A veces la desnudez trae el pavor.
A veces el pavor no trae nada.
IRENE GRUSS
Un psicoanalista pelirrojo quiere conquistarla. Están en una especie de fiesta y, desde el rincón donde el psicoanalista la tiene acorralada, Irene puede notar cómo, en un silloncito cerca del jardín, Alfredo dirige a una mujer de aire teatral una de esas pláticas que ella llama de código doble: estar por ejemplo analizando con toda lucidez el papel de las brujas en Macbeth mientras el tono de la voz, algunas pausas, o hasta las ideas mismas -una escandalosa y ambigua teoría sobre la belleza del mal, digamos, o una hipótesis sobre la función subversiva de ciertas hechiceras- estallan como pequeñas descargas eróticas que van labrando el corazón de la destinataria y tenuemente la inducen a remodelar su proyecto de vida, a ordenarlo de acuerdo a un venidero gran amor. Lo curioso es que el psicoanalista parece gobernado por esta escena del silloncito, a la que sólo puede ver si tuerce un poco el cuello. Irene, en cambio, está tranquila. Ya conoce a la mujer teatral -que toma clases y ha actuado sin mayor lucimiento en dos o tres piezas- y ha captado sus pavoneos un mes atrás, cuando lo vio a Alfredo por primera vez: no la sorprende este primer acercamiento y hasta puede adivinar la manera en que terminará todo. Como en efecto terminó, escribiría, ya que era de esas mujeres que se limitan a ocupar un lugar en el espacio: quiero decir que venía y se plantaba y esperaba que un hombre se cayera desmayado simplemente por verla. Con frecuencia lo lograba, sólo que ella se aburría con los hombres que se caían desmayados. Y Alfredo se aburría con ella. Pero eso, claro, ocurrió después. Durante la fiesta del silloncito y en el tiempo que siguió, él puso verdadera pasión en desmoronarle uno a uno sus espamentos de Sarah Bernhardt. Y poco a poco la hizo pedazos. Porque no se puede decir que la futura actriz no sufriera. Debía sufrir, sí, como cualquier hija de vecino, y seguro que a veces quería darse de cabeza contra las paredes o emprenderla a las brutas piñas con cualquiera que pretendiese hacerle daño, sólo que la aquejaba la manía de usar todo lo suyo, hasta sus deficiencias, como un ornamento. Decía, por ejemplo, “soy de envidiosa”, y se quedaba mirando a lo Theda Bara como si creyese que esa declaración le agregaba un atractivo inédito. Pero Alfredo, durante meses, estuvo convencido de que podía hacer de ella una actriz de verdad, o una estafadora de verdad, o una formidable hembra de verdad, o cualquier cosa que fuera verdadera y bella -¿fe en la humanidad o fe en sí mismo?-. Lo cierto es que después de desteñirla y cimbronearla y abrirle las costuras y volverla del revés y deslavazarla y enfurtirla consiguió que la futura actriz desdeñara a un novio que tenía, un alto flaco con pinta de desnutrido, de esos que se mecen al compás de la música poniendo ojos de tarados y dan la falsa impresión de ser muy espirituales simplemente porque no tienen nada de carnales. Así que la futura actriz abandonó al flaco espiritual y -arrastrada por la idea ajena de que o se es una gran actriz o no vale la pena subir a un escenario- abandonó para siempre el teatro. Pero no consiguió abandonarse a sí misma. Siguió creyendo que todo lo que ocurría, aun el tedio final de Alfredo y las peleas cada vez más frecuentes, eran parte de una trágica y vistosa puesta en escena en la que el hombre de genio y la actriz tansublimecomopararrenunciarasuarte se aman pero no se soportan. Evocaba a Ligados, de O’Neill, evocaba a la mujer de Nijinsky, y se sentía cada vez más grandiosa. Dos años después de la ruptura se casó con un joyero muy sensible y asistía a todos los estrenos con el corazón partido y con grandes sombreros que le daban un vago aire a la loca de Chaillot. Y para eso le dedicaste diecinueve meses de tu vida, le recriminaba Irene a Alfredo. Eso es lo que yo llamo tirarles margaritas a los chanchos.
