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La llamada telefónica fue registrada en la comisaría de Ystad a las 5.13. La recibió un policía exhausto que había estado de guardia casi sin interrupción desde la Nochevieja. Oyó la voz entrecortada en el teléfono y pensó que era un viejo trastornado. Pero algo llamó su atención. Empezó a hacerle preguntas. Cuando terminó, pensó un momento antes de levantar el auricular de nuevo y marcar el número que sabía de memoria.

Kurt Wallander dormía. La noche anterior se había quedado escuchando hasta una hora muy avanzada las grabaciones de María Callas que un buen amigo le había enviado desde Bulgaria. Una y otra vez había vuelto a su Traviata, y cuando se fue a dormir casi eran las dos. El teléfono lo arrancó de un fantástico sueño erótico. Como para asegurarse de que solamente era un sueño, estiró el brazo para tocar el edredón. Pero en la cama sólo se encontraba él. Su esposa no estaba, le había dejado hacía tres meses, y tampoco estaba la mujer negra con la que acababa de tener un violento coito en sueños.

Miró la hora mientras se estiraba para contestar al teléfono. «Un accidente de coche», pensó rápidamente. «El suelo resbaladizo por la helada y alguien que conduce demasiado deprisa y derrapa en la E 14. O una pelea con los inmigrantes que llegaron de Polonia en el transbordador de la mañana.» Se enderezó en la cama y apretó el auricular contra la mejilla; sintió la aspereza de la piel sin afeitar.

– ¡Wallander!

– No te habré despertado, ¿verdad?

– No, hombre, no. Estoy despierto.

«¿Por qué miento?», pensó. «¿Por qué no le digo la verdad? Que lo que más me gustaría es volver a dormir y atrapar un sueño perdido en forma de mujer desnuda?»

– Pensé que debía llamarte.

– ¿Accidente de coche?

– No exactamente. Un viejo granjero de nombre Nyström nos ha llamado desde Lenarp. Dice que su vecina está atada en el suelo y que alguien ha muerto.

Rápidamente intentó recordar dónde se encontraba Lenarp. No tan lejos de Marsvinsholm, en una zona muy accidentada para ser Escania.

– Parecía algo grave. Pensé que era mejor llamarte a ti directamente.

– ¿A quiénes tienes en la comisaría ahora mismo?

– Peters y Norén están buscando a alguien que rompió un escaparate en el Continental. ¿Les aviso?

– Diles que vayan al cruce que hay entre Kadesjö y Katslösa y esperen hasta que yo llegue. Dales la dirección. ¿A qué hora te avisaron?

– Hace unos minutos.

– ¿Seguro que no era un borracho el que llamó?

– No lo parecía.

– Ah no. Pues bueno.

Se vistió deprisa, sin ducharse, se sirvió una taza de café tibio que le quedaba en el termo y miró por la ventana. Vivía en la calle Mariagatan, en el centro de Ystad, y la fachada adonde daba su ventana estaba agrietada y gris. Se preguntó si nevaría aquel invierno en Escania. Esperaba que no. Con las tormentas de nieve en esa región siempre llegaban periodos de trabajo incesante. Accidentes de coche, parturientas bloqueadas por la nieve, viejos que se quedaban aislados y cables eléctricos caídos. Con las tormentas de nieve llegaba el caos, y le pareció que aquel invierno él estaba mal preparado para afrontarlo. El desconsuelo de haber sido abandonado por su mujer aún le escocía.

Condujo. por la calle Regementsgatan hasta llegar a la autovía de Österleden. En la calle Dragongatan el semáforo estaba en rojo. Puso la radio para escuchar las noticias. Una voz excitada contaba que un avión había caído en un continente lejano.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto», pensó mientras se frotaba los ojos para apartar el sueño. Era un conjuro que había adoptado hacía muchos años. En aquel entonces era un joven policía que patrullaba las calles de Malmö, su ciudad natal. En una ocasión, un borracho al que pretendían echar del parque Pildamm lo atacó por sorpresa con un gran cuchillo. Le hizo un corte profundo muy cerca del corazón. Por pocos milímetros se había salvado de una muerte inesperada. Tenía veintitrés años y en un segundo entendió lo que significaba ser policía. El conjuro era su manera de defenderse contra el recuerdo.

