Lo cual constituye una prueba de que el maestro tenía razón en el fondo y de que la naturaleza la había destinado a la pasión de la inteligencia y no a otras pasiones, más personales.
HENRY JAMES
La regla de tres es lo más difícil que hay en el mundo. Esta certeza y el nombre, austero, indescifrable, opaco a todo razonamiento, me dan pavor. Paso noches en blanco imaginando cómo será esa valla que me espera en tercer grado, la ciénaga en que fatalmente voy a hundirme. No concibo pesadilla más oscura que la de no comprender algo. Tengo seis años y todo proyecto de vida se me trunca en el día aciago. Tengo ocho años y ocurre. Sólo que no me doy cuenta. La señorita Julia ha escrito un problema en el pizarrón y está explicando algo. A mí la explicación me parece superflua (toda explicación me parece superflua, como si en el momento de recibirla supiera que el conocimiento ya estaba dentro de mí: la realidad me resulta una fuente de perpetuo aburrimiento) así que me distraigo. Después no me acordaré si he estado inventando una historia o concibiendo una teoría pero es casi lo mismo. A través de su trama casi perfecta se abre paso una expresión que destella con luz propia y me reinstala con brusquedad en el mundo real. Me basta un segundo para comprender lo que pasa. Eso que penumbrosamente he olfateado en la letanía de la señorita Julia y que mi cerebro utilizó mil veces como la forma más grosera y chata de razonamiento, eso tan trivial que hasta parece innecesario llamarlo de alguna manera, es lo que responde al augusto nombre de Regla de Tres. Todavía no he decidido que el verdadero misterio de las cosas lo encontraré en las palabras; lo que siento es una irremediable decepción. El mundo real no sólo es aburridísimo: decididamente no ofrece riesgos. Por fortuna me salvan las historias. Llenan casi todo mi pensamiento, no tienen fisuras y son complicadísimas, bien definidas hasta en sus mínimos detalles, siempre tramándose con otras y otras y otras sin que pueda quedar un solo cabo suelto, imperativo de alto riesgo porque puede suceder que alguna pieza no encaje y haya que modificar argumentos, trocar personajes, desplazar tiempos, tarea que me obliga a un esfuerzo terrible ya que debo pensar simultáneamente en el todo y en las partes. Es así que en un sentido estricto las historias nunca transcurren sino que son modificadas hasta la perfección. O ése es su verdadero transcurrir y entonces no se diferencian en casi nada de las teorías con que satisfactoria y exhaustivamente me explico el universo y sus componentes. Cuando todo encaja, cuando la trama o teoría es perfecta y yo -pieza infaltable y también en cierto modo perfecta: siempre un poco más alta, más huesuda, siempre un poco más rubia o más morena que el modelo original, siempre menos torpe y huraña- puedo desplazarme con entera libertad por una intriga o universo sin grietas (sensación que dura apenas unos segundos porque en seguida voy a ver una posibilidad más absoluta y tendré que efectuar nuevas modificaciones en cadena), entonces, en ese vulnerable instante de plenitud, arrastrada por el formidable empuje de mi imaginación, debo correr desenfrenada por el comedor de la casa de la calle Bulnes hasta que mis manos chocan con violencia contra la pared. Y acá estoy llegando a la raíz, escribiría. Como si mi energía cinética y el poder de mi cabeza marcharan por caminos alabeados. Un cerebro poderoso que me compelía a correr poderosamente. Algo que no correspondía. Algo que por fin se iba a parecer a la parálisis. ¿Qué esperaba en ese tiempo de mí? No puedo recordarme proyectándome en el mundo real, salvo por la negativa. Eso sí lo recuerdo, certero como una luz. Una imagen me provoca aún hoy repulsión. Señoras que hablan con Guirnalda en el camino al mercado. Yo, la nena de flequillo, colgada de su mano. Mejillas redondas y deseables que ellas pellizcan encantadas. Es esa redondez lo que detesto. Algo totalmente ajeno al mundo abrupto en que a cada paso corro peligro. En ese mundo soy angulosa y siento un profundo desprecio por estas fofedades que arrastran con resignación a sus hijos. Las observo con espanto. ¿Y yo voy a ser así?, me pregunto. Supongo un destino irrevocable que une a cada niña con su madre. Mi infierno personal es pegajoso y chirle. Entonces fulgura en mi cabeza la imagen de una mujer en deshabillé. Viene de los trasfondos de mi vida consciente. Borrosamente recuerdo que una tarde la fui a visitar con Guirnalda. ¿A qué fuimos?, ¿quién era esa mujer? No me importa. La imagen se me asocia con una palabra clandestina cuyo significado no entiendo del todo pero que me tienta. Amante. Las amantes reciben en deshabillé y escandalizan a las señoras como mi madre. Yo quiero ser esa mujer.
