5

Kurt Wallander dejó la E 14 a la salida de las ruinas del castillo de Stjärnsund. Se bajó del coche y se puso a orinar. A través del viento pudo oír el rugido de los motores de los aviones del aeropuerto de Sturup. Antes de volver a sentarse en el coche, se limpió el barro que se le había incrustado en la suela de los zapatos. El cambio de temperatura había sido muy brusco. El termómetro del coche señalaba una temperatura exterior de cinco grados sobre cero. Jirones de nubes se desplazaban por el cielo cuando continuó el viaje.

Más allá de las ruinas del castillo, el camino de grava se dividía y él tomó el de la izquierda. Nunca había conducido por allí, pero aun así sabía que era el camino correcto. A pesar de que casi habían pasado diez años desde que le describieran el camino, lo recordaba con todo detalle. Su cerebro parecía programado para paisajes y carreteras.

Después de un kilómetro, aproximadamente, la carretera empeoró. Iba muy despacio y se preguntaba cómo los vehículos de gran tonelaje podían pasar por allí.

De repente el camino se inclinó fuertemente hacia abajo y una granja grande con establos se extendió delante de él. Entró en el patio ancho y paró el coche. Una bandada de cuervos graznaba sobre su cabeza cuando salió del coche.

La granja tenía un aspecto extraño y abandonado. El viento golpeaba una puerta de la cuadra. Por un momento creyó que, a pesar de todo, se había equivocado.

«La desolación», pensó.

El invierno escaniano con sus estridentes bandadas de pájaros negros.

El barro que se pega a la suela de los zapatos.

Una joven rubia salió de repente por una de las puertas de la cuadra. Por un momento pensó que le recordaba a Linda. Tenía el mismo cabello, el mismo cuerpo delgado, los mismos movimientos agitados al andar. La miró con atención. La chica empezó a tirar de una escalera que llevaba al pajar de la cuadra.

Al verle dejó la escalera y se limpió las manos en los pantalones grises de montar.

– Hola -dijo Wallander-. Busco a Sten Widén. ¿Estoy en el lugar correcto?

– ¿Eres policía? -preguntó la chica.

– Sí -contestó Kurt Wallander con asombro-. ¿Cómo lo has adivinado?

– Se te nota en la voz -dijo la chica y empezó de nuevo a tirar de la escalera, que parecía haberse encallado.

– ¿Está en casa? -insistió Kurt Wallander.

– Ayúdame con la escalera -pidió la chica.

Vio que uno de los travesaños de la escalera se había enganchado en los revestimientos de la pared. Agarró la escalera y le dio la vuelta hasta que el travesaño se soltó.

– Gracias -dijo la chica-. Sten debe de estar en el despacho.

Señaló un edificio de ladrillo rojo situado más allá de la cuadra.

– ¿Trabajas aquí? -preguntó Kurt Wallander.

– Sí -contestó la chica y subió la escalera con rapidez-. ¡Quítate de en medio!

Con unos brazos asombrosamente fuertes empezó a sacar las balas de heno por la trampilla del granero. Kurt Wallander se dirigió hacia la casa roja. En el momento en que iba a llamar a la recia puerta, un hombre apareció doblando la esquina.

Durante diez años no había visto a Sten Widén. Aun así no parecía haber cambiado. El mismo pelo alborotado, la misma cara delgada, el mismo eczema rojo cerca del labio inferior..

– Vaya sorpresa -dijo el hombre con una risa nerviosa-. Pensaba que era el herrador y resulta que eres tú. Hace mucho que no nos vemos.

– Once años -contestó Kurt Wallander-. Desde el verano del setenta y nueve.

– El verano en que todos los sueños se desplomaron -dijo Sten Widén-. ¿Quieres un café?

Entraron en el edificio de ladrillo rojo. Kurt Wallander sentía el olor a aceite de las paredes. Una segadora oxidada se vislumbraba en la penumbra. Sten Widén abrió otra puerta, un gato apareció de un salto y Kurt Wallander entró en una habitación que parecía una combinación de despacho y vivienda. Había una cama deshecha junto a una pared, un televisor y un vídeo, y un horno microondas sobre una mesa. En un viejo sillón se amontonaba una pila de ropa. El resto de la habitación lo ocupaba un gran escritorio. Sten Widén sirvió café de un termo que estaba al lado de un telefax en una de las anchas repisas de la ventana.

Kurt Wallander pensó en el sueño perdido de Sten Widén, que quería ser cantante de ópera. En cómo ambos habían imaginado un futuro que ninguno de los dos lograría.

Kurt Wallander sería el empresario, y la voz de tenor de Sten Widén se oiría en los escenarios de ópera de todo el mundo. Ya era policía en aquel entonces. Todavía lo era. Cuando Sten Widén comprendió que su voz no llegaba, se hizo cargo de la vieja y medio abandonada hípica de su padre para entrenar caballos de carreras. La amistad que los había unido no pudo aguantar la desilusión que compartían. De verse diariamente habían pasado a un alejamiento de once años. A pesar de vivir a sólo cincuenta kilómetros el uno del otro.

