8

Por la mañana sacó su mejor traje.

Con disgusto descubrió una mancha en una de las solapas. «Ebba», pensó. «Esto es una tarea típica para ella. Cuando oiga que me veré con Mona, pondrá todo su empeño en intentar quitar esta mancha. Ebba es una mujer que considera que el número de divorcios es una amenaza mayor para el desarrollo de la sociedad que el aumento y recrudecimiento de la criminalidad.»

A las siete y cuarto colocó el traje en el asiento trasero del coche y se marchó. Una pesada capa de nubes se cernía sobre la ciudad.

«¿Será la nieve?», se preguntó. «La nieve que no quiero ver en absoluto.»

Condujo lentamente hacia el este, a través de Sandskogen, pasando por el campo de golf abandonado y giró hacia Kåseberga.

Por primera vez en varios días se sentía relajado. Había dormido nueve horas seguidas. El chichón de la frente había menguado y ya no le escocían las quemaduras del brazo.

Repasó de forma metódica el resumen que había hecho la noche anterior. Lo esencial era encontrar a la mujer secreta de Johannes Lövgren. Y al hijo. Allí, en alguna parte, debían de hallarse los malhechores. Estaba completamente seguro de que el doble asesinato tenía que ver con la desaparición de las veintisiete mil coronas y quizá también con los otros recursos de Johannes Lövgren.

Alguien que conocía, que sabía y que se había tomado el tiempo de darle de comer al caballo antes de desaparecer. Una o más personas que conocían las costumbres de Johannes Lövgren.

El coche alquilado en Göteborg no encajaba y tal vez tampoco tuviera nada que ver.

Miró el reloj. Las ocho menos veinte. Jueves 11 de enero.

En lugar de ir directamente a casa de su padre continuó unos kilómetros adentrándose por el camino de grava que llevaba a Backåkra y que serpenteaba entre dunas ondulantes. Dejó el coche en el aparcamiento vacío y subió a la colina, desde donde podía ver la dilatada superficie del mar.

Allí había una formación circular de piedras. Un círculo para la meditación, construido en piedra unos años antes. Invitaba a la soledad y a la tranquilidad del alma.

Se sentó en una de las piedras y contempló el mar.

Nunca había tenido un carácter filosófico. No había sentido la necesidad de buscarse a sí mismo. La vida era un juego alternativo entre diferentes asuntos prácticos que esperaban tener solución. Lo que había más allá de eso era algo inevitable que no se inmutaría por mucho que él se preocupara por encontrarle un sentido que de todas formas no existía.

Estar unos minutos en soledad era algo diferente. La gran calma escondida en el hecho de no pensar en absoluto. Sólo escuchar, ver, permanecer inmóvil.

Un barco se dirigía a alguna parte. Un gran pájaro marino planeaba en silencio dejándose llevar por la corriente ascendente. Todo estaba muy quieto.

Después de diez minutos se levantó y volvió al coche.

Su padre estaba pintando cuando entró por la puerta del estudio. Esta vez sería un lienzo con urogallo. Le miró malhumorado.

Kurt Wallander vio que estaba sucio. Además olía mal.

– ¿Por qué vienes? -preguntó.

– Quedamos en eso ayer, ¿no?

– Dijiste a las ocho.

– Pero ¡cielos! ¡Sólo llego once minutos tarde!

– ¿Cómo demonios puedes ser policía si ni siquiera sabes llegar a tiempo?

Kurt Wallander no contestó. Pensó en su hermana Kristina. Tendría que tomarse un momento para llamarla. Preguntarle si estaba informada sobre el progresivo decaimiento de su padre. Él pensaba que la demencia senil era un proceso lento. En aquel momento se daba cuenta de que no era así en absoluto.

El padre buscaba con el pincel un color en la paleta. El pulso aún era firme. Luego, con decisión, puso un tono rojizo en el plumaje del urogallo.

Kurt Wallander se sentó en el viejo trineo, observándolo. El mal olor que desprendía el cuerpo de su padre era agrio. Kurt Wallander recordó a un hombre maloliente sentado en un banco del metro de París cuando él y Mona estuvieron allí de viaje de novios.

«Tengo que decírselo», pensó. «Aunque mi padre esté volviendo a la niñez, tengo que hablarle como a un adulto.»

El padre seguía pintando con atención.

«¿Cuántas veces ha pintado este motivo?», pensó Kurt Wallander.

Un cálculo mental incompleto le llevó a la cifra de unas siete mil.

Siete mil puestas de sol.

Se sirvió café de la cafetera que humeaba en el fogoncillo.

– ¿Cómo te va? -preguntó.

– Cuando uno es tan viejo como yo, te va como te va -contestó el padre con desdén.

