Martes, 28 de noviembre, 9:45 horas
Reed se alegró de lavarse las manos. Salió del lavabo de hombres del establecimiento de comida preparada sin dejar de mirarse los zapatos con el ceño fruncido. Tendría que habérselos cambiado antes de entrar en la casa; para eso llevaba varios pares en la parte trasera del vehículo.
Cubierto de barro y de otras cosas que era mejor no identificar, el condenado gato se encontraba en una caja que Mitchell había apoyado en su regazo. Desde donde estaba, Reed la vio en el todoterreno, con los codos sobre la caja mientras, concentrada, hablaba por teléfono. Mia esperaba la conexión con Servicios Sociales para pedir información de los familiares de Penny Hill cuando él entró en el servicio a lavarse las manos. La expresión de la detective había cambiado, se había suavizado y se mostraba compungida. Le estaba comunicando los hechos al hijo de la señora Hill, que se encontraba a quinientos kilómetros. Su expresión era la misma que había puesto al informar personalmente a los Burnette.
La familia de Penny Hill no era, simplemente, un apunte más en la libreta de Mia Mitchell. Insistió en usar el nombre en vez de referirse a «la víctima». Mia se preocupaba por los demás. Esa actitud le encantó al teniente.
Solliday bostezó abriendo mucho la boca. Había pasado la noche en vela y le aguardaba una tarde dedicada a leer la letra pequeña de los expedientes. Se dirigió a la caja con dos vasos de café y se quedó de piedra al ver el fajo de periódicos que había a sus pies.
– ¿Es todo? -preguntó el cajero.
Reed levantó la cabeza y volvió a mirar el diario.
– Sí, los cafés y el periódico. Gracias.
Cuando salió de la tienda, Mia había terminado de hablar por teléfono y miraba hacia delante. Golpeó la ventanilla de su lado y la detective reaccionó con rapidez y la abrió para coger los cafés.
– ¿Qué es eso? -preguntó Mia sin levantar la vista del diario.
– Ha sido tu amiga Carmichael. Anoche te siguió.
– ¡Maldita sea! -exclamó Mitchell al tiempo que examinaba la página-. No es la primera vez que me sigue hasta el escenario de un crimen. Es como si tuviera un radar. Me gustaría saber cuándo duerme.
– Pues a mí me gustaría saber dónde se ocultó. Examiné a los congregados, por lo que tendría que haberla visto.
– Parece capaz de esfumarse. Probablemente se escondió cuando nos vio.
Reed puso el motor en marcha.
– ¿Cómo se las apañó para publicarlo en la edición matutina?
Mia sonrió con ironía.
– El Bulletin se imprime a la una de la madrugada.
– ¿Lo sabes por experiencia?
Mitchell se encogió de hombros.
– Ya te he dicho que no es la primera vez. Ha colocado un par de artículos importantes en primera plana. El incendio se comenta en la parte superior y a continuación figura que ayer detuve a DuPree. -Dejó escapar un siseo-. La muy desgraciada ha mencionado a Penny Hill.
Solliday ya lo había visto.
– ¿Has logrado informar a la familia antes de que se enterase por otros medios?
La detective se apenó a medida que leía.
– Al hijo sí, pero no he podido dar con la hija.
– Dice que las autoridades estaban ocupadas y no hicieron declaraciones.
– Lo que significa que me llamó al despacho mientras me encontraba en el escenario. Esa mujer es de lo que no hay. -Mia suspiró-. Los vecinos han hablado a pesar de que les pedí que guardasen silencio.
– A algunas personas les gusta ver su nombre en letras de molde.
– Espero que seas una de ellas, ya que figuras en el artículo. -La detective usó la caja como bandeja y le añadió crema al café-. Gato, quédate quieto -murmuró cuando la caja se movió-. Solliday, aquí dice que te han condecorado. ¡Qué interesante!
– Solo tengo unas pocas menciones, como tú. Iremos directamente al laboratorio para quitarnos el gato de encima.
Mitchell dio unos ligeros golpecitos a la caja.
– Pobre minino.
– ¡Sucio minino! -Reed se internó en medio del tráfico-. El gato apesta.
Mia rio.
– Hay que reconocer que posee cierto… aroma. ¿Qué pasa? ¿No te gustan los animales?
– Los limpios sí. Mi hija tiene un cachorro de perro que se embarra las patas y lo ensucia todo.
– Siempre he querido tener una mascota -reconoció Mitchell casi con nostalgia.
– Pues búscate un animal.
– Sentiría demasiada culpa. En cierta ocasión lo intenté con un pez de colores. Fue una especie de prueba y suspendí. Tuve un turno de treinta y seis horas y al volver a casa estaba tan cansada que me olvidé de alimentarlo. Fluffy * acabó flotando en la pecera.
A Reed no le quedó más alternativa que sonreír.
– ¿Has dicho Fluffy? ¿Le pusiste Fluffy a un pez?
– Yo no. Lo bautizaron los hijos adoptivos de mi amiga Dana. Fue un esfuerzo compartido. Como todos mis amigos tienen mascotas juego con ellas y así no le hago daño a nadie. -Mia bebió café y permaneció callada tanto rato que Reed se volvió para mirarla. La detective irguió inmediatamente la espalda, como si se hubiese percatado de que divagaba-. El hijo de Penny Hill ha dicho que vendrá a recoger los restos de su madre. Llegará mañana por la mañana.
– ¿Qué pasa con la hija de Hill? Según el vecino, vive en Milwaukee.
– El hijo dice que su hermana se divorció hace poco y regresó a Chicago.
– ¿Tienes sus señas?
– Sí, vive más o menos a media hora de aquí.
– En ese caso, dejaremos a Percy e iremos a visitarla.
Mitchell dejó escapar un suspiro.