Dejó atrás la ciudad, pasó por delante de los almacenes de muebles construidos hacía poco junto a la entrada de la autovía y vislumbró el mar a lo lejos. El ambiente estaba gris, pero curiosamente sereno para ser pleno invierno. Lejos en el horizonte se divisaba un buque con rumbo al este. «Las tormentas de nieve vendrán», pensó. «Tarde o temprano las tendremos encima.»

Apagó la radio e intentó concentrarse en lo que le esperaba.

¿Qué era lo que sabía?

¿Una señora mayor atada en el suelo? ¿Un hombre que había afirmado haberla visto a través de la ventana? Pisó el acelerador después de pasar por la salida a Bjäresjö y le pareció indudable que el viejo había sufrido un ataque de demencia senil. En sus muchos años de servicio había notado más de una vez que para las personas mayores y aisladas llamar a la policía era como un grito desesperado de socorro. El coche patrulla lo esperaba en el desvío de Kadesjö. Peters había salido y estaba mirando una liebre que corría a saltos por el campo.

Al ver que Wallander se acercaba en su Peugeot azul lo saludó con la mano y se puso al volante.

La grava helada crujía bajo las ruedas. Kurt Wallander conducía detrás del coche patrulla. Pasaron la salida de Trunnerup y subieron las cuestas empinadas que llevaban a Lenarp. Se metieron por un estrecho camino rural, no más ancho que un tractor, por el que recorrieron un kilómetro. Dos granjas, una al lado de la otra, dos edificios alargados pintados de blanco y con jardines muy cuidados.

Un hombre mayor se acercó apresuradamente. Kurt Wallander vio que cojeaba, como si le doliera una rodilla.

Al salir del coche se dio cuenta de que se había levantado el viento. Puede que nevase, después de todo.

En cuanto vio al hombre supo que algo verdaderamente desagradable le esperaba. En aquellos ojos había un brillo de espanto que no podía ser fingido.

– Forcé la puerta -decía con tono febril una y otra vez-. Forcé la puerta porque tenía que verlo. Ella está a punto de morir, ella también.

Entraron por la puerta forzada. Wallander sintió el impacto del olor a viejo. Los papeles pintados eran anticuados y tuvo que entornar los ojos para poder ver en la oscuridad.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó.

– Allí dentro -contestó el viejo.

Luego se echó a llorar.

Los tres policías se miraron.

Kurt Wallander empujó la puerta con el pie.

Era peor de lo que se imaginaba. Mucho peor. Más tarde diría que era lo peor que jamás había visto. Y había visto mucho.

La habitación del viejo matrimonio estaba llena de sangre. Hasta la lámpara de porcelana que colgaba del techo estaba salpicada. Encima de la cama yacía bocabajo un hombre mayor con la parte superior del cuerpo al descubierto y los calzoncillos largos bajados. Tenía la cara destrozada, irreconocible. Parecía que alguien había intentado cortarle la nariz. Le habían atado las manos detrás de la espalda y destrozado el fémur izquierdo. El hueso blanco relucía entre todo aquel rojo.

– ¡Joder!

Wallander oyó el gemido de Norén y sintió arcadas.

– Una ambulancia, rápido -dijo mientras tragaba-. Rápido, rápido…

Luego se agacharon sobre la mujer que yacía en el suelo atada a una silla. Le habían puesto una fina cuerda alrededor del escuálido cuello. Respiraba débilmente. Kurt Wallander le ordenó a gritos a Peters que buscase un cuchillo. Cortaron la cuerda, que se le había hundido en las muñecas y en el cuello, y la acostaron en el suelo con mucho cuidado. Wallander puso la cabeza de la mujer en su regazo.

Miró a Peters y supo que ambos estaban pensando en lo mismo.

¿Quién podía ser tan cruel? ¿Ponerle una cuerda tan fina en el cuello a una anciana indefensa?