– ¿No has pensado nunca en mudarte?

– ¿Adónde iría? ¿Por qué habría de mudarme?

Las preguntas volvían como latigazos.

– A un centro para mayores.

Con un violento ademán, el padre dirigió el pincel hacia él, como si fuera un arma.

– ¿Quieres que me muera?

– ¡Claro que no! Pienso en lo que sería mejor para ti.

– ¿Cómo crees que podría sobrevivir entre un montón de viejas y viejos? Y tampoco me dejarían pintar en la habitación.

– Hoy en día te dan un piso propio.

– Tengo una casa propia. No sé si te has dado cuenta. ¿O es que estás demasiado enfermo para eso?

– Sólo estoy un poco resfriado.

Entonces se dio cuenta de que el resfriado no había sido más que una amenaza. Desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Le había pasado unas cuantas veces. Cuando tenía mucho trabajo no se permitía estar enfermo. Pero una vez concluida la investigación criminal, la infección brotaría inmediatamente.

– Voy a ver a Mona esta noche -dijo.

Era inútil seguir hablando de un geriátrico o un piso protegido, lo reconoció. Primero tenía que hablar con su hermana.

– Si te ha dejado, ya está. Olvídala.

– No tengo ganas de olvidarla.

El padre seguía pintando. En aquel momento era el turno de las nubes rosadas. La conversación paró.

– ¿Necesitas alguna cosa? -preguntó Kurt Wallander.

El padre le contestó sin mirar.

– ¿Ya te vas?

Se notaba el reproche en sus palabras. Kurt Wallander comprendió la imposibilidad de intentar ahogar la mala conciencia que enseguida se apoderó de él.

– Tengo trabajo -dijo-. Soy jefe de policía en funciones. Estamos intentando resolver un doble homicidio. Y encontrar a unos pirómanos.

El padre resopló rascándose entre las piernas.

– Jefe de policía. ¿Eso te parece importante?

Kurt Wallander se levantó.

– Volveré, papá -dijo-. Te ayudaré a arreglar este desorden.

El estallido del padre le pilló por sorpresa.

Tiró el pincel al suelo y se puso delante de él amenazándole con uno de sus puños.

– ¿Quién eres tú para venir a decirme que está desordenado? -bramó-. ¿Tú te vas a meter en mi vida? Te diré que tengo una asistenta y un ama de llaves. Además, me iré a Rímini de vacaciones de invierno. Allí haré una exposición. Pido veinticinco mil coronas por cuadro. Y tú me vienes a hablar de geriátricos. Pero no lograrás matarme. ¡Puedes estar seguro de ello!

Dejó el estudio golpeando la puerta tras de sí.

«Está loco», pensó Kurt Wallander. «Tengo que acabar con esto. ¿Se imaginará que tiene asistenta y ama de llaves y que se irá a Italia a hacer una exposición?»

No sabía si entrar a ver a su padre, que estaba armando ruido en la cocina. Por el ruido se adivinaba que estaba lanzando las cacerolas.

Luego salió al coche. Lo mejor sería llamar a su hermana enseguida. Sin esperar más. Juntos tal vez podrían hacer entender a su padre que no podía seguir así.

A las nueve entró por la puerta de la comisaría y le entregó el traje a Ebba, la cual prometió tenerlo lavado y planchado para la tarde.

A las diez había convocado a los policías que estaban de servicio para una reunión. Los que habían visto el reportaje de las noticias la noche anterior compartían su rabia. Después de una breve discusión acordaron que Wallander debería escribir una fuerte réplica y distribuirla por teletipo.

– ¿Por qué no reacciona el director general de la jefatura Nacional de Policía? -preguntó Martinson.

Su pregunta fue recibida con una risa sarcástica.

– ¡Ese! -dijo Rydberg-. Ése sólo reacciona si tiene algo que ganar personalmente. Le importan un bledo los problemas de la policía en la provincia.

Después de este comentario, pasaron a concentrarse en el doble asesinato.

No había ocurrido nada nuevo que exigiese la atención de los policías. Todavía se encontraban en la fase inicial. Reunieron el material obtenido y lo estudiaron, controlando y registrando las diferentes pistas.

Todos los policías estaban de acuerdo en que la pista más interesante era la mujer secreta y su hijo en Kristianstad. Tampoco dudaba nadie de que lo que tenían que resolver era un homicidio con robo.

Kurt Wallander preguntó si había reinado la calma en los diferentes campos de refugiados.

– He estudiado el informe nocturno -dijo Rydberg-. Ha estado todo tranquilo. Lo más dramático anoche fue un alce que corría por la E 14.

