Capítulo 11

Una llamada a la puerta anunció la llegada de Brian. Vestía unos vaqueros ajustados de color marrón, una camisa de cuello abierto a cuadros marrones y un chaquetón del mismo color. Theresa le echó una mirada y sintió que todo su ser se estremecía.

– ¡Guau! -exclamó en un suspiro.

Brian sonrió tímidamente y bajó la vista para mirarse.

– ¿En serio estoy bien? -dijo.

Luego cerró la puerta, se apoyó contra ella cruzado de brazos y sonrió.

– Ven aquí y repíteme eso.

Theresa sintió que se ruborizaba pero le siguió el juego.

– Yo no soy una de tus fans, pequeño.

Estaba asegurando el cierre de su pulsera de oro cuando las fuertes manos de Brian se cerraron sobre sus muñecas para colocárselas alrededor del cuello. Los ojos de Brian despedían fuego.

– Hay veces que desearía que fueras una de ellas…

La boca de Brian, húmeda y cálida, rozó la de Theresa. Su lengua se deslizó alrededor de la pintura de labios recién aplicada y luego presionó los dientes hasta que se abrieron. De repente, Brian se echó hacia atrás, no dejando lugar a dudas respecto al precio que estaba pagando para controlarse. Sus ojos apasionados buscaron los de Theresa. La tormenta pasó y Brian pareció relajarse.

– ¿Vamos a ver qué nos tiene preparado Charlot? -sugirió ella con voz ronca.

Una vez en la sala, se sintieron más relajados, dispuestos a disfrutar de la película. Durante ella, Theresa descubrió lo reconfortante que era ver reír a Brian.

La sesión fue animada por un miembro de la American Theater Organ Society, el cual acompañó las escenas de la película con un órgano inmenso y maravilloso qué surgió del suelo en un elevador neumático.

Cuando acabó la película y salieron a la calle, Brian se puso a imitar a Chaplin, andando con las piernas hacia fuera.

Qué fácil fue para Theresa olvidar sus inhibiciones y adoptar el aire de una heroína de película muda, abatida por la desgracia.

Brian llegó hasta ella, se miró tímidamente los pies, hizo una torpe reverencia y luego, con un ademán, indicó a su heroína que entrara en el coche. Ella sonrió afectadamente y se metió.

Cuando Brian se instaló a su lado y simuló que tocaba una bocina imaginaria a la vez que hacía «moc-moc», ambos estallaron en carcajadas. Era maravilloso estar juntos y compartirlo todo.

Tomaron una cena italiana en un restaurante elegido al azar y estuvieron hablando de películas antiguas, pero ninguno dejaba de pensar en el final de la noche. ¿Acabaría con las buenas noches o los buenos días?

La risa había desaparecido cuando caminaban lentamente hacia sus habitaciones. Se detuvieron en el espacio que había entre ambas puertas.

– ¿Puedo pasar? -preguntó Brian por fin.

Theresa observó sus ojos inquisitivos y le acarició el pecho suavemente.

– ¿Sabes lo difícil que es para mí tener que responder no?

Brian aspiró profundamente y dejó caer la cabeza a la vez que cerraba los ojos. Theresa se sintió infantil y despreciable; las lágrimas comenzaron a enrojecer sus ojos.

Brian lo vio y la abrazó, apoyando la barbilla en su cabello.

– Lo siento, bonita -murmuró-. Tienes razón, pero esto no hace las cosas más fáciles.

– Bésame, Brian.

Él envolvió la cara de Theresa entre ambas manos y la alzó, comenzando un beso hambriento y profundo. Pero la presión que ejercían sus manos en las mejillas de Theresa revelaba la pasión contenida. Theresa tenía las manos en sus muñecas, donde se sentía fácilmente el pulso acelerado. Por fin se separaron mirándose con expresión de inquietud.

– Buenas noches -dijo Brian con tono desolado.

– Buenas noches -fue la respuesta vacilante de ella.

