CAPÍTULO 13

– ¿Cuándo te diste cuenta de que algo iba mal? -reclamó Caroline corriendo escalera abajo, anudando torpemente el cinto de la bata de terciopelo que el vizconde tan atentamente le había proporcionado. Echó una mirada al reloj de pie en el rellano como si descubriese que la mañana estaba medio perdida.

– Al principio pensé que estaba dormida, – declaró Portia, siguiendo a Caroline a lo largo de un pasadizo revestido con paneles entablados de caoba, forzándose a dar pasos dobles por cada una de las decididas zancadas de su hermana. – Después de todo, Julian nos había mantenido a ambas levantadas hasta casi las tres jugando al faro con horquillas. Pero cuando intenté despertarla para el desayuno, no se movía. Carraspeé en su oreja, le hice cosquillas en los dedos de los pies con una pluma, incluso le salpique la cara con agua fría. Toqué el timbre para las criadas, pero no la pudieron despertar, tampoco. Entonces, me asusté y vine a por ti.

Caroline lanzó una sonrisa reconfortante sobre su hombro, luchando por encubrir su propio miedo. -Hiciste bien, pequeña. Probablemente solo esta siendo perezosa. Estoy segura de que pronto estará brincando de nuevo.

A medida que cruzaba el acogedor cuarto de estar que conectaba los dormitorios de sus hermanas, Caroline sólo podía rezar para que tuviese razón. Entró en la cámara de Vivienne para encontrar que tres criadas se apiñaban cerca de la puerta, susurrando y apretando sus manos.

Conforme Caroline se acercaba a la elegante cama con dosel, su temor se acrecentaba. Con el pálido de sus mejillas y sus dorados rizos esparcidos por la almohada, Vivienne parecía como si estuviera ensayando el papel de Bella Durmiente en uno de los teatros de aficionados que las chicas solían poner en escena para sus padres.

Dejándose caer pesadamente en el borde de la cama, Caroline tocó con el dorso de la mano la frente de Vivienne. La piel de su hermana no estaba encendida por la fiebre, sino tan fría como la muerte. Sintiendo un escalofrío por el pensamiento, Caroline le echó una mirada furtiva al pecho de Vivienne. El acompasado subir y bajar del corpiño del camisón no dejaba traslucir desasosiego. Simplemente parecía como si hubiera sucumbido a algún oscuro encantamiento.

Tomando a su hermana por los hombros, Caroline la sentó y la sacudió suavemente. -¡Despierta, Señorita Perezosa! Es media mañana. ¡No más holgazanear en la cama para ti!

Las pestañas de Vivienne aun no revolotearon. Colgaba desmañadamente en los brazos de Caroline, su cabeza caída hacia un lado.

Caroline lanzó una mirada suplicante sobre su hombro a las criadas. -¿Tenéis amoniaco a mano?

Después de una consulta breve, dos de las mujeres corrieron de la habitación. Una de ellas volvió unos minutos más tarde con una botellita de cristal.

Aguantandoel peso de su hermana con un brazo, Caroline sacó el tapón del frasco y lo agitó bajo su nariz. Aunque el aroma acre del amoníaco hizo a Caroline retroceder, la nariz de Vivienne no se contrajo.

Cruzando un gesto desesperado con Portia, Caroline colocó gentilmente a Vivienne sobre la almohada. Apretó la mano helada de su hermana, deseando desesperadamente haber prestado más atención ayer a su palidez en la galería de retratos, y a la falta de apetito que Larkin había comentado en la cena. Debería haber sabido que Vivienne nunca se quejaría de una dolencia física. Pero había estado demasiado ocupada soñando con Kane para darle a su hermana la atención que necesitaba. Ahora podía ser demasiado tarde.

Sumida en sus inquietantes pensamientos, sintió el frío de los dedos de Vivienne extenderse a su propio corazón. A regañadientes soltó la mano de su hermana, se levantó y corrió al otro lado hacia la ventana escondida en la pared norte. Como había temido, la ventana estaba abierta y descorrida el cerrojo. Un simple empujón la envió balanceándose hacia afuera. Se asomó por la ventana, parpadeando contra la lluvia. No había balcón aquí, sólo una cornisa estrecha.

– ¿Oíste algo anoche después de que te fuiste a la cama? -Empezó a preguntarle a Portia. -¿Alguien moviéndose en la habitación de Vivienne? ¿Un grito asustado quizá?