– Mañana es viernes -dijo Kurt Wallander-. Anoche recibí una llamada anónima otra vez. La misma persona. Volvió a repetir la amenaza de que algo ocurriría mañana, viernes.

Rydberg sugirió que contactasen con la policía nacional. Luego ellos decidirían si hacía falta poner recursos adicionales de vigilancia.

– Eso haremos -dijo Kurt Wallander-. Vale más estar seguros. En nuestro distrito pondremos una patrulla nocturna más, que sólo se concentre en los campos de refugiados.

– Deberás ordenar horas extras -aconsejó Hanson.

– Lo sé -contestó Kurt Wallander-. Quiero a Peters y a Norén en este turno de noche especial. Que alguien llame para hablar con los encargados de los diferentes campos. No los asustéis. Pedidles sólo que mantengan los ojos bien abiertos.

Tras una hora larga dieron por concluida la reunión.

Kurt Wallander se encontraba solo en su despacho, preparándose para escribir la réplica a la Televisión Sueca. Entonces sonó el teléfono.

Era Göran Boman de Kristianstad.

– Te vi en las noticias anoche -dijo riendo.

– ¿No es tremendo?

– Sí. ¿Por qué no protestas?

– Estoy escribiendo una carta.

– ¿En qué estarán pensando esos periodistas?

– No les importa si es verdad o no. Más bien piensan en los titulares sensacionalistas que puedan hacer.

– Tengo buenas noticias para ti.

Kurt Wallander sintió que aumentaba su excitación.

– ¿La has encontrado?

– Tal vez. Te estoy enviando unos folios por fax. Creemos que tenemos nueve probables candidatas. El registro civil sirve para algo. Pensé que debías echar una mirada a lo que hemos encontrado. Luego me llamas y me dices si hay alguien en quien debamos concentrarnos.

– Muy bien, Göran -dijo Kurt Wallander-. Te llamaré.

El telefax estaba en la recepción. Una joven sustituta, a la que nunca había visto antes, sacaba una hoja del fax.

– ¿Quién es Kurt Wallander? -preguntó.

– Soy yo -contestó-. ¿Dónde está Ebba?

– Fue a la tintorería -contestó la chica.

Kurt Wallander sintió vergüenza. Dejaba que Ebba se ocupara de sus asuntos privados.

Göran Boman había enviado en total cuatro páginas. Kurt Wallander volvió a su despacho y las extendió sobre su mesa… Repasó todos los nombres, las fechas de nacimiento y las fechas de nacimiento de los niños de padre desconocido. Enseguida desechó a cuatro de las candidatas. Luego quedaron cinco mujeres que habían tenido hijos durante los años cincuenta.

Dos de ellas seguían viviendo en Kristianstad. Una estaba registrada en una dirección de Gladsax, a las afueras de Kristianstad. De las otras dos, una vivía en Strömsund y la otra había emigrado a Australia.

Sonrió al pensar que quizá sería necesario para la investigación enviar a alguien al otro lado del globo.

Luego llamó a Göran Boman.

– Muy bien -dijo otra vez-. Esto promete. Si vamos por buen camino, nos quedan cinco entre las cuales elegir.

– ¿Las llamo para una charla?

– No. Me quiero encargar yo mismo. Mejor dicho, he pensado que podríamos hacerlo entre nosotros dos. Si tienes tiempo.

– Me lo tomaré. ¿Empezamos hoy?

Kurt Wallander miró el reloj.

– Esperaremos hasta mañana -contestó-. Intentaré estar contigo sobre las nueve si no pasa nada malo esta noche.

Le dio un breve informe sobre las amenazas anónimas.

– ¿Habéis encontrado a los del incendio de la otra noche?

– Todavía no.

– Prepararé el terreno para mañana. Miraré que ninguna se haya mudado.

– Tal vez nos podríamos ver en Gladsax -sugirió Kurt Wallander-. Está a mitad de camino.

– A las nueve en el Hotel Svea de Simrishamn -dijo Göran Boman-. Empezaremos el día con una taza de café.

– Suena bien. Hasta mañana. Y gracias.

«Ahora verán», pensó Kurt Wallander al colgar.

«Ahora empezaremos de verdad.»

Luego escribió la carta a la Televisión Sueca. No midió las palabras y decidió enviar copias al Departamento de Inmigración, a la ministra de Inmigración, al director de la policía municipal y al director general de la jefatura Nacional de Policía.

De pie, en el pasillo, Rydberg leyó lo que había escrito.

– Bien -dijo-. Pero no creas que van a mover un dedo. Los periodistas en este país, especialmente los de la televisión, no se equivocan nunca.

Dejó la carta para que la pasaran a limpio y entró en el comedor a tomar café. No había tenido tiempo de pensar en la comida. Era casi la una y decidió hacer una limpieza entre todos sus papeles antes de ir a comer.

