Capítulo 6

El conjunto encargado de animar la fiesta tenía mucho talento. Se componía de cinco músicos y una cantante. Toda su música tenía un ritmo rotundo y certero que animaba a la gente a salir a bailar para regresar al rato a las mesas a refrescarse. Mientras la mitad del grupo había dejado la mesa en favor de la pista de baile, Theresa y Brian continuaron sentados compartiendo el silencio, observando a los bailarines.

El grupo comenzó a ritmo trepidante una canción de moda y Theresa se vio hipnotizada por la perspectiva de las caderas en movimiento de Felice Durand. Llevaba un vestido de color rojo encendido muy ajustado. Sus movimientos eran felinos y seductores; sin perder nunca el ritmo utilizaba manos, brazos, hombros y pelvis en una provocativa combinación que invitaba a la lujuria. Mirándola, Theresa sintió una punzada de celos.

De repente, Felice dio media vuelta, dando la espalda a su pareja, y dirigió una mirada provocativa, con los labios entreabiertos, a Brian. Dos balanceos más y sus ojos espiaron a Brian. La silla de éste estaba medio vuelta hacia la pista, y una breve mirada bastó a Theresa para darse cuenta de que llevaba algún tiempo observando a Felice.

Sin perder un solo compás, la mujer consiguió de algún modo centrar toda su atención en Brian. Sus caderas evocaban el giro de un sacacorchos; fruncía los labios formando un puchero y sus manos de uñas rojas y brillantes transmitían mensajes incitantes. Theresa desvió de nuevo la mirada hacia Brian y vio cómo sus ojos descendían desde el rostro de Felice hasta sus senos y de éstos a las caderas, quedándose fijos en éstas.

Un momento más tarde, Felice giró hábilmente y se puso de cara a su pareja, luego se perdió entre la multitud, como diciendo: «si quieres más, chico, ven a por ello.»

Brian se volvió hacia Theresa y la pescó mirándole. Ella desvió rápidamente la vista hacia su ropa, sintiendo que se ruborizaba y que estaba fuera de lugar. Las multitudes jóvenes y animadas no eran para ella. Jeff encajaba allí, puede que hasta Brian, pero ella no.

Justo en aquel momento cambió la música. El teclista tocó la característica introducción de The Rose… lenta, melancólica, romántica.

Por el rabillo del ojo, Theresa captó un destello rojo encendido disparado hacia Brian, pero antes de que hiciera diana, aquél se levantó de un salto, cogió a Theresa de la mano y la llevó hacia la pista de baile. Apenas habían dejado sus sillas cuando fueron interceptados por Felice y su pareja, que regresaban a la mesa.

La belleza morena tenía un aspecto atractivo, acalorada y jadeante por el esfuerzo hecho, cuando detuvo a Brian poniéndole una mano en el pecho.

– Pensaba que este baile sería mío.

– Lo siento, Felice. Es nuestra canción, ¿no es así, Theresa?

Demasiado aturdida para responder, Theresa se dejó llevar entre la multitud hacia la pista, donde se vio balanceada entre los brazos de Brian.

– ¿Lo es? -preguntó ella con sonrisa maliciosa.

– Ahora sí.

La propia sonrisa conspiradora de él alivió el desconcierto que sentía desde que le vio observando a Felice.

– Se me ocurre que en menos de dos semanas hemos reunido suficientes canciones nuestras para dar un concierto.

– Imagínate la mezcla que sería. El Nocturno de Chopin y Dulces Recuerdos de Newbury.

– Y The Rose -añadió Theresa.

– Y sin olvidar «Oh, yo tenía una gallinita que no me ponía un huevo…»

Los dos soltaron una carcajada al unísono. La de Brian era un sonido melodioso que hizo estremecerse a su pareja. Algo maravilloso había sucedido. Mientras bromeaban, sus pies habían estado deslizándose inconscientemente al ritmo de la música. La musicalidad natural de Theresa se había impuesto. Distraída por Felice y la conversación, Theresa había olvidado llevar su timidez a la pista. Seguía los expertos pasos de Brian con libertad jubilosa. Era un bailarín increíble. Moverse a su ritmo fluido no precisaba esfuerzo alguno, aunque Brian mantenía una distancia respetable entre sus cuerpos.

