Después de un concienzudo trabajo que se alargó hasta muy avanzada la noche del viernes 19 de enero, Kurt Wallander y sus colaboradores estaban preparados para la batalla. Björk los había acompañado durante la larga reunión de investigación y, cuando Kurt Wallander se lo pidió, permitió que Hanson dejase el trabajo del crimen de Hageholm para poder unirse al grupo de Lenarp, que era el nuevo nombre del equipo de trabajo. Näslund seguía enfermo, pero había llamado para decir que se incorporaría al día siguiente.
Aunque era fin de semana, trabajarían con la misma intensidad. Martinson había vuelto con la jauría de perros después de haber rastreado el camino del pantano, que iba desde la carretera de Veberödsvägen hasta la parte posterior de la cuadra de los Lövgren. Había hecho un trabajo minucioso a lo largo de los casi dos kilómetros del camino, que atravesaba un par de bosquecillos, servía de límite entre dos propiedades y luego transcurría paralelo a un arroyo casi seco. No había encontrado nada importante, aunque volvió a la comisaría con un saco de plástico lleno de objetos. Entre otras cosas había una rueda oxidada de un cochecito de muñecas, una lona manchada de petróleo y una cajetilla de cigarrillos de una marca extranjera. Los objetos serían examinados, pero Kurt Wallander no creía que fueran a aportar algo nuevo a la investigación.
La decisión más importante que se tomó durante la reunión fue poner a Erik Magnuson bajo vigilancia continua. Vivía en un bloque de pisos en el barrio de Rosengård. Como Hanson informó de que habría carreras de caballos en Jägersro el domingo, le tocó la vigilancia durante las carreras.
– Pero no daré el visto bueno a ningún boleto de juego -dijo Björk en un dudoso intento de bromear.
– Propongo que entreguemos un boleto de juego común -contestó Hanson-. Tenemos la posibilidad única de que esta investigación sea rentable.
Pero la seriedad reinaba entre el grupo en el despacho de Björk. Tenían la sensación de estar acercándose a un momento decisivo.
La cuestión que causaba la discusión más larga era si iban a informar a Erik Magnuson de que el asunto estaba candente, que las piedras empezaban a arder bajo sus pies. Tanto Rydberg como Björk dudaban. Pero Kurt Wallander era de la opinión de que no podían perder nada con el hecho de que Erik Magnuson supiese que la policía le tenía en su punto de mira. La vigilancia se haría discretamente, por supuesto. Pero aparte de esto no se tomarían otras medidas para ocultar que la policía estaba movilizada.
– Deja que se ponga nervioso -dijo Kurt Wallander-. Si tiene algo de qué preocuparse, espero que lo descubramos.
Tardaron tres horas en repasar todo el material para intentar encontrar pistas que indirectamente pudiesen relacionar con Erik Magnuson. No encontraron nada, pero tampoco nada que demostrara que no podría haber sido Erik Magnuson quien estaba en Lenarp aquella noche, pese a la coartada de su novia. De vez en cuando, Kurt Wallander tenía la sensación de que se adentraban en un nuevo callejón sin salida.
Ante todo era Rydberg quien mostraba señales de duda. Una y otra vez se preguntaba si una sola persona podría haber cometido el doble asesinato.
– En aquella carnicería había algo que indicaba que no era trabajo de una sola persona. No me lo puedo quitar de la cabeza.
– Nada impide que tuviese un cómplice -dijo Kurt Wallander-. Iremos paso a paso.
– Si cometió el crimen para pagar una deuda de juego no le hacía falta un cómplice -objetó- Rydberg.
– Lo sé -dijo Kurt Wallander-. Pero tenemos que continuar.
Después de una rápida actuación de Martinson, disponían de una fotografía de Erik Magnuson, que encontraron en el archivo del Consejo General. Era de un folleto en el que el Consejo General presentaba su amplia actividad para unos habitantes que se suponía que eran ignorantes. Björk, que era de la opinión de que todas las instituciones estatales y municipales necesitaban sus propios departamentos de defensa para que en caso de necesidad pudiesen informar a la gente ignorante sobre la colosal importancia de aquella institución, encontraba el folleto estupendo. Sea como fuere, Erik Magnuson estaba al lado de su carretilla elevadora amarilla, vestido con un mono blanquísimo. Sonreía.
Los agentes observaron su cara y la compararon con algunas fotografías en blanco y negro de Johannes Lövgren. Entre otras, había una foto en la que Johannes Lövgren posaba junto a un tractor en un campo recién labrado.
¿Podrían ser padre e hijo el conductor del tractor y el conductor de la carretilla elevadora?
A Kurt Wallander le costaba fijarse en las fotos y hacerlas coincidir.
Lo único que veía era la cara ensangrentada de un anciano al que le habían cortado la nariz.
Sobre las once de la noche del viernes habían preparado sus planes de ataque. Para entonces, Björk los había dejado porque debía asistir a una cena organizada por el club local de golf.
Kurt Wallander y Rydberg aprovecharían el sábado para visitar de nuevo a Ellen Magnuson en Kristianstad. Martinson, Näslund y Hanson se repartirían la vigilancia de Erik Magnuson, y también confrontarían a su novia con la coartada dada. El domingo sería de vigilancia y de repaso adicional de todo el material de investigación. El lunes, Martinson, al que habían nombrado experto en ordenadores sin que lo solicitara, analizaría los negocios de Erik Magnuson. ¿Habría otras deudas? ¿Tendría algún tipo de antecedentes criminales?