La noche anterior se había sentido muy mal al recibir la llamada anónima. Pero había apartado los presentimientos lúgubres de su cabeza. Si pasaba alguna cosa, la policía estaba preparada.

Marcó el número de Sten Widén. Pero, en el momento en que oyó la señal de llamada, colgó deprisa. Sten Widén podía esperar. Ya tendrían tiempo de medir lo que tardaba un caballo en acabar con una ración de heno.

Llamó a las autoridades de la fiscalía.

La telefonista contestó que Anette Brolin sí estaba.

Se levantó y fue hasta el otro lado de la comisaría. En el momento de levantar la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió.

Ella llevaba el abrigo puesto.

– Me iba a comer -dijo.

– ¿Te puedo acompañar?

Pareció pensárselo un momento. Luego sonrió rápidamente.

– ¿Por qué no?

Kurt Wallander sugirió el Continental. Les dieron una mesa al lado de la ventana y los dos pidieron salmón.

– Anoche te vi en las noticias -dijo Anette Brolin-. ¿Cómo pueden dar un reportaje tan incompleto y tan tendencioso?

Wallander, que se había preparado para recibir una crítica, se relajó otra vez.

– Los periodistas ven a la policía como una presa permitida -dijo-. Nosotros recibimos críticas tanto si actuamos mucho como poco, no importa. Tampoco entienden que a veces debamos callarnos ciertos datos, por razones que tienen que ver con la investigación.

Sin pensárselo le habló del soplo. Lo mal que le había sentado que cierta información de la reunión fuera directamente a la televisión.

Notó que le estaba escuchando. De repente le parecía ver a otra persona detrás del papel de fiscal y la ropa elegante. Después de comer pidieron café.

– ¿La familia también se ha venido aquí? -preguntó.

– Mi marido se ha quedado en Estocolmo -aclaró-. Y los niños no van a cambiar de escuela sólo por un año.

Kurt Wallander notó que se sentía desilusionado.

De algún modo habría deseado que el anillo de casada no significara nada a pesar de todo.

El camarero se acercó con la cuenta y Kurt Wallander sacó la mano para pagar.

– Pagamos a medias -dijo ella.

Les sirvieron otra taza de café.

– Háblame de esta ciudad -pidió-. He repasado algunos casos criminales de los últimos años. La diferencia es grande si se compara con Estocolmo.

– Está disminuyendo -replicó Wallander-. Pronto toda la campiña sueca será un suburbio entero de las ciudades más grandes. Hace veinte años, por ejemplo, no había narcotráfico aquí. Hace diez años lo había en ciudades como Ystad y Simrishamn. Pero todavía teníamos cierto control de lo que pasaba. Hoy la droga está en todas partes. Cuando paso delante de una bonita granja de por aquí, a veces pienso: ahí quizá se esconda una enorme fábrica de anfetaminas.

– Pero hay menos crímenes violentos. Y no son tan graves.

– Todo llega. Desgraciadamente. Pero la diferencia entre las ciudades grandes y las zonas rurales pronto se habrá borrado del todo. El crimen organizado es importante en Malmö. Las fronteras abiertas y todos los transbordadores son como terrones de azúcar para la mafia.

– De todos modos hay cierta calma -dijo ella pensativamente-. Algo que se ha perdido por completo en Estocolmo.

Salieron del Continental. Kurt Wallander había aparcado muy cerca, en la calle Stickgatan.

– ¿Realmente se puede aparcar aquí? -preguntó Anette.

– No -contestó Kurt Wallander-. Pero cuando me ponen una multa, casi siempre la pago. Aunque sería una experiencia interesante dejar de pagarla y que me denunciaran.

Condujeron hasta la comisaría.

– Pensaba invitarte a cenar una noche. Podría enseñarte los alrededores.

– Con mucho gusto -dijo ella.

– ¿Cada cuándo vas a casa? -preguntó él.

– Cada dos semanas.

– ¿Y tu marido y los niños?

– Él viene cuando tiene tiempo. Y los niños, cuando tienen ganas.

«Te quiero», pensó Kurt Wallander.

«Veré a Mona esta noche y le diré que amo a otra mujer.»

Se separaron en la recepción de la comisaría.

– Te daré un informe el lunes -murmuró Kurt Wallander-. Empezamos a seguir algunas pistas.

– ¿Hay prevista alguna detención?

– No. Todavía no. Pero las investigaciones en los bancos nos dieron algunos resultados.

Ella asintió con la cabeza.

– El lunes, antes de las diez, si puedes -dijo-. El resto del día tengo arrestos y audiencias.

Quedaron para las nueve.

