4

Kurt Wallander y Rydberg estaban solos en el comedor. De lejos les llegaba el alboroto de un borracho que protestaba en voz alta por haber sido arrestado. Aparte de eso había silencio. Sólo se oía el suave zumbido de los radiadores. Kurt Wallander se sentó frente a Rydberg.

– Quítate el abrigo -dijo Rydberg-. Con el viento que hace tendrás frío al salir.

– Primero quiero oír lo que tienes que decirme. Luego decidiré si me quito el abrigo o no.

Rydberg se encogió de hombros.

– Se murió -dijo.

– Eso ya lo entendí.

– Pero volvió en sí un momento antes de fallecer.

– ¿Y habló?

– Hablar, lo que se dice hablar, quizás es demasiado decir. Balbuceó. O murmuró.

– ¿Pudiste grabarlo?

Rydberg negó con la cabeza.

– No se podía -dijo-. Casi era imposible oír lo que decía. Estaba delirando. Pero anoté todo lo que estoy seguro de haber entendido.

Rydberg sacó una vieja libreta rota del bolsillo. Estaba sujeta por una goma ancha y había un lápiz metido entre las hojas.

– Dijo el nombre del marido -empezó Rydberg-. Creo que intentaba preguntar cómo se encontraba. Luego murmuró algo que me fue imposible entender. Y entonces yo intenté preguntarle: ¿Quiénes os visitaron durante la noche? ¿Los conocíais? ¿Qué aspecto tenían? Ésas eran mis preguntas. Las repetí mientras estuvo despierta. Y creo que llegó a entender lo que le decía.

– ¿Qué contestó?

– Sólo logré entender una cosa. «Extranjero.»

– ¿«Extranjero»?

– Eso es. «Extranjero.»

– ¿Quería decir que los que los mataron eran extranjeros?

Rydberg asintió con la cabeza.

– ¿Estás seguro?

– ¿Suelo decir que estoy seguro sin estarlo?

– No.

– Pues eso. Ahora sabemos que su último mensaje para el mundo era la palabra extranjero. Como respuesta a quién cometió esa monstruosidad.

Wallander se quitó el abrigo y fue en busca de una taza de café.

– ¿Qué coño habrá querido decir? -murmuró.

– He estado pensando mientras te esperaba -contestó Rydberg-. Tal vez no tuvieran aspecto de suecos. Puede que hablaran un idioma extranjero o que hablaran sueco con acento. Hay muchas posibilidades.

– ¿Cómo es el aspecto de un no sueco? -preguntó Kurt Wallander.

– Ya sabes lo que quiero decir -contestó Rydberg-. Mejor dicho, uno puede imaginarse lo que pensaba y quería decir.

– Por tanto podría ser fruto de la imaginación.

Rydberg asintió de nuevo.

– Es absolutamente factible.

– Pero no muy probable.

– ¿Por qué iba a emplear los últimos momentos de su vida para decir algo que no fuera verdad? Las personas mayores no suelen mentir.

Kurt Wallander tomó un sorbo del café tibio.

– Eso significa que tenemos que empezar a buscar a uno o más extranjeros -dijo-. Preferiría que hubiera dicho otra cosa.

– Es de veras desagradable.

Se quedaron en silencio un rato, cada uno sumido en sus pensamientos.

Ya no se oía al borracho en el pasillo.

Eran las nueve menos diecinueve minutos.

– Imagínate -dijo Kurt Wallander-. La única pista que tiene la policía del doble homicidio de Lenarp es que probablemente son extranjeros.

– Puedo pensar en algo mucho peor -contestó Rydberg.

Kurt Wallander entendía lo que quería decir.

A veinte kilómetros de Lenarp, un gran campo de refugiados había sido objeto de ataques racistas en varias ocasiones. Algunas noches habían quemado cruces en el patio y habían arrojado piedras a través de las ventanas; en la fachada de la casa había pintadas racistas. El campo de refugiados en el viejo castillo de Hageholm había sido instalado en medio de violentas protestas por parte de los pueblos de los alrededores. Y las protestas habían seguido.

La hostilidad contra los refugiados crecía.

Además Kurt Wallander y Rydberg sabían algo que el público en general no conocía.

