Capítulo 15

Los apartamentos Village Green eran edificios de estuco que formaban una especie de herradura, dentro de la cual había una piscina fabulosa. Los patios y jardines estaban arbolados con viejos olmos cuyas ramas repletas de hojas colgaban inertes en la cálida mañana de verano. Brian aparcó frente a la parte trasera del segundo edificio.

En el interior, el vestíbulo tenía suelo de moqueta y las paredes estaban cubiertas por un discreto y elegante papel pintado. Caminando junto a él, Theresa no pudo evitar observar cómo flexionaba sus pies desnudos a cada paso que daba. Estar con un hombre descalzo tenia algo innegablemente íntimo. Theresa se fijó también en sus piernas. Brian tenía unas piernas musculosas, cubiertas de vello. Él se detuvo ante el número 122, abrió la puerta y se echó hacia atrás.

– Todavía no es gran cosa, pero lo será.

Theresa entró en una sala con suelo de moqueta de color hueso. Justo enfrente de la puerta principal había otra corrediza de cristal, de unos dos metros y medio, que tenía la cortina corrida y permitía contemplar la vista de la piscina y la zona verde que la rodeaba. En el cuarto había una silla de despacho de color marrón, una lámpara de pie junto a ella, y nada más excepto aparatos musicales: guitarras, amplificadores, altavoces enormes que le llegaban a Theresa por el hombro, micrófonos, un magnetofón de varias pistas, un tocadiscos, una radio, cintas y discos.

Formando una L en yuxtaposición a la sala había una pequeña cocina con un mostrador que la separaba del resto del salón. Un corto pasillo conducía probablemente al dormitorio y al cuarto de baño.

Theresa se paró en el centro de la sala. Parecía un lugar muy solitario y vacío, y se puso triste al imaginarse allí a Brian, solo, sin ninguna de las comodidades de un hogar, sin nadie con quien hablar o compartir la música… Pero se volvió y sonrió alegremente.

– Dicen que el hogar está donde está tu corazón.

Brian también sonrió.

– Eso dicen. Aun así, podrás ver por qué te invité a nadar. Creo que es todo lo que puedo ofrecer.

«Oh, yo no diría eso», pensó Theresa impulsivamente. Pero se encogió de hombros y miró a su alrededor una vez más.

– La natación es uno de los pocos deportes que he podido practicar toda mi vida. Me encanta desde que era pequeña. ¿Son tuyos todos estos aparatos?

– Sí.

– ¡Tienes un equipo magnífico!

Brian observaba a Theresa mientras ésta iba mirando cada cosa, sin tocar nada, hasta que vio en el suelo un cuaderno de anillas junto a una vieja guitarra acústica. Se arrodilló, leyó las palabras escritas a mano y alzó la vista.

– ¿Tu cuaderno de canciones?

Brian asintió.

Theresa pasó las páginas lentamente, deteniéndose de vez en cuando para tararear unos cuantos compases.

– Debes haber tardado muchos años en recopilar todas estas canciones.

Las hojas atraían a Theresa simplemente porque contenían su escritura, la cual se había convertido en algo muy familiar para ella durante los seis meses pasados. Las canciones estaban ordenadas alfabéticamente, así que Theresa no pudo evitar la tentación de pegar un salto hasta la «D». Allí estaba: Dulces Recuerdos.

Los dulces recuerdos de Theresa se hicieron presentes. Y a Brian, que estaba cerca, observándola, le sucedió igual. Recordaron las Navidades, el baile inolvidable que compartieron, la conversación y los besos ante el fuego de la chimenea… Pero eran poco más de las diez de una mañana de junio, y Brian había invitado a Theresa a nadar, así que salió de la absorta contemplación de la mujer que estaba arrodillada ante él y preguntó:

– ¿Quieres que te enseñe dónde puedes ponerte el bañador?

– Ya lo llevo puesto. Lo único que tengo que hacer es quitarme esto.

Pellizcó con ambas manos los pantalones del chándal y le sonrió a Brian.

– Bueno, pues podemos bajar a la piscina cuando quieras.

– Sólo un momento. Creo que dejaré las sandalias aquí.

