6

Una tormenta pasó sobre Escama aquella noche. Kurt Wallander estaba sentado en su desordenada vivienda mientras el viento invernal levantaba las tejas. Bebía whisky, escuchaba una grabación alemana de Aida, cuando de repente todo quedó a oscuras y en silencio a su alrededor. Se acercó a la ventana y miró a la oscuridad. El viento aullaba y en algún lugar un letrero golpeaba contra una pared.

Las manecillas fluorescentes del reloj de pulsera señalaban las tres menos diez. Curiosamente no se sentía cansado en absoluto. La noche anterior casi le dieron las once y media antes de salir de la comisaría. El último que lo había llamado era un hombre que no quiso identificarse. Había sugerido que la policía hiciera causa común con los movimientos nacionalistas del país y echara de una vez por todas a los extranjeros. Durante un momento intentó escuchar lo que el hombre anónimo: tenía que decir. Luego le colgó el teléfono, avisó a la recepción y pidió que bloquearan todas las llamadas. Apagó la luz, atravesó el pasillo silencioso y se fue directamente a casa. Al abrir la puerta exterior de su casa decidió averiguar quién se había ido de la lengua sobre la información confidencial. En realidad no le incumbía a él. En caso de conflictos dentro del cuerpo policial, la obligación de intervenir era del jefe de policía. Dentro de unos días Björk habría vuelto de sus vacaciones de invierno. Entonces se tendría que hacer cargo. La verdad tendría que salir a la luz.

Pero cuando bebió su primera copa de whisky, Wallander comprendió que Björk no haría nada. Aunque todo policía está atado a una promesa de silencio, no podría considerarse como una actuación criminal el hecho de que un policía llamase a un contacto suyo de la Televisión Sueca y contase lo que se había dicho en una reunión interna del grupo de investigación. Tampoco podrían probarse irregularidades en caso de que la Televisión Sueca hubiera pagado a su informador secreto. Kurt Wallander se preguntó por un momento cómo contabilizaba la Televisión Sueca una partida de gastos de ese tipo.

Luego pensó que Björk, probablemente, no estaría interesado en cuestionar la lealtad interna cuando se encontraban en medio de la investigación de un homicidio.

A la segunda copa de whisky había vuelto a meditar sobre el autor o autores del soplo. Aparte de sí mismo, sólo podría descartar a Rydberg con seguridad. Pero ¿por qué es taba tan seguro de Rydberg? ¿Podía conocerlo a él más a fondo que a los demás?

La tormenta había provocado un corte de luz y en aquel momento estaba solo en la oscuridad.

Los pensamientos relacionados con la pareja muerta, con Lars Herdin y con el extraño nudo corredizo se mezclaban con aquellos asociados a Sten Widén, Mona, Linda y su viejo padre. Desde dentro de la oscuridad le hacía señas lo absurdo e inútil de la vida. Una cara irónica que se reía de sus vanos esfuerzos por dominar su vida…

Se despertó cuando volvió la luz. Vio en el reloj que había dormido más de una hora. El disco daba vueltas en el plato del tocadiscos. Vació la copa y fue a acostarse a la cama.

«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Tengo que hablar con ella sobre todo lo que ha pasado. Y tengo que hablar con mi hija. Tengo que visitar a mi padre para ver lo que puedo hacer por él. En medio de todo esto también debería atrapar a un asesino…»

Debió de dormirse otra vez. Creía que estaba en su despacho cuando sonó el teléfono. Medio dormido, fue dando traspiés hasta la cocina y cogió el auricular. ¿Quién lo llamaba a las cuatro y cuarto de la madrugada?

Antes de contestar, pensó por un instante que desearía que fuese Mona la que llamaba.

Primero le pareció que el hombre que hablaba le recordaba a Sten Widén.

– Sólo tenéis tres días para reparar el error -amenazó el hombre.

– ¿Quién es usted? -preguntó Kurt Wallander.

– No importa quién sea -contestó el hombre-. Soy uno de los diez mil salvadores.

– Me niego a hablar con alguien sin saber quién es -dijo Kurt Wallander, que ya estaba completamente despierto.

– No cuelgue -dijo el hombre-. Ahora tenéis tres días para reparar el hecho de que habéis guardado las espaldas a unos delincuentes extranjeros. Tres días, pero ni uno más.

– No sé de qué me hablas -replicó Kurt Wallander y sintió un malestar al oír la voz desconocida.

– Tres días para atrapar a los asesinos y mostrarlos -dijo el hombre-. Si no, nos encargaremos nosotros.

– ¿Encargarse de qué? ¿Quiénes?

– Tres días. Ni uno más. Después empezará a arder.

La comunicación se cortó.

Kurt Wallander encendió la lámpara de la cocina y se sentó a la mesa. Escribió la conversación en un viejo bloc que Mona solía usar para las listas de la compra. En la parte de arriba del bloc ponía «Pan». Lo que había escrito debajo no se podía leer.

