3

A las cuatro menos cuarto de la tarde, Kurt Wallander sintió hambre. No había tenido tiempo de comer en todo el día. Después de la reunión había dedicado la mañana a organizar la caza de los asesinos de Lenarp. No dudaba en emplear el plural. Le costaba imaginar que una sola persona pudiera haber cometido aquel baño de sangre.

Fuera estaba oscuro cuando se dejó caer en la silla de detrás de su escritorio con la intención de redactar una nota de prensa. Encontró montones de mensajes telefónicos que le había dejado una de las telefonistas. Buscó en vano el nombre de su hija y luego los amontonó en la bandeja de correo entrante. Para eludir la desagradable experiencia de ponerse ante las cámaras de televisión de Noticias del Sur y decir que de momento no tenían ninguna pista de quiénes habían cometido el brutal asesinato de los ancianos, le había rogado a Rydberg que lo hiciera. A cambio escribiría la nota de prensa. Sacó una hoja de un cajón de la mesa. Pero ¿qué iba a escribir? El trabajo de aquel día sólo había consistido en acumular una gran cantidad de interrogantes.

Un día de espera. En la unidad de cuidados intensivos, la anciana que había sobrevivido al estrangulamiento de la cuerda luchaba por su vida.

¿Llegarían a saber algún día lo que la mujer había visto aquella terrible noche en la casa solitaria? ¿O se moriría sin poder contarles nada?

Kurt Wallander miró por la ventana, hacia la oscuridad.

En lugar de la nota de prensa empezó a escribir un resumen de lo que se había hecho durante el día y de lo que tenían como punto de partida.

«Nada», pensó al acabar. «Atacan y torturan brutalmente a dos viejos que no tienen enemigos ni dinero escondido. Los vecinos no oyen nada. Hasta que los autores del crimen se han ido, no notan que una ventana está rota ni oyen los gritos de socorro de la anciana. Rydberg todavía no ha encontrado ninguna pista. Eso es todo.

»Los viejos que viven en casas aisladas siempre han estado expuestos a atracos. Los atan, los golpean e incluso los matan.

»Pero esto es otra cosa», pensó Kurt Wallander. «La fina cuerda al cuello trasluce una lúgubre historia de resentimiento y odio, quizá también de venganza.»

Había algo que no encajaba en aquel crimen.

En aquel momento se trataba de no perder la esperanza. Varios grupos de policías habían hablado con los habitantes de Lenarp. ¿Podrían haber visto algo? A menudo, antes de asaltar casas aisladas en las que vivían ancianos, los malhechores practicaban un reconocimiento del lugar. Y Rydberg a lo mejor encontraría alguna pista en el lugar del crimen. Kurt Wallander miró el reloj.

¿Cuánto hacía que no llamaba al hospital? ¿Cuarenta y cinco minutos? ¿Una hora?

Decidió esperar hasta que tuviera escrita la nota de prensa. Se colocó los auriculares del pequeño radiocasete y puso una cinta de Jussi Björling. La chirriante grabación de los años treinta no podía hacer sombra a la espléndida música de Rigoletto.

La nota de prensa era de ocho líneas. Kurt Wallander le pidió a una de las empleadas que la pasara a máquina y luego sacara copias. Mientras tanto, él leería el formulario de preguntas que se enviaría a todos los que vivían en los alrededores de Lenarp. ¿Han visto algo fuera de lo normal? ¿Algo que tuviera relación con el brutal crimen? Estaba convencido de que el formulario no daría más que molestias. Sabía que el teléfono sonaría sin cesar y que dos policías tendrían que escuchar informaciones inútiles.

«De todos modos hay que hacerlo», pensó. «Al menos confirmaremos que nadie ha visto nada.»

Volvió a su despacho y llamó de nuevo al hospital. Pero nada había cambiado. La anciana aún luchaba por su vida. Cuando colgó, Näslund entró en su despacho.

– Tenía razón -dijo.

– ¿Razón?

– El abogado de Månson se puso furioso.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

– Tendremos que resignarnos a vivir con eso.

Näslund se rascó la frente y preguntó cómo iban las cosas.

– De momento, nada. Hemos empezado. Eso es todo.

– He visto que llegaba el informe preliminar del médico forense.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no me lo han dado a mí?