Kurt Wallander la siguió con la mirada cuando desapareció por el pasillo.

Se sentía extrañamente alegre al volver a su despacho. «Anette Brolin», pensó. «¿Qué no podría pasar en un mundo donde dicen que todo es posible?»

El resto del día lo dedicó a leer diferentes actas de interrogatorios que anteriormente sólo había mirado por encima. El acta definitiva de la autopsia también había llegado. De nuevo se sobresaltó por la increíble violencia a la que habían sido sometidos los dos ancianos. Leyó los informes de las conversaciones con las dos hijas y el resultado de los interrogatorios puerta por puerta en Lenarp.

Todos los informes eran unánimes y se complementaban. Nadie sospechaba que Johannes Lövgren fuera una persona bastante más compleja de lo que aparentaba. El sencillo agricultor tenía una doble personalidad.

Una vez durante la guerra, en el otoño de 1943, lo habían citado ante el tribunal por malos tratos. Pero fue absuelto. Alguien había encontrado una copia de la investigación y la leyó minuciosamente. Pero no vio ningún motivo aparente para la venganza. Más bien parecía una discusión normal en la casa comunal de Erikslund, que había acabado en pelea.

A las tres y media Ebba entró con su traje limpio de la tintorería.

– Eres un ángel -dijo.

– Espero que tengas una noche agradable -le deseó ella sonriendo.

Kurt Wallander se emocionó. Se lo había dicho con el corazón.

Hasta las cinco estuvo rellenando una quiniela, pidió hora para la revisión del coche y pensó en todas las conversaciones importantes que le esperaban el día siguiente. Más tarde escribió una nota para sí mismo, tenía que preparar un informe para cuando volviera Björk.

A las cinco y tres minutos, Tomas Näslund se asomó por la puerta.

– ¿Todavía estás aquí? -preguntó-. Pensaba que te habías marchado.

– ¿Por qué?

– Ebba me lo dijo.

«Ebba me vigila», pensó con una sonrisa. «Mañana le traeré unas flores antes de ir a Simrishamn.»

Näslund entró en el despacho.

– ¿Tienes tiempo? -preguntó.

– No mucho.

– No tardaré. Se trata de ese Klas Månson.

Kurt Wallander tuvo que pensar un momento antes de recordar quién era.

– ¿El que atracó aquella tienda nocturna?

– Ese mismo. Tenemos testigos que lo inculpan a pesar de que llevaba una especie de media sobre la cara. Un tatuaje en la muñeca. No hay duda de que fue él. Pero esta nueva fiscal no está de acuerdo con nosotros.

Kurt Wallander levantó las cejas.

– ¿En qué sentido?

– Piensa que la investigación está mal hecha.

– ¿Lo está?

Näslund lo miró con sorpresa.

– No está peor que cualquier investigación anterior. El asunto está claro, ¿no?

– ¿Qué dijo, pues?

– Que si no podemos presentar pruebas más convincentes, no aceptará un nuevo arresto. ¡Es una mierda que una tía de Estocolmo pueda venir aquí y hacerse la importante!

Kurt Wallander notó que se enfadaba. Pero, precavido, se calló.

– Per no habría causado ningún problema -continuó Näslund-. Está claro que ese gamberro atracó la tienda.

– ¿Tienes la investigación? -preguntó Kurt Wallander.

– Le pedí a Svedberg que la leyera.

– Pásamela y la miraré mañana.

Näslund se preparó para marcharse.

– Alguien debería decirle algo a esa tía -dijo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza sonriendo.

– Yo lo haré -se ofreció-. Claro que no podemos tener una fiscal de Estocolmo que interfiera en nuestra manera de hacer las cosas.

– Pensé que dirías eso -dijo Näslund, y se marchó.

«Una buena razón para ir a cenar», pensó Kurt Wallander.

Se puso la chaqueta, tomó el traje recién lavado y apagó la luz del techo.

Después de una ducha rápida estaba en Malmö pasadas las siete. Encontró un aparcamiento al lado de la plaza de Stortorget y bajó la escalera del restaurante Kockska Krogen.

Tendría tiempo de tomar un par de copas antes de verse con Mona en el restaurante del Centralen.

A pesar de que el precio le pareció abusivo, pidió un whisky doble. Prefería el whisky de malta, pero esta vez se contentó con una marca más sencilla.

Al primer trago se manchó. Tendría una nueva mancha en la solapa. Casi en el mismo sitio que la anterior.

«Me voy a casa», pensó, lleno de desprecio hacia sí mismo. «Me voy a casa y me acuesto. Ya no puedo sostener ni una copa sin mancharme.» Al mismo tiempo sabía que era vanidad. Vanidad y nervios ante el encuentro con Mona. Acaso el encuentro más importante desde el día en que le pidió el matrimonio.