Portia negó con la cabeza desamparadamente. -No oí nada.

Caroline no tenía motivos para dudar de las palabras de su hermana pequeña. Portia siempre había dormido como un tronco.

Volvió a la cama. Agudamente consciente del escrutinio de las criadas, se dejo caer de nuevo al lado de Vivienne. Cautelosamente se acerco a la cinta del cuello del camisón de su hermana cuando oyó el suave sonido de tacones detrás de ella.

Se giró para encontrar a Kane de pie en la puerta en mangas de camisa y pantalones, su melena leonina desgreñada. Larkin, Julian, y una joven criada pálida revoloteaban detrás de él. Podría haber estado sorprendida de verle levantado tan poco tiempo después del amanecer de no ser por el continuo golpeteo de lluvia contra los cristales.

– ¿ Qué ocurre, Caroline? -Preguntó presuroso, usando su nombre de pila por primera vez. – La criada me dijo que algo estaba mal con Vivienne. -Con cara preocupada, empezó a ir hacia la cama.

Luchando contra el deseo traicionero de correr a sus brazos, Caroline se levantó para colocarse entre él y su hermana.- Su presencia no es necesaria aquí, milord, -dijo rígidamente. – Lo que necesitamos es un médico.

Kane se congeló, como todos los demás en la habitación, incluso las boquiabiertas criadas. Aunque él se alzaba sobre ella, Caroline mantuvo su posición, las manos apretadas en puños. Kane encontró su mirada fija sin alterarse, pero tenso su mandíbula como si le hubiese dado un golpe inesperado. Ella nunca hubiese soñado que tendría el poder para herir a un hombre como él. O que el precio por ejercer ese poder fuese tan alto.

– ¿Mattie? -Dijo finalmente, mirando a Caroline aun.

La joven criada se lanzó hacia adelante, levantando su delantal almidonado para hacer una nerviosa reverencia. -¿Aye, m'lord?

– Envía un sirviente a Salisbury a llamar a Kidwell. Que le diga al doctor que uno de mis invitados ha enfermado y que es necesario que venga de inmediato.

– Como desee, m'lord. -La criada hizo otra reverencia y se fue deprisa de la habitación.

Larkin pasó rozando a Kane y se detuvo frente a Caroline. Incapaz de resistir la silenciosa súplica en sus ojos, Caroline dio un paso a un lado dejándole pasar. Cuando se puso en rodillas al lado de la cama, cogiendo tiernamente la mano floja de Vivienne, Caroline tuvo que desviar sus ojos pues temía que las lágrimas que los anegaban se desbordasen.

Portia se arrimo instintivamente a Julian, quién se quedó apoyado contra el marco de la puerta, con expresión asombrada.

Dando media vuelta, Kane camino airadamente hacia su hermano y gruño, -Unas palabras, señor, por favor.

Impulsándose contra la pared, Julian siguió a su hermano con todo el entusiasmo de un hombre marchando hacia la horca.

Adrian entro en la biblioteca, aún embrujado por la imagen de Caroline mirando hacia él, sus claros ojos grises ensombrecidos por la sospecha.

Aunque podría haberla hecho a un lado de un golpe con facilidad, ella le había desafiado con el coraje feroz de una leona madre protegiendo a sus cachorros, la barbilla hacia arriba y los hombros echados atrás.

Nunca antes se había sentido tan monstruoso

Se acerco al altísimo escritorio de la esquina y movió libros y papeles hasta localizar una polvorienta botella de brandy. Desechando el vaso, vertió un trago directamente abajo hacia su garganta, dando la bienvenida a la brutal quemadura. Sólo después de que el licor golpeara su vientre y le atemperara el carácter giró para enfrentar a su hermano.

Julian se había recostado en un sillón de cuero frente a la fría chimenea. Su apariencia era casi tan alarmante como la de Vivienne. No había rastro del dandy elegante que los había entretenido en la cena con una anécdota graciosa sobre su última visita a Bond Street Su melena caoba estaba despeinada, la camisa blanca arrugada y manchada con gotas de vino tinto. La corbata colgaba floja alrededor de su garganta. Los huecos profundos bajo sus ojos estiraban la piel tensa sobre los pómulos esculpidos y le hicieron parecer una década mayor de lo que era.

