XXVII

Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error, renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, lo que se dice otro hombre, que me encantaría que le vieras, Mario, sólo por gusto, que ha echado un empaque que no veas, con una americana inglesa de sport, sacando el codo por la ventanilla, como muy curtido y, luego, esos ojos… ¡de sueño, vamos!, no parece el mismo, que los hombres es una suerte, como yo digo, si no valéis a los veinte años no tenéis más que esperar otros veinte, yo no sé qué pasa. Y me di cuenta en seguida, no te creas, un Tiburón rojo aquí, imagina, inconfundible, no podía ser otro, y aunque intenté hacerme la tonta, él, ¡plaf!, en seco, un frenazo de cine, ¿eh?, que se quedó un rato el coche como temblando y Paco venga de sonreír, "¿vas al centro?", y yo, toda acomplejada, a ver, que Crescente no hacía más que fisgar desde el motocarro, "sí", "pues, arriba", y ya con la portezuela abierta, a ver qué podía hacer, me colé, y más cómoda que en el sofá del cuarto de estar, Mario, te lo prometo, que lo que yo le dije, "me chifla tu coche", que es verdad, que parece que ni tocas el suelo ni nada. Y él, entonces, dio media vuelta y salió como un cohete por la carretera de El Pinar, que yo le decía, "vuelve, ¿estás loco?, ¿qué va a decir la gente?", pero él, ni caso, cada vez pisaba más y decía, ¿sabes lo que decía?, decía, "déjales que digan misa" y los dos a reír, figúrate qué locura, en un Tiburón, mano a mano, a ciento diez, que hasta se me iba la cabeza, te lo juro, que hay cosas que no se explican, date cuenta, aquel chiquilicuatro que hasta trabucaba las palabras, pues no veas ahora, un aplomo, una serenidad, hablando a media voz, sin vocear, pero sólo lo justo, como la gente de mundo, si no se ve no se cree, que hay que ver, en un dos por tres, lo que ha corrido este hombre, si es el no parar, ¡Dios mío, aquel chisgarabís! En realidad, Transi ya me lo había advertido, la tarde que la encontré, date cuenta, al mes escaso de largarse Evaristo, y como si nada, pero a ésa no la matan penas, claro que siempre fue un poco así, no sé cómo decirte, nunca tomó las cosas demasiado en serio, imagínate qué papeleta, con tres criaturas, pues ella, igual, "¿has visto a Paco? Chica, está majísimo". Y es verdad, Mario, qué cambiazo, por mucho que te lo diga no te lo puedes ni imaginar, unos modales, una delicadeza, lo que se dice otro hombre, eso, que yo recuerdo por aquellos entonces, "diócesis" por "dosis", y cosas por el estilo, que era una perfecta calamidad, que yo no sé sus padres, él maestro de obras, si es que llegaba, gente artesana desde luego, de medio pelo, aunque, las cosas como son, Paco siempre fue inteligente y en la guerra se portó de maravilla, que tiene el cuerpo como una criba, la de metrallazos, no puedes hacerte idea. Bueno, pues le ves conducir ahora y te caes de espalda, ¡qué soltura!, es que no hace ni un solo movimiento de más, que parece que hubiera nacido con el volante entre las manos. Y luego ese olor que se gasta, como a tabaco rubio mezclado con colonia de fricción, que a la legua se ve que hace deporte, tenis y así, y cuando fuma ni se quita el pitillo de los labios, a ver, a ciento diez, loco sería, y guiña los ojos como en el cine, que yo le decía, te lo juro, "da la vuelta, Paco, tengo un montón de cosas que hacer", pero él venga de reírse, que tiene toda la dentadura completa, figúrate qué envidia, "demos tiempo al tiempo; la vida es breve", y, ¡hala!, como un loco, a