, he ahí el dilema. Y ya no se trataba de la muñeca en la sillita de enfrente. Ni era el nene con triciclo para que Guirnalda se pudiera sentar en paz sin necesidad de plegar servilletas. Dar a luz ¿no era acaso un modo de dar luz? Traer un ser al mundo, qué os parece. Y después tratar desesperadamente de que ese ser sea la justificación de nuestra vida. Una los hace comer zanahorias, o estudiar danzas clásicas, o armar pequeños puentes, o ataviarse con pajas y plumas de acuerdo a un sueño íntimo e intransferible de la felicidad. Y de eso sale un ser real, un individuo solitario que tratará de abrirse camino y ocupar un lugar en el mundo. No. Ella no. Y la de flequillo tampoco. La que está en su sillita de mimbre, sentada frente a la muñeca, ya mira con cierto asombro, ¿y tal vez con cierta envidia?, a las pequeñas acuñadoras de ojos tiernos que cantan el arrorró. Curioso, realmente. Mirando hacia atrás, no podía rastrear en ella eso que suele llamarse “instinto maternal”. ¿Era la excepción que confirma la regla, o era la refutación de la regla, o qué diablos era? ¿Qué diablos era? Podía imaginar con nostalgia esa maravilla de tener un ser creciendo dentro de ella y hasta era capaz de concebir con lágrimas ese único y glorioso momento de dar a luz otra vida. Pero ahí se acababa el milagro, ahí se acababa Irene y empezaba eso otro, eso que únicamente sería perfecto en la medida en que se instalara en el mundo en toda su otredad. No. Ella misma era la única criatura a quien se sentía capaz de crear con pasión. No había renunciamiento heroico, entonces. Sólo un puro acto de egoísmo. Lo cual en este momento le estaba provocando una cierta melancolía (qué ánimo podrido tenía en los últimos días) que vino a solucionarse por un certero timbrazo.
Una palpitación intempestiva. Una indeseable y cobarde esperanza.
– Quién será -dijo Guirnalda. Y, como si las palabras pronunciadas la arrastraran, rompió a cantar: Quién será, quién será, me pregunto sin cesar…
Envuelta en las notas del vals y repitiéndose algunas decisiones importantes de la última quincena, Irene fue hasta la puerta.
– Quién es -dijo.
Estaba poniendo mucho cuidado esta vez en no abrir la puerta antes de averiguar quién venía.
– El señor Alegre -gritó una voz jovial.
– Quién.
– Alegre. El hombre de las cucarachas.
Guirnalda, toda ella, se preparó para la defensa.
– Qué dice -dijo-. No lo dejes entrar.
Ay.
– Pero si es el cucarachero -le dijo a Guirnalda, frase que, se dio cuenta, no tenía toda la lógica que indicaba el tono de ella.
Abrió la puerta.
Y el señor Alegre, el hombre de las cucarachas, hizo su aparición.
– Buenas tardes, buenas tardes -entró decidido, dinámico, pleno de entusiasmo y de vida-. No me diga nada, señorita Irene: ésta es su mamá -se acercó y le dio la mano a Guirnalda; después apoyó su gran bolso en el suelo y empezó a preparar el instrumental con la pericia de un cirujano-. Y, ¿algún problema?
– No, ninguno.
– ¿Problema? -Guirnalda se puso en guardia-. ¿Qué problema tenés?
Irene iba a contestar pero el señor Alegre se le adelantó.
– Ningún problema, señora. Simplemente es por pura rutina. Cuéntele a su mamá.
– Qué me tenés que contar -dijo Guirnalda.
– No, nada -dijo Irene-. Que desde que viene el señor Alegre no tengo más cucarachas.
– ¿Qué? ¿Tenías cucarachas? -dijo Guirnalda, mostrando con claridad que había recibido una ofensa personal.
– Le caminaban por la cabeza. ¿No, señorita Irene? -dijo el señor Alegre.
El momento era difícil. Irene no quería decepcionar al señor Alegre, disminuyendo la importancia de su misión; pero tampoco quería que Guirnalda se sintiera derrotada: una hija suya, criada con tanto esmero, no podía tener cucarachas en su casa.
– Hmm -fue la respuesta no comprometida de Irene.
Para el señor Alegre fue suficiente. Era un hombre orgulloso de su oficio. Tal vez no había elegido su destino -según sabía borrosamente Irene, él robaba el cucarachicida de una empresa en la que trabajaba el cuñado y, por una suma módica, echaba su venenito por las casas-, pero una vez puesto en eso, lo hacía con pasión. Ni Miguel Ángel debía estar tan convencido de lo que hacía como el señor Alegre.
– Ni una, señor Alegre -dijo Irene, con optimismo-. Yo ya tenía miedo de que no viniera. Hoy es veintidós; hace más de un mes que estuvo.
– Usted quédese tranquila, yo no le voy a fallar. ¿Sabe lo que pasa? No se puede abandonar el tratamiento. Hay gente que se queda lo más tranquila porque no ve más cucarachas y entonces me dice que no venga. Y entonces los quiero ver. El otro día me llamó una mujer, llorando me llamó, estaba en un grito. ¿Qué pasó? Había abandonado el tratamiento. Usted abandona el tratamiento y no hay nada que hacer. La casa se le llena de cucarachas.
– Yo nunca seguí el tratamiento y en mi casa no hay una cucaracha -dijo Guirnalda con altivez.
– No las verá, señora -dijo el señor Alegre-. La cucaracha es un animalito muy pícaro. Al final, hasta termina tomándole el gustito al veneno. Usted les da cualquier veneno de baja calidad y, al principio, no digo que se mueran pero se sienten bastante descompuestas. Pero al mes ya no les hace nada, y si usted les da el mismo veneno tres meses seguidos, las viera, cada día más gordas.
– Qué horroroso -dijo Guirnalda.
– Pero para qué está el señor Alegre -dijo el señor Alegre-. Usted pone este venenito y durante un mes no tiene más cucarachas, eh, señorita Irene. Dígale a su mamá. Y qué perfume -dijo, echando un chorro generoso por los zócalos-. Sienta qué perfume.
– Apesta -dijo Guirnalda.
Pero por fortuna el señor Alegre no pareció haberla escuchado; con paso decidido se dirigía a la kitchenette.
– Espere, espere -gritó Irene con desesperación, cuando vio que estaba abriendo las alacenas con la indudable intención de echar su veneno.
A los apurones sacó frascos, latas, extraños envoltorios y los fue acomodando aquí y allá, ¡ay!, el orden externo tan celosamente guardado durante los últimos quince días, como si la más ligera alteración de los objetos pudiera desencadenar el caos, estaba yéndose al mismísimo diablo.