– Espera ahí fuera -dijo Kurt Wallander al viejo que sollozaba en la puerta-. Espera ahí y no toques nada.

Su voz sonaba como un rugido.

«Rujo porque tengo miedo», pensó. «¿En qué mundo vivimos?»

Esperaron unos veinte minutos. La respiración de la mujer era cada vez más irregular y Wallander empezó a temer que la ambulancia llegara demasiado tarde.

Reconoció al conductor de la ambulancia, se llamaba Antonson.

Su asistente era un joven al que nunca había visto.

– Hola -dijo Wallander-. El está muerto pero ella vive. Intentad mantenerla con vida.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Antonson.

– Espero que ella nos lo pueda decir si sobrevive. ¡Venga, daos prisa!

Cuando la ambulancia desapareció por el camino de grava, Kurt Wallander y Peters salieron. Norén se secó la cara con un pañuelo. El alba se anunciaba lentamente. Wallander miró su reloj. Faltaban dos minutos para las siete y media.

– Es como un matadero -dijo Peters.

– Peor -contestó Wallander-. Llama y pide que venga todo el personal. Dile a Norén que ponga barreras. Yo hablaré con el viejo.

Mientras hablaba oyó algo parecido a un grito. Se sobresaltó, y entonces el chillido se repitió.

Un caballo relinchaba.

Se dirigieron a la cuadra y abrieron la puerta. Dentro, en la oscuridad, un caballo golpeaba el suelo de su box nerviosamente. Olía a estiércol caliente y a orín.

– Dale agua y heno -dijo Kurt Wallander-. Quizás haya más animales por aquí.

Al salir de la cuadra se estremeció. Unos pájaros negros graznaban en un árbol solitario, en un campo lejano. Inspiró el aire fresco y notó que se había levantado el viento.

– Usted se llama Nyström -dijo dirigiéndose al viejo, que ya no lloraba-. Ahora dígame lo que ha pasado. Si le he entendido bien, usted vive en la granja vecina, ¿verdad?

El hombre asintió con la cabeza y preguntó con voz temblorosa:

– ¿Qué ha pasado?

– Espero que usted me lo diga -replicó Kurt Wallander-. ¿Podemos ir a su casa?

En la cocina, sentada en una silla, lloraba una mujer que llevaba una bata anticuada. En cuanto Kurt Wallander se presentó, ella se levantó y empezó a preparar café. Se sentaron a la mesa de la cocina. Wallander vio que algunos adornos de Navidad todavía colgaban en la ventana. También había un gato viejo que no le quitaba el ojo de encima. Alargó la mano para acariciarlo.

– Muerde -advirtió Nyström-. No está acostumbrado a la gente. Sólo a Hanna y a mí.

Wallander recordó que su mujer lo había abandonado y se preguntó por dónde empezaría. «Un asesinato bestial», pensó. «Y con muy mala suerte pronto será un doble asesinato.»

De repente se acordó de algo. Dio unos golpecitos en el cristal de la ventana y señaló a Norén.

– Discúlpenme un segundo -dijo mientras se levantaba.

– El caballo ya tiene agua y heno -aclaró Norén-. No había más animales.

– Que alguien vaya al hospital -ordenó Kurt Wallander-. Por si la mujer se despierta y dice algo. Algo tiene que haber visto. -Norén asintió con la cabeza-. Envía a alguien que tenga buen oído -continuó Wallander-. Mejor si sabe leer los labios.

Al volver a la cocina se quitó el abrigo y lo dejó en el sofá.

– Cuéntenme -dijo-. Cuéntenme todo lo que sepan y no olviden ningún detalle. No tengan prisa.

Después de dos tazas de café poco cargado comprendió que ni Nyström ni su esposa tenían algo importante que contar. Le confirmaron algunas horas y le explicaron la vida que llevaba el viejo matrimonio asaltado.

Le quedaban dos preguntas.

– ¿Saben si guardaban mucho dinero en casa? -preguntó.

– No -contestó Nyström-. Lo metían todo en el banco. La pensión también. Y no eran ricos. Cuando vendieron la tierra, los animales y las máquinas, regalaron el dinero a sus hijos.