Kurt Wallander le pidió a Rydberg que lo examinase todo a solas. Quería que Rydberg hiciese lo que llamaban una cruzada. Intentar unir acontecimientos y personas que a primera vista no tuviesen nada en común. ¿Existiría, a pesar de todo, algún punto de contacto hasta entonces invisible? Esto era lo que Rydberg iba a investigar.
Rydberg y Wallander salieron juntos de la comisaría. De repente Kurt Wallander se dio cuenta del cansancio de Rydberg y se acordó de su visita al hospital.
– ¿Cómo te va? -preguntó.
Rydberg se encogió de hombros y contestó algo ininteligible.
– ¿Las piernas? -preguntó Kurt Wallander.
– Como siempre -contestó Rydberg, dejando entrever que no tenía más ganas de hablar de sus dolencias.
Kurt Wallander se fue a su casa y se sirvió una copa de whisky. Pero la dejó sin tocar en la mesa del sofá y se acostó. El cansancio lo venció. Se durmió, ajeno a todos los pensamientos que daban vueltas por su cerebro.
Soñó con Sten Widén.
Iban juntos a una ópera cantada en un idioma desconocido.
Kurt Wallander, al despertar, no pudo recordar la ópera con la que había soñado.
En cambio recordó, en cuanto se despertó a la mañana siguiente, algo que habían comentado la noche anterior. El testamento de Johannes Lövgren. El testamento que no existía.
Rydberg había hablado con el albacea al que habían recurrido las dos hijas supervivientes, un abogado a menudo solicitado por las organizaciones de granjeros del distrito.
No existía ningún testamento. Eso significaba que las dos hijas heredarían toda la inesperada fortuna de Johannes Lövgren.
¿Sabría Erik Magnuson que Johannes Lövgren tenía grandes recursos? ¿O habría permanecido tan callado ante él como ante su esposa?
Kurt Wallander se levantó de la cama con el propósito de no acostarse aquel día sin averiguar definitivamente si el padre desconocido del hijo de Ellen Magnuson era Johannes Lövgren.
Tomó un desayuno mal preparado y se encontró con Rydberg en la comisaría un poco después de las nueve. Martinson, que había permanecido vigilando en un coche delante de la casa de Erik Magnuson en Rosengård hasta que lo reemplazó Näslund, dejó una nota diciendo que no había ocurrido absolutamente nada durante la noche. Erik Magnuson estaba en su piso. La noche había transcurrido tranquila.
La mañana de enero era brumosa. Había escarcha en los campos pardos. Rydberg estaba cansado y silencioso al lado de Kurt Wallander en el coche. No empezaron a hablar hasta que se acercaron a Kristianstad.
A las diez y media se encontraron con Göran Boman en la comisaría de Kristianstad.
Juntos estudiaron la copia del interrogatorio que Göran Boman le había hecho a la mujer.
– No tenemos nada que la implique -declaró Göran Boman-. Le hemos pasado el aspirador a ella y a su entorno. No hay nada. Su historia cabe en un solo folio. Ha trabajado en la misma farmacia durante treinta años. Cantó en un coro durante unos años pero lo dejó. Pide muchos libros prestados a la biblioteca. Pasa las vacaciones con una hermana en Vemmenhög, nunca va al extranjero, nunca se compra ropa nueva. Es una persona que por lo menos en apariencia vive una vida totalmente pacífica. Sus costumbres son regulares, rozando la meticulosidad. Lo más sorprendente es cómo soporta vivir así.
Kurt Wallander le dio las gracias por su trabajo.
– Ahora nos toca a nosotros -dijo.
Se fueron a casa de Ellen Magnuson.
Cuando ella les abrió la puerta, Kurt Wallander pensó que el hijo se parecía mucho a su madre. No podía determinar si los estaba esperando. Sus ojos parecían ausentes, como si en realidad estuviese en otro lugar totalmente diferente.
Kurt Wallander paseó la mirada alrededor del salón. Los invitó a café. Rydberg se excusó pero Kurt Wallander aceptó.
Cada vez que Kurt Wallander entraba en un piso desconocido, pensaba que estaba mirando las tapas de un libro que le acababan de dar. El piso, los muebles, los cuadros, los olores, eran el título. Entonces empezaría a leer. Pero el piso de Ellen Magnuson era inodoro. Como si Kurt Wallander se encontrase en un lugar deshabitado. Respiró el olor a desolación. Una gris resignación. Sobre los pálidos papeles pintados colgaban carteles con motivos difusos y abstractos. Los muebles que llenaban la habitación eran anticuados y pesados. Unos manteles de encaje cubrían con pulcritud una mesa plegable de caoba. En una pequeña estantería había una fotografía de un niño sentado delante de un rosal. Kurt Wallander pensó que la única foto que tenía expuesta de su hijo era de la niñez. Como hombre adulto no estaba presente.
Al lado del salón había un pequeño comedor. Kurt Wallander empujó la puerta semiabierta con el pie. Para sorpresa suya, uno de los cuadros de su padre colgaba de una de las paredes.
