Indianápolis, viernes, 1 de diciembre, 23:00 horas
Ahí estaba. La casa de Tyler Young. Se encontraba en el coche, estacionado al final de la calle, vigilando el barrio. Tendría que esperar a que toda esa gente se fuera a dormir.
Estaba casi tranquilo. En Champaign había tenido que hacer un esfuerzo para dominarse. Había esperado demasiado para exorcizar a sus fantasmas, porque ahora estaban todos muertos. Primero Laura Dougherty y ahora Bill Young y su esposa Bitsey. Ella acababa de palmarla, le habían comunicado apesadumbradamente en la residencia. Y los historiales son confidenciales, habían añadido, de modo que no, no podemos darle información sobre la familia.
Había estado a punto de perder los nervios. Únicamente se contuvo después de ver el miedo y la sospecha en los ojos de la enfermera. Se disculpó cortésmente, subió al coche, fue hasta un lugar apartado y prendió fuego a un maizal. Un acto de amabilidad aleatorio.
Así que solo le quedaban dos. Tyler y Tim. Era como si Tim Young hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Podría dejarlo ir. Pero Tim había sido lo bastante grande, lo bastante fuerte entonces para detener a Tyler. Pero no lo bastante valiente. Tenía que encontrarlos a los dos. Terminar con aquello.
«Si Tyler sabe dónde está su hermano, por Dios que me lo dirá. Porque esta vez yo tengo el poder. Le oiré suplicar. Después lo veré morir. Cuenta hasta diez, jodido cabrón. Luego, vete al infierno».
Chicago, viernes, 1 de diciembre, 23:05 horas
Mia cerró tras de sí la puerta de la casa de Lauren. Estaba oscura y silenciosa.
– ¿Reed?
Nadie respondió. Deambuló por la casa, esperando en parte encontrarlo durmiendo en el sofá o, mejor aún, en la cama, pero en la casa no había nadie. «Estoy sola».
Aunque debería estar cansada, todavía le quedaba energía. Acercó el llavero de Lauren a la luz. Había dos llaves; una para el otro lado. Podría colarse y buscarlo. Seguro que Beth estaba en su habitación, después de haber subido por el árbol pese a las protestas de Mia.
Consideró la posibilidad de subir hasta el dormitorio de Reed por el mismo árbol, pero la descartó con una sonrisa. Probablemente acabaría en el suelo con algo roto. Se acarició la cadena que le colgaba del cuello. O no. Últimamente se diría que nada podía con ella.
O sí. Pensó en cuando estaba en su regazo, llorando desconsoladamente, contándole una vez más cosas que no debería haberle contado. Pero era fácil hablar con él, y ella había querido que lo supiera. Por primera vez, había querido expulsar sus culpas.
A lo mejor era una prueba. Para ver si él la rechazaba. Por ahora no lo había hecho.
Entró sigilosamente en la parte del dúplex de Reed. Reinaba el silencio. Subió por la escalera con el corazón a cien. Si la casa era el reflejo de la de Lauren, la última puerta a la derecha correspondía al dormitorio principal. Y ahí estaba, tumbado sobre la colcha, durmiendo profundamente con la luz todavía encendida. Todavía vestido, todavía calzado con sus lustrosos zapatos.
También él había tenido un día largo. Lo pondría cómodo y luego regresaría a su cuarto. Y al día siguiente, pensó, encontraría un apartamento lo más cerca posible de aquella casa. Porque por nada del mundo haría el amor en aquel dormitorio. Aquel dormitorio pertenecía a Christine, hasta los encajes de la colcha.
Frunció el entrecejo al reparar en la foto que descansaba en la mesilla de noche. Christine. Era lógico que tuviera una foto de su esposa. La quería. Todavía. «No ha encontrado a nadie que esté a su altura», le recordó la vocecita. Beth sentía lo mismo. Fue al aflojarle el cinturón cuando vio el libro. Con cuidado, se lo retiró de los dedos y buscó el título, pero no lo había. Era una libreta y todas las hojas estaban escritas.
Contempló el rostro de Reed. Seguía dormido. Debería devolver el cuaderno a su sitio. Ahora. Pero él había escuchado sus conversaciones. Era lo justo. Lo abrió por la primera hoja, donde simplemente estaba escrito: «Mis poemas, Christine Solliday». Al girar la hoja, no obstante, se le hizo un nudo en la garganta. «Para mi amado Reed. Te prometí mi corazón. Aquí lo tienes».
Poemas. Cada página tenía un poema escrito a mano por Christine. De ahí le venía el talento a Beth, pensó. Y cuán equivocada estaba la muchacha al pensar que su padre no la entendería. Las páginas estaban gastadas, algunas incluso hasta raídas. Aquel era un libro muy leído y amado. Era el corazón de Christine. Y de Reed.
Las palabras se volvieron borrosas a medida que Mia leía y parpadeaba para ahuyentar las estúpidas lágrimas. Él había sido sincero con ella, después de todo. Había dicho sin compromisos. «Y yo, como una idiota, pensé que sería suficiente».
Temblando, dejó el libro en la mesilla de noche y se dispuso a aflojarle la camisa. Sobre el vello oscuro del torso brilló una fina cadena de oro. No la llevaba cuando hicieron el amor, pero Mia recordaba vagamente haberla notado en la mejilla antes, cuando la sostuvo en su regazo y la dejó llorar. Ahora no tenía intención de llorar. Todavía no. Lo acostaría, regresaría y entonces… Descendió por la camisa y sus dedos se detuvieron en seco.
Al final de la cadena había un anillo. Una sencilla alianza de oro. «Todavía lleva su anillo de bodas». El corazón se le encogió dolorosamente, pero su mano se empeñó en torturarla y levantó la cadena. El anillo se balanceó, reflejando la luz de la lámpara.
Reed despertó sobresaltado. Una de sus manos se aferró al anillo mientras la otra apretaba la muñeca de Mia con tanta fuerza que le arrancó una mueca de dolor.
– Me haces daño -susurró.
La soltó de inmediato, pero siguió aferrado al anillo. Su expresión era dura y grave.
– ¿Qué haces aquí?
Mia dio un paso atrás.
– Está claro que cometer un gran error. Buenas noches, Reed.
Salió de la habitación, bajó la escalera y se marchó. Con mano temblorosa, logró encajar la llave en la cerradura de Lauren y cruzó la puerta como una bala. Se detuvo en el vestíbulo, jadeando como si acabara de correr un kilómetro. Pensaba que él la seguiría. He ahí otro gran error. Ahora todo su cuerpo temblaba. Violentamente.