– Pero si no hace nada, señorita Irene -decía el señor Alegre, desparramando veneno-; esto es ideal para las casas donde hay chicos. Mire, una señora me pide especialmente que le ponga un chorrito en la mamadera del nene. Después le da una lavadita y santo remedio.
– Qué bruta -dijo Guirnalda y, sin transición, al advertir un paquete amarillo que Irene acababa de sacar de la alacena, preguntó-: ¿Te da resultado la polenta mágica? A mí me parece que no es lo mismo.
– Es así, señora -dijo el señor Alegre-. Hoy la juventud es así. Están con lo moderno. Y yo le voy a decir la verdad, eh. Yo estoy con la juventud.
– Ah, yo también -dijo Guirnalda-. Hoy no es como antes, que la mujer era una esclava de la casa. Hoy la mujer vive la vida y a mí me parece muy bien. Yo creo que hay que vivir la vida.
– Ah, eso es lo que yo digo -dijo el señor Alegre-. Después, las desgracias vienen solas. Usted aproveche mientras está soltera, señorita Irene. Después viene el marido, vienen los hijos, y ya no hay tiempo para fiestas.
Zas, pensó Irene. Tan bien que se estaban llevando y justo viene a sacar el tema de la discordia.
– Hoy cada uno vive como quiere -dijo, cortante, Guirnalda-. La mujer que quiere vivir sola vive sola. No es como antes que la mujer se tenía que casar a los dieciocho porque si no era una ¡zanahorias! ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que guardes las zanahorias en la alacena?
Hábil, habilísima Guirnalda. De cualquier modo, era una de esas preguntas para las que Irene no tenía respuesta.
– Y, no sé, las habré puesto distraída. ¡No! -gritó viendo que el señor Alegre estaba ahora en el balcón, a punto de tirar su veneno sobre el pequeño jardín de Irene.
– Les hace bien, señorita Irene, les mata todos los bichos. Hay una señora que
– ¡No!
¿Acaso no era de algún modo parecida a Guirnalda? ¿No cuidaba ciegamente su pequeño jardín, sin siquiera averiguar si el filtro del señor Alegre podía hacerle algún bien? ¿Estaba segura de que a las begonias no las cargoseaba un poco eso de cantarles tanto valsecito por las mañanas?
– Está bien, señorita Irene. No crea que soy un criminal -dijo el señor Alegre, pero se veía a la legua que estaba ofendido.
Silencioso, empezó a guardar su instrumental, mientras Guirnalda leía con atención las instrucciones del paquete de polenta mágica e Irene contemplaba el desorden que finalmente, después de haberlo ahuyentado segundo a segundo durante estos quince días, había acabado por instalarse en su casa.
Ahí estaba. La polenta mágica, y las zanahorias, y el estragón, y el olor a veneno perfumado inundándolo todo, y esta sensación de inconsistencia que vuelve a arrasarla, que la coloca sin piedad en el centro del universo pero también en su mismísimo borde, mientras Guirnalda y el señor Alegre hablan sobre la juventud y el matrimonio y las cucarachas, y el balcón sigue abierto, esa mezcla de vida y de muerte que implica el balcón, e Irene querría dar un grito.
Pero no hay que alarmarse, madre tenemos todos y también un señor Alegre que quiere invadir nuestro jardín, y esta sensación, a veces, de querer algo inaprensible, y este estúpido deseo de ser felices, y este vértigo al mirar hacia abajo, y esta conciencia de lo infinitamente pequeña que es la distancia entre la vida y la muerte. Lo cual, por fortuna, no nos impide la dulce liviandad de los actos cotidianos. Abandonar por ejemplo el balcón y acercarnos subrepticiamente a la mesita donde se ha constituido la catástrofe y sacar con disimulo una media semioculta que, inexplicablemente, había ido a parar a la alacena y luego, aguantando a duras penas las ganas de reírnos, acercarnos al plato, elegir con sumo cuidado y, y por fin, darle un buen mordiscón a esta dorada y crujiente medialuna.
Y en esta jubilosa tarde de noviembre, bajo un cielo como otros, lejanos, que la habían hecho alabar la gracia de estar viva, al borde de la demencia, al borde de la muerte, al borde de encerrarse entre cuatro paredes a esperar mansamente, abyectamente la pudrición, ella era esta mujer tostada por el sol -¿un poco nerviosa, tal vez?-, instalada en el asiento delantero de un Peugeot 404, color ciruela, y mirando de reojo al joven algo hirsuto que acababa de sentarse al volante. Menor que ella, eso era evidente, aunque el hirsuto debía pensar lo contrario, ¿se animaría Irene a confesarle su verdadera edad si él se lo preguntaba? la pregunta sería una indiscreción, pero el hirsuto no parecía Oscar Wilde. Al menos, no había estado demasiado original cinco minutos antes, cuando Irene salió de la playita Carrasco, un poco borracha por el sol -siempre le pasaba, una embriaguez o un entumecimiento que le apaciguaba la conciencia al punto que a veces deseaba quedarse así tendida para siempre, calcinándose como un gato, como una planta, como una piedra, ah, como una piedra-, y él, como surgido del muro de la costanera, se puso a caminar a su lado y le dijo: “Flaca, qué tal si tomamos un trago”. Ella siguió caminando, aunque amenguó el ritmo. Esto no la sorprendió demasiado porque, en cierto modo, ya lo había planeado así un mes atrás -como planeaba ella las cosas: echar una decisión al viento y dejar que el resto lo hiciera esa voluntad subterránea que nunca torcía la proa, que poco a poco la iba socavando, la iba convenciendo de que tenía que ser así, con un desconocido que sólo sabría de ella la piel tostada por el sol; un mero instrumento, ¿de qué?, aún no lo sabía pero acá estaba en la costanera con el paso atemperado-. Al hirsuto sin duda lo alentó esta alteración del ritmo porque dijo: “Dale, flaca, qué te cuesta. No perdés nada, ¿no?”. El alma. ¿Sabía él que en este mismo momento ella estaba captando los pedazos de algo que tal vez podría haber sido su alma, o alguna otra cosa única e irrepetible que pedía a gritos resplandecer íntegra en el mundo y que se desarticulaba, se despedazaba, desperdigaba azarosamente sus fragmentos ante sus propios ojos? No, tenía razón el hirsuto. Qué podía perder si nada era. “Tenés una sonrisa linda, ¿sabés? ¿Venís seguido a Carrasco?” Ella era legión, eso era lo bueno. Esto tostado, sin nombre y sin destino, que el muchacho veía y cuyo único atributo interesante consistía en esta posibilidad de venir seguido a la playita Carrasco. “Bastante, sí, me encanta el sol.” Ya estaba. Así de sencilla era la vida. Sintió una especie de paz. Ahora era alguien de quien este muchacho tenía un dato. Me encanta el sol. ¿Cómo lo estaría computando su cerebro? Trató de imaginarle un cerebro a este joven peludo que caminaba despreocupadamente a su lado. Muy probable que no fueran las palabras pronunciadas por ella las que lo ocupaban. Me encanta el sol. Y, sin embargo, qué