ciento veinte, que, en éstas, nos cruzamos con el Dos Caballos de Higinio Oyarzun, que a saber de dónde vendría a esas horas por esa carretera, y yo quise agacharme pero estoy casi segura de que me vio, date cuenta qué apuro, y Paco, "¿te ocurre algo, pequeña?" y, luego, "es que estás igual", y yo, "¡qué bobada! fíjate la de años que han pasado", y él, muy fino, "el tiempo no pasa igual para todos", una galantería, tú dirás, pero que se agradece, por qué voy a decir lo contrario. Y cuando paró no me quitaba ojo y me preguntó, de repente, que menudo sofoco, si sabía conducir, y yo que muy poco, casi nada, y él, dale, que todos los días me encontraba en la cola del autobús, entre gentuza, que yo ni sabía dónde meterme, que pasé más vergüenza que en toda mi vida junta, te lo prometo, pero a ver qué le iba a contestar, la verdad, Mario, que quien dice la verdad ni peca ni miente, que no teníamos coche, que a ti eso de los modernismos no acababa de entrarte, y no quieras saber cómo se puso, que me gustaría que le hubieras visto, "¡no, no, no!", como un loco, palabra, dándose coscorrones en la cabeza, natural, que es lo que yo digo, cariño, que hace años tal vez, pero hoy en día, un coche no es un lujo, es un instrumento de trabajo. Y Paco venga de encender pitillos, uno tras otro, que si no fumó veinte no fumó ninguno, y "¿qué es de Transi?", y lo que yo le dije, que no había tenido suerte, y que si se acordaba de los Viejos, bueno, pues Evaristo, el alto, se casó con ella, ya de mayor, y a los cinco años la había abandonado con tres criaturas y él se había largado a América, a Guinea, me parece, que Paco, entonces, "todos nos equivocamos, no es fácil acertar", que me dejó de una pieza, que le brillaban los ojos y todo, Mario, te lo puedo jurar, que a mí me dio lástima, un hombrón así, que no pude por menos, "¿no eres feliz?" y él, "dejemos eso. Vivo y no es poco", pero me miraba cada vez más de cerca y yo estaba toda aturdida, a ver, pensando en la mejor manera de ayudarle, que entonces se me ocurrió recordarle cuando paseábamos por la Acera, de nuestros tiempos, Mario, cuando el bárbaro de Armando se ponía los dedos en las sienes y mugía, ¿te acuerdas?, antes de hacernos novios, pues eso, y él, "¡qué tiempos!", como suele decirse, y, de repente, "tal vez entonces perdí mi oportunidad. Luego, ya ves, la guerra", como con pena, que lo que yo le dije "pues tú te portaste bien bien en la guerra, Paco, no digas", que él, sin venir a cuento, se desabotonó la camisa, que no lleva suéter ni nada, en pleno invierno, y me enseñó las cicatrices del pecho, un horror, no te puedes ni imaginar, entre los pelos, que quién lo hubiera dicho, tan varonil, que de chico era un poco niño Jesús, que me dejó helada, te lo prometo, que eso es lo último que me esperaba, y le dije, "pobre", sólo eso, nada más, te lo juro, pero él me puso el brazo por detrás, que yo pensé que en buen plan, te lo juro, y cuando me quise dar cuenta ya me estaba besando, visto y no visto, y sí, desde luego, muy fuerte, que yo ni sabía lo que hacía, como de tornillo, sí, apretadísimo y muy largo, ésta es la verdad, pero yo no puse nada de mi parte, como lo estás oyendo, que estaba como hipnotizada, te lo juro, que me había estado mirando sin dejarlo yo que sé el tiempo, y luego aquel olor entre de colonia y de tabaco rubio, que trastorna a cualquiera, Valen te lo puede decir, que me lo ha comentado un montón de veces, que yo sólo te quiero a ti, no hace falta que te lo diga, pero estaba como