Era el paisaje de otoño sin urogallo.
Se quedó observando la imagen hasta que oyó el ruido de la bandeja detrás de sí.
Era como si hubiese visto el motivo del padre por vez primera.
Rydberg se sentó en una silla junto a la ventana. Kurt Wallander pensó que algún día le preguntaría por qué siempre se sentaba al lado de una ventana.
«¿De dónde vienen nuestras costumbres?», pensó. «¿En qué fábrica secreta se producen nuestros hábitos y manías?»
Ellen Magnuson le sirvió el café.
Pensó que debía empezar.
– Göran Boman de la policía de Kristianstad estuvo aquí y le hizo unas cuantas preguntas -dijo-. No se sorprenda si le hacemos las mismas preguntas otra vez.
– Tampoco se sorprenda si recibe las mismas respuestas -replicó Ellen Magnuson.
Precisamente en ese instante, Kurt Wallander comprendió que era la mujer que tenía delante con quien Johannes Lövgren había tenido un hijo.
Kurt Wallander lo sabía sin que pudiera explicar por qué. En un momento arriesgado decidió mentir para obtener la verdad. Si no se equivocaba, Ellen Magnuson tenía muy poca experiencia con agentes de policía. Seguramente suponía que ellos buscaban la verdad, usando ellos mismos la verdad. Era ella quien debía mentir, no ellos.
– Señora Magnuson -dijo Kurt Wallander-, sabemos que Johannes Lövgren es el padre de su hijo Erik. No vale la pena que lo niegue.
Ella lo miró con miedo. Aquel rasgo ausente de su mirada desapareció de pronto. Volvía a estar presente en la habitación.
– No es verdad -dijo.
«Una mentira que pide clemencia», pensó Kurt Wallander. «Pronto se quebrará.»
– Claro que es verdad -atajó-. Nosotros lo sabemos y usted sabe que es verdad. Si a Johannes Lövgren no le hubieran matado, nunca nos habríamos molestado en hacerle estas preguntas. Pero ahora tenemos que saberlo. Y si no nos lo dice ahora, la obligaremos a contestar a estas preguntas ante un tribunal bajo juramento.
Ocurrió más deprisa de lo que había imaginado. De golpe se quebró.
– ¿Por qué queréis saberlo? -gritó-. Yo no he hecho nada. ¿Por qué no podemos tener nuestros secretos?
– Nadie prohíbe los secretos -respondió Kurt Wallander lentamente-. Pero mientras haya homicidios tendremos que buscar a los culpables. Por eso es nuestro deber hacer preguntas. Y necesitamos obtener respuestas.
Rydberg permanecía inmóvil en su silla al lado de la ventana. Observaba a la mujer con sus ojos cansados.
Juntos escucharon la historia. Kurt Wallander pensaba que era enormemente triste. La vida que se desplegaba delante de él era igual de melancólica que el paisaje escarchado por el que habían viajado aquella mañana.
Nació fruto de un matrimonio ya mayor de granjeros en Yngsjö. Consiguió dejar el barro y con el tiempo trabajó como dependienta en una farmacia. Johannes Lövgren entró en su vida como cliente de la farmacia. Ella explicó que su primer encuentro fue una ocasión en que él compró bicarbonato. Después había vuelto, la cortejaba.
La historia de él era la del granjero solitario. Antes del nacimiento del niño no le dijo que estaba casado. Ella se resignaba, nunca le tuvo odio. Él compraba su silencio con el dinero que le pagaba unas cuantas veces cada año.
Pero el hijo creció con ella. Era suyo.
– ¿Qué pensaste al enterarte de que lo habían matado? -preguntó Kurt Wallander cuando ella terminó.
– Creo en Dios -dijo-. Creo en la venganza justiciera.
– ¿La venganza?
– ¿A cuántas personas defraudó Johannes? -preguntó-. Me defraudó a mí, a su hijo, a su mujer y a sus hijas. Nos defraudó a todos.
«Y pronto sabrá que su hijo es un asesino», pensó Kurt Wallander. «¿Se imaginará que es un arcángel cumpliendo una orden divina de venganza? ¿Lo soportará?»
Siguió haciendo sus preguntas. Rydberg cambió de postura en su silla al lado de la ventana. Desde la cocina se oía el tictac de un reloj.
Cuando se marcharon, Kurt Wallander pensó que había recibido la respuesta a todas sus preguntas.
Había encontrado a la mujer secreta. Al hijo secreto. Sabía que ella había esperado a Johannes Lövgren con el dinero. Pero Johannes Lövgren nunca apareció.
De otra pregunta, sin embargo, obtuvo una respuesta inesperada.
Ellen Magnuson nunca le daba el dinero de Johannes Lövgren a su hijo. Lo ingresaba en una libreta del banco. Él lo heredaría cuando ella ya no estuviese. Tal vez temía que se lo gastara en el juego.
Pero Erik Magnuson sabía que Johannes Lövgren era su padre. Ahí había mentido. ¿Sabría también que su padre Johannes Lövgren tenía grandes recursos económicos?
Rydberg había guardado silencio durante todo el interrogatorio. Justo cuando se iban, le preguntó si veía a su hijo con cierta frecuencia. Si tenían una buena relación. ¿Conocía a su novia?
Sus respuestas fueron evasivas.