No era la primera amenaza anónima que Kurt Wallander recibía en sus muchos años como policía. Un hombre que consideraba que lo habían condenado injustamente lo había acosado con cartas insinuantes y llamadas nocturnas unos años antes. Entonces fue Mona la que se cansó y le exigió que reaccionase. Kurt Wallander envió a Svedberg para que convenciera al hombre de que le caería una condena larga si la persecución no cesaba. En otra ocasión alguien le rajó los neumáticos del coche.

Pero el mensaje de aquel hombre era diferente.

Algo ardería, decía. Kurt Wallander comprendió que podría ser cualquier cosa, desde los campos de refugiados hasta los restaurantes o pisos cuyos propietarios fueran extranjeros.

Tres días. O tres días y tres noches. Esto significaba el viernes o, a más tardar, el sábado día 13.

Se acostó de nuevo en la cama e intentó dormir. El viento barría y azotaba las paredes.

¿Cómo iba a poder dormir cuando en realidad sólo estaba esperando a que el hombre volviera a llamar?

A las seis y media ya estaba de nuevo en la comisaría. Intercambió unas palabras con el guardia, que le dijo que la noche había sido tranquila a pesar de la tormenta. Un camión había volcado a la entrada de Ystad y unos andamios se habían caído en Skårby. Eso era todo.

Se fue por un café y entró en su despacho. Con una vieja máquina de afeitar se frotó las mejillas hasta dejarlas limpias. Luego salió a buscar los periódicos de la mañana. Cuanto más los miraba, más contrariado se sentía. A pesar de que la noche anterior había hablado por teléfono con varios periodistas hasta última hora, los desmentidos de que la policía se concentraba en investigar a unos ciudadanos extranjeros eran muy vagos e incompletos. Era como si los periódicos aceptaran la verdad con reticencias.

Decidió convocar otra conferencia de prensa esa misma tarde y presentar un informe sobre el estado de la investigación. Además, denunciaría la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

Tomó una carpeta de una estantería detrás, de él. Allí guardaba información sobre las diversas viviendas de refugiados que había en los alrededores. Aparte del gran campo de refugiados de Ystad había unas cuantas unidades de menor tamaño esparcidas por el distrito.

Pero ¿qué era lo que indicaba que sería justo un campo de refugiados en el distrito policial de Ystad? Nada. Además, la amenaza podría estar dirigida a un restaurante o a una vivienda. ¿Cuántas pizzerías había por ejemplo alrededor de Ystad? ¿Quince? ¿Más?

Estaba completamente seguro de una cosa. La amenaza nocturna debía tomarla en serio. Durante el último año habían ocurrido demasiados actos vandálicos que confirmaban que en el país había fuerzas más o menos organizadas que no dudaban en valerse de la violencia contra los ciudadanos extranjeros o los refugiados que pedían asilo político.

Miró el reloj. Las ocho menos cuarto. Levantó el auricular y marcó el número de la casa de Rydberg. Después de diez tonos colgó. Rydberg estaba de camino.

Martinson asomó la cabeza por la puerta.

– Hola -dijo-. ¿Cuándo tenemos la reunión hoy?

– A las diez -contestó Kurt Wallander.

– ¡Qué tiempo hace!

– Con tal que no nieve, no me importa el viento.

Mientras esperaba a Rydberg, buscó la nota que le había dado Sten Widén. Después de la visita de Lars Herdin, comprendió que quizá no era extraño que alguien le hubiera dado de comer al caballo durante la noche. Si los asesinos se encontraban entre los conocidos o incluso entre los familiares de Johannes y Maria Lövgren, era normal que conocieran la existencia del caballo. ¿Sabrían también que Johannes Lövgren solía ir a la cuadra por la noche?

Tenía una vaga idea de lo que Sten Widén podría aportar. ¿No sería el miedo a perder el contacto con él definitivamente la principal razón para haberlo llamado?

Nadie contestó a pesar de que esperó durante más de un minuto. Colgó y decidió intentarlo un poco más tarde. También esperaba despachar otra llamada antes de que llegara Rydberg. Marcó el número y esperó.

– Fiscalía -contestó una voz alegre de mujer.

– Soy Kurt Wallander. ¿Tienes a Akeson por ahí?

– Está en excedencia esta primavera. ¿Lo habías olvidado?

Lo había olvidado. Se le había ido de la cabeza que el fiscal del distrito haría un curso de postgrado. A pesar de que habían cenado juntos a finales de noviembre.

– Te puedo poner con su sustituto si quieres -dijo la recepcionista.

– Sí, por favor -contestó Kurt Wallander.

Para su asombro, era una mujer la que contestó.

– Anette Brolin.

– Quisiera hablar con el fiscal -dijo Kurt Wallander.

– Soy yo -contestó la mujer-. ¿De qué se trata?

Kurt Wallander se dio cuenta de que no se había presentado. Dijo su nombre y continuó:

– Se trata del doble asesinato. Pensé que ya era hora de presentar un informe a las autoridades fiscales. Había olvidado que Per estaba en excedencia.

– Si no me hubieras llamado esta mañana te habría llamado yo -dijo la mujer.