– Solo espero que no lea el Bulletin.
Martes, 28 de noviembre, 12:10 horas
Manny Rodríguez miró a un lado y a otro antes de tirar el periódico en el cubo de basura que estaba en la puerta de la cafetería. Situado detrás de Brooke, Julian maldijo con voz baja y reconoció:
– Tenías razón.
– Lo he visto con el diario al final de la primera clase. ¿Quieres que lo recuperemos?
Julian levantó la tapa del cubo.
– Hoy es el Bulletin y ayer fue el Trib.
– Ambos están en recepción -afirmó Brooke.
– Lo que ha cortado es noticia de primera página. Vete a comer mientras yo averiguo qué leía el señor Rodríguez. Tal vez no es más que un artículo de deporte.
– ¿Hablas en serio?
Julian negó con la cabeza.
– No. ¿Has tenido algún problema con él durante la clase?
– No. A decir verdad, ha estado muy tranquilo. Ni siquiera ha abierto la boca cuando nos hemos referido a la hoguera de señales del libro. Se ha comportado como si algo le preocupase.
– Hablaré con Manny. Gracias, Brooke. Agradezco sinceramente la ayuda que me prestas.
Brooke frunció el ceño y observó a Julian mientras se alejaba. No parecía muy preocupado por lo que sucedía. «Quizá se debe a que todavía soy novata o a que hago una montaña de un grano de arena», se dijo, aunque no estaba nada convencida de que así fuera. Se preguntó qué más coleccionaba Manny y si Julian ordenaría el registro de la habitación del menor. Si no lo pedía, debería hacerlo. Brooke se dijo que ella lo haría.
– Brooke, ¿te pasa algo? -preguntó Devin nada más salir de la cafetería.
– Estoy preocupada por Manny. Recorta artículos de periódicos sobre incendios provocados.
Devin arrugó el entrecejo.
– No me gusta. ¿Se lo has dicho a Julian?
– Sí, pero no está muy preocupado. ¿Qué hay que hacer para que registren la habitación de un interno?
– Basta con una preocupación válida y yo diría que la tienes. Brooke, habla con el encargado de seguridad. Sin duda querrá estar al tanto de algo así.
Brooke pensó en Bart Secrest, el austero jefe de seguridad que la ponía nerviosa.
– Julian pensará que intento pisarle el terreno.
– Lo entenderá. Avísame si quieres que más tarde te acompañe a hablar con Bart. Sé que impone, pero en el fondo es un pastelillo de nata.
– Un pastelillo de nata… -Brooke meneó la cabeza-. Querrás decir de nata agria.
Devin esbozó una sonrisa.
– Habla con Bart y recuerda que, perro ladrador, poco mordedor.
Martes, 28 de noviembre, 12:30 horas
El equipo de Jack estaba en casa de Penny Hill cuando Mitchell y Solliday se presentaron. Jack la recibió con cara de pocos amigos en lugar de dedicarle su sonrisa habitual.
– Mia, muchísimas gracias.
La detective parpadeó.
– ¿Qué te pasa?
– ¿En qué estabas pensando cuando dejaste un maldito gato en el laboratorio?
Mia tuvo que hacer un esfuerzo para disimular la sonrisa.
– Jack, es una prueba.
La mala cara de Jack se agudizó.
– ¿Alguna vez has intentado bañar a un gato?
– Pues no -repuso Mitchell alegremente-. Las mascotas no se me dan bien.
A sus espaldas, Solliday rio entre dientes.
– Basta con preguntarle a Fluffy, el pez de colores.
Jack puso los ojos en blanco.
– La próxima vez que se te ocurra dejar un animal vivo, haz el favor de avisar, ¿de acuerdo? -El especialista hizo señas de que lo siguieran-. Tapaos los pies. Creo que hemos encontrado algo.
La CSU había cuadriculado la cocina y Ben seleccionaba los escombros cercanos a los fogones. Ben levantó la cabeza y vieron que el sudor trazaba líneas a lo largo de la suciedad que le cubría la cara.
– Hola, Reed. Hola, detective.
– Hola, Ben. -Solliday miró a su alrededor con cara de preocupación-. ¿Qué habéis encontrado?
– Fragmentos de huevo, como en la otra casa. Los he enviado al laboratorio con la intención de que encuentren una pieza lo bastante grande como para extraer huellas. También está lo del suelo. Jack, muéstraselo.
Jack se detuvo junto al sitio donde habían encontrado el cadáver de Hill. Pasó un dedo enguantado por el suelo y les mostró un polvo muy fino, de color marrón oscuro.
Mia detectó instantáneamente el cambio que Solliday experimentó cuando cogió la mano de Jack y acercó el dedo a la luz.
– Es sangre -afirmó y miró a Mia-. Mejor dicho, lo era. Las proteínas comienzan a degradarse al alcanzar temperaturas tan altas como las de este incendio. Anoche estaba demasiado oscuro para verla.
– Había mucha sangre -añadió Jack-, tanta que se filtró por las juntas del linóleo.
Mitchell clavó la vista en el suelo e imaginó el cuerpo de Hill tal como lo habían encontrado, enroscado en posición fetal y con las muñecas todavía atadas.
– Entonces, ¿también le disparó?
Jack se encogió de hombros.
– Barrington te lo dirá a ciencia cierta.
– ¿Habéis encontrado huellas en la sangre? -quiso saber la detective.
– No. -Jack se incorporó-. No hemos encontrado ni una sola huella. El autor probablemente usó guantes, pero… -El especialista en escenarios de crímenes los condujo hasta la puerta principal de la casa-. Mirad.
En el pomo de la puerta había una mancha marrón.