A algunos de los solicitantes de asilo político los habían pillado in fraganti robando en una empresa que alquilaba maquinaria agrícola. Por suerte, el dueño no era de los opositores más radicales a recibir refugiados y por eso el asunto pudo ser acallado. Los dos hombres que habían cometido el robo ya no se encontraban en el país porque les habían negado el asilo.

Pero Kurt Wallander y Rydberg habían comentado en varias ocasiones lo que habría ocurrido si el asunto hubiera llegado a conocerse públicamente.

– Me cuesta creer -dijo Kurt Wallander- que unos refugiados en busca de asilo político cometieran un asesinato.

Rydberg le dirigió una mirada recelosa.

– ¿Te acuerdas que te dije algo sobre el nudo corredizo? -preguntó.

– ¿Algo sobre el nudo?

– No lo reconocía y yo sé bastante sobre nudos porque cuando era joven me pasaba los veranos navegando.

Kurt Wallander miró a Rydberg con atención.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Quiero llegar a que parece poco probable que el nudo sea obra de alguien que haya formado parte de los boy scout suecos.

– ¿Qué cojones quieres decir?

– Que el nudo lo ha hecho una persona extranjera.

Antes de que Kurt Wallander tuviera tiempo de contestar, Ebba entró en el comedor en busca de café.

– Id a casa a descansar para poder seguir -dijo-. No paran de llamar periodistas para que les contéis algo.

– ¿Sobre qué? -preguntó Wallander-. ¿Sobre el tiempo?

– Parece que han averiguado que la mujer ha muerto.

Kurt Wallander miró a Rydberg, que negaba con la cabeza.

– Esta noche no diremos nada -les advirtió-. Esperaremos hasta mañana.

Kurt Wallander se levantó y fue hasta la ventana. El viento arreciaba, pero el cielo seguía despejado. Tendrían otra noche fría.

– No podemos dejar de comunicarles la verdad -explicó-. Que ella tuvo tiempo de hablar antes de morir. Y si decimos eso tenemos que transmitirles lo que dijo. Y entonces habrá problemas.

– Podríamos intentar que no saliera de aquí -dijo Rydberg al tiempo que se levantaba y se ponía el sombrero-. Por razones técnicas de la investigación.

Kurt Wallander lo miró con sorpresa.

– ¿Y arriesgarnos a que luego salga a la luz que hemos privado a la prensa de información importante? ¿Que les hemos guardado las espaldas a unos criminales extranjeros?

– Afectará a muchos inocentes -dijo Rydberg-. ¿Qué crees que pasará en el campo de refugiados cuando se sepa que la policía está buscando a unos extranjeros?

Kurt Wallander sabía que Rydberg tenía razón. De repente se sintió inseguro.

– Lo dejamos hasta mañana -dijo-. Nos vemos, solos tú y yo, mañana a las ocho. Entonces decidiremos.

Rydberg asintió con la cabeza y se fue cojeando hacia la puerta. Allí se paró y se volvió hacia Wallander de nuevo.

– Hay una posibilidad que no podemos descartar -añadió-. Que realmente sean unos refugiados en busca de asilo político los que lo han hecho.

Kurt Wallander fregó su taza de café y la colocó en el escurreplatos.

«En el fondo lo deseo», pensó. «En el fondo deseo que los asesinos se encuentren en ese campo de refugiados. Entonces quizás haya un cambio en la actitud arbitraria y poco severa que permite que cualquiera y por cualquier motivo pueda cruzar la frontera sueca.»

Pero eso no se lo diría a Rydberg, por supuesto. Era una opinión que mantendría para sí.

Luchó contra el viento para llegar hasta su coche. A pesar del cansancio no tenía ganas de ir a casa. Cada noche la soledad le acechaba.

Puso el contacto y cambió la cinta de casete. La obertura de Fidelio llenaba el interior oscuro del coche.

El hecho de que su mujer lo abandonara tan de repente le llegó con total sorpresa. Pero en su interior se daba cuenta de que, aunque todavía le costaba aceptarlo, tendría que haberlo intuido mucho antes. Que estaba viviendo un matrimonio que se quebrantaba poco a poco por su propia tristeza. Se habían casado muy jóvenes y se dieron cuenta demasiado tarde de que se desarrollaban en direcciones diferentes. ¿No habría sido Linda la que había reaccionado frente al vacío que los rodeaba?