– Está en el despacho de Hanson.

– ¿Qué coño hace allí?

Kurt Wallander se levantó y salió al pasillo. «Siempre lo mismo», pensó. «Los papeles no llegan adonde deben.» Aunque el trabajo de la policía se registraba cada vez con mayor frecuencia en los ordenadores, los papeles importantes aún tendían a extraviarse.

Hanson estaba hablando por teléfono cuando Kurt Wallander llamó a su puerta y entró. Vio que la mesa de Hanson estaba cubierta de boletos de juego y programas de diferentes hipódromos del país. En la comisaría todo el mundo sabía que Hanson se pasaba la mayor parte de su jornada laboral llamando a diversos entrenadores de caballos para pedir soplos. Dedicaba las noches a idear sistemas de apuestas que le garantizaran las mayores ganancias. Corrían rumores de que una vez le había tocado un gran premio. Pero nadie lo sabía con certeza. Y no se podía decir que nadara en la abundancia.

Cuando Kurt Wallander entró, Hanson tapó el auricular con la mano.

– El protocolo del informe del forense -dijo Kurt Wallander-. ¿Lo tienes tú?

Hanson apartó un programa de las carreras de Jägersro.

– Ahora mismo te lo iba a llevar.

– El número cuatro de la carrera número siete es un ganador seguro -dijo Kurt Wallander y tomó la carpeta de plástico de la mesa.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que es un ganador seguro.

Kurt Wallander se fue y dejó a Hanson boquiabierto. Vio en el reloj del pasillo que aún faltaba media hora para la rueda de prensa. Volvió a su despacho y leyó el informe médico con mucha atención.

La brutalidad del asesinato le parecía en aquel momento aún más notoria, si cabía, que cuando había llegado a Lenarp por la mañana.

En el examen preliminar del cuerpo, el médico no había podido determinar la causa de la muerte.

Había demasiadas causas para elegir.

El cuerpo tenía ocho heridas o cortes profundos producidos por un objeto afilado y serrado. El médico sugería una sierra de podar. Además, el fémur derecho estaba roto, al igual que el brazo izquierdo y la muñeca. En la piel aparecían señales de quemaduras, hinchazón en los testículos y el hueso frontal estaba hundido. Aún no se podía constatar la verdadera causa de la muerte.

El médico había acompañado el informe oficial con una nota aparte:

«El acto de unos locos», escribía. «La violencia a que fue expuesto este hombre habría sido suficiente para matar a cuatro o cinco personas.»

Kurt Wallander apartó el informe.

Se sentía cada vez peor.

Había algo que no encajaba.

Los atracadores de ancianos no solían descargar su odio. Buscaban dinero.

¿Por qué aquella violencia enfermiza?

Cuando comprendió que no podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta, volvió a leer el resumen que él mismo había escrito. ¿Había olvidado algo? ¿Había descuidado algún detalle que más tarde sería importante? Aunque la mayor parte del trabajo policial consistía en buscar con mucha paciencia hechos posiblemente relacionados entre sí, también había aprendido por experiencia que la primera impresión del lugar de un crimen era fundamental. Sobre todo cuando los policías se contaban entre los primeros en llegar.

En el resumen había algo que le hacía pensar. Pese a todo, ¿había olvidado algún detalle?

Se quedó sentado durante un buen rato sin descubrir de qué se trataba.

La chica abrió la puerta y dejó la nota de prensa mecanografiada y las copias. Camino de la sala de conferencias, Wallander entró en el lavabo y se miró al espejo. Empezaba a necesitar un corte de pelo. El cabello castaño le salía por detrás de las orejas. Y debería perder algunos kilos. Durante los tres meses transcurridos desde que su mujer le abandonara, había engordado siete kilos. En su solitaria dejadez se había alimentado de comidas rápidas y pizzas, hamburguesas grasientas y bollería.

– Gordinflón -se dijo en voz alta-. ¿Quieres estar como un viejo acabado?

Decidió cambiar sus hábitos alimenticios de inmediato. Si fuera necesario, reconsideraría el volver a fumar.

Se preguntó cuál sería la causa de que casi la mitad de los policías estuvieran divorciados. ¿Por qué las esposas abandonaban a los maridos? En alguna ocasión había leído una novela policíaca y suspirando había constatado que en ella la situación era igual de mala.