– Has engordado -dijo Sten Widén y quitó un montón de periódicos de una silla de madera.

– Pero tú no -replicó Kurt Wallander y notó su propio malestar.

– Los entrenadores de caballos de carreras raras veces engordan -dijo Sten Widén riendo nerviosamente de nuevo-. Cuerpos flacos y carteras flacas. Excepto los grandes entrenadores, claro. Khan o Strasser. Ésos sí que se lo pueden costear.

– ¿Cómo te va? -preguntó Kurt Wallander sentándose en la silla.

– Ni bien ni mal -contestó Sten Widén-. No tengo éxitos ni fracasos. Siempre hay algún caballo que se porta bien. Me entran caballos nuevos y jóvenes y voy tirando. Pero en realidad…

Dejó de hablar sin acabar la frase.

Alargó el brazo y abrió un cajón del escritorio, sacó una botella de whisky medio llena.

– ¿Quieres? -preguntó.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– No sería bueno que a un policía lo detuvieran por conducir borracho -contestó-. Aunque ocurre de vez en cuando.

– Salud, de todos modos -dijo Sten Widén y bebió directamente de la botella.

Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado y buscó un encendedor entre los papeles y los programas de las carreras.

– ¿Cómo está Mona? -preguntó-. ¿Y Linda? ¿Y tu viejo? ¿Y cómo se llamaba tu hermana? ¿Kerstin?

– Kristina.

– Eso es. Kristina. Siempre he tenido mala memoria, ya lo sabes.

– Las partituras nunca las olvidabas.

– Ah, ¿no?

Bebió otro sorbo de la botella y Wallander notó que algo lo mortificaba. Tal vez no debiera haber ido a verlo. Tal vez no quería que le recordasen lo que una vez hubo en su vida.

– Mona y yo nos hemos separado -dijo-. Y Linda se ha independizado. Mi padre es como es. Sigue pintando su cuadro. Pero creo que empieza a estar senil. No sé lo que haré con él.

– ¿Sabías que me casé? -preguntó Sten Widén.

Wallander tuvo la sensación de que Sten no había oído nada de lo que le había dicho.

– No lo sabía.

– Me hice cargo de esta jodida cuadra. Cuando el viejo por fin comprendió que era demasiado viejo para cuidar de los caballos, empezó a beber en serio. Antes había controlado más o menos lo que se metía. Vi que no podía con él y sus amiguetes de juerga. Me casé con una de las chicas que trabajaban aquí. La razón principal seguramente fue que tenía buena mano con el viejo. Le trataba como a un viejo caballo. No se metía en sus costumbres, pero ponía límites. Agarraba la manguera y le limpiaba cuando estaba demasiado sucio. Pero al morir el viejo era como si ella hubiera empezado a oler como él. Así que me divorcié.

Volvió a beber de la botella y Kurt Wallander notó que estaba emborrachándose.

– Cada día pienso en vender este lugar -dijo-. Lo que me pertenece es la casa. Seguramente me darían un millón de coronas por todo. Después de pagar las deudas me que darían tal vez; unas cuatrocientas mil coronas. Entonces me compraría una caravana y me marcharía.

– ¿Adónde?

– Ése es el problema. No lo sé. No hay ningún sitio al que quiera ir.

A Kurt Wallander le produjo malestar lo que oía. Aunque por fuera era el mismo que hacía diez años, su interior parecía haber experimentado grandes cambios. Era una voz fantasma la que le hablaba, rota y desesperada. Diez años antes Sten Widén era un hombre satisfecho y alegre, el primero en invitar a una fiesta. Pero toda su alegría de vivir parecía haber desaparecido.

La chica que había preguntado si Kurt Wallander era policía pasó por delante de la ventana montada en un caballo.

– ¿Quién es? -preguntó Kurt Wallander-. Se ha dado cuenta de que soy policía.

– Se llama Louise -contestó Sten Widén-. Seguramente puede oler que eres policía. Ha entrado y salido de diferentes correccionales desde que tenía doce años. Yo soy su supervisor. Tiene buena mano con los caballos. Pero odia a los policías. Dice que un poli la violó una vez.

Bebió otro sorbo de la botella e hizo un gesto hacia la cama deshecha.

– A veces se acuesta conmigo -dijo-. Por lo menos así es como lo veo. Que es ella la que se acuesta conmigo y no al revés. ¿Será un delito?

– ¿Por qué iba a serlo? ¿No será menor de edad?

– Tiene diecinueve años. Pero los supervisores tal vez no tengan permiso para acostarse con los supervisados.

A Kurt Wallander le parecía intuir que Sten Widén empezaba a ponerse agresivo.