verdad había en esas palabras. Me encanta, me deja encantada, como olvidada de mí misma, un mero cuerpo que se dora, que absorbe la poderosa vitalidad de este calor, algo plácidamente desentendido de su destino. Pero el hirsuto sólo pensaría: está conmigo; si no, no hubiera dicho esa frase tan llena de entusiasmo; por dónde abordarla entonces, qué decirle ahora. “Yo también vengo muy seguido.” Esto amenazaba ponerse abrumador. Qué sorpresa si ahora ella le decía: Ya hemos conversado bastante; ahora vamos a cojer. (Increíble su sentido del humor aun en condiciones dudosas.) O si de pronto se tiraba en los brazos del hirsuto y se ponía a llorar sobre su pecho. O a aullar. Aullar y aullar hasta que se ahuyentase este barro oscuro que la anegaba y no la dejaba vivir. “Yo nunca te vi.” Ya estaba: mundanamente lo había dicho mientras aminoraba aún más la marcha aunque todavía sin detenerse ni mirarlo. La ceremonia debía ser gradual, como todo sacrificio. O rito iniciático. ¿Acaso esto no era una iniciación? Así lo había pensado ella un mes atrás, un acto que la instalaría con brutalidad en el mundo. Sin retroceso, y sin justificación. “Yo sí te vi a vos.” Ah, no; ella tuvo un sobresalto. Esto no valía, él no podía haberla visto antes, no debía saber nada de ella: no estaba en las reglas del juego. Lo miró por primera vez, interrogante; ¿parecía asustada? “Tomando sol, en la playa; hacía un buen rato que te estaba mirando.” Ah, era eso: un chiste. El hirsuto tenía sus rebusques también. Perfecto. Esto sí podía él mirarlo a sus anchas. Y ella, hasta sentirse un poco halagada, retrospectivamente halagada imaginándose al muchacho que contemplaba ese cuerpo inmóvil ¿y hasta cierto punto armónico? bajo el sol; un cuerpo que no sufría ni se desintegraba como ella -no, el muchacho no había visto los pedazos desparramándose por el vasto mundo-; un cuerpo organizado como un cristal. “¿Siempre venís sola?” “Sí, siempre.” El diálogo venía fácil, por suerte; no requería demasiado esfuerzo de su parte. Avec quoi taillez vous le crayon? Je taille le crayon avec le taille-crayon. Tal vez era posible hacerse un lugarcito en el mundo y habitarlo muy oronda sin mirar a los costados: un lindo lugarcito en el que todo tenía su respuesta. ¿A qué es igual la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos? “Es una lástima; es lindo venir acompañado.” Una verdadera lástima pero tengo roto el corazón. “¿No tenés novio?” Bueno, ya estaban entrando en tema. Respuesta peligrosa, emitió la pequeña computadora, aún activa en algún rincón de su cabeza. Decir No podía devenir una calamidad si él lo asociaba con una hipotética futura información -Edad: treinta años-, ah, ah, así que era ella, la que nunca tuvo novio y sigue releyendo como entonces el novelón sentimental en el que una niña llora en vano embargada por el mal de amor, ah, ah. Y decir Sí, ¿no la obligaría a un esfuerzo devastador, a la invención de una historia con complicaciones? Divertidísimo, si ella tuviera a quien contársela después. Pero esta historia, Irene, a quién se la vas a contar. Basta, basta, nada de problemas. Ella era capaz de reaccionar con rapidez y destreza. “Más o menos”, dijo, dejando la puerta abierta a todos los pecados o tragedias que el hirsuto fuera capaz de imaginar. “Ya sé (el hirsuto parecía sentirse fuerte ahora: él era un hombre que conocía el corazón de las mujeres); te peleaste con tu novio.” Señor, aparta de mí este cáliz. “Más o menos”, volvió a decir ella. Y ahora sí, valiente y decidida, se detuvo de golpe. “Pero mirá, no tengo ganas de hablar de eso.” Una jugada realmente notable; el hielo se había roto y ella emergía entre todas las que apacibles se habían dorado bajo el sol, con un pasado. Algo penoso o sórdido o delictivo, pero carente de esa delicada trama que arma un pasado real, una tarde de lluvia en una mueblería de Lavalle, un café con medialunas en una desolada estación de trenes de un pueblo que no conocían pero que los ponía melancólicos, el umbral de una casa de Palermo Viejo donde clandestinos y alborozados, comiendo a puñados maní con chocolate, festejaron la llegada del Año Nuevo, la búsqueda, como de un abrigado refugio, del cuerpo familiar en mitad de la noche.
Nada. Un pasado como una caja negra. Un golpe magistral: el hirsuto tenía a qué aferrarse ahora. Era peludo y saludable, y muy alto, de modo que Irene se sentía un poco incómoda, pero persistía en esto de mirarlo: ahora que había llegado hasta acá, y bastante airosa, no estaba dispuesta a ceder posiciones. Además, el hirsuto le estaba diciendo que no tenía por qué preocuparse: ella debía vivir este momento y se acabó. Tenía su filosofía también, iba por la vida cargando con su idea del mundo, convencido de que era una idea magnífica y que valía la pena comunicársela a los otros. Todos cargaban con su idea: el hirsuto, y la vecina que se había tirado del séptimo piso, y el hombre de las cucarachas. Y ella misma ¿no creía ella misma a veces que había algo sobre las mujeres y los hombres que ella quería comunicar a los hombres y a las mujeres? En ciertos momentos, como ráfagas de luz, que al fin se escabullían dejándole esta desazón y este vacío. “¿Qué?”, dijo. El hirsuto se rió. “Sos un poco distraída; recién estabas en la luna de Valencia.” Ahora sí que él ya sabía algo preciso sobre ella. Cierta cosa se le escapaba entonces, algo real conseguía filtrarse con tanta claridad que hasta resultaba evidente para este joven de pelo crespo. “Todavía no me dijiste cómo te llamás.” “Irene.” El hirsuto le dijo que era un lindo nombre. Y si ella le hubiera dicho que a veces tenía la sensación de caber entera en su propio nombre. Le pasaba con ciertas palabras, resplandor, ah, ella podía sentir eso como una reminiscencia luminosa, algo que irradiaba pero muy lejos, una vaga lumbre augurando una luz tan intensa, tan absoluta, que sólo era posible percibir de ella esto delicuescente y angustioso que estaba encerrado en la palabra resplandor. Luz, luz, allí estaba esa palabra dolorosa de tan bella. Ella amaba la luz, qué iba a pasar si se lo decía, que había nacido para amar la luz y sólo había conseguido esto, esta rara destreza de captar lucecitas a lo lejos, pequeñas ventanas detrás de las cuales, a veces, creía vislumbrar la felicidad. Y la sombra, ¿podría ella explicarle el miedo litúrgico, como de ir cayendo silenciosamente por una hondonada, que instalaba en su corazón la palabra sombra? Y así como la luz y como la sombra, cabía ella en su propio nombre. Pero había que conocerle los recovecos y las resonancias, su grave música sacerdotal y los benévolos sones de la infancia, había que amar esa palabra para descifrar su significado.