El psicoanalista ha torcido otra vez el cuello; debe haber advertido en el silloncito algo que lo contraría porque vuelve a su lugar la cabeza con demasiada agitación. ¿La actitud de la futura actriz? Ella parece, toda entera, orientada hacia el hombre que tiene delante, como si la fiesta se le hubiese borrado. Tal vez el psicoanalista considera injusto que Alfredo ya haya conseguido este efecto en su interlocutora mientras que él, desde hace una hora y media, trata de producir en Irene alguna perturbación sin el menor resultado. Ya ha hablado de informática, de la falta de inteligencia de su ex mujer, de la revolución erótica en las sociedades desarrolladas, y ha lanzado sobre Irene algunas miradas lascivas. Ahora le ha llegado el turno a Don Juan. Él dice que el donjuanismo sólo se comprende del todo a la luz del mito de Narciso ya que, en el fondo, el problema de todo seductor consiste en que sólo se puede amar a sí mismo. Irene, mientras tanto, le mira las manos. Son algo regordetas y continuamente se frotan entre sí. Ella piensa que hay manos perturbadoras, manos que a la distancia comunican, casi mediante una sensación física, que saben tocar. Las manitos del psicoanalista carecen de esa cualidad. Irene las imagina sobre su cuerpo y se retuerce de repugnancia. El psicoanalista dice que esos seres tienen una permanente necesidad de utilizar a las mujeres como espejos, cuya única virtud sería la de potenciar la admiración que ellos sienten por sí mismos. Mira a Irene como si quisiera darle a entender que él ve en ella algo más que un espejo en cuyas quietas aguas se reflejaría. Si yo tuviera esa jeta tampoco buscaría reflejarme en ninguna parte, gilún, se le cruza a Irene como un rayo mortífero. En suma, dice el psicoanalista, los seductores son seres terriblemente desdichados ya que no pueden dar ni recibir amor. Irene, que acaba de recibir una rápida mirada de Alfredo, como quien dice “cuidado”, le contesta al psicoanalista que está equivocado. Tan redondamente equivocado, dice, que casi tiene razón. Porque hay seres a tal extremo dotados para esa descomedida y desamparada aventura que es el amor que, sin escapatoria, se condenan a la diversidad, o sea, a la soledad.
Es mi historia la que siempre estuvo vinculada con los espejos, se le cruza de soslayo, como una sombra evasiva. Soy yo y no Alfredo -que siempre ha emitido desbocadas y generosas señales sin retorno-, soy yo quien siempre ha necesitado ante sí, como un doble tranquilizante, una imagen cristalina de contornos nítidos. Y no porque me ame: porque me tengo recelo.
– Cualquier exceso es una enfermedad y tiene que ser tratada como tal -dice, muy enojado, el psicoanalista. Es probable que esté sospechando el intercambio de miradas; al menos tiene que haber percibido el gesto apaciguador con que Irene le ha respondido a Alfredo. Seguro que está pensando: pero este hijo de puta cómo se las arregla no sólo para conquistarse al minón ese que tiene al lado, también para que esta tarada, viendo lo que pasa y todo, le lance esas miraditas de complicidad en lugar de joderlo bien jodido.
– Yo creo que hay individuos que tienen la virtud de hacer algo excepcional con la tara que Dios les dio -dice Irene, con su mejor aire de inocencia.
– ¿Excepcional? -el psicoanalista está indignado-. ¿Producir en diversas mujeres la ilusión de amor es algo excepcional? Yo creo que es más bien una farsa, y lo único que indica es una vanidad patológica.
Y esto de tratar a toda costa de que yo lo vea a Alfredo como a un enfermo, cosa de reconocer en él, por contraste, la imagen de la estabilidad y la salud, ¿qué indica?, piensa Irene, decidida a hacer pedacitos al psicoanalista. Y dice que, a su juicio, en ciertos seductores, “y por supuesto no estoy hablando de meros mujeriegos”, aclara, “ni de esos fifadores de liquidación que ven a una mujer sola o en posible conflicto con su pareja y en seguida se dicen: qué presa fácil, a ésta me la puedo llevar sin vueltas a la catrera”, y mira incisiva al psicoanalista que se frota las manitos con frenesí; en ciertos seductores existe una exacerbación de la idea del amor, o casi diría (dice Irene, que se siente anormalmente locuaz) que existe en ellos la imposición ética de hacer que el amor emerja como una flor insólita. Y esta capacidad de conseguir que alguien se atreva a hacer lo que un momento antes creyó imposible, este poder de lograr que otro viva en ese momentáneo estado de gracia en que todos los sentidos y todos los sentimientos parecen tensarse y exaltarse, ¿no es acaso una forma de humanismo?