De repente se arrepentía de haber ido.

Aunque tuviera una razón técnica a causa de la investigación para visitarle, en aquel momento se preguntaba si no era una excusa. ¿Había ido a ver a Sten Widén para hablar de Mona? ¿En busca de consuelo?

Ya no lo sabía.

– He venido para hablar contigo sobre caballos -dijo-. ¿No has leído en los periódicos que hubo un doble asesinato en Lenarp la otra noche?

– No leo los periódicos -contestó Sten Widén-. Leo programas de carreras y listas de participantes. Eso es todo. Lo que ocurre en el mundo no me importa.

– Mataron a un par de viejos -continuó Kurt Wallander-. Y tenían un caballo.

– ¿También lo mataron?

– No. Pero creo que los asesinos le dieron heno antes de marcharse. Y eso es lo que te quería comentar. El tiempo que necesita un caballo para tragarse una brazada de heno.

Sten Widén vació la botella y encendió otro cigarro.

– Estarás bromeando, ¿no? -preguntó-. ¿Has venido hasta aquí para preguntarme cuánto tarda un caballo en comerse una brazada de heno?

– En realidad había pensado pedirte que fueras a ver al caballo -dijo Kurt Wallander tras decidirse deprisa.

Notó que se estaba enfadando.

– No tengo tiempo -respondió Sten Widén-. El herrero viene hoy. Tengo dieciséis caballos que necesitan una inyección de vitaminas.

– ¿Mañana?

Sten Widén lo miró con ojos brillantes.

– ¿Hay remuneración? -preguntó.

– Se te pagará.

Sten Widén escribió su número de teléfono en un papel sucio.

– Quizás -dijo-. Llámame mañana por la mañana.

Cuando salieron al patio, Kurt Wallander notó que el viento había arreciado.

La chica se acercaba montando a caballo.

– Bonito caballo -comentó.

Masquerade Queen -explicó Sten Widén-. No ganará una carrera en toda su vida. Es de la viuda rica de un constructor de Trelleborg. De hecho he sido honrado y le he aconsejado vender el caballo a alguna escuela de equitación. Pero ella cree que ganará. Y a mí me da el dinero para entrenarlo. Pero no ganará una mierda.

Se separaron junto al coche.

– ¿Sabes cómo se murió mi viejo? -preguntó Sten Widén de repente.

– No.

– Fue tambaleándose hasta las ruinas del castillo una noche de otoño. Solía sentarse allí arriba a beber. Después tropezó, cayó en el foso y se ahogó. Hay tantas algas allí que no se puede ver nada. Pero su gorra salió a flote. En la visera ponía VIVA LA VIDA. Era propaganda de una agencia que vendía viajes de sexo a Bangkok.

– Me he alegrado de verte -dijo Kurt Wallander-. Te llamo mañana.

– Haz lo que quieras -repuso Sten Widén y se fue hacia la cuadra.

Kurt Wallander se marchó. Por el retrovisor pudo ver a Sten Widén hablando con la chica que montaba a caballo. «¿Por qué he venido?», pensó de nuevo.

«Una vez, hace mucho tiempo, éramos amigos. Compartíamos un sueño imposible. Cuando el sueño reventó como un globo, ya no quedaba nada. Posiblemente era verdad que los dos amábamos la ópera. Pero ¿no serían también imaginaciones nuestras?»

Condujo rápidamente, como si dejara que su irritación pisara el pedal del acelerador.

En el momento en que frenaba delante de la señal de stop junto a la carretera principal, oyó el teléfono móvil. La conexión era tan mala que casi no pudo distinguir la voz de Hanson.

– Es mejor que vengas -gritó Hanson-. ¿Me oyes?

– ¿Qué ha pasado? -gritó Wallander a su vez.

– Aquí hay un campesino de Hagestad diciendo que sabe quién los mató -chilló Hanson.

Kurt Wallander notó que se le aceleraba el corazón.

– ¿Quién? -interrogó-. ¿Quién?

La comunicación se cortó de golpe. En el auricular sólo se oían silbidos y pitidos.

– Coño -dijo en voz alta.

Volvió a Ystad. «Demasiado rápido», pensó. «Si hoy Norén y Peters tuvieran control de velocidad, me habrían pillado bien.»

En la bajada que llevaba al centro de la ciudad el motor empezó a protestar.

Se había quedado sin gasolina.

El piloto obviamente había dejado de funcionar y no le había avisado.

Llegó justo a la gasolinera de enfrente del hospital antes de que el motor se ahogara del todo. Cuando fue a meter el dinero en la máquina automática, descubrió que no llevaba. Entró en la empresa de cerraduras que tenía su taller en el mismo edificio de la gasolinera y pidió prestadas veinte coronas al propietario, que lo reconoció por una investigación relacionada con un robo unos años antes.