¿Cuándo habían muerto sus risas? Los ojos verdes de Brian no habían abandonado los de Theresa, sino que contemplaban su cara alzada mientras bailaban en silencio.

– Brian -dijo suavemente-, no me importa que bailes con Felice.

– Yo no quiero bailar con Felice.

– Vi que la mirabas.

– Eso es algo difícil de evitar.

Brian frunció el ceño por un instante, en ademán irritado.

– Mira -prosiguió-, Felice es como las innumerables chicas que hay siempre al pie del escenario para intentar ligar con los músicos, cualquiera que sea el grupo que toque esa noche. Las hay a cientos, pero eso no es lo que quiero esta noche, ¿de acuerdo? No cuando tengo algo mucho mejor.

Al pronunciar sus últimas palabras, Brian cerró su abrazo apretándola con fuerza. Ahora Theresa se hallaba en esa situación sobre la que se había preguntado a menudo con temor y fascinación a la vez. Sus senos estaban suavemente aplastados contra el pecho de Brian y sus muslos sentían los rítmicos empujones de los pasos del mismo. Sobre su cintura descansaba una mano firme y segura, mientras las suyas palpaban un hombro fuerte y musculoso y una mano extendida y fría respectivamente. Brian apoyaba la barbilla sobre su sien.

«Estoy bailando estrechada por un hombre. Y es delicioso». Theresa se sentía liberada, quizás porque, a pesar del hecho de que sus cuerpos se rozaban, la presión de Brian era sólo la necesaria para guiarla. Las caderas del joven permanecían a una distancia discreta, mientras que las otras zonas donde sus cuerpos se tocaban parecían vivas y cálidas.

Brian tarareaba la canción dulcemente, y las suaves vibraciones de su voz temblaban en su pecho y se filtraban en los senos de Theresa. Olía a limpio, a una fragancia sutil y masculina, y Theresa pensó: «miradme, todo el mundo. Estoy enamorándome de Brian Scanlon, y es absolutamente maravilloso.»

La canción terminó y Brian se apartó un poco, reteniéndola todavía suavemente. Su sonrisa era tan placentera como las sensaciones que Theresa acababa de experimentar. La de ella era asustadiza.

– Bailas muy bien, Theresa.

– Tú también.

El grupo comenzó sin pausa alguna otra canción lenta, y se hizo patente que bailarían otra vez. Brian la llevó contra su cuerpo, esta vez hundiendo la cabeza un poco más, mientras Theresa levantó la suya un poco más también. Y, de algún modo, fue portentoso que la canción comenzase con la palabra «amor».

– Theresa, esta noche estás tan bonita como te imaginé la primera vez que Jeff me habló de ti.

– Oh, Brian… -comenzó a protestar.

– Cuando te vi en la cocina, no me lo podía creer.

– Amy me ayudó. Yo… bueno, tengo poca experiencia en arreglarme para ir a fiestas.

– Mucho mejor -susurró.

Y la siguiente cosa que Theresa supo fue que su rostro estaba anidando en la curva cálida y fragante del cuello de Brian. De algún modo, de algún mágico modo, sus caderas se habían unido, y Theresa sintió por primera vez el contacto del vientre de Brian, de la cálida piel que buscaba la suya. El brazo de Brian rodeaba firmemente su cintura, apretándola y manteniéndola pegada a él.

Theresa probó a cerrar los ojos y descubrió que ya estaba mareada de las sensaciones que la proximidad de Brian agitaba en su interior, y las vueltas que daban lentamente aumentaban su vértigo. Entreabrió los ojos y vio a través de sus pestañas el pulgar de Brian acariciando su mano al ritmo de la música. Ella mantenía la palma apretada contra el duro pecho, percibiendo los latidos uniformes de su corazón. Luego notó lo encallecidos que estaban los dedos que acariciaban su mano, y recordó aquella mano izquierda de largos dedos deslizándose por el mástil de la guitarra mientras su dueño cantaba para ella. Sus ojos volvieron a cerrarse mientras se regocijaba en las maravillosas sensaciones que le producía estar donde estaba, con quien estaba. La clase de hombre que era…

En esta ocasión, cuando acabó la canción, ninguno de los dos se movió de inmediato. Brian la abrazó con más fuerza y acarició su espalda. Luego se echó hacia atrás, sin soltar nunca su mano, mientras abría el camino hacia la mesa y el grupo anunciaba un descanso.