Los policías estaban divorciados y punto…


La sala donde tendría lugar la rueda de prensa estaba llena. Conocía a la mayoría de los periodistas. Pero también había caras nuevas, y una joven llena de marcas de acné lo miraba mientras preparaba su grabadora.

Kurt Wallander repartió la escueta nota de prensa y se sentó en la tarima que había al fondo de la sala. En realidad debería haber asistido el jefe de la policía de Ystad, pero estaba de vacaciones de invierno en España. Rydberg había prometido acudir si acababa pronto con la televisión. Si no lo hacía, Kurt Wallander estaría solo.

– Habéis recibido la nota -empezó-. En realidad, no tengo nada más que decir por ahora.

– ¿Se puede preguntar? -dijo un periodista a quien Kurt Wallander reconocía como el corresponsal local del periódico Arbetet.

– Estoy aquí para eso -contestó Kurt Wallander.

– Desde mi punto de vista, es una nota francamente mala -dijo el periodista-. Deberíais explicar algo más.

– No tenemos ninguna pista sobre los autores -informó Kurt Wallander.

– ¿O sea que había más de uno?

– Probablemente.

– ¿Por qué creéis eso?

– Lo creemos, pero no lo sabemos.

El periodista hizo una mueca y Kurt Wallander le dio la palabra a otro periodista que conocía.

– ¿Cómo lo mataron?

– Violencia externa.

– ¡Eso puede significar un montón de cosas diferentes!

– No lo sabemos todavía. Los forenses no han acabado su trabajo. Tardarán unos días.

El periodista tenía más preguntas, pero fue interrumpido por la chica del acné y la grabadora. Kurt Wallander pudo leer en la parte superior del aparato que era de la radio local.

– ¿Qué se llevaron los asaltantes?

– No lo sabemos todavía -respondió Kurt Wallander-. No sabemos siquiera si es un robo.

– ¿Qué sería si no?

– No lo sabemos.

– ¿Hay algo que indique que no sea un robo?

– No.

Wallander notaba que sudaba ante una sala desbordada de periodistas. Recordaba que cuando era un policía joven soñaba con encargarse de las ruedas de prensa. Pero en sus sueños no estaban llenas de aire viciado y sudor.

– Le he hecho una pregunta -oyó decir a uno de los periodistas que estaba al final de la sala.

– No le he entendido -dijo Kurt Wallander.

– Para la policía, ¿se trata de un crimen importante? -preguntó el periodista.

A Wallander le sorprendió la pregunta.

– Claro que es muy importante resolver este asesinato -dijo-. ¿Por qué no iba a serlo?

– ¿Pediréis refuerzos?

– Es demasiado pronto para contestar a eso. Por supuesto que esperamos una pronta solución. Creo que todavía no entiendo tu pregunta.

El periodista, que era muy joven y llevaba unas gafas de cristales gruesos, se abrió paso a través de la sala. Kurt Wallander no lo había visto antes.

– Sólo quiero decir: hoy en Suecia ya nadie se preocupa por las personas mayores.

– Nosotros sí -contestó Kurt Wallander-. Haremos todo lo que podamos para atrapar a los autores. En Escania viven muchas personas mayores en granjas solitarias. Pueden estar seguros de que haremos todo lo que esté en nuestras manos. -Se levantó-. Les informaremos cuando tengamos más que contar -dijo-. Gracias por venir.

La chica de la radio local bloqueó su camino cuando iba a salir de la sala.

– No tengo nada más que decir -protestó.

– Conozco a tu hija Linda -dijo la chica.

Kurt Wallander se quedó parado.

– ¿Ah sí? -preguntó-. ¿Cómo es eso?

– Nos hemos visto algunas veces. Aquí y allá.

Kurt Wallander intentó pensar si la reconocía. ¿Habían sido compañeras de clase?

Ella negaba con la cabeza como si hubiera leído sus pensamientos.

– Tú y yo no nos hemos visto nunca -dijo-. No me conoces. Linda y yo nos conocimos en Malmö.

– Ajá -dijo Wallander-. Qué bien.

– Me gusta mucho. ¿Puedo hacerte más preguntas?