Adrian no dijo una sola palabra. Simplemente escruto a su hermano sin parpadear.

– ¿Por qué me miras así? -Julian finalmente estalló, sus ojos oscuros ardiendo desafiantes. – Sé lo que piensas, pero no tuve absolutamente nada que ver con esto.

– Supongo que es pura casualidad que Vivienne sufriese un colapso después de pasar la tarde contigo.

– Pasaron la tarde jugando al faro conmigo, -corrigió Julian- te juro que solo tome unas horquillas sin valor de la muchacha. Cuando el reloj dio las tres, fue arriba con su hermana y no las volví a ver otra vez hasta que oí a esa criada llorando y la seguí a su habitación.

– Si dejasteis de jugar a las cartas a las tres, todavía quedaban tres horas antes de amanecer. ¿Dónde estuviste durante ese tiempo?

Julian dejo caer la cabeza entre sus manos, su desafío derrumbado en derrota. -Si quieres saber, no me acuerdo.

Adrian negó con la cabeza, demasiado enojado para esconder la repugnancia en su voz.- ¿Bebías otra vez?

El silencio de su hermano fue respuesta suficiente.

– ¿Se te ha ocurrido alguna vez que bebiendo te pones en tal estado que no puedes recordar dónde estabas o que hacías y podría ser un poquito peligroso?

Julian se levantó. – ¿y se te ha ocurrido alguna vez que podría ser aún más peligroso si no bebiera?

Los dos hermanos se pararon frente a frente en un momento tenso, pero fue Julian quien aparto primero la mirada, sus ojos desolados. -¿Por qué molestar a Vivienne? Es la pequeña, quién se queda alrededor siguiéndome como si fuera alguna clase de cachorro enfermo de amor que sólo pide un bocado de mi atención. Ella es quién me mira fijamente con aquellos ojos azules encantadores como si yo fuera la respuesta a cada rezo. ¿Si yo fuera a cometer un desliz, no piensas que sería con ella?


El control de Adrian se rompió. Agarrando a Julian por la pechera de la camisa, gruñó, – Si pones un solo dedo en esa niña…

No terminó la amenaza. No tuvo que hacerlo.

Soltó a su tembloroso hermano, sólo para descubrir que sus manos no fueron muy cuidadosas. Julian peleó por recuperar la dignidad peinándose y sacudiendo con fuerza el nudo perfecto de su corbata. Renunciando a encontrar la mirada de Adrian, se dirigió hacia la puerta.

– ¿Dónde vas? -Llamó Adrian.

– Al infierno, lo más probable, -Contestó Julian de manera concisa sin dar la vuelta.

– Si deja de llover y el sol sale antes de que puedas regresar aquí, vas a desear estar en el infierno.

Julian se paró en la puerta y giro lentamente. – ¿Sería más fácil para ti y tu preciosa Señorita Cabot si no volviese en absoluto, no?

Desconcertado por las palabras de su hermano, Adrian negó con la cabeza. – ¿Si no has tenido nada que ver con el desmayo de Vivienne, por qué dices tal cosa?

La sonrisa de Julian era un agridulce fantasma de la amplia sonrisa que Adrian siempre había amado tanto. – No hablaba de Vivienne.

Adrian abrió la boca para negar las palabras, pero antes de que pudiese, Julian se fue.


– ¡Julian! ¡Julian! ¿Dónde vas?

La encantadora llamada resonó sobre las paredes de piedra del antiguo castillo que una vez acogió torneos para reyes, caballeros, y sus bellas damas.

Ignorándola, Julian sacudió la lluvia de sus pestañas y continuó hacia los establos. No sabia dónde iba. Aun cuando el cielo era una plomiza masa de nubes y agua cayendo, no parecía haber ningún sitio al que huir para escapar de lo que se había convertido. A pesar del alarde imprudente que había lanzado a su hermano, dudó que en el infierno se le diera la bienvenida a los que eran como él.

– ¡Julian! ¿Por qué no me contestas? No seré ignorada, lo sabes, así que ni lo intentes.

Reprimió un gemido. No había duda sobre eso. Portia Cabot era aún más persistente que su hermano. E infinitamente más encantadora.