Ya en su plaza de aparcamiento puso el freno de mano y entró deprisa en la comisaría. Ebba intentó decirle algo, pero la rechazó agitando la mano.

La puerta del despacho de Hanson estaba abierta y entró sin llamar.

No había nadie.

En el pasillo chocó con Martinson, que se acercaba con un montón de hojas de papel continuo de ordenador en la mano.

– A ti te quería ver -dijo Martinson-. He sacado un poco de material que tal vez sea interesante. A ver si serán fineses los que lo han hecho.

– Cuando no sabemos algo solemos decir que son fineses -contestó Kurt Wallander-. No tengo tiempo ahora. ¿Sabes dónde está Hanson?

– Él no sale nunca de su despacho, ¿verdad?

– Entonces tenemos que dar una orden de búsqueda. Ahora mismo no está allí.

Miró en el comedor, pero sólo había un administrativo preparándose una tortilla.

«¿Dónde coño está Hanson?», pensó y abrió la puerta de su propio despacho con fuerza.

Vacío también. Llamó a Ebba a la recepción.

– ¿Dónde está Hanson? -preguntó.

– Si no hubieras tenido tanta prisa, te lo habría dicho al llegar -contestó Ebba-. Mandó decir que iba al banco Föreningsbanken.

– ¿Qué ha ido a hacer allí? ¿Iba con alguien?

– Sí, pero no sé quién era.

Kurt Wallander colgó bruscamente.

¿En qué estaba metido Hanson?

Levantó el auricular de nuevo.

– ¿Me puedes buscar a Hanson? -dijo a Ebba.

– ¿En el Föreningsbanken?

– Si está allí, búscalo allí.

Era muy raro que le pidiera a Ebba que le ayudara a buscar a alguien. No se había acostumbrado a la sensación de tener una secretaria. Si quería que se hiciese algo, lo hacía él mismo. Desde pequeño pensaba que era una mala costumbre. Sólo los ricos y superiores enviaban a otros a hacer el trabajo de a pie. No poder buscar en el listín telefónico y marcar el número tú mismo era de una pereza injustificable…

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Hanson, que llamaba desde el Föreningsbanken.

– Pensaba que estaría de vuelta antes que tú -dijo Hanson-. Te preguntarás qué hago yo aquí.

– ¡Pues, sí!

– Íbamos a echar un vistazo a las cuentas del banco de los Lövgren.

– ¿Quiénes?

– Se llama Herdin. Pero es mejor que hables tú con él. Estaremos de vuelta en media hora.

Sin embargo, Wallander tardó casi una hora y cuarto en conocer al hombre que se llamaba Herdin. Era de unos dos metros de estatura, descarnado y delgado, y cuando Kurt Wallander lo saludó fue como darle la mano a un gigante.

– Hemos tardado un poco -dijo Hanson-. Pero ha valido la pena. Escucha lo que Herdin tiene que contar. Y lo que hemos descubierto en el banco.

Herdin se había sentado en una silla de madera y permanecía erguido y callado.

Kurt Wallander tuvo la sensación de que el hombre se había puesto sus mejores galas para la visita a la policía. Aunque eso significara un traje viejo y una camisa de cuello gastado.

– Tal vez sea mejor empezar por el principio -dijo Kurt Wallander tomando un bloc de notas.

Herdin miró a Hanson con asombro.

– ¿Tengo que volver a explicarlo todo?

– Será lo mejor -dijo Hanson.

– Es una historia larga -empezó Herdin con indecisión.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Kurt Wallander-. Creo que es mejor que empecemos por ahí.

– Lars Herdin. Tengo una granja de veinte hectáreas al lado de Hagestad. Intento ganarme la vida con reses de matadero. Pero me da para lo justo.

– Tengo sus datos de nacimiento -intervino Hanson, y Kurt Wallander imaginaba que tendría prisa por volver a sus programas de carreras.

– Si lo he entendido bien, has venido aquí porque consideras que tienes información relacionada con el asesinato del matrimonio Lövgren -dijo Kurt Wallander, y deseó haberse expresado con más sencillez.

– Claro que era por el dinero -dijo Lars Herdin.

– ¿Qué dinero?

– ¡Todo el dinero que tenían!

– ¿Puedes expresarte con más claridad?

– El dinero alemán.

Kurt Wallander miró a Hanson, el cual se encogió de hombros discretamente. Kurt Wallander lo interpretó como si hubiera que tener paciencia.

– Deberemos entrar en más detalles -dijo-. ¿No crees que podrías explicarte con más detenimiento?

– Lövgren y su padre ganaron dinero durante la guerra -explicó Lars Herdin-. Criaban a escondidas animales de matadero en unos pastos que hay allá arriba en Småland. Y compraron caballos viejos y jubilados. Luego los vendieron en el mercado negro a Alemania. Ganaron grandes sumas de dinero con la carne. Nunca los descubrieron. Y Lövgren era avaro y astuto. Invertía el dinero y se multiplicó con los años.