Theresa se sentó en el suelo con una rodilla levantada y comenzó a desabrochar la pequeña hebilla de una de las sandalias. Mientras lo hacía, Brian se acercó a ella. Su proximidad hizo que Theresa se inquietara; las piernas de Brian quedaban a la altura de sus ojos, y sus pies descalzos estaban pegados a su cadera.

– Yo no te habría tomado por una mujer que se pintase las uñas de los pies.

Theresa se quedó inmóvil por un momento, luego dio un tirón y salió la primera sandalia.

– Últimamente estoy probando muchas cosas que hasta ahora no me había atrevido a hacer. ¿Por qué? ¿No te gusta?

De repente, Brian se inclinó y apoyó una rodilla en el suelo, cogió el pie descalzo de Theresa y comenzó a quitarle la sandalia.

– Me encanta. Nunca había nadado con una violinista que tuviera unos pies tan bonitos.

La sandalia cayó al suelo. Asombrada, Theresa observó cómo Brian se llevaba el pie a los labios y besaba la parte inferior del pulgar y a continuación la sensitiva piel del empeine. Theresa abrió los ojos desmesuradamente y comenzó a ruborizarse. Brian sonrió y despreocupadamente retuvo el pie, acariciándolo suavemente.

– Bueno, dijiste que estabas probando muchas cosas nuevas, y pensé que podrías añadir ésta a tu lista.

Esta vez, cuando mordisqueó la sensitiva piel de su empeine, Theresa entreabrió los labios.

Observó a Brian. La garganta se le había secado y se sentía incapaz de moverse. Cuando él levantó su pie, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, apoyando ambos brazos en el suelo. De repente se dio cuenta de que estaba agarrando con mucha fuerza los hilos de la moqueta. Aunque tenía fija la mirada en el rostro de Brian, cada vez era más consciente de la postura del mismo. Estaba sentado frente a ella, con las rodillas levantadas, y Theresa se esforzaba por no mirar hacia abajo. A pesar de no haber mirado, sabía intuitivamente que la parte interior de sus muslos no estaba cubierta de vello, como las rodillas. Los músculos de sus piernas sobresalían, duros como el acero. La camisa desabrochada caía libremente a la altura de la parte superior de los muslos. El tejido elástico de su bañador blanco se moldeaba a sus muslos y delineaba su cuerpo viril.

Tragando saliva, Theresa recogió el pie.

– ¿Por qué no bajamos ya a la piscina? -sugirió con voz agitada.

– Muy bien.

Brian se incorporó y abrió la puerta de cristal. Theresa salió al sol delante de él. Sus sentidos estaban tan plenamente despiertos por su cercanía que apenas podía controlarlos. Qué extraño salir al calor de junio sintiendo escalofríos y con la carne de gallina…

Como era tan temprano, no había nadie en la piscina. Las sombrillas de rayas blancas y amarillas estaban cerradas todavía, y las sillas y hamacas plegadas esmeradamente bajo las mesas, el rectángulo de hormigón estaba rodeado por una amplia zona de hierba espesa y, cuando Theresa la cruzó, el frío césped le hizo cosquillas en los pies.

El agua estaba increíblemente clara y reflejaba los rayos del sol lanzando destellos brillantes. Brian se agachó y metió un pie en el agua.

– Está estupenda. ¿Entramos ya para eliminar las grasas del desayuno?

– Yo estaba demasiado nerviosa para desayunar.

Al darse cuenta de lo que había dicho, se mordió los labios y, cómo no, se puso roja como un tomate. Una mirada fugaz le bastó para ver que Brian estaba mirándola con expresión entre comprensiva y complacida.

– ¿De verdad? -dijo.

– Creo que nunca seré una mujer fatal. Supongo que no debería haber confesado eso.

– Una mujer fatal ocultaría sus sentimientos para mantener al hombre en vilo. Una de las primeras cosas que me gustó de ti fue que tú no lo hacías. Yo puedo leer tus sentimientos con la misma facilidad con que acabas de leer la letra de Dulces Recuerdos. Es esto lo que estabas leyendo, ¿verdad?

– Sí.

– Me pregunto cuántas veces la habré tocado durante los últimos seis meses.