Giro tan rápidamente que por poco se choca con él. Quiso estirar una mano para estabilizarla, pero tuvo miedo de las consecuencias, así que simplemente se paro, contemplando como torpemente recobraba el equilibrio en la hierba resbaladiza.

Ella agarraba una sombrilla con su mano enguantada – una confección ridícula de seda y lazos en peligro de deshacerse bajo el peso de la lluvia. Con sus brillantes ojos azul oscuro y sus húmedos rizos amenazando con desbordar sus horquillas parecía un hada manchada de barro.

– ¿No deberías estar al lado de la cama de tu hermana? -Demandó.

Ella arrugó su nariz insolente, sorprendida por su brusquedad. – Estoy segura de que ella estará bien ahora que tiene a Caro para cuidarla. Estoy preocupada por ti. Estabas tan pálido en la habitación de Vivienne que temí que podrías encontrarte mal.

Él resopló. -Temo que no haya cura para lo que me adolece. Al menos ninguna que un medico pueda proporcionar.

– ¿Es por eso que tu y tu hermano habéis reñido?

– ¿Cómo lo sabes? -Entrecerró sus ojos, bajando su mirada para estudiar el círculo débil de polvo que arruinaba la muselina nívea de su falda. – ¿Estabas mirando por el ojo de la cerradura de la biblioteca, por casualidad?

Un rubor culpable tiñó sus delicados pómulos cuando limpió su falda. – Me disponía a llamar cuando accidentalmente se me cayó el pañuelo. Fue sólo por casualidad que oí vuestras voces levantadas.

Julian rápidamente dedujo que eso fue todo lo que ella había oído. Si le hubiese escuchado denunciarla como “un perrito enfermo de amor”, dudaba que ella aun pisara sus talones.

– Mi hermano simplemente daba su conferencia estándar. Piensa que bebo demasiado, -Julian confesó, sorprendido de hallarse tan cerca de la verdad. En los últimos años, se había vuelto muy competente en mentir, especialmente a sí mismo.

– ¿Lo haces? -Preguntó, sinceramente curiosa.

Él paso una mano a través de su pelo, encontrando de pronto difícil encontrar su mirada. – En ocasiones, supongo.

– ¿Por qué?

Se encogió de hombros. -¿Por qué bebe cualquier hombre? Para adormecer la sed por algo que quiere desesperadamente, pero nunca podrá tener.

Portia se arrimó casi imperceptiblemente a él, captando atrevidamente su mirada. -Siempre he pensado que si deseas algo lo suficiente, entonces deberías estar dispuesto a remover cielo y tierra para obtenerlo.

Julian miró sus oscuros cabellos y sus labios exuberantes, pensando en lo irónico de que una cara tan angelical le podía traer tal tormento infernal. Con un control que no sabía que todavía poseía, gentilmente acaricio su nariz. -Deberías estar agradecida, ojos brillantes, que no siga esa misma filosofía.

Dando media vuelta, siguió hacia los establos, dejándola de pie a solas con su sombrilla marchitándose bajo lluvia.

Sentada en la silla que había acercado a la cama, Caroline amablemente acarició los rizos dorados de la frente de su hermana. El estado de Vivienne ni había mejorado ni había empeorado a lo largo del día y la noche. Simplemente se veía como si pudiera continuar en ese antinatural sopor para siempre.

El sirviente había regresado al castillo justo cuando caía la noche y cesaba la lluvia con el aviso de que el doctor asistía un parto difícil y no podría llegar hasta la mañana. Portia tomaba una siesta en su cama, mientras el Agente Larkin había insistido en mantener su vigilia en el cuarto de estar que conectaba las dos cámaras. La última vez que Caroline se asomó a él, estaba durmiéndose sobre una taza de té ya fría, sus pies descalzos apoyados en una otomana, un volumen desgastado de Tyburn Gallows: Un Historia Ilustrada tumbada en su regazo.

Vivienne suspiró dormida y Caroline se preguntó si estaría soñando. ¿Soñaba ella con los ojos verdes azulados de Kane bailando a la luz del sol y campanas de boda? ¿O soñaba con oscuridad y rendición y campanas que eternamente doblaban la medianoche? Tal como hizo una docena de veces, Caroline bajo el cuello del camisón de su hermana para estudiar el espacio cremoso de su garganta.

– Deduzco que no encontraste lo que buscabas.