Cuaderno con espiral, pollera tableada, burbujas en su aureola, Irene sube al 26. Una viejita le sonríe con húmeda ternura. Ella derrama sobre la viejita lindos chorros de candor juvenil y piensa: esta retardada no sabe que voy a visitar a mi amante. Saborea hasta el carozo la palabra “amante” y apenas la descorazona -una melancólica bruma, una remota y conocida sensación de que otra vez se está haciendo trampa con las palabras- el hecho de que ella nunca ha esperado a nadie en deshabillé como la distante mujer deseada. Todo lo que viene haciendo desde hace meses es escuchar a este hombre a cuya puerta está llamando ahora, quien laboriosamente persiste en moverle el piso, en hacerle estallar la cabeza, en reducir a polvo su aurífero orgullo de niña superdotada que pudo conocer el Teorema de Tales o la teoría del Apoyo Mutuo sin haberse tomado el trabajo de leerlos -puro ludo (ha dicho él) o accidentes de la naturaleza, como ser ventrílocuo o culona, pero qué hacemos con esto, con las taras o preces que Dios nos dio, ¿qué estrella construiremos, qué caverna, qué piedra sobre piedra?, ah, ahí te quiero ver escopeta- y que de vez en cuando, ¿como parte de su formación?, la inicia en juegos que saludablemente van impresionando su mente perversa pero no todavía su cuerpo perverso, por la sencilla razón de que ese cuerpo se triza, se descuartiza, desaparece apenas es tocado. Ahora todavía no. Ahora que ella ha cerrado el cuaderno con espiral pero aún tiene puesta la pollera tableada, su cuerpo es todavía una cosa íntegra y gozadora, abierta a todos los desenfrenos. Ya han hablado sobre epifanías y electrolitos, y también sobre ese relato tan extraño que Irene ha escrito en el cuaderno, y ahora ella, con vanidad, ha sacado a relucir el recién incluido tema de los planos de clivaje.
Son terribles, ha dicho. ¿Cómo, terribles?, dice él, que lo desconoce todo sobre este asunto. Entonces ella habla de los cristales, del proceso lento y laborioso con que se elabora un cristal, de cómo los átomos desordenados y erráticos van buscando en el caos su lugar de mayor estabilidad y equilibrio hasta urdir una estructura destellante y perfecta. Por eso es casi imposible destruir un cristal, dice, y ni siquiera se inmuta porque los dedos de él vayan recorriendo, demorados, su oreja. Ni el más leve error de lógica revela el estremecimiento que ha puesto a danzar todas sus moléculas. Esta primera parte le sale a las mil maravillas. Sabe lo que debe hacer: no tocar, pero aceptar con discreción ser tocada, seguir explicando con minuciosa claridad, como si nada, que sin embargo hay zonas, planos, donde las uniones interatómicas no se consolidan, son débiles, y ésos son los pavorosos planos de clivaje, mientras yemas versadas acarician sus pezones por debajo de la blusa. Explicar todavía que es por esos planos que se puede quebrar el cristal, sólo permitiendo ahora que se deslice alguna ligera trabazón, cierta risita entre líneas, delicados indicios de que la inocente no era tan inocente, de que la niña sabia sólo se está haciendo la distraída, cosa de que el hombre que sin apuro desabrocha los botones de la blusa tenga prueba fehaciente -o suficiente a su agudo entendimiento- de que no se divierte solo, de que le ha tocado en suerte una digna compañera de juegos, y quizás hasta tenga la fortuna de sospechar estos ríos lentos que se han desatado en el cuerpo de ella, esta promesa de ebriedad que le sube desde las piernas y en cualquier momento estallará como un cántaro. Y sin embargo… El hombre que acaba de desvestirla (poniendo fin a la incontaminada etapa del puro futuro, del dejar hacer, a la familiar ceremonia de la virgen sorprendida), ese hombre que ya le habló de Kropotkine y de Weininger y le enseñó lo que significa la mala fe con tanta ferocidad que ahora Irene no puede pensar ni en la de flequillo sin sentir el tábano de su conciencia puerca, el que la hizo responsable de cada uno de sus sueños de grandeza y le devastó su pequeño y confortable pedestal de superdotada y la instaló sin piedad en el mundo, en la cama parece bastante desprolijo. Y nada clásico. Ha guiado firmemente la mano de ella hacia un sitio que Irene todavía