Theresa se sentó en la silla que él le ofrecía. Sus sillas estaban juntas, ligeramente vueltas de espalda a la mesa y, cuando Brian se sentó, apoyó el tobillo sobre la rodilla de tal modo que una pierna rozaba el muslo de Theresa. Se quedó en esa posición intencionadamente, pensaba Theresa, un leve contacto que les mantenía unidos mientras renunciaban a bailar.

– Bueno, háblame un poco de lo que es enseñar música a unos críos.

Theresa le habló de su trabajo y le contó más cosas de las que nunca había compartido con ningún hombre.

Y, mientras hablaba, Brian observaba su rostro, sus expresiones cambiantes risueñas, pensativas y sanas… «Sí, sanas», pensó Brian. «Esta mujer es sana de un modo que no he visto en ninguna otra mujer. Ciertamente, en ninguna de las Felices, cuyos ofrecimientos he aceptado siempre que me ha venido en gana.»

«Las mujeres como Felice, con sus vestidos rojos y sus caderas provocativas, son para una noche. Esta mujer es para toda la vida. ¿Cómo será en la cama? Ingenua, insegura y muy parecida a una virgen. Completamente opuesta a las tigresas que saben atraer a un hombre para excitarle con habilidad de expertas». No, Theresa Brubaker sería tan fresca y pura como… como el Nocturno de Chopin.

– Bueno, y tú cuéntame lo que es estar trabajando para las Fuerzas Aéreas durante el día y tocando en el club de oficiales por las noches.

Brian se lo contó.

Y, mientras hablaba, Theresa se imaginó a las Felices que miraban al guitarrista desde el pie del escenario, pues el grupo de Jeff y Brian actuaba también en las cantinas a las que los hombres alistados podían llevar a sus novias. Theresa pensó en lo que había dicho acerca de las innumerables chicas que intentaban ligar con los músicos. Pero había añadido que eso no era lo que quería esa noche. ¿Esa noche? La insinuación era evidente. De vuelta en la base habría sin lugar a duda otras que atraerían la atención de Brian, otras con vestidos de color rojo encendido y caras y cuerpos como los de Felice Durand. Un hombre como él se cansaría enseguida de una inocentona como ella.

Se imaginó a Brian saliendo al escenario, aceptando las proposiciones de alguna admiradora, acostándose con ella.

Y, si a Brian no le faltaban oportunidades, era de suponer que a su hermano tampoco. El pensamiento le enfrió los ánimos.

Theresa regresó de su ensueño cuando Brian comenzó a hablar con voz grave.

– Theresa, en junio, cuando Jeff y yo acabemos el servicio, pienso venir a vivir por aquí para poder formar otro grupo con él.

– ¿En serio?

La agitación comenzó una vez más a hacer estragos en su interior. ¿Brian regresando para quedarse toda la vida?

– Pero… ¿y Chicago?

– No hay nada que me ate a Chicago. Nadie que me importe. La gente que conocía serán prácticamente unos extraños después de cuatro años.

– Jeff mencionó que habíais hablado de seguir juntos, pero, ¿y el resto del grupo?

– Buscaremos aquí un batería y un bajo, y puede que también una cantante. Nos gustaría introducirnos en el mundo de las fiestas privadas, pero tendremos que pasarnos un par de años tocando en bares y locales nocturnos antes de poder conseguirlo.

Brian parecía estar esperando su aprobación, pero Theresa se había quedado sin habla.

– Bueno…

Theresa gesticuló vagamente, le dirigió una sonrisa brillante, intentó razonar lo que aquello podría significar para su futura relación con él.

– Esa no es exactamente la reacción que esperaba.

Theresa bajó la vista hacia su regazo y sin necesidad se alisó el pantalón sobre su rodilla izquierda mientras Brian proseguía:

– Ya te lo he dicho en otra ocasión; lo que verdaderamente quiero ser, en el fondo, es disc-jockey. Quiero entrar en el Brown Institute, ir a clase por las mañanas y actuar por las noches. A Jeff le parece estupendo. ¿Y a ti?