– Salió por aquí con las manos ensangrentadas -concluyó Solliday-. Tiene coherencia con el relato del vecino, que oyó chirridos de neumáticos y luego vio el coche de Hill, que salió disparado calle abajo.
Jack agitó el aire por encima de la pilastra de la barandilla de la escalera.
– Ahora mirad aquí.
Mia se acercó a la escalera, miró a Solliday y comentó:
– Pelo castaño atrapado en el grano de la madera. Aquí se pelearon.
– Igual que con Caitlin -murmuró Solliday.
– Tomaremos una muestra para analizarla en el laboratorio -aseguró Jack-. El cabello castaño presenta raíces canosas, lo que me lleva a pensar que no es del asesino, sino de la víctima. Lo siento.
– No creo que Penny Hill fuera lo bastante fuerte como para golpear la cabeza del asesino contra la pilastra de la barandilla -coincidió Mia mientras abría la puerta y estudiaba el porche bordeado de árboles. Aunque estaban muy quemados, los vecinos le habían contado que los árboles se veían llenos de hojas y frondosos-. ¿No habéis encontrado pruebas de que forzasen la puerta trasera?
– Nada de nada -confirmó Jack.
– Las pautas de carbonización indican que la puerta trasera permaneció cerrada durante el incendio -apostilló Solliday.
– En ese caso, el asesino probablemente entró por la puerta principal. No tuvo problemas para esconderse entre los árboles y esperar a que la mujer volviese a casa. Era tarde y Penny Hill estaría cansada. Esta mañana he hablado con su supervisor cuando he telefoneado para que me diesen el número de contacto de sus familiares. Me ha explicado que la señora Hill había bebido demasiado ponche durante la fiesta de despedida. La primera vez que he llamado el supervisor pensaba que era para comunicar que la habían detenido por conducir bajo los efectos del alcohol.
– Por consiguiente, apenas se tenía en pie -concluyó Jack-. El asesino espera a que la mujer abra la puerta, la empuja, la obliga a entrar y la golpea contra la pilastra.
– Sorprendió a Caitlin en el interior de la casa y a Penny la esperó fuera, en medio del frío. ¿Por qué no forzó la entrada? -Mia miró la pared de arriba abajo-. No veo el teclado de la alarma.
– Porque no lo hay -explicó Solliday-. No está aquí ni junto a la puerta trasera.
– No tiene sentido -insistió Mia con gesto de contrariedad-. La espera en el exterior de la casa, a cinco grados bajo cero; entra dándole un empujón, la domina, la obliga a dirigirse a la cocina, le dispara, incendia la casa y roba su coche.
– ¿Ya lo hemos encontrado? -quiso saber Jack.
– Todavía no. -Mia paseó la mirada por el vestíbulo-. ¿Habéis examinado esta zona?
– Dos veces -contestó Jack secamente-. Los escombros van de camino al laboratorio.
Mitchell no se dio por enterada del tono empleado por el especialista.
– ¿Encontrasteis una bolsa con regalos o un maletín?
– Ni una ni otro.
– Según el supervisor, abandonó la fiesta a las veintitrés quince con una bolsa de regalos y su maletín. Supuso que en el maletín hallaríamos su agenda.
– Era tarde -intervino Solliday-. Tal vez dejó la bolsa con los regalos en el coche.
– Es posible. -Mia respiró hondo-. Me encantaría ver su agenda.
Jack esbozó una mueca comprensiva e inquirió:
– ¿Cabe la posibilidad de que tuviera GPS en el coche?
– No. Su coche tiene diez años y, según su hijo, los chismes tecnológicos no le interesaban. -Mia soltó el aire retenido-. Sigo preguntándome por qué la esperó aquí. ¿Por qué no forzó la entrada por la puerta trasera, como hizo en casa de los Dougherty? No es que Penny Hill tuviera un gran… ¡Mierda! Un momento. -Se dirigió rápidamente a la cocina, atravesó la cuadrícula con gran cuidado y se acercó a los armarios, que se habían desplomado junto con la encimera. El suelo estaba cubierto de fragmentos de vidrio y de cerámica-. Ben, ¿ya has examinado este material?
– Todavía no -repuso Ben.
Mia se agachó y comenzó a seleccionar los restos.
Jack se acuclilló a su lado y preguntó:
– ¿Qué buscas?
– Algo… algo así. -Retiró de la pila un fragmento grueso y lo sujetó con el pulgar y el índice. Lo limpió y lo contempló-. Este dibujo corresponde a la pata de un perro.
Solliday se mordió un carrillo.
– Es un cuenco de perro. La señora Hill tenía un perro.
– Que se ha ausentado sin autorización -concluyó Mia con tono tajante-. No entiendo a este tío. Aguarda a la mujer, le dispara, la deja en la casa para que se queme y salva al perro, como hizo con Percy.
– No se corresponde con el perfil -opinó Solliday-. La mayoría de los pirómanos habría matado a las mascotas.
– Ningún vecino mencionó al perro -apostilló Mia-. ¿Por qué?
Solliday enarcó las cejas.
– Preguntémosles.
– Tengo el número del señor Wright. -Mitchell marcó el número en su móvil-. Señor Wright, soy la detective Mitchell. Anoche hablé con usted. Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Tenía perro la señora Hill?
– Ella no, pero su hija sí. Ni se me ocurrió pensar… Ay, santo cielo, pobre animal. Es un perro encantador. En el apartamento de su hija no permiten mascotas, así que Penny se lo quedó.
– Es el perro de la hija -informó Mia a sus compañeros mediante ademanes-. Señor Wright, ¿de qué raza de perro hablamos?
– Es una mezcla de golden retriever y gran danés. Es enorme y muy cariñoso. Penny solía bromear…
Mia notó cómo el vecino respiraba entrecortadamente.
– ¿Con qué bromeaba?