Brian estaba tan cerca, que a Theresa le dio la impresión de que sólo podía sentir el vello castaño de sus brazos mezclándose con el suyo rojizo, mucho más escaso y sedoso. La expresión de los ojos de Brian era una combinación de sinceridad y deseos controlados. Sobre el frío suelo de baldosas, Brian levantó un pie unos centímetros y lo deslizó sobre uno de los de Theresa, provocando mil sensaciones en su interior. Ella se preguntó qué sentiría haciendo el amor con él si aquel ligero toque provocaba en ella una reacción tan intensa.

– Bueno, no te preocupes. Estamos empatados -observó Brian-. Sea cual sea el equivalente masculino de la mujer fatal, yo no lo soy. Yo no quiero ocultarte ninguno de mis sentimientos. Nunca quise, desde el día que te conocí.

– Brian, vamos a nadar un poco. Estoy muerta de calor… no sé por qué.

– Buena idea. Además, tenemos la piscina para nosotros solos.

Brian se dirigió a un extremo de la piscina y abrió una de las sombrillas. Theresa dejó la bolsa sobre la mesa, se quitó la chaqueta del chándal y la dejó en el respaldo de una silla. De espaldas a Brian se quitó los pantalones y los dejó junto a la chaqueta.

Oyó cómo los botones y cremalleras de la camisa de Brian caían sobre la mesa haciendo un ruido metálico, intuyó que él estaba observándola. Había soñado con aquel momento durante años. Ella, Theresa Brubaker, vestida con un bikini que dejaba a la imaginación sólo lo necesario, estaba a punto de volverse hacia el hombre que amaba. Y no tendría que cruzar los brazos sobre el pecho, ni ocultarse con una toalla…

Se volvió y Brian estaba mirándola, como se había imaginado. Ninguno de los dos se movió durante un buen rato. Brian lucía su ancho y musculoso pecho. Tenía los labios entreabiertos. La mirada de arriba abajo, de abajo arriba, como si estuviera analizando cada detalle de su cuerpo.

– ¡Guau! -exclamó en un suspiro.

Y por increíble que pudiera parecer, incluso ella misma, le creyó. La exclamación de admiración era lo único que precisaba para confirmar que era deseable. Pero también podía imaginarse las condenadas pecas resaltando en sus mejillas acaloradas, así que se volvió para sacar del bolso la crema bronceadura.

– Probablemente cambiarás de opinión en menos de una hora, cuando veas lo que sucede cuando el sol y mi piel se encuentran.

Abrió el bote de crema y se echó una buena cantidad en la palma de la mano.

– ¿Quieres un poco?

– Gracias.

Brian cogió el bote, y los dos se dedicaron a esparcir la crema de dulce aroma por los brazos, las piernas y la cara. Cuando Theresa estaba extendiendo la crema en el escote formado por el bikini, sintió que la mirada de Brian seguía los movimientos de su mano. Levantó la vista. Él también estaba poniéndose crema en el pecho. Bajó la mirada hacia los largos dedos que se deslizaban sobre la firme musculatura, dejando el vello resbaladizo y brillante. Brian cogió otro poco de crema y pasó el bote a Theresa. Los dos se quedaron mirando las manos del otro. Las de Brian recorrieron su duro vientre, deslizándose a lo largo de la banda elástica del bañador; las de ella pasaron sobre delicadas costillas antes de descender hacia sus firmes caderas.

Observando las manos de Brian brillando sobre su piel, Theresa se imaginó lo que sería tenerlas sobre la suya. Se dejó caer en una silla y comenzó a darse crema en las piernas, sintiendo que la mirada de Brian seguía todos sus movimientos al extender la crema en la zona interior de los muslos. Mantenía apartada la mirada, pero por el rabillo del ojo vio cómo se sentaba apoyando un pie en el borde de una hamaca y comenzaba a ponerse crema en la pierna. Se había puesto de lado, así que Theresa disfrutó de una ocasión de observarle sin ser vista.