Era lindo, el hirsuto le había dicho que su nombre era lindo. Era fatal. ¿Y si le hubiera dicho Anacleta o Tiburcia? Ironía desechada: no alterar esta frágil armonía. “Yo me llamo Rogelio (pausa compungida), pero no tengo la culpa.” Irene se rió, todo marchaba a la perfección. Se lo habrás dicho a tantas, pensó con alegre clarividencia. Esto era pan comido para el hirsuto, ahora lo veía, ya le había ocurrido muchas tardes, a la salida de la playa, acercarse a la solitaria a quien venía observando desde el murallón, deslizarle “flaca, qué te parece si tomamos un trago”, y si algún indicio visible indicaba que la muchacha había prendido -amortiguación en el ritmo de marcha, sonrisa a medias, miradita furtiva-, ir avanzando amablemente, sin sorpresas -a menos que la muchacha, claro, se pusiera a llorar sobre su pecho o aullara hasta eliminar de sí toda la pena que le estaba produciendo pensar en su vida-, soltar como a una paloma el chiste liviano: Yo a vos sí te vi, y dejar que las cosas siguieran su curso, que se encarrilaran mansas a la parte en que la muchacha dice su nombre. Entonces sí: Yo, Rogelio. Y ahí la cuchufleta, el flechazo, el raudo distintivo de una personalidad chispeante. Pero no tengo la culpa. Irene se sintió tranquila. Este muchacho sabía lo que estaba haciendo: no había más que dejarse llevar. Eludió con astucia el recuerdo de Rogelio, el hombre que razonaba demasiado; nada de atajos peligrosos, ella lo leía a los ocho años en Rico tipo, ¿cuántos años tendría el hirsuto? “Pero no (sonrisa angélica, ¿estaría seductora?), si es un nombre muy.” Se interrumpió; hermoso le parecía una exageración. ¿Lindo? Ya lo había dicho él. Pese a las circunstancias, ella conservaba cierto sentido estético. “… personal”, dijo. Bien, ahora sí. Ahora sí eran un simpático par de imbéciles protagonizando un vulgar levante bajo el sol. “Vos también sos muy personal, se nota”, dijo él, con el evidente ánimo de impresionarla. Ella sonrió con ambigüedad. “¿Te gusta la música?”, dijo él. ¿La música? Algo tremoló, se desbarató, barcos a vela surcaron un agua muy azul y Haendel llenó cada resquicio, estalló en cada burbuja de aire, el mundo era una fiesta y todo lo nacido había nacido para ser feliz; en la cabeza de un alemán de oídos muertos rompió a cantar un himno a la alegría, y ángeles se expandieron hacia el cielo como impulsados por el abanico infinito de la Pequeña Fuga, y una precoz enamorada con flequillo suspiró con melancolía al oír por la radio Mi tonto corazón. “Sí”, dijo con sobriedad, “me gusta mucho”. “Entonces, ¿qué te parece si vamos al auto? Tengo unos casetes geniales.” Ella asintió ligeramente -¿putezcamente, tal vez?-con la cabeza.
Y acá estaban ahora, en el asiento delantero de este Peugeot color ciruela, él revolviendo la casetera y ella estudiándolo de reojo. “¿Qué querés escuchar?” Extraño. ¿Sabía él que todas las músicas cabían en ella? Era la que había llorado amargamente cuando su madre le cantaba La loca de amor, la que se había desarticulado bailando rock and roll, la que otro noviembre pero de noche, sentada en la escalinata de piedra que da al río con gente a la que ya no recordaba, cantando a toda voz El ejército del Ebro, respirando el olor del río y sabiendo la infinitud del universo y la pavorosa lejanía de las estrellas que esa noche estaban convergiendo sobre su cabeza, se maravilló por el milagro de su propia voz pero, sobre todo, se maravilló por el milagro de estar viva. Y era la que otra noche de años atrás, en la pequeña pieza iluminada de la calle Bulnes -todos rodeando con devoción el tocadiscos de baquelita que acababa de traer su padre-, puso con mucho cuidado el primer disco y, al escuchar en el violín quejumbroso el Vals del recuerdo, se puso a llorar. Por qué se había puesto a llorar. Qué podía recordar ella a los diez años que la llenara así de congoja. El futuro, pensó, era como si recordara el futuro, como si pudiera saber que algún día, muerto su padre, perdida para siempre esa fugaz ilusión de hogar -todos juntos en la habitación iluminada, rodeando inocentemente el tocadiscos, contemplando el disco de pasta que giraba como si estuvieran ante un acontecimiento maravilloso-, perdida también la tarde de lluvia en que ella recordó por primera vez -pero no sola- ese vals y esa noche iluminada, perdidos todos aquellos que había amado, sólo le quedaría este desconocido en un auto color ciruela.
Esa vez estaba en una penumbrosa casa de Flores, y había un hombre de ojos azules que se reía.
– Así que vos también conocías el Vals del recuerdo?
– Pero si fue mi primer disco. Lo trajo mi papá cuando compró el tocadiscos de baquelita. Vieras, estábamos todos en mi pieza, mirando cómo giraba, y yo sentí el recuerdo de algo que ya no estaba, y eso era muy triste, y me puse a llorar.
– Sí, cierto, tenía eso. Yo lo escuchaba y volvía a ver una ventana. La pieza estaba un poco oscura y una mujer miraba por la ventana. A mí me extrañaba mucho la figura negra, recortándose en el cielo gris. Después alguien encendía la luz y ésa era mi mamá y yo corría hacia ella. El disco tenía una etiqueta roja, ¿te acordás?
– No, azul. El mío tenía una etiqueta azul. Y atrás, las Czardas de Monti.
– Ah, no -él ponía cara de entendido-, el mío tenía la Rapsodia Sueca.
No, no, ella también tenía la Rapsodia Sueca, pero en otro disco. Y Pantalones de fantasía, y también Por la verja, pero ésos no los había traído su papá sino su hermano. Él estaba contento porque también tenía Pantalones de fantasía y Por la verja. ¿Y Canción de septiembre? Canción de septiembre, claro.