considera violentamente despojado de él mismo y de su labia, pero no aclara nada. Irene se queda sola y desconcertada con su cuerpo, todavía soñando con una Pequeña Fuga del amor, con un crescendo armónico y sagrado que se expandirá con lujuria hacia el Paraíso. Sin embargo es una alumna aplicada. Apenas la mano mayor -como la de la maestra primera: eme-a, ma; eme-a, ma- indica el movimiento correcto, la mano pequeña, espartana y dócil, se aviene a repetirlo hasta el cansancio mientras su cabeza, ya distante y observando con espíritu crítico, trata de discernir si todo esto que ocurre es lo que debería ocurrir o si algún pase ignorado -que él, egoísta o distraído, ha omitido enseñarle- podría tornar estos contactos en algo sublime. Está tan alerta, tan preocupada por predecir el gesto que haría falta para configurar la obra perfecta, que su vida, el acto de vivir se suspende momentáneamente en ella, y cada instante queda colgado de sí mismo sin permitirle más que esto: placeres efímeros, lujuritas disonantes que no dejan huella. Su cuerpo ya no existe, no hay más que partes inconexas y altamente imperfectas que se piensan, se erizan, pretenden moldearse y embellecerse con cada contacto. No debe descuidarse, tiene que ejercer un control permanente sobre cada partícula. Si se deja llevar va a perder el hilo y otra vez se le esfumará la posibilidad de la gran fuga. Entretanto actúa con corrección. Estoica blande, lame, succiona. Tiene la impresión de que él allá arriba, sobre la almohada, debe estar sumido en algo que no la incluye. Pero, ¿qué significa esto de “él sobre la almohada”? ¿No es una especie de sinécdoque? ¿La vela por el barco? ¿El ala por el ave? ¿La espada por? ¿No será poco lícito considerar que este hombre es sólo su cabeza y no, verbigratia, la porción que ella metódicamente succiona? Sin embargo ésa es la sensación real. Que él la ha dejado sola, lejos de su protección, librada a su propia inexperiencia y luchando por no pensar en lo único que teme, navegando en la incertidumbre hasta que unas manos todavía casi abstractas la elevan con suavidad y ella y él -¿o sea las cabezas de ella y él?-, o sea las cabezas de ella y él así como otras partes afines de los cuerpos están de nuevo a la par, y tal vez ahora sea demasiado tarde para la ebriedad y la fuga, pero al menos esto empieza a parecerse a lo que ha leído en los libros y -pobremente- a lo que aún imagina en la autonomía de su cama, cuando una voracidad sin fondo la hace apretar una pierna contra la otra hasta sentirse morir. Entonces otra vez, como unas horas antes en el 26, ella puede hacerse trampa y, pecaminosa y corrupta, pensar: acá estoy con mi amante, fifando como loca. Aunque lo que en realidad está esperando es esto que viene ahora, esta parte final en la que otra vez conoce su papel, este particular momento de aflojamiento y de paz cuando él la acaricia casi con ternura y ella se permite acurrucarse y reposar la cabeza contra su pecho. Y hablar. De su infancia y de sus trampas y de su hosquedad de bicho raro y de cómo la alegría en ella es una fuerza arrolladora que de pronto la embebe y la obliga a correr bajo los árboles. De todo, menos de esto que otra vez, malignamente -como si la paz le estuviera vedada-, vuelve a cruzar por su cabeza. Las otras. Las otras son esbeltas y tetonas, saben hacer el amor como angélicas yeguas y no tienen cara redonda ni una madre que les prohíba pasar la noche fuera de su casa ni este miedo feroz a que él -que ya le ha hablado de una carta en el hueco de una pared, y de Besos brujos, y de novias que siempre se cuentan en pasado- esté omitiendo premeditadamente un tema. ¿Qué hace cuando no está con ella? ¿Y esas noches en que ebria o desolada lo llama a su casa y él no contesta? Estas maquinaciones la enloquecen de odio y de celos pero no lo confiesa. Ni se rinde. Ambiguamente, con su metro cincuenta y siete y su cara de luna, tiene la secreta determinación de ser la única. Aún no conoce el camino pero ya conoce los alcances de su voluntad. Una voluntad subterránea que la lleva a descartar lo superfluo y a elegir sólo aquello que la conducirá a su objetivo. Aunque en el trayecto se haga pedazos.