Su mirada recorrió su espalda musculosa, descendiendo hasta el muslo que tenía levantado y la unión de las piernas, donde aguardaban los secretos. De repente, Theresa pensó que en tiempos victorianos se prohibía a los hombres y a las mujeres estar juntos en las playas. Era algo decididamente sensual observar a un hombre en bañador.

Apartó la vista, preguntándose si debía sentirse culpable por la nueva e inesperada curiosidad que albergaba. Pero no se sentía culpable en absoluto. Tenía veintiséis años… ya era hora de que saciara su curiosidad.

– ¿Me echas crema en la espalda? -preguntó Brian.

– Claro, date la vuelta -contestó alegremente.

Pero cuando estaba sujetando el bote, le temblaba la mano extendida. Brian tenía la espalda suave, y varios lunares. Los hombros anchos y la cintura estrecha. La piel, tersa y saludable. Cuando Theresa curvó los dedos sobre ambos costados, él se estremeció, levantando levemente los brazos para darle acceso. Por un momento, Teresa tuvo la tentación de deslizar las manos alrededor del bañador y apretar la cara contra su pecho, pero se dominó y le echó crema en los duros hombros, en el cuello, y hasta un poco en el pelo. Ya tenía el pelo más largo, lo cual agradó a Theresa. Nunca había sentido demasiada simpatía por los «pelados» militares, pues se imaginaba que si llevara el pelo más largo, se curvaría en mechones rizados. Cuando le acarició el cuello, Brian echó la cabeza hacia atrás y profirió un sonido ronco y gutural. Theresa sintió como si se hubiera encendido un fuego en sus entrañas.

Fue peor, o mejor, cuando Brian se volvió y cogió el bote de sus dedos resbaladizos.

– Ahora es mi turno; date la vuelta -dijo con voz sosegada.

Theresa así lo hizo, apartándose de la ardiente mirada de Brian. Entonces sintió las grandes manos extendiendo la fría loción sobre su piel desnuda. Luego, con la fricción y el contacto, su piel comenzó a calentarse. Las caricias le hacían respirar con dificultad, y le hacían imposible controlar el alocado ritmo de su corazón. Curvó los dedos sobre sus hombros, ascendiendo bajo su cabello, forzándola a echar la cabeza hacia adelante. Luego descendieron lentamente para deslizarse por el borde del bikini, entreteniéndose sobre las caderas. Las manos resbalaban sensualmente sobre su piel, y le provocaban estremecimientos.

Entonces, se acabó el masaje. Theresa oyó cómo cerraba el bote y lo dejaba sobre la mesa de aluminio. Pero no se movió. No podía. Sentía que no iba a volver a moverse en toda su vida, a menos que se apagara el fuego que ardía en sus mejillas. Si esto no sucedía, se quedaría allí y se quemaría hasta convertirse en cenizas.

– El último que entre es un gusano -gritó Brian.

Entonces Theresa se lanzó hacia la piscina corriendo y se tiró al agua al mismo tiempo que él. La impresión fue fortísima. A Theresa le dio la sensación de que la temperatura de su cuerpo había descendido cincuenta grados de repente. Nadó sin parar hasta el otro extremo de la piscina con fuerza y estilo. Cuando llegó a su meta, la temperatura de su cuerpo ya se había estabilizado.

Hicieron juntos ocho largos y, a mitad del noveno, Theresa comenzó a dar palmadas en el agua y declaró:

– Adiós, creo que me voy a ahogar.

Entonces de hundió en el agua y, cuando volvió a sacar la cabeza, Brian estaba allí parado, esperando.

– Mujer, no he acabado contigo todavía. Lo siento, nada de ahogos hasta entonces.

Y sin más ceremonias desapareció, surgiendo en la posición perfecta para coger a Theresa en un simulacro de salvamento, con el brazo izquierdo rodeando el pecho de Theresa y colocado detrás de ella. A continuación la remolcó hasta el borde de la piscina.

Theresa se dejó llevar gustosamente, sintiendo una gran sensualidad, y abandono. El brazo de Brian apretaba uno de sus senos y le producía una sensación maravillosa.

Al llegar al borde, ambos se agarraron con los dos brazos a él y apoyaron las mejillas sobre las muñecas, el uno frente al otro, moviendo los pies perezosamente en la superficie del agua azul.