– Ya es adulto -dijo-. Vive su vida. Pero es bueno y viene a visitarme. Por supuesto que sé que tiene novia.
«Ahora miente otra vez», pensó Kurt Wallander. «No sabía lo de la novia.»
Pararon a comer en la fonda de Degeberga. Rydberg parecía haberse recuperado.
– Tu interrogatorio fue impresionante -declaró-. Deberían usarlo como ejemplo en la escuela de policía.
– De todas formas mentí -dijo Kurt Wallander-. Y eso no se considera muy aceptable.
Durante la comida determinaron las posiciones. Ambos estaban de acuerdo en aguardar las investigaciones sobre el pasado de Erik Magnuson. Hasta que todo no estuviera listo y estudiado no lo detendrían para interrogarle.
– ¿Crees que es él? -preguntó Rydberg.
– Claro que es él -contestó Kurt Wallander-. Solo o con otra persona. ¿Qué crees tú?
– Espero que tengas razón.
Volvieron a la comisaría de Ystad a las tres y cuarto. Näslund estaba en su despacho, estornudando sin parar. Hanson lo había sustituido a las doce.
Erik Magnuson había pasado la mañana comprando unos zapatos nuevos y depositando unos boletos de juego en un estanco. Después había vuelto a su casa.
– ¿Parece estar alerta? -preguntó Kurt Wallander.
– No lo sé -contestó Näslund-. A ratos me lo parece. A ratos creo que me lo imagino.
Rydberg se fue a casa y Kurt Wallander se encerró en su despacho.
Hojeó distraídamente un montón de papeles que alguien había colocado en su mesa.
Le costaba concentrarse.
El relato de Ellen Magnuson lo había dejado intranquilo.
Se imaginaba que su propia vida no se distanciaba tanto de la realidad de ella. Su incierta vida.
«Cuando todo esto acabe, me tomaré unos días libres», pensó. «Con todas las horas extras que tengo, podré marcharme fuera una semana. Siete días para mí solo. Siete días como siete años difíciles. Luego volveré renovado.»
Pensaba que tal vez iría a algún balneario donde le ayudarían a perder kilos. Pero sólo el hecho de pensarlo le disgustaba. Mejor subirse al coche y dirigirse hacia el sur.
Quizá París o Amsterdam. En Arnhem, Holanda, vivía un policía al que había conocido en un seminario sobre el narcotráfico. Tal vez podría visitarle.
«Primero vamos a resolver el asesinato de Lenarp», pensó. «Lo haremos la semana que viene.
»Luego decidiré adónde ir…»
El jueves 25 de enero fueron a buscar a Erik Magnuson y lo llevaron a la comisaría para interrogarlo. La aprehensión tuvo lugar delante de su casa. Rydberg y Hanson eran los encargados de hacerlo, mientras Kurt Wallander los miraba desde su coche. Erik Magnuson los acompañó al coche de policía sin protestar. Fue por la mañana, cuando se iba al trabajo. Como a Kurt Wallander le interesaba que los primeros interrogatorios ocurriesen sin demasiada presión, le dio la oportunidad de llamar a su trabajo para justificar su ausencia.
Björk, Wallander y Rydberg estaban presentes en la habitación donde interrogaron a Erik Magnuson. Björk y Rydberg se quedaron apartados, mientras Wallander hacía sus preguntas.
En los días anteriores la convicción de los agentes de que aquel hombre era el culpable del doble asesinato de Lenarp se había reforzado. Las diferentes investigaciones mostraban que Erik Magnuson tenía considerables deudas. En varias ocasiones se había salvado en el último momento de ser atacado por no solventar sus deudas de juego. En Jägersro, Hanson vio a Magnuson apostar grandes sumas. Su situación económica era catastrófica.
El año anterior, la policía de Eslöv había sospechado de él por el atraco a un banco. Sin embargo, nunca pudieron acusarlo del crimen. En cambio era probable que se hubiese metido en contrabando de droga. Su novia, que estaba en el paro, había sido condenada varias veces por delitos relacionados con drogas, y en una ocasión también por una estafa a correos. Erik Magnuson tenía por tanto grandes deudas. En cambio, en algunas ocasiones disponía de cantidades increíbles de dinero. En comparación con esas cantidades, su sueldo en el Consejo General era una nimiedad.
Aquel jueves de enero significaría el remate final para la investigación. Por fin se resolvería el doble asesinato de Lenarp. Kurt Wallander se despertó temprano y sintió una fuerte tensión en el cuerpo.
Al día siguiente, viernes 26 de enero, comprendió que se había equivocado.
La suposición de que Erik Magnuson era el culpable, o por lo menos uno de los culpables, quedó totalmente hecha trizas. La pista que habían seguido era una pista falsa. El viernes por la mañana comprendieron que Magnuson nunca sería relacionado con el doble asesinato, por la sencilla razón de que era inocente.
Su coartada de la noche de autos había sido confirmada por la madre de su novia, que los había visitado. Su veracidad no se podía cuestionar. Era una señora anciana que dormía mal por las noches. Erik Magnuson había roncado toda la noche cuando asesinaron tan brutalmente a Johannes y María Lövgren.