Ninguno de los dos pudo dormir bien, según se confesaron mientras desayunaban. Las horas del día que les esperaba pasarían rápidamente, daba igual lo que hicieran. Aunque, si lo consideraban a la luz de lo que estaban negándose, aquellas mismas horas parecían infinitas. Por la mañana pasearon por el Centro Comercial West Acres, mirando los escaparates. Comieron una hamburguesa porque sus estómagos así lo exigían, pero a ninguno de los dos le preocupaba lo más mínimo la comida. Deambularon por las verdes colinas de Island Parle, y por la noche cenaron en el hotel. Luego se acercaron al casino, donde la nueva legislación permitía jugar con una apuesta límite de dos dólares. Pero, mientras Brian jugaba en una mesa al blackjack, un hombre de pelo negro y brillante, vestido con un traje impecable, se acercó a Theresa, deslizó las manos hasta sus caderas y le susurró al oído:

– ¿Estás sola, encanto?

Sucedió tan repentinamente que Theresa no tuvo tiempo de reaccionar hasta que el aroma empalagoso de su loción de afeitar pareció invadirla y sus manos pegajosas estuvieron sobre ella.

Brian apareció en aquel mismo instante.

– Aparta las manos de ahí -dijo con voz seca, agarrando la hombre por el brazo y separándolo bruscamente de Theresa, cuyos ojos expresaron el pánico que la invadió.

El hombre se libró de la mano de Brian, se alisó la elegante chaqueta y deslizó la mirada hacia los senos de Theresa.

– No puedo culparte por lo que has hecho, amigo. Si fueran mías esta noche, tampoco tendría demasiadas ganas de compartirlas.

Theresa vio cómo se tensaba la mandíbula de Brian. Sus puños se cerraron.

– ¡No, Brian!

Theresa se interpuso entre los dos hombres y agarró a Brian del brazo para intentar llevárselo.

– Ese hombre no vale nada -insistió, pero el brazo de Brian continuaba rígido-. ¡Por favor!

El rostro lívido de Brian apenas dio muestras de que la hubiera oído. Se movió con decisión, apartando sin mirar la mano de Theresa. Luego, lenta y amenazadoramente, asió al hombre por las solapas de la chaqueta y lo levantó hasta que sus pies apenas rozaron el suelo.

– Ahora mismo vas a disculparte ante la señorita -dijo con rabia-, o te aseguro que vas a comerte unos cuantos dientes.

– De acuerdo, de acuerdo. Lo siento, señorita, no sabía…

Brian le alzó un par de centímetros más.

– ¿Llamas a eso una disculpa, cretino? A ver si se te ocurre algo mejor.

El tipo había comenzado a sudar y miraba a Brian con ojos llenos de terror.

– Yo… yo lo siento de verdad, se… señorita. Estaría encantado de invitarles a otra copa si me lo permiten.

Brian le soltó de golpe con expresión de repugnancia y le empujó, haciendo que fuera tambaleándose hasta una de las mesas.

– Échate tus asquerosas copas en los pantalones, insecto. Quizás así te relajes. Vámonos de aquí, Theresa -dijo volviéndose hacia ella.

Sus dedos eran como garras de acero cuando la guió hacia la puerta del casino. Ella tuvo que correr para mantener su paso. Pasaron por el vestíbulo del hotel sin decir palabra, y Brian comenzó a revolver los bolsillos de sus pantalones en busca de la llave de su habitación mucho antes de que llegaran a la puerta. Cuando se inclinó para meter la llave de la 108, no cabía la menor duda respecto a dónde esperaba que fuese ella. La puerta se abrió y Brian la cogió de la mano, llevándola dentro. Se oyó un ruido sordo y luego se hizo la oscuridad absoluta. Los brazos de Brian la envolvieron apasionadamente, cobijándola, balanceándola mientras, hablaba con voz ronca contra su pelo.

