Capítulo 13

Era un día de junio sorprendente. El cielo sin nubes de Minnesota era de un azul limpio y brillante como los colores de las flores que llenaban la calle de los Brubaker. Ruth Reed, la vecina de la casa de al lado, estaba en su jardín comprobando si habían brotado ya las judías verdes que había plantado. En la calle había niños pequeños pedaleando en sus triciclos, haciendo con la boca ruidos de motores. Los aromas que salían de las cocinas se mezclaban con el de la hierba fresca. Los hombres regresaban de trabajar, y algunos se ponían a cortar la hierba antes de comer, quizás por abrir el apetito. En el jardín de los Brubaker, un aspersor giraba regando la hierba.

Era una escena cotidiana, en una calle corriente, al final de un día de trabajo ordinario.

Pero en el hogar de los Brubaker reinaba la excitación. Los rollos de col rellenos de arroz y carne picada estaban poniéndose a punto en el horno. Los muebles del baño estaban relucientes y en los toalleros colgaban toallas recién puestas. En la sala había un ramo de flores sobre el piano. En la mesa de la cocina había platos y cubiertos para seis, además de una tarta de dos pisos ligeramente ladeada, en la que habían escrito con crema: «Bienvenidos a casa». Amy ajusto el plato de la tarta una vez más en un esfuerzo por hacerla parecer menos torcida de lo que estaba. Luego se echó hacia atrás y se encogió de hombros.

– Oh, maldita sea. Bueno, no queda mal del todo.

– Amy, cuidado con lo que dices -le advirtió su madre, añadiendo a continuación-: La tarta está perfecta, así que quiero que te olvides de ella.

Afuera, Willard estaba arreglando el seto con una tijera de podar. Daba un corte aquí y otro allá, aunque realmente no había una sola hoja fuera de lugar. De vez en cuando se llevaba una mano a la frente y oteaba la calle. Las ventanas de la cocina estaban abiertas de par en par sobre su cabeza. Miró su reloj y luego gritó:

– ¿Qué hora es, Margaret? Creo que se me ha parado el reloj.

– Son las seis menos cuarto, y a tu reloj no le pasa nada, Willard. Funcionaba hace siete minutos, cuando preguntaste la hora otra vez.

En su cuarto, Theresa se dio los últimos retoques de maquillaje. Se puso un par de sandalias blancas de finas tiras, sin tacón, y observó con ojo crítico la pintura que se había puesto en las uñas de los pies… era la primera vez que se las pintaba. Se pasó una mano por el muslo, sobre los ajustados vaqueros blancos que estrenaba, y se observó en el espejo mientras se alisaba su blusa verde favorita. Sonrió satisfecha y se puso la cadena de oro con el corazón. Se adornó la muñeca con una sencilla pulsera y por último se puso unos pendientes pequeños, también de oro. Estaba cogiendo el perfume cuando oyó gritar a su padre desde la otra puerta de la casa.

– Creo que son ellos. Es una furgoneta, pero no puedo distinguir de qué color es.

Theresa se llevó una mano al corazón. Todavía no se había acostumbrado a la nueva proporción de sus senos. Volvió a mirarse en el espejo con ojos inquietos. «¿Qué pasará cuando me vea?», se dijo.

– ¡Sí, son ellos! -exclamó su padre.

– ¡Theresa, corre, están aquí! -gritó Amy.

Theresa sintió una punzada de nervios en el estómago y debilidad en las rodillas. Salió corriendo a través de la casa y cerró de un portazo la puerta trasera del jardín. Luego esperó detrás de los demás, observando cómo aparcaba la furgoneta de color canela. Jeff tenía la cabeza asomada por la ventanilla y les saludaba alegremente. Theresa tenía los ojos clavados en el otro lado de la Chevrolet, esforzándose en vislumbrar el rostro del conductor. Pero el cristal de la ventanilla sólo reflejaba el cielo azul y las ramas verdes de los olmos.