– ¿Te refieres al padre de Lövgren?

– Ése murió justo después de la guerra. Quiero decir Lövgren.

– ¿O sea que los Lövgren eran adinerados?

– No la familia. Sólo Lövgren. Ella no sabía nada del dinero.

– ¿Ocultaba lo del dinero a su mujer?

Lars Herdin asintió con la cabeza.

– A nadie le han tomado tanto el pelo como a mi hermana -dijo.

Kurt Wallander levantó las cejas asombrado.

– María Lövgren era mi hermana. La mataron porque él había escondido una fortuna.

Kurt Wallander notaba su amargura poco disimulada. «Quizá sí que fue por odio», pensó.

– ¿Y este dinero lo guardaban en casa?

– Sólo a veces -contestó Lars Herdin.

– ¿A veces?

– Cuando sacaba sus grandes sumas de dinero.

– ¿Podrías intentar explicarte con más detalle?

De repente fue como si algo explotara dentro del hombre del traje gastado.

– Johannes Lövgren era una bestia -dijo-. Es mejor ahora que ya no está. Pero que María tuviera que morir, eso no se lo perdonaré nunca…

El arrebato de Lars Herdin llegó tan de repente que ni Hanson ni Kurt Wallander tuvieron tiempo de reaccionar. Lars Herdin tomó un cenicero de cristal grueso de la mesa que tenía a su lado y lo lanzó con toda su fuerza contra la pared, justo al lado de la cabeza de Kurt Wallander. Trozos de cristal volaron y Kurt Wallander sintió que una esquirla de cristal le había dado en el labio superior.

Después del estallido la calma era abrumadora.

Hanson se levantó de la silla y parecía preparado para echarse encima de Lars Herdin. Pero Kurt Wallander alzó la mano para pararle y Hanson se sentó otra vez.

– Pido disculpas -dijo Lars Herdin-. Si hay una escoba y un recogedor quitaré los cristales. Lo pagaré.

– De esto se harán cargo las señoras de la limpieza -dijo Kurt Wallander-. Es mejor que sigamos hablando tú y yo.

Lars Herdin parecía totalmente tranquilo de nuevo.

– Johannes Lövgren era una bestia -repitió otra vez-. Hacía ver que era como los demás. Pero sólo pensaba en el dinero que él y su padre habían conseguido con engaños durante la guerra. Podía quejarse de lo caro que estaba todo y de que los campesinos eran tan pobres. Pero tenía su dinero que crecía y crecía.

– ¿Y ese dinero lo tenía en el banco?

Lars Herdin se encogió de hombros.

– En el banco, en acciones, bonos, qué sé yo.

– ¿Por qué a veces guardaba el dinero en casa?

– Johannes Lövgren tenía una amante -dijo Lars Herdin-. Una mujer en Kristianstad con la que tuvo un hijo en los años cincuenta. Eso tampoco lo sabía Maria. Ni lo de la mujer ni lo del niño. El dinero que le daba a ella cada año era más que lo que María habría gastado en toda su vida.

– ¿De cuánto dinero se trataba?

– Veinticinco, treinta mil coronas. Dos o tres veces al año. Sacaba el dinero en efectivo. Luego buscaba una excusa adecuada y se iba a Kristianstad.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

Intentó decidir qué cuestiones eran las más importantes. Tardarían horas en desenredar todos los detalles.

– ¿Qué dijeron en el banco? -preguntó a Hanson.

– Si no tienes todos los documentos en regla, el banco no suele decir nada -explicó Hanson-. No me dejaron ver sus saldos. Pero a una cosa sí me contestaron. Si había estado en el banco últimamente.

– ¿Y qué?

Hanson afirmó con la cabeza.

– El jueves pasado. Tres días antes de que alguien lo sacrificara.

– ¿Seguro?

– Una de las cajeras conocía su aspecto.

– ¿Y había sacado una gran suma de dinero?

– No quisieron contestar de inmediato. Pero la cajera asintió con la cabeza cuando el director del banco nos dio la espalda.

– Tendremos que hablar con la fiscal cuando hayamos puesto este testimonio por escrito -dijo Kurt Wallander-. Para poder entrar en sus saldos y tener una visión global de la situación.

– Dinero ensangrentado -dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander se preguntaba si volvería a tirar algo cerca de donde él estaba.

– Quedan muchas preguntas -dijo-. Pero en este momento hay una más importante que todas las demás. ¿Cómo sabes tú todo esto? Eso que afirmas que Johannes Lövgren mantenía oculto a su propia mujer. ¿Cómo lo sabes?

Lars Herdin no contestó a la pregunta. Bajó la vista en silencio al suelo.

Kurt Wallander miró a Hanson, que negaba con la cabeza.

– Tendrás que contestar a la pregunta -dijo Kurt Wallander.