Claro que a veces el amor mata, se le atraviesa a Irene, quien ya empieza a alarmarse por la corriente de entendimiento que advierte en el silloncito. Se sacude el pelo con energía. Pero quién me quita lo bailado.
– ¿Humanismo? -dice el pelirrojo fuera de sí; en apariencia ya se ha olvidado de que estaba tratando de seducir a Irene; por el momento sólo quiere defenderse de una concepción que lo desconcierta-. No me parece muy humanista eso de utilizar ardides para conseguir sólo satisfacciones sexuales transitorias.
Irene dice que no le parece muy ecuánime eso de reducir la seducción, y sobre todo en esta época, al afán de conseguir una satisfacción sexual. Que a lo mejor también entra en el juego una casi permanente exaltación estética.
Una especie de estado poético, escribiría. Ya que hay mensajes secretos, códigos de belleza que están ahí, en suspenso, para que alguien los descubra. ¿Acaso no puede extrapolar? Adivinar en Alfredo lo que ella misma siente a veces: el desesperado impulso de atrapar, de apoderarse de algo que fatalmente estará siempre fuera de ella. Claro que no se confunde. Esto en principio tiene muy poco que ver con lo que suele llamarse “atracción sexual”. Aunque tal vez se lo pueda considerar dentro de una zona fronteriza, ¿dentro de un intervalo de indeterminación? Cerebral y razonadora, está sin embargo condenada a que su cuerpo de continuo traicione a su cabeza. Siente -y lo siente tácticamente- en la piel y también en zonas más privadas de su cuerpo todas las posibilidades del amor, desde las más sutiles hasta las más abyectas. Puede detectar la sensualidad de un hombre con sólo mirarlo, con sólo observar la manera en que tira la ceniza del cigarrillo o se afloja el nudo de la corbata. De ahí que no le cueste extrapolar, adivinar lo que un hombre puede ver en ciertas mujeres, o aun en ciertas nínfulas, una fuerza similar, el sexo como una fuerza, como una animalidad agazapada, más peligrosa cuanto más encubierta. Pero ciertas mujeres, escribiría, y sobre todo ciertas adolescentes, son algo así como la manifestación abstracta de la belleza. Y tal vez es un modo de la desesperación, la misma desesperación que yo siento ante todo lo bello que se escurre, lo que lleva a hombres como Alfredo a seducirlas, a acostarse finalmente con ellas, compelidos por una fugaz ilusión de pertenencia. ¿Creen poseerlas? Qué engañosas a veces ciertas palabras. Y otra vez puede extrapolar, imaginar el supremo esfuerzo mental por transformar una injerencia puramente física en la definitiva posesión de lo que es bello. Y la decepción después, cuando por fin la muchacha queda tendida a su costado, otra vez perfecta en sí misma, inalterable como una estatua, otra vez toda ella -cuerpo y alma- dentro de su propia piel, otra vez inexorablemente ajena.
Y tal vez ahí hay que buscar la razón (le explica al psicoanalista con una elocuencia que no está del todo desconectada de lo que ocurre en el silloncito) por la que ciertos hombres se lanzan con dedicación de artistas a algo mucho más complejo que “eso que vos, sin duda (le dice), debes considerar un vulgar levante”. Ya que no se resignan, escribiría, a ese final en que la muchacha, inquebrantable y bella, vuelve a ser el otro. Es necesario que ella participe, que cada partícula de su cuerpo y de su cerebro sepa lo que está haciendo, que se sienta pecadora y culpable y, al mismo tiempo, ame su pecado y su culpa. Sólo entonces, en el conocimiento supremo está el supremo placer, la materialización del espejismo.
– Permiso -dice intempestiva en mitad de su discurso, y se pone de pie porque acaba de advertir que Alfredo, parado a pocos metros, le está haciendo una seña desde atrás del psicoanalista. El psicoanalista se ha dado vuelta y ha lanzado sobre Alfredo una rápida mirada de repulsión. Irene siente en la espalda que también a ella la debe estar mirando ahora. Como si la transformara en otro caso, como si inapelablemente la ubicara del lado de los enfermos. Y quién te dice. Tal vez esto sea el resultado de las secretas ensoñaciones del viajante o de los delirios de grandeza de Guirnalda o de algún gen sedicioso que le desbarató el prolijo futuro augurado por las hadas, serás sagaz, alegre, sana, de pensamiento ordenado e imaginación despierta, pero. ¿Pero quién me quita lo bailado?, vuelve a pensar mientras, lo más campante, se acerca a su destino.
