15

Kurt Wallander siempre pensaría en los días posteriores como «el tiempo en que se confeccionó el mapa». Lo que Britta-Lena Bodén recordaba y una firma ilegible eran sus puntos de partida. Por fin había un libreto verosímil, y por fin encajaba la última palabra que Maria Lövgren pronunció. Además, tenía que incorporar el curioso nudo corredizo a su resumen. Luego dibujó el mapa. El mismo día que habló con Britta-Lena Bodén entre las cálidas dunas de Sandhammaren se fue a casa de Björk, lo hizo levantarse de la mesa y obtuvo una promesa inmediata de contar con Hanson y Martinson a jornada completa para participar en la investigación, que de nuevo tendría prioridad.

El miércoles 11 de julio se hizo una reconstrucción de los hechos en la sucursal del banco antes de que abriera por la mañana. Britta-Lena Bodén se sentó tras el mostrador, Hanson hizo el papel de Johannes Lövgren, y Martinson y Björk representaron el papel de los dos hombres que entraron a cambiar dólares. Kurt Wallander insistía con tozudez en que todo fuese exactamente como aquella vez, medio año antes. El preocupado director del banco accedió al final a que Britta-Lena Bodén entregase veintisiete mil coronas en billetes de diferentes valores a Hanson, que llevaba una vieja cartera que Ebba le había prestado.

Kurt Wallander se mantuvo aparte, observando la escena. Dos veces pidió que se repitiese después de que Britta-Lena Bodén recordase algún detalle que no encajaba del todo.

Kurt Wallander quiso proceder a la reconstrucción para despertar su memoria. Albergaba la esperanza de que algo nuevo asomara a la superficie en aquella memoria prodigiosa.

Después negó con la cabeza. Había dicho todo lo que recordaba. No tenía nada que añadir. Kurt Wallander le pidió que aplazase el viaje a Öland unos días más y la dejó a solas en una habitación, donde tuvo que mirar fotos de criminales extranjeros que por una u otra razón habían caído en las redes de la policía sueca.

Como esto tampoco dio resultado, la enviaron en avión a Norrköping para que observara el enorme archivo del Departamento de Inmigración. Tras dieciocho horas de estudiar intensamente un sinfín de fotografías volvió al aeropuerto de Sturup, donde el propio Kurt Wallander la recibió. El resultado era negativo.

El paso siguiente fue entrar en contacto con la Interpol. El libreto de la forma en que podía haber ocurrido el crimen se introdujo en las bases de datos, en las que después harían análisis comparativos en el cuartel general europeo. Pero aún no ocurría nada que cambiase la situación realmente. Mientras Britta-Lena Bodén sudaba sobre la inmensa cantidad de fotografías, Kurt Wallander mantuvo tres largos interrogatorios con el maestro deshollinador Arthur Lundin de Slimminge. Reconstruyeron los viajes entre Lenarp y Ystad, los cronometraron y volvieron a reconstruirlos. Kurt Wallander seguía dibujando su mapa. De vez en cuando visitaba al decaído y pálido Rydberg, que descansaba en su balcón, y juntos repasaban la investigación. Rydberg insistía en que no le molestaba ni se cansaba. Pero al despedirse, Wallander siempre se sentía culpable.

Anette Brolin regresó de sus vacaciones, que había pasado junto a su marido e hijos en una casa de verano en Grebbestad, en la costa oeste. La familia la acompañó hasta Ystad y Kurt Wallander adoptó un tono lo más formal posible cuando la llamó para hablarle de la brecha abierta en la moribunda investigación.

Después de aquella primera semana tan intensa, todo se detuvo.

Kurt Wallander miraba con desconsuelo su mapa. De nuevo estaban atascados.

– Tendremos que esperar -dijo Björk-. La masa de la Interpol suele fermentar lentamente.

Kurt Wallander acalló la protesta que despertaba en él lo forzado de aquella imagen.

Al mismo tiempo reconoció que Björk tenía razón.

Cuando Britta-Lena Bodén volvió de Öland para incorporarse de nuevo al trabajo en el banco, Kurt Wallander solicitó unos días libres para ella a la dirección del banco. Luego la llevó consigo a los campos de refugiados ubicados alrededor de Ystad. También hicieron una visita a los campos flotantes que se encontraban en el puerto petrolero de Malmö. Pero no reconocía ninguna cara en ningún sitio. Kurt Wallander consiguió que enviaran en avión a un dibujante desde Estocolmo.

Pese a un sinnúmero de intentos, Britta-Lena Bodén no conseguía que se produjera una cara aceptable.

Kurt Wallander empezaba a perder la esperanza. Björk le obligó a dejar a Martinson y contentarse con Hanson como el más próximo y único compañero en el trabajo de investigación.

El viernes 20 de julio, Kurt Wallander estaba a punto de darse por vencido.

Muy avanzada la noche, escribió un informe en el que propuso dejar la investigación en suspenso porque no había material concreto que les permitiera avanzar de manera decisiva.