Kurt Wallander intuía un tono de reproche en su voz. «Vieja gruñona», pensó. «¿Tú me vas a enseñar a cooperar con las autoridades de la fiscalía?»

– En realidad no tenemos mucha cosa -dijo, y se dio cuenta de que hablaba con voz cortante.

– ¿Estáis a punto de detener a alguien?

– No. Pero he pensado en daros un pequeño informe.

– Gracias -dijo la mujer-. ¿Quedamos a las once aquí en mi despacho? Tengo una detención a las diez y cuarto. Estaré de vuelta a las once.

– Tal vez llegue con un poco de retraso. Tenemos una reunión de investigación a las diez. Puede alargarse.

– Inténtalo para las once.

La conversación se acabó y Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

La cooperación entre la policía y los fiscales no siempre era sencilla. Pero Kurt Wallander había forjado una relación poco rutinaria y de confianza con Per Ǻkeson. A menudo se llamaban y se pedían consejos. Raras veces, casi nunca, había desavenencias ante una detención o una puesta en libertad.

– Coño -dijo en voz alta-. Anette Brolin, ¿quién es?

En aquel momento oyó el inconfundible paso renqueante de Rydberg en el pasillo. Sacó la cabeza por la puerta y le pidió que entrara. Rydberg llevaba una chaqueta de piel pasada de moda y una boina. Al sentarse hizo una mueca.

– ¿Te duele? -preguntó Kurt Wallander señalando la pierna.

– La lluvia me va bien -dijo Rydberg-. O la nieve. O el frío. Pero esta maldita pierna no aguanta el viento. ¿Qué querías?

Kurt Wallander le explicó la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

– ¿Qué crees? -preguntó al acabar-. ¿Es serio o no?

– Serio. Por lo menos tenemos que obrar como si lo fuera.

– Pensaba dar una rueda de prensa esta tarde. Explicamos el estado de la investigación y nos centramos en el relato de Lars Herdin. Sin decir su nombre, por supuesto. Luego explico lo de la amenaza. Y digo que ninguno de los rumores sobre extranjeros tiene fundamento.

– De hecho no es la verdad -replicó Rydberg con tono dubitativo.

– ¿A qué te refieres?

– La mujer dijo lo que dijo. Y el nudo quizá sea argentino.

– ¿Cómo lo vas a relacionar con un atraco que probablemente hayan cometido unas personas que conocen muy bien a Johannes Lövgren?

– No lo sé todavía. Creo que es demasiado pronto para sacar conclusiones. ¿No te parece?

– Conclusiones provisionales -dijo Kurt Wallander-. En todo trabajo policial se trata de sacar conclusiones. Las que se desechan o las que se siguen elaborando.

Rydberg movía su pierna dolorida.

– ¿Qué has pensado hacer acerca del soplo? -preguntó.

– Me voy a cabrear en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego Björk se tendrá que encargar cuando vuelva.

– ¿Qué crees que hará?

– Nada.

– Eso es.

Kurt Wallander abrió los brazos.

– Vale más aceptarlo de una vez. Al que haya dado el soplo a la televisión no se le retorcerá la nariz. A propósito, ¿cuánto crees que paga la televisión sueca a los policías soplones?

– Probablemente demasiado -dijo Rydberg-. Por eso no tienen dinero para hacer buenos programas.

Rydberg se levantó de la silla.

– No olvides una cosa -dijo cuando ya estaba con la mano en el pomo de la puerta-. Un poli que da un soplo puede volver a darlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Puede aferrarse a que una de nuestras pistas señala a unos extranjeros. De hecho es la verdad.

– No es ninguna pista -dijo Kurt Wallander-. Son las últimas palabras confusas de una anciana aturdida y moribunda.

Rydberg se encogió de hombros.

– Haz lo que quieras -dijo-. Nos vemos dentro de un rato.

La reunión de investigación no pudo ir peor. Kurt Wallander había decidido empezar con lo del soplo y las consecuencias que podrían temerse. Describiría la llamada anónima que había recibido y luego recogería las opiniones sobre lo que se tendría que hacer antes de que acabara el plazo. Pero cuando se quejó con rabia de que uno de los presentes era tan desleal que distribuía información confidencial y tal vez también recibiese dinero a cambio, le respondieron con protestas airadas. Varios de los policías afirmaban que el rumor muy bien podía haberse filtrado desde el hospital. ¿No estaban presentes tanto médicos como enfermeras cuando la anciana pronunció sus últimas palabras?

Kurt Wallander intentó replicar a las objeciones pero las protestas se repitieron. Cuando la discusión finalmente se pudo concentrar en las investigaciones, en la sala reinaba un ambiente pesimista. El optimismo del día anterior se había convertido en una atmósfera torpe y poco inspirada. Kurt Wallander se dio cuenta de que había empezado por el final.

El trabajo de identificación del coche con el que el camionero había estado a punto de chocar no daba ningún resultado. Para aumentar la efectividad se puso a un hombre más a hacer averiguaciones sobre el coche.