– No tengo por qué contestarla -arguyó Lars Herdin-. Yo no los maté. ¿Mataría a mi propia hermana?

Kurt Wallander intentó acercarse a la pregunta desde otro ángulo.

– ¿Cuánta gente sabe lo que acabas de contar? -preguntó.

Lars Herdin no contestó.

– Lo que digas se quedará entre estas paredes -continuó Kurt Wallander.

Lars Herdin miraba al suelo.

Instintivamente, Kurt Wallander sintió que debía esperar.

– Ve a buscarnos un poquito de café -dijo a Hanson-. A ver si hay algo de bollería dulce también.

Hanson desapareció por la puerta.

Lars Herdin continuaba con la vista fija en el suelo y Kurt Wallander esperaba.

Hanson volvió con el café y Lars Herdin se comió un bollo seco.

Kurt Wallander pensaba que ya era hora de volver a hacer la pregunta.

– Tarde o temprano tendrás que contestarla -dijo.

Lars Herdin levantó la cabeza y le miró directamente a los ojos.

– Ya cuando se casaron intuí que Johannes Lövgren era otra persona tras esa fachada amable y poco locuaz. Me parecía que allí había algo falso. Maria era mi hermana pequeña. Yo quería que estuviera bien. Sospechaba de Johannes Lövgren desde la primera vez que empezó a cortejarla en casa de mis padres. Tardé treinta años en averiguarlo. Cómo lo hice, es algo de mi incumbencia.

– ¿Le contaste a tu hermana lo que habías averiguado?

– Nunca. Ni una palabra.

– ¿Se lo dijiste a otra persona? ¿A tu propia mujer?

– Estoy soltero.

Kurt Wallander observó al hombre que tenía delante. Había algo duro y obstinado en él. Era como si le hubieran criado alimentándolo con piedras.

– Una última pregunta, de momento -dijo Kurt Wallander-. Ya sabemos que Johannes Lövgren tenía dinero en abundancia. Tal vez también guardaba una gran cantidad de dinero en casa cuando lo mataron. Lo averiguaremos. Pero ¿quién pudo saberlo aparte de ti?

Lars Herdin lo miró. Kurt Wallander descubrió un destello de miedo en sus ojos.

– Yo no lo sabía -dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Pararemos aquí -dijo apartando el bloc en el cual había estado tomando notas todo el tiempo-. Aunque necesitaremos tu ayuda más adelante.

– ¿Puedo irme? -preguntó Lars Herdin mientras se levantaba.

– Puedes irte -contestó Kurt Wallander-. Pero no te vayas de viaje sin hablar con nosotros antes. Y si se te ocurre algo más que puedas contarnos, llámanos.

Lars Herdin se paró ante la puerta, como si quisiera decir algo más.

Luego empujó la puerta y desapareció.

– Dile a Martinson que le controle -dijo Kurt Wallander-. Probablemente no encontraremos nada. Pero es mejor que nos aseguremos.

– ¿Qué piensas de lo que ha dicho? -preguntó Hanson.

Kurt Wallander se lo pensó antes de contestar.

– Había algo convincente en él. No creo que estuviera mintiendo o que fuese una fantasía. Creo que descubrió que Johannes Lövgren tenía una doble vida y que amparaba a su hermana.

– ¿Crees que puede estar implicado?

Kurt Wallander estaba seguro de su respuesta.

– Lars Herdin no los mató. Tampoco creo que sepa quién lo ha hecho. Creo que llegó a nosotros por dos razones. Quiere ayudarnos a encontrar a la persona o personas a las que igualmente pueda dar las gracias y escupir a la cara. Los que mataron a Johannes y que, según él, le hicieron un favor. Y los que mataron a Maria, a los que se les debería cortar la cabeza en público.

Hanson se levantó.

– Avisaré a Martinson. ¿Algo más por ahora?

Kurt Wallander miró su reloj de pulsera.

– Nos reunimos en mi despacho dentro de una hora. A ver si localizas a Rydberg. Iba a Malmö a hablar con alguien que remendaba velas.

Hanson le miró con incredulidad.

– El nudo corredizo -dijo Kurt Wallander-. El nudo. Ya lo entenderás.

Hanson se fue y Kurt Wallander se quedó solo.

«Una brecha», pensó. «En todas las investigaciones de los crímenes que se solucionan hay un punto en que atravesamos la pared. No sabemos exactamente lo que vamos a ver. Pero en algún lugar estará la solución.»

Se acercó a la ventana mirando al crepúsculo. Una corriente de aire frío se colaba por las rendijas de la ventana; una farola que se bamboleaba le indicó que el viento había arreciado.

Pensaba en Nyström y su señora.

Toda la vida cerca de una persona que en absoluto era lo que aparentaba.

¿Cómo reaccionarían cuando se revelara la verdad?

¿Con rechazo? ¿Amargura? ¿Sorpresa?