Colocó los papeles en su escritorio y decidió pasárselos a Björk y a Anette Brolin el lunes por la mañana.

Pasó el sábado y el domingo en la isla de Bornholm. Hacía viento y llovía; además, se indigestó con algo que comió en el transbordador. La noche del domingo la pasó en cama. Tuvo que levantarse a intervalos a vomitar.

Al despertarse el lunes por la mañana se sintió mejor. De todos modos no sabía con certeza si debía o no quedarse en cama.

Finalmente se levantó y se marchó. Un poco después de las nueve estaba en su despacho. En el comedor había pastel porque era el cumpleaños de Ebba. Eran casi las diez cuando Kurt Wallander pudo por fin repasar su informe para Björk. Estaba a punto de levantarse para ir a entregarlo cuando sonó el teléfono.

Era Britta-Lena Bodén.

Su voz era como un susurro.

– Han vuelto. ¡Venid enseguida!

– ¿Ha vuelto quién? -preguntó Kurt Wallander.

– Los que cambiaron el dinero. ¿No lo entiendes?

En el pasillo chocó con Norén, que acababa de volver de un control de tráfico.

– ¡Ven conmigo! -gritó Kurt Wallander.

– ¿Qué coño pasa? -dijo Norén, que se estaba comiendo un bocadillo.

– No preguntes. ¡Ven!

Cuando llegaron al banco, Norén aún llevaba el bocadillo a medio comer en la mano. Kurt Wallander se saltó un semáforo en rojo y pasó por encima de la mediana de una avenida. Dejó el coche entre unos puestos de venta en la plaza del Ayuntamiento. Pero aun así llegaron tarde. Los hombres ya habían desaparecido. Britta-Lena Bodén estaba tan exaltada por volver a verlos que no se le ocurrió pedir a alguien que los siguiera.

En cambio sí se acordó de apretar el botón de la cámara de vigilancia.

Kurt Wallander estudió la firma del recibo. Seguía siendo ilegible. Pero era la misma firma. Tampoco esta vez había una dirección.

– Bien -dijo Kurt Wallander a Britta-Lena Bodén, que estaba temblando dentro de la oficina del director del banco-. ¿Qué dijiste al ir a telefonear?

– Que tenía que ir a buscar un sello.

– ¿Crees que esos dos hombres sospechaban algo?

Ella negó con la cabeza.

– Bien -dijo Kurt Wallander de nuevo-. Has hecho lo correcto.

– ¿Crees que los atraparéis ahora? -preguntó ella.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Esta vez sí.

La película de vídeo de la cámara del banco mostraba dos hombres que no ofrecían mucho aspecto de extranjeros. Uno tenía el pelo corto y rubio, el otro era calvo. En la jerga policial fueron bautizados enseguida como Lucia y el Calvo.

Britta-Lena Bodén escuchó varias muestras de idiomas y llegó a la conclusión de que los hombres habían intercambiado unas palabras en checo o en búlgaro. El billete de cincuenta dólares que habían cambiado se envió inmediatamente para su estudio técnico.

Björk los reunió a todos en su despacho.

– Después de medio año aparecen de nuevo -dijo Kurt Wallander-. ¿Por qué vuelven a la misma sucursal bancaria? Primero, porque viven por aquí cerca. Segundo, porque lograron un buen botín después de visitar el banco. Pero esta vez no tuvieron suerte. El hombre que estaba delante de ellos en la cola ingresó dinero, no lo retiró. Pero era un hombre mayor como Johannes Lövgren. Tal vez piensan que los hombres mayores con aspecto de granjeros siempre sacan grandes sumas de dinero.

– Checos -dijo Björk-. ¿O búlgaros?

– No necesariamente -contestó Kurt Wallander-. La chica pudo haberse equivocado. Pero puede encajar con la fisonomía.

Vieron la película de vídeo cuatro veces más, decidiendo qué imágenes copiarían y ampliarían.

– Hay que investigar a cada europeo del este que se encuentre en la ciudad y en los alrededores -dijo Björk-. Es desagradable y se interpretará como discriminación indebida. ¡Pero al diablo! En alguna parte tienen que estar, ¿verdad? Hablaré con los jefes de policía de Malmö y Kristianstad para ver qué quieren que hagamos en la provincia.

– Que todas las patrullas vean el vídeo -dijo Hanson-. Puede que aparezcan por las calles.

Kurt Wallander recordó la carnicería.

– Después de lo que hicieron en Lenarp, hay que considerarlos peligrosos -dijo.

– Si fueron ellos -señaló Björk-. Todavía no lo sabemos.

– Es verdad -reconoció Kurt Wallander-. Pero de igual manera…

– Ahora vamos a por todas -dijo Björk-. Kurt se encarga y delega según su propio criterio. Todo lo que no se tenga que hacer inmediatamente se deja aparte. Llamaré a la fiscal, así se pondrá contenta de que ocurra algo.