Cuando Mona, aquella noche de octubre, le dijo que se quería divorciar, él pensó que en realidad ya se lo esperaba. Pero como ese pensamiento comportaba una amenaza, lo había rechazado y siempre había creído que todo se debía al exceso de trabajo. Se dio cuenta demasiado tarde de que ella había preparado su partida con todo detalle. Un viernes le había dicho que quería divorciarse y el domingo siguiente le había dejado y se había ido al piso que ya había alquilado en Malmö. El haber sido abandonado le había llenado de vergüenza y rabia. Inmerso en un infierno de desesperación, donde todo su mundo sentimental se había paralizado, la abofeteó.

Después sólo hubo silencio. Ella fue a buscar sus enseres durante el día, cuando él no estaba en casa. Sin embargo dejó la mayoría de las cosas, y Wallander se sentía profundamente herido porque ella parecía estar preparada para cambiar todo su pasado por una vida en la cual él no existiría ni como recuerdo.

La llamó. Por las noches sus voces se encontraron. Deshecho por los celos, intentó averiguar si lo había dejado por otro hombre.

– Una nueva vida -le contestó ella-. Una nueva vida antes de que sea demasiado tarde.

Le suplicó. Intentó mostrarse indiferente. Le pidió perdón por toda la poca atención que le había prestado. Pero nada podía cambiar su decisión.

Dos días antes de Nochebuena le llegaron por correo los documentos del divorcio.

Al abrir el sobre y darse cuenta de que todo había terminado, algo estalló dentro de él. En un intento de huida pidió la baja durante los días de Navidad y emprendió un viaje que lo llevó a Dinamarca. En el norte de Seeland una repentina tormenta lo dejó aislado, y pasó la Navidad en la gélida habitación de una pensión, al lado de Gilleleje. Allí escribió largas cartas que luego rompió esparciéndolas por el mar como un gesto simbólico de que, a pesar de todo, empezaba a aceptar todo lo que le había pasado.

Dos días antes de Nochevieja volvió a Ystad y entró de nuevo en servicio. Durante la Nochevieja se ocupó de investigar un caso serio de maltrato a una mujer en Svarte, y tuvo la escalofriante revelación de que podía haber sido él mismo quien maltratara a Mona…

La música de Fidelio se paró con un sonido estridente. La cinta se había enganchado.

Automáticamente se encendió la radio y oyó la retransmisión de un partido de hockey sobre hielo.

Salió del aparcamiento y decidió irse a casa, a la calle Mariagatan.

A pesar de eso se fue en la dirección contraria, tomó la carretera de la costa que le llevaba hacia Trelleborg y Skanör. Al pasar por delante de la vieja cárcel apretó el acelerador. Conducir siempre le había distraído de sus pensamientos…

De repente se da cuenta de que ha llegado a Trelleborg. Un transbordador grande hace su entrada en el puerto y, siguiendo una intuición repentina, decide parar allí.

Sabe que algunos policías que antes estaban en Ystad trabajan en el control de pasaportes de los transbordadores de Trelleborg. Piensa que quizás uno de ellos se halle de servicio esta noche.

Cruza la zona portuaria, que está bañada por una pálida luz amarillenta. Un camión enorme se acerca rugiendo como un animal fantasmagórico de la prehistoria.

Pero al entrar por la puerta en la que pone que está prohibida la entrada a personas ajenas, no reconoce a ninguno de los dos policías…

Kurt Wallander saludó con la cabeza al tiempo que se presentaba. El mayor de los dos policías tenía barba blanca y una cicatriz en la frente.

– Os ha tocado una historia muy desagradable -dijo-. ¿Los habéis atrapado?

– Todavía no -contestó Kurt Wallander.

La conversación se interrumpió pues los pasajeros del transbordador se acercaban al control de pasaportes. La mayoría eran suecos que volvían de celebrar el fin de año en Berlín. Pero también había alemanes del este que aprovechaban su reciente libertad para viajar a Suecia.

Después de veinte minutos sólo quedaban nueve pasajeros. Todos intentaban explicar a su manera que solicitaban asilo político en Suecia.