La segunda pregunta le parecía que no tenía sentido. Pero la hizo de todos modos. Tal como estaban las cosas, no tenía elección.

– ¿Saben si tenían enemigos? -preguntó.

– ¿Enemigos?

– ¿Alguien que pudiera haber hecho esto?

Parecía que no habían entendido la pregunta.

La repitió.

Los dos viejos le miraron con incredulidad.

– La gente como nosotros no tiene enemigos -dijo el hombre. Wallander notó que hablaba con tono ofendido-. A veces discutimos por el mantenimiento de un camino o por los límites de un terreno. Pero no nos matamos.

Wallander movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Pronto volveré a llamarles -dijo, y se levantó con el abrigo en la mano-. Si se acuerdan de algo no duden en llamar a la policía. Pregunten por mí, Kurt Wallander.

– ¿Y si vuelven…? -preguntó la anciana.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– No lo harán -dijo-. Seguramente eran atracadores. No volverán. No tienen por qué preocuparse.

Pensó que debía decir algo más para tranquilizarlos. Pero ¿qué les diría? ¿Qué seguridad podría ofrecer a unas personas que acababan de vivir el brutal asesinato de su vecino más cercano y que sólo podían quedarse esperando a que muriera una segunda persona?

– El caballo -dijo-. ¿Quién le dará de comer?

– Lo haremos nosotros -contestó el anciano-. Le daremos lo que haga falta.

Wallander salió al frío del amanecer. El viento era más fuerte y se encogió al ir hacia su coche. En realidad debería quedarse para echar una mano a sus compañeros. Pero tenía frío, no se encontraba bien y no quería permanecer allí más de lo necesario. Además, a través de la ventana había visto que el que había llegado con el coche patrulla era Rydberg. Eso significaba que los técnicos no acabarían su trabajo hasta que le hubieran dado la vuelta a cada trozo de barro del lugar del crimen para estudiarlo. Rydberg, que se retiraría al cabo de pocos años, era un policía apasionado. Aunque a veces podía parecer pedante y flemático, era una garantía de que la investigación del lugar del crimen se haría debidamente.

Rydberg, que tenía reuma y usaba bastón, se acercaba cojeando por el corral.

– No es muy bonito -dijo-. Parece un matadero.

– No eres el primero que lo dice -contestó Kurt Wallander.

Rydberg tenía el semblante serio.

– ¿Tenemos alguna pista?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– ¿Nada de nada?

Había como una súplica en la voz de Rydberg.

– Los vecinos no han oído ni han visto nada. Creo que son unos delincuentes comunes.

– ¿Te parece común esta brutalidad demencial?

Rydberg estaba excitado y Kurt Wallander se arrepintió de sus palabras.

– Naturalmente quiero decir que se trata de personas excepcionalmente bestiales las que han hecho esto. La clase de gente que se gana la vida atacando a ancianos solitarios en granjas apartadas.

– Tenemos que atraparlos -dijo Rydberg-. Antes de que vuelvan a actuar.

– Sí -contestó Kurt Wallander-. Aunque se nos escapen otros este año, a éstos sí que debemos atraparlos.

Se sentó en el coche y arrancó. En una curva del estrecho camino estuvo a punto de chocar contra un vehículo que se le acercaba a gran velocidad. Reconoció al conductor. Era un periodista que trabajaba para uno de los grandes diarios nacionales y aparecía cuando algo de considerable interés ocurría en los alrededores de Ystad.

Wallander atravesó Lenarp un par de veces de punta a punta. Había luz en las ventanas, pero no había nadie en las calles.

«¿Qué dirán cuando lo sepan?», pensó.

Estaba desanimado. La visión de la anciana con la cuerda alrededor del cuello no lo dejaba en paz. La crueldad era incomprensible. ¿Quién podía hacer algo semejante? ¿Por qué no darle un hachazo en la cabeza para acabar con ella en el acto? ¿Por qué torturarla?