Mano de bronce, mayólicas, crochet. La entrada a la casa de Celia Argüello le resulta decepcionante. Alfredo le ha dicho que los cuadros de la Argüello parecen desprendimientos del infierno pero todas estas cortinitas, en fin, ya le preguntará cuando se vayan; ahora están entrando en una sala llena de gente. Algunos invitados que Irene no conoce parecen mirarlos, ¿quién será esta jovencita que acompaña a Etchart?, ¿no se los ha visto juntos con demasiada frecuencia en el último año? ¿No la trata él con desusado afecto? ¿No le estará haciendo pisar el palito? Vapores de oro y de luz entran con ella.
Una sonrisa de dientes blanquísimos la enfoca con burlona cortesía. Enrique Ram, a ése sí que lo conoce. Un cínico insoportable que fue el maestro de Alfredo, o el hombre a quien más admira, o algo por el estilo. Ahora cada vez más reaccionario (le ha explicado Alfredo) pero sabe un vagón de literatura, ya en el cuarenta y ocho daba cátedra sobre Finnegan’s Wake, imaginate. Irene se ha imaginado, algo espantosamente difícil, inconcebible saberlo en el cuarenta y ocho, con el tiempo averiguará qué es. ¿Acaso no es ése su modo de aprendizaje? Datos como piezas de un inacabable rompecabezas. Aprender es saber llenar huecos, no cualquiera. Un mes atrás, apenas Irene lo descubrió en el bar del Claridge, los dientes blanquísimos también le habían sonreído, el lobo con ganas de comerse a Caperucita se le cruzó a Irene, ¿quién era ella? Ella venía de parte de Alfredo Etchart que no había podido. La mirada de Ram la recorrió de arriba abajo, cara de nena, más carne de lo que parece con ese pullovercito, pensó Irene que el degenerado pensaba, seguro que ese hijo de puta de Etchart se la coje. Ella enloqueció de placer. Él hurgaba el libro que Irene llevaba bajo el brazo. Con tanto impudor como si me tocara una teta, le explicó más tarde a Alfredo. Pero, ¿qué encontró? El Doktor Faustus, ah, te sorprendiste, viejito, ella lo miraba muerta de risa y se sintió tan comestible que, sentada ante un pomelo con vodka, habló a sus anchas de Thomas Mann, de las zonas de clivaje, del fantasma que recorre Europa, de la voluntad ibseniana, y de otros tópicos interesantes del mundo contemporáneo (le dijo, divertidísima, a Alfredo), mientras verificaba gozosa que el lobo la seguía mirando con hambre.
Ahora también la mira; ya está junto a ellos, estrecha la mano de Alfredo. Irene, sonriente y mundana, inicia el gesto de extender su mano. Pero Ram hace algo inesperado. Toma esa mano y, con ademán lento y gentil, la lleva a los labios y la besa. Después, sin soltarla ni atenuar la sonrisa, dice:
– Dígame, Irene, usted que estudia física y parece tan marxista, ¿cómo concilia la dialéctica de la naturaleza con el Principio de Incertidumbre de Heisemberg?