Y los dos reían, entonces era como si el pasado no estuviese muerto, o no hubiese que guardarlo como a una colección de pájaros congelados en la bohardilla desordenada a la que ahora ella le tenía tanto miedo. Lo extraño era que ya parecía saberlo a los diez años. Todo lo que iba a encontrar, y todo lo que iba a perder, y la tristeza con que veinte años después, junto a este desconocido, iba a recordarse recordando el Vals del recuerdo.
“Qué.”
“Serrat, si te gusta Serrat.” Ah, sí, eso estaba muy bien. Serrat le gustaba de verdad y ahora avanzaban por Libertador. Las cosas no resultaban tan difíciles al fin y al cabo. La mano derecha de él manipulaba con habilidad el pasacasetes. Listo. Ahora se escuchaba, inundando el auto, Porque te quiero a ti, porque te quiero, dejé mi puerta una mañana y eché a andar. La mano del pasacasetes, sin que nada lo hiciera prever, se apoyó en el muslo de Irene. Primero fue la pierna: se puso rígida. Después ella. “¿Estudiás?” Y ahora este interrogatorio, que amenazaba ser agobiante. “No.” Fue un “no” desagradable, lo notó de inmediato. Nada que ver con esta pareja que surcaba mundanamente Libertador, la mano de él apoyada con familiaridad sobre el muslo de ella. “¿Y qué hacés? ¿Trabajás?” El tono de él había virado apenas hacia la hostilidad, pero Irene no tenía nada de ganas de intentar algo para remediarlo. “No.” Él emitió un tenue resoplido. Pero de pronto algo lo iluminó. “Ya sé; sos casada.” La última esperanza. “No.” Ella no tenía actividades, ni esposo, ni pasado. Y si al hirsuto no le venía bien…
No le venía bien. Inesperadamente detuvo el auto junto al cordón. “¿Te querés bajar?” ¿Era una invitación -gesto caballeresco ante evidente abatimiento de la convidada- o una mera grosería? No le gustaban las dificultades, al parecer. Yo conozco a uno al que sí le gustan, ji, ji. Pónganlo en un laberinto, acósenlo, enrédenlo y se envalentonará, se hará de acero y roble, y emergerá saludable y renovado como un recién nacido. ¿Y yo? Yo también, querido muchacho, gorjeó inesperadamente la que dormía en las tinieblas. De esta materia estoy hecha y con esta materia me forjaron manos más sabias que la que, impaciente, ha abandonado mi pierna. Pensó en las altas y hermosas palabras que bajo soles como éste y bajo cielos de plomo y en la media-luz de los bares y en la penumbra de los cuartos la habían ido tallando apasionada y amorosamente. Todo esto está acá: soy yo. Y el pato hinchó su plumaje, se zangoloteó y reverberó. Yo de aquí no me bajo porque voy a llegar hasta el final. Sea cual fuere el final. Ya que ahora comprendía que había algo que estaba buscando, algo preciso que la había llevado a este auto. Motivo por el cual no pensaba abandonarlo así nomás y, mucho menos, desdeñada por un desconocido. Yo te voy a enseñar, pequeño aprendiz de Don Giovanni, yo te voy a enseñar a tener temperamento.
– No sea descortés, muchachito.
La voz la sorprendió. Era su voz, por eso la sorprendió. Ese tono ligeramente sobrador, la levísima tonalidad risueña, la velada autoridad. ¿Empezaba a divertirse? “Es que me pareció por un momento que…” Estaba confundido. “Subí al auto, ¿no? Nunca subo si no tengo ganas.” Minga. No te voy a regalar mi inexperiencia ni mi miedo. Ni esta corriente vertiginosa que me circula, ni esta sensación de poder que lentamente se abre paso, aletea. Algo aletea dentro de mí, un pájaro quiere echarse a volar, si lo dejara, si me animara a soltarlo. “… porque por un momento pensé que eras una de esas que se hacen las raras. No me gustan las raras. Uno tiene que vivir el momento y no hacerse tanto problema, ¿no te parece?” No. A Irene le parecía que no le parecía. Que cada momento estaba atado a algo, a algo que ella a veces no podía precisar pero que la aturdía como un estallido. Que este instante de ahora en que el auto arrancaba se hilaría al fin a esa red enmarañada pero bien definida que era su vida, de modo que era exactamente eso, su vida, lo que ella estaba decidiendo a cada paso. Ahora también, mientras doblaban hacia la izquierda y ella conseguía glosar con moderación y amabilidad la sintética filosofía del hirsuto.
Un follaje de esmeraldas celebraba contra el cielo la alegría de estar vivo. Las familias retozaban, momentáneamente desentendidas de que toda dicha es fugaz y de que algo acecha, ahora mismo, que arrasará lo que un segundo antes brilló como un diminuto diamante al sol. La sombra de un árbol gigantesco cubría ahora el auto que el muchacho había detenido con habilidad a unos pasos del tronco nudoso. ¿Un ombú? A Irene se le ocurría que todos los árboles de gran copa eran ombúes. Antes los había llamado paraísos y su boca parecía cantar al nombrarlos. Paraísos. Pero esto no era un paraíso y tal vez el momento no resultaba el más adecuado para esas especulaciones. Además, estuviera o no en el paraíso, parecía a punto de morder la tradicional manzana. Furtivamente observó la cara algo abotargada del hirsuto, los ojos glaucos, los labios hinchados y entreabiertos. Educada, cerró los ojos y abrió la boca. La sorprendió la carnosidad desconocida sobre sus labios. Pero sobre todo la sorprendió la actitud un tanto frenética -aunque desprovista de deseo- con que ella estaba respondiendo. Heme aquí, se dijo, en medio de esta selva umbría, besando a este individuo con tanto brío como si nos fueran a ahorcar dentro de diez minutos. Debía estar haciéndolo bastante bien porque el hirsuto, algo jadeante, se separó un segundo de ella, la miró con sus ojos de carnero degollado y le dijo: “Sos tan dulce y maravillosa”. Eso la sorprendió: ella más bien se veía a sí misma como una yegua. Pero tal vez algo se filtraba, ¿verdad?, cierta sabiduría lentamente forjada, cierto delicado juego de hábitos que hacían del amor, o de la introducción al amor, un demorado diálogo silencioso en el que cada movimiento, cada roce, iba desatando la emboscada ebriedad de los cuerpos. Y algo de esa destreza debía trasuntar ella, ya que el hirsuto, luego de lamerle una oreja, guió la mano de Irene, la depositó con decisión en un sitio del que parecía sentirse orgulloso y sin más trámite le dijo: “Mirá, mirá lo que me hiciste”. Besos brujos, pensó Irene, quien no miró lo que el joven le estaba indicando pero en cambio tuvo oportunidad de palpar la alteración física que sus besos habían causado. Con delicadeza dejó la mano allí, ya que consideró una ofensa retirarla. Volvieron a besarse con desesperación de agonizantes y la mano del hirsuto llegó al lugar que ella, a los cuatro años, había llamado pichoncolina. Tal vez estaba yendo demasiado rápido. Ella acababa de pensar eso, cómo decirle, con qué palabras, que él estaba yendo demasiado rápido, que el cuerpo de ella requería ciertos ritos de iniciación, cuando uno de sus ojos se abrió indiscreto y en la ventanilla, mirándolos con expresión admirada, plena de fascinación ante los misterios del mundo, vio la absorta cara de luna de una nena con flequillo. Un hachazo en el corazón. Irene se separó con violencia, el hirsuto se alarmó y la de flequillo huyó despavorida, antes de que Irene pudiera decirle que no era eso. Que el amor no era eso. Que no registrara este episodio en su cabecita perversa, este manoseo inútil, estos contactos semihumanos que nunca alcanzarían la alta embriaguez a la que sólo ciertas bestias, y un hombre y una mujer que se buscan, que se rastrean en la penumbra con sabiduría y con temor y con temeridad hasta desencadenar todos los ríos embozados, a la que sólo ciertos animales, y ciertos hombres y mujeres pueden llegar. Y, sobre todo, que no la registrase a ella en esa cabecita aviesa. Esta no soy yo, Irene; ésta no soy yo. Y súbitamente pensó que iba a llorar, viéndose a sí misma a los cuatro años viéndose a sí misma.