Kurt Wallander repitió lo que había dicho por el micrófono. Lo que le habría gustado era hablar sobre Linda, pero no tenía ocasión.

– Dale recuerdos -se despidió la chica al recoger su grabadora-. Dale recuerdos de Cathrin. O Cattis.

– Lo haré -dijo Kurt Wallander-. Lo prometo.

Al volver a su despacho sintió un dolor en el estómago. Pero ¿era de hambre o de angustia?

«Tengo que parar», pensó. «Tengo que asumir que mi mujer me ha dejado. Tengo que admitir que no puedo hacer mucho salvo esperar a que Linda me venga a ver por iniciativa propia. Tengo que aceptar que la vida es como es…»

Un poco antes de las seis los policías se reunieron otra vez. Nada nuevo en el hospital. Kurt Wallander organizó rápidamente unos turnos para la noche.

– ¿Es necesario? -preguntó Hanson-. Deja una grabadora y cualquier enfermera la podrá poner en marcha si la vieja despierta.

– Es necesario -replicó Kurt Wallander-. Me haré cargo desde medianoche hasta las seis. ¿Hay algún voluntario hasta entonces?

Rydberg asintió con la cabeza.

– Yo puedo estar sentado en el hospital igual que en cualquier otro sitio -contestó.

Kurt Wallander miró a su alrededor. Todos parecían ojerosos a la luz de los fluorescentes del techo.

– ¿Hemos llegado a alguna parte? -preguntó.

– Hemos terminado lo de Lenarp -contestó Peters, que había dirigido el trabajo de llamar puerta por puerta-. Parece que nadie ha visto nada. Pero es posible que dentro de unos días se les ocurra algo. Por lo demás, la gente por allí tiene miedo. Es desagradable de cojones. Casi sólo hay viejos. Y una familia polaca asustada que es probable que esté aquí ilegalmente. Pero los dejé estar. Tenemos que continuar mañana.

Kurt Wallander miró a Rydberg.

– Está lleno de huellas digitales -dijo-. Quizá descubramos algo. Aunque lo dudo. Pero hay un nudo que me interesa.

Kurt Wallander le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿Un nudo?

– El nudo corredizo.

– ¿Qué le pasa?

– Es poco común. Nunca había visto un nudo como ése.

– ¿Habías visto un nudo estrangulador antes? -preguntó Hanson desde la puerta, impaciente por irse.

– Sí -dijo Rydberg-. Lo he visto. Veremos qué puede aportarnos ese nudo.

Kurt Wallander sabía que Rydberg no quería decir nada más. Pero si el nudo le interesaba era porque podía tener su importancia.

– Mañana por la mañana iré a ver a los vecinos otra vez -informó Wallander-. Y a propósito, ¿han encontrado a los hijos de los Lövgren?

– Martinson se encargaba de ello -contestó Hanson.

– ¿Martinson no estaba en el hospital? -preguntó Kurt Wallander con asombro.

– Cambió con Svedberg.

– ¿Dónde coño está ahora, pues?

Nadie sabía dónde se encontraba Martinson. Kurt Wallander llamó a las telefonistas y le informaron de que Martinson había salido una hora antes.

– Llámale a casa -ordenó Kurt Wallander.

Luego miró su reloj.

– Nos volveremos a reunir mañana a las diez -dijo-. Gracias por hoy, hasta entonces.

Acababa de quedarse solo cuando la telefonista le pasó una llamada de Martinson.

– Lo siento -se excusó Martinson-. Pero se me olvidó que teníamos que vernos.

– ¿Qué hay de los hijos?

– Me parece que Richard tiene la varicela.

– Quiero decir los hijos de los Lövgren. Las dos hijas.

Martinson sonaba sorprendido.

– ¿No recibiste mi mensaje?

– Yo no he recibido nada.

– Se lo di a una de las telefonistas.

– Voy a ver. Pero explícamelo primero.