Con esa sombría voz arrastrada, Caroline miró por encima del hombro para encontrar la figura oscura de Kane recortada contra la luz de la luna. ¿Por qué debería asombrarla que él no estuviese de pie en la puerta, sino en la ventana abierta?

– No sé de que hablas, – mintió Caroline, atando con arte la cinta del camisón de Vivienne. Ella había registrado cada pulgada de carne pálida de su hermana, pero no había encontrado ninguna marca, ninguna prueba de juego sucio.

Él avanzo. Caroline se levantó, colocándose otra vez entre él y la cama.

Esta vez no se detuvo hasta que estuvo lo bastante cerca como para tocarla. – ¿Por qué no me dejas acercarme más, Señorita Cabot? ¿Temes por su hermana? ¿O por ti misma?

– ¿Tengo motivos para ello, milord?

Una mirada escrutadora acarició su rostro. -¿Si me crees un villano tan despreciable, entonces por qué no chillas para el Agente Larkin? Estoy seguro que nada le gustaría más que precipitarse aquí dentro y rescatarte de mis miserables garras. -Casi como si no pudiese resistir el deseo, alzo la mano hacia su cara, sus nudillos rozando muy ligeramente la curva del pómulo.

Al principio Caroline pensó que el gemido había salido de sus labios. Luego se percató que fue Vivienne. Volviéndole la espalda a Kane, corrió de regreso al lado de la cama de su hermana.

Vivienne estaba murmurando y agitándose con desasosiego bajo las mantas, su mejillas ya no pálidas, sino moteadas y ruborizadas. Caroline tocó con una mano la frente de su hermana, luego le lanzó a Kane una mirada indefensa. -¡Esta ardiendo de fiebre!

– Tenemos que enfriarla. -Dejando a un lado a Caroline, implacablemente destapó a Vivienne, luego recogió su cuerpo flojo y lo llevó hacia la ventana.

La protesta de Caroline murió en sus labios al ver que él simplemente exponía la carne acalorada de su hermana al aire fresco de noche. Él afirmó una cadera contra la repisa de la ventana, sus brazos firmes acunando a Vivienne con tal cuidado que Caroline tuvo que apartar la mirada.

Ella detectó a Larkin de pie en la puerta, su mirada penetrante viajando por entre los tres. La sombra de reproche en sus ojos podría haber sido una invención de su percepción mordaz.

– Un mensajero acaba de llegar, -les informó de manera concisa. – El doctor está en camino.

Mientras se apiñaban en la salita fuera del dormitorio de Vivienne, esperando que el doctor terminarse su examen, el resplandor nebuloso del amanecer comenzó a suavizar los bordes exteriores del firmamento fuera de la ventana. Portia estaba recostada en la esquina de un sofá adamascado, su expresión inusualmente pensativa. Larkin caminaba desasosegadamente de arriba abajo por el acogedor aposento, sus largas piernas llevándole del fuego de la chimenea a la puerta cerrada de la cámara de Vivienne y de regreso otra vez. Caroline se sentaba rígidamente en una mecedora, sus manos plegadas en su regazo mientras Kane se apoyaba contra la pared de la ventana, perdido en sus pensamientos.

Todos excepto Kane saltaron cuando la puerta se abrió y el doctor emergió, seguido por la joven criada pecosa que Kane había llamado Mattie.

Aunque la mirada fija del médico inmediatamente fue para el vizconde, Caroline se levantó y dio un paso adelante, con Larkin rondando detrás de su hombro. -Soy Caroline Cabot, señor – la hermana mayor de Vivienne.

El doctor Kidwell tenía el tamaño y la conducta de una pequeña rana de mal carácter. La fulminó con la mirada por encima de las gafas de acero en su nariz respingona. -¿Ha estado su hermana expuesta a la intemperie recientemente? ¿Ha sufrido una mojadura quizá?

Estorbada por el cansancio excesivo, Caroline rebuscó en su memoria. -Pues bien, llovía tres noches atrás cuando llegamos al castillo. Supongo que Vivienne podría haberla sufrido.

– ¡Ah ha! -Se jactó, cortándola. – ¡Tal como sospeché! Creo que pude haber encontrado al culpable.

Tomó la última onza de la floja fuerza de voluntad de Caroline, pero logró no mirar a Kane.