Estúpida. No había comido nada desde… no podía recordar cuándo. Pese al nudo en el estómago, engulló un trozo de pizza fría. Cuando iba por el segundo, la puerta se abrió. Reed tenía el semblante afligido, la camisa abotonada. Si todavía llevaba el anillo, había tenido la decencia de esconderlo. No, estaba siendo injusta con él. El anillo era asunto suyo. «Te lo dijo desde el principio, Mia. Sin compromisos».
– Tenemos que hablar, Mia.
Meneó la cabeza.
– Estoy bien, Reed. Vuelve a la cama. -Él no se movió y Mia se impacientó-. ¿Sabes? He tenido un día atroz. Ahora me gustaría estar sola.
Reed se acercó y colocó una mano en su mejilla.
– Lo siento, no era mi intención hacerte daño.
– No lo sientas. -Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta-. Desde el principio me dijiste lo que querías. Soy yo la que está constantemente sobrepasando la línea. No puedo jugar de acuerdo con tus reglas, Reed. No puedo tener una relación sin compromisos. Me equivoqué al intentarlo.
Reed se quedó muy quieto.
– En ese caso, quizá deberíamos cambiar las reglas.
La esperanza encendió un pequeño fuego en el corazón de Mia. Entonces introdujo la mano en su camisa, sacó la cadena de la que pendía el anillo de oro y el fuego se extinguió.
– ¿Sabes? Me he pasado casi toda la vida compitiendo con un niño muerto que no sabía que existía, por el amor de un hombre que no se merecía ni mi desprecio. No pienso competir con tu esposa muerta, Reed, aunque el premio sea tan… valioso. Creo que me merezco algo mejor. Y ahora creo que deberías irte. Me marcharé de aquí mañana.
Esperaba que discutiera, pero Reed se limitó a mirarla con expresión triste y grave.
– Nos veremos mañana en el trabajo.
– A las ocho. En el despacho de Spinnelli. Allí estaré.
No le acompañó a la puerta. Se volvió hacia el jardín, deseando que las cosas fueran diferentes. Que ella fuera diferente. En ese momento algo le rozó la pierna y pegó un brinco.
Percy le clavó una mirada acusadora.
– Miau.
Sonriendo débilmente, Mia lo levantó del suelo.
– Me había olvidado de ti. Al menos tú puedes pedir la cena, a diferencia del pobre Fluffy. -Descansó la mejilla sobre el suave pelaje, sintió el ronroneo-. Comamos, Percy. Y luego, derechos a la cama.
Indianápolis, sábado, 2 de diciembre, 2:15 horas
«Me sorprende que un agente inmobiliario no tenga mejor protegida su casa -pensó mientras cruzaba la puerta del patio de Tyler Young-. Con su pérdida yo salgo ganando». Se echó al hombro su pesada carga y, con sumo sigilo, subió la escalera aguzando el oído, pero no oyó nada salvo los latidos de su corazón. «Al fin».
Finalmente podría enfrentarse a la persona que había matado a Shane, como adulto esta vez, no como el niño indefenso que había sido. En la cama había dos personas durmiendo: un hombre y una mujer. Sobre ella giraba un ventilador de techo que, junto con los ronquidos de Tyler, ahogaba sus pisadas mientras avanzaba hasta el lado de la mujer. Una cuchillada y gorgoteó sin dolor su último suspiro.
Tyler siguió roncando pesadamente, y a esa corta distancia podía oler el alcohol en su aliento. Estupendo. Los borrachos eran presa fácil. No tendría problemas para someterlo.
De niño había soñado con ese momento, en el maldito centro de menores. Cada noche imaginaba su venganza mientras Tyler… Tragó saliva; el recuerdo le revolvía el estómago incluso ahora, después de diez años. Mientras Tyler hacía lo que Tyler hacía. Las fantasías lo habían mantenido cuerdo entonces. Ahora, estaba a punto de hacerlas realidad. Ahora él haría lo que Tyler hacía. Hasta el último paso. Sigilosamente, enganchó al cabecero de la cama la cadena que había traído. En el extremo tenía una esposa y la cerró con un chasquido alrededor de la muñeca rolliza de Tyler. Y contuvo el aliento.
Pero los ronquidos de Tyler continuaron. El trapo para la boca de Tyler estaba empapado de orina, otra de las bromitas que había aprendido del hombre que ahora era su cautivo. Pero ahora tenía sus propias bromas. Con sumo cuidado, sacó el tercero de los cuchillos que había tratado con pasta de curare. Qué fácil de elaborar… y qué exótico… Sosteniendo la pistola con la mano izquierda, abrió una de las venas de Tyler con la derecha. Tyler abrió los párpados de golpe, pero la pistola ya le apuntaba el entrecejo. Sus ojos se inundaron de pánico a medida que tomaba conciencia de la pistola, la cadena, el brazo sangrante.
Mas no lo reconoció y eso le cabreó.
– Soy Andrew. -Supo el momento en que Tyler recordó y rio suavemente-. Dentro de dos minutos no podrás moverte pero sentirás todo lo que te haga. -Se inclinó-. Esta vez tú contarás hasta diez, Tyler. Esta vez tú irás al infierno. Pero primero responderás a algunas preguntas. Voy a retirarte el trapo. Si gritas, te mato. ¿Entendido?
Tyler asintió mientras gotas de sudor cubrían su frente.
Retiró el trapo con una mueca de asco.
– ¿Dónde está Tim?
Tyler se humedeció los labios con nerviosismo.
– ¿Me soltarás si te lo digo?
Ni siquiera había preguntado por su esposa.
– Claro.
– En Nuevo México. Santa Fe. -Retrocedió un centímetro-. Ahora, suéltame.
Antes de que Tyler pudiera reaccionar, volvió a meterle el trapo en la boca.
– Te has vuelto estúpido con los años, Tyler. Deja que te ayude. Uno, dos, tres… -Y mientras contaba, el cuerpo de Tyler se puso rígido-. Diez. Que empiece el espectáculo.
Sabía que no disponía de mucho tiempo. En circunstancias normales, Tyler perdería el conocimiento en menos de diez minutos. Pero después de diez años, quería más de diez minutos y quería a Tyler Young plenamente consciente. Quería que Tyler Young sufriera. Quería que Tyler Young pagara.