Pero nada ocurrió.

A pesar de los masivos despliegues policiales y de lo pequeña que es la ciudad, los dos hombres habían desaparecido. El martes y el miércoles transcurrieron sin resultado alguno. Los dos jefes de policía de la provincia dieron el visto bueno para reforzar la dotación policial en ambas regiones. Copiaron y distribuyeron la película de vídeo. Kurt Wallander dudó hasta el último momento en dar las fotos a la prensa o no. Temía que los hombres se hiciesen más invisibles si se los buscaba abiertamente. Pidió consejo a Rydberg, que no estaba de acuerdo con él.

– A los zorros hay que sacarlos de la madriguera -sentenció-. Espera un par de días. Pero luego suelta las fotos. Estuvo contemplando un largo rato las copias que le llevó Wallander.

– No existe lo que llamamos la cara del asesino -dijo-. Uno se imagina algo, un perfil, el tipo de pelo, la posición de los dientes. Pero nunca encaja.

El viento soplaba sin cesar en Escania aquel martes 24 de julio. Nubes rotas se perseguían sobre el cielo y las ráfagas de viento tenían la fuerza de una tormenta. Al amanecer, Kurt Wallander permaneció largo rato en la cama escuchando el viento antes de levantarse. Cuando se pesó en el cuarto de baño, vio que había perdido otro kilo. Eso le dio tanto ánimo que cuando aparcó en su sitio de la comisaría no notó el malestar que últimamente le había agobiado.

«Esta investigación se ha convertido en una cruz personal», pensó. «Atosigo a mis colaboradores, pero al final nos encontraremos otra vez ante un vacío.»

«Pero tienen que estar en alguna parte», pensó con ira al cerrar la puerta del coche. «En alguna parte, pero ¿dónde?»

En la recepción intercambió unas palabras con Ebba. Vio una anticuada caja de música al lado de la centralita.

– ¿Todavía existen estas cosas? -preguntó-. ¿De dónde la has sacado?

– La compré en un puesto de venta en la feria de Sjöbo -contestó ella-. A veces se pueden encontrar cosas interesantes entre todas las tonterías.

Kurt Wallander se marchó sonriendo. Pasó por los despachos de Hanson y Martinson y les pidió que fueran al suyo. Todavía no tenían ninguna pista del Calvo ni de Lucia.

– Dos días más -suplicó Kurt Wallander-. Si no conseguimos nada antes del jueves, convocaremos una rueda de prensa y soltaremos las fotos.

– Deberíamos haberlo hecho desde el principio -replicó Hanson.

Kurt Wallander no contestó.

Volvieron a examinar el mapa. A Martinson le tocaba continuar con la organización del repaso de diferentes cámpings, donde posiblemente podrían haberse escondido los dos hombres.

– Los albergues -sugirió Kurt Wallander-. Y todas las habitaciones particulares que se puedan alquilar durante el verano.

– Era más fácil antes -dijo Martinson-. La gente estaba quieta en verano. Ahora se mueven sin parar, coño.

Hanson seguiría investigando unas cuantas empresas de la construcción que eran conocidas por contratar trabajadores ilegales de diferentes países del este.

Kurt Wallander se metería entre los campos de fresas. No podía pasar por alto la posibilidad de que los dos hombres se escondiesen en alguno de los grandes cultivos de frutas. Pero el trabajo fue en vano.

Cuando volvieron a reunirse, avanzada la tarde, los informes eran negativos.

– Encontré un fontanero argelino -hizo el recuento Hanson-. Dos albañiles kurdos y un sinfín de trabajadores polacos. Me muero de ganas de escribirle unas líneas a Björk sobre eso. Si no hubiésemos tenido este maldito doble asesinato, podríamos haber hecho una limpieza en ese pantano. Ganan lo mismo que los jóvenes estudiantes que trabajan en verano. No tienen seguro. Si ocurre un accidente, los constructores dirán que no eran trabajadores de la empresa.

Martinson tampoco traía buenas noticias.

– Yo encontré un búlgaro calvo -dijo-. Con un poco de buena voluntad, podría haber sido el Calvo. Pero resultó ser médico en el hospital de Mariestad y podría presentar una coartada fácilmente.

El aire de la habitación era sofocante. Kurt Wallander se levantó y abrió la ventana.

De pronto recordó la caja de música de Ebba. Pese a que no había oído la melodía, todo el día había estado sonando en su subconsciente.

– Las ferias -dijo dándose la vuelta-. Deberíamos examinarlas. ¿Cuál es la próxima?

Tanto Hanson como Martinson sabían la respuesta.

La de Kivik.

– Comienza hoy -dijo Hanson-. Y acaba mañana.

– Entonces iré mañana -asintió Kurt Wallander.

– Es grande -objetó Hanson-. Deberías ir con alguien.

– Yo te acompañaré -se ofreció Martinson.

Hanson parecía contento por no tener que ir. Kurt Wallander pensó que posiblemente habría carreras de caballos el miércoles por la tarde.