Intentó analizar la situación mientras atravesaba el pequeño pueblo a poca velocidad. En el cruce con la carretera que iba hacia Blentarp se detuvo, encendió la calefacción porque tenía frío y luego se quedó inmóvil mirando al horizonte.

Era él quien llevaría la investigación, lo sabía. No podía ser ningún otro. Después de Rydberg era el policía con más experiencia en Ystad, a pesar de que sólo tenía cuarenta y dos años.

Gran parte del trabajo de la investigación sería pura rutina. Examinar el lugar del crimen, hacer preguntas en Lenarp y a lo largo del posible camino de huida de los atracadores. ¿Habían visto algo sospechoso? ¿Un incidente fuera de lo normal? Las preguntas le retumbaban en la cabeza.

Pero Kurt Wallander sabía por experiencia que los robos en las zonas rurales muchas veces resultaban difíciles de resolver.

Su esperanza residía en que la anciana sobreviviese.

Ella había visto algo. Ella sabía algo.

Pero si moría, el doble asesinato sería difícil de resolver.

Se sintió intranquilo.

En circunstancias normales, la ansiedad estimulaba su energía y determinación, condiciones imprescindibles en cualquier trabajo policial; y él pensaba que era un buen policía. Pero en ese momento se sentía inseguro y cansado.

Se obligó a poner la primera. El coche se movió unos metros. Luego se volvió a parar.

Era como si hasta ese momento no hubiera entendido lo que había vivido aquella gélida mañana de invierno.

La crueldad y ensañamiento del asalto a la pareja de indefensos ancianos le atemorizó.

Aquello no debería haber ocurrido jamás.

Miró a través de las ventanillas del coche. El viento silbaba y rugía por entre las puertas del coche.

«Ahora tengo que empezar», pensó.

«Es lo que dijo Rydberg.»

«Tenemos que atrapar a los que lo han hecho.»

Se fue directamente al hospital de Ystad y subió en ascensor hasta la planta de cuidados intensivos. En el pasillo descubrió enseguida a Martinson, el joven aspirante a policía, sentado en una silla delante de una puerta.

Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba irritado. ¿Es posible que no hubiese más que un joven e inexperto aspirante a policía para hacer guardia en el hospital? ¿Y por qué estaba sentado fuera de la habitación? ¿Por qué no estaba sentado al lado de la cama, dispuesto a registrar el menor susurro de la mujer maltratada?

– Hola -dijo Kurt Wallander-. ¿Cómo va todo?

– Está inconsciente -contestó Martinson-. Parece que los médicos no tienen demasiadas esperanzas.

– ¿Qué haces aquí sentado? ¿Por qué no estás dentro?

– Me avisarán si pasa algo.

Kurt Wallander notó que Martinson se ponía nervioso.

«Hablo como un viejo maestro gruñón», pensó.

Con mucho cuidado empujó la puerta y miró hacia dentro. Había varias máquinas aspirando y bombeando en la antesala de la muerte. Los tubos serpenteaban como gusanos transparentes a lo largo de las paredes. Una enfermera repasaba un diagrama cuando él abrió la puerta.

– Aquí no puede entrar -dijo en tono brusco.

– Soy policía -replicó Wallander tímidamente-. Sólo quiero saber cómo está.

– Se le ha dicho que espere fuera -añadió la enfermera.

Antes de que a Kurt Wallander le diera tiempo de contestar entró un médico con mucha prisa en la habitación. Le pareció muy joven.

– Preferimos no tener extraños aquí dentro -dijo el joven médico al ver a Kurt Wallander.

– Me iré. Pero quiero saber cómo se encuentra. Me llamo Wallander y soy policía. Policía criminalista -explicó sin saber si eso cambiaba las cosas-. Soy el que lleva la investigación y debo buscar a quienes lo han hecho. ¿Cómo está?

– Es increíble que todavía viva -contestó el médico, señalándole con la cabeza que le siguiera hasta la cama-. Todavía no sabemos qué está roto y dañado dentro de ella. Primero tenemos que saber si va a sobrevivir. Pero la tráquea está muy deformada. Como si alguien hubiera intentado estrangularla.