La inteligencia trabaja con residuos y opera simultáneamente con varios sistemas de datos, escribiría después Irene. Pura sonrisa ante Ram, ella va rastreando con rapidez en su memoria informaciones apenas entrevistas mientras socarrona calcula que un literato como Ram debe haberse quedado entrampado en la palabra “incertidumbre” pero es fija que tiene un concepto vago y ligeramente erróneo de lo que es el Principio de Heisemberg -¡papita pa’ el loro!- y al mismo tiempo detecta la mala fe que hay en esa pregunta y en el tono. Con cierta insidia dice que si el electrón es un móvil, ¿no será justamente poco dialéctico fijarlo en un punto y en un instante dados? Con más insidia agrega que, de cualquier manera, no hay que preocuparse: la imposibilidad de determinar a la vez la velocidad y la posición de una partícula ¿niega acaso la lucha de clases? Y ahora una flor para el hombre que seguramente la admira a su costado.
– Y, por favor, suélteme la mano. Para hablar conmigo sobre estas cosas no hace falta que me toque.
Ahí está ella de cuerpo entero. Leal hasta los huesos al hombre que ahora ríe en silencio. Irene no necesita girar la cabeza para saberlo. El poder de divertirse en yunta, pero sobre todo cierta hermandad, o cierta implacable solidaridad, ya los une. Ram sin duda lo ha percibido porque su mirada carece ahora de toda condescendencia con Irene, la hace crecer de golpe hasta la edad y la experiencia de Alfredo. Ceremonioso, se da vuelta.
– ¿Vio, mi elefantito negro? -dice-. ¿Vio las cosas que saben las mujercitas de Etchart?
Irene apenas tiene tiempo de reparar en una mujer espléndida cuando la voz baja y amenazante de Alfredo la pone alerta.
– Yo no tengo mujercitas, Ram. Y habrá notado que Irene Lauson se tiene muy bien a sí misma.
Oír su nombre completo la sobresalta. Pero la mujer de ese nombre se yergue por encima de su altura real y piensa con soberbia: Nadie me tiene, yo me tengo a mí misma. Trata de que el pensamiento le guste. Desde la pared, la está mirando un hombre con la expresión de saber algo que le ha quitado para siempre la posibilidad de vivir, de realizar eso que las buenas gentes llaman vida.
– Usted me gusta, Etchart -dice Ram- Tan gallito, y en el fondo tan inocente. Qué fea impresión, esta niña que lo acompaña me quiere asesinar con los ojos. Chica fiel como ya no quedan, se ve. Pero cuidado, si algún día se le encocora le va a dar trabajo, querido.
– Mejor no se preocupe por mí, Ram.
– Por supuesto, muchacho, si ya sé que a usted le gusta tomarse ciertos trabajos. A mí no, qué quiere que le diga. A esta altura, prefiero que los placeres vengan a mí -ha tomado a la mujer del brazo y la exhibe como se exhibe a un animal de raza-. Mire qué hembra, Etchart ¿Le parece que necesita pensar?
Algo parece a punto de crujir.
– Alfredito -oye Irene-, qué suerte que viniste.
La mujer que ha ahuyentado las sombras y que ahora besa con efusión a Alfredo no pega en esta reunión. Petisita y gorda, desaliñada. Uno se la puede imaginar volviendo del mercado con una bolsa rebosante de achicoria. Irene quiere escabullirse pero la de la verdulería ya la está saludando con una sonrisa cargada de afecto. Aunque los ojos no tienen mucho que ver con esa sonrisa, piensa Irene y tiene dos revelaciones: ésa es Celia Argüello, la autora del regresado del infierno que la miró desde la pared. Y lo que hay en su sonrisa le está personalmente dedicado. Piedad. En la sonrisa de esa mujer hay piedad. Descubrirlo es como una bofetada: en esa piedad Irene puede ver, como en un espejo, algo que está en su propia cara y que la instala brutalmente en la cofradía de esa mujer: el desasosiego de quien tampoco va a encontrar su lugar en el mundo. Pero yo no quiero ser ella, piensa como si clamara. ¿O es que una mujer tiene que perder su cuerpo para ganar su alma?