Dieron por terminada la reunión y se despidieron. Kurt Wallander se quedó delante de su escritorio ordenando un montón de mensajes telefónicos. Los seleccionó para el día siguiente y se preparó para marchar. De pronto descubrió una nota que había caído al suelo. Se agachó y vio que había llamado el encargado de un campo de refugiados.

Marcó el número. Dejó pasar diez tonos y estaba a punto de colgar cuando alguien contestó.

– Soy Wallander, de la policía de Ystad. Busco a un tal Modin.

– Yo mismo.

– ¿Habías llamado?

– Creo que tengo algo importante que decir.

Kurt Wallander aguantó la respiración.

– Se trata de los dos hombres que estáis buscando. He vuelto hoy de mis vacaciones. Las fotografías distribuidas por la policía estaban en mi mesa. Reconozco a esos dos hombres. Estuvieron una temporada en este campo.

– Voy para allá -dijo Kurt Wallander-. Espérame en tu despacho hasta que llegue.

El campo de refugiados quedaba a las afueras de Skurup. Kurt Wallander tardó diecinueve minutos en llegar. Se trataba de una vieja casa parroquial y solamente se utilizaba cuando todos los demás campos estaban al completo.

El encargado, que se llamaba Modin, era bajo y debía de andar por los sesenta años. Esperaba en el patio cuando Kurt Wallander llegó derrapando con su coche.

– El campo está vacío ahora -dijo Modin-. Pero estamos esperando a unos cuantos rumanos la próxima semana.

Entraron en su pequeño despacho.

– Explícamelo desde el principio -pidió Kurt Wallander.

– Vivieron aquí entre diciembre del año pasado y mediados de febrero -dijo Modin hojeando unos papeles. Luego fueron transferidos a Malmö. A la Casa Celsius, para ser más exactos.

Modin señaló la fotografía del Calvo.

– Se llama Lothar Kraftzcyk. Es ciudadano checo y ha solicitado asilo político, ya que se considera perseguido por pertenecer a una minoría étnica en su país.

– ¿Existen las minorías étnicas en Checoslovaquia? -preguntó Kurt Wallander.

– Creo que se consideraba gitano.

– ¿Consideraba?

Modin se encogió de hombros.

– Yo no me lo creo. Los refugiados que saben que tienen pocos argumentos para quedarse en Suecia aprenden pronto que una manera excelente de mejorar sus posibilidades es decir que son gitanos. -Modin tomó la fotografía de Lucia en la mano-. Andreas Haas -continuó-. También checo. Sus razones para solicitar asilo no las conozco. Sus papeles se mandaron con él a la Casa Celsius.

– ¿Y estás seguro de que estas fotografías son de esos dos hombres?

– Sí, estoy seguro.

– Continúa -dijo Kurt Wallander-. Cuenta.

– ¿Contar qué?

– ¿Cómo eran? ¿Ocurrió algo fuera de lo normal durante el periodo que pasaron aquí? ¿Tenían mucho dinero? Todo lo que puedas recordar.

– He intentado recordar -contestó Modin-. Eran bastante solitarios. Piensa que la vida de un campo de refugiados es lo más agobiante que le puede ocurrir a una persona. Jugaban al ajedrez. Un día sí y otro también.

– ¿Tenían dinero?

– No que yo recuerde.

– ¿Cómo eran?

– Muy reservados. Pero no antipáticos.

– ¿Algo más?

Kurt Wallander notó que Modin dudaba.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó.

– Éste es un campo pequeño -respondió Modin-. Ni yo ni nadie duerme aquí por las noches. Algunos días también estábamos sin personal. Sin contar la cocinera que preparaba la comida. Solemos tener un coche aparcado aquí. Las llaves las guardamos en la oficina. Pero, a veces, cuando llegaba por las mañanas, tenía la sensación de que alguien había usado el coche. Como si hubiese entrado en la oficina, tomado las llaves y se hubiese marchado con el coche.

– ¿Y sospechas que fueron estos dos hombres?

Modin asintió con la cabeza.

– No sé por qué -comentó-. Es sólo una sensación.

Kurt Wallander pensó.

– Las noches -dijo-. Entonces no había nadie aquí. Y tampoco durante algunos días. ¿Cierto?

– Sí.

– El viernes 5 de enero -dijo Kurt Wallander-. Hace más de medio año. ¿Recuerdas si estabais sin personal durante el día?

Modin hojeó su calendario de mesa.

– Aquel día estuve en una reunión extraordinaria en Malmö -contestó-. Había tal cantidad de refugiados que tuvimos que encontrar unos campos provisionales.

Las piedras empezaban a arder bajo los pies de Kurt Wallander.

El mapa comenzaba a vivir. En aquel momento le estaba hablando.

– ¿O sea que no hubo nadie aquí durante el día?

– Sólo la cocinera. Pero la cocina está en la parte de atrás. Podría no haber notado si alguien hubiera usado el coche.