– Una de las hijas, la que tiene cincuenta años, vive en Canadá. En Winnipeg, que no sé por dónde cae. Olvidé que allí era medianoche cuando llamé. Primero se negaba a creer lo que le decía. Hasta que su marido se puso al teléfono no llegaron a entender lo que había pasado. El es policía, de la montada de Canadá. Hablaremos mañana otra vez. Pero ella viene en avión, naturalmente. A la otra hija ha costado más encontrarla a pesar de que está en Suecia. Tiene cuarenta y siete años y trabaja como jefa de comedor en el Hotel Rubinen de Göteborg. Parece que es entrenadora de un equipo de balonmano en Skien, Noruega. Prometieron avisarle. Puse una lista de los demás familiares de los Lövgren en la recepción. Son muchos. La mayoría de ellos vive en Escania. Quizá llamen otros cuando lean mañana los periódicos.

– Está bien -dijo Kurt Wallander-. ¿Me puedes sustituir en el hospital mañana por la mañana a las seis? Es decir, si no muere.

– Iré -dijo Martinson-. Pero ¿te parece lógico que tú estés allí sentado?

– ¿Por qué no?

– Tú eres quien lleva la investigación. Deberías dormir.

– Una noche sí puedo -respondió Kurt Wallander y terminó la conversación.

Se quedó totalmente quieto mirando a la nada.

«¿Podremos con todo esto?», pensó. «¿O nos han tomado la delantera?»

Se puso el abrigo, apagó la luz del escritorio y abandonó el despacho. El pasillo que llevaba a la recepción estaba desierto. Metió la cabeza en la garita de cristal, donde la telefonista hojeaba una revista. Vio que era un programa para las carreras de caballos. «Todo el mundo juega a los caballos», pensó.

– Me han dicho que Martinson me ha dejado unos papeles -dijo.

La telefonista, que se llamaba Ebba y llevaba en la policía más de treinta años, asintió amablemente con la cabeza y señaló el mostrador.

– Tenemos una chica del centro de empleo juvenil. Guapa y amable, pero totalmente inútil. A lo mejor se le olvidó dártelos.

– Me voy -dijo Wallander-. Creo que estaré en casa dentro de un par de horas. Si ocurre algo, llámame a casa de mi padre.

– Estás pensando en la pobre mujer del hospital -afirmó Ebba.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. -Una historia tremenda.

– Sí -admitió Kurt Wallander-. A veces me pregunto qué está pasando en este país.

Al salir por las puertas de cristal de la comisaría sintió en la cara el impacto de un viento frío y cortante, y se encorvó mientras corría hacia el aparcamiento. «Espero que no nieve», pensó. «Al menos hasta que demos con los visitantes de Lenarp.»

Se metió en el coche y buscó entre los casetes que guardaba en la guantera. Sin poder decidirse puso el Réquiem de Verdi. Había instalado unos costosos altavoces en el coche y las notas golpearon con fuerza sus tímpanos. Giró a la derecha y bajó por la calle Dragongatan hasta la autovía de Österleden. Unas hojas solitarias bailaban en la calzada y un ciclista luchaba contra el viento. Vio que el reloj del coche marcaba las seis. Sintió hambre de nuevo y, cruzando la carretera principal, entró en la cafetería de la gasolinera OK. «Cambiaré mis costumbres culinarias mañana», pensó. «Si llego un minuto después de las siete a casa de mi viejo, me dirá que lo he abandonado.»

Comió una hamburguesa especial.

Lo hizo tan deprisa que le provocó diarrea.

Cuando estaba sentado en el retrete se dio cuenta de que debería haberse cambiado de calzoncillos.

De repente notó un profundo cansancio.

Se levantó cuando alguien llamó a la puerta.

Puso gasolina y condujo hacia el este, a través de Sandskogen, y entró en la carretera de Kåseberga. Su padre vivía en una casa pequeña en medio del campo, entre el mar y Löderup.

Eran las siete menos cuatro minutos cuando el coche entró en el patio de grava que había delante de la casa. Aquel patio fue causa de la pelea más larga que hubo entre él y su padre. El que había antes tenía adoquines tan antiguos como la casa. Un buen día, a su padre se le ocurrió llenarlo de gravilla y, cuando Kurt Wallander protestó, se puso furioso.

– ¡Yo no necesito ningún tutor! -exclamó.

– ¿Por qué estropeas un patio de adoquines tan bonito? -preguntó Kurt Wallander.

Luego discutieron.

Pero finalmente el patio estaba cubierto por una gravilla gris que crujía bajo las ruedas del coche.