atontada, a lo mejor de la misma velocidad, la falta de costumbre, vete a saber, cualquier cosa, como un fardo, lo mismito, y el corazón, paf, paf, paf, como desbocado, no puedes hacerte idea, eso instintivamente, los principios, lógico, y no podía ni menear un dedo, igual que anestesiada, lo mismito, que ni los árboles, imagínate, con los que había, sólo el runrún de sus palabras, cerquísima, desde luego, prácticamente encima, que era como estar en las nubes, una desorientación, y él me abrió la puerta y, muy suave, "baja" y yo como una sonámbula, bajé, pero como te lo digo, ni voluntad ni nada, que era una especie de flojera, a buena hora si no, obedecía sin darme cuenta, y nos sentamos detrás de una mata, al sol, más bien grande, sí, muy grande, nos tapaba desde luego, y figúrate a esas horas, en día de labor, ni un alma, lo que se dice nadie, que si yo estoy en mis cabales de qué, y Paco insistiendo, "aquí donde me ves, que parece que tengo todo, estoy solo, Menchu", que yo "pobre", otra vez, pero conmovida de veras, Mario, que esto es lo curioso, como si no supiera decir otra cosa, claro que no era yo ni Dios que lo fundó, hipnotizada o lo que quieras, segurísimo, imagínate, buena soy, y él, como enloquecido, empezó a abrazarme y a estrujarme por el suelo, y me decía, me decía, ¿sabes qué me decía?, después de todo, Mario, no es ninguna novedad, que al fin y al cabo, fue sincero, que otros lo piensan y no lo dicen, me decía, mira Elíseo San Juan, de siempre, y el mismo Evaristo, que a saber qué tienen mis pechos, yo qué le voy a hacer, y Paco cada vez más frenético, me decía, ¿sabes lo que me decía?, me decía, "veinticinco años soñando con estos pechos, pequeña", figúrate, que yo, como tonta, "pobre", esto te dará idea, que él como fuera de sí, que hasta me rompió la ropa y todo, Mario, pero yo no era yo, no hace falta que te lo diga, perdóname, nada de culpa, que le rechacé, te lo juro, le recordé a nuestros hijos, que ni sé de dónde me vinieron las fuerzas porque estaba completamente sin voluntad, hipnotizada, palabra, pero le mandé a paseo, que se debió quedar de un aire, te lo prometo, que me caiga muerta, que a saber tú con Encarna, en Madrid, perdona, Mario, perdóname, no quise decir eso, pero no pasó nada de nada, puedes estar tranquilo, te lo juro, que le recordé a nuestros hijos, o a lo mejor fue él, vete a saber, ya ni me acuerdo, pero para el caso es lo mismo, Mario, que me quitó la palabra de la boca, que ni hablar podía, estaba desquiciada, cariño, tienes que hacerte cargo, sólo quiero que me comprendas, ¿oyes?, porque aunque hubiese hecho algo malo no era yo, puedes estar seguro, que la persona que estaba allí no tenía nada que ver conmigo, sólo faltaría, pero no pasó nada, nada de nada, en absoluto, te lo juro por lo que más quieras, Mario, créeme, y si Paco no hubiera reaccionado hubiese reaccionado yo, ya me conoces, aunque estuviera convertida en una piltrafa, pero él, después de todo, tenía la culpa, a él le correspondía, que cuando se separó tenía unos ojos que daban miedo, echaban chispas, Mario, de loco, pero dijo, "somos dos locos, pequeña, discúlpame, no quiero perjudicarte", y se levantó, que yo avergonzada, sí, así fue, bien mirado, fue él, pero que fuera uno u otro es indiferente, cariño, lo importante es que no pasó nada, te lo prometo, sólo hubiera faltado, el respeto que te debo y nuestros hijos, pero, por favor, no te quedes ahí parado, ¿es que no me crees?, te lo he contado todo, Mario, cariño, de