– Con que el perro es tan cariñoso que conduciría a los ladrones hasta los objetos de valor a cambio de una golosina.
– Señor Wright, ¿me avisará si lo ve deambular por el barrio? Muchas gracias. -Mitchell colgó y suspiró-. Se trata de un perro grande, mezcla de gran danés y golden retriever. Por eso el asesino esperó. Al ver el tamaño del perro pensó que era feroz.
– Pero no le disparó cuando tuvo ocasión de hacerlo -apuntó Solliday.
– ¿Has hablado con la hija? -quiso saber Jack.
– No. La he llamado unas cuantas veces y hemos pasado por su apartamento, pero el casero dice que desde el sábado por la mañana no está en casa. Su coche tampoco está.
– ¿Habéis entrado en el apartamento?
– Dadas las circunstancias, nos parecía lo más prudente -replicó Solliday-. Pero la hija no estaba. Hemos visto que tenía varias llamadas en el contestador. Mia ha solicitado una orden de registro y volveremos en el caso de que en cuestión de horas no sepamos nada.
Mia parpadeó y se sobresaltó al oír que Solliday la llamaba por su nombre de pila. Había hecho lo mismo con Jack. Por lo visto, el teniente se sentía cada vez más cómodo. Lamentablemente, Mia no estaba dispuesta a permitírselo. Seguía siendo la compañera de Abe.
En ese momento sonó el móvil de Solliday.
– Es Barrington -comunicó-. Sam, ¿qué tiene? -El teniente escuchó unos segundos-. Vamos para allá. -Cerró el móvil y apretó los labios-. Ha encontrado algo.
Martes, 28 de noviembre, 13:35 horas
El ayudante de Sam señaló la puerta y dijo:
– En este momento realiza la autopsia de otro caso. Podéis entrar y hablar con él a través del cristal.
– ¿No puede salir? -preguntó Mitchell y apretó la mandíbula-. Acabo de comer.
El técnico rio entre dientes.
– Le diré que estáis aquí.
– El cuerpo de Hill será peor que una autopsia -advirtió Reed sin levantar la voz.
– Lo sé. Lo recuerdo. -Mia cerró los ojos un segundo, lo suficiente para estremecerse-. No me gusta ver cómo los abren. Sé que eso me convierte en una debilucha, pero…
– Mia, no pasa nada -la interrumpió Solliday.
– De modo que ahora nos llamamos por el nombre de pila -ironizó la detective-. Antes pensaba que te habías equivocado. Parece que, después de todo, has decidido quedarte conmigo -apostilló con gran sarcasmo.
– La primera vez fue un desliz -reconoció Reed-. ¿Para qué seguir con esa formalidad?
– Tienes razón, ¿para qué? -musitó Mitchell y se volvió cuando Sam salió de la sala y se quitó la mascarilla. Preguntó-: ¿Qué ha averiguado?
Sam se acercó a un cuerpo tapado con una sábana.
– Había monóxido de carbono en los pulmones de la víctima del incendio.
– ¡Caramba! -exclamó la detective.
– Un momento -dijo Reed al mismo tiempo-. La CSU encontró sangre en el escenario. Supusimos que le disparó, como hizo con Caitlin Burnette.
– No. Las radiografías muestran los destrozos craneales, lo que coincide con la presión debida a las altas temperaturas. Esta vez no hubo agujeros de ventilación. Estaba viva cuando se inició el incendio.
Ella arrugó el entrecejo.
– ¿Cuánto tiempo continuó viva?
– Los niveles de monóxido de carbono indican que de dos a cinco minutos, no mucho más.
– ¿Estaba consciente? -preguntó Reed casi con miedo.
– No he hallado indicios de trauma craneal anterior a la muerte.
Mia palideció intensamente. Reed aspiró una bocanada de aire y no quiso imaginar el sufrimiento que la mujer tenía que haber experimentado en el caso de haber estado consciente. Dio palos de ciego e inquirió:
– Sam, ¿cabe la posibilidad de que estuviera drogada?
– He solicitado un análisis toxicológico para averiguar si estaba drogada. Su vejiga quedó prácticamente destruida, por lo que no he podido realizar una analítica de orina. Las muestras de sangre que tomé apuntan a un nivel de alcohol de cero coma ocho gramos por litro. Es demasiado para una mujer de sus dimensiones.
– Había estado de fiesta -murmuró Mitchell; enderezó la espalda y habló con tono más firme-: Si el asesino no le disparó, ¿de dónde salió la sangre?
Con sumo cuidado, Barrington retiró la sábana y Reed notó que Mitchell se tensaba a su lado.
– Debo ser muy cuidadoso -explicó Barrington-. El cuerpo es muy frágil. Vengan. -Se apartó a un lado y les hizo señas de que se acercasen-. Mírenle los brazos.
El torso de Hill estaba ennegrecido; tenía los brazos y las piernas cubiertos de ampollas, la piel suelta y… a Reed se le revolvió el estómago y, a su lado, Mitchell tragó ruidosamente saliva.
– ¡Santo cielo! -musitó la detective y volvió a erguirse-. Tengo la sensación de que antes sus brazos estaban más ennegrecidos.
– Por el hollín. Hemos tenido que limpiar la piel. Su torso recibió lo más intenso de las llamas. Es realmente difícil destruir por completo un cuerpo adulto en un incendio doméstico -explicó Barrington, como si diera clase a estudiantes de Medicina-. El cuerpo se compone, en gran parte, de agua.
– El asesino le untó el torso con catalizador sólido, pero no hizo lo mismo con las extremidades -dedujo Reed lentamente.
– He encontrado nitrato amónico en su torso. Resultó muy útil saber qué tenía que buscar -comentó el forense.
– Barrington, ¿qué pasa con la sangre? -inquirió Mitchell-. ¿De dónde salió?