– ¿Ninguno de los refugiados se iba de la lengua?

– Los refugiados no se van de la lengua. Tienen miedo. También los unos de los otros.

Kurt Wallander se levantó. De pronto tenía prisa.

– Llama a tu colega de la Casa Celsius y dile que voy para allá -dijo-. Pero no le digas nada sobre estos dos hombres. Sólo asegúrate de que el encargado esté localizable.

Modin le miró.

– ¿Por qué quieres encontrarlos? -preguntó.

– Puede que hayan cometido un crimen. Un crimen grave.

– ¿El homicidio en Lenarp? ¿Es eso lo que quieres decir?

Kurt Wallander comprendió que no había ninguna razón para no contestar.

– Sí -respondió-. Creemos que fueron ellos.

Llegó a la Casa Celsius en el centro de Malmö poco después de las siete de la tarde. Aparcó en una calle próxima y se dirigió a la entrada principal, que estaba vigilada por un guardia de seguridad. Después de unos minutos, un hombre fue a buscarlo. Se llamaba Larson, había sido marinero y de él emanaba un olor a cerveza fácilmente identificable.

– Haas y Kraftzcyk -dijo Kurt Wallander cuando se hubieron sentado en el despacho de Larson-. Dos checos, solicitantes de asilo político.

La respuesta del hombre con aliento a cerveza llegó enseguida.

– Los jugadores de ajedrez -dijo-. Viven aquí.

«Ahora, coño», pensó Kurt Wallander. «Ahora sí.»

– ¿Están aquí en la casa?

– Sí -contestó Larson-. Es decir, no.

– ¿No?

– Viven aquí. Pero no están aquí.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que no están aquí.

– ¿Dónde coño están, pues?

– En realidad no lo sé.

– Pero viven aquí, ¿no?

– Han huido.

– ¿Huido?

– Es bastante frecuente que la gente huya de aquí.

– ¡Pero si han solicitado asilo político!

– Huyen de todos modos.

– ¿Qué hacéis entonces?

– Enviamos un informe, por supuesto.

– ¿Y qué pasa?

– En la mayoría de los casos, nada.

– ¿Nada? Personas que esperan saber si podrán quedarse o no en este país huyen, ¿y a nadie le importa?

– La policía tendrá que intentar encontrarlos.

– Eso no tiene sentido. ¿Cuándo desaparecieron?

– Se fueron a principios de mayo. Ambos sospecharían que se les iba a denegar la solicitud de asilo político.

– ¿Adónde pueden haberse marchado?

Larson abrió los brazos.

– Si tú supieras cuánta gente se encuentra en este país sin permiso de residencia -insinuó-. Los que quieras. Viven en casa de amigos, falsifican los papeles, se intercambian el nombre los unos con los otros, trabajan ilegalmente. Puedes vivir toda la vida en Suecia sin que nadie pregunte por ti. Nadie lo cree, pero es así.

Kurt Wallander se quedó sin habla.

– Eso es una locura -dijo-. Es una locura, coño.

– Estoy de acuerdo contigo. Pero es lo que hay.

Kurt Wallander gruñó.

– Necesito todos los documentos que tengas sobre estos dos hombres.

– No puedo entregarlos así como así.

Kurt Wallander explotó.

– Estos dos hombres han cometido un crimen -rugió-. Un doble asesinato.

– De todas formas no puedo entregarte los papeles.

Kurt Wallander se levantó.

– Mañana me entregarás los papeles. Aunque tenga que venir el mismísimo director general de la jefatura Nacional de Policía a buscarlos.

– Es lo que hay. Yo no puedo cambiar los reglamentos.

Kurt Wallander volvió a Ystad. A las nueve menos cuarto llamó a la puerta exterior de la casa de Björk. Rápidamente le explicó lo sucedido.

– Mañana anunciamos la búsqueda y captura -dijo.

Björk asintió con la cabeza.

– Convocaré una rueda de prensa para las dos -dijo-. Por la mañana tengo una reunión de cooperación con los jefes de policía. Pero haré que saquen esos papeles del campo.

Kurt Wallander se fue a casa de Rydberg. Estaba sentado en la penumbra de su balcón.

De pronto comprendió que Rydberg tenía dolores.

Rydberg, que parecía leer sus pensamientos, le confesó la verdad:

– Creo que no superaré esto. Quizá viva hasta Navidad, quizá no. -Kurt Wallander no supo qué decir-. Hay que aguantarse -añadió-. Pero mejor di por qué has venido.

Kurt Wallander se lo contó. Entreveía la cara de Rydberg en la penumbra.

Después se quedaron callados.

La noche era fresca. Pero Rydberg no parecía notarlo, vestido con su viejo albornoz, con las zapatillas en los pies.

– Tal vez hayan salido del país -dijo Kurt Wallander-. ¿Será posible que nunca los encontremos?