La furgoneta paró y Jeff abrió la puerta de golpe. Abrazó a la primera persona que encontró en su camino, Amy, alzándola por los aires alegremente antes de hacer otro tanto con Margaret, la cual vociferó exigiendo ser dejada en el suelo, aunque no pensaba ni una sola de las palabras que dijo. Con su padre intercambió un fuerte abrazo, y Theresa fue la siguiente. Se vio elevada por los aires antes de que tuviera tiempo de decir a su hermano que no lo hiciera. Pero la leve punzada de dolor que sintió valió la pena.

Mientras ocurría todo esto, Theresa era consciente de que Brian había bajado de la furgoneta, se había quitado unas gafas de sol y estaba estirando los músculos. Había dado la vuelta al vehículo para observar los saludos, y tomar parte en los mismos a continuación. Theresa observó los vaqueros desteñidos que llevaba, la camisa medio desabrochada que dejaba al descubierto su pecho, el pelo oscuro, corto como de costumbre, los ojos verdes, que sonrieron cuando Amy le dio un sonoro beso en la mejilla, Margaret un abrazo maternal, y Willard un apretón de manos y una cariñosa palmada en el hombro.

Ya sólo faltaba Theresa, cuyo corazón palpitaba alocadamente. Él estaba allí, tan atractivo como siempre; y su presencia la hacía sentir impaciencia, nervios, optimismo…

Sólo los separaba dos metros escasos y se quedaron parados, mirándose fijamente.

– Hola -dijo Brian.

– Hola -contestó ella con voz insegura y temblorosa.

Eran los dos únicos que no se habían abrazado. Los labios temblorosos de Theresa estaban ligeramente entreabiertos; los de Brian esbozaron una lenta sonrisa. Él extendió las manos hacia ella, que apoyó a su vez las suyas sobre las mismas, observando aquellos ojos verdes que en las últimas Navidades tan cuidadosamente evitaron descender hacia sus senos. En esta ocasión, cuando miraron hacia abajo, se abrieron de sorpresa.

Su mirada perpleja regresó rápidamente a sus ojos, y Theresa, como de costumbre, comenzó a ruborizarse.

– ¿Cómo estás? -dijo Theresa, y la pregunta sonó trivial hasta a sus propios oídos.

– Bien.

Brian soltó las manos de Theresa y se echó hacia atrás, poniéndose de nuevo las gafas de sol. Theresa se sintió observada por sus ojos, ocultos tras los cristales oscuros.

– ¿Y tú? -añadió Brian.

Estaban hablando maquinalmente, comportándose con mucha timidez de repente. Ambos intentaban en vano recobrar la calma.

– Como siempre.

Nada más pronunciar las palabras, Theresa se arrepintió de haberlas elegido. No era en absoluto la misma.

– ¿Qué tal el viaje?

– Bien, pero cansado. Lo hemos hecho de un tirón.

Los demás se habían adelantado, así que iban andando solos. Aunque Brian iba ligeramente detrás de Theresa, ésta podía sentir su mirada ardiente abrazándola. Pero seguía sin saber el efecto que le había producido. ¿Le habría gustado el cambio? Indudablemente le había dejado perplejo, pero aparte de esto sólo podía hacer suposiciones.

Adentro, la casa seguía tan ruidosa como siempre. Jeff estaba en el centro de la cocina con los brazos extendidos imitando el grito de Tarzán; mientras, en algún lugar del otro extremo de la casa sonaba un rock de los Stray Cats y en el salón los coros armoniosos de los Gatline. Margaret estaba metiendo algo en el horno cuando Jeff la rodeó con sus brazos por detrás, haciéndole cosquillas con la barbilla en el hombro. Margaret comenzó a soltar chillidos y a reírse alegremente.

– Demonios, mamá, eso huele a podrido. Deben ser mis cerdos-entre-sábanas.

– ¡Mira el niñito; decir que mis rollos de col huelen a podrido!

Levantó la tapa de una cazuela humeante y Jeff aprovechó para probar el contenido.

– ¿No te han enseñado modales en las Fuerzas Aéreas? ¡Lávate las manos antes de venir a picar!

Jeff ladeó la cabeza para guiñar el ojo a Brian.