El dinero con que había pagado su deuda al ferretero de Tågarp provenía de la venta de un coche. Magnuson podía enseñar el recibo de un Chrysler vendido, y el comprador, un carpintero de Lomma, podía contar que había pagado al contado, con billetes de mil y de quinientas coronas.
Magnuson también podía dar una explicación creíble al hecho de haber mentido acerca de que Johannes Lövgren fuera su padre. Lo había hecho por su madre, ya que pensaba que ella así lo quería. Cuando Wallander le dijo que Johannes Lövgren era un hombre rico, se mostró verdaderamente sorprendido.
Finalmente no quedó nada.
Cuando Björk preguntó si alguien tenía algo que objetar contra la decisión de enviar a Erik Magnuson a casa y que de momento fuese sobreseído del caso, nadie se opuso. Kurt Wallander sentía una culpa aplastante por haber llevado toda la investigación de forma equivocada. Sólo Rydberg parecía impasible. También había sido quien más había dudado desde el principio.
La investigación se había encallado. Todo lo que quedaba era una ruina.
Lo único que podía hacerse era empezar desde el principio.
Al mismo tiempo llegó la nieve.
La noche del 27 de enero entró una terrible tormenta de nieve por el sudoeste. Al cabo de unas horas, la E 14 quedó bloqueada. La nieve siguió cayendo sin parar durante seis horas. El fuerte viento hacía infructuosa la labor de las máquinas quitanieves. Con la misma rapidez con que la quitaban, la nieve se amontonaba de nuevo.
Durante veinticuatro horas la policía estuvo trabajando para evitar que el problema se convirtiese en una situación caótica. Luego se alejó el mal tiempo con la misma celeridad con la que había llegado.
Unos días más tarde, Linda lo llamó y le dio una gran alegría. Estaba en Malmö y había decidido empezar a estudiar en una escuela superior a las afueras de Estocolmo. Prometió ir a verle antes de marcharse.
Kurt Wallander dispuso sus días para poder visitar a su padre al menos tres días por semana. Escribió una carta a su hermana diciendo que la nueva asistenta había logrado maravillas con su padre. El trastorno que lo había llevado a emprender el solitario paseo nocturno hacia Italia se le había pasado. La salvación había sido una mujer que acudía regularmente a su casa.
Unos días después de su cumpleaños, Kurt Wallander llamó una noche a Anette Brolin y le propuso ir a mostrarle la nevada Escania. Volvió a disculparse por el incidente de aquella noche en su piso. Ella aceptó y el domingo siguiente, el 4 de febrero, le enseñó el monumento vikingo de Ale Stenar y el castillo medieval de Glimmingehus. Comieron en el parador de Hammenhög, y Kurt Wallander empezó a creer que ella realmente había empezado a pensar que él no era el mismo que la había hecho sentarse en su regazo.
Las semanas se sucedieron sin que apareciera una nueva pista en la investigación. Martinson y Näslund fueron transferidos a otras tareas. Sin embargo, Kurt Wallander y Rydberg podían, de momento, concentrarse totalmente en el doble asesinato.
Un día a mediados de febrero, un día frío y límpido, sin pizca de viento, Wallander recibió la visita en su despacho de la hija de Johannes y Maria Lövgren, la que vivía y trabajaba en Göteborg.
Había vuelto a Escania para estar presente cuando colocaran una lápida en la tumba de sus padres en el cementerio de Villie. Wallander dijo la verdad, que la policía todavía andaba a ciegas buscando alguna pista determinante. Al día siguiente de su visita se fue al cementerio y miró un rato la lápida negra con las inscripciones en letras doradas.
Pasaron el mes de febrero ampliando y profundizando la investigación.
Rydberg, que permanecía callado y ensimismado y sufría mucho por su pierna dolorida, usaba mayoritariamente el teléfono en su trabajo, mientras que Kurt Wallander a menudo hacía el trabajo de a pie. Examinaron cada sucursal bancaria de Escania, pero no encontraron más cajas de seguridad. Wallander habló con más de doscientas personas que eran de la familia o que conocían a Johannes y Maria Lövgren. Hizo diversos sondeos retrospectivos en el abundante material de investigación, volvía a puntos ya pasados desde hacía tiempo, levantaba el fondo de informes viejos y los examinaba de nuevo. Pero en ningún sitio había un resquicio de luz.
Un día gélido y ventoso de febrero fue a buscar a Sten Widén a su finca y visitaron Lenarp. Juntos miraron al animal que tal vez escondía un secreto, vieron a la yegua comer una brazada de heno, acompañados por el viejo Nyström allá donde iban. Las dos hijas de Lövgren le habían regalado la yegua.
Pero la vivienda en sí, silenciosa y cerrada a cal y canto, había sido puesta en manos de una inmobiliaria en Skurup para su venta. Kurt Wallander observaba la ventana rota de la cocina, que nunca había sido arreglada, tan sólo tapada con un pedazo de madera. Intentó reanudar la relación con Sten Widén, perdida desde hacía diez años, pero el amigo y entrenador de caballos no parecía interesado. Cuando Kurt Wallander lo llevó a casa, comprendió que su relación estaba rota para siempre.