Sin inmutarse, Sam se señaló el pliegue interior del brazo, justo por encima del codo.
– En este punto le cortó la arteria braquial. Si se fijan bien, verán que la piel se enrosca a la altura del corte.
– ¿Le cortó? -Desconcertada, Mitchell miró a Reed, volvió a observar a Sam y entrecerró los ojos-. ¿Cuánto tardó en desangrarse?
– De dos a cinco minutos -repuso Sam.
Mitchell adoptó una expresión severa.
– ¡Qué cabrón! Quería que se desangrase lentamente. Pegarle un tiro habría sido demasiado compasivo.
Reed exhaló poco a poco.
– Quiso hacerla sufrir y la quemó viva.
– ¿Cuánto tiempo estuvo consciente? -inquirió Mia con los dientes apretados.
– ¿Sin drogas? Unos minutos, es difícil calcularlo.
– Tiene las manos intactas -dijo Reed-. ¿Las ha examinado?
– Sí, pero no he encontrado nada. Si lo arañó, no arrancó piel.
– ¿Ha estudiado su dentadura? -inquirió Mitchell.
El forense negó con la cabeza.
– Todavía no, pero lo haré.
Mitchell soltó una bocanada de aire.
– ¿Qué clase de instrumento cortante buscamos?
– Muy afilado y probablemente no es de sierra. No hay pruebas de que serrara, solo de corte.
La detective se alejó del cadáver.
– Tenemos que averiguar si han desaparecido cuchillos de casa de Penny Hill. Espero que la hija sepa lo que su madre tenía en la cocina.
Reed consultó la hora.
– Supongo que la administrativa ya habrá recogido los expedientes de los casos de Burnette. Vayamos a Servicios Sociales, retiremos los archivos de Hill y cotejemos los datos.
Mia echó un último vistazo al cuerpo de Hill, apretó los dientes y masculló:
– De acuerdo. Averigüemos quién odiaba tanto a Penny Hill como para hacerle esto.
Martes, 28 de noviembre, 15:15 horas
Aunque el brazo le latió, Mia aguantó y no soltó la caja con los expedientes de los Servicios Sociales. Solliday acarreó la caja más pesada y adoptó una expresión tan seria y descarnada como debía de serlo la de la detective. Daba la sensación de que sus estados de ánimo se habían combinado y creado una nube oscura. Al salir del depósito de cadáveres, Mitchell se sentía terriblemente contrariada y también muy vacía.
Penny Hill había sido muy querida. La pena mostrada en las oficinas de los Servicios Sociales resultó palpable. Los teléfonos sonaron y los trabajadores sociales realizaron sus tareas cotidianas, pero reinaba un silencio especial, como el que se impone en la iglesia antes de un funeral o en la tumba tras el entierro.
La puerta del ascensor se abrió y Mia entró en su oficina, sin dejar de contar los segundos que faltaban para dejar la caja, pero frenó en seco al ver que su escritorio estaba atiborrado. Por su parte, el de Abe seguía ordenado e inmaculado, pues no había ni una carpeta a la vista.
– Dios me salve de las empleadas picajosas -masculló la detective.
Stacy se había molestado porque Mia no había apreciado lo suficiente el esfuerzo que había hecho de ordenar el escritorio… motivo por el cual en ese momento ni siquiera lograba ver la mesa. Sin pronunciar palabra se dirigió a su escritorio y depositó la caja en el suelo.
Con más tranquilidad, Solliday apoyó la caja que llevaba en el escritorio de Abe y tomó asiento en su silla.
Sin poder reprimir el reflejo, Mia estiró la mano y de su garganta escapó un grito de protesta:
– ¡No! -Solliday levantó la cabeza y cuando sus miradas se cruzaron la detective se ruborizó-. Disculpa. Ha sido una tontería.
El teniente sonrió.
– Te prometo que no apoyaré mis sucios zapatos en su escritorio -replicó y su tono irónico llevó a Mia a sonreír al tiempo que se sentaba.
– Perdona. Abe querría que estuvieras cómodo. Lo que ocurre es que hace mucho que no estoy tan cansada.
– Lo sé. Hemos pasado en vela casi toda la noche y después… bueno, después, esa clase de dolor. -Solliday sacó una pila de carpetas de su caja-. Ese sufrimiento te deja prácticamente sin alma.
Mia parpadeó.
– Solliday, lo que acabas de decir es extraordinariamente poético. Me refiero… me refiero a un poema de verdad, nada que ver con «los raperos matones».
Reed clavó la mirada en las carpetas.
– ¿Cómo quieres hacerlo? -preguntó.
Picada por la curiosidad, Mia se echó hacia delante y vio que las mejillas del teniente estaban encendidas.
– Solliday, te has ruborizado.
El teniente ladeó la cabeza, se negó tercamente a mirarla y Mitchell se sintió encantada.
– Propongo que repasemos los expedientes a los que el jefe de Hill atribuyó más importancia -dijo Reed.
– Sí, claro. Te refieres a los numerosos pirómanos que Penny Hill intentó colocar en hogares de acogida. Tenemos que hacerlo sistemáticamente porque, de lo contrario, jamás encontraremos una conexión. ¿Qué tal si apuntas los nombres que aparecen en los archivos de Hill y yo hago lo mismo con los de Burnette? Dentro de una hora paramos y los comparamos. -Mia miró las cajas con cara seria-. Me gustaría saber por dónde empezar.
Solliday se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de analgésicos.
– Empieza por esto. De solo mirarte me duele todo. Has acarreado la condenada caja como si no tuvieses un agujero en el hombro.
Reed le lanzó el frasco por encima de los escritorios y Mia lo cogió.
– ¿Siempre eres tan maternal? -quiso saber la detective.