Lo tenía todo previsto. Dejó la pistola sobre la mesilla de noche y abrió el instrumental. Como siempre, llevaba su afilado cuchillo, el tubo de plomo y los huevos de plástico que le quedaban, pero esa noche había traído algo más. Sacó de la bolsa una bombona de oxígeno y una mascarilla. Podía multiplicar por tres los minutos de conciencia de Tyler obligando a sus pulmones a llenarse de oxígeno. Tal vez Tyler se desmayara antes por el dolor.
La idea le arrancó una sonrisa.
– ¿Y bien, Tyler? -dijo animadamente, colocando la mascarilla en el rostro paralizado del hombre-. ¿Cómo te va? ¿Has abusado de algún niño últimamente? -Tyler y su mujer no tenían hijos, o por lo menos no vivían con ellos. Había comprobado todas las habitaciones antes de llegar al dormitorio principal, y en esa casa no había niños. Tampoco animales. De modo que podía concentrarse por entero en su trabajo-. ¿No puedes hablar? Qué pena, tendrás que limitarte a escucharme. No te preocupes, te mantendré informado de todos los detalles del proceso. Lo primero que haré será romperte las piernas, sencillamente porque puedo.
Y así lo hizo, observando con placer cómo los ojos de Tyler bizqueaban de dolor. Luego se pasó el tubo de una mano a otra.
– Por lo general, a estas alturas ya he terminado con el tubo -dijo con desenfado-, pero contigo tengo planeado darle otra utilidad. A mí no me gustan los hombres, solo las mujeres, pero no quiero que eso me impida darte el mismo placer que tú me diste a mí. -Advirtió que Tyler comprendía-. Genial. Oh, ¿y el cuchillo? Normalmente me limito a rebanar gargantas con él, pero también en este caso le tengo planeada otra utilidad. -Le sonrió a su víctima, a la que mantenía viva porque quería. Tyler moriría cuando él quisiera-. Entonces nos llamabas mariquitas. Ahora sabrás qué significa realmente esa expresión. Que empiece de una vez el espectáculo, Tyler. Antes de que se acabe el oxígeno.
Chicago, sábado, 2 de diciembre, 6:35 horas
Murphy vio a Mia acercarse al coche. Estaba despierto, pero contempló agradecido las tazas de café que sostenía. Bajó y se desperezó, luego cogió una taza.
– Gracias.
Mia se apoyó en el coche, de cara a la casa.
– ¿Alguna novedad?
– White no ha vuelto, pero el niño ha estado vigilando. Ahí está de nuevo.
Una vez más, las cortinas cedieron y unos dedos menudos aparecieron. Una vez más, Mia sonrió dulcemente y saludó con la mano. Una vez más, el niño desapareció.
– Propongo que intentemos conseguir una orden de registro. Las hemos conseguido por menos.
– Pediré un coche patrulla que me sustituya durante la reunión. Nos coordinaremos con los demás.
Los demás. Eso incluía a Reed.
– Suéltalo de una vez, mujer -le ordenó Murphy con su estilo afable-. ¿Qué ha hecho el guapo de Solliday?
Mia sonrió, sorprendida de que todavía pudiera.
– Nada. No hizo promesas, Murphy, y no ha roto ninguna. Y yo he obtenido del trato dos noches de sexo alucinante.
Murphy hizo una mueca de dolor.
– Eso, refriégamelo. -Ladeó la cabeza-. Cuando quieras puedo destrozar esa cara bonita por ti.
– Mi héroe. -De repente se puso seria-. Mira lo que tenemos aquí.
La puerta de la casa se abrió y por ella apareció el niño, vestido para ir a la iglesia, con traje oscuro y corbata. Se detuvo en el porche, respiró hondo y caminó sin pausa, cruzando la calle, hasta donde ellos estaban. En la mano llevaba el folleto que le habían entregado a su madre. Estaba aplanado, pero alguien lo había estrujado. Tragó saliva de forma audible.
No tenía más de siete u ocho años. Tenía el pelo rubio rojizo, cuidadosamente humedecido y peinado, y la cara llena de pecas. Las pecas siempre habían sido la debilidad de Mia. Le tendió una mano solemne.
– Soy la detective Mitchell y este es el detective Murphy.
El niño le estrechó la mano.
– Yo soy Jeremy.
– ¿Jeremy Lukowitch? -preguntó Murphy, y el niño asintió.
– ¿Dónde está tu madre, Jeremy? -inquirió Mia.
– Todavía duerme. Creo que deberíamos ir a la comisaría -dijo el niño en un tono grave.
– Y puede que vayamos -dijo Mia, apoyando una rodilla en el suelo-. ¿Has visto al hombre de la foto, Jeremy?
– Sí.
– ¿Cuándo?
Jeremy volvió a tragar saliva.
– Muchas veces. A veces vive aquí.
«Oh, dulce bingo».
– ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que lo viste, cariño?
– El jueves por la mañana, antes de ir al colegio, pero esa mañana llegó tarde.
– ¿Recuerdas a qué hora?
– A las cinco cuarenta y cinco. Miré mi reloj. -Jeremy alzó el mentón-. Deberían conseguir una orden para registrar nuestro jardín trasero.
El corazón de Mia latía con fuerza, pero mantuvo la calma.
– ¿Qué encontraríamos?
– Enterró algo allí. -Jeremy empezó a contar con los dedos-. El jueves, el martes, el domingo y el viernes pasado.
Mia parpadeó.
– ¿El viernes pasado?
Jeremy asintió.
– Sí, señora. Estaré de acuerdo en testificar si nos dan a mí y a mi madre protección policial. Nos gustaría cambiarnos el apellido y mudarnos a… Iowa.
Mia miró a Murphy, que estaba intentando en vano reprimir una sonrisa, y de nuevo a Jeremy.
– Ves mucha tele, ¿verdad, Jeremy?
– Y leo -respondió-. Pero sobre todo veo la tele. -De repente empezó a temblarle la barbilla y su fachada se vino abajo-. He de conseguir protección para mi madre. Él le hizo daño una vez. Mucho daño. Mamá tiene miedo. -Los ojos se le inundaron de lágrimas-. Y siempre está llorando. Por favor, señora, no deje que él vuelva a hacerle daño a mi mamá. -Se quedó ahí quieto, tan valiente y solo, mientras las lágrimas le rodaban por las pecosas mejillas, y Mia tuvo que morderse la mejilla para no llorar con él.