pe a pa, tal como fue, te lo juro, no me guardo nada, como si me estuviera confesando, palabra, Paco me besó y me abrazó, lo reconozco, pero de ahí no pasó, estaría bueno, te lo juro, y tienes que creerme, es mi última oportunidad, Mario, ¿no lo comprendes?, y si tú no me crees yo me vuelvo loca, te lo prometo, y si te quedas ahí parado es que no me crees, ¡Mario!, ¿es que no me estás escuchando?, atiende, por favor, nunca he sido más franca, te lo podría jurar, con nadie, figúrate, que te estoy hablando con el corazón en la mano, escucha, para mí el que me perdones es cuestión de vida o muerte, ¿te das cuenta?, no se trata de un capricho, Mario, mírame, anda, aunque sólo sea un momentín, por favor, no me vayas a confundir con mi hermana, me aterro sólo de pensarlo, te lo prometo, ya ves Julia, una cualquiera, no me digas, con un italiano, que no tiene perdón, en plena guerra, tú me dirás, como quien dice en frío, que al fin y al cabo, Galli, un desconocido, buena diferencia con Paco que perdería la cabeza y todo lo que quieras, pero, en resumidas cuentas, un caballero, Mario, "somos unos locos, pequeña; discúlpame", un detalle, que me quitó la palabra de la boca, te lo juro, Mario, te lo juro por lo que más quieras, que yo se lo iba a decir y eso que estaba como tonta, completamente hipnotizada, ni voluntad ni nada, un fardo, pero se lo iba a decir, palabra, y él, zas, se me adelantó, claro que lo importante, fuese uno u otro, es que no pasara nada, a ver si no, Mario, pero mírame un poco, di algo, no te quedes ahí parado, que parece como que no me creyeras, que te estuviera engañando o así, y no, Mario, cariño, que en la vida he sido más franca, te estoy diciendo toda la verdad, toda, enterita, te lo juro, no ocurrió nada más, pero mírame, di algo, anda, por favor, mira que eres, me estoy tirando por los suelos, más no puedo hacer, Mario, cariño, que al fin y al cabo, si a su tiempo me compras un Seiscientos, ni Tiburones ni Tiburonas, segurísimo, que con estas restricciones lo que hacéis es ponernos en el disparadero, a ver si no, que cualquiera te lo puede decir, pero perdóname, Mario, anda, te lo pido de rodillas, no hubo más, te doy mi palabra, yo sólo he sido para ti, te lo juro, te lo juro y te lo juro, por lo más sagrado, Mario, por lo que más quieras, por mamá, fíjate, que más no puedo hacer, pero mírame, un segundo aunque sólo sea, anda, hazme ese favor, ¡mírame!, ¿es que no me oyes? ¿cómo quieres que te lo diga? ¡Mario, que me muera si no es verdad!, no pasó nada, que Paco, a fin de cuentas, un caballero, claro que fue a dar conmigo, pero si yo tengo un Seiscientos, ni Paco ni Paca, te lo juro, Mario, te lo juro por Elviro y por José María, ¿qué más quieres?, en mejor plan no me puedo poner, Mario, que yo puedo llevar la cabeza bien alta, para que lo sepas, pero ¡escúchame, que te estoy hablando! ¡no te hagas el desentendido, Mario!, anda por favor, mírame, un momento, sólo un segundo, una décima de segundo aunque sólo sea, te lo suplico, ¡mírame!, que yo no he hecho nada malo, palabra, por amor de Dios, mírame un momento, aunque sólo sea un momentín, ¡anda!, dame ese gusto, qué te cuesta, te lo pido de rodillas si quieres, no tengo nada de qué avergonzarme, ¡te lo juro, Mario, te lo juro! ¡¡te lo juro, mírame!! ¡¡que me muera si no es verdad!!, pero no te encojas de hombros, por favor, mírame, de rodillas te lo pido, anda, que no lo puedo resistir, no puedo, Mario, te lo juro, ¡mírame o me vuelvo local ¡¡Anda, por favor…!!