– ¿A mí?

Theresa alzó sorprendida sus ojos castaños y sintió que su corazón palpitaba alegremente a la expectativa.

– ¿Y por qué necesitas mi aprobación?

Brian no movió ni una pestaña durante un largo instante. Observó detenidamente a Theresa con sus deslumbrantes ojos verdes, pero en los mismos se leían muchas cosas no dichas.

– Creo que sabes por qué -respondió por fin con voz profunda.

Un acorde resonante anunció la continuación de la actuación, y Theresa se salvó de tener que contestar gracias al estallido de sonido que llenó la sala. Estaban todavía mirándose a los ojos cuando la insistente Felice surgió de la nada y cogió a Brian por el brazo, levantándole de la silla mientras él continuaba con la mirada fija en Theresa.

– ¡Vamos, Brian, veamos de qué eres capaz, encanto!

– De acuerdo, pero sólo uno.

Desgraciadamente, Theresa se vio sometida a la prolongada tortura de observar a Felice apropiándose de su pareja durante tres largas y trepidantes canciones. En menos de un minuto de observación se le secó la boca. Y en un tiempo similar volvió a humedecérsele.

Brian movía su cuerpo con la naturalidad de un profesional del escenario, y lo hacía sin ninguna afectación. Cuando movía las caderas, el movimiento era tan sutil, tan atractivo, que Theresa se quedó boquiabierta sin darse cuenta. Su rostro adoptaba una agradable expresión de contento cuando ocasionalmente mantenía contacto visual con Felice. Ella se movía a su alrededor en un viaje provocativo que acababa cuando casi le tocaba con los senos. Felice dijo algo, y Brian se rió.

La canción terminó y Brian puso una mano en la cintura de Felice, como para sacarla de la pista, pero ella se volvió, poniendo ambas manos sobre el pecho de Brian y levantando la vista hacia su rostro. Brian echó una breve mirada hacia la mesa, y Theresa desvió rápidamente la suya. Comenzó otra canción de ritmo salvaje y, cuando Theresa volvió a mirar hacia la pista, rabiaba de celos. Observando los deslizamientos y oscilaciones del cuerpo esbelto de Brian, sintió una extraña ansiedad en el suyo, y pensó que era tan humana como los hombres que se quedaban mirándola cuando entraba en algún sitio.

Felice consiguió entrelazar su brazo con el de Brian al final de la canción y le presentó a alguien que había en la pista, incitándole luego a seguir bailando y Theresa vio que no oponía ninguna resistencia.

Cuando la pareja volvió a la mesa, Felice dijo a Theresa con voz arrulladora:

– Chica, si fuera tú, no le soltaría. Es pura dinamita.

Luego se volvió hacia Brian.

– Gracias por el baile, encanto.

Los celos eran algo nuevo para Theresa, así como el sentimiento de atracción sexual. De repente supo lo que significaba que te gustara un hombre. Tenía que ser aquella consciencia maravillosa y alocada de su virilidad y de su propia feminidad; aquella sensación de que el corazón va a estallarte en cualquier momento; aquella hipersensibilidad que permite percibir cada movimiento de los músculos, cada cambio de expresión, hasta los movimientos de la ropa sobre el cuerpo. Theresa observó con una fascinación nueva para ella cómo se sentaba. Le dio la impresión de que cada uno de sus movimientos eran algo peculiar de él, como si ningún otro hombre se hubiera sentado en la vida de modo tan atractivo y personal. ¿Esto era normal? ¿La gente que se enamoraba sentía un orgullo y una posesividad tan desproporcionados? ¿Encontrarían a su elegido impecable, único y maravilloso al ejecutar los movimientos más triviales, como por ejemplo sentarse en una silla y apoyar el tobillo sobre la rodilla?

– Lo siento -murmuró Brian, centrando toda su atención de nuevo en Theresa.

– No parecía que estuvieras muy apenado. Más bien parecía que estabas pasándolo en grande.

– Felice baila muy bien.

Theresa arrugó los labios en gesto desaprobador.

– Mira, siento haberte dejado aquí sentada durante unos cuantos bailes.