Despiadada, retira toda desolación de sus ojos. Que Celia Argüello se quede sola con su desamparo. Busca a Alfredo con la mirada pero él no la ve: está diciéndole algo a Ram ahora. No me necesita, se le cruza a Irene, pero no se deja atrapar por el pensamiento. Saluda con mundanidad a un muchacho desgarbado que se le ha acercado con gran entusiasmo y a quien no recuerda en absoluto. El desgarbado, al parecer, está encantadísimo de volver a verla: ella le ha causado una gran impresión la primera vez. Le ofrece un vaso de vino que Irene acepta. Ella se bebe la mitad de un trago. No, no soy la mujer de Etchart, explica, y dice algo muy gracioso sobre el matrimonio que el desgarbado festeja moviendo la quijada. Él le vuelve a llenar el vaso y ella bebe. Física, sí, estudia física. Pero también escribo, inesperadamente dice y tiene la borrosa conciencia de que está bebiendo demasiado. En realidad odio la física, lo único que me importa es escribir. ¿Lo dijo realmente o lo pensó? Un disparate pero ya no puede volver atrás: lo dijo. Si no, ¿a qué vendrían las sandeces que está diciendo el desgarbado acerca de la conveniencia de escribir descalzo? Preferentemente en piso de tierra, sí, sí, claro, Irene mira a su alrededor como un náufrago. Ahí está Alfredo, hablando con Ram; no parece acordarse de ella. Las plantas de los pies se nutren de alguna cosa que actúa sobre el centro del lenguaje, dejar fluir la corriente y escribir sin pensar. Muy apropiado, sí, sí. Se lo ve un muchacho frutal, piensa, y la risa que eso le da la hace sentirse más sola. Sí, sí, le contesta distraída al desgarbado que acaba de revelarle algo sobre la marca de Caín que, al parecer, ella tiene en su frente. Sí, sí. Siente una ráfaga de miedo. Ni esposa, ni novia, ni amante oficial. Nada que le permita estar a los pies de Alfredo como la estatua está a los pies de Ram, el cuerpo formando una figura perfecta, ni una sombra en su cara que haga sospechar el fuego cruzado que está pasando sobre su cabeza, las pasiones en juego que Irene alcanza a entrever y que inesperadamente la hacen desviar la vista, como si se hallara ante una ceremonia vedada, o como si de pronto sintiera ¿celos?, esa agitación desusada en Alfredo, ese interés que ella nunca le notó ante otros interlocutores, ¿la hacían sentir celos? Pero, ¿qué quiere ella al fin y al cabo? Todo. Alalá. La estatua parece haber lanzado sobre Alfredo un relámpago de ¿odio? Fuera de eso, ninguna otra perturbación. Ni siquiera parece advertir la mano untuosa que le acaricia distraídamente una pierna. Irene desea ser esa cosa, ahí sentada. Poder quedarse junto a Alfredo, inmóvil de cuerpo y alma, ocupando un lugar en el mundo. Dejar de ser esto a la deriva que bebe vino y apenas escucha al desgarbado, quien en este momento señala su propia frente y le informa que él también tiene la marca. Veo, veo, dice Irene mirándole con cortesía la frente, para lo cual tiene que hacer un considerable esfuerzo por la miopía y porque el desgarbado le lleva como cuarenta centímetros. De reojo busca a Alfredo con la secreta esperanza de que él haya advertido esta situación absurda y comparta su diversión. No. Él observa inquisitivamente -como si corroborara o controlara algo que pende de una baba de araña- a la mujer de Ram que habla casi sin mover los labios, sin que se conmueva una línea de su nítida cara de madona renacentista. ¿Y Ram? Ram no está pero ahora regresa. Dice algo que provoca la risa de Alfredo y la tranquila mirada de la mujer. Alfredo bebe: está locuaz y parece divertirse. ¿Él no necesita testigos? No me necesita a mí, piensa Irene, como quien se flagela. Desvía la vista para que no se le llenen los ojos de lágrimas y se encuentra con Alicia en el País de las Maravillas. Incontaminada y radiante, en la florida fronda, vean las cosas que venía a pintar la Argüello. No me estás escuchando, dice el desgarbado. Es ese cuadro, perdoname, me tiene fascinada, dice Irene, contenta de haber encontrado un pretexto para alejarse. Se acerca con envidia desganada a la de las maravillas. Cabecitas de rata emergen voraces entre las flores. ¿Serpientes como ramas? Curioso. Alicia sonríe en el mejor de los mundos, parece venir de tardes apacibles bajo las glicinas y de labores de aguja junto a la ventana. Las ratas le acarician los zapatitos. Irene presiente un imán o un pozo. Un lugar hacia donde caer. Va a la mesa a servirse más vino. Hay que hacer algo con la propia locura, se le cruza fugazmente. Llena su vaso. Vuelve a mirar a Alicia: ve una marca en su frente.