Llorar dañaría la confianza de Jeremy en la policía. Pero sí lo envolvió en un fuerte abrazo.
– Protegeremos a tu mamá, Jeremy. No tienes de qué preocuparte, cariño.
Murphy ya había sacado la radio y estaba pidiendo refuerzos.
Mia retrocedió y secó las mejillas de Jeremy con los pulgares.
– ¿Tienes hambre?
Jeremy asintió mientras sorbía por la nariz.
– Anoche no terminamos de cenar.
– Tengo un burrito de desayuno en el coche. Lo compartiremos mientras esperamos a la CSU.
Jeremy asintió con suficiencia.
– Deberían traer aparatos de rayos X y detectores de metales.
A Mia le temblaron los labios.
– Se lo diré de tu parte.
Sábado, 2 de diciembre, 7:15 horas
Reed se detuvo detrás de una hilera de coches patrulla y furgonetas de la CSU. Todavía no habían empezado. Supuso que estaban esperando la orden de registro. Mia estaba apoyada en el coche de su departamento. Se acercó sin saber qué decir o cuál iba a ser su reacción.
No sabía lo que sentía. O lo que quería. No había pegado ojo en toda la noche. Mia levantó la vista y esbozó una sonrisa cordial que no logró alegrarle la mirada.
– Teniente Solliday -dijo formalmente-, tengo a alguien aquí a quien debería conocer.
Dentro del coche había un niño de rostro pecoso y pelo rubio rojizo.
– Teniente, le presento al señor Jeremy Lukowitch -dijo Mia-. Jeremy, te presento al teniente Solliday. Es investigador de incendios.
El miedo nubló la mirada del niño.
– La detective Mitchell dice que protegerá a mi mamá.
– Entonces lo hará. Es una buena policía.
Mia tragó saliva pero su sonrisa no flaqueó.
– Jeremy, espérame dentro del coche, donde hace menos frío. Confío en que no toques nada.
– No lo haré.
Mia se disponía a marcharse cuando introdujo nuevamente la cabeza por la ventanilla.
– Jeremy, no entraremos hasta que tengamos una orden, pero ¿crees que tu madre saldrá?
– Lo más seguro es que esté durmiendo. A veces toma pastillas para dormir.
Mia asintió.
– Volveré pronto. -Se alejó despacio pero su expresión era ahora grave-. Reed, ¿tienes la formación de técnico en urgencias médicas?
– Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que la madre tomó una sobredosis de pastillas?
Mia había echado a correr hacia la parte trasera de la casa, donde Jack Unger estaba esperando la orden para actuar.
– Puede que de manera inconsciente. Pero vio a White y vivía con él. No la dejará viva.
– ¿Tenemos la orden? -preguntó Jack.
– Todavía no. Creo que la madre tomó algunos somníferos. Vamos a entrar. -Mia embistió la puerta con el hombro y este crujió-. Qué daño -farfulló con una mueca.
– ¿En serio? -dijo Reed-. Aparta. -Y partió la puerta de un empujón. Desenfundaron sus armas y él la siguió.
– Señora Lukowitch, somos policías. -Mia corrió hasta el dormitorio, donde había una mujer tumbada en la cama en posición fetal-. Oh, mierda, mierda. Huelo a cianuro. -Se enfundó la pistola y le buscó el pulso. Finalmente dio un paso atrás-. Está muerta, Reed. Prácticamente en rigor mortis.
Reed suspiró.
– Once.
– Tenías razón, no estaba contando cadáveres. -Mia cerró los ojos-. ¿Cómo le digo ahora a ese chiquillo que su madre ha muerto?
– Conmigo. Se lo diremos juntos.
Mia asintió.
– De acuerdo. Vamos.
Sábado, 2 de diciembre, 8:10 horas
Mia y Reed protegieron a Jeremy con sus cuerpos mientras los técnicos forenses sacaban a su madre en una bolsa. Pero el muchacho no estaba mirando. Tenía los ojos clavados al frente. Cuando la ambulancia hubo partido, Mia se agachó.
– Jeremy, cariño, tengo que examinar tu casa.
– ¿Qué ocurrirá conmigo? -preguntó en una voz tan queda que Mia tuvo que inclinarse para entender las palabras-. Mi mamá ha muerto y mi papá se ha ido. ¿Quién cuidará de mí?
«Yo», quiso decir, pero no lo hizo. Se trataba de un niño, no de un gato.
– He llamado a una asistente social. Te darán un hogar temporal mientras buscamos una solución.
– Una casa de acogida -repuso Jeremy débilmente-. Los he visto en la tele. Allí hacen daño a los niños.
Reed lanzó una mirada rauda a Mia y esta retrocedió. Se puso en cuclillas delante de Jeremy.
– Hijo, sé lo que has visto en la tele, pero has de entender que solo enseñan los casos malos y que en realidad son muy pocos. -El muchacho no le creyó, así que probó de nuevo-. Jeremy, tu eres un niño muy listo. ¿Cuántos aviones crees que vuelan cada día en Estados Unidos?
Jeremy volvió la cabeza.
– Miles -respondió.
– Exacto. ¿Cuántas veces oyes hablar de accidentes de avión en las noticias? Pocas. Oyes hablar de algún que otro avión malo, pero nunca de los miles de aviones buenos que cada día llegan felizmente a su destino. Lo mismo ocurre con los hogares de acogida. Los hay malos, pero son pocos. Yo crecí en un hogar de acogida bueno, así que sé de lo que hablo.
Jeremy dejó caer los hombros.
– Vale. -Miró a Mia-. ¿Puedo seguir viéndola?
Mia sintió una opresión en el corazón.
– Claro. Ahora tenemos que trabajar, Jeremy. No te muevas de aquí y no te marches a menos que sea conmigo, con el teniente Solliday o con uno de esos agentes.
Su mirada era demasiado inteligente para un niño de siete años.
– No soy tonto, detective Mitchell.
Mia le alborotó el pelo.
– Lo sé.
Murphy agitó un brazo.
– Tengo la orden.
– Ha estado bien lo que le has dicho -lee murmuró Mia a Reed mientras se alejaban-. Gracias.
– Mia…
– Ahora no, Reed. No puedo. -Echó a correr y él se quedó mirando su espalda. Desconcertado y dividido, la siguió para ver qué tesoros estaba a punto de desenterrar Jack.
