EPÍLOGO

– ¿Quién sobre la tierra ha oído lo de una boda a medianoche?

Tía Marietta se abanicó así misma, su aguada voz obtenía curiosas miradas de los invitados que estaban sentados alrededor de ellos en el gran salón del castillo. Los mismos invitados que habían sido sumariamente despedidos del gran salón hacía solo quince días cuando la mascarada del Vizconde había irrumpido en un torrente de cotilleos e insinuaciones que habían sido diseccionados por los más vergonzosos periódicos Londinenses.

Ninguna cantidad de abaniqueos podría secar las perlas de sudor que bajaban goteando por la garganta de la Tía Marietta para desaparecer entre sus expandidos pechos. Éstas recogían copiosos montones de polvo de arroz que habían arrastrado consigo a través de su empapada carne, haciéndola parecer igual que una masa recubierta de mazapán derretido.

– No es sólo una boda a medianoche, ¡sino una boda a medianoche que ni siquiera se llevará a cabo en una iglesia! No sé si mi propia reputación se recobrará nunca del escándalo. Todo el mundo sabe que una próspera boda debería llevarse a cabo en la soleada mañana de un sábado y seguida de un copioso desayuno.

Portia se hundió en su silla, pensando que su tía estaba probablemente mucho más interesada en el copioso desayuno que en la boda.

– Yo ya te había indicado que sería el viernes a la noche, Tiíta. Lo cual quiere decir que en el minuto que el reloj dé la medianoche, será la mañana del Sábado.

Tía Marietta cerró de golpe su abanico y golpeó el muslo de Portia con él.

– No seas descarada. No querrías acabar igual que tu hermana.

– Ah, sí, pobre desafortunada Caroline. -Portia suspiró- Forzada a pasar el resto de su vida casada con un guapo, atractivo vizconde que la adora. Ni siquiera sé como se las apañará.

– Yo estaba hablando de tu otra hermana.

Tía Marietta sacó un pañuelo de su escote y se enjuagó los ojos.

– Mi querida, dulce Vivienne. Tenía puestas tantas esperanzas en esa niña. Nunca soñé que hubiese caído tan bajo para fugarse a Gretna Green con un policía.-Escupió la palabra como si fuese el más asqueroso de los epítetos.

– Es policía, Tíita, no el asesino del hacha. Y ellos no se hubiesen fugado si Caroline no les hubiese dado su bendición. Dijo que ya estaba cansada de ver como se miraban el uno al otro con ojos de becerro enamorado.-Portia miró hacia atrás donde Viviene y su nuevo marido se miraban el uno al otro con ojos de becerro enamorado por encima de un ramillete de flores frescas.

– Oh, mira, ¡Allí está el pobre de tu primo!-El pañuelo desapareció volviendo al escote de Tía Marieta.- ¡Oh, Cecil! ¡Cecil! -gorjeó, moviendo sus enguantados dedos ante el recién llegado antes de inclinarse y susurrar a Portia,- Me he preguntado a menudo por que alguien tan guapo nunca se casó.

Portia estiró el cuello, incapaz de morderse una traviesa respuesta.

– Quizás eso es justo lo que Lord Trevelayn está acercándose a preguntarle.

– ¡Ah, usted debe ser el primo Celil de Caroline! -exclamó Adrian, su sombra empequeñecía al hombre menudo.- Me ha hablado mucho de usted.

– ¿Lo hizo? -Dividido entre la adulación y el miedo, el Primo Cecil agachó su empolvada cabeza, sus pequeños ojos redondos se lanzaban sobre la gente como si estuviera buscando un escape.- Siempre la he tenido en una alta consideración. Mucho más alta de lo que debiera, ciertamente.-agregó nerviosamente.

Adrian le dedicó una animada sonrisa.

– Tiene mucho que decir acerca de la amabilidad y generosidad que usted les mostró a ella y a sus hermanas en los pasados años.

– ¿Así que lo tiene? -Con su confianza incrementándose, el primo Cecil hinchó el pecho como una adornada perdiz.- Sólo espero poder invitarlo alguna vez en el futuro, Milord. Se me ha ocurrido que usted probablemente estará impaciente por poner a la más joven de los Cabot en miss manos. Si la dote es lo bastante generosa, quizás esté dispuesto a ayudar. La joven Portia tiene una naturaleza algo testaruda e impertinente, pero con una mano firme, creo que yo podría sacárselo.

La sonrisa de Adrian nunca vaciló. Simplemente pasó un brazo alrededor del cuello del Primo Cecil, colocándolo en una improvisada llave.

– Esa es una idea maravillosa-dijo, conduciéndolo hacia la puerta. -¿Por qué no salimos al jardín para discutirlo?

Cuando Adrian volvió al gran salón algunos minutos después, estaba totalmente solo. Se quitó el polvo de la parte de delante de su chaqueta, tiró del chaleco para enderezarlo, después estudió perezosamente sus nudillos despellejados, esperando que su novia no se fijase en ellos.