– Te aviso que este colorado no me gusta nada -le larga de sopetón Alfredo.
Y a mí esta futura actriz tampoco, se le cruza a Irene, pero no lo dice porque este tipo de simetrías no entra en las reglas del juego.
– A mí tampoco -dice en cambio-, pero no me cortes la inspiración porque estamos manteniendo una charla de lo más apasionante sobre el donjuanismo y esas cosas.
– ¿Donjuanismo? -Alfredo se ha puesto en guardia-. Ese hijo de puta lo que quiere es…
– Ya sé lo que quiere -lo interrumpe Irene-, pero le va a resultar bastante difícil conseguirlo. ¿Y a vos cómo te va con Sarah Bernhardt?
– No me vas a creer -dice Alfredo-, cuando habla en serio no es lo que parece. Vieras todo lo que sabe sobre las brujas de Macbeth.
Irene se ríe. Piensa que él tiene un sentido demasiado estético de la vida, lo que más de una vez lo lleva a ensartarse, a olvidar que no toda mujer es seducible. O a ignorar que, como ella un día iba a pensar en un colectivo, las mujeres a veces no pueden con su genio.
Y que nadie (escribiría), que nadie, hombre o mujer, sea tan imbécil como para creer que esa convergencia de los sentidos y de los sentimientos que consigue un gran amor, que esa elevación o descenso a todas las posibilidades del placer, a todas las transgresiones del cuerpo y del alma, impiden pensar o, para usar una palabra más osada, impiden la irrupción del genio. Sólo sumergiéndose hasta el fondo en su propia condición de pecadora, solitaria, abandonada, puta, soberbia, sometida, perversa, manejadora, esclava del hombre, esclava de sí misma, rebelde sin causa, sólo hundiéndose hasta el fondo en su propia condición para hacerla florecer como a una especie deslumbrante y desconocida, sólo dándole forma a esta nueva especie con pasión, con odio, con infinito amor e infinita paciencia, una mujer hará surgir esa libertad extrema, esa locura de la imaginación y del pensamiento que tal vez un día será su propio genio. Y bien. A veces pienso que entre tanta cama y tanta palabra alada la verdadera misión que quijotescamente se ha encomendado Alfredo es la de despertar esa rara avis, eso que aún duerme o se despereza debajo de tanto sueño adolescente. No sólo es posible con las mujeres, claro.
Un muchachito frágil, aún sin forma, también puede ser moldeado, impulsado a hacer estallar la singular fuerza oculta que atesora, pero ¿en todas sus posibilidades? Queda una zona en la que a Alfredo sólo le resta la transmisión oral, aséptica, y el consuelo de conformar su… ¿cerebro? Tal vez un hombre habría elegido sin empacho la palabra “alma” pero yo, cuando traté de despojar a esa vagarosa entidad de eso moldeable, de eso susceptible de resplandecer o heder que es mi cuerpo, me di cuenta de que no me quedaba nada. O apenas una abstracción, algo aprendido en los libros y en las palabras de los hombres sabios, pero que no alcanzaba a expresar esto que soy yo, esto que es mi incomunicable experiencia personal cuando pronuncio la palabra “alma”.
Y bien: en los muchachitos una parte de ese yo es indómita, opaca a la educación, destinada a librarse al azar. Sin contar con lo efímera que es en los hombres su condición de educables. En seguida crecen, se vuelven definitivos, cristalinos. En cambio ciertas mujeres, las eternas educandas, son susceptibles de cambio a cualquier edad. El tiempo les deja rastros, sutilmente las modifica, pero algo en ellas permanece en perpetua conformación, algo que les permite renacer. ¿Cierta capacidad de deslumbramiento, tal vez? ¿Cierta avidez de aventura, de libertad, cierto atávico presentimiento de que hay una posibilidad de vivir nunca realizada? Algo que aún espera al hacedor, al dueño de los relámpagos, para brillar en todo su esplendor. ¿Ignoraban sus alegres hermanas que el relámpago tal vez está latente dentro de ellas? Lo cierto es que ahí es donde entraba a tallar nuestro quijotesco, el persistente despertador de relámpagos ajenos. Aunque hay que reconocer que él a veces se llevaba ciertos chascos por razones que no estaba dispuesto a reconocer hasta que se daba de boca con la más prosaica realidad pero que Irene conocía desde el vamos: no toda mujer pertenece a la especie de las educandas. De algunas, ni siquiera se puede afirmar que envejecen. Más bien se van corrompiendo, pierden la forma y el perfume, como una fruta que se pudre. Y con ésas no hay nada que hacer.