Proseguía la investigación del pasado de Lars Herdin. En el primer control no había salido nada digno de comentarse. Lars Herdin estaba limpio y no tenía deudas extraordinarias.

– Tenemos que pasarle el aspirador -dijo Kurt Wallander-. Tenemos que averiguar todo lo que se pueda acerca de él. Veré a la fiscal dentro de un rato. Le pediré permiso para poder entrar en el banco.

Peters fue quien llevó la noticia más importante del día.

– Johannes Lövgren tenía dos cajas de seguridad -anunció-. Una en el banco Föreningsbanken y otra en el banco Handelsbanken. Repasé las llaves de su llavero.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Entraremos en ellas hoy mismo.

El gráfico de la familia y los amigos de los Lövgren seguiría delineándose.

Se acordó que Rydberg se encargaría de la hija que vivía en Canadá y que llegaría a la terminal de aerodeslizadores de Malmö sobre las tres de la tarde.

– ¿Dónde está la otra hija? -preguntó Kurt Wallander-. La jugadora de balonmano.

– Está aquí -dijo Svedberg-. Vive con unos familiares.

– Tú hablarás con ella -dijo Kurt Wallander-. ¿Tenemos alguna pista más que pueda ayudarnos? A propósito, pregunta a las hijas si a una de ellas le dieron un reloj de pared.

Martinson había cribado las pistas. Todo lo que llegaba a conocimiento de la policía se pasaba al ordenador. Luego Martinson hacía una primera criba. Las informaciones más absurdas no salían del listado del ordenador.

– Hulda Yngveson llamó desde Vallby diciendo que era la mano frustrada de Dios la que los había asesinado -informó Martinson.

– Esa siempre llama -dijo Rydberg suspirando-. Si desaparece un ternero pequeño, es porque Dios está frustrado.

– La he colocado en LR -dijo Martinson.

Cierto regocijo llenó el ambiente pesimista cuando Martinson aclaró que LR significaba locos de remate.

No había entrado información relevante. Pero lo estudiarían todo a su debido tiempo.

Finalmente quedaba la cuestión de la relación secreta de Johannes Lövgren en Kristianstad y el hijo que tenían. Kurt Wallander echó una ojeada por la habitación. Thomas Näslund, un policía de unos treinta años, que raras veces o nunca hacía ruido, pero que era muy concienzudo en su trabajo, estaba sentado en un rincón estirándose el labio inferior mientras escuchaba.

– Tú puedes venir conmigo -dijo Kurt Wallander-. Mira a ver si puedes averiguar algo antes. Llama a Herdin y sonsácale todo lo que puedas acerca de aquella dama de Kristianstad. Y del hijo, claro.

Fijaron la rueda de prensa a las cuatro. Para entonces, Kurt Wallander y Thomas Näslund habrían tenido tiempo de hacer una visita a Kristianstad. Si se retrasaban, Rydberg prometió encargarse de la conferencia.

– Voy a escribir el comunicado para la prensa -dijo Kurt Wallander-. Si no tenemos nada más lo dejamos aquí. Faltaban cinco minutos para las once y media cuando llamó a la puerta de Per Ǻkeson en otra parte de la comisaría.

La mujer que abrió la puerta era muy hermosa y muy joven. Kurt Wallander la miró con los ojos como platos.

– ¿Has acabado de mirar ya? -preguntó ella-. Llegas con media hora de retraso, ¿sabes?

– Te dije que la reunión podría alargarse -contestó él.

Cuando entró en el despacho casi no lo reconocía. El despacho incoloro y estricto de Per Ǻkeson se había convertido en una habitación con cortinas de colores estridentes y grandes macetas con plantas a lo largo de las paredes.

La siguió con la mirada cuando se sentó detrás de su mesa. Pensó que no podía tener más de treinta años. Vestía un traje pardo rojizo que parecía de buena calidad y seguramente era muy caro.

– Siéntate -dijo-. Quizá deberíamos darnos la mano. Voy a sustituir a Ǻkeson todo el tiempo que esté fuera. Por tanto trabajaremos juntos durante un largo periodo.

Le tendió la mano y vio que llevaba un anillo de casada. Para su asombro, se dio cuenta de que eso le producía cierta desilusión.

Tenía el cabello castaño oscuro, corto y cortado muy marcado alrededor de la cara. Una mecha rubia se le ondulaba a lo largo de una mejilla.

– Te doy la bienvenida a Ystad -dijo-. Tengo que admitir que me había olvidado por completo de que Per había tomado una excedencia.

– Supongo que nos tutearemos -dijo-. Me llamo Anette.

– Kurt. ¿Estás a gusto en Ystad?

Ella eludió la pregunta con una contestación seca.

– No lo sé todavía. A nosotros, los de Estocolmo, nos cuesta un poco entender la flema escaniana.

– ¿La flema?

– Llegas media hora tarde.

Kurt Wallander notó que se enfadaba. ¿Lo estaba provocando? ¿No entendía que una reunión del grupo de investigación podía alargarse? ¿Todos los escanianos le parecían flemáticos?