– En ese caso tendremos que vivir con ello, sabiendo que, pese a todo, conocemos la verdad -arguyó Rydberg-. La seguridad y la justicia no significan solamente que se castigue a las personas que hayan cometido crímenes. Igual de importante es que nunca nos demos por vencidos.

Rydberg se levantó con dificultad y fue a buscar una botella de coñac. Con la mano temblorosa llenó dos copas.

– Hay policías viejos que se mueren pensando en los viejos enigmas sin resolver -dijo-. Probablemente yo sea uno de ellos.

– ¿Nunca te has arrepentido de haberte hecho policía? -preguntó Kurt Wallander.

– Nunca. Ni un solo día.

Tomaban su coñac. Conversaban o se quedaban callados. Eran las doce cuando Kurt Wallander se levantó y se marchó. Prometió volver la noche siguiente. Al marcharse, Rydberg se quedó en la penumbra del balcón.

El miércoles 25 de julio por la mañana, Kurt Wallander hizo un repaso con Hanson y Martinson de lo sucedido después de la reunión del día anterior. Puesto que la rueda de prensa no estaba convocada hasta la tarde, decidieron hacer una visita a la feria de Kivik a pesar de todo. Hanson se encargó de escribir el mensaje para la prensa junto con Björk. Wallander calculó que él y Martinson habrían vuelto hacia las doce, como muy tarde.

Condujeron a través de Tomelilla y se quedaron atrapados en una larga caravana de coches al sur de Kivik. Torcieron y aparcaron en un erial, donde tuvieron que pagar veinte coronas al rapaz propietario.

En el momento en que llegaron a la zona de la feria que se alargaba hacia el mar empezó a llover. Sin saber por dónde empezar, observaron la enorme cantidad de puestos de venta y la muchedumbre. Entre el estruendo de los altavoces y los gritos de los jóvenes borrachos, fueron lanzados a un lado y otro por la multitud.

– Nos vemos en algún sitio por en medio -dijo Kurt Wallander.

– Deberíamos haber traído unos walkie-talkies por si pasa algo -dijo Martinson.

– No pasará nada -le tranquilizó Kurt Wallander-. Nos vemos dentro de una hora.

Vio a Martinson desaparecer entre la muchedumbre. Se subió el cuello de la chaqueta y empezó a caminar en la dirección contraria.

Después de una hora se encontraron de nuevo. Ambos estaban empapados e irritados por el gentío y los empujones.

– Ya está bien, qué coño -cortó Martinson-. Vamos a alguna parte a tomar un café.

Kurt Wallander señaló el tenderete de espectáculo que había delante de ellos.

– ¿Has entrado? -preguntó.

Martinson hizo una mueca.

– Había una montaña de grasa desnudándose -contestó-. El público rebuznaba como si fuese una reunión de salvación sexual. Qué porquería.

– Vamos al otro lado del tenderete -dijo Kurt Wallander-. Creo que hay algunos puestos de venta allí detrás. Luego nos iremos.

Avanzaron por el barro y se abrieron paso entre una caravana y los palos oxidados de una tienda.

Había unos pocos puestos de venta. Todos parecían iguales, lonas levantadas por palos de hierro pintados de rojo.

Kurt Wallander y Martinson descubrieron a los dos hombres al mismo tiempo.

Estaban en un puesto de venta lleno de chaquetas de cuero. En un letrero ponía el precio y Kurt Wallander tuvo tiempo de pensar que las chaquetas eran increíblemente baratas.

Detrás del mostrador se hallaban los dos hombres.

Miraron a los dos policías.

Kurt Wallander se dio cuenta demasiado tarde de que lo habían reconocido. Su cara aparecía muy a menudo en las fotos de los periódicos y por la televisión. La fisonomía del comisario Kurt Wallander había sido distribuida por todo el país.

Después todo ocurrió muy deprisa.

Uno de los hombres, al que habían puesto el nombre de Lucia, deslizó la mano por debajo de las chaquetas de cuero del mostrador y sacó un arma. Tanto Martinson como Wallander se echaron a un lado. Martinson se quedó liado con una de las cuerdas del tenderete del espectáculo, mientras que Wallander se golpeó la cabeza contra la parte trasera de una caravana. El hombre de detrás del mostrador disparó hacia Wallander. El tiro apenas se oyó, amortiguado por el ruido que salía de una tienda donde unos «jinetes de la muerte» daban vueltas en sus motos rugientes. La bala entró en la caravana, sólo a unos centímetros de la cabeza de Wallander, el cual vio al instante que Martinson tenía una pistola en la mano. Él estaba desarmado, pero Martinson sí llevaba su arma reglamentaria.