– Esta noche es tranquila -dijo el más joven de los policías-. Imagínate que a veces llegan hasta cien personas en el mismo transbordador, todos solicitando asilo político.

Cinco de los solicitantes pertenecían a una misma familia etíope. Sólo uno de ellos tenía pasaporte, y Kurt Wallander se preguntaba cómo habían podido hacer un viaje tan largo y cruzar todas las fronteras con un único pasaporte. Aparte de la familia etíope esperaban dos libaneses y dos iraníes.

Kurt Wallander no podía saber con certeza si los refugiados tenían cara de esperanza o de miedo.

– ¿Qué les pasa ahora? -preguntó.

– Los de Malmö vienen a buscarlos -contestó el policía mayor-. Están de guardia esta noche. Nos avisan por radio si los transbordadores traen mucha gente sin pasaporte. A veces tenemos que pedir refuerzos.

– ¿Qué les pasa en Malmö? -preguntó Wallander.

– Los llevan a uno de los barcos que están atracados en el puerto petrolero. Allí se quedan hasta que los envían a otro sitio. Es decir, si los dejan quedarse en el país.

– ¿Qué crees que les pasará a éstos?

El policía se encogió de hombros.

– Sin duda les permitirán quedarse -contestó-. ¿Quieres café? El próximo transbordador tardará un rato.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– Otro día. Tengo que irme.

– Espero que los atrapéis.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Yo también.

En el camino de vuelta a Ystad atropelló a una liebre. Al ver el animal a la luz de los faros pisó el freno, pero la liebre se golpeó ligeramente contra la rueda delantera izquierda. No se paró para ver si todavía estaba viva.

«¿Qué me está pasando?», pensó.

Por la noche durmió intranquilo. Poco después de las cinco se despertó bruscamente. Tenía la boca seca y había soñado que alguien intentaba estrangularlo. Al ver que no podría conciliar el sueño otra vez, se levantó y preparó café. El termómetro exterior de la ventana de la cocina señalaba seis grados bajo cero. La farola se mecía con el viento. Se sentó a la mesa de la cocina y pensó en la conversación que había tenido con Rydberg la noche anterior. Lo que temía se había confirmado. La mujer no había dicho nada que pudiera dar una dirección a su investigación. Sus palabras sobre algo extranjero eran demasiado vagas. Comprendió que no tenían ninguna pista.

A las seis y media se vistió y buscó un rato antes de encontrar el jersey grueso que quería.

Salió a la calle, sintió la fuerza del viento, y luego condujo hacia Österleden y giró por la carretera principal hacia Malmö. Antes de volver a ver a Rydberg, haría otra visita a los vecinos del viejo matrimonio asesinado. No le abandonaba la idea de que había algo que no encajaba. Los asaltos a personas ancianas y solitarias raras veces eran mera coincidencia. Previamente solían circular rumores sobre dinero escondido. Y aunque los asaltos pudieran ser brutales, no se producían con esa maldad metódica de la que había sido testigo en el lugar del crimen.

«La gente del campo se levanta temprano», pensó al girar por el estrecho camino que llevaba a la casa de los Nyström. «¿Habrán tenido tiempo de pensar en algo nuevo?»

Paró y apagó el motor. En aquel mismo instante se apagaron las luces de la cocina.

«Tienen miedo», pensó. «A lo mejor se imaginan que los asesinos han vuelto.»

Dejó encendidos los faros al salir del coche y cruzó por la gravilla hacia la escalera exterior.

Más que verlo, intuyó el fogonazo de la escopeta que salió de una arboleda al lado de la casa. El ruido ensordecedor le hizo lanzarse de cabeza al suelo. Una piedra le cortó.a mejilla y durante un instante pensó que le habían dado.

– Policía -gritó-. ¡No disparen! ¡Coño, no disparen!

La luz de una linterna le iluminaba la cara. La mano que aguantaba la linterna temblaba y el haz de luz se movía de un lado para otro. Era Nyström el que estaba delante de él con una vieja escopeta de perdigones en la mano.

– ¿Es usted? -preguntó.

Wallander se levantó sacudiéndose la gravilla.

– ¿A qué apuntabas? -le preguntó.

– Disparé al aire -contestó Nyström.

– ¿Tienes licencia de armas? -preguntó Wallander-. Si no, puedes tener problemas.