– Lo siento, bonita, Dios mío, cuánto lo siento…

– Brian, no hay nada que sentir.

Pero Theresa todavía temblaba y se sentía vulnerable. Ahora que todo había acabado, tenía ganas de llorar. Pero el abrazo protector de Brian erradicó la repentina necesidad de hacerlo.

– ¡Me entraron ganas de matarle!

– Brian, no tiene importancia… por favor, estás haciéndome daño.

Brian disminuyó la presión de su abrazo, sobresaltándose como si le hubieran pegado un tiro.

– Lo siento… lo siento…

Su voz estaba embargada de dolor. Entonces comenzó a acariciarla con dulzura, buscando su rostro en la oscuridad. Las yemas de sus dedos se deslizaron por sus sienes y su pelo, a la vez que los labios de ambos se encontraban.

– Theresa… Theresa… yo nunca te haría daño, pero te deseo; lo sabes. Dios mío, no soy mejor que él -concluyó con voz desolada.

Brian tomó la boca de Theresa con un abandono que envió oleadas de fuego hasta las entrañas de ella. Apartó las manos de su espalda y las deslizó hacia arriba por los costados, apretando con fuerza, con demasiada fuerza, como si estuviera siendo arrastrado de forma inexorable. Theresa se pegó contra él, sin desear detenerle todavía, bendiciendo la oscuridad.

La caricia descendió hacia la cintura y luego hacia las caderas, donde sus manos se posaron con firmeza para apresar el cuerpo de Theresa y aplastarlo contra el suyo. Más tarde volvieron a ascender por sus costados, hasta llegar a la altura de los senos. A Theresa sólo le importaban las maravillosas sensaciones que podían producirle aquellas manos cálidas.

En la densa oscuridad, sintió que era elevada del suelo. Instintivamente rodeó el cuello de Brian con los brazos. En cuatro zancadas, él llegó hasta la cama y la dejó sobre ella, tumbándose a su lado a continuación.

– Brian, deberíamos dejarlo… -susurró contra su boca.

– Lo dejaremos en el momento que quieras -contestó él mordisqueando sus labios.

Los besos y las caricias de Brian hicieron que Theresa guardara silencio. Cubrió con ambas manos sus senos, para acariciarlos con firmeza. Luego buscó la mano de Theresa en la oscuridad se la llevó a los labios y se la besó apasionadamente.

– Siente -murmuró, llevando la mano de Theresa hacia su propio seno.

El pezón estaba turgente. Incluso a través del sujetador y el suéter Theresa podía notarlo.

– Deja que yo lo toque también. Deja que te demuestre lo maravilloso que puede ser.

Theresa no podía ver nada en la inmensa oscuridad, pero la falta de este sentido agudizaba el resto. El aroma de Brian, su sabor, el leve temblor de su voz… el atractivo de todo ello estaba puesto de relieve. Pero, sobre todo, Theresa tenía agudizado el sentido del tacto. El aliento de Brian era como la caricia de una pluma en su cara, la humedad que había dejado su beso le producía frío en los labios, los duros contornos de su virilidad casi adquirían forma visible en la imaginación de Theresa… la convicción con que sus manos se movieron hacia el cierre del sujetador fue percibida por Theresa como si proviniera de otra dimensión exclusivamente sensitiva.

Theresa gimió y levantó los hombros. El cierre se abrió y sus senos quedaron libres. Pero los codos de Brian no se apartaron de sus costados; en ellos se apoyaba Brian para mantenerse sobre ella. Rozó y mordisqueó la cara de Theresa con la nariz, la barbilla, los dientes… con todos y cada uno de sus rasgos, incluso con las cejas. Los roces se hicieron más evocadores, y aumentaron la tensión que Theresa sentía en el estómago. Brian extendió las manos sobre la piel de su espalda.

– Theresa… eres tan suave -murmuró-. Tan inocente.