– Eso fue precisamente lo que pasó -dijo Kurt Wallander mirando la cara delgada que se dejaba ver entre las sábanas y los tubos.

– Debería estar muerta -continuó el médico.

– Espero que sobreviva -dijo Kurt Wallander-. Es el único testigo que tenemos.

– Nosotros esperamos que todos nuestros pacientes sobrevivan -contestó el médico secamente, estudiando una pantalla donde las líneas verdes hacían movimientos oscilatorios sin cesar.

Kurt Wallander dejó la habitación después de que el médico dijera que no podía aclarar nada. El desenlace era imprevisible. Maria Lövgren podía fallecer sin recuperar la conciencia. Era imposible saber lo que ocurriría.

– ¿Sabes leer los labios? -le preguntó a Martinson.

– No -contestó el muchacho, sorprendido.

– Lástima -dijo Wallander y salió.

Desde el hospital se dirigió en coche directamente al edificio pardo de la comisaría que estaba en la salida este de la ciudad.

Se sentó ante su escritorio y miró por la ventana hacia el viejo depósito rojo de agua.

«Quizás haga falta otro tipo de policías», pensó. «¿Policías que no se impresionen cuando en una madrugada de enero estén obligados a entrar en un matadero humano en la campiña sureña de Suecia? ¿Policías que no sufran mi inseguridad y angustia?»

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«El hospital», pensó rápidamente.

«Ahora llaman para comunicarme que Maria Lövgren ha muerto.

»Pero ¿tuvo tiempo de despertar? ¿Dijo algo?» Se quedó mirando el teléfono mientras sonaba.

«Mierda», pensó.

«Mierda. Lo que sea, pero eso no.»

Pero cuando levantó el auricular descubrió que era su hija. Se sobresaltó tanto que casi tira el teléfono al suelo.

– Papá -dijo, y él oyó caer las monedas.

– Hola -contestó él-. ¿Desde dónde llamas?

«Que no sea desde Lima», pensó. «O Katmandú. O Kinshasa.»

– Estoy en Ystad.

Entonces se alegró. Eso significaba que la vería.

– He venido a verte -dijo-. Pero he cambiado de opinión. Estoy en la estación. Me voy ahora. Sólo quería decirte que por lo menos había pensado en venir a verte.

Luego la llamada se cortó. Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

Era como si tuviese algo muerto, algo suelto en la mano.

«Maldita cría», pensó. «¿Por qué me hace esto?»

Su hija Linda tenía diecinueve años. Hasta los quince habían mantenido una buena relación. Cuando tenía problemas se dirigía a él y no a su madre, o cuando quería hacer algo pero no se atrevía. Había visto cómo se había transformado de niña rechoncha en una mujer joven de belleza provocativa. Hasta cumplir los quince años no dejó traslucir los demonios secretos que un día la llevarían a un terreno inseguro y enigmático.

Un día de primavera, después de cumplir quince años, de repente y sin aviso, intentó suicidarse. Fue un sábado por la tarde. Kurt Wallander estaba reparando una de las sillas del jardín mientras su esposa limpiaba los cristales. Él dejó el martillo y entró en la casa, empujado por una ansiedad repentina. Linda estaba en la cama, se había cortado las muñecas y el cuello con una hoja de afeitar. Más tarde, cuando todo había pasado, el médico le explicó que habría muerto si él no hubiera entrado en aquel momento o si no le hubiera puesto un vendaje a presión con la serenidad con que lo hizo.

Nunca superó el susto. La relación entre él y Linda se rompió. Ella se apartaba y él no lograba entender qué la había llevado al intento de suicidio. Dejó el colegio, aceptaba diferentes trabajos temporales y de pronto desaparecía durante largos periodos. En dos ocasiones su esposa le había obligado a denunciar su desaparición. Los demás policías habían visto su dolor cuando Linda era el objeto de su investigación. Pero ella volvía a aparecer y por sus bolsillos y pasaporte descubrían sus viajes.

«Coño», pensó. «¿Por qué no te quedas? ¿Por qué cambias de idea?»