“Qué te pasó”, el hirsuto parecía agitado. “No, nada, esa nena. Me pareció que la conocía.” “Uy, uy, uy (el hirsuto había abandonado la mano en la entrepierna de Irene quien, con su rodilla, oprimía un poco la ingle de él; todo bien familiar y algo repulsivo); mejor vamos a un hotel, ¿no?” O nos tiramos al río, o nos ahorcamos colgándonos de la rama más alta del paraíso. “Sí, mejor”, dijo la mundana, la experta, la empecinada autodidacta. Ella no era de las que abandonan el barco cuando se está hundiendo. ¿Más bien era de las que colaboran para hundir el barco que se está hundiendo?
Ahora -la pierna de ella promiscuamente comprimida contra la pierna del hirsuto- se alejaban a gran velocidad del fingido paraíso. Qué será de ti lejos de casa, nena, qué será de ti, preguntaban con insistencia los parlantes. Pero ella sabía que era llegado el momento de hundir la nave.
Efectuó una pequeña reverencia y dijo: permiso. Así interrumpió, en el preciso momento en que su ombligo quedaba al descubierto, la operación de ser desvestida. Hábil aunque bastante apresurado, el hirsuto ya había desabotonado la blusa, la había arrojado a algún sitio y había desanudado sin dificultad la parte superior del bikini. Le costó un poco desprender el botón del vaquero pero con ayuda lo logró, y pudo dedicarse a otra tarea sencilla y gratificante: bajar el cierre relámpago, lo que puso al descubierto el alegre ombligo. ¿Por qué el ombligo sería un lugar tan alegre? Podía el corazón saltar en pedazos, las entrañas retorcerse hasta que se sentía el impulso de gritar, pero el ombligo seguía imperturbable en su sitio, siempre humorístico y festivo. El hirsuto parecía dispuesto a proseguir su obra sin reparar en la discontinuidad que inevitablemente iba a producirse, pero la talentosa estaba en todo, podría después ofrecerse como una comestible fruta pero no pensaba prestarse a un forcejeo ignominioso; nada de que un extraño la despojase de su vaquero. Así que retrocedió apenas, efectuó una pequeña reverencia y dijo: permiso. La formalidad de este acto, en medio de una ceremonia tan cargada de avidez, pudo haber hecho sonreír, o aun producirle cierto incremento de la excitación a un interlocutor más proclive a los juegos. En este caso, era evidente que Irene les estaba tirando margaritas a los chanchos. El hirsuto era brioso y quería ir a los bifes. Pero la marquesa no le hizo caso. Tomó su bolso y, con la frente altiva y el paso elegante, entró en el baño.
A la del espejo también le dedicó una breve reverencia ¿una reminiscencia fugaz?: una vieja costumbre. Ahí estaba ella: no más cachetes colorados. Esta era la cara que lentamente había ido moldeando, algo que poco a poco se iba pareciendo ¿a sí misma?
Se sacó el vaquero. Después abrió su bolso y algo le produjo una sensación de extrañeza: saber que estaba por oficiar un breve rito privado en situación tan inusual. ¿Iba a prepararse para el amor? Como quien unta su cuerpo con aceites olorosos y trenza hierbas aromáticas en sus cabellos e ilumina sus ojos con el misterioso kohol y esparce por los rincones un zumo afrodisíaco. Así extrajo ella de su bolso el minúsculo objeto contemporáneo, guardado en un primoroso estuche celeste que evocaba a una concha -lo que no indicaba el menor signo de humor del fabricante, higiénicamente alemán y por lo tanto ignorante de ciertos modismos argentinos del lenguaje-. ¿Era una casualidad que lo hubiese guardado en el bolso antes de salir para la playa? Oh, bueno, ya lo había dicho Coco Chanel, al fin de cuentas: una mujer siempre debe estar preparada para. Científica y precisa cumplió con el rito preparatorio. Y consciente desde el espinazo hasta la piel de que este cuerpo era suyo, con una agradable sensación que no debía confundirse con el deseo, aunque tal vez ya fuera la programación o la voluntad del deseo, cubierta apenas por la brevísima parte inferior de su traje de baño, fácilmente extirpable aun por manos inhábiles, soleada y cadenciosa, ella emergió del baño. Forzadme con vasos de vino, cercadme de manzanas que enferma estoy de amor.