Se había impuesto la tarea de detener un divorcio que ya era un hecho.

Pero ¿qué quería en realidad?

Secó la solapa con una servilleta de papel, apuró la copa y pidió otro whisky.

Al cabo de diez minutos tendría que marcharse.

Para entonces debía decidirse. ¿Qué le diría a Mona?

¿Y qué contestaría ella?

Le trajeron su copa y bebió un trago rápido. El alcohol le quemaba en las sienes y notó que empezaba a sudar.

No sacó nada en claro.

De forma inconsciente esperaba que Mona dijera las palabras salvadoras.

Era ella la que quería divorciarse.

Entonces tendría que ser ella la que tomara la iniciativa para no seguir adelante.

Pagó y salió. Se movía despacio, para no llegar demasiado pronto.

Mientras esperaba a que un semáforo se pusiera verde, decidió comentar dos cosas con Mona.

Hablaría en serio con ella sobre Linda. Y le pediría consejo acerca de su padre. Mona lo conocía bien. Aunque no habían tenido una relación muy buena, conocía sus cambios de humor.

«Debería haber llamado a Kristina», pensó al cruzar la calle.

«Probablemente ha sido un olvido voluntario.»

Pasó el puente del canal y un coche lleno de jóvenes gamberros lo adelantó. Un joven borracho iba con la mitad del cuerpo por fuera de la ventana, gritando algo.

Kurt Wallander recordaba cómo había cruzado aquel mismo puente hacía más de veinte años. Por aquellos barrios la ciudad era la misma. Allí había patrullado como joven policía, a menudo con un colega un poco mayor, y habían entrado en la estación de ferrocarriles para controlar.

Entró en la estación. Muchas cosas habían cambiado desde la última vez. Pero el suelo de piedra era el mismo. Al igual que el chirriante sonido de los vagones y los frenos de las locomotoras.

De repente vio a su hija.

Primero pensó que se confundía. Igual podría ser la chica que cargaba las balas de heno en la granja de Sten Widén. Pero luego no le cupo ninguna duda. Era Linda.

Estaba junto a un hombre negro como el carbón, intentando sacar un billete de una máquina. El africano era casi medio metro más alto que ella. Tenía el pelo abundante y rizado y vestía un mono de color lila.

Wallander se retiró al instante detrás de una columna como si estuviera espiando a alguien.

El africano dijo algo y Linda se rió.

Pensó que hacía años que no veía reír a su hija.

Lo que vio le hizo desesperar. Sentía que no llegaba a ella. La había perdido para siempre, a pesar de que estaban tan cerca.

«Mi familia», pensó. «Estoy en una estación de ferrocarril y espío a mi hija. Al mismo tiempo que su madre, mi esposa, quizás haya llegado al restaurante para cenar conmigo y para ver si podemos comunicarnos sin gritar ni chillar.»

De pronto le costaba ver. Los ojos se le nublaron de lágrimas.

No había visto reír a Linda ni había tenido lágrimas en los ojos en mucho tiempo.

El africano y Linda iban hacia la salida de los andenes. Quería correr tras ella, abrazarla.

Luego desaparecieron de su vista y él siguió su repentina tarea de vigilancia. Iba por las sombras del andén donde soplaba el viento helado del estrecho. Los vio caminar de la mano, riendo. Lo último que vio fueron las puertas que se cerraron con un soplido, y el tren se fue hacia Landskrona o Lund.

Intentó pensar que tenía aspecto alegre. Desenfadada, como cuando era muy joven. Pero lo único que sentía era su propia desdicha.

Kurt Wallander. El policía patético. Con una vida familiar tan penosa.

Y llegaría con retraso. A lo mejor Mona se había marchado. Ella siempre era muy puntual y se sentía mal cuando tenía que esperar.

Especialmente a él.

Echó a correr por el andén. Una locomotora de color rojo fuego rugía como un animal salvaje a su lado.

Tenía tanta prisa que tropezó en la escalera que llevaba al restaurante. El portero rapado le miró con expresión de censura.

– ¿Adónde crees que vas? -preguntó.

La pregunta paralizó a Kurt Wallander. El significado de la pregunta quedaba claro.

El guardia pensaba que estaba borracho. No lo dejarían entrar.

– Voy a cenar con mi esposa -contestó.

– No lo creo -dijo el guardia-. Vale más que te vayas a casa.

Kurt Wallander sintió que le subía la cólera.

– ¡Soy policía! -bramó-. Y no estoy borracho si eso es lo que pensabas. Déjame entrar antes de que me cabree de verdad.

– ¡Que te jodan! -dijo el guardia-. Vete o llamo a la poli.