– Estás derritiéndote -observó Brian sonriendo, y deslizó un dedo bajo el ojo derecho de Theresa.

– ¡Oh, el maquillaje!

Volvió a hundirse y se frotó los ojos antes de volver a salir. Entonces le preguntó a Brian si seguía manchada.

– Sí, pero déjalo. Te pareces a Greta Garbo.

– Eres un nadador estupendo.

– Tú también.

– Como ya te he dicho, es prácticamente el único deporte que me resultaba agradable cuando estaba creciendo. Pero a la larga también lo dejé, cuando iba camino de los veinte, porque tenía miedo de que… bueno, de que desarrollara desproporcionadamente mi musculatura.

Brian estaba observando detenidamente su cara mojada.

– Parece que hay muchas cosas a las que tuviste que renunciar que yo no hubiera sospechado nunca.

– Sí, pero eso ya se acabó. Ahora soy una persona nueva.

– Theresa, no… bueno, ¿estás segura de que puedes hacer ya tanto ejercicio? Has nadado mucho, y me preocupa aunque hayas dicho que ya estás completamente recuperada.

Como para demostrárselo, Theresa se agarró al borde de la piscina y salió de un salto, girando para sentarse frente a él.

– Completamente recuperada, Brian.

Él se sentó a su lado. Theresa se echó hacia atrás el cabello con un movimiento de la cabeza, sintiendo que la mirada de Brian no perdía detalle.

Brian se pasó las manos por el rostro para secarlo un poco, y luego a través de cabello, echándolo hacia atrás. Se quedó mirando el agua con expresión pensativa.

– Theresa, ¿te daría reparo contestarme algunas preguntas sobre la operación?

– Quizás. Pero pregunta de todos modos. Estoy intentando con todas mis fuerzas superar la timidez… Pero, si no te importa, voy a echarme un poco de crema primero. El agua se ha llevado casi toda.

Se levantaron, dejando huellas húmedas sobre el hormigón al dirigirse hacia el extremo opuesto de la piscina. Theresa se secó la cabeza y luego extendió su toalla sobre la hierba, sentándose para echarse crema en la cara una vez más. Cuando acabó, se tumbó boca abajo, pensando que sería mucho más fácil responder a las preguntas de Brian si no le miraba.

Las manos de Brian recorrieron su espalda, extendiendo crema de nuevo mientras preguntaba.

– ¿Cuándo decidiste operarte?

– ¿Te acuerdas cuando te escribí diciéndote que me había caído en el aparcamiento del colegio?

– Sí.

– Pues justo después de eso. Cuando el doctor examinó mi espalda, me dijo que debería preocuparme de resolver mi problema para siempre.

– ¿El de la espalda?

– Los pechos muy grandes producen muchas molestias en la espalda y los hombros que la gente desconoce. Los hombros son especialmente delicados. Pensé que probablemente te habrías fijado en las marcas… todavía se notan un poco.

– ¿Éstas?

Brian acarició uno de sus hombros, y Theresa sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo de punta a punta.

– Antes no estaba mirando tus hombros precisamente -prosiguió Brian-, pero ahora veo las marcas. ¿Qué más? Quiero saberlo todo. ¿Fue muy duro para ti? Psicológicamente, quiero decir.

Boca abajo sobre la toalla, con la cara apoyada en el envés de una mano y los ojos cerrados, Theresa le contó todo. Le habló de las discusiones que tuvo con sus padres, de sus miedos e incertidumbres, omitiendo el hecho de que los pezones no habían recuperado aún la sensibilidad. Todavía no se atrevía a compartir dicha intimidad con Brian. Si llegaba un momento en que fuera necesario, se lo contaría, pero entonces no dijo una palabra del tema, al igual que tampoco le mencionó que tal vez no podría amamantar a sus hijos.

Cuando concluyó su relato, Brian seguía sentado a su lado con un brazo apoyado sobre la rodilla alzada.

– Theresa, siento haberme enfadado contigo la noche que llegué -dijo con voz suave y encantadora-. Había muchas cosas que no comprendía entonces…

– Lo sé. Y yo siento no haber escrito por lo menos a Jeff para que pudiera decirte cuáles eran mis planes.