Y en el mi lecho, en la oscuridad, busqué al que ama mi alma. Busquele y no le hallé. Pero, quién puede ver el alma, Irene. No éste que enredado ahora en ella, contra su costado, sobre su vientre, sobre su boca, dentro de su boca, ingenuamente creía amar su cuerpo. Cauteloso al principio, temerario más tarde, cuando verificó que la muchacha no era ni tan arisca ni tan inaccesible como se pintaba y que a todas luces venía bien adiestrada en estos juegos prenupciales y propiciatorios, el transitorio esposo estaba exhibiendo toda su pequeña sabiduría de joven macho saludable. Irene podía adivinar en el recorrido de esos dedos, en los sitios donde audaces se detenían, en la concienzuda labor de sus labios y de su lengua y de sus dientes, el aprendizaje minucioso, los delicados secretos que habría ido descubriendo en manuales alusivos o en alguna clandestina transmisión oral. Pero lo que el hirsuto no sospecharía jamás era la estólida mudez de las yemas de sus dedos, ni la silenciosa vibración de otros dedos que hacen nacer estrellas en la piel de una mujer, ni el secreto de ciertos contactos que pueden despertar a un cuerpo hasta en sus rincones más oscuros, como si un vino maligno y embriagador se fuera derramando en él lentamente. Oh, sí, ella le auguraba a este que ahora guiaba su mano hacia la enhiesta resultante de estos juegos un destino auspicioso de fornicación y eyaculaciones, y hasta le anunciaba que en el centro de la noche oiría aullar de placer a una ardorosa mujer en celo; pero sus manos no conseguirían hacer nacer el amor, sus peces evasivos, como a una loca estrella titilante. No importaba ahora, que no temiese el circunstancial esposo, la piel de Irene ya estaba estrellada. Lentamente, voluntariamente, su cuerpo iniciado se fue disponiendo al amor, y ella hizo nacer estremecimientos al mero contacto de estos dedos informados pero no sabios, como una maga que creara el fuego de la nada -porque el mago no estaba y era ella esta vez quien debía actuar toda la magia. Si le da el cuero, marquesa. Me da el cuero, conde, parece mentira pero ésta soy yo, la sacerdotisa, la que usted labró en arduas tardes de enderezarme el alma, yo, la estremecida ante estos contactos forasteros e inhábiles, pero estremecida al fin, abandonada a estos contactos, permitiendo -permitiéndome- que una bruma densa se vaya derramando dentro de mí, pero no en la cabeza, ah, ninguna bruma en la cabeza, que debe estar muy atenta. No perderse nada de este desconocido cuya espalda tensa ella acariciaba ahora con una irrespetuosidad y un dominio que nunca se habría permitido con otra espalda más autoritaria o más sensible a todo roce inoportuno, en la época en que ella oficiaba de alumna aventajada y todo lo que debía hacer era esperar que otras manos la doblegaran, la guiaran, y olvidar, olvidar.
Ya no habría olvido para Irene, nunca más la alumna aventajada, la adolescente corrompida que finge sorprenderse ante la voracidad del violador. Ahora, traicionera y sin culpa, había abierto los ojos y hasta le había dedicado una sonrisa irónica a la que, en el espejo del techo, protagonizaba una escena bastante ortodoxa debajo del audaz que, en este momento, oficiaba de lactante. Ignoraba la del espejo, dichosamente restringida a su exterioridad, a esta nítida misión de formar un conjunto grato a la vista con el circunstancial mamón, ciertos matices que la de abajo sí percibía, habituada como estaba a otra boca capaz de reinventar, en un acto similar, toda la impiedad del inocente hambriento que un día había sido, mientras la mano, adulta e implacable, buscaba entre los muslos de la postrada lo mismo que el hirsuto -con el solo afán de ganar terreno y no perderse una sola de las oportunidades que vientos favorables le ofrecían- estaba buscando ahora. Pero sin que pareciese captar el juego pecaminoso de esta simultaneidad, dejándola a Irene por primera vez solita con su alma, sintiéndose a la vez la nodriza y la violada que, con una ternura casi sin destinatario, enreda sus dedos entre el pelo espeso y crespo del desconocido mientras, sobreponiéndose a la ineptitud de unos dedos que ignoran la compleja rutina de su cuerpo, deja que el intruso haga lo suyo hasta que, lentamente, la respiración agitada y los latidos del corazón infiel -¿escuchará el intruso los latidos de mi corazón?- le estén indicando que todo va bien. Todo iba bien. El hirsuto había levantado la cabeza y la contemplaba con mirada turbia. Como quien recita una lección, murmuró: Muchacha, pechos de miel. Ella secretamente rió. En qué manual, muchacho hirsuto, en qué texto atento a la delicada sensibilidad femenina aprendiste lo oportuno de dejar deslizar alguna frase poética. Irene lo imaginó aterrado ante la palabra “poética” pero, prolijo al fin, repasando un pequeño repertorio: India, bella mezcla de diosa y pantera, Tú eres la crema de mi café, Salta, salta, salta, pequeña langosta, pero no te alejes mucho de la costa. No estaba mal, al fin y al cabo. Muchacha, pechos de miel, no llores más, quédate hasta el alba. Ella, la habituada al silencio ritual del amor, a la muda música de los cuerpos que se buscan en las tinieblas, sonrió sin embargo (con quién iba a compartir esta risa secreta), dando a entender que había recibido el impacto del poeta. Y tal vez un día fuera cierto. Tal vez un día este muchacho hirsuto repetiría la frase estudiada, pero captando hasta el centro de su alma -¿cómo sería esa alma?- la precaria belleza de las palabras, y una muchacha conmovida hasta las lágrimas por la ternura de este hombre poeta tan distinto de los otros iniciaría por amor este descenso que ahora Irene, inducida apenas por las manos del hirsuto, estaba cumpliendo. Este lento doblegarse, no exento de horror por sí misma, hasta que su boca alcanzara lo que arduos trabajos de amor habían levantado. Él le había dicho que no, que no hiciera eso. No de esta manera, no con la docilidad y el desamor con que ella lo estaba haciendo. Si un día yo no estoy (pero estaba, estaban los dos desnudos en la cama, exhaustos de amor, y emprendiendo él otra vez este otro trabajo de horadar el alma de Irene, de rastrear en ella los tesoros escondidos que la muchacha de veinte años a veces temía no tener, de obligarla a pensar en toda posibilidad por horrorosa que fuese, de imponerle una lucidez que Irene misma había deseado pero a la que, en este momento, junto al hombre desnudo que la protegía de todo mal, cobardemente se negaba), si un día yo no estoy, si alguna vez vos estás por primera vez con otro hombre (y ella en la oscuridad cerró los ojos y pensó, nunca, Alfredo, cómo podría), sabé que hay cosas que (y se interrumpió, ¿por ella o porque a él mismo le daban cierto temor sus propias palabras? Se rió, y todo pareció volverse menos grave, una mera conversación conjetural). En fin, que usted sabe demasiadas cosas, marquesa, que tiene malos hábitos. Y está bien. Está muy bien que sea así. Todo está permitido en el amor. Pero hay cosas que un hombre medio desconocido (y volvió a interrumpirse, como si la posibilidad que él mismo estaba señalando le desagradara. Pero ella, la alumna avanzada, la maligna conocedora había comprendido ahora lo que a él le estaba costando tanto trabajo decirle). Ya sé, ya sé (saltó), hay cosas que un tipo tiene que ganárselas. Que le cueste conseguir que una las haga, ¿no? Y se reía, orgullosa de comprender tan bien lo que él le estaba insinuando. ¿Pero había comprendido la imbécil, la que ahora derramaba absurdas lágrimas sobre las despreocupadas pelotas del hirsuto, todo el amor que encerraban las palabras de él? ¿Había comprendido ella el amor con que él, el iluso, el empecinado forjador de una Irene mucho mejor que esta puerca derramadora de lágrimas, el amor con que él la preparaba para la vida, aun al precio de perderla para siempre? Y sin embargo ella lo estaba desobedeciendo. Laboriosamente y a sabiendas. Porque lo que el hombre desnudo de esa noche no podía saber era que sus palabras no estaban dirigidas a la muchacha que, segura y alegre contra su costado, creía comprenderlo tan bien. El hombre no sabía que la que un día iba a abandonar su costado ya nunca más sería esa muchacha. Que de nada le valdría ahora fingir inexperiencia y candor porque si algo iba a salvarla, si algo algún día iba a redimirla de sus vacilaciones y de su cobardía y de su soberbia y de sus traiciones, era el tomar toda esa carga pavorosa sobre sí misma; aceptar sus años y lo que había aprendido en sus años y aun esta curiosa sabiduría diestramente comunicada a un desconocido que allá arriba, tendido, librado a sí mismo, ¿qué estaría pensando, en qué ignoradas ensoñaciones se estaría hundiendo mientras con lentitud, casi con ternura, le acariciaba la espalda? El otro, que había conocido a una muchacha ávida de saberlo todo, no podía concebir entonces a esta mujer experimentada, del mismo modo que ella, nunca hasta esta tarde y en este cuarto de hotel, había imaginado que el hombre que sabiamente había ido despertando su cuerpo a la embriaguez del amor y amorosamente había ido despertando su alma a la embriaguez del mundo debió ser algún día un adolescente temeroso, un ignorante tanteador del cuerpo de la muchacha inaugural, un hombre arrojado solo en el ancho mundo, que no conocía del mundo más que el fuego que vanamente, despiadadamente, ardía en su corazón.