– No creo que los escanianos sean más perezosos que los demás -replicó-. No todos los de Estocolmo serán chulos.

– ¿Perdón?

– No, nada.

Se echó hacia atrás en la silla. Notaba que le costaba mirarla a los ojos.

– A lo mejor puedes hacerme un resumen -dijo.

Kurt Wallander intentó ser tan conciso como pudo. Notaba que, sin querer, se hallaba a la defensiva.

Evitó nombrar lo del soplo dentro de la policía.

Ella intercaló unas preguntas cortas a las que él contestó. Se dio cuenta de que ella, a pesar de ser tan joven, tenía experiencia profesional.

– Necesitaremos entrar en los saldos bancarios de Lövgren -dijo-. Además, tiene dos cajas de seguridad que queremos abrir.

Ella firmó los papeles que exigía.

– ¿No lo tiene que examinar un juez? -preguntó Kurt Wallander cuando le acercó los papeles.

– Lo haremos a posteriori. Después, me gustaría tener siempre copia de todo el material de investigación.

Wallander asintió con la cabeza y se preparó para marcharse.

– Esto que pone en los periódicos sobre unos extranjeros que serían los culpables…

– Rumores, ya sabes cómo es.

– ¿Lo sé? -preguntó ella.

Al salir, Wallander notó que estaba sudando.

«Vaya chica», pensó. «¿Cómo coño es posible que una chica como ésta se haga fiscal? ¿Dedicar su vida a detener ladronzuelos y mantener las calles limpias?»

Se quedó parado en la gran recepción de la comisaría, sin poder decidir qué iba a hacer.

«Comer», resolvió. «Si no como ahora, no tendré tiempo de hacerlo. Puedo escribir el mensaje para la prensa mientras almuerzo.»

Cuando salió de la comisaría, el viento estuvo a punto de tumbarlo.

La tormenta no había amainado.

Pensó que debería irse a casa y prepararse una ensalada sencilla. A pesar de que no había comido nada en todo el día, notaba el estómago pesado e hinchado. Pero luego cedió a la tentación y fue a comer a Lurblåsaren, al lado de la plaza. Aquel día tampoco tendría fuerzas para arreglar sus costumbres alimenticias.

A la una menos cuarto ya estaba de vuelta en la comisaría. Como había comido demasiado deprisa, tuvo diarrea y se apresuró a ir al lavabo. Cuando el estómago se hubo calmado un poco, dejó el comunicado para la prensa a uno de los administrativos y se dirigió al despacho de Näslund.

– No encuentro a Herdin -dijo Näslund-. Está en una especie de caminata invernal con la asociación para la protección de la naturaleza de Fyledalen.

– Entonces tendremos que ir a buscarlo allí -dijo Kurt Wallander.

– Pensé que podría hacerlo yo, así tú puedes entrar en las cajas de seguridad. Si ha habido tanto secreto con esta mujer y el hijo de ambos, tal vez tenga algo encerrado allí. Quiero decir que así ahorraremos tiempo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Näslund tenía razón. Iba como una locomotora impaciente.

– Eso haremos -dijo-. Si no tenemos tiempo hoy, iremos a Kristianstad mañana por la mañana.

Antes de sentarse en el coche e ir al banco Föreningsbanken, Wallander intentó localizar de nuevo a Sten Widén. Tampoco entonces contestaba.

Dejó la nota a Ebba en recepción.

– A ver si te contestan. Comprueba que el número es correcto. Debe ser de Sten Widén. O de una hípica que tal vez tenga un nombre que yo no conozco.

– Hanson lo sabrá -dijo Ebba.

– Dije hípica. No caballos de carreras.

– Él apuesta a todo lo que se mueve -comentó Ebba sonriendo.

– Estaré en el banco Föreningsbanken, por si hay algo importante -dijo Wallander.

Aparcó el coche delante de la librería, al lado de la plaza. El fuerte viento estuvo a punto de arrancarle de la mano el billete del aparcamiento cuando metió el dinero en la máquina. La ciudad parecía abandonada. Los fuertes vientos de tormenta hacían que las personas se quedaran dentro de sus casas.

Se paró en la tienda de electrodomésticos que había en la plaza. En un intento de luchar contra la tristeza nocturna había pensado en comprarse un vídeo. Miró los precios y calculó si se lo podía permitir aquel mes. ¿O mejor invertir en un nuevo equipo de música? A fin de cuentas era la música lo que le ayudaba por las noches en las que daba vueltas en la cama y no podía dormir.

Se separó del escaparate y entró en la calle peatonal, al lado del restaurante chino. Estaba junto a la oficina del banco Föreningsbanken. Cuando pasó por las puertas de cristal dentro de la pequeña sala del banco sólo había un cliente. Un campesino con audífono que en voz alta y aguda se quejaba de los altos intereses. A la izquierda había una puerta abierta donde un hombre estudiaba una pantalla de ordenador. Suponía que era a donde tenía que dirigirse. Cuando se acercó a la puerta, el hombre alzó rápidamente la vista como si se tratara de un posible atracador.