Theresa desvió la mirada, encontrando difícil asimilar los sentimientos recién descubiertos. Brian cogió un trozo de hielo y se lo metió en la boca. Cuando se volvió hacia la pista, Theresa aprovechó para observarle.

Cuando Brian se volvió para mirarla, desvió rápidamente la vista. Theresa tenía el brazo apoyado en la mesa, y de pronto, la cálida mano de Brian se posó sobre él.

Sus miradas se encontraron. Brian le dio un apretón en el brazo una vez, suavemente, y a Theresa le dio un vuelco el corazón. Aunque no habían hablado una palabra más sobre Felice, el asunto quedó zanjado.

Cuando el ritmo de la música se hizo más lento, Brian se levantó sin decir una palabra y la cogió de la mano. En la pista, envuelta entre sus brazos, percibió que el movimiento había aumentado el calor y el aroma de su piel. La palma de su mano también, estaba más caliente que antes.

Jeff y Patricia pasaron bailando a su lado, y Jeff se inclinó hacia Brian.

– Oye, tío, ¿cambiamos de pareja en el próximo baile? -preguntó.

– No te ofendas, Patricia, pero ni por casualidad.

Brian reanudó su abrazo íntimo, y Theresa se asomó por encima del hombro de su pareja para mirar a su hermano, que le dirigió una sonrisa de oreja a oreja y le hizo un guiño.

Durante el resto de la noche, Felice intentó varias veces pescar a Brian para un baile lento, pero él se negó a morder el anzuelo otra vez. Durante las canciones rápidas se sentaban, bailando sólo las lentas. Theresa era cada vez más consciente de que se aproximaba la medianoche.

Estaban en la pista cuando acabó una canción y Theresa se volvió hacia la mesa, pero fue detenida por la mano de Brian, que cayó pesadamente sobre su hombro.

– No tan deprisa, jovencita.

Cuando se volvió hacia él, estaba mirando su reloj.

– Ya sólo faltan cinco minutos, pero vamos a quedarnos aquí hasta el momento triunfal, ¿de acuerdo?

Theresa sintió que la invadía una aguda agitación sexual. Sin darse cuenta, se había quedado mirando absorta los labios de Brian. Su boca era muy hermosa, muy sensual, el labio inferior levemente más grueso que el superior, aquellos labios entreabiertos que ahora brillaban tentadoramente, como si acabase de pasar la lengua sobre ellos… Recordó las breves ocasiones que habían rozado los suyos y el torbellino de emociones que sus besos fugaces habían provocado en su corazón. En aquel instante comenzó la misma reacción, causada tan sólo por mirar sus labios.

Alzó la vista para encontrar la de Brian fija en su propia boca. La prolongada mirada contenía una promesa de sensualidad que nunca había soñado encontrar en un hombre. En su vida, había besado a muy pocos hombres, y a todos ellos en privado. La idea de hacerlo en público aumentó su timidez. Miró a su alrededor: había cierto grado de anonimato en la pista, donde la multitud estaba apretujada hombro con hombro prácticamente.

Justo en aquel momento alguien dio un empujón a Theresa. Ésta se volvió para encontrarse a una camarera que estaba abriéndose paso a codazos entre el gentío, repartiendo sombreros y matasuegras, confeti y serpentinas. A Brian le tocó un sombrero de copa de cartón verde que habría hecho las delicias de Fred Astaire. Se lo puso de lado y se dio un toque en el ala con pinta de desear tener unos guantes blancos y un bastón para completar el conjunto. Luego miró a Theresa arqueando las cejas.

– ¿Qué aspecto tengo?

– Pareces un chino disfrazado de escocés.

Él soltó una carcajada.

– ¿Un poco caballero y un poco bribón?

– Exacto.

– ¿Y tú no vas a ponerte tu diadema?

– ¡Oh!

Theresa levantó la diadema y arrugó la nariz, disgustada. Estaba cubierta de un horrible polvillo rosa y brillante que combinaría desastrosamente con su pelo. Pero levantó las manos y se la colocó con gesto juguetón sobre la cabeza. Cuando palpó la diadema con la mano para ver si estaba bien puesta, Brian la sustituyó en la tarea.

– Anda, déjame.