Solliday se sorprendió.
– No. En todo caso, soy paternal. ¿Por qué solo las madres consiguen que os toméis las medicinas?
– Porque… -Mitchell se mordió la lengua. «Porque los padres son el motivo por el cual hay que tomar medicinas. Las madres te dan una pastilla y te piden que dejes de provocarlo». Cogió la primera carpeta y comenzó a leer-. Pongamos manos a la obra, ¿de acuerdo?
Mia notó que Solliday no le quitaba ojo de encima, aunque al final permaneció en silencio, se acomodó en la silla de Abe y se puso a leer.
Martes, 28 de noviembre, 16:00 horas
Bart Secrest era un hombre de aspecto temible, una especie de Don Limpio, pero con cara de malo. Su despacho era oscuro y austero y no había una sola foto u objeto personal que suavizase su imagen.
Brooke aceptó la silla que le ofreció.
– Señorita Adler, ha hecho lo correcto -afirmó Secrest sin más preámbulos.
– No he querido molestar a Julian.
El consejero escolar se había puesto furioso al enterarse de que habían registrado la habitación de Manny.
– Julian lo superará -añadió Bart en un tono que llevó a Brooke a pensar que esos dos no se llevaban demasiado bien-. Señorita Adler, atinó al preocuparse por Manny Rodríguez.
– ¿Han encontrado algo?
El encargado de seguridad asintió y repuso:
– Unos cuantos artículos de prensa sobre incendios.
– ¿Sobre incendios locales, como los de las dos noticias que le vi recortar?
– No, esos fueron los únicos artículos locales. Los que encontramos se refieren a las maneras de provocarlos.
– ¡Santo cielo! ¿Coleccionaba artículos sobre cómo encender fuegos?
– Así es. -Secrest se acomodó en la silla-. También encontramos una caja de cerillas en una zapatilla. Evidentemente la introdujo de forma clandestina.
Brooke frunció el entrecejo.
– Pero si estamos encerrados. ¿Es posible entrar algo de tapadillo?
– Señorita Adler, hasta los castillos tienen un punto débil.
La joven parpadeó.
– ¿Cómo dice?
La sonrisa de Bart fue efímera y le dio aspecto de malvado.
– Toda institución, incluso esta, tiene un conducto que permite el contrabando. Le aseguro que lo encontraré.
Secrest se puso en pie y Brooke dedujo que el encuentro había tocado a su fin.
– Muy bien, buenas tardes.
La respuesta de Bart fue una fugaz inclinación de cabeza y Brooke salió. Había doblado el recodo que conducía a la entrada principal cuando oyó que pronunciaban su nombre. Julian se había asomado a la puerta de su despacho con cara de pocos amigos.
– Brooke, ¿qué demonios has hecho?
Convencida de que había hecho lo correcto, la joven enderezó la espalda. Hasta Bart Secrest opinaba que había obrado bien.
– Julian, avisé que había detectado una conducta sospechosa, tal como tendrías que haber hecho tú.
Julian se acercó hasta que prácticamente la pisó. Se inclinó, invadió el espacio de la profesora y le hizo cosquillas en la nariz con el olor a tabaco de pipa que impregnaba su chaqueta.
– ¡Eres una insolente y pequeña…! -El consejero siseó apretando los dientes-. ¡Ni se te ocurra decir lo que tendría que haber hecho! ¡Has echado a perder meses de avances con el chico! ¡Varios meses! Gracias a ti, la confianza que había desarrollado con Manny se ha esfumado.
A Brooke el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que Julian lo oiría. Era un hombre corpulento, estaba demasiado cerca y respiraba su aire. De todos modos, levantó la barbilla y lo miró con actitud desafiante:
– Dijiste que no prendería fuego en el centro.
– Y no lo ha hecho.
La profesora meneó la cabeza.
– Secrest encontró cerillas en su habitación.
Julian entrecerró los párpados.
– Eso es imposible.
– Habla con Secrest. Te lo dirá. Manny podría haber provocado un incendio y todos los internos y profesores habríamos corrido peligro. Por mucho que no te guste, he hecho lo correcto.
Temblorosa de la cabeza a los pies y satisfecha de no haber cedido y pedido disculpas, Brooke caminó hasta su coche y respiró hondo al tiempo que se abrochaba el cinturón. Cogió con mano trémula los artículos que había fotocopiado los dos últimos días: el del Trib del lunes y el del Bulletin del día. Se referían a dos incendios locales, en los que había habido un par de víctimas. Esa mañana, en plena clase, habían ido a buscar a Manny, que estaba inquieto y abstraído. En su habitación habían encontrado cerillas.
Era imposible que Manny hubiese participado en dichos incendios. No podía salir del centro de internamiento. De todos modos, alguien se las había ingeniado para introducir cerillas. Las noticias de los incendios eran los únicos artículos locales que el muchacho había recortado. ¿Qué volvía tan especiales dichos incendios? ¿Acaso Brooke había vuelto a encender la compulsión de Manny y habría bastado con cualquier artículo de periódico sobre un incendio?
Brooke dio un respingo. «Encender», pensó, y llegó a la conclusión de que no había elegido las palabras adecuadas. En esos incendios habían perdido la vida dos personas. Sería incapaz de conciliar el sueño mientras le preocupase la posibilidad de que, de alguna manera, era… era «responsable», aunque tampoco se trataba de una palabra bien elegida. Preferiría suponer que estaba «relacionada». Debía averiguar si Manny estaba relacionado con los incendios y, a través de él… también ella.
Podía llamar a la policía, que sería lo más sensato, pero lo más probable es que sus temores fueran completamente absurdos y no existiese la más mínima relación. Para la policía representaría una búsqueda inútil, lo cual también sería contraproducente.