Entró en el despacho y se presentó.

– No nos gusta nada esto -dijo el hombre detrás del escritorio-. Durante los años que llevo aquí, en el banco nunca hemos tenido que vernos con la policía.

Kurt Wallander se irritó enseguida por la falta de ganas de cooperar del hombre. Suecia se había convertido en un país donde la gente, ante todo, temía que la molestaran. Nada era más sagrado que las costumbres.

– Es así -dijo Kurt Wallander sacando los papeles que Anette Brolin había firmado.

El hombre leyó los documentos con atención.

– ¿Será necesario? -preguntó luego-. El sentido de una caja de seguridad es que debe estar protegida contra las personas ajenas.

– Es necesario -dijo Kurt Wallander-. Y no tengo todo el día.

Con un suspiro, el hombre se levantó del escritorio. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba preparado para una probable visita de la policía.

Pasaron por una verja y entraron en el habitáculo de las cajas de seguridad. La caja de seguridad de Johannes Lövgren se hallaba en el rincón de más abajo. Kurt Wallander abrió con la llave, sacó la caja y la colocó en una mesa.

Luego levantó la tapa y empezó a repasar el contenido. Había unos títulos funerarios y escrituras de propiedad de la casa de Lenarp. Además de unas fotografías antiguas y un sobre desteñido con sellos viejos. Eso era todo.

«Nada», pensó. «Nada de lo que esperaba.»

El hombre del banco estaba a su lado y le observaba. Kurt Wallander apuntó el número del registro de la propiedad y los nombres de los títulos funerarios. Luego cerró la caja.

– ¿Eso es todo? -preguntó el hombre del banco.

– De momento -contestó Kurt Wallander-. Ahora me gustaría ver sus saldos aquí en el banco.

Saliendo de la bóveda se le ocurrió una cosa.

– ¿Alguien más aparte de Johannes Lövgren tenía derecho a abrir esa caja? -preguntó.

– No -contestó el hombre del banco.

– ¿Sabe usted si había abierto la caja últimamente?

– He mirado en el registro de visitas -contestó el hombre del banco-. Desde hace varios años que no debe de haber abierto su caja.

El campesino continuaba quejándose cuando volvieron a la sala del banco. Había empezado una exposición sobre la bajada de los precios de los cereales.

– Tengo toda la información en mi despacho -dijo el hombre.

Kurt Wallander se sentó al lado de su escritorio y estudió dos hojas impresas llenas de información. Johannes Lövgren tenía cuatro cuentas diferentes. En dos de ellas estaba María Lövgren como titular. La suma total de estas dos cuentas era de noventa mil coronas. No se había tocado ninguna de estas cuentas en mucho tiempo. En los últimos días les habían añadido los intereses. Una tercera cuenta era una reliquia de los tiempos como campesino activo de Johannes Lövgren. Allí el saldo era de 132 coronas con 97 öre.

Luego quedaba una cuenta. Allí el saldo era de casi un millón de coronas. Maria Lövgren no figuraba como titular. El 1 de enero le habían ingresado los intereses de más de noventa mil coronas en la cuenta. El 4 de enero Johannes Lövgren había retirado veintisiete mil coronas.

Kurt Wallander alzó la vista al hombre que tenía sentado al otro lado de la mesa.

– ¿Hasta cuándo se puede hacer un seguimiento de esta cuenta? -preguntó.

– En principio los últimos diez años consecutivos. Pero eso lleva su tiempo. Tendremos que buscar en los ordenadores.

– Empiece con el año pasado. Quiero ver todos los movimientos de la cuenta durante el 89.

El hombre del banco se levantó y salió de la habitación. Kurt Wallander empezó a estudiar la segunda hoja. Resultaba que Johannes Lövgren tenía casi setecientas mil coronas colocadas en fondos de acciones que le cuidaba el banco.

«Hasta aquí encaja con el relato de Lars Herdin», pensó. Se acordaba de la conversación con Nyström en la que había jurado que su vecino no tenía dinero.

«Qué poco sabemos de nuestros vecinos», pensó.

Después de unos cinco minutos, el hombre volvió. Le dio otro impreso de ordenador a Kurt Wallander.

Tres veces durante 1989 Johannes Lövgren había sacado una suma total de 78.000 coronas. Las extracciones se habían efectuado en enero, julio y septiembre.

– ¿Puedo quedarme con estos papeles? -preguntó.

El hombre asintió con la cabeza.

– Me gustaría hablar con la cajera que le dio el dinero a Johannes Lövgren la última vez -dijo.

– Britta-Lena Bodén -dijo el hombre-. Voy a buscarla.

La mujer que entró en la habitación era muy joven. Kurt Wallander pensó que no tendría más de veinte años.

– Ella ya sabe de qué se trata -se anticipó el hombre. Kurt Wallander asintió con la cabeza y saludó a la chica.

– Cuenta -dijo.

– Era bastante dinero -contestó la chica-. Si no, no me habría acordado, supongo.