Wallander vio luz en la casita que servía de trastero.

«La próxima vez podría tratarse de mi padre», pensó de repente.

«Un asesino a la luz de la luna que le señale a él como el anciano idóneo para asaltarlo, tal vez matarlo.

»Nadie lo oiría si pidiera auxilio. No con este viento y el vecino más próximo, que es otro anciano, a quinientos metros…»

Acabó de escuchar el final del Dies irae antes de salir del coche y desperezarse.

Entró por la puerta del trastero, que era el estudio de su padre. Estaba allí como siempre, pintando sus cuadros.

El olor a aguarrás y a aceite que emanaba de su padre era uno de los recuerdos más antiguos de la niñez. Y su figura delante del caballete manchado, vestido con un mono azul marino y botas de goma recortadas.

A los cinco o seis años se dio cuenta de que su padre no pintaba el mismo cuadro año tras año.

Era el motivo el que nunca cambiaba.

Pintaba un paisaje melancólico de otoño, con un lago como un espejo, un árbol torcido con ramas sin hojas en primer plano y a lo lejos cadenas montañosas envueltas en nubes, que reflejaban colores irreales creados por el sol vespertino.

De vez en cuando añadía un urogallo sentado en un tronco en la parte exterior izquierda del cuadro. Regularmente recibían la visita de hombres con trajes de seda y pesados anillos de oro en los dedos. Iban en furgonetas oxidadas o brillantes coches de lujo y compraban los cuadros, con o sin urogallo.

De esta manera su padre había pintado casi el mismo cuadro toda la vida. Se ganaba la vida con los cuadros que se vendían en mercadillos o subastas.

Vivían en Klagshamn, en las afueras de Malmö, en una vieja herrería reformada. La infancia de Kurt Wallander y su hermana Kristina siempre estuvo envuelta en olor a aguarrás. Al quedarse viudo, su padre vendió la vieja herrería y se mudaron al campo. En realidad, Kurt Wallander nunca entendió por qué lo hicieron, su padre siempre se quejaba de la soledad.

Kurt Wallander abrió la puerta del trastero y vio que su padre estaba pintando un cuadro donde no habría urogallo. Pintaba el árbol en primer plano. Soltó un gruñido a modo de saludo y continuó moviendo el pincel.

Wallander se sirvió una taza de café de una cafetera sucia que había encima de un fogoncillo maloliente.

Miró a su padre, que casi tenía ochenta años, pequeño y encorvado; pero que irradiaba energía y fuerza de voluntad.

«Seré como él cuando me haga mayor», pensó.

«De niño me parecía a mi madre. Ahora me parezco a mi abuelo. ¿Me pareceré a mi padre al envejecer?»

– Sírvete una taza de café -dijo el padre-. En un momento estoy.

– Ya me la he servido.

– Tómate otra taza, pues -añadió su padre.

«Está de mal humor», pensó Kurt Wallander. «Es un tirano de humor variable. ¿Qué querrá de mí?»

– Tengo muchas cosas que hacer -dijo Kurt-. Tengo que trabajar toda la noche. Me pareció que querías algo de mí.

– ¿Por qué tienes que trabajar toda la noche?

– Voy a estar en el hospital.

– ¿Por qué? ¿Quién está enfermo?

Kurt Wallander resopló. Aunque él mismo había practicado muchos interrogatorios, nunca llegaría a igualar la insistencia con que su padre lo sonsacaba. Y esto sin interesarse en absoluto por su profesión de policía. Wallander sabía que para su padre había sido una profunda desilusión que él a los dieciocho años decidiera convertirse en policía. Pero nunca pudo saber cuáles eran las esperanzas que su padre había depositado en él.

Intentaba hablar de ello, pero nunca lo conseguía.

En las pocas ocasiones en que podía encontrarse con su hermana Kristina, que vivía en Estocolmo y tenía una peluquería, había intentado preguntárselo a ella, que se llevaba muy bien con su padre. Pero ella tampoco sabía darle una respuesta.

Se bebió el café tibio y pensó que quizá su padre habría deseado que él alguna vez tomara el pincel y así hubiera otra generación que siguiera pintando el mismo motivo.