– Creía que al recoger la cartilla de licenciados se acabarían las órdenes de los mandos para nosotros, pero según parece estaba equivocado.

Dio a su madre una palmadita en el trasero.

– Pero me da la sensación de que este mando es todo boquilla.

Margaret se volvió para intentar asestar un cucharazo en la mano a su hijo, pero falló el golpe.

– ¡Pesado, déjame tranquila de una vez! No creas que porque seas un grandullón no voy a atreverme a coger la vara si es preciso.

Pero Jeff ya se había puesto fuera de su alcance. Miraba con ojos traviesos el pastel, y dio un silbido de admiración parecido al que se daría al ver pasar una mujer atractiva.

– Fíjate, Brian. Parece que alguien ha estado ocupado.

– Amy -dijo Willard orgullosamente.

Amy sonrió de oreja a oreja, sin importarle enseñar su aparato dental.

– Lo malo es la inclinación a estribor -se lamentó, y Jeff le dio un cariñoso apretón en el hombro.

– No te preocupes, no estará inclinado por mucho tiempo. Yo diría que veinte minutos como mucho.

Entonces pareció ocurrírsele una idea.

– ¿Es de chocolate?

– Sí.

– Entonces menos de veinte minutos. ¡Chsss! No se lo digas a mamá.

Cogió un cuchillo y cortó un trocito del piso alto de la tarta, comiéndoselo antes de que nadie pudiera detenerlo.

Todo el mundo estaba riéndose cuando Margaret se dirigió hacia la mesa llevando con dos bayetas una fuente de barro humeante.

– Jeffrey Brubaker -le regañó-, ¡deja esta tarta ahora mismo o perderás el apetito! Y, ¡por todos los santos, que todo el mundo se siente antes de que este niño me obligue a sacar la vara al final!

Brian casi se sentía parte de la familia Brubaker. Era fácil ver que Jeff era el detonante del buen humor, el que los estimulaba y generaba bromas y alegría. Era fácil sentirse a gusto allí; Brian se sentía como un pez en el agua… hasta que se sentó frente a Theresa y se vio obligado a considerar su transformación.

– Siéntate donde siempre -invitó Willard a Brian, sacando una silla mientras todos se instalaban para la cena.

Durante la media hora siguiente, mientras comían los rollitos de col con puré de patata y perejil, Brian observó disimuladamente los senos de Theresa con toda la frecuencia que le fue posible. Y lo mismo hizo durante la siguiente hora, mientras comían tarta y bebían té con hielo, intercambiando información sobre los acontecimientos más sobresalientes que les habían sucedido. En una ocasión, Theresa levantó la vista de forma inesperada y le cogió mirando su pecho. Sus miradas se encontraron y se desviaron rápidamente.

«¿Cómo?», se preguntaba Brian. «¿Y cuándo? ¿Y por qué no me lo dijo? ¿Lo sabría Jeff? Y, de ser así, ¿por qué no me lo advirtió?»

Hacía mucho calor en la cocina y Margaret sugirió que salieran al pequeño patio que estaba situado entre la casa y el garaje. Al momento todos se pusieron de pie y salieron al patio, donde estaban las hamacas.

Mientras conversaban, Theresa no dejaba de percibir la mirada de Brian. Había vuelto a ponerse las gafas, incluso a pesar de que el sol ya se había ocultado detrás del tejado. Y cuando le miraba sonriendo, aunque los labios de Brian le devolvían la sonrisa, le daba la sensación de que la misma no inundaba de alegría sus ojos, ocultos tras los cristales.

– ¡Ah! -exclamó Amy de repente-. Ha llamado «Ojos de Goma» y dijo que la llamaras en cuanto llegases.

Jeff apuntó con un dedo acusador a su hermana.

– Mira, mocosa, si no das por concluido el asunto de «Ojos de Goma», le diré a mamá que saque la vara, pero para usarla contigo.

– Oh, Jeff, ha sido sin querer. De verdad. Ella no me disgusta. Las pasadas Navidades llegó a caerme bien. Pero la he llamado así desde que tengo memoria, ¿lo comprendes?

– Bueno, algún día se te escapará cuando esté a tu lado, ¿y entonces qué harás?