– ¿Parecía preocupado? ¿Nervioso?

– No que yo recuerde.

– ¿Cómo quería el dinero?

– En billetes de mil.

– ¿Sólo de mil?

– También le di unos de quinientas.

– ¿Dónde metió el dinero?

La chica tenía buena memoria.

– En una cartera marrón. Una vieja con bandolera.

– ¿La reconocerías si la vieras otra vez?

– Quizás. El asa estaba rota.

– ¿Rota, cómo?

– El cuero se había cortado.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. La memoria de la chica era estupenda.

– ¿Recuerdas algo más?

– Cuando le di el dinero se marchó.

– ¿Y estaba solo?

– Sí.

– ¿Viste si alguien le esperaba fuera?

– No pude verlo desde la caja.

– ¿Recuerdas qué hora era?

La chica pensó antes de contestar.

– Me fui a comer justo después. Serían más o menos las doce.

– Nos has ayudado mucho. Si recuerdas algo más, quiero que me avises.

Wallander se levantó y salió a la sala del banco. Se paró un momento y se dio la vuelta. La chica tenía razón. Desde el mostrador de las cajas era imposible ver si alguien estaba esperando en la calle.

El campesino sordo ya se había marchado y habían entrado nuevos clientes. Alguien que hablaba un idioma extranjero cambiaba dinero en una de las cajas.

Kurt Wallander salió. La oficina del banco Handelsbanken estaba muy cerca.

Un hombre bastante más simpático le acompañó hasta donde se encontraban las cajas de seguridad. Cuando Kurt Wallander abrió la caja de metal se desilusionó. No había nada en absoluto. Tampoco nadie aparte de Johannes Lövgren podía acceder a aquella caja.

Había adquirido la caja en 1962.

– ¿Cuándo estuvo aquí la última vez? -preguntó Kurt Wallander.

La respuesta le hizo saltar.

– El 4 de enero -contestó el hombre del banco después de estudiar el registro de visitas-. A las 13.15 para ser exactos. Se quedó durante veinte minutos.

Pero a pesar de preguntar a todo el personal, nadie podía recordar si llevaba algo al salir del banco. Tampoco se acordaba nadie de su cartera.

«La chica del banco Föreningsbanken», pensó. «Debería haber gente como ella en todas las oficinas bancarias.»

Kurt Wallander luchó contra el viento por las callejuelas hasta llegar a la cafetería de Fridolf, donde se tomó un café y un bollo de canela.

«Me habría gustado saber lo que hizo Johannes Lövgren entre las doce y la una y cuarto», pensó. «¿Qué hizo entre la primera y la segunda visita bancaria? ¿Y cómo llegó hasta Ystad? ¿Cómo se fue? No tenía coche.»

Sacó su libreta de apuntes y apartó algunas migas de la mesa. Al cabo de media hora había hecho un resumen de las preguntas que deberían tener respuesta cuanto antes.

De camino al coche entró en una tienda de ropa masculina y compró un par de calcetines. Se sorprendió por el precio, pero pagó sin protestar. Antes siempre había sido Mona quien le compraba la ropa. Intentó recordar la última vez que él mismo se había comprado unos calcetines.

Al volver al coche le habían puesto una multa bajo el limpiaparabrisas.

«Si no pago pronto me demandarán», pensó. «Entonces la fiscal municipal Anette Brolin tendrá que comparecer ante el tribunal y formular una acusación contra mí.»

Tiró la multa en la guantera y volvió a pensar que la fiscal era muy bonita. Bonita y atractiva. Luego se acordó del bollo que acababa de comer.

Eran ya las tres cuando Thomas Näslund lo llamó por teléfono. Kurt Wallander ya había decidido que el viaje a Kristianstad tendría que esperar hasta el día siguiente.

– Estoy calado hasta los huesos -dijo Näslund por teléfono-. Me he paseado por el barro de todo el valle de Fyledalen tras Herdin.

– Sonsácalo bien -contestó Kurt Wallander-. Presiónale un poco. Que nos diga todo lo que sepa.

– ¿Lo llevo a algún sitio? -preguntó Näslund.

– Llévale a casa. Tal vez le resulte más fácil hablar si puede hacerlo en su propia casa.

La rueda de prensa empezaba a las cuatro. Kurt Wallander estuvo buscando a Rydberg, pero nadie sabía dónde se encontraba.

La sala estaba llena de periodistas. Kurt Wallander vio que la reportera de la radio local estaba allí, y decidió averiguar lo que sabía de Linda.

Notó un pinchazo en el estómago.

«Lo aparto», pensó. «Y todo lo que no tengo tiempo de hacer. Estoy buscando a los homicidas y no tengo tiempo para preocuparme de los vivos.»

Durante un segundo vertiginoso un solo deseo ocupó toda su conciencia.

Romper con todo. Huir. Desaparecer. Empezar una nueva vida.

Luego se subió al pequeño podio y dio la bienvenida a quienes habían acudido a la rueda de prensa.