Volvió al escritorio y se sentó. La primera sensación de alivio cuando se abría una brecha en la investigación de un crimen solía enfriarse muy deprisa. Ya tenían un móvil, el más común de todos. Dinero. Pero aún no había un dedo invisible señalando en una dirección concreta.

No había asesino.

Kurt Wallander echó otra mirada al reloj. Si se daba prisa tendría tiempo de bajar al puesto de perritos calientes y comer algo antes de empezar la reunión. También aquel día pasaría sin que hubiera cambiado sus costumbres alimenticias.

Estaba a punto de ponerse la chaqueta cuando sonó el teléfono.

Al mismo tiempo llamaron a la puerta.

La chaqueta se le cayó al suelo cuando tomó el auricular y gritó «adelante».

Rydberg apareció por la puerta. Llevaba una gran bolsa en una mano.

Por el teléfono oía la voz de Ebba.

– La televisión insiste en hablar contigo -dijo.

Decidió rápidamente que primero quería hablar con Rydberg antes de enfrentarse de nuevo con los medios de comunicación.

– Diles que estoy reunido y que no estaré disponible hasta dentro de media hora -dijo.

– ¿Seguro?

– ¿Qué?

– ¿Que hablarás con ellos dentro de media hora? A la Televisión Sueca no le gusta esperar. Dan por sentado que todo el mundo cae de rodillas cuando llaman.

– Yo no me arrodillo delante de sus cámaras. Pero puedo hablar con ellos dentro de media hora.

Colgó el teléfono.

Rydberg se sentó en la silla que había junto a la ventana. Se estaba secando el pelo con una servilleta de papel.

– Tengo buenas noticias -anunció Kurt Wallander. Rydberg continuaba secándose el pelo-. Creo que tenemos un móvil. Dinero. Y creo que hay que buscar a los asesinos entre las personas que de un modo u otro se contaban entre sus conocidos.

Rydberg tiró la servilleta mojada a la papelera.

– He tenido un día bien jodido -dijo-. Las buenas noticias me vienen bien.

Kurt Wallander necesitó cinco minutos para describir el encuentro con el campesino Lars Herdin. Rydberg miraba con tristeza los trozos de cristal que había en el suelo.

– Una historia rara -dijo Rydberg cuando Kurt Wallander terminó-. Es lo bastante rara para ser verdad.

– Intentaré hacer un resumen -continuó Wallander-. Alguien sabía que Johannes Lövgren de vez en cuando guardaba una gran suma de dinero en casa. Eso nos da como motivo el robo. Y el robo se convierte en un homicidio. Si la descripción de Johannes Lövgren hecha por Lars Herdin coincide, en cuanto a que era una persona especialmente avara, es natural que se negase a descubrir dónde había escondido el dinero. María Lövgren, que probablemente no llegó a entender mucho lo que le pasó durante la última noche de su vida, tuvo que acompañar a Johannes en su último viaje. La cuestión es por tanto quién, además de Lars Herdin, supo que retiraba estas irregulares pero grandes sumas de dinero. Si encontramos respuesta a ello, es probable que tengamos una respuesta para todo.

Rydberg se quedó pensativo después de que Wallander se callara.

– ¿He olvidado algo? -preguntó Wallander.

– Pienso en lo que dijo antes de morir -señaló Rydberg-. Extranjero. Y pienso en lo que llevo en la bolsa de plástico. Se levantó y vació el contenido de la bolsa sobre el escritorio.

Era un montón de trozos de cuerda. Cada uno con un lazo artístico.

– He pasado cuatro horas junto a un viejo que confeccionaba velas, en un piso que olía peor de lo que puedes llegar a imaginarte -dijo Rydberg haciendo una mueca-. Resulta que este señor tiene casi noventa años y está bien entrado en su camino hacia la senilidad. Estoy pensando en contactar con alguna autoridad social. El viejo estaba tan confundido que pensaba que yo era su propio hijo. Uno de los vecinos me contó más tarde que aquel hijo murió hace treinta años. Pero sí que sabía de nudos. Cuando por fin me pude escapar, ya llevaba cuatro horas allí. Estos trozos de cuerda son un regalo.

– ¿Llegaste a averiguar lo que querías?

– El viejo miró el nudo y lo encontró feo. Luego tardé tres horas en conseguir que dijera algo sobre este lazo tan feo. Hasta entonces, incluso le dio tiempo de dormir un ratito.

Rydberg recogió los trocitos de cuerda y los metió en la bolsa de plástico mientras seguía:

– De repente empezó a hablar de cuando estaba en la mar. Y entonces dijo que ese nudo lo había visto en Argentina. Los marineros argentinos solían hacer este nudo para las correas de sus perros.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Así que tenías razón -dijo-. El nudo era extranjero. Ahora la cuestión es cómo encaja con la historia de Lars Herdin.