El doctor Kidwell chasqueó sus dedos a la asustada criada. Ella avanzo y él cogió rápidamente un objeto de sus manos, sujetándolo en lo alto. Caroline parpadeó, reconociéndolo como uno de los botines de cuero de su hermana. Excitado con el triunfo, el doctor deslizó su dedo entre la suela y el empeine lleno de rozaduras de la bota, exponiendo una abertura enorme.

Caroline y Portia jadearon. Cuando la Tía Marietta había invitado a Vivienne a venir a Londres, ella había heredado todos los preciosos trajes de noche y las zapatillas para el debut de Caroline. Pero no había sobrado más dinero de su escasa asignación para comprar botas nuevas.

– Hay otra como esta remetida debajo de la cama, -informó el doctor, – junto con un par de medias que todavía están húmedas.

Caroline recordó abrirse paso entre el fango de los patios de la posada, sus hombros vencidos por la lluvia torrencial. Ella negó con la cabeza en la súbita desilusión. – Supongo que Vivienne montó por horas sin quejarse ni una vez de los agujeros en sus botas o las medias mojadas.

Larkin apoyó una mano sobre su hombro, dándole un apretón reconfortante.- La Señorita Vivienne parecía perfectamente bien en la cena la noche que llegué. Estaba un poco pálida, pero aparte de eso, no dio señales de desasosiego.

Los ojos hinchados del doctor no eran crueles.- Algunas veces estas cosas están escondidas en los pulmones por un tiempo, agotando la fuerza y el apetito antes de darse a conocer.

Caroline inspiró profundamente antes de hacer la pregunta más difícil de todas. – ¿Se recuperará?

– ¡Por supuesto que lo hará! Es joven y fuerte. Sospecho que volverá a estar de pie en poco tiempo. Voy a dejarle los ingredientes y las instrucciones de una cataplasma de mostaza.

Caroline cabeceó, una oleada de alivio hizo aflojar sus rodillas. El brazo de Larkin rodeó su cintura, vigorizándola.

Portia gateó ansiosamente a sus pies. – ¿Y sobre el baile, señor? El baile de mascaras del vizconde será en menos de una semana. ¿Mi hermana estará bastante bien para asistir?

– Creo que sí, – dijo el doctor- Simplemente aplíquele la cataplasma dos veces al día y abríguela muy bien antes de salir. – Agitó un dedo con reproche bajo la nariz de Caroline. – ¡Y asegúrate que la niña tenga botas nuevas!

– Lo haré, -juró Caroline. Se encargaría de que sus hermanas tuviesen botas nuevas, aun si eso quería decir que tendría arrastrarse ante el primo Cecil.

– ¿Oh, por favor, señor, está despierta? ¿La podemos ver? -preguntó Portia.

El doctor fijo su dura mirada en ella. -Con tal de que prometas no reír nerviosamente y saltar sobre la cama, jovencita.

– ¡Oh, no lo haré, señor! Estaré tan quieta y tranquila como un ratón en la iglesia, – Portia le reconfortó, casi tumbándole cuando corrió desgarbadamente hacia la puerta.

Larkin dio un paso involuntario adelante, luego echo una mirada a Caroline, la incertidumbre reflejada en sus ojos. Ella inclinó la cabeza hacia la puerta, dándole su bendición. Cuando siguió a Portia al dormitorio, Mattie hizo pasar al doctor al corredor, dejando solos a Caroline y Kane en el cuarto de estar.

Caroline recorrió con la mirada para encontrarle examinándola, sus ojos verdes azulados más inescrutables que antes. Se mordió el labio, luchando contra una emoción que se parecía peligrosamente a la culpabilidad. Se había puesto a prueba a sí misma muy deliberadamente para creer lo peor de él. ¿Pero qué otra cosa podía hacer cuando él rechazo defenderse contra la más extraña de las acusaciones? ¿Cómo podía condenarla por traicionar su confianza cuando él nunca se la había ofrecido en primer lugar?

Determinada a encontrar una disculpa, de cualquier manera, insuficiente, se aclaró la voz y dijo, – Parece que le juzgué mal, milord. Creo que le debo una…

– Ahí se equivoca, Señorita Cabot. Usted no me debe nada. – Dando media vuelta, Kane cruzo de una zancada el cuarto justo cuando los primeros rayos del sol de la mañana llegaron derramándose sobre el horizonte.

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