De ahí la risa de Irene, quien lo mira ligeramente sobradora, y dice:
– Así que nos ha llegado el tiempo de las brujas.
Alfredo sacude la cabeza, dubitativo.
– Para bruja le falta bastante -dice-, aunque ella piense lo contrario. Como opinaría la inefable Guirnalda, esta chica está creída.
– Supongo, sí. Y supongo que vos ya estarás decidido a sacarle questo vizio.
– Por esa parte ando -dice Alfredo-. Eso es lo que te quería avisar. Como te podrás imaginar, a esta altura de los acontecimientos la voy a tener que acompañar a su casa.
– ¿Y me venís a pedir permiso? -dice Irene. Su tono ha virado apenas hacia el mar humor.
– No. Lo que te quería decir es que, cuando tengas ganas de irte, me avises así bajo con vos para que tomes un taxi.
– Gracias por la gentileza -dice Irene, llena de indignación-. Sé tomarme un taxi por mis propios medios, si no te parece mal.
– No seas tarada -dice Alfredo-. ¿No te das cuenta de que así el colorado ése va a hacer cualquier cosa para acompañarte?
También sé sacarme a cualquier colorado de encima, si se me da la real gana, está por decir Irene. Pero una gorda tierna y gorjeante se ha acercado de golpe y ha zampado un efusivo beso en la mejilla de Alfredo.
Irene entonces pega media vuelta y se va.
Mientras se sienta, el psicoanalista la observa con cierto aire inquisidor. Algo debe haber percibido porque, sin el menor tacto, pregunta:
– Cómo te sentís.
Irene experimenta el compulsivo deseo de darle una patada en los huevos.
– En el mejor de los mundos -dice. Sabe que el tono es inadecuado pero ya no le importa.
El psicoanalista no puede ocultar cierta refulgencia de satisfacción.
– Estaba pensando en lo que me dijiste -dice-. Tal vez tu opinión sobre los seductores responde a una idea, cómo decirte, demasiado artística de la realidad.
– Por supuesto -dice Irene con tanta determinación que el psicoanalista se sobresalta-. Ya se sabe que además, en todo levante -toma un trago de whisky-, en todo levante de una mujer deseable, claro, está pesando también el más común y corriente espíritu competitivo. Algo así como decirles a los otros: chupate esta mandarina. Y las ganas de cojer, ya sé, no me lo digas. Las más vulgares y silvestres ganas de cojerse a una mujer equis -traga aire; lo suelta-. Así de compleja es el alma humana.
El psicoanalista parece un poco sorprendido por este giro inesperado de la conversación. No es tonto, pero sin duda es grosero, porque sin más preámbulos pregunta:
– ¿Cuál es exactamente el vínculo que te une a Etchart?
Irene levanta la guardia.
Cómo explicarle, de cualquier modo. Esta especie de risa que a veces les agarra y que tal vez es el verdadero altar donde se consumó este matrimonio -más sagrado, escribiría, que los que se consagran entre luminarias y flores diurnas-, algo que los acerca el uno al otro, que los hace refugiarse el uno en el otro para no morirse de pena. Ya que no hay mayor tristeza, escribiría, que la de reírse solo. El dolor se alimenta de la soledad, se solaza y se revuelca en la soledad, pero sabe que, a su debido tiempo, siempre contará con un público sensible. La risa, en cambio, esa risa súbita que a veces te ataca, como si percibieras ciertas conexiones sutiles que rearman caprichosamente el espectáculo del mundo, esa risa que te arroja fuera del refugio familiar y te distancia sin piedad de la buena gente, esa risa te condena a una soledad sin escenografía.