– Seguramente no puedes estar planeando casarte con el aspecto que tiene tu corbata,-dijo Julian, apareciendo de la nada para retomar una de sus peleas, por como llevaba su hermano el pañuelo de lino a modo de corbata.

Adrian dio un salto.

– ¡Sagrado Infierno! ¡Me encantaría que dejaras de hacer eso! Vas a conseguir que me de una apoplejia.

Julian le sonrió.

– He estado practicando. Decidí que Duvalier tenía razón en una cosa. Quizás es hora de que aproveche alguno de mis dones, al menos los más útiles.

Adrian posó su mano en el hombro de su hermano, dándole un cariñoso apretón.

– Eso me satisfará mientras no te conviertas en murciélago y revolotees por los candelabros en cualquier momento.

– Caroline me dijo que te habías ido.

Los hermanos se volvieron para encontrar a Portia delante de ellos. Sus oscuros rizos se amontonaban en lo alto de su cabeza y el alto cuello de su vestido de cotonia blanca no era tan pasado de moda como para generar curiosidad o comentarios entre los invitados.

Disparando a su hermano una significativa mirada, Adrian sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y lo abrió.

– Es casi medianoche. Debo irme. No quiero hacer esperar a mi novia. -Pellizcando a Portia con cariño en la mejilla, se dirigió hacia la enorme chimenea que había sido improvisada como altar, dejando a Julian totalmente solo para enfrentarse a Portia.

Ella miró a su alrededor para asegurarse que no había nadie escuchando a escondidas antes de decir.

– Mi hermana me dijo que te ibas a Paris para buscar al vampiro que pudo haber engendrado a Duvalier.

Julian asintió.

– Con Duvalier derrotado para bien y Adrian casado, pensé que quizás era hora de que empezara a pelear mis propias batallas. Puede que no sea capaz de envejecer, pero eso no quiere decir que no pueda madurar. Ah, ahí viene el vicario, -dijo, visiblemente aliviado de haber encontrado una distracción.- Debería dirigirme a la parte de atrás del salón. Aprecio que Adrian y Caroline no llevaran a cabo su boda en una iglesia, en tierra sagrada y todas esas bobadas, pero todas esas sotanas y velas todavía me hacen querer saltar por la ventana más cercana.

Se volvió para irse, entonces juró en voz baja y se volvió. Cerrando sus manos sobre los antebrazos de Portia, Se acercó a ella y la besó suavemente en la frente, sus labios persistentes contra el satinado calor de su piel.

– No me olvides, ojos brillantes.

– ¿Cómo podría?-Cuando se alejó, Portia se llevó una mano a su cuello, sus ojos ya no chispeaban con la inocencia de una niña, sino con la sabiduría de una mujer.-Siempre tendré las cicatrices para recordarte.

– ¡Portia! -Carraspeó Tía Marietta.- ¡Tienes que sentarte!.¡Faltan tres minutos para la media noche!

– Ahora mismo estaré allí, -respondió Portia, mirándola por encima de su hombro. Cuando se volvió, Julian ya se había ido. Frunciendo el ceño, examinó a los huéspedes, pero su delgada y elegante forma no se la podía encontrar por ninguna parte.

Suspiró con nostalgia y volvió a cruzar el salón, sin ver jamás la sombra que revoloteaba alrededor del candelabro que colgaba justo sobre su cabeza.

– ¿Y cual señorita Cabbot será hoy? -Preguntó Wilbury secamente cuando Caroline caminó hacia el umbral, preparándose para unirla al novio que la esperaba en el improvisado altar donde repetirían sus votos y empezarían sus vidas como marido y mujer.

Ella golpeó el brazo del mayordomo con su ramo de rosas blancas, liberando un olorcillo de su potente fragancia

– No necesitas tomarme el pelo con eso, Wilbury. Después de esta noche, serás capaz de dirigirte a mí simplemente como Lady Trevelyan.

Dejó escapar un elaborado suspiro.

– Supongo que eso será apropiado para mi, puesto que usted será la señora de este castillo en -se aclaró la garganta- aproximadamente un minuto.

Y su miedo se desvaneció cuando miró a hurtadillas alrededor del marco de la puerta y vio a Adrian esperando por ella en el otro lado del gran salón. Su pelo destellaba a la luz de las velas mientras que sus ojos brillaban con amor y ternura, la invitación en sus luminosas profundidades azul verdosas era imposible de resistir.

Caroline arrancó una de los capullos de las rosas y se lo metió detrás de la oreja en un silencioso tributo a la mujer que los había reunido. Cuando agarró su ramo y dio un primer paso a hacia los brazos de Adrian, cada reloj en el castillo empezó a dar las campanadas, anunciando la llegada de un nuevo día.

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