– He hecho guardia esta noche -dijo Nyström. Kurt Wallander notó que el hombre estaba muy asustado.

– Voy a apagar los faros -dijo Wallander-. Luego hablaremos tú y yo.

Dentro, en la cocina, vio dos cajas con perdigones encima de la mesa. En el sofá de la cocina había una barra de hierro y un gran mazo. El gato negro estaba tumbado junto a la ventana y lo miró de forma arisca cuando entró. La esposa preparaba un café.

– No podía saber que era la policía quien venía -se disculpó Nyström con voz de arrepentimiento-. Tan temprano.

Kurt Wallander empujó el mazo a un lado y se sentó.

– La mujer murió anoche. Quería venir personalmente a decírselo.

Cada vez que Kurt Wallander se veía obligado a comunicar una muerte, tenía la misma sensación de irrealidad. Explicar a unos desconocidos que un hijo o un familiar de repente había fallecido, y hacerlo de una manera honrosa, era imposible. Las muertes que la policía debía comunicar siempre eran inesperadas, muchas veces violentas y crueles. Alguien se sube al coche para ir a comprar algo y muere. Un niño que va en bicicleta es atropellado saliendo del parque. Maltratan o asaltan a alguien; otro se suicida o se ahoga. Cuando la policía está en la puerta, la gente se niega a recibir el mensaje.

Los dos ancianos se quedaron callados en la cocina. La esposa removía el café con una cuchara. El hombre golpeaba el rifle con los dedos y Wallander se apartaba discretamente de la dirección de tiro.

– Así que a Maria se le acabaron los suplicios -dijo el hombre despacio.

– Los médicos hicieron todo lo que pudieron.

– Tal vez sea lo mejor -intervino la mujer junto a la cocina, con una brusquedad inesperada-. ¿Para qué iba a vivir si él estaba muerto?

El hombre dejó el rifle en la mesa y se levantó. Wallander vio que le dolía la rodilla.

– Voy a darle de comer al caballo -dijo mientras se ponía una gorra vieja.

– ¿Te importa que te acompañe? -preguntó Kurt Wallander.

– ¿Por qué iba a importarme? -dijo el hombre y abrió la puerta.

Dentro de la cuadra la yegua relinchó cuando entraron. Olía a estiércol caliente y Nyström le echó una brazada de heno dentro del box con un gesto familiar.

– Limpiaré luego -dijo y acarició la crin del caballo.

– ¿Por qué tenían un caballo? -preguntó Wallander.

– Para un viejo granjero, una cuadra vacía es como una morgue -contestó Nyström-. Les hacía compañía.

Kurt Wallander pensó que podía comenzar a hacer las preguntas allí, en la cuadra.

– Has hecho guardia esta noche -empezó-. Tienes miedo y lo comprendo. Debes de haberte preguntado por qué fueron ellos los asaltados. Debes de haber pensado: «¿Por qué ellos? ¿Por qué no nosotros?».

– Ellos no tenían dinero -explicó Nyström-. Tampoco otra cosa de especial valor. Al menos no faltaba nada. Eso se lo dije a aquel policía que estuvo aquí ayer. Me pidió que mirara por las habitaciones. Lo único que quizá faltaba era un viejo reloj de pared.

– ¿Quizás?

– Puede que se lo dieran a una de las hijas. Uno no puede acordarse de todo.

– Nada de dinero -dijo Wallander-. Y ningún enemigo. -De repente tuvo una idea-. ¿Tú guardas dinero en casa? -preguntó-. ¿Podría ser que los que lo hicieron se equivocaran de casa?

– Lo que tenemos está en el banco -contestó Nyström-. Y nosotros tampoco tenemos enemigos.

Volvieron a la casa y tomaron café. Kurt Wallander vio que la mujer tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado aprovechando el rato que ellos estaban en la cuadra.

– ¿Habéis notado algo raro últimamente? -preguntó-. ¿Visitantes de los Lövgren que no conocíais?

Los ancianos se miraron y luego negaron con la cabeza.

– ¿Cuándo hablasteis con ellos por última vez?

– Pasamos a tomar café anteayer -dijo Hanna-. Fue como siempre. Tomábamos café en casa de uno u otro cada día. Durante más de cuarenta años.