Apartó la mano de Theresa y luego ajustó el adorno chillón entre sus fuertes y elásticos rizos. Su toque pareció incendiar la cabellera de Theresa. La sola proximidad de aquel hombre hacía las cosas más diabólicas a sus sentidos.

– ¿Y yo, qué aspecto tengo? -preguntó Theresa procurando dominar sus sentimientos y bromear con ligereza.

– Parece que los ángeles te han rociado con polvo de estrellas.

Brian acarició suavemente su frente, y para Theresa fue como recibir una descarga eléctrica.

– Pero supongo que no hay nada de malo en un poco de polvo de estrellas -añadió-. Te lo pondré mejor.

La acarició de nuevo, en esta ocasión en la mejilla, deslizando el dedo lentamente hacia la barbilla, antes de dejar caer la mano entre los dos, atrapando las de ella sin apartar la mirada de sus ojos asombrados. Los suyos eran penetrantes, estaban llenos de admiración y parecían radiar mensajes muy similares a los que ella era incapaz de disimular.

– Será mejor que cierres los ojos, Brian, o todos estos colores te darán dolor de cabeza -le advirtió, dándose cuenta del aspecto tan chillón que debía tener con la llamativa diadema de color bermellón y el polvillo rosa brillante destacando sus mejillas cubiertas de pecas.

El batería comenzó un redoble. A Theresa y Brian les pareció que el sonido provenía del otro lado del universo, de lo ensimismados que estaban. Él apretaba sus manos con tanta fuerza, que se olvidó de todo excepto de los ojos verdes que no cesaban de mirarla. Toda su vida había anhelado ver en la mirada de un hombre, de un hombre especial, lo que ahora estaba viendo. Alrededor de ellos, la multitud comenzó a corear la cuenta atrás hacia las doce.

– ¡Cinco… cuatro… tres… dos… uno!

El grupo atacó el primer acorde de Auld Lang Syne, y ni Theresa ni Brian se movieron durante varios segundos.

Luego, dos brazos fornidos y cálidos envolvieron a Theresa y fue arrastrada contra un duro pecho y unos labios inquietos.

Una serpentina rosa surcó el aire y cayó a través del ala del sombrero verde de Brian, descendiendo sobre la oreja y el mentón, pero a él la cosa le pasó absolutamente desapercibida. Una lluvia de confeti cayó sobre el pelo y los hombros de Theresa, pero ellos sólo eran conscientes el uno del otro, de la intimidad que al fin habían conseguido. Tenían los ojos cerrados mientras se besaban y unían sus lenguas de una forma que hizo estremecerse a Theresa. Las manos de ella se deslizaban ásperamente por la espalda musculosa de Brian, que metió una de las suyas bajo la nube de cabello, para posársela con intimidad en el cuello.

La boca de Brian era cálida, húmeda y tentadora. La exploración de su lengua provocó la respuesta de la de ella, y las dos se enzarzaron en un baile lleno de sensualidad.

Brian comenzó a moverse como arrastrado por un embrujo del que no pudiera escapar, balanceando a Theresa al ritmo de la canción nostálgica. Sus cuerpos se unieron, se apretaron y oscilaron juntos, aunque sus pies apenas se movían. Brian movió la cabeza en una abierta invitación sensual a profundizar el beso, con sus labios abarcando los de Theresa más plenamente. La respuesta de ella fue tan natural como el baile evocador que estaban compartiendo: sus propios labios se abrieron completamente. Theresa sentía el erótico resbalar de los labios y la lengua de Brian, un calor húmedo que encendía todo su cuerpo.

A Theresa nunca le había sucedido algo así. A los besos del pasado les había acompañado la timidez o la morbosidad, y a veces, una rápida sucesión de ambas. Dejó que Brian frotara las caderas contra las suyas, brevemente al principio, con presión creciente después hasta que el movimiento se convirtió en una evocación de abrazos más íntimos. Finalmente, Brian la abrazó con tal fuerza posesiva que le hizo sentir un dulce dolor en las costillas. Y el beso se prolongaba…

Brian comenzó a tararear la canción en la boca de Theresa, que respondió haciendo lo mismo, y con el nuevo año algo también nuevo nació entre ellos. Antes de que Theresa pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, sintió que el cuerpo de Brian se endurecía, pero permaneció pegada contra él, maravillándose de que al fin alguien le hubiese abierto las puertas del lado hermoso del contacto físico.