– No, hiciste bien. No tenías ninguna obligación conmigo. Aquella primera noche, cuando salimos a dar un paseo, reconozco que parte de mi problema era que tenía miedo. Pensé que tal vez, ahora que habías dado el gran salto, desearías algo mejor que un pobre músico jovenzuelo, cuyo pasado no es tan puro como tú te mereces.

Theresa levantó la cabeza al oír sus palabras. Apoyándose sobre un brazo, se volvió para mirarle.

– Hace bastante tiempo que dejé de dar importancia a la diferencia de nuestras edades. Tú eres más maduro que la mayoría de los hombres de treinta años que trabajan en el colegio. Quizás por eso fuiste tan… no sé. Comprensivo, supongo. Desde el primer instante, noté que eras diferente a todos los hombres que había conocido, que me veías como una persona y me juzgabas por mis cualidades y defectos interiores.

– ¿Defectos?

Brian se tumbó boca arriba, poniéndose prácticamente debajo del pecho levantado parcialmente de Theresa, y acarició los mechones rizados que cubrían uno de sus oídos.

– Tú no tienes ningún defecto, bonita.

– Oh, claro que los tengo, como todo el mundo.

– ¿Dónde los escondes?

Theresa sonrió, se miró un brazo y contestó.

– Varios miles de ellos estaban ocultos justo debajo de mi piel y están saliendo ahora mismo.

Y en realidad no mentía. Con el sol, sus pecas estaban creciendo tanto que se unían unas con otras.

Brian apoyó la cara sobre la toalla y se llevó un brazo de Theresa a los labios, besando la delicada piel de la parte interior.

– Besos de ángel son tus pecas -dijo, volviendo a besarla-. ¿Has sido besada por ángeles últimamente?

– No todo lo que habría deseado -contestó impulsivamente.

– Entonces, ¿qué te parece si lo remediamos?

Brian se levantó ágilmente, extendiendo la mano para ayudar a Theresa a hacer lo mismo. Recogió la ropa y las toallas y le dio la bolsa a Theresa, la cual le siguió de buena gana sobre la hierba mullida. Brian abrió la puerta de cristal y dejó que ella pasara primero. El interior estaba fresco y sombrío. Theresa oyó a Brian cerrando la puerta y corriendo la cortina. La sala quedó semioscura. Ella pensó de repente que su pelo tendría un aspecto horrible y el maquillaje estaría todo corrido. Oyó a sus espaldas un «click» metálico y luego el zumbido inequívoco de la aguja del tocadiscos deslizándose sobre un disco. Ella estaba revolviendo frenéticamente en el interior de la bolsa buscando el peine, cuando una suave introducción de guitarra llenó lentamente la habitación. Una mano insistente tiró del bolso, apartándolo de los nerviosos dedos de Theresa. Parecía que Brian no aceptaría ninguna demora, ningún reparo, ninguna excusa…

Mi vida es un río,

oscuro y profundo…

A la vez que las emotivas palabras se filtraban en sus oídos, Theresa se vio atrapada por unos dedos fuertes y duros que se cerraron sobre sus hombros. Brian buscó las manos de Theresa, mirándola con ojos penetrantes, y las llevó alrededor de su propio cuello. Movía el cuerpo al ritmo de la música tan levemente, que Theresa apenas percibía el balanceo. Pero una fuerza mágica hizo que su cuerpo respondiera al movimiento casi imperceptible de Brian. Lenta, muy lentamente, la piel de sus cuerpos se fundió. El tejido del bikini rozó el vello del pecho de Brian. Brian deslizó las manos sobre su espalda desnuda, y la apretó suavemente. Haciendo la más leve de las fuerzas, atrajo las caderas de Theresa más cerca, y más cerca, hasta que sus vientres desnudos se tocaron. Luego comenzó a balancearse lentamente, como invitándola a unirse a él.