En el caso de que hubiera una relación, tendría que comunicárselo a la policía y solo había una manera de averiguarlo. El segundo incendio se había producido en un barrio cercano al centro. Decidió ver los resultados con sus propios ojos.
Martes, 28 de noviembre, 16:15 horas
– Mia… ¡Mia!
La detective dio un brinco, apartó la mirada de los expedientes de Burnette y parpadeó con rapidez a fin de enfocar a Solliday. «¡Mierda!» Se había quedado frita sentada en su escritorio.
– ¿Estás a punto para cotejar nombres?
Reed negó con la cabeza.
– Tenemos compañía -murmuró el teniente. Una mujer con los ojos enrojecidos e hinchados atravesó las oficinas de Homicidios-. Coincide con la descripción de la hija de Hill.
Totalmente despierta, Mia se puso de pie. La mujer llevaba en la mano un ejemplar del Bulletin.
– Soy Margaret Hill y busco a la detective Mitchell, que me ha dejado un mensaje.
– Soy la detective Mitchell. Supongo que ha venido por su madre.
– Entonces, ¿es cierto? -musitó la mujer y esgrimió el periódico-. ¿Es cierto lo que dicen de mi madre?
– Señorita Hill, lo siento. Vayamos a un sitio donde podamos hablar en privado.
Mia la condujo a un pequeño despacho contiguo al de Spinnelli. Sin soltar el diario, Margaret Hill se dejó caer en la silla y cerró los ojos. Solliday entró y cerró la puerta.
– Señorita Hill, lamento que haya perdido a su madre. Le presento al teniente Solliday, que trabaja para la oficina de investigaciones de incendios. Investigamos la muerte de su madre.
Margaret asintió y se enjugó las lágrimas con las yemas de los dedos. Solliday dejó una caja de pañuelos de papel en el regazo de la mujer y se apoyó en el borde de la mesa, de tal modo que Margaret quedó entre ambos.
– Señorita Hill -dijo Reed en un tono tan suave que a Mia se le hizo un nudo en la garganta-. Seguramente sabe por el periódico que anoche se incendió la casa de su madre.
Margaret levantó la cabeza y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
– Dice… el periódico dice que la policía sospecha que la asesinaron.
– Así es, señorita -confirmó Solliday y Margaret rompió a llorar.
– Perdonen… -musitó la mujer-. No puedo… ¡Dios mío! ¡Ay, mi madre!
Mia le cogió la mano.
– ¿Su madre le comentó si estaba preocupada por algo o por alguien?
Margaret hizo denodados esfuerzos por controlarse.
– Mi madre era trabajadora social y durante veinticinco años cada semana se ocupó de salvar a menores con madres desequilibradas y padres maltratadores.
– ¿Se preocupaba por esos padres? -preguntó Solliday.
– En realidad, no. A veces le inquietaba visitar sus casas. Una vez le dispararon y estuvo a punto de morir. Me alegré mucho de su decisión de retirarse y pensé que, por fin, podría dormir por la noche.
– ¿No dormía? Acaba de decir que los padres no le inquietaban -añadió Mia.
– Y así era. -La sonrisa de Margaret fue de amargura-. Le aterrorizaba la posibilidad de que algo se le pasara por alto. Si se le escapaba un detalle, un menor se vería afectado. Mi madre solía despertarse gritando en plena noche. Las cosas empeoraron después de que le dispararon. Entonces pensamos que la habíamos perdido. Yo solo tenía quince años.
– ¿Qué sucedió con el agresor?
– Lo condenaron y encarcelaron. A mi madre solo la hirió, pero mató a su esposa.
– ¿Sigue en prisión?
– Supongo que sí. En el caso de que salga tienen que avisarnos.
Mia tomó nota.
– Señorita Hill, ¿alguien tenía un problema personal con su madre?
Margaret asintió antes de responder:
– Mi ex marido quería matarla.
Solliday enarcó las cejas e inquirió:
– ¿Por qué?
– Porque finalmente mi madre me convenció de que lo dejase. Hace dos meses pedí el divorcio. Mamá podría haber recitado «ya te lo decía yo», pero no lo hizo.
– ¿Por qué se separó? -preguntó Mia y Margaret se arremangó. Solliday no pudo refrenar un respingo. Los brazos de la mujer estaban cubiertos de pequeñas cicatrices redondas: quemaduras de cigarrillo. Mia apretó los labios-. Está bien, ya me ha respondido.
– Señorita Hill, ¿dónde está su ex marido? -preguntó Solliday con voz tensa.
Mia notó que el teniente estaba muy indignado, aunque se controló, lo que consideró positivo.
– En Milwaukee.
Mia bajó las mangas del abrigo de Margaret.
– ¿Su madre estaba al tanto de los malos tratos?
– Durante una temporada logré ocultarlos, pero al final los descubrió.
– ¿Cómo reaccionó su ex marido al darse cuenta de que usted se había ido?
– Doug intentó entrar por la fuerza en casa de mi madre, que lo amenazó con llamar a la policía. Se largó sin dejar de maldecirla. Yo permanecí oculta en el cuarto trasero. Por lo visto, acabé huyendo de Doug tal como escapé de mi madre.
Solliday arrugó el entrecejo.
– ¿A qué se refiere?
– La relación entre mi madre y yo fue difícil. Supongo que me casé con Doug simplemente para castigarla. La autoritaria trabajadora social era incapaz de controlar a su propia hija. Es imposible que lo entiendan.
Mia se acordó de su hermana. «Tengo que decirle a Kelsey lo que sucedió en el entierro de Bobby».
– Le aseguro que la entiendo. Necesitamos el nombre completo y la dirección de su ex marido.
Margaret apretó los dientes y, al tiempo que escribía, dijo:
– Se apellida Davis. Odio a ese cabrón.