Martinson disparó. Kurt Wallander vio que Lucia se encogía y se llevaba una mano al hombro. El arma se le escapó de la mano y cayó fuera del mostrador. Soltando un rugido, Martinson se libró de las cuerdas de la tienda y se echó por encima del mostrador, directamente sobre el hombre herido. El mostrador se derrumbó y Martinson cayó entre un sinfín de chaquetas de cuero. Mientras tanto, Wallander corrió hasta hacerse con el arma que estaba en el barro. Al mismo tiempo vio que el Calvo huía y desaparecía entre la muchedumbre. Nadie parecía haberse dado cuenta del intercambio de disparos. Los vendedores de los puestos contiguos vieron asombrados a Martinson hacer su violento salto de tigre.

– ¡Sigue al otro! -gritó Martinson desde la pila de chaquetas-. Yo me encargo de éste.

Kurt Wallander corría pistola en mano. En alguna parte entre la muchedumbre se encontraba el Calvo. Personas asustadas se echaban a un lado al verlo correr frenéticamente, con la cara llena de barro y la pistola levantada. Pensaba que el Calvo se le había escapado, cuando de repente le vio otra vez, huyendo salvajemente sin consideración entre los visitantes de la feria. A una mujer anciana que se encontraba a su paso le propinó un golpe tan fuerte que la hizo tambalearse sobre un puesto de venta de pasteles típicos del sur. Kurt Wallander tropezó con el lío, volcó un puesto de caramelos y siguió corriendo tras él.

De pronto el hombre había desaparecido.

«Coño», pensó Kurt Wallander. «Coño.»

Luego lo descubrió de nuevo. Iba corriendo hacia el final de la zona de la feria, camino de las grandes dunas de la playa. Kurt Wallander corría detrás. Un par de guardias de seguridad iban corriendo hacia él, pero saltaron a un lado al verlo levantar el arma y gritar que se apartasen. Uno de los guardias cayó dentro de una tienda donde se servía cerveza, mientras que el otro tumbó un puesto de venta de candeleros artesanales.

Kurt Wallander corría. El corazón le latía como un pistón dentro del pecho.

De repente el hombre desapareció tras el empinado precipicio. Kurt Wallander estaba a unos treinta metros. Al llegar a la cima, tropezó y cayó ladera abajo. Perdió el arma que llevaba en la mano. Por un momento dudó si parar y buscar el arma. Luego vio al Calvo avanzar por la playa y empezó a correr tras él.

La persecución acabó cuando a ninguno de los dos le quedaban fuerzas. El Calvo se apoyaba contra un barco de remos pintado con brea negra, que estaba boca abajo en la playa. Kurt Wallander estaba a unos diez metros de distancia, le faltaba tanto el aire que creía que se iba a caer. Entonces vio que el Calvo sacaba un cuchillo y se le acercaba.

«Con ese cuchillo le cortó la nariz a Johannes Lövgren», pensó. «Con ese cuchillo le obligó a decir dónde había escondido el dinero.»

Miró a su alrededor, buscando algo que le sirviera para defenderse. Lo único que había era un remo roto.

El Calvo atacó con el cuchillo. Kurt Wallander lo paró con el pesado remo.

Cuando el hombre volvió a atacar, le golpeó. El remo le dio en la clavícula. Kurt Wallander oyó que se quebraba. El hombre tropezó, Kurt Wallander dejó caer el remo y le golpeó con el puño derecho en la barbilla. Sintió el dolor en los nudillos.

Pero el hombre se derrumbó.

Kurt Wallander se cayó en la arena mojada.

Poco después llegó Martinson corriendo.

La lluvia había empezado a caer copiosamente.

– Los tenemos -dijo Martinson.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Parece que sí.

Bajó hasta la orilla y se lavó la cara. A lo lejos veía un carguero que iba hacia el sur.

Pensó que le alegraba poder dar una buena noticia a Rydberg, en medio de su desdicha.

Dos días más tarde, el hombre llamado Andreas Haas confesó que ellos dos eran los autores de los homicidios. Confesó, pero echó toda la culpa al otro hombre. Cuando confrontaron a Lothar Kraftzcyk con la confesión, también se dio por vencido. Pero culpó de la violencia a Andreas Haas. Todo había sucedido tal y como Kurt Wallander había imaginado. Los dos hombres acudieron a varias sucursales bancarias para cambiar dinero e intentar elegir un cliente que sacase una gran suma. Siguieron al deshollinador Lundin cuando llevó a Johannes Lövgren a casa. Lo persiguieron a lo largo del camino del pantano, y dos noches más tarde volvieron en el coche del campo de refugiados.

– Le he estado dando vueltas a una cosa -reconoció Kurt Wallander, que llevaba el interrogatorio de Lothar Kraftzcyk-. ¿Por qué le disteis heno al caballo?

El hombre lo miró con asombro.

– El dinero estaba escondido en el heno -dijo-. A lo mejor le echamos heno al caballo mientras buscábamos la cartera.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Así de fácil era la solución al enigma del heno del caballo.

– Otra cosa más -añadió Kurt Wallander-. ¿El nudo corredizo?

No obtuvo respuesta. Ninguno de los dos hombres admitió haber sido quien cometiese aquella violencia tan absurda. Volvió a preguntar, pero no le contestaron nunca.