El teléfono sonó otra vez, cogió el auricular compulsivamente.

– Es papá -dijo sin pensar.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó su padre al otro lado de la línea-. ¿Qué quieres decir contestando «es papá»? Pensaba que eras policía.

– No tengo tiempo de hablar contigo ahora. ¿Puedo llamarte más tarde?

– No, no puedes. ¿Qué es eso tan importante?

– Ha ocurrido algo grave esta mañana. Te llamo luego.

– ¿Qué ha pasado?

Su anciano padre lo llamaba casi cada día. En varias ocasiones había dado órdenes a la telefonista de no pasar sus llamadas. Pero su truco fue descubierto y empezó a dar otros nombres y a cambiar la voz para tomarles el pelo a las telefonistas.

Kurt Wallander sólo vio una posible escapatoria.

– Iré a verte esta tarde -dijo-. Entonces podremos hablar.

Su padre se dejó convencer a regañadientes.

– Ven a las siete. Tendré tiempo para recibirte.

– Iré a las siete. Hasta luego.

Colgó y bloqueó el teléfono para no recibir llamadas. Rápidamente pensó en tomar el coche y bajar hasta la estación a buscar a su hija. Hablar con ella, intentar resucitar la relación que tan enigmáticamente se había perdido. Pero sabía que no lo haría. No quería arriesgarse a que su hija se fuera corriendo para siempre.

La puerta se abrió y asomó la cabeza de Näslund.

– Hola -dijo-. ¿Lo hago pasar?

– ¿Pasar a quién?

Näslund miró su reloj.

– Son las nueve -contestó-. Ayer dijiste que querías a Klas Månson sobre esta hora para interrogarle.

– ¿Qué Klas Månson?

Näslund lo miró con curiosidad.

– El que atracó la tienda en la autovía Österleden. ¿Te has olvidado de él?

De pronto se dio cuenta de que Näslund, obviamente, no sabía nada del asesinato cometido durante la noche.

– Debes ocuparte de Månson -dijo-. Anoche hubo un asesinato en Lenarp. Es posible que sea un doble asesinato. Un matrimonio de ancianos. Debes ocuparte de Månson. Mejor pospón la entrevista. Tenemos que organizar la investigación de Lenarp antes que nada.

– El abogado de Månson ya ha llegado -dijo Näslund-. Si le envío a casa montará un número de cojones.

– Haz un interrogatorio preliminar -ordenó Kurt Wallander-. Si a pesar de todo el abogado empieza a gritar, no podremos hacer nada. Avisa que hay reunión en mi despacho a las diez. Tienen que venir todos.

De pronto estaba en marcha. Volvía a ser policía. La angustia que sentía por su hija y su esposa tendría que esperar. En aquel momento empezaba la laboriosa tarea de cazar al asesino.

Se deshizo de un montón de papeles del escritorio, rompió una quiniela que nunca tendría tiempo de rellenar, fue al comedor y se sirvió una taza de café.

A las diez estaban todos reunidos en su despacho. Rydberg había ido desde el lugar del crimen y estaba sentado en una silla de madera cerca de la ventana. Siete policías, unos de pie otros sentados, llenaban la habitación. Wallander llamó al hospital y se enteró de que la situación de la anciana era crítica, sin novedades.

Luego se puso a dar detalles sobre lo que había pasado.

– Fue peor de lo que podéis imaginaron -empezó-. ¿O qué dices tú, Rydberg?

– Exacto -contestó Rydberg-. Como en una película americana. Hasta olía a sangre. No suele ocurrir.

– Tenemos que capturar a los que lo han hecho -siguió Kurt Wallander-. No podemos dejar sueltos a desquiciados de esa calaña.

Se hizo el silencio en la habitación. Rydberg tamborileaba con los dedos en el respaldo de la silla. Se oyó reír a una mujer en el pasillo.

Kurt Wallander los miró. Eran sus compañeros. Ninguno era un amigo del alma. Pero estaban unidos.

– Bueno -dijo-. ¿Qué hacemos? Tenemos que empezar.

Eran las once menos veinte.

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