Salieron al pasillo. Rydberg desapareció en su despacho mientras que Kurt Wallander se fue con Martinson para estudiar sus listados de ordenador.

Resultaba que había una estadística impresionante sobre ciudadanos extranjeros que habían cometido delitos en Suecia o bien estaban bajo sospecha de haberlos cometido. Martinson también había tenido tiempo de hacer un control de anteriores asaltos a ancianos. Por lo menos cuatro personas diferentes habían asaltado durante el último año a ancianos que vivían aislados en Escania. Pero Martinson también pudo adelantarle que todos estaban encerrados en diferentes instituciones. Le quedaba por recibir un informe sobre los posibles permisos durante el día en cuestión.

La reunión de investigación tuvo lugar en el despacho de Rydberg ya que una de las administrativas se había ofrecido a limpiar el suelo de Kurt Wallander. El teléfono sonaba sin parar, pero ella no se molestó en contestar.

La reunión de investigación se hizo larga. Todos estaban de acuerdo en que el relato de Lars Herdin abría una brecha. Ya tenían una dirección que seguir. A la vez repasaron de nuevo todo lo que hasta aquel momento se había revelado en las conversaciones con los habitantes de Lenarp y con quienes habían llamado a la policía o contestado al formulario de preguntas. Un coche que había pasado a mucha velocidad por un pueblo situado a unos kilómetros de Lenarp a última hora de la noche del domingo les mereció especial atención. Un camionero que había partido hacia Göteborg a una hora tan temprana como las tres de la madrugada se había cruzado con el coche en una curva cerrada y casi le embistió. Al enterarse del doble asesinato empezó a pensar en ello y luego llamó a la policía. Después de repasar unas fotos de diferentes modelos de coches y dudar un poco llegó a la conclusión de que se trataba de un Nissan.

– No olvidéis los coches de alquiler -dijo Kurt Wallander-. Hoy en día la gente que se mueve es cómoda. Los atracadores alquilan coches de igual manera que los roban.

Ya eran las seis cuando se acabó la reunión. Kurt Wallander comprendió que todos sus colaboradores ya estaban a la ofensiva. Después de la visita de Lars Herdin reinaba un optimismo tangible.

Entró en su despacho y puso en limpio sus apuntes de la conversación con Lars Herdin. Hanson le había dejado los suyos y pudo compararlos. Enseguida vio que Lars Herdin no había vacilado. Las declaraciones coincidían plenamente.

Un poco después de las siete apartó sus papeles. De repente se acordó de que los de la televisión no habían vuelto a insistir. Llamó a la recepción y preguntó si Ebba le había dejado una nota antes de marchar. La chica que contestaba era una suplente.

– Aquí no hay nada -dijo.

Por una intuición que él mismo no entendió del todo salió al comedor y encendió la televisión. Las noticias locales acababan de comenzar. Se apoyó en una mesa y vio distraído un reportaje sobre la mala economía del municipio de Malmö.

Pensó en Sten Widén.

Y en Johannes Lövgren, que había vendido carne a los nazis durante la guerra.

Pensó en sí mismo, en su barriga demasiado grande. Estaba a punto de apagar el televisor cuando la reportera empezó a hablar sobre el doble homicidio de Lenarp. Con asombro escuchó que la policía de Ystad concentraba su trabajo de búsqueda en unos ciudadanos extranjeros, de momento desconocidos. Pero la policía estaba convencida de que los criminales eran extranjeros. Tampoco podía descartarse que fueran refugiados solicitantes de asilo político.

Al final la reportera habló de él.

A pesar de insistir repetidamente, había sido imposible obtener un solo comentario por parte de alguno de los responsables de la investigación sobre esa información procedente de fuentes anónimas pero fidedignas.

Mientras hablaba, la reportera tenía como fondo una imagen de la comisaría de Ystad.

Luego pasó a hablar del tiempo.

Una tormenta se acercaba por el oeste. El viento arreciaría aún más. Pero no existía el riesgo de nevadas. La temperatura seguiría por encima de los cero grados.

Kurt Wallander apagó el televisor.

No sabía si estaba indignado o cansado. Tal vez sólo tenía hambre.

Pero alguien en la comisaría se había ido de la lengua.

¿Pagarían dinero por divulgar información confidencial? ¿El monopolio estatal de televisión también tenía fondos para chivatazos?

«¿Quién?», pensó.

«Puede ser cualquiera, excepto yo mismo.

»¿Y por qué?

»¿Habría otro motivo aparte del dinero?

»¿Xenofobia? ¿Miedo a los refugiados?»

Se dirigió a su despacho y ya en el pasillo oyó el teléfono. El día había sido largo. Prefería irse a casa y preparar algo de comer. Con un suspiro se sentó en la silla y se acercó el teléfono.

«Habrá que empezar», pensó. «Empezar a desmentir la información de la tele.

»Y esperar que no ardan más cruces de madera durante los días venideros.»

Загрузка...