Entonces ellos se buscan y se abrazan en la noche, como los dos niños huérfanos perdidos en el bosque. Irene recuerda una mañana de invierno, luego de una noche sin dormir, aureolados por esa clarividencia o esa visión fantasmagórica del mundo que da una noche sin dormir, caminando los dos por Rivadavia, cerca de Congreso. Alfredo le señala a una pareja. No le dice nada, sólo los señala, pero a Irene le da un ataque de risa. No es que sean feos o, al menos, no es que sean sólo feos: hay algo en el conjunto de los dos que los vuelve particularmente cómicos, como si un artista corrosivo los hubiera combinado de esta forma para comunicar vaya a saber qué sobre la especie humana. Irene y Alfredo se apoyan uno en el otro para reírse con más comodidad. Y eso es sólo el principio. Porque de pronto Irene le señala a un petisito y Alfredo tiene que taparse la boca para no estallar en una guaranga carcajada. Después mira a su alrededor y, sin parar de reírse, dice: “Pero si son todos así, fíjate”. Irene observa, agarrándose la panza de risa. “Es cierto, es cierto”, dice extasiada. Hay algo irresistible en la gente esta mañana. Como si se hubieran confabulado, como si alguien los hubiera acomodado con sumo cuidado para esta visión movediza y extravagante. Pero lo curioso no es esa impresión. A ella le ha pasado estando sola. Sobre todo en los colectivos. Ha subido a un colectivo, ha observado a esta nueva confraternidad que temporariamente la incluye, y la extrañeza o el horror han sido tales que al fin se ha tenido que poner a mirar por la ventanilla para no gritar. No, lo curioso esta vez es que les está pasando a los dos, que los dos están viendo el mundo con la misma despiadada lente. “Fijate esa rubia”, dice Alfredo, y los ojos se le llenan de lágrimas, de la risa. Ciertas parejas, sobre todo, el efecto conjunto que producen. “Mirá, mirá esos dos.” Irene estira el brazo y Alfredo se dobla, tiene que detenerse en medio de la calle porque se ha doblado en dos de la risa. “El viejo ése.” A Irene le duele el estómago. Como si la calle entera estuviera en la conspiración. Avanzan con sus pasos cortitos, con su aire solemne, con sus culos descomunales, y los contemplan a ellos dos con cierta incredulidad, y tal vez con cierta contenida risa porque deben ser un espectáculo bastante cómico, así detenidos en medio de la calle, pálidos y ojerosos y desgreñados, apoyándose el uno en el otro porque la risa los debilita, los dobla, los hace caer.
– A veces nos entendemos -dice lacónicamente Irene.
Sin proponérselo, mira hacia el silloncito. Alfredo y la futura actriz ya no están allí. Mejor. ¿Tal vez en el jardín? No importa; es un buen momento para irse. Se lo dice al psicoanalista y se pone de pie.
El psicoanalista también se pone de pie. Dice que quiere acompañarla, dice que se ha dado perfecta cuenta de que algo la molestó, dice que cuándo van a volver a verse. Irene rechaza todo con experta ambigüedad. Nota, mientras vuelve con la cartera, que el psicoanalista parece realmente preocupado. Paciencia. Ella no puede hacerse cargo de esa preocupación. En el ascensor se pregunta, como otras veces, qué habría pasado si el psicoanalista no le hubiera causado tanta repulsión. En cambio deja de lado otro interrogante que maléficamente se le cruza: ¿Había alguna posibilidad de que este hombre no me causase repulsión? El aire de la calle la hace estremecerse. Se sabe contradictoria y eso a veces le da miedo. ¿Cómo arreglárselas para resistir a tantas verdades opuestas como conviven dentro de ella? ¿Y para qué sirve todo esto?
Un sentimiento ambiguo de desolación la va invadiendo en el taxi. Irene no le hace resistencia. Sabe que también es efecto del whisky y de lo mucho que ha hablado. Se reclina en el asiento y hasta disfruta de este mareo leve, de esta apacible inconsistencia. Cierra los ojos. Sabe que Alfredo la va a llamar mañana, un poco enojado y un poco inquieto porque ella se fue sin avisarle. Sabe que hablarán, de la futura actriz y del psicoanalista y de los riesgos y placeres de la lucidez. Sabe que tal vez harán el amor o con disimulo se darán consuelo. Y respira más tranquila. El mundo se rearma, como partículas desconectadas que lentamente, inexorablemente, van encontrando su lugar en la armoniosa estructura de cristal.