Terminó después de cincuenta y siete minutos. Kurt Wallander pensó que había logrado desmentir las habladurías de que la policía estaba buscando a unos ciudadanos extranjeros por el doble asesinato. No le hicieron preguntas problemáticas. Al bajar del podio se sintió satisfecho.

La chica de la radio local esperó mientras la televisión lo entrevistaba. Como siempre, cuando una cámara de televisión lo enfocaba, se ponía nervioso y se atascaba. Pero el reportero estaba contento y no quería repetirlo.

– Tendréis que buscaros mejores informadores -dijo Kurt Wallander cuando acabaron.

– Tal vez -dijo el reportero sonriendo.

Cuando el equipo de la televisión se marchó, Kurt Wallander sugirió a la chica de la radio local que lo acompañara a su despacho. Delante de un micrófono para la radio se ponía menos nervioso que delante de la cámara.

Cuando terminó, apagó la grabadora. Kurt Wallander estaba a punto de empezar a hablar de Linda, pero en ese momento Rydberg llamó a la puerta y entró.

– Acabamos enseguida -dijo Kurt Wallander.

– Ya hemos acabado -replicó la chica y se levantó.

Kurt Wallander la miró desilusionado mientras se marchaba. No habían hablado ni una palabra sobre Linda.

– Más problemas -anunció Rydberg-. Acaban de llamar de la oficina de recepción de refugiados aquí en Ystad. Un coche entró en el patio y a un anciano del Líbano le tiraron una bolsa con nabos podridos a la cabeza.

– Mierda -dijo Kurt Wallander-. ¿Cómo se encuentra?

– Ya ha llegado al hospital y le están vendando. Pero el encargado está preocupado.

– ¿Tomaron la matrícula?

– Fue demasiado rápido.

Kurt Wallander reflexionó un rato.

– No hagamos nada excepcional por ahora -dijo-. Mañana habrá fuertes desmentidos sobre los extranjeros en todos los periódicos. Ya saldrá por la tele esta noche. Esperemos que se calme el ambiente luego. Podemos pedir a las patrullas nocturnas que pasen por los campos.

– Yo les avisaré -se ofreció Rydberg.

– Vuelve después y haremos un repaso -dijo Wallander.

Eran las ocho y media cuando Kurt Wallander y Rydberg acabaron.

– ¿Qué crees? -preguntó Kurt Wallander al recoger los papeles.

Rydberg se rascaba la frente.

– Claro que esta pista de Herdin es buena -dijo-. Mientras encontremos a la esposa secreta y al hijo. Hay mucho que apunta a que estamos cerca de una solución. Tan cerca que es difícil verla. Pero a la vez…

Rydberg se interrumpió en medio de la frase.

– ¿A la vez?

– No lo sé -continuó Rydberg-. Hay algo raro en todo esto. Como mínimo con el nudo. No sé lo que es. -Se encogió de hombros y se levantó-. Tendremos que continuar mañana.

– ¿Te acuerdas de haber visto una vieja cartera en casa de los Lövgren?

Rydberg negó con la cabeza.

– No que yo recuerde -contestó-. Pero había un montón de mierda desbordando los armarios. Me pregunto por qué los viejos se vuelven como ardillas.

– Envía a alguien mañana a buscar una vieja cartera marrón -dijo Kurt Wallander-. El asa está rota.

Rydberg se fue. Kurt Wallander vio que le dolía mucho la pierna. Pensó que debía averiguar si Ebba había localizado a Sten Widén. Pero lo dejó. En cambio buscó la dirección de la casa de Anette Brolin en un boletín interno. Para su asombro descubrió que casi eran vecinos.

«Podría invitarla a cenar», pensó.

Luego recordó que llevaba anillo de casada.

Se fue a casa en medio de la tormenta y tomó un baño. Luego se metió en la cama y hojeó un libro sobre la vida de Giuseppe Verdi.

El frío lo despertó unas horas más tarde.

El reloj de pulsera señalaba unos minutos antes de la medianoche.

Se sintió acongojado por haberse despertado. Otra vez se quedaría sin conciliar el sueño.

Llevado por su desánimo se vistió. Pensó que aquella noche igual podría pasar unas horas en su despacho.

Al salir a la calle notó que el viento había amainado. Empezaba a hacer más frío otra vez.

«La nieve», pensó. «Pronto vendrá.»

Entró en la carretera de circunvalación. Un taxi solitario iba en la dirección opuesta. Condujo despacio por la ciudad vacía.

De repente se decidió a pasar por el campo de refugiados que estaba en la entrada oeste de la ciudad.

El campo consistía en unas cuantas barracas alineadas en largas filas en un campo abierto. Fuertes focos iluminaban las cajas pintadas de verde.

Se paró en un aparcamiento y salió del coche. Las olas del mar rompían cerca de él. Miró el campo de refugiados.

«Sólo falta una valla alrededor y sería un campo de concentración», pensó.

Estaba a punto de entrar en el coche cuando oyó un débil tintineo. Momentos más tarde se convirtió en un estruendo. Luego unas llamas altas se levantaron de una de las barracas.

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