La investigación del homicidio del refugiado somalí se terminó y Rune Bergman fue llevado ante el tribunal de Ystad. El edificio del juzgado se llenó con un gran número de periodistas de todos los medios de comunicación. Ya habían podido aclarar que había sido Valfrid Ström quien había realizado los disparos mortales. Pero Rune Bergman fue condenado por complicidad en el homicidio y la investigación psiquiátrica del forense le declaró plenamente responsable de sus actos.
Kurt Wallander testificó y estuvo presente varias veces escuchando a Anette Brolin apelar e interrogar. Rune Bergman no dijo mucho, aunque su silencio ya no era total.
Las audiencias revelaron una escena racista encubierta, donde reinaban unas ideas parecidas a las del Ku Klux Klan. Rune Bergman y Valfrid Ström habían obrado en nombre propio a la vez que pertenecían a varias organizaciones racistas. Kurt Wallander volvió a presentir que algo decisivo estaba ocurriendo en Suecia. Durante breves instantes podía advertir en sí mismo ciertas simpatías contradictorias por algunos de los argumentos xenófobos que salieron a la luz en las discusiones y en la prensa durante el tiempo que duró el juicio. ¿Tenían el gobierno y el Departamento de Inmigración en realidad algún control sobre el tipo de gente que entraba en Suecia? ¿Quién era refugiado y quién un buscador de fortuna? ¿Era verdaderamente posible hacer una distinción? ¿Cuánto tiempo podría permanecer vigente aquella generosa política de refugiados antes de que estallase el caos? ¿Existía en realidad un límite superior?
Kurt Wallander hizo el intento a medias de interesarse por las cuestiones. Comprendió que sentía la misma angustia insegura que otras muchas personas. Angustia frente a lo desconocido, a lo diferente.
A finales de febrero se dictó la sentencia, que consistió en una larga condena de prisión para Rune Bergman. Ante la mal disimulada sorpresa de todo el mundo, no apeló la condena, que poco después empezó a aplicarse.
Aquel invierno no cayó más nieve en Escania. Una mañana de marzo, muy temprano, Anette Brolin y Kurt Wallander dieron un paseo a lo largo del istmo de Falsterbonäset. Juntos vieron volver las bandadas de pájaros desde los países lejanos de la Cruz del Sur. Wallander le tomó la mano de repente y ella no la retiró, por lo menos no de inmediato.
Logró perder cuatro kilos. Pero comprendió que nunca recuperaría la forma que tenía cuando Mona lo dejó tan de repente.
De vez en cuando sus voces se encontraban a través del teléfono. Kurt Wallander notaba que sus celos se desvanecían despacio. La mujer negra que lo visitaba en sueños tampoco aparecía.
El mes de marzo empezó con la baja de Rydberg durante dos semanas. Primero todos pensaron que era por su pierna mala. Pero un día, Ebba le contó de forma confidencial a Kurt Wallander que Rydberg probablemente tenía cáncer. Cómo lo supo o de qué tipo de cáncer se trataba, no lo reveló. Cuando Wallander visitó a Rydberg en el hospital, sólo le dijo que era un control rutinario de estómago. Una mancha en una radiografía hablaba de una posible herida en el intestino grueso.
Kurt Wallander sintió una pena inmensa al pensar que Rydberg tal vez estuviese gravemente enfermo. Con un creciente sentimiento de angustia, siguió con la investigación. Un día, en un ataque de ira, lanzó las gruesas carpetas contra la pared. El suelo se llenó de papeles. Durante un buen rato estuvo mirando el desastre. Luego se puso a gatas y recogió y ordenó todo el material de nuevo, empezando desde el principio.
«En alguna parte hay algo que no veo», pensó.
«Una coincidencia, un detalle, que es precisamente la llave que debo girar. Pero ¿debo girarla a la derecha o a la izquierda?»
Varias veces llamó a Göran Boman a Kristianstad para quejarse.
Göran Boman, por propia iniciativa, se había dedicado a investigar intensamente a Nils Velander y otros posibles candidatos. Por ningún sitio se resquebrajaba la montaña. Durante dos días enteros Kurt Wallander estuvo con Lars Herdin sin avanzar un solo centímetro en el camino.
Aún se resistía a creer que el crimen quedaría sin resolver. A mediados de marzo logró convencer a Anette Brolin de que le acompañase a la ópera de Copenhague. Por la noche, ella se ocupó de su soledad. Pero cuando le dijo que la quería, se apartó.
Fue lo que fue. Nada más.
El sábado 17 y el domingo 18 de marzo su hija fue a visitarlo. Fue sola, sin su estudiante de medicina de Kenia, y Kurt Wallander la recibió en la estación. El día anterior Ebba había mandado a una amiga a hacer una limpieza general de su piso en la calle Mariagatan. Y por fin pensó que había reencontrado a su hija. Hicieron una larga excursión por las playas de Österlen, comieron en Lilla Vik y estuvieron despiertos hasta las cinco de la madrugada hablando. Visitaron al padre de él y abuelo de ella, el cual los sorprendió contando historias alegres sobre Kurt Wallander cuando era niño.
El lunes por la mañana la acompañó a la estación.