– ¿Se les veía asustados? -preguntó Wallander-. ¿Preocupados?

– Johannes estaba resfriado -dijo Hanna-. Pero aparte de eso, todo seguía como de costumbre.

Parecía que no llegaba a ningún sitio. Kurt Wallander no sabía qué preguntar. Cada respuesta era como una nueva puerta que se cerraba.

– ¿Tenían conocidos que fueran extranjeros? -preguntó.

El hombre levantó las cejas sorprendido.

– ¿Extranjeros?

– Alguien que no fuera sueco -intentó Wallander.

– Hace unos años unos daneses acamparon en su terreno durante la fiesta de San Juan.

Kurt Wallander miró el reloj. Casi las siete y media. A las ocho había quedado con Rydberg y no quería llegar tarde.

– Intentadlo -dijo-. Pensad otra vez. Todo lo que se os ocurra puede ser importante.

Nyström lo acompañó hasta el coche.

– Tengo permiso de armas para el rifle -dijo-. Y no apunté. Sólo quería asustar.

– Hiciste bien -contestó Wallander-. Pero pienso que deberías dormir por las noches. Los que lo hicieron no volverán.

– ¿Tú podrías dormir? -preguntó Nyström-. ¿Tú podrías dormir cuando tus vecinos han sido sacrificados como animales?

Como Kurt Wallander no encontró respuesta, se calló.

– Gracias por el café -fue todo lo que dijo mientras entraba en el coche y se iba.

«Esto se va a la mierda», pensó. «Ni una pista, nada. Sólo el nudo raro de Rydberg y la palabra "extranjero". Un viejo matrimonio, sin dinero bajo el colchón, sin muebles antiguos, es asesinado de una manera que parece que haya otro motivo que no sea el robo. Un asesinato por odio o venganza.»

«Tiene que haber algo», pensó. «Algo que rompa los esquemas de esta pareja que parecía tan normal.»

¡Ojalá el caballo pudiera hablar!

Había algo relacionado con el caballo que le preocupaba. Una ligera intuición. Pero aun así tenía demasiada experiencia como policía para descartar su angustia. ¡Con aquel caballo pasaba algo!

A las ocho menos cuatro minutos pisó el freno junto a la comisaría de Ystad. El viento soplaba con más fuerza y a ráfagas. No obstante, la temperatura parecía haber subido un par de grados.

«Mientras no empiece a nevar», pensó. Saludó a Ebba, que estaba sentada en su sitio en la recepción.

– ¿Ha llegado Rydberg? -preguntó.

– Está en su despacho -contestó Ebba-. Todo el mundo ha empezado a llamar. La televisión, la radio y los periódicos. Y el jefe de policía del gobierno provincial.

– Mantenlos al margen un ratito más -dijo Wallander-. Primero voy a hablar con Rydberg.

Colgó la chaqueta en su despacho antes de entrar en el de Rydberg, que se encontraba unas puertas más allá. Recibió un gruñido como contestación a su llamada.

Rydberg estaba mirando por la ventana cuando entró. Wallander pensó que tenía el aspecto de no haber descansado.

– Hola -saludó Wallander-. ¿Quieres que vaya a buscar café?

– Sí, por favor. Pero nada de azúcar. Ya no tomo.

Wallander fue a buscar dos vasos de plástico con café y regresó al despacho de Rydberg.

Delante de la puerta se quedó parado.

«¿Qué opino?» pensó. «¿Debemos callarnos las últimas palabras de la mujer por lo que solemos llamar razones técnicas de la investigación o lo soltamos? ¿Cuál es mi opinión en realidad?»

«No tengo opinión en absoluto», se respondió irritado y abrió la puerta con la punta del zapato.

Rydberg estaba sentado detrás de su mesa peinándose el poco pelo que tenía. Wallander se dejó caer en un sillón de muelles gastados para las visitas.

– Deberías comprarte un sillón nuevo -dijo.

– No hay dinero para eso -contestó Rydberg y metió el peine en un cajón del escritorio.

Kurt Wallander puso la taza de café en el suelo, al lado de la silla.

– Me desperté tempranísimo esta mañana -dijo-. Fui a ver a los Nyström de nuevo. El viejo estaba al acecho detrás de un arbusto y me disparó con una escopeta de perdigones.