– Estás tomando demasiado.
Una burbuja familiar la rodea, la protege de las inclemencias del mundo. Así que Alfredo la ha estado mirando al fin de cuentas, así que todo este tiempo estuvo preocupado por ella. Irene se da vuelta en el momento en que él, con naturalidad, levanta el vaso que ella acaba de llenar. Ella no se rebela; observa sin inquietud cómo él se bebe el vino de un trago. Aparta de mí este cáliz. Él. Él aparta de mí éste y todos los cálices.
– Es que estaba medio perdida -dice-. Cómo va eso.
– Viento en popa.
– ¿Lo estás matando?
Él parece sorprendido.
– ¿A Ram? -dice-. Si es el hombre más fascinante que conocí en mi vida. Una especie de humanista al revés. O un depredador genial. De esos tipos que uno a veces necesita para saber dónde está parado -seguramente advierte la cara de decepción de Irene. La mira serio-. Irene -dice-, hice algo imperdonable. Si no venía a contártelo enseguida, me volvía loco.
Irene se ilumina. Un sentimiento cálido la desborda. Así que son dos entonces, así que él tampoco existe sin ella. Esa pasión, esa infrecuente vitalidad que destella en los ojos punteados se habría derramado sin remedio si ella, la pequeña amiga y amante, no hubiera estado allí para escuchar lo que él tenía que decirle.
– Contame -dice la hambrienta.
– Esta noche voy a acostarme con la mujer de Ram. En una hora lo deja a él en Retiro, rumbo a Córdoba, y viene para mi casa.
¿Qué hacen las otras? ¿Gritan, arañan, arrancan cabelleras? ¿Dicen hacerme esto a mí que soy tu esposa, tu novia, tu amante? ¿Dicen te voy a matar, antes tendrás que pasar sobre mi cadáver, todo ha terminado entre nosotros? ¿Qué aceitado y ancestral mecanismo se echa a andar dentro de ellas? Porque también en Irene algo quiere soltarse, largar a batir el tam-tam de su alma, desatar redobles y bramidos. Pero una cosa más fuerte que su instinto -¿una curiosidad malsana e impiadosa?- contiene todo clamor. O tal vez, por un error de la naturaleza, su instinto consiste exactamente en esto: en saber que ahora hay que abrir grandes los ojos, con una expresión no exenta de admiración no exenta de terror no exento de alegría, y científicamente preguntar:
– ¿Cómo hiciste?
Para que él la mire deslumbrado y diga lo que ahora dice:
– Pero vos no te escandalizás nunca.
– Nunca -dice ella con altanera felicidad.
Ahora, mientras caminan abrazados bajo las frías estrellas y él le cuenta sus manejos de equilibrista que ella festeja, y momentáneamente cada uno amaina la soledad del otro, Irene descubre que ya no tiene miedo. La mirada de él está tan cargada de entendimiento como cuando hablaba con Ram. Y su alma de andariego puede descansar en Irene como no va a descansar en la que hoy comparta su cama. Por eso no le va a importar esta noche aullar de celos y de furia en la soledad de su pieza.