Con un suave movimiento Brian le quitó el sujetador y el suéter y apoyó firmemente el vientre sobre ella. Entonces los senos de Theresa se convirtieron en el centro de su sexualidad naciente al ser cubiertos por las manos de Brian… piel con piel, un hombre sobre una mujer.

Aquello era tan maravilloso y delicioso, que hizo a Theresa anhelar lo prohibido.

Los dedos de Brian, que tan íntimamente la estaban acariciando, lo hacían también con una delicadeza maravillosa. Le acariciaba los pezones causándole tal placer, que cuando dejaba de tocarla, Theresa erguía los hombros y se acercaba hacia él, como diciendo: «por favor, no me dejes todavía.»

Brian permanecía con las caderas inmóviles sobre ella, pero estaba completamente excitado, no cabía duda. Por su parte, Theresa estaba demasiado absorta en las dulces sensaciones provocadas por las primeras caricias de Brian para pensar en otra cosa. Brian ladeó la cabeza y comenzó a rozar suavemente con el cabello los pezones de Theresa.

– Oh… -gimió ella, encantada, enredando los dedos entre el pelo que la acariciaba, guiando la cabeza, experimentando por primera vez la textura sedosa del cabello de Brian sobre su carne excitada. Luego fue la mejilla la que ocupó el lugar del pelo. Las manos de Theresa ni dirigían ni desanimaban, sino que vagaban perezosamente entre el cabello de Brian mientras esperaba… esperaba…

Y entonces sucedió; por primera vez la boca de Brian rozó uno de sus senos, fue un beso breve, suave, que le produjo una sensación inexpresable. Poco a poco Brian fue entreabriendo los labios hasta que por fin introdujo plenamente uno de los pezones en su boca, donde todo era húmedo, cálido y suavemente resbaladizo.

– Oh… Bri…

Theresa no acabó de pronunciar su nombre, perdida en aquella pasión tan intensa, que no cesaba de aumentar.

– Mmm… -murmuró Brian, con un gemido que hablaba de su satisfacción.

Acariciándole el pelo, Theresa dirigió los movimientos de su cabeza.

– Oh, Brian, es tan delicioso… -murmuró-. Todos estos años que he perdido…

Brian subió deslizando las caderas sobre los muslos de Theresa hasta que sus bocas se unieron una vez más.

– Los recobraremos -prometió-. Chss… sólo siente… siente…

Cuando Brian llevó la boca de nuevo hacia uno de sus senos, era plenamente consciente de la necesidad de Theresa. Sabía muy bien hasta dónde podía llegar para estimular sus sentidos sin herirla. Capturó otra vez el pezón entre los dientes, hasta provocar una dulce punzada que hizo gemir a Theresa. Entonces llegó un momento en el que Theresa sintió que la excitación de los senos por sí sola no le bastaba. Se alzó y se apretó contra él, que se balanceó sobre Theresa hasta que las rodillas de ella se separaron espontáneamente al ritmo del movimiento.

– Brian, por favor… no puedo hacer esto.

Theresa no había pronunciado palabras más difíciles en toda su vida.

– Lo sé… lo sé -respondió él con voz ronca.

Pero cubrió los labios de Theresa con los suyos a la vez que proseguía moviéndose sensualmente, haciendo que el deseo hiciera arder su cuerpo y su corazón.

– Brian, por favor, no… o muy pronto no seré capaz de pararte -dijo cogiéndole del pelo y haciendo que echara la cabeza hacia atrás-. Pero debo hacerlo, ¿no lo comprendes?

Brian se quedó inmóvil, rígido.

– No te muevas -dijo secamente-. Ni una pestaña.

Se quedaron tumbados en silencio. Sus alientos jadeantes se mezclaron hasta que, profiriendo una maldición, Brian saltó de la cama y se dirigió en la oscuridad hacia el cuarto de baño. La luz del baño proyectaba su sombra en una pared. Estaba inclinado sobre el lavabo mojándose la cabeza.