Sábado, 2 de diciembre, 10:30 horas
Era un buen día para estar vivo. Finalmente las cosas estaban mejorando. Alegra esa cara. Sonrió mientras se decía tonterías como esa. Había dejado a Tyler vivo y en llamas. Enormemente gratificante. Había estado a punto de poner rumbo a Santa Fe, pero el subidón de adrenalina le había bajado deprisa. Agotado, encontró un motel barato junto a la carretera y se acostó. Cuando despertó, volvía a pensar con claridad. Iría a Santa Fe por carreteras secundarias. Una vez allí, y una vez concluido su plan, México le parecía la mejor opción para pasar inadvertido. Transcurrido un tiempo ya nadie se acordaría de su foto y podría regresar.
Tenía que ser discreto. Esconderse como una chica. Porque Mitchell había colgado su foto por todas partes.
La ira contra esa mujer hirvió con fuerza y trató de sofocarla. Había intentado cargársela en una ocasión. Tenía que aprender de Laura Dougherty. Escuchar al destino. Fluir.
Recuperó el control y con él los problemas logísticos de su plan. Cuando abandonase México, no regresaría a Chicago. Se establecería en el sur, donde hacía calor. Por tanto, necesitaba recuperar sus cosas. Sus recuerdos. Eso suponía otras ocho horas de su vida, de Indianápolis a Chicago y vuelta al sur, de donde había salido esa mañana. Pero había esperado diez años. ¿Qué eran ocho horas más? Quería sus cosas.
Su instinto se puso en guardia varias manzanas antes de llegar a su casa. Giró dos manzanas antes y se detuvo. Podía ver coches patrulla, furgonetas y hombres con palas. En su casa.
Mitchell había encontrado su casa. Había cogido sus cosas. Dio la vuelta con frialdad. Al infierno con el destino. Esa mujer tenía que pagar. Había esquivado una bala dos veces esa semana. Zorra afortunada. Pero la suerte estaba a punto de acabársele.
Sábado, 2 de diciembre, 11:45 horas
Mia se balanceó sobre los talones, los puños en las caderas. La mesa estaba repleta de los objetos que habían desenterrado en el jardín de los Lukowitch. Y habían necesitado los aparatos de rayos X y los detectores de metales. Por lo menos, Jeremy estaría orgulloso de eso.
– Es sorprendente. -Spinnelli estaba examinando cada objeto-. Tenemos el bolso de Caitlin, un collar de Penny, catorce juegos de llaves… zapatos, más collares… Dios santo.
– Estas llaves son del doctor Thompson -explicó Reed-. Y estas de Brooke. Creemos que las cogió el miércoles por la noche, cuando Brooke estaba con unas cervezas de más. Estas son de Tania, la subdirectora del hotel, y estas de Niki Markov, la representante. El resto no sabemos a quién pertenece.
– Ahora ya podemos relacionarlo con los asesinatos de Burnette y Hill -dijo Spinnelli con satisfacción-. Todavía quiero a los forenses, pero esto es mucho más de lo que teníamos hasta ahora.
– Atlantic City ha enviado a alguien para examinar todo esto -dijo Aidan-. Las mujeres a las que violó allí dicen que les quitó las llaves, su forma de decir que podía volver cuando quisiera.
– Hijo de puta -farfulló Reed.
– Creo que todos compartimos ese sentimiento -declaró Spinnelli-. Ha telefoneado Sam. Dice que la prueba de orina de Ivonne Lukowitch mostraba Valium mezclado con cianuro, no el somnífero que le habían recetado.
– Hemos encontrado un recibo de una tienda de fotografía -dijo Jack-. Nuestro hombre compró allí el cianuro. Se utiliza para el revelado de fotos. Sam dijo que la mujer no habría notado nada.
Mia suspiró.
– Más adelante será importante para Jeremy saber que su madre no se suicidó. Ahora, siendo un niño de siete años aterrorizado, eso no representa demasiado consuelo. Jeremy dijo que su madre conoció a White el pasado junio, mientras dirigía una clase de adiestramiento canino en el parque. Llegó a casa hablando del hombre que acababa de conocer. White le llevaba vino y rosas. A las tres semanas ella le propuso que viviera con ellos.
– Qué rápida -comentó Jack.
– Se sentía sola -replicó Mia-. Hemos encontrado en su cuerpo una cicatriz que va desde la clavícula hasta el pecho, de una cuchillada. Jeremy dice que White se la hizo la misma noche que se fue a vivir a la casa. Le dijo a Ivonne que si lo contaba le haría algo peor a Jeremy. Jeremy y su madre han vivido aterrorizados desde finales de junio.
– Y seguimos sin saber cómo se llama -dijo amargamente Murphy.
Spinnelli se mostró esperanzado.
– Puede que tenga algo para vosotros. Esta mañana he recibido una llamada del depósito municipal. Recuperaron un coche cuyo robo había sido denunciado el jueves. Lo encontraron en la zona que Murphy estaba rastreando. Los del depósito encontraron un libro debajo del asiento.
Reed se enderezó de golpe.
– ¿Un libro de matemáticas?
Spinnelli esbozó una sonrisa astuta.
– De álgebra. Estará aquí en unos minutos. Hasta entonces, ¿qué hacemos?
– Yo estoy siguiendo las pistas de la foto que apareció en los informativos -explicó Aidan-. Y seré el enlace con el Departamento de Policía de Atlantic City. Envié la foto al Departamento de Policía de Detroit, pero todavía no han dicho nada.
– Sigue insistiendo -pidió Spinnelli-. ¿Mia?
– Tenemos la lista de Servicios Sociales de todos los niños que Penny Hill colocó con los Dougherty. Hoy nos ocuparemos de eso. Tenemos nueve nombres sin dirección que rastrear y algunas coartadas de las direcciones conocidas que verificar.
– Bien -dijo Spinnelli-. ¿Hemos conseguido algo de los dos chicos del Centro de la Esperanza?
– Miles habló con ellos -informó Mia-. Thad reconoció, al enterarse de que Jeff había muerto, que fue él quien le agredió. Dijo que Jeff y Regis lo hicieron mientras Manny vigilaba la puerta. Lo amenazaron con destriparlo como a un cerdo si lo contaba, así que no lo contó. Regis Hunt será trasladado a una cárcel de adultos mientras se lleva a cabo una investigación y se celebra el juicio. Thad pasará a otro centro de menores. Pero el doctor Bixby sigue sin aparecer.