Carmen se sobresalta al oír el gemido de la puerta. Gira la cabeza, se sienta sobre los pies y hace como que buscara algo por el suelo. Sus ojos y sus manos expresan un nerviosismo límite. Aunque la luz del nuevo día entra ya por la ventana, la lámpara continúa encendida, proyectando su mortecino cerco luminoso sobre la descalzadora y los pies del cadáver:

– ¿Qué pasa, mamá? ¡Levántate! ¿Qué haces ahí de rodillas?

Carmen se incorpora sonriendo tontamente. Se siente indefensa, blanda y maleable. Sus párpados han adquirido un color rosa fuerte, casi violeta, y cuando mira, mira de soslayo, como amedrentada. "Rezaba", murmura, pero lo dice sin convicción, para que no la crean, "sólo rezaba", añade, y el muchacho se adelanta hacia ella, la arropa los hombros con su brazo joven y nota que se estremece:

– ¿Estás bien? -dice.

– Bien, hijo, ¿por qué?

En una noche, las mejillas de Carmen se han desplomado y a los lados de la barbilla y por debajo de ella se le forman unos papos blandos, gelatinosos, como bolsas donde se acumulase alguna secreción. También bajo los ojos tiene Carmen unas fofas y arrugadas inflamaciones cárdenas. Mario insiste:

– ¿Tienes frío? Me pareció que hablabas sola.

La empuja blandamente hacia la puerta, pero Carmen se resiste a abandonar la habitación. Se opone sin decirlo y sin saberlo, pero con una persistencia sorda, tenaz, que induce a Mario a aflojar su presión. Entonces ella mira hacia todos los lados como si en lugar de haber pasado la noche allí viese aquel despacho, doblado en cámara mortuoria, por primera vez. Por la ventana se divisa ya nítidamente la casa de enfrente, con sus balcones verdes, de gresite, y sus cerradas persianas pintadas de blanco. Y cuando, de pronto, se abre una -una persiana- con un ruido de matraca, seco, de tablillas que se juntan, parece como que la casa bostezara y se desperezase. Antes de terminar de abrirse la persiana, petardea, abajo, en la calle estrecha, el primer motocarro. Y cuando el estrépito cesa, se perciben rumores de conversaciones y crujidos de pisadas de las gentes madrugadoras, que marchan al trabajo. Un gorrión cruza el poyete de la ventana, a saltitos rápidos, como si botase, gorjeando alborozadamente, como en primavera. Tal vez le llama a engaño el fragmento de cielo que cierra como un telón de fondo el taller de Acisclo del Peral y que ha pasado del negro al blanco y del blanco al azul en unos minutos, apenas sin transición. Carmen repara en los crespones enlutados, los libros del revés, los geométricos grabados de biciclos -circunferencias, triángulos, líneas punteadas-, la bola del mundo azul sobre la mesa, la lámpara, la butaca de Mario con el asiento de cuero desgastado en el borde y, finalmente, y con lentitud, como si acabara de hacerse cargo de la situación, posa los ojos sobre el cadáver, sobre el rostro del cadáver de Mario. Suspira, mira a su hijo, le cierra maquinalmente el cuello de la camisa con trémulos dedos y dice con voz apagada, imperceptiblemente inflamada de presunción, sonriendo:

– No está alterado ¿te das cuenta? No ha perdido siquiera el color.

Mario oprime sus hombros:

– Déjalo -dice y tira de ella pero Carmen está como clavada al suelo.

– Sin gafas no se parece -añade. De joven no gastaba gafas y me miraba en el cine todo el tiempo ¿sabes?; de esto hace muchísimos años, ¡qué sé yo el tiempo!, que tú yo no sé si habías nacido, te estoy hablando del año catapún, pero era bonito, te lo confieso, aunque yo no sé qué pasa que todo en la vida acaba por estropearse.

Ha ido tomando fuerza como un avión que despegara y cuando Mario dice solamente "no debiste quedarte sola. Estás muy excitada. ¿Has dormido algo siquiera?", Carmen, sin un gesto previo que lo delate, rompe en sollozos, oculta los ojos en el suéter azul, de mezclilla, de su hijo, se aprieta contra su pecho y murmura un repertorio de incoherencias, de las que Mario apenas entresaca algunas frases o fragmentos de frases ("…es inútil"…", "…su yo por delante…" "…siquiera una mirada…") pero la tensión de Carmen ha remitido y se deja conducir a la cocina dócilmente, se sienta en el taburete blanco y observa cómo Mario llena de agua la cafetera italiana, atasca el filtro de café, y pone al 3 el hornillo rápido. Al calentarse el hornillo, la base húmeda de la cafetera sisea insistentemente. La cocina está en penumbra, Mario se acomoda en el otro taburete, a su lado. En el patio de luces retumban los primeros ruidos, las voces primeras de la mañana.