– También la entiendo -añadió Mia. Reparó en la expresión de Solliday, que la miró más a fondo de lo que estaba dispuesta a mostrar. Experimentó un escalofrío y se concentró tenazmente en Margaret-. Señorita Hill, ¿a su ex marido le gustan los animales?
– No. Detesta a los perros. Cuando me marché llevé a Milo a casa de mi madre… Ay, por favor. ¿Milo está vivo?
– Al parecer no estaba en la casa cuando se produjo el incendio -intervino Solliday.
El alivio y la confusión libraron una batalla en la expresión de Margaret Hill.
– Mi madre nunca lo dejaba suelto.
– Si lo encontramos le avisaremos -aseguró Mitchell-. Su hermano llega mañana.
Margaret cerró los ojos.
– Vaya, fantástico.
– ¿No se lleva bien con su hermano? -quiso saber Solliday.
– Mi hermano es un buen hombre, pero no nos entendemos. Cierta vez me dijo que le causaría a mi madre más problemas de los que podía resolver. Supongo que tenía razón. No suele equivocarse. -Se incorporó sin tenerlas todas consigo-. ¿Cuándo podré ver a mi madre?
– Lo siento, pero no es posible -explicó Mia con amabilidad.
Tortuosas emociones demudaron el semblante de la mujer antes de asentir e irse.
Mitchell se dirigió a Solliday y opinó:
– Tal vez Doug es un cabrón que maltrataba a su esposa, pero no creo que haya provocado el incendio.
– Estamos de acuerdo. De todos modos, cuanto antes lo excluyamos, menos tardará Margaret Hill en librarse de parte del sentimiento de culpa. -Reed consultó el reloj-. Llama a la policía de Milwaukee mientras conduzco.
Mia frunció el ceño.
– ¿Adónde vamos?
– A la universidad. Tenemos que hablar con las amigas de Caitlin. He llamado a la encargada de la residencia de la hermandad y reunirá a las chicas a las cinco y media.
– ¿Cuándo has llamado?
– Mientras dormías. -Reed le pidió que guardase silencio cuando la detective abrió la boca para protestar-. No digas que lo sientes. Te has pasado la noche en vela. Ayer detuviste a un tío y deberías seguir de baja. Mia, me parece que incluso tú necesitas dormir.
Más allá de la crítica, esas palabras contenían una paradójica admiración.
– Bueno, gracias.
Martes, 28 de noviembre, 16:30 horas
El individuo preguntó arrastrando la voz:
– Hola. Por favor, ¿puedo hablar con Emily Richter?
La anciana dejó escapar un suspiro de resignación.
– Soy yo. ¿Con quién hablo?
– Me llamo Tom Johnson y llamo del Bulletin de Chicago.
– ¿Cómo se las arreglan los periodistas para averiguar mi número de teléfono?
– Señora, su número figura en el listín.
«¡Maldita idiota!», pensó.
– Está bien. -Emily Richter se sorbió la nariz-. Ya he hablado con una periodista. Se llama… se llama Carmichael. Hable con ella si quiere los detalles del incendio.
– Verá, señora, en realidad no me ocupo del incendio propiamente dicho. Pertenezco a otra sección. Me gustaría sacar a sus vecinos en un pequeño artículo para que la comunidad se entere de lo que necesitan. Bueno, ya que estamos en época de celebraciones quiero echar una mano a esa gente. Solo dispongo de unas horas para cerrar el artículo y no sabe cuánto le agradecería que me ayudara.
– ¿Qué quiere de mí? -espetó la vieja.
«Viejo saco de huesos, me encantaría cerrarte el pico», se dijo, pero habló con tono relajado y afable:
– He intentado ponerme en contacto con los Dougherty, pero nadie sabe dónde están. Quiero hablar con ellos para saber qué necesitan.
– Esta misma mañana han regresado de Florida. Estuvieron aquí y hablaron con la policía. En cuanto los agentes se fueron salí, como es lógico, a ofrecerles mi ayuda.
«Como es lógico…»
– Por casualidad, ¿dijeron dónde se hospedan?
– No lo pregunté, pero llevaban una autorización de aparcamiento del Beacon Inn.
«Demos gracias a Dios por las viejas chismosas y entrometidas», pensó, y esbozó una sonrisa.
– Gracias, señora, y felices fiestas -se despidió y colgó lleno de satisfacción.
«Señora Dougherty, usted y yo tenemos una cita ardiente». Rio entre dientes. Pensó en la cita ardiente y se dijo que, a veces, sus propias palabras le causaban mucha gracia. Sacó el pesado listín de debajo del teléfono público, averiguó el número del hotel, se metió la mano en el bolsillo en busca de más monedas y marcó.
– Beacon Inn, soy Tania -se identificó una mujer desenvuelta-. ¿En qué puedo ayudarle?
El individuo habló con voz ronca:
– Por favor, quiero saber en qué habitación se hospeda Joe Dougherty.
– Lo siento, señor, pero no damos esa información. Si quiere lo paso con la habitación.
Se encolerizó tanto que notó cómo le ardía la nuca.
– En realidad, quiero enviar flores para él y su esposa. Necesito el número de habitación para darlo en la floristería.
– Bastará con dar el nombre y la dirección del hotel. Nosotros entregaremos las flores en su nombre.
El tono tajante de Tania le fastidió. «Nosotros entregaremos las flores en su nombre…», repitió mentalmente con tono de burla. La muy arrogante no pensaba decirle nada. La ira lo llevó a sentir impotencia.
– Gracias, Tania. Me ha servido de gran ayuda.
El individuo colgó y miró el teléfono con los ojos entornados.
No le quedaba más opción que enviar flores. Tania se arrepentiría de haber sido tan servicial.