– No está en casa, ni vivo ni muerto -confirmó Spinnelli-. He difundido los datos de su coche.
– Y no parece que sus llaves estén en esta mesa -añadió Roed.
– Por lo que podría estar vivo y escondido, o muerto y escondido. ¿Qué más? -preguntó Spinnelli.
– Solo algo que dijo Jeremy -dijo Mia-. Haz memoria, Murphy. Dijo que White enterró algo en el jardín el viernes pasado, el día después de Acción de Gracias. Si mató a alguien entonces, todavía no lo hemos encontrado.
Llamaron a la puerta y un agente asomó la cabeza.
– ¿Teniente Spinnelli? Soy del depósito municipal. Le traigo una prueba.
– Gracias. Esperemos que resulte útil. -Spinnelli le entregó el libro a Mia cuando el agente del depósito se hubo marchado-. Haz los honores.
La detective se puso unos guantes y extrajo el libro del sobre.
– Un libro de matemáticas. Y dentro… -Levantó la vista-. Recortes de periódico. De Hill y Burnette. -Torció el gesto-. Y de mí. De cuando detuve a DuPree. Y aquí está el recorte donde sale mi dirección; muchas gracias, Carmichael, y… caramba. -Sonrió-. Un recorte de la Gazette de Springdale, Indiana, Dos muertos en el incendio de la noche de Acción de Gracias. Con fecha del día después de Acción de Gracias.
– La primera vez que Jeremy vio a White enterrar algo en el jardín -murmuró Murphy-. ¿A quién mató?
Mia leyó el artículo por encima y el corazón se le aceleró.
– Una de las víctimas es Mary Kates. Kates es uno de los apellidos que aparece en la lista de Servicios Sociales. -Rescató rápidamente la lista-. Hay dos nombres. Andrew y Shane Kates. Son hermanos. La edad de Andrew coincide.
– Bien. -Spinnelli se paseó por la sala-. Muy bien. Ahora que sabemos quién diablos es ese tipo, necesitamos saber dónde piensa atacar de nuevo o dónde tiene intención de esconderse o huir. Encargaos vosotros cuatro de averiguarlo. Telefonearé al capitán y le diré que por fin hemos hecho progresos.
Mia se sentía renovada, llena de energía. Contempló la mesa con todos los recuerdos mientras el corazón le palpitaba con fuerza.
– Andrew Kates, tienes los días contados, hijo de puta.
Sábado, 2 de diciembre, 17:15 horas
La cabeza le sudaba a causa de la peluca.
– ¿Por cuánto lo alquila?
Estaba en un apartamento vacío del edificio de Mitchell. La portera, una mujer mayor, tenía la llave en la mano. Él estaba esperando el momento oportuno para sacarle la información que necesitaba. Si no podía facilitársela, le arrebataría las llaves y registraría personalmente el apartamento de Mitchell.
– Ochocientos cincuenta -dijo la mujer-, a pagar el primero de cada mes.
Hizo el gesto de mirar en los armarios.
– ¿Y es un barrio seguro?
– Muy seguro.
No más de un par de tiroteos a la semana en la calle. Esa mujer mentía, más que la peluca que él llevaba.
– Leí lo de esa detective en el periódico.
– Oh, eso. Se ha mudado. A partir de ahora estaremos más tranquilos.
El pánico le subió a la garganta. Pero probablemente la mujer mentía.
– Qué rápida.
– Bueno, los de la mudanza no han venido aún, pero ya no duerme aquí. No tiene de qué preocuparse.
Tenía mucho de qué preocuparse. Quería a Mitchell. Tenía que meterse en su apartamento antes de que trasladara todas sus cosas. Seguro que había una forma de saber adónde había ido. Consideró la posibilidad de pegarle un tiro a la vieja ahí mismo, pero la pistola nueva que ocultaba en la cinturilla hacía mucho ruido. Tyler se había creado una auténtica colección de armas. Le habría gustado llevárselas todas, pero tenía que viajar con poco equipaje, de modo que solo se había llevado dos. Una del calibre 38 y otra del 44, y las dos alertarían a los vecinos si las disparaba. Así pues, tendría que recurrir al método tradicional. Extrajo de debajo de la chaqueta su llave inglesa y golpeó a la mujer en la cabeza. Cual muñeca de trapo, la mujer se derrumbó y la sangre empezó a empapar la moqueta, La ató de pies y manos y la amordazó antes de meterla en el armario.
Entró con la llave en el apartamento de Mitchell. Necesitaba un decorador. Registró meticulosamente el armario de los abrigos. Aparte de una bandera doblada en tres sobre el estante, estaba vacío. El armario de la cocina estaba repleto de cajas de tartaletas para tostar y el congelador, de comidas para microondas. Antes que un decorador, necesitaba un nutricionista.
El dormitorio era un caos. Las mantas estaban amontonadas en el suelo. Sobre la mesilla de noche, curiosamente, descansaba una caja de condones abierta. En el armario había tal desorden que era imposible saber si se había llevado ropa o no. Frustrado, regresó a la sala. Una pila de correspondencia cubría el escritorio. La examinó con avidez. Lo único remotamente personal era una postal con un cangrejo en primer plano. «Querida Mia, ojalá estuvieras aquí con nosotros. Te echamos de menos. Un abrazo, Dana». ¿Dana? ¿Una amiga con la que Mia podría haberse alojado?
Abrió el cajón del escritorio y, sonriendo, extrajo un álbum de fotos. Acababa de dar con una mina de oro. Abrió la tapa y suspiró. Mitchell era tan caótica con sus fotos como con todo lo demás. No había una sola foto metida en las fundas de plástico. Estaban todas amontonadas, como si las hubiera echado ahí con la idea de ordenarlas algún día. ¿Cómo había conseguido llegar tan lejos?
En lo alto del montón descansaba una esquela que había arrancado del periódico y cuyos bordes no se había molestado en recortar. Reprimió el impulso de hacerlo él y la leyó. Su padre había muerto cuatro semanas antes. Qué interesante. Su madre aún vivía. Más interesante aún. Seguro que obedecería si su madre estuviera en peligro.