Por un breve instante se le pasó por la cabeza golpear al vigilante. Pero a pesar de todo tuvo el sentido común de controlarse. Sacó su placa de identificación del bolsillo interior.

– Soy policía, de verdad -dijo-. Y no estoy borracho. Tropecé. Además, es verdad que mi esposa me está esperando.

El guardia miró la placa con incredulidad.

Luego sonrió con toda la cara.

– Te reconozco -dijo-. Saliste por la tele la otra noche.

«Por fin la televisión te da una alegría», pensó.

– Estoy de acuerdo contigo -continuó el guardia-. Completamente.

– ¿De acuerdo en qué?

– En mantener a raya a los guiris de mierda. ¿Qué tipo de gente es la que dejamos entrar en este país, gente que mata a ancianos? Estoy de acuerdo contigo en echarlos a patadas a todos. A palos.

Kurt Wallander comprendió que sería imposible discutir con el vigilante. Lo intentó con una sonrisa.

– Vaya hambre que tengo -dijo.

El vigilante le abrió la puerta.

– ¿Verdad que entiendes que hay que tener cuidado?

– Claro que sí -contestó Kurt Wallander mientras entraba en el calor del restaurante.

Dejó su abrigo y buscó con la mirada.

Mona estaba sentada al lado de una ventana con vistas al canal.

¿Lo habría visto al llegar?

Intentó meter la barriga todo lo que pudo, se pasó la mano por el pelo y se acercó a ella.

Todo fue mal desde el principio.

Notó que Mona había descubierto la mancha en la solapa y eso lo puso rabioso.

Tampoco sabía si podía ocultarlo.

– Hola -saludó y se sentó frente a ella.

– Retrasado como de costumbre -contestó-. ¡Has engordado mucho!

Pensó que eso era comenzar con una ofensa. Nada de simpatía ni amor.

– Pero tú estás igual. ¡Qué morena!

– Hemos pasado una semana en Madeira.

Madeira. Primero París, luego Madeira. El viaje de novios. El hotel que se asomaba al borde de los acantilados, el pequeño restaurante marinero al lado de la playa. Y había estado allí de nuevo. Con otro.

– Ah, sí -dijo-. Pensaba que Madeira era nuestra isla.

– ¡No seas infantil!

– ¡Es verdad!

– Entonces eres infantil.

– ¡Claro que soy infantil! ¿Y qué pasa?

La conversación avanzaba despacio. Cuando se acercó una amable camarera, fue como si los hubiera salvado de un lago helado.

Con el vino en la mesa el ambiente mejoró.

Kurt Wallander observaba a la mujer que había sido su esposa y sentía que era muy hermosa. Al menos para él. Intentó evitar los pensamientos que le producían dolor de estómago por culpa de los celos.

Intentó parecer tranquilo, cosa que no era cierta pero a la que aspiraba.

Levantaron las copas.

– Vuelve -dijo en tono de súplica-. Empecemos de nuevo.

– No -contestó ella-. Tienes que comprender que se acabó. Ya terminó.

– Entré en la estación mientras te esperaba -dijo-. Allí vi a nuestra hija.

– ¿A Linda?

– Pareces sorprendida.

– Pensaba que estaba en Estocolmo.

– ¿Qué iba a hacer en Estocolmo?

– Preguntar en una escuela superior para ver si había algo que pudiera interesarle.

– No me confundí. Era Linda.

– ¿Hablaste con ella?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– Estaba subiendo al tren -dijo-. No llegué a tiempo.

– ¿Qué tren?

– El de Lund o Landskrona. Iba con un africano.

– Qué bien.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que Herman es lo mejor que le ha pasado a Linda en mucho tiempo.

– ¿Herman?

– Herman Mboya. Es de Kenia.

– ¡Llevaba un mono lila!

– A veces viste un poco raro.

– ¿Qué hace en Suecia?

– Estudia medicina. Pronto será médico.

Kurt Wallander escuchaba con asombro. ¿Le estaba tomando el pelo?

– ¿Médico?

– Sí. ¡Médico! Doctor o como lo llames. Es amable, considerado, tiene sentido del humor.

– ¿Viven juntos?

– Tiene un pequeño piso de estudiante en Lund.

– ¡Te pregunté si viven juntos!

– Creo que Linda finalmente se ha decidido.

– ¿Decidido a qué?

– A irse a vivir con él.

– Entonces ¿cómo va a poder estudiar en una escuela superior de Estocolmo?

– Fue idea de Herman.

La camarera llenó sus copas de vino. Kurt Wallander notó que se estaba emborrachando.

– Me llamó un día -dijo-. Estaba en Ystad. Pero no fue a verme al final. Si la ves, le podrías decir que la echo muchísimo de menos.