Rydberg le señaló la mejilla.

– No es de los perdigones -explicó Kurt Wallander-. Me tiré al suelo. Dice que tiene permiso de armas. ¿Quién sabe?

– ¿Tenían algo nuevo que decir?

– Nada. Nada fuera de lo normal. Nada de dinero, nada de nada. Si no mienten, claro.

– ¿Para qué iban a mentir?

– No, ¿para qué?

Rydberg se bebió el café haciendo ruido y con una mueca en la cara.

– ¿Sabes que los policías están expuestos de forma excepcional al cáncer de estómago? -preguntó.

– No lo sabía.

– Si es verdad, se debe a todo el café malo que bebemos.

– Solemos resolver nuestros casos ante una taza de café.

– ¿Como ahora?

Wallander negó con la cabeza.

– ¿Qué tenemos? Nada.

– Eres impaciente, Kurt. -Rydberg le miró a la vez que se rascaba la nariz-. Tienes que perdonarme si te parezco un viejo profesor -continuó-. Pero en este caso creo que debemos fiarnos de la paciencia.

Volvieron a repasar la situación de la investigación. Los técnicos de la policía buscaban huellas digitales y las comparaban con el registro central del país. Hanson estaba investigando dónde se encontraban todos los delincuentes conocidos que asaltaban a ancianos, si estaban en la cárcel o si tenían coartada. Las conversaciones con los habitantes de Lenarp continuarían, quizá también los formularios con preguntas que habían distribuido darían algún resultado. Tanto Rydberg como Wallander sabían que la policía de Ystad cumplía con su trabajo de forma metódica y meticulosa. Tarde o temprano saldría algo. Una pista, un hilo del cual empezar a tirar. Sólo hacía falta esperar. Trabajar metódicamente y esperar.

– El motivo -insistió Wallander-. Si el motivo no es el dinero. O rumores sobre dinero escondido. ¿Qué es entonces? ¿El nudo corredizo? Debes de haber pensado igual que yo. Este doble asesinato contiene venganza u odio. O las dos cosas.

– Imaginemos unos atracadores lo suficientemente desesperados -dijo Rydberg-. Supongamos que estaban segurísimos de que los Lövgren tenían dinero escondido. Supongamos que estaban lo suficientemente desesperados y eran insensibles a la vida humana. En ese caso la tortura es posible.

– ¿Quién puede estar tan desesperado?

– Tú sabes igual que yo que hay un montón de narcóticos que crean tal dependencia que se está dispuesto a cualquier cosa.

Kurt Wallander lo sabía. Había visto muy de cerca de qué manera se disparaba la violencia, y el comercio de narcóticos y la dependencia figuraban casi siempre como trasfondo. Aunque el distrito policial de Ystad raras veces sufría manifestaciones visibles de la creciente violencia, no albergaba ilusiones de que ésta no se acercara cada vez más.

Ya no había zonas protegidas. Un pueblo pequeño e insignificante como Lenarp era la confirmación.

Se incorporó en la incómoda silla.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– Tú eres el jefe -contestó Rydberg.

– Quiero oír tu opinión.

Rydberg se levantó y fue hacia la ventana. Con un dedo tocó la tierra de una maceta. Estaba seca.

– Si quieres saber lo que pienso, te lo diré. Pero debes saber que no estoy convencido de estar en lo cierto. Creo que, hagamos lo que hagamos, habrá alboroto. Pero tal vez sería más inteligente callárselo unos días. Podremos investigar unas cuantas cosas.

– ¿Qué?

– ¿Tenían los Lövgren conocidos extranjeros?

– Eso mismo pregunté esta mañana. Posiblemente conocían a unos daneses.

– ¿Lo ves?

– No pueden ser unos daneses que van de acampada.

– ¿Por qué no? De todas maneras vamos a examinarlo. Y se puede interrogar a otras personas aparte de los vecinos. Si no te entendí mal ayer, dijiste que los Lövgren pertenecían a una familia muy numerosa.

Kurt Wallander se dio cuenta de que Rydberg estaba en lo cierto. Había razones técnicas de la investigación que aconsejaban callarse que la policía buscaba a alguien relacionado con extranjeros.