Era así entonces, era esto lo que ella había venido a aprender a este espejado cuarto de hotel, esta soledad que la libraba a sí misma y que dejaría este acto, y todos sus actos, sin expiación. No era la mirona de ojos chiquitos, no, no era la pequeña Cecilia quien le venía a robar su exigua felicidad. No era esa que ahora empezaba a vivir sin saber aún que sus trampas y sus alegrías estaban tejiendo ya una red que nunca sería destramada quien le estaba quitando su lugar en el mundo. Era ella la que tal vez ya no podía entrar en la áurea burbuja de la irisada. Esa que en su tiempo dorado de correr bajo los árboles, una tarde de sol, deteniendo de golpe su desenfrenada carrera, escuchando los golpes descontrolados de su corazón, sintiendo debajo de la piel la vertiginosa borrachera del mundo, comprendió de golpe la maravilla de estar viva y dijo: Ésta soy yo sobre la tierra; el mundo existe porque yo lo siento, acá, parada sobre la tierra.
Y esa que un día había latido al ritmo del corazón del universo era la que ahora, como enajenada aún de sí misma, como si todavía no se animara a creer que la muchacha de los latidos era ella misma, y la infanta calculadora cara de luna era ella misma, y la engreída que a los diecisiete años rechazó por tediosa la leyenda del Príncipe Azul y quiso tenerlo a Don Juan, y la que perversamente se había divertido con las aventuras de Don Juan, y la que en silencio lo había amado, y la que muy temprano había reconocido que el mundo era algo más que este resplandor dorado que la aureolaba, que los hombres morían de indignidad y de miseria sin haber conocido este dorado resplandor, esta dicha de saberse existiendo sobre la tierra; ella, que a ningún conocimiento se había negado porque tenía la vanidad de creer que podía abarcar todo conocimiento, pero que era incapaz de llevar sobre sus hombros el mundo que había conocido, incapaz de ser en el mundo con toda su pesada carga, era la que ahora, rítmicamente, desesperadamente, hasta casi sentir arcadas, hundía su boca en la enhiesta carne desconocida, como si su propia boca no le perteneciera, como si su cabeza pudiera volar todavía hasta las elevadas cumbres, ignorando por completo lo que hacía su boca. Y no. Estaba a punto de darse cuenta de que no: ella no había venido a este espejado cuarto de hotel para eso. Ahora que manos extrañas la subían empezaba a darse cuenta de que el cuerpo que se incorporaba y caía por fin hasta quedar debajo del cuerpo desconocido era ella misma. Y ella misma, con toda su carga, ya no cabía en la áurea zona de la irisada. Asida a la espalda del desconocido empezó a disponerse, abandonada y rítmica, a la fugaz borrachera, al fugaz olvido del amor. Pero no era amor, no. Ella no se engañaba. En eso consistía esta prueba, este ritual iniciático en la penumbra. Este era un acto despojado de amor, un acto impío, debía recordarlo, debía repetirlo mientras su cuerpo, turbulento y pecaminoso, latía al ritmo del cuerpo desconocido, mientras su respiración se agitaba, mientras en algún rincón de su cerebro una adolescente altiva repetía: ¿éste es el destino que elegimos, el mundo que elegimos?, mientras una mujer asustada decía: No tengas miedo, Alfredo, soy yo, es mi maldito orgullo el que ha querido todo esto. ¿No supe a qué precio? Supe a qué precio. Y no me arrepiento.
Y aferrada a la espalda del desconocido, como quien se aferra feroz y definitivamente a la soledad, Irene se arqueó, se abandonó a la fugaz locura, al fugaz olvido. Hasta que su cuerpo blando y pesado fue despojado también de este cuerpo forastero, como si ocurriera un desgarramiento.
Ahí estaba la del techo, lánguida y trivial, junto al muchacho sudoroso.
– Sos toda una sorpresa -dijo el muchacho-. Una cosita genial.
De pronto la miró con real interés y le hizo una pregunta. Fue una pregunta tan vulgar, tan prosaicamente fisiológica, y la formuló con palabras tan extrañas, que Irene no supo si debía reír o llorar. La observaba con curiosidad. Le preguntó:
– ¿Vos también fuiste feliz?
E Irene miró a la del techo y pensó: He perdido el paraíso. Ya no tenía con quién compartir esta risita súbita; esta historia ya no se la podía contar a nadie. Soy tu par, pensó sin alegría. Y supo que ahora estaba tan sola como él estaba solo, que ya nadie vendría a abrigarla con su rara luz, que de estos descensos sin expiación tendría ella que hacer brotar un día su propia luz, que con esta madera tendría que encender fogatas y pasiones. Si le da el cuero, marquesa. Ella sonrió con cierto cansancio. Me dará el cuero, conde.
Entonces cerró los ojos. Y abandonando a la muchacha del cristal, llena de sí misma, reconcentrada en sí misma, cargando por primera vez sobre su cuerpo el pavoroso peso del mundo, caótica y única y desolada, dijo:
– Fui feliz.