Carmen está doblada por la cintura, como entregada, como si los pechos que empujan tercamente el entramado de lana negra, y que siempre ha soportado gallardamente la pesasen ahora demasiado. Se ahueca las axilas con disimulo. Dice:

– Parece mentira que para los demás sea hoy un día corriente; un día como otro cualquiera, fíjate. Yo no puedo hacerme a la idea, Mario; me es imposible.

Mario vacila. Teme romper de nuevo su equilibrio. Finalmente dice:

– A todo el mundo le pasa. Todo el mundo pasa por este trance alguna vez, mamá… No sé cómo decirte.

La escasa luz que entra por la ventana llena de sombras el rostro de Carmen. Cuando habla, se le abre, casi en el centro, un hueco aún más oscuro:

– Las cosas no son como antes.

Mario se agarra las rodillas con sus manos morenas, jóvenes y vitales:

– El mundo cambia, mamá, es natural.

– A peor, hijo, siempre a peor.

– ¿Por qué a peor? Sencillamente nos hemos dado cuenta de que lo que uno viene pensando desde hace siglos, las ideas heredadas, no son necesariamente las mejores. Es más, a veces no son ni tan siquiera buenas, mamá.

Ella le observa frunciendo el ceño:

– No sé qué quieres decir.

Hablan a media voz. Del tono de Mario transciende un anhelo de aproximación:

– Hay que escuchar a los demás, mamá, eso quiero decir. ¿No te parece significativo, por ejemplo, que el concepto de lo justo coincidiera siempre sospechosamente con nuestros intereses?

La mirada de Carmen es, por momentos, más roma y desconcertada. Por contra, a medida que habla se ensancha la ingenua petulancia de Mario:

– Sencillamente tratamos de abrir las ventanas. En este desdichado país nuestro no se abrían las ventanas desde el día primero de su historia, convéncete.

A Mario le ha subido el color. Está un poco azorado. Para disimularlo, se levanta y vuelve con la cafetera. Gira el botón para apagar el hornillo que en unos segundos se torna color ceniza. Coge dos tazas y el azucarero del vasar. Sirve a su madre, que está inmóvil, los ojos entrecerrados, como si contemplase algo muy distante.

– No os entiendo -murmura, al fin-. Todos habláis en clave como si pretendierais volverme loca. Leéis demasiados libros.

Mario le aproxima la taza:

– Tómatelo -dice autoritariamente-. Tómatelo antes de que se quede frío.

Carmen mueve lentamente el azúcar con la cucharilla y bebe. Al principio sin querer beber, cerrando los labios, como con temor de quemarse, pero cuando comprueba la temperatura, bebe ya francamente. Al concluir, se queda mirando para su hijo, tratando de explicárselo, no ya intelectualmente, sino como simple fenómeno biológico, como una consecuencia de ella:

– No es posible -dice, al cabo-. No es posible que tú seas aquel pequeñín, que cuando empezó a ir al colegio y yo le decía al verle las notas: "¡Este niño es un sabio!", él me decía, "Mamá, yo no soy un sabio; soy un filósofo".

Mario, para vencer su azoramiento, bebe, pero inclina demasiado repentinamente la taza y el café se le derrama por los bordes de la boca. Deja la taza sobre él mármol blanco de la mesa y se limpia precipitadamente con el envés de la mano:

– Déjalo ya -murmura-. Parece como que te complacieras avergonzándonos con nuestras ridículas salidas de niños-prodigio.

Carmen abre los ojos sorprendida; sinceramente sorprendida:

– Otra cosa que no comprendo, palabra -dice- es que reneguéis de los años en que erais más buenos. Tu mismo padre…

Mario se lleva las manos a la cabeza:

– ¡Oh! -dice enfáticamente-. ¡Más buenos! ¡Por Dios, mamá! Ya salió nuestro feroz maniqueísmo: buenos y malos -el aroma del café y la atención del auditorio le traslada al Bar Floro, en cuyas mesas platican a diario los del curso y redactan el Boletín "Agora". Se va creciendo. Se inflama. Prende un cigarrillo- ¡los buenos a la derecha y los malos a la izquierda! Eso os enseñaron, ¿verdad que sí? Pero vosotros preferís aceptarlo sin más, antes que tomaros la molestia de miraros por dentro. Todos somos buenos y malos, mamá. Las dos cosas a un tiempo. Lo que hay que desterrar es la hipocresía ¿comprendes? Es preferible reconocerlo así que pasarnos la vida inventándonos argumentos. En este país, desde los Comuneros venimos esforzándonos en taparnos los oídos y al que grita demasiado para vencer nuestra sordera y despertarnos, le eliminamos y ¡santas pascuas! "¡La voz del mal!", nos decimos para sosegarnos. Y, por supuesto, nos quedamos tan a gusto.

Carmen le mira asustada. Sus ojos son planos. Toda su cara es plana ahora. Le explora. Mario comprende que es inútil, que es como pretender que la pared de un frontón succione la pelota y ésta quede adherida a su lisa superficie. El rostro de Carmen es plano como un frontón. Y como un frontón devuelve la pelota en rebotes cada vez más fuertes. Se abre una pausa. Pese a todo, Carmen no se enfurece. Se siente inclinada a la benevolencia. La Doro empieza a rebullir en el cuarto de al lado. El patio de luces se ha llenado de ruidos: rumores de conversaciones somnolientas, arrastrar de latas de basura, entrechocar de loza. Dice Carmen, después de mover obstinadamente la cabeza como tratando de espantar una idea:

– Y tú, hijo ¿has dormido?

Mario apura su café. Cada vez que da una chupada al cigarrillo pone tal avidez que se diría que quiere absorberlo entero:

– No -dice-. Me ha sido imposible. Una cosa rara. Cada vez que lo intentaba parecía que se me hundía el jergón ¿comprendes? Un vértigo. Aquí -se señala con la mano derecha la parte alta del estómago-, es algo así como cuando vas a examinarte y estás esperando que te llamen.

El rostro de Carmen se pone tenso. La flacidez de sus bolsas -papos y ojeras- desaparece:

– ¡¡No!! -chilla.

Pero la Doro sale en ese momento de su dormitorio. "Buenos días", dice apagadamente. Al fondo del pasillo suena un portazo. Luego, otro. De inmediato se oye el timbre. Es Valentina. Sus facciones relajadas y ante todo el descaro de su mechón albino, le hacen daño a Carmen. Valentina se acerca y ambas cruzan sus cabezas, primero del lado izquierdo, luego del derecho, y besan formulariamente al aire, al vacío, de forma que una y otra sienten los apagados estallidos de los besos pero no su calor:

– Estarás muerta, Menchu, ¿no es verdad?, ¿No es cierto que ahora lo notas? ¿No has dormido nada, nada?