– ¿Qué sabemos sobre los extranjeros que cometen un crimen en Suecia? -dijo-. ¿Existen registros especiales en la jefatura nacional?

– Hay registros para todo -contestó Rydberg-. Coloca a alguien al ordenador y que se conecte a los registros centrales de crímenes a ver si encontramos algo.

Kurt Wallander se levantó. Rydberg le miró con asombro.

– ¿No me vas a preguntar por el nudo?

– Lo había olvidado.

– Dicen que hay un viejo que hace velas de barco en Limhamn que lo sabe todo sobre nudos. Leí una vez un artículo acerca de él en un periódico el año pasado. He pensado en tomarme la mañana para ir a verlo. Aunque no sé si obtendremos algo. Pero de todos modos lo haré.

– Quiero que estés en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego puedes irte a Limhamn.

A las diez se habían reunido todos en el despacho de Wallander.

La revisión fue muy corta. Wallander les comunicó las palabras de la anciana antes de fallecer. Dio instrucciones de que eso era una información que de momento no se divulgaría. Nadie parecía tener algo que objetar.

Destinaron a Martinson al ordenador para buscar a criminales extranjeros. Los policías que debían seguir las averiguaciones en Lenarp se fueron. Wallander encargó a Svedberg que se dedicara de forma especial a la familia polaca que probablemente estaba sin permiso en el país. Quería saber por qué vivían en Lenarp. A las once menos cuarto Rydberg se dirigió a Limhamn en busca del constructor de velas.

Cuando Kurt Wallander se quedó solo en su despacho, se pasó un rato mirando el mapa de la pared. ¿De dónde provendrían los asesinos? ¿Qué camino habían seguido después?

Luego se sentó a su mesa y le pidió a Ebba que le pusiera en contacto con la gente que había llamado antes. Durante más de una hora estuvo hablando con diferentes periodistas. Sin embargo, no llamó la chica de la radio local.

A las doce y cuarto Norén llamó a su puerta.

– ¿No deberías estar en Lenarp? -preguntó Wallander con asombro.

– Sí -contestó Norén-. Pero se me ha ocurrido una cosa.

Norén se sentó en el extremo de la silla porque estaba mojado. Había empezado a llover. La temperatura había subido a un grado sobre cero.

– Es posible que no signifique nada -dijo Norén-. Es sólo una cosa que se me ha ocurrido.

– La mayoría de las cosas suelen tener su sentido -dijo Wallander.

– ¿Te acuerdas del caballo? -preguntó Norén.

– Claro que me acuerdo del caballo.

– Tú me dijiste que le diese heno.

– ¡Y agua!

– Heno y agua. Pero no lo hice.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no?

– No hacía falta. Ya tenía heno. Y agua.

Kurt Wallander se quedó callado un momento mirando a Norén.

– Sigue -dijo luego-. Estás pensando en algo.

Norén se encogió de hombros.

– Cuando yo era pequeño teníamos un caballo -explicó-. Y cuando estaba en la cuadra y le dábamos de comer, se comía todo lo que se le echaba. Sólo quiero decir que alguien debió de darle heno. Tal vez sólo una hora antes de llegar nosotros.

Wallander estiró el brazo en dirección al teléfono.

– Si pensabas llamar a Nyström, no hace falta -se adelantó Norén.

Kurt Wallander dejó caer la mano.

– Hablé con él antes de venir aquí. Y él no le dio heno al caballo.

– Las personas muertas no dan de comer a sus caballos -dijo Kurt Wallander-. ¿Quién lo hizo?

Norén se levantó.

– Parece extraño -dijo-. Primero matas a una persona. Después intentas estrangular a otra. Y luego te vas a la cuadra y le echas de comer al caballo. ¿Quién coño hace algo tan raro?

– No -replicó Kurt Wallander-. ¿Quién hace eso?

– Tal vez no signifique nada -dijo Norén.

– O al revés -contestó Wallander-. Me alegro de que hayas venido a explicármelo.

Norén se despidió y se fue.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

La intuición que lo había rondado mostraba ser verdadera. Con aquel caballo pasaba algo.

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

Era otro periodista que quería hablar con él.

A la una menos cuarto dejó la comisaría. Iba a visitar a un viejo amigo al que no había visto en muchos, muchos años.

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