Auld Lang Syne llegaba a su fin, y en algún rincón de su conciencia Theresa supo que la canción se había convertido en otra cuando Brian levantó la cabeza, pero no las manos. Brian la envolvía en un cálido abrazo mientras se balanceaban mirándose a los ojos.

– Theresa, esto comenzó antes de que te viera, ¿lo sabías? -murmuró con voz apasionada.

– ¿An… antes de que me vieras? -preguntó quedándose con los labios entreabiertos.

– Jeff solía contarme cosas de ti que me dejaban tumbado en la cama por la noche preguntándome cómo serías. Habría sido el hombre más decepcionado del mundo si no hubieras sido exactamente como eres.

Theresa bajó los ojos hacia los hombros de Brian, cubiertos de confeti.

– Pero, yo…

– Tú eres perfecta.

Sin salir de su asombro, Theresa se dejó llevar durante el resto de la canción, percibiendo inequívocamente el estado de excitación de Brian.

Cuando acabó, Brian se echó hacia atrás, pero mantuvo los brazos entrelazados alrededor de la cintura de Theresa.

– Vámonos de aquí -sugirió Brian con voz ronca y suave.

– Pe… pero si sólo son las doce -balbuceó ella, horrorizada al sentir una repentina ansiedad sexual.

Brian desvió la vista hacia su cabello, espolvoreado de confeti. La diadema se había descolocado y Brian se la quitó, sonriendo a sus labios entreabiertos.

– Vámonos a casa.

– ¿Pero, y Jeff, y…?

– ¿Tienes miedo, Theresa?

Ella desvió la mirada sintiendo unas alocadas palpitaciones en el pecho, pero Brian levantó su barbilla, forzándola a mirarle a los ojos.

– Theresa, ¿estás asustada de mí? No debes estarlo. Quiero estar a solas contigo, aunque sólo sea una vez antes de irme.

«Pero, Brian, yo no hago cosas así. No soy una de tus admiradoras.» Las palabras cruzaron por su cabeza, pero no por sus labios. Habría quedado como una boba integral si las hubiese dicho y las intenciones de Brian fuesen buenas. ¡Aunque Brian no le había dejado lugar a dudas sobre su estado de excitación! Y ella era una virgen de veinticinco años, atormentada por aquella traumática primera vez que muy bien podría repetirse si aceptaba la sugerencia de Brian.

En vez de esperar su respuesta, Brian la volvió hacia el borde de la pista dejando la mano sobre la espalda de Theresa mientras ésta abría el camino hacia la mesa. Después de coger su bolso, no se atrevió a mirar a Jeff a los ojos mientras se despedían.

Por acuerdo tácito volvió a conducir Brian. Dentro de su cálido abrigo de lana, Theresa estuvo estremeciéndose durante la mayor parte del camino, incluso a pesar de que la calefacción estaba encendida al máximo. En la calzada de la casa, Brian aparcó el coche apagó el motor y devolvió las llaves a Theresa en la oscuridad. Ella hizo ademán de salir pero Brian la detuvo cogiéndola con fuerza por la muñeca.

– Ven aquí.

La orden fue pronunciada suavemente, pero estaba empapada de ronca emoción.

– Ha pasado mucho tiempo desde que besé por última vez a una chica en un coche. Me gustaría volver a la base llevándome ese recuerdo.

Había sido más sencillo en la rebosante pista de baile, donde la proximidad era algo prácticamente inevitable. Esta vez Theresa tenía que inclinarse por propia voluntad. Vaciló, preguntándose cómo aprenderían las mujeres a cumplir su papel en aquellos ritos que a ella la inhibían a cada momento.

Brian ejerció una leve presión en la muñeca de Theresa y la atrajo lentamente hacia sí, ladeando la cabeza para recibir sus labios en una nueva clase de beso que, aunque no envolvía exigencias, no dejaba de ser sensual. Fue un beso fugaz que hizo a Theresa anhelar más.

– Tienes la nariz fría. Vamos adentro a calentarla -sugirió Brian.

Загрузка...