Siguió buscando. Muchas fotos del colegio. Y la foto de una boda. Mitchell de rosa junto a una pelirroja alta vestida de blanco. Detrás ponía: «Mia y Dana». Bingo. Pero Dana qué. ¿Y dónde podía encontrarla? Pide y se te dará. Debajo de la foto nupcial había una invitación. Dana Danielle Dupinski y Ethan Walton Buchanan se complacen en invitarle… Estaba intacta. Sonrió. Había sido dama de honor, de modo que no había necesitado enviar contestación. Se guardó la esquela y la tarjeta en el bolsillo. Dana Dupinski vivía por lo menos a media hora de allí. Debía darse prisa.
Sábado, 2 de diciembre, 18:45 horas
– Hablad -dijo Spinnelli desde la cabecera de la mesa de reuniones. Se habían congregado de nuevo; Reed y Mia, Murphy y Aidan, y Miles Westphalen-. ¿Qué sabemos?
La mesa volvía a estar llena, esta vez de papeles. Después de más de siete horas de llamadas telefónicas, faxes y correos electrónicos, habían logrado reconstruir gran parte del pasado de Andrew Kates. Reed se sentía animado. Estaban cada vez más cerca.
– Sabemos dónde ha estado Andrew Kates -dijo-, adónde es probable que vaya y, lo más importante, por qué el diez es el número mágico.
Mia apiló sus notas.
– Andrew y Shane Kates son hijos de Gloria Kates. Aidan ha seguido el rastro de Andrew hasta el centro de menores de Michigan, que le ha enviado por fax copias de sus partidas de nacimiento. En ninguna de las dos aparece el nombre del padre. Andrew es cuatro años mayor que Shane y cumplió condena en el centro de menores de Michigan por robar un coche cuando tenía solo doce años. Nadie de allí se acuerda de él, pero han pasado diez años.
– ¿Viene de ahí el número mágico? -preguntó Westphalen, y Mia negó con la cabeza.
– Paciencia, Miles. Si nosotros hemos tardado siete horas, tú bien puedes escuchar diez minutos.
– Lo siento -farfulló Westphalen, debidamente reprendido, y Reed reprimió una sonrisa.
– A lo que iba -continuó Mia-. He hablado con la asistente social jefe del centro de menores. No recuerda a Andrew pero ha buscado su expediente. Era un interno modelo. Aseguraba que se había visto obligado a robar el coche para alimentar la drogodependencia de su madre. Gloria Kates tenía un largo historial de cargos por posesión de drogas, así que es probable que Andrew dijera la verdad.
– Por lo menos le salió bien -dijo Spinnelli.
– Ajá. -Reed retomó el hilo-. Cuando lo cogieron robando el coche, Gloria, su madre, se largó de la ciudad, dejándolo solo con el marrón.
– Lo que explicaría su hostilidad hacia las mujeres -apuntó Westphalen-. ¿Por qué no ha ido a por ella?
– Porque está muerta -dijo Reed-. Sobredosis de heroína, hace unos meses.
– De modo que tiene que buscar sustitutas -masculló Westphalen-. Muy interesante.
– Lo que viene es aún mejor -auguró Reed-. Cuando Gloria se marchó, Andrew ingresó en el centro de menores y los Servicios Sociales de Detroit colocaron a Shane con su tía materna, Mary Kates, de Springdale, Indiana.
– El incendio de la noche de Acción de Gracias -murmuró Spinnelli.
– Exacto -dijo Reed-. He hablado con el sheriff y el jefe de bomberos de Springdale sobre ese incendio. El jefe de bomberos me ha contado que encontraron latas de gasolina en el jardín de atrás, pero ni huevos ni rastros de un catalizador sólido. Solo gasolina y cerillas. Tampoco huellas dactilares. El sheriff me ha contado que la tía y el hombre con quien vivía, Carl Gibson, aparecieron muertos en su dormitorio, cerca de la ventana. Tenían las piernas rotas y por eso no pudieron escapar.
– Como las víctimas violadas de Atlantic City -dijo Aidan.
– Y como algunas de nuestras víctimas -añadió Reed-. Nadie en Springdale se lamentó o sorprendió de lo ocurrido y la policía local está teniendo problemas para avanzar en el caso. Gibson tenía antecedentes por pederastia y estaba en libertad condicional.
Westphalen asintió.
– Eso tiene sentido.
– ¿Cuándo detuvieron a Gibson? -preguntó Spinnelli.
– Yo me he encargado de averiguarlo -dijo Murphy-. Gibson no tenía ninguna denuncia en su expediente cuando los Servicios Sociales de Detroit le entregaron a Shane. Las primeras denuncias fueron presentadas en nombre de Shane Kates. Gibson salió absuelto pero más tarde lo detuvieron por abusar de otros dos niños.
– He ahí el detonante -dijo Westphalen-. Gibson abusó del hermano de Andrew y, casi diez años después, abusan de Thad, el muchacho del Centro de la Esperanza. Esa misma noche, Gibson y la tía de Andrew Kates, Mary, mueren. Pero diez años es mucho tiempo para que semejante rabia permanezca aletargada.
– Porque te estás adelantando -le reprochó Mia-. Ten paciencia, Miles.
Westphalen hizo una mueca.
– Lo siento. Continúa, por favor.
Reed asintió.
– Bien. Gibson abusó de Shane durante el año que pasó en su casa, y teniendo en cuenta su perfil, probablemente en múltiples ocasiones. Ese cabrón está enfermo.
– Estaba -dijo Mia-. Ahora ese cabrón está muerto.
– Estaba -se corrigió Reed-. Shane debía de tener entonces siete u ocho años.
– La misma edad que Jeremy Lukowitch -señaló Murphy, y Mia asintió con preocupación.
– No sé qué pensar a ese respecto. Puede que por eso no le hiciera daño y solo se lo hiciera a su madre. Perdona, Reed. Continúa.
– Andrew estuvo en el centro de menores un año. Cuando salió, lo colocaron con su tía, pero ese mismo día cogió a Shane y se escapó. La policía de Indiana los detuvo unos días después, pero Andrew les contó lo que Carl Gibson le había hecho a Shane. Como la tía tenía la custodia permanente de ambos, los pusieron en un hogar de acogida de Indiana en lugar de devolverlos a Detroit. Fue entonces cuando se presentó la primera denuncia contra Gibson.
– Era difícil colocar a los dos hermanos juntos -prosiguió Mia-, sobre todo cuando uno de ellos había estado en un centro de menores. La agencia de Servicios Sociales no consiguió colocarlos, de modo que el caso se trasladó a Chicago, que tenía muchos más hogares disponibles. Penny Hill era su asistente social. Los colocó con Laura Dougherty, que tenía fama de saber tratar a los niños problemáticos y estaba dispuesta a acogerlos a los dos.