Le parecía que había reconquistado parte de su confianza. Cuando estuvo de nuevo en su despacho, inclinado sobre el material de investigación, entró de repente Rydberg. Se sentó en la silla de madera junto a la ventana y le contó sin más ni más que le habían confirmado un cáncer de próstata. Lo ingresarían para practicarle un tratamiento de quimioterapia y radioterapia, cosa que podría alargarse, y también fallar. No toleró que le ofrecieran compasión de ningún tipo. Sólo había ido a recordarle a Kurt Wallander las últimas palabras de Maria. Y el nudo corredizo. Luego se levantó, estrechó la mano de Kurt Wallander y se marchó.
Kurt Wallander se quedó solo con su dolor y su investigación. Björk consideró que debía trabajar sin ayuda hasta nuevo aviso, ya que la policía estaba sobrecargada de trabajo.
Durante el mes de marzo no ocurrió nada. Tampoco durante abril.
Los informes sobre la salud de Rydberg divergían. Ebba era la eterna mensajera.
Uno de los primeros días de mayo, Kurt Wallander fue a ver a Björk y le propuso que encargase a otra persona la investigación. Pero Björk se negó. Kurt Wallander tenía que seguir por lo menos hasta el verano y las vacaciones. Después se evaluaría la situación de nuevo.
Volvió a empezar una y otra vez. Se retiraba, husmeaba y revolvía entre el material, intentando hacerlo vivir. Pero las piedras bajo sus pies seguían estando frías.
A principios de junio cambió el Peugeot por un Nissan. El 8 de junio se tomó unas vacaciones y se fue a Estocolmo a visitar a su hija.
Juntos viajaron en coche hasta el Cabo Norte. Herman Mboya estaba en Kenia, pero volvería en agosto.
El lunes 9 de julio, Kurt Wallander estaba otra vez de servicio. En una circular de Björk podía leer que seguiría con su investigación hasta la vuelta de Björk a principios de agosto. Después decidirían qué hacer.
También recibió el mensaje de Ebba de que Rydberg se encontraba mucho mejor. Tal vez los médicos pudiesen vencer su cáncer. El martes 10 de julio era un día hermoso en Ystad. A la hora de la comida, Kurt Wallander daba vueltas por el centro. Fue a la tienda de la plaza y casi se decidió por un nuevo equipo de música.
Luego se acordó de que llevaba unos billetes de coronas noruegas sin cambiar en la cartera. Habían sobrado del viaje al Cabo Norte. Se fue al banco Föreningsbanken y se puso en la cola de la única caja que estaba de servicio.
No reconoció a la mujer que había detrás del mostrador. No era ni Britta-Lena Bodén, la chica de la memoria prodigiosa, ni ninguna de las cajeras que había visto antes. Pensó que sería una sustituta de verano.
El hombre que iba delante de él retiró una gran suma de dinero en efectivo. Kurt Wallander se preguntó distraído para qué querría tanto dinero en efectivo. Mientras el hombre contaba los billetes, Kurt Wallander leyó su nombre en el carné de conducir que había dejado en el mostrador. Después le tocó su turno y cambió los billetes. Detrás de él, en la cola, oyó a un turista hablar en italiano o en español. Hasta salir a la calle no le vino la idea.
Se quedó quieto, como paralizado por su iluminación. Después volvió a entrar en el banco. Esperó hasta que los turistas cambiaron su dinero.
Mostró su placa de identificación policial a la cajera.
– Britta-Lena Bodén -dijo sonriendo-. ¿Está de vacaciones?
– Probablemente esté con sus padres en Simrishamn -dijo la cajera-. Le quedan otras dos semanas.
– Bodén, ¿sus padres se llaman así? -preguntó.
– El padre es el encargado de una gasolinera en Simrishamn. Creo que ahora se llama Statoil.
– Gracias -dijo Kurt Wallander-. Sólo quiero hacerle unas preguntas rutinarias.
– Te reconozco -afirmó la cajera-. ¡Y pensar que aún no habéis resuelto esa historia tan tremenda!
– Sí -confirmó Kurt Wallander-. Es bastante tremendo.
Volvió a la comisaría casi corriendo, se sentó en el coche y se marchó a Simrishamn. El padre de Britta-Lena Bodén le contó que estaba pasando el día en la playa de Sandhammaren, junto con unos amigos. Tuvo que buscarla un buen rato antes de encontrarla, bien escondida detrás de una duna de arena. Jugaba al Backgammon con unos amigos, y todos miraron a Kurt Wallander con asombro mientras se acercaba arrastrando los pies en la arena.
– No vendría a molestarte si no fuese importante -se excusó.
Britta-Lena Bodén pareció entender la gravedad del asunto y se levantó. Llevaba un bikini mínimo y Kurt Wallander bajó la vista. Se sentaron un poco apartados de los demás para poder hablar a solas.
– Aquel día de enero -dijo Kurt Wallander-. Quisiera hablar de ello otra vez. Me gustaría que volvieses a pensar en aquel día una vez más. Y lo que quiero es que intentes recordar si había alguien más en el banco cuando Johannes Lövgren retiró su gran suma de dinero.
Su memoria seguía siendo buena.
– No -dijo-. Estaba solo.
Él sabía que decía la verdad.
– Sigue pensando -continuó-. Johannes Lövgren salió por la puerta. Se cerró. Y luego, ¿qué?
Su respuesta llegó rápida y decidida.
– La puerta no se cerró.
– ¿Entró un nuevo cliente?
– Dos.
– ¿Los conocías?
– No.
La siguiente pregunta era la decisiva.