La policía checa, sin embargo, pudo informar de que tanto Haas como Kraftzcyk habían sido condenados por crímenes violentos en su país de origen.

Habían alquilado una casita casi en ruinas a las afueras de Höör después de dejar el campo de refugiados. Las chaquetas de cuero procedían de un robo a un mayorista de artículos de cuero de Tranås.

La vista del auto de detención acabó en un par de minutos.

A nadie le cabía la menor duda de que las pruebas serían suficientes para atribuirles el crimen, aunque los dos hombres seguían echándose la culpa el uno al otro.

Kurt Wallander estuvo en la sala del juzgado observando a los dos hombres que durante tanto tiempo había perseguido. Recordó aquella madrugada de enero, cuando acababa de entrar en la casa de Lenarp. Aunque el doble asesinato ya estaba resuelto y los criminales tendrían su castigo, sentía malestar. ¿Por qué habían puesto una cuerda alrededor del cuello de Maria Lövgren? ¿Por qué tanta violencia gratuita? Se estremeció. No tenía respuesta. Y eso le inquietaba.

Avanzada la tarde del 4 de agosto, Kurt Wallander tomó una botella de whisky y se fue a casa de Rydberg. Al día siguiente, Anette Brolin lo acompañaría a visitar a su padre.

Kurt Wallander pensaba en la pregunta que le había hecho.

Si se podría imaginar separarse por él.

Naturalmente, había dicho que no.

Pero él sabía que la pregunta no la había molestado. Mientras conducía hacia la casa de Rydberg, escuchaba a Maria Callas en su radiocasete. Tendría libre la semana siguiente en compensación por tantas horas extras. Iría a Lund a visitar a Herman Mboya, que había vuelto de Kenia. El resto del tiempo lo dedicaría a pintar su piso.

Tal vez también se daría el gusto de comprar un nuevo equipo de música.

Aparcó el coche delante de la casa de Rydberg.

Una luna amarilla se asomaba por encima de su cabeza. Notaba que se acercaba el otoño.

Rydberg estaba sentado en la penumbra del balcón, como de costumbre.

Kurt Wallander llenó dos copas con whisky.

– ¿Recuerdas cuando nos preocupábamos tanto por lo que había susurrado Maria Lövgren? -preguntó Rydberg-. ¿Que teníamos que buscar a unos extranjeros? Y cuando apareció Erik Magnuson en escena, era el asesino más deseado. Pero no era él. Ahora hemos atrapado a unos extranjeros de todos modos. Y entre tanto un pobre somalí murió en vano.

– Tú lo supiste todo el tiempo -dijo Kurt Wallander-. ¿No es así? ¿Estuviste siempre seguro de que eran extranjeros?

– Saberlo, no lo sabía -replicó Rydberg-. Pero sí que lo pensaba.

Lentamente hablaron de la investigación, como si ya fuese un recuerdo lejano.

– Nos equivocamos muchas veces -comentó Kurt Wallander en tono pensativo-. Yo me equivoqué muchas veces.

– Eres un buen policía -dijo Rydberg con convicción-. Tal vez nunca te lo haya dicho. Pero pienso que como policía eres muy bueno.

– Me equivoqué demasiado.

– Tú perseverabas -añadió Rydberg-. Nunca te dabas por vencido. Querías atrapar a los que cometieron los homicidios de Lenarp. Eso es lo importante.

Poco a poco se iba acabando la conversación.

«Estoy con un hombre moribundo», pensó Kurt Wallander lleno de confusión. «Creo que no he entendido que Rydberg, de hecho, se está muriendo.»

Recordó aquella vez, cuando era joven, en que le dieron un navajazo.

También pensó que hacía poco menos de medio año había conducido en estado de embriaguez. En realidad debería ser un policía destituido.

«¿Por qué no se lo explico a Rydberg?», pensó. «¿Por qué no se lo cuento? ¿O ya lo sabe?»

El conjuro pasó por su cabeza.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

– ¿Qué tal te va? -preguntó con cautela.

La cara de Rydberg no era visible en la oscuridad.

– Ahora mismo no tengo dolores -contestó-. Pero mañana volverán. O pasado mañana.

Eran casi las dos de la madrugada cuando Kurt Wallander dejó a Rydberg, quien insistió en quedarse sentado en el balcón.

Dejó el coche y se fue caminando a casa.

La luna había desaparecido detrás de una nube.

De vez en cuando daba un traspié.

Tenía la voz de Maria Callas en la cabeza.

Se quedó un rato con los ojos abiertos en la oscuridad de su piso antes de dormirse.

Volvió a pensar en la violencia sin sentido. La nueva era, que tal vez exigiese otro tipo de policías.

«Vivimos en la era de los nudos corredizos», pensó. «La inquietud aumentará bajo el cielo.»

Luego se obligó a apartar esos pensamientos y empezó a buscar a la mujer negra en sus sueños.

La investigación había terminado.

Por fin podía descansar.


***

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