– ¿Qué fue eso tan horrible que hizo Laura Dougherty para que Kates intentara matarla tres veces? -preguntó Westphalen.
– Ahí hemos tenido que escarbar un poco más -dijo Mia-. La directora de Servicios Sociales lo ignoraba y Penny Hill no lo anotó en el expediente. Al final he tenido que ir a casa de la señora Blennard, su vieja amiga. La mujer se acordaba de Shane. Era muy guapo, rubio y con ojos azules. Laura se había planteado la posibilidad de adoptar a los dos hermanos, pero entonces Shane empezó a molestar a uno de los niños más pequeños, de solo cinco años. -Mia puso cara de resignación-. Lo acariciaba.
– El maltratado se convierte en maltratador -dijo Westphalen, y levantó las manos cuando Reed arrugó el entrecejo-. Esas cosas ocurren, Reed. Por la razón que sea, ocurren.
– El caso es que ocurrió con Shane Kates -intervino Mia cuando Reed hizo ademán de replicar-. Cuando Laura trajo a Penny Hill para hablar del tema, Shane empezó a romper cosas a escondidas. Le echó la culpa a ese niño menor que él, pero la señora Dougherty no le creyó.
– Entonces, ¿al final quién expulsó a los niños? -preguntó Westphalen.
– La señora Blennard me ha contado que Andrew le suplicó a Laura que no los devolviera. Casi le rompió el corazón. Penny les puso entonces un psicólogo, pero Shane volvió a las andadas y esta vez Laura lo pilló in fraganti. Así que les dijo que debían irse.
– ¿Y adónde fueron? -preguntó Spinnelli.
– Se había hecho más difícil mantenerlos juntos, pero Penny Hill lo consiguió. Encontró un lugar en el campo, una zona muy rural. Pensó que el aire fresco y el trabajo tranquilizaría a los muchachos. -Mia se encogió de hombros-. Vacas. Era la casa de Bill y Bitsey Young. El matrimonio tenía dos hijos biológicos mayores que ya iban al instituto.
– A partir de aquí el expediente empieza a desarmarse -dijo Reed-. Nos aporta respuestas a nosotros, pero plantea un montón de interrogantes a Servicios Sociales. Toda la información que tenemos proviene del expediente de Andrew. Nadie sabe dónde está el expediente de Shane.
Spinnelli lo miró, sorprendido.
– ¿Lo perdieron?
– Eso parece -dijo, inquieta, Mia-. Los muchachos fueron colocados con los Young hace unos diez años, pero durante un año no hay una sola entrada nueva en el expediente de Andrew. Ni de Penny Hill ni de ninguna otra persona. Básicamente, fueron abandonados.
– Abandonados por otra mujer -añadió Reed.
– ¿Penny Hill se olvidó de ellos? -Westphalen levantó bruscamente sus cejas grises-. Eso no encaja con la mujer entregada de la que habla la gente.
– Tienes razón. -Mia frunció el entrecejo-. La hija de Penny me contó que a su madre le preocupaba equivocarse, que los niños salieran mal parados. Puede que su preocupación no fuera infundada. En cualquier caso, la siguiente entrada en el expediente de Andrew se produjo un año después, cuando fue trasladado a otro hogar de acogida. En ella es descrito como un niño callado y muy reservado. Todo sobresalientes. -Levantó una ceja-. Miembro del club de matemáticas del instituto. Pero después de colocarlos en casa de los Young, en los expedientes de los Servicios Sociales del estado no hay una sola palabra sobre Shane.
– Ignoramos qué ocurrió en casa de los Young. -Reed sacó una fotografía de la carpeta-. Pero sí sabemos que la casa acabó así.
– Reducida a cenizas -murmuró Westphalen-. ¿Cuándo?
– Cuando los chicos llevaban en ella casi un año -respondió Mia.
Murphy se inclinó y cogió la foto.
– ¿De dónde la habéis sacado?
– La compañía de seguros documentó el incendio. -Reed se encogió de hombros-. Ha sido un presentimiento.
Mia negó con la cabeza.
– Ha sido más que un presentimiento. He encontrado el certificado de defunción de Shane Kates en la base de datos del condado. Murió por insuficiencia respiratoria.
– Causada por el fuego -dijo Aidan.
Mia asintió.
– Exacto. Reed ha buscado la fecha de la muerte de Shane en la base de datos de la compañía del seguro y ha descubierto que una semana después los Young presentaron una reclamación por su casa, que había sido destruida en el incendio.
– La foto la hizo el cuerpo de bomberos local -dijo Reed-. Están localizando a los bomberos que intervinieron ese día para que nos faciliten información, pero hay que tener en cuenta que han pasado casi nueve años.
– Así que Andrew provocó el incendio y su hermano murió -masculló Westphalen.
Mia asintió.
– El hermano que tanto se había esforzado por proteger.
Westphalen había entornado los ojos.
– Es un trauma importante.
– ¿Un trauma que una persona podría mantener enterrado durante casi diez años? -preguntó Mia.
– Probablemente. Una personalidad compulsiva no pararía de darle vueltas o lo negaría por completo.
Spinnelli arrugó el entrecejo.
– Hay algo que todavía no entiendo. ¿Por qué el diez es el número mágico?
– Esa pregunta parece la más fácil de responder. -Mia deslizó dos hojas de fax hasta el centro de la mesa, una junto a la otra-. La partida de nacimiento de Michigan y el certificado de defunción de Illinois de Shane. La primera vez que he buscado en el ordenador he pasado por alto la fecha de defunción porque los números son casi idénticos a la fecha de nacimiento. Solo varía un dígito.
– Shane Kates murió el día que cumplía diez años -murmuró Westphalen.
– En un incendio -confirmó Reed.
Mia suspiró.
– Cuenta hasta diez y vete al infierno.
– ¿Cuál será el siguiente paso? -preguntó Spinnelli.
– Localizar a los Young y a sus hijos -dijo Reed-. Kates ha seguido cierto orden dentro de sus posibilidades. Lo lógico es que los Young sean los siguientes.
Spinnelli asintió.
– Os quiero a primera hora de la mañana en… ¿Cómo se llama el pueblo, Mia?
– Los Young vivían en Lido, Illinois.
– Largaos a Lido y encontradlos. Murphy y Aidan, estáis de guardia. Podéis retiraros.