De repente su padre dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo sucio. Al acercarse a Kurt Wallander y servirse una taza de café, Wallander notó el mal olor a ropa sucia y a cuerpo sin lavar de su padre.

«Cómo se le dice a un padre que huele mal?», pensó Kurt Wallander.

«¿Estará ya tan viejo que no se las arregla solo?

»¿Qué hago entonces?

»No puedo tenerlo en casa, imposible. Nos mataríamos.»

Observó al padre, que se limpiaba la nariz con una mano mientras sorbía el café ruidosamente.

– Hace mucho que no vienes a verme -le reprochó.

– ¡Estuve aquí anteayer!

– ¡Media hora!

– Estuve aquí de todos modos.

– ¿Por qué no quieres verme?

– ¡Claro que quiero verte! Pero a veces tengo muchísimo trabajo.

El padre se sentó encima de un viejo trineo roto que crujía bajo su peso.

– Sólo quería decirte que tu hija vino a verme ayer.

Kurt Wallander se quedó atónito.

– ¿Linda estuvo aquí?

– ¿No oyes lo que te digo?

– ¿Por qué?

– Quería un cuadro.

– ¿Un cuadro?

– Al contrario que tú, ella aprecia lo que hago.

A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía.

Linda nunca había mostrado interés por su abuelo, excepto cuando era muy pequeña.

– ¿Qué quería?

– ¡Un cuadro te he dicho! ¡No me estás escuchando!

– Te escucho. ¿De dónde vino? ¿Adónde iba? ¿Cómo coño llegó hasta aquí? ¿Tengo que preguntártelo todo?

– Llegó en coche -dijo el padre-. Un joven con la cara negra la trajo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Un negro?

– ¿No has oído hablar de negros? Era muy amable y hablaba perfectamente el sueco. Le regalé el cuadro y luego se fueron. Pensé que, como tenéis tan mala relación, querrías saberlo.

– ¿Adónde iban?

– ¿Cómo lo voy a saber?

Kurt Wallander comprendió que ninguno de los dos sabía dónde vivía. A veces se quedaba a dormir en casa de su madre. Pero luego desaparecía otra vez y seguía sus propios caminos desconocidos.

«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Divorciados o no, tenemos que hablar. No resisto más.»

– ¿Quieres un trago? -preguntó el padre.

Lo último que Wallander quería era un trago. Pero sabía que era inútil negarse.

– Sí, por favor -contestó.

El trastero estaba unido por un pasillo con la casa de techo bajo y escasamente amueblada. Kurt Wallander vio enseguida que estaba sucia y sin arreglar.

«El no ve el desorden», pensó. «¿Por qué no me he dado cuenta?

»Tengo que hablar con Kristina sobre esto. Ya no puede vivir solo.»

En aquel momento sonó el teléfono. Contestó su padre.

– Es para ti -refunfuñó, sin intentar disimular su irritación.

«Linda», pensó. «Seguramente es ella.»

Era Rydberg desde el hospital.

– Se ha muerto -anunció.

– ¿Volvió en sí?

– Sí, en efecto. Diez minutos. Los médicos pensaban que había pasado la crisis. Y se murió.

– ¿Dijo algo?

La voz de Rydberg tenía un tono dubitativo cuando contestó.

– Creo que es mejor que vengas a la ciudad.

– ¿Qué dijo?

– Algo que no te gustará oír.

– Iré al hospital.

– Mejor a la comisaría. Te he dicho que está muerta.

Kurt Wallander colgó.

– Tengo que irme -declaró.

Su padre lo miró con rabia.

– No me quieres -afirmó.

– Volveré mañana -dijo Kurt Wallander preguntándose qué haría con la dejadez en la que vivía su padre-. Mañana seguro que vuelvo. Hablaremos, prepararemos la comida. Podremos jugar al póquer si quieres.

Aunque Wallander era un pésimo jugador de cartas, sabía que eso lo aplacaría.

– Vendré a las siete -recalcó.

Luego se dirigió otra vez a Ystad.

A las ocho menos cinco empujó las mismas puertas de cristal por las que había salido dos horas antes. Ebba le saludó.

– Rydberg está en el comedor -dijo.

Y así era, delante de una taza de café. Al ver su cara, Kurt Wallander comprendió que algo desagradable le esperaba.

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