Carmen no responde. Valentina le apremia. Falta un cuarto de hora para las ocho. Mientras se arregla, llegan Bene y Esther. Parece un té de los jueves. Entre todas la arrastran a la misa de alma. Cuando regresan, la casa es un jubileo. La mente de Carmen conecta con otra etapa anterior que ahora se le antoja remotísima. "No sabes qué impresión me ha hecho." "Tan joven, mujer." "Me he enterado por el periódico; de pura casualidad." Los cantos de su mano derecha se resienten a los primeros apretones. Se inclina, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho. Siente los labios como dormidos, emperezados para besar. Así y todo, besa y besa sin tregua. Esther la lee la necrología de "El Correo". "Descanse en paz el hombre bueno que antepuso…" "Bueno ¿para quién?" "En una época materializada como la nuestra, Mario Diez Collado, dio con sus escritos y con su ejemplo…" "Le retrata, ¿eh?" "Muy sentida." "Lo dicho. Yo espero abajo." "Salud para encomendar su alma." "Tú no tienes la culpa, Carmen. He venido por ti." "Gracias, Josechu, no sabes cuantísimo te lo agradezco." Los bultos tienen hoy los ojos mates y hundidos, como atornillados, pero responden a unos mismos estímulos y son locuaces o lacónicos a rachas. "¿La importa que pase un momento?" "Después debes acostarte, Menchu. Del cuerpo no se debe abusar." "Al contrario." "No está descompuesto; no ha perdido siquiera el color." "Yo espero abajo." Silencio. Mario con su suéter de mezclilla, Menchu y Álvaro, merodean como perdidos entre los grupos. Van y vienen sin encontrar un sitio. "El corazón es muy traicionero, ya se sabe." Suspiros. "A Charo que no la esperes. Se ha quedado con Encarna." "No irás al cementerio ¿verdad? No te lo aconsejo, mona, hazme caso, fíjate que a mí…" "¿Sabes si han dormido bien los niños?" Cada vez suben más bultos y el desagüe parece atascado. "Bertrán, ¿le importa esperar en la calle? Aquí no podemos ni rebullirnos." "De un tirón, hija, felices ellos." "Por favor, Doro, diga a la portera y a toda esa gente que pasen a la cocina." Carmen se inclina, primero del lado izquierdo; luego del derecho y besa al aire, a la nada, tal vez a algún cabello suelto. "Me imagino cómo estarás ¡pobre! Todavía no puedo creerlo." "Salud para encomendar su alma." "Pero si yo misma… Anoche… anteanoche cenó como si tal cosa y leyó hasta las tantas. ¿Cómo iba a imaginar una cosa así?" Los bultos ya no caben, ni aun apretándose, en el despacho y el comedor. Van aglomerándose en el pequeño vestíbulo. "No somos nadie." "A mí estas muertes repentinas me descomponen."' "¿Quiere correrse un poquito?"

Cuando llegan los muchachos de Carón, acrece el dinamismo. Carmen, Mario, Valentina y Esther, van y vienen, abren y cierran, pero algún bulto rezagado, aún retiene a Carmen inoportunamente; "Me he enterado por el periódico; de pura casualidad." "Gracias, Higinio. No sabes cuantísimo te lo agradezco." Higinio Oyarzun se queda en el vestíbulo, junto a Arronde, el boticario. No trae gabán aunque es temprano y todavía hace fresco. Del despacho, cuya puerta está abierta, llegan suspiros y sollozos. "No le había más bueno." "Quién lo iba a decir." "No somos nadie." Higinio Oyarzun observa a Moyano dentro de su barba rabínica. También Arronde le mira de refilón y, luego, se agacha y le dice a Oyarzun tenuemente: "Un revolucionario." "Ja", Oyarzun se ríe o hace que se ríe. Después susurra: "Esas revoluciones me las conozco. Ese quiere quitarme a mí para ponerse él. Revoluciones positivas para uno pero de eficacia general muy limitada. Somos todos unos sinvergüenzas." "El corazón es muy traicionero." "Ni tiempo de confesarse tuvo." "¡Pobrecito!" Moyano ladea un poco la cabeza. Tiene los ojos húmedos y la nuez, sobre el suéter oscuro, sin camisa, le sube y le baja cada vez más deprisa. "Ha muerto un hombre íntegro", le dice a Aróstegui, pero apenas ha terminado de decirlo cuando Oyarzun, aunque no va con él, le replica ásperamente desde atrás, empinando su corta estatura sobre el hombro de Arronde: "¿Integro? ¡Ja! Ese señor no era íntegro por serlo sino para gozarse echándonos en cara a los demás que no lo éramos. Era un Tartufo." Moyano se vuelve fuera de sí: "Nazi asqueroso", dice. Y Oyarzun aparta a Arronde que intenta sujetarlo y vocea ya sin circunloquios: "¡Suelta! ¡A ese tipo le rompo yo la cara! ¡A ese…!"

La cabeza de Vicente asoma por la puerta del despacho:

– ¡Chist! -sisea-. Por favor, que sacan el cadáver.

Se hace el silencio. Los muchachos de Carón con el féretro en hombros se abren calle entre los asistentes y detrás, enmarcada por el dintel, se ve un momento a Carmen. No llora. Se estira el suéter de los sobacos y mansamente deja que Valentina la pase un brazo por los hombros y la atraiga hacia sí.

Загрузка...