– ¿Porque eran extranjeros?
Ella lo miró con asombro.
– ¡Sí! ¿Cómo lo sabías?
– No lo he sabido hasta ahora. Sigue pensando.
– Eran dos hombres. Bastante jóvenes.
– ¿Qué querían?
– Querían cambiar dinero.
– ¿Te acuerdas de qué divisa?
– Dólares.
– ¿Hablaron en inglés? ¿Eran estadounidenses?
Ella negó con la cabeza.
– Inglés no. No sé en qué idioma hablaban.
– ¿Qué pasó luego? Intenta imaginarlo como si ocurriera de nuevo delante de ti.
– Se acercaron hasta el mostrador.
– ¿Los dos?
Pensó mucho antes de contestar. El cálido viento le despeinaba el cabello.
– Uno se acercó y puso el dinero en el mostrador. Creo que eran cien dólares. Le pregunté si quería cambiarlos. Él afirmó con la cabeza.
– ¿Qué hizo el otro hombre?
Volvió a pensar.
– Se le cayó algo al suelo y se agachó para recogerlo. Un guante, creo.
Retrocedió en sus preguntas.
– Johannes Lövgren acababa de marcharse -dijo-. Se llevaba una gran suma de dinero metida en su cartera. ¿Le habías dado algo más?
– Le di un recibo de la transacción.
– ¿Y lo guardó en la cartera?
Por vez primera dudaba.
– Creo que sí.
– Si no guardó el recibo en la cartera, ¿qué pasó entonces?
Ella volvió a pensar.
– No quedaba nada en el mostrador. De eso estoy segura, pues yo lo habría retirado.
– ¿Podría haber caído al suelo?
– Tal vez.
– Y el hombre que se agachó para recoger el guante, ¿podría haberlo recogido?
– Tal vez.
– ¿Qué ponía en el recibo?
– La suma. Su nombre. Su dirección.
Kurt Wallander aguantaba la respiración.
– ¿Lo ponía todo? ¿Estás segura?
– Había rellenado el resguardo de reintegro con letra irregular. Sé que había puesto la dirección aunque no hacía falta.
Kurt Wallander retrocedió de nuevo.
– Lövgren ha recibido el dinero y se va. En la puerta se encuentra con dos hombres desconocidos. Uno de ellos se agacha y recoge del suelo un guante y quizá también el recibo. En él pone que Johannes Lövgren acaba de sacar veintisiete mil coronas. ¿Es correcto?
De repente comprendió.
– ¿Son ellos los que lo hicieron?
– No lo sé. Vuelve a retroceder en el tiempo.
– Cambié el dinero. Se lo metió en el bolsillo. Se marcharon.
– ¿Cuánto tiempo tardaste?
– Tres, cuatro minutos. No más.
– Su transacción de cambio debe de estar en el banco, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
– Yo he cambiado hoy dinero en el banco. Tuve que decir mi nombre. ¿Te dieron alguna dirección?
– Quizá. No me acuerdo.
Kurt Wallander asintió. En aquel momento algo empezaba a arder bajo sus pies.
– Tu memoria es fenomenal -dijo-. ¿Has vuelto a ver a esos hombres?
– No, nunca.
– ¿Los reconocerías?
– Creo que sí. Tal vez.
Kurt Wallander pensó un momento.
– Quizá tengas que interrumpir tus vacaciones unos días -dijo.
– ¡Nos vamos a Öland mañana!
Kurt Wallander se decidió enseguida.
– Imposible -atajó-. Tal vez pasado mañana. Pero mañana no.
Se levantó y se sacudió la arena.
– Diles a tus padres dónde se te puede localizar -dijo.
Ella se levantó y se preparó para reunirse con sus amigos.
– ¿Puedo contarlo? -preguntó.
– Invéntate cualquier otra cosa -contestó-. Ya se te ocurrirá algo.
Un poco después de las cuatro de la tarde encontraron el recibo de la transacción de cambio en los archivos del banco Föreningsbanken.
La firma era ilegible. No había ninguna dirección.
Kurt Wallander se sorprendió de que eso no lo desilusionara. Pensó que se debía a que, a pesar de todo, ya sabía cómo podía haber ocurrido todo.
Desde el banco se fue directamente a casa de Rydberg, que estaba convaleciente.
Se hallaba sentado en su balcón cuando Kurt Wallander llamó a la puerta. Había adelgazado y estaba muy pálido. Juntos se sentaron en el balcón y Kurt Wallander le contó su descubrimiento.
Rydberg asintió pensativamente con la cabeza.
– Me parece que tienes razón -dijo cuando Kurt Wallander terminó-. Seguro que ocurrió de ese modo.
– La cuestión es cómo vamos a encontrarlos -planteó Kurt Wallander. Unos turistas de visita casual en Suecia hace más de medio año.
– Quizá se hayan quedado -dijo Rydberg-. Como refugiados, en busca de asilo, inmigrantes.
– ¿Por dónde vamos a empezar? -preguntó Kurt Wallander.
– No lo sé -contestó Rydberg-. Pero ya se te ocurrirá algo.
Estuvieron un par de horas sentados en el balcón de Rydberg.
Un poco antes de las siete, Kurt Wallander volvió a su coche.
Las piedras bajo sus pies ya no estaban tan frías.