– Ella hace lo que quiere.

– ¡Sólo te pido que se lo digas!

– ¡Lo haré! ¡No grites!

– ¡No grito!

En ese momento llegó el bistec tártaro. Comieron en silencio. Kurt Wallander pensó que no sabía a nada. Pidió otra botella de vino y se preguntó cómo llegaría a casa.

– Parece que estás bien -dijo.

Ella asintió con la cabeza, segura y quizás con un poco de rencor.

– ¿Y tú?

– Estoy hecho una mierda. Aparte de eso, bien.

– ¿De qué querías hablar?

Había olvidado pensar en una excusa para su encuentro. En aquel momento no sabía qué decir.

«La verdad», pensó con ironía. «¿Por qué no intentarlo?»

– Sólo quería verte -respondió-. Todo lo demás era mentira.

Ella sonrió.

– Me alegro de haberte visto -dijo ella.

De repente él se echó a llorar.

– Te echo tanto de menos -murmuró.

Ella estiró la mano y la puso sobre la de él. Pero no dijo nada.

Y en ese momento Kurt Wallander comprendió que se había acabado. Nada podía cambiar el divorcio. Podrían cenar juntos quizá. Pero sus vidas iban irrevocablemente por caminos separados. Su silencio no mentía.

Empezó a pensar en Anette Brolin. Y en la mujer negra que lo visitaba en sueños.

No estaba preparado para la soledad. Pero se esforzaría por aceptarla y quizás al cabo de un tiempo encontraría una nueva vida, de la que nadie más que él sería responsable.

– Contéstame a una sola cosa -preguntó-. ¿Por qué me dejaste?

– Si no te hubiera dejado, la vida se me habría escapado -contestó ella-. Me gustaría que entendieras que no fue culpa tuya. Fui yo la que sentía la necesidad de la ruptura, fui yo la que me decidí. Un día entenderás lo que quiero decir.

– Quiero entenderlo ahora.

Al salir, ella quería pagar su parte. Pero él insistió y le dejó pagar.

– ¿Cómo irás a casa? -preguntó ella.

– Hay un autobús nocturno. ¿Y tú?

– Iré caminando.

– Te acompaño un trozo.

Ella negó con la cabeza.

– Nos separamos aquí. Es mejor. Pero llámame. Quiero que sigamos en contacto.

Le dio un beso rápido en la mejilla. La vio cruzar el puente del canal con pasos enérgicos. Cuando desapareció entre el Savoy y la oficina de turismo la siguió. Antes había espiado a su hija. En aquel momento seguía a su mujer.

Junto a la tienda de electrodomésticos que había en la esquina de la plaza de Stortorget esperaba un coche. Ella se sentó en el asiento de delante. Kurt Wallander se escondió en un portal cuando el coche pasó cerca de él. Por un momento vio al hombre que conducía.

Se fue hacia su coche. No había ningún autobús nocturno para Ystad. Entró en una cabina de teléfonos y llamó a casa de Anette Brolin. Cuando contestó, colgó deprisa.

Se sentó en su coche, puso la casete de Maria Callas y cerró los ojos.

Se despertó de golpe porque tenía frío. Había dormido casi dos horas. A pesar de que no estaba sobrio decidió ir conduciendo a casa. Se metería por caminos vecinales y pasaría por Svedala y Svaneholm. Allí no corría el riesgo de cruzarse con patrullas de policía.

Pero había olvidado por completo que las patrullas nocturnas de Ystad estarían vigilando los campos de refugiados. Y que él mismo había dado la orden.

Tras controlar que todo estaba en calma en Hageholm, Peters y Norén se cruzaron con un conductor que hacía eses entre Svaneholm y Slimminge. A pesar de que los dos normalmente reconocían el coche de Wallander, no se les ocurrió que podría ser él quien conducía de noche. Además, la matrícula estaba tan llena de barro que no se podía identificar. Detuvieron el coche y golpearon el cristal; Kurt Wallander lo bajó y sólo entonces reconocieron a su jefe en funciones.

Ninguno de ellos dijo nada. La linterna de Norén iluminaba los ojos rojizos de Wallander.

– ¿Todo tranquilo? -preguntó Wallander.

Norén y Peters se miraron.

– Sí -dijo Peters-. Todo parece tranquilo.

– Está bien -susurró Wallander y empezó a subir el cristal.

Entonces Norén se acercó.

– Es mejor que salgas del coche -dijo-. Ahora, enseguida.

Kurt Wallander miró sin comprender la cara apenas visible bajo la fuerte luz de la linterna.

Luego se encogió e hizo lo que le habían dicho.

Salió del coche.

La noche era fría. Tenía frío.

Algo había terminado.

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