Theresa al principio respondió con un movimiento vacilante, hasta que sintió el cuerpo de Brian completamente aplastado contra el suyo. El aliento que llegaba a los labios de Theresa era cálido. Primero la besó en la punta de la lengua, luego con los labios. Entonces comenzó a tararear la canción y Theresa sintió la dulce melodía cosquilleando en su boca. Brian levantó la cabeza y ella se sintió abandonada, pero se alegró enseguida cuando comenzó a cantar la frase que llevaba en su corazón desde el día que le había oído cantar la canción con la vieja guitarra de Jeff.

Dulces recuerdos…

Dulces recuerdos…

Cuando acabó la canción, Theresa estaba completamente pegada al cuerpo de Brian, sintiendo cada milímetro de su piel.

En el leve silencio que reinó hasta el comienzo de la siguiente canción, el duro cuerpo de Brian y su dulce voz se combinaron en un mensaje de latente pasión.

– Theresa, te amo tanto… tanto.

Era difícil de asimilar para ella… Sus cuerpos dejaron de moverse, pero parecían fundidos. El aroma a coco de la crema bronceadora evocaba islas tropicales, playas exóticas… los sentidos de Theresa sólo sabían de Brian, de su olor, de su calor y firmeza, pero sobre todo de su tersa piel.

– Brian… mi amor, creo que comencé a enamorarme de ti cuando bajaste de aquel avión y me miraste a los ojos.

Había comenzado otra canción, pero ellos no se enteraron. Sólo oían los latidos de sus corazones, separados tan sólo por dos diminutos triángulos verdes de tejido. El beso se hizo más ardiente, convirtiéndose en un intercambio de susurros y quejidos, en un baile sensual de dos lenguas ansiosas de placer. Las inhibiciones de Theresa se disolvieron, y se puso de puntillas para moldearse mejor al cuerpo de él.

Brian echó la cabeza hacia atrás, sus ojos ardían con el fuego de una pasión contenida demasiado tiempo.

– Bonita, te prometí que cuando volviera no te forzaría a nada. Dije que me lo tomaría con calma y te daría tiempo para…

– Tengo veintiséis años, Brian. Tiempo más que suficiente.

– ¿Hablas en serio? ¿Estás segura?

– Absolutamente segura. Oh, Brian, creía que iba a asustarme y a sentirme insegura cuando llegara este momento, pero no es así. En absoluto. No sé, cuando se ama, se sabe.

Theresa le miró con expresión maravillada, acariciándole los labios con las yemas de los dedos.

– Simplemente se sabe… -concluyó en un suspiro.

– Sí, mi vida, se sabe…

Brian obligó a Theresa a echarse hacia atrás, y prosiguió mirándola apasionadamente.

– Quiero que mires a tu alrededor -dijo, y Theresa se vio girada por unas manos resueltas hasta que su espalda desnuda quedó pegada al musculoso cuerpo de Brian.

Él cruzó los brazos sobre el vientre de Theresa.

– En esta habitación no hay muebles porque quiero que los compremos juntos. Pensaba decírtelo más tarde, pero de repente he cambiado de opinión. Quiero saber algo primero… ¿Te casarás conmigo, Theresa? ¿En cuanto podamos? Y luego podremos llenar este lugar de muebles, música y quizás una pareja de críos… y procurarnos dulces recuerdos durante el resto de…

– ¡Sí!

Theresa se dio la vuelta y lanzó los brazos alrededor del cuello de Brian, interrumpiendo sus palabras con aquella exclamación y un beso.

– ¡Sí, sí, sí! No sé si quería que me lo preguntaras antes o después, pero probablemente es mejor antes, porque seguro que no lo haré muy bien… no tengo experiencia en estas cosas -concluyó con voz insegura.

Brian, después de mirarla con el ceño fruncido, la cogió en brazos y se dirigió hacia el dormitorio.

– Confía en mí. Confía en tu instinto…

Desde la puerta del dormitorio, donde Brian se detuvo, Theresa vio por primera vez su cama de matrimonio. Parecía una cama normal. La colcha tenía un estampado geométrico azul y marrón, y las sábanas eran blancas, de seda.

– No quería preguntártelo hasta que tuviéramos una cama de agua, tanto si te gusta como si no.

– ¿Puedes marearte en ella?

– Espero que no.

– Bueno, de todas formas he traído un bote de biodramina por si acaso…

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