Theresa estaba completamente inmóvil. Tenía los ojos cerrados y el corazón palpitante con un ritmo enloquecido. Brian regresó y se hundió al pie de la cama, apoyando los codos sobre las rodillas a la vez que se pasaba ambas manos por la cabeza. Entonces, con un gruñido, se echó hacia atrás.

Theresa cogió una de sus manos y la acarició. Los dedos de Brian apretaron con fuerza su mano.

– Lo siento -dijo Brian con voz apagada.

– Y yo también lo siento si te incité a esperar más.

– Tú no me has incitado a nada. Desde el principio me advertiste que no habías venido aquí pensando en el sexo. Fui yo el que forzó las cosas después de haber prometido no hacerlo. Pensaba que tenía el suficiente dominio de mí mismo para conformarme con unos cuantos besos.

Dejó escapar una risa triste y suave y apoyó la frente sobre un brazo.

Pero Theresa sí que había entrado a la habitación de Brian pensando en el sexo, al menos hasta lo que había experimentado. Había deseado vivir esos preciosos momentos porque, si decidía hacerse la operación, podría perder la posibilidad de disfrutar de ellos otra vez. Sintió una punzada de culpabilidad, pues le daba la impresión de que había utilizado a Brian para sus propios fines. Y él estaba disculpándose por tener unos deseos tan naturales… Consideró la posibilidad de explicárselo, de contarle lo de la operación, pero ahora que había saboreado la pasión producida por sus labios se sentía doblemente insegura respecto al asunto. Y, aún más, a Theresa le costaba creer que cuando llegara junio y Brian volviera al mundo civil, no habría innumerables mujeres que encontraría más atractivas. Junio era una palabra clave mencionada en las cartas de ambos con frecuencia, pero Theresa sabía lo fácil que era para un hombre solo hacer promesas respecto al futuro. Y cuando llegase dicho futuro con toda probabilidad sus planes se transformarían en otros muy distintos… El pensamiento le hizo daño a Theresa, pero lo mejor era ser sincera consigo misma.

No se habían hecho ninguna promesa. Y, hasta que se las hicieran, debía evitar situaciones como aquella.

– Brian, es tarde. Debería volver a mi habitación.

Él se puso boca arriba sin soltar la mano de Theresa.

– Podrías quedarte si quieres… sólo dormiremos juntos.

– No, creo que no podría resistirlo…

Cuando Theresa se incorporó para alisarse la ropa, sintió que Brian estaba observándola y deseó que la luz del baño estuviese apagada. Estaba despeinada; le temblaban las manos.

– Theresa…

Brian se acercó a ella.

– Déjame marcharme sin más discusiones, por favor -le pidió Theresa-. Estoy a punto de cambiar de opinión, y si lo hiciera creo que los dos nos sentiríamos disgustados con nosotros mismos.

Brian dejó caer la mano que había alzado. Saltó de la cama, ayudó a levantarse a Theresa y luego caminaron silenciosamente hacia la puerta. Se abrió y los dos se quedaron mirando la moqueta del suelo.

Brian rodeó el cuello de Theresa con un brazo y le dio un beso en la sien.

– No me has decepcionado -dijo con voz grave.

Theresa se sintió débil y aliviada al mismo tiempo. Se apoyó contra él.

– Eres muy sincero, Brian. Eso es lo que me gusta de ti.

Brian clavó la mirada en sus ojos con expresión inquieta, todavía con un relampagueo de deseo en las verdes profundidades.

– Mañana será muy duro separarnos tal y como están las cosas. Habría sido peor todavía si nos hubiéramos rendido.

Theresa se puso de puntillas y rozó los labios de Brian con los suyos, acariciándolos luego suavemente con las yemas de los dedos.

– Había comenzado a creer que nunca te encontraría en este mundo, Brian…

Pero no continuó porque habría estallado en lágrimas, así que se adentró en la soledad de su propia habitación y cerró la puerta que los separaba.

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