– Disculparme y explicarle que cuando estaba aprendiendo a pintarme procuraba hacerlo exactamente igual que ella.

Jeff simuló lanzarle un puñetazo a la barbilla, y luego se apresuró a entrar a la casa para hacer la llamada. Regresó a los pocos minutos.

– Voy a acercarme a traer a Patricia -anunció-. ¿Se viene alguien conmigo?

Theresa guardó silencio, recordando el encuentro apasionado al que habían asistido Brian y ella la última vez. Por otro lado, no quería quedarse si Brian decidía ir. Él parecía estar esperando su respuesta, así que tuvo que elegir.

– Yo me quedo con mamá y con Amy a recoger la cena.

– Yo te llevaré, Jeff -ofreció Brian, levantándose y siguiendo los pasos de Jeff hacia la furgoneta.

Theresa le observó alejarse. Por detrás llevaba el pelo demasiado corto. La visión de su cuerpo esbelto y musculoso y la cadencia que tenía al andar le produjo a Theresa una sensación de ansiedad en el estómago.

«Está enfadado. Debería habérselo dicho» pensó pero luego rectificó:

«No, no tenías ninguna obligación de confiárselo. Era tu propia decisión».

En la furgoneta, los dos hombres recorrieron la calle, en la que las sombras del crepúsculo se alargaban sobre el verde césped. Brian conducía sin prisa, deliberadamente, preguntándose cómo sacar el tema decidiendo al final no andarse con rodeos.

– Jeff, ¿por qué no me lo dijiste?

Jeff esbozó una sonrisa.

– Tiene un aspecto magnífico, ¿eh?

– ¡Demonios, claro que lo tiene! Pero, cuando la vi con… sin… ¡oh, maldita sea, han desaparecido!

– Sí. Siempre supe que había una belleza oculta en mi hermanita.

– Deja de disimular, Jeff. Lo sabías, ¿verdad?

– Sí, lo sabía.

– ¿Te escribió y te pidió que no me lo dijeras?

– No, lo hizo Amy. Pensó que debería saberlo para poder prevenirte si creía que era lo mejor.

– Bien, ¿y por qué diablos no lo hiciste?

– Porque pensé que no era asunto mío. Vuestra relación no tiene nada que ver conmigo, aparte del hecho de que tengo la suerte de ser su hermano. Si Theresa hubiera deseado que lo supieras, te lo habría contado ella misma.

– Pero… ¿cómo?

– Cirugía reductora de pechos.

– ¿Qué? -exclamó perplejo-. No sabía que existiera tal cosa.

– Para ser sinceros, yo tampoco, pero Amy me lo explicó en su carta. Se operó hace tres semanas, justo después de comenzar sus vacaciones. Oye, Brian… ella es… bueno, no quiero verla sufrir.

– ¿Sufrir? ¿Crees que yo le haría daño?

– Bueno, no lo sé. Tú pareces… bueno, como decepcionado. No sé ni estoy preguntando lo que sucedió entre vosotros, pero actúa con calma con ella, ¿de acuerdo? Si piensas que debería haber confiado en ti, ten en cuenta que es una persona muy tímida. Para alguien como ella, tiene que haber sido muy duro decidirse a operarse, y escribir a un hombre para discutir el asunto lo habría sido mucho más… te repito que no me importa saber a lo que habéis llegado.

– De acuerdo, lo recordaré. Yo no seré brusco con ella. Supongo que me quedé petrificado al verla, pero fue como un jarro de agua fría.

– Sí, lo comprendo.

Permanecieron en silencio durante algunos minutos y, cuando estaba aproximándose a la casa de Patricia, Jeff se volvió hacia Brian y le dijo con voz preocupada:

– ¿Puedo hacerte una pregunta, Bry?

– Sí, dispara.

– Exactamente, ¿qué piensas respecto a Theresa?

Brian aparcó frente a la casa de Patricia, se quitó las gafas y se volvió hacia su amigo.

– La amo -contestó a quemarropa.

– ¡Caramba! -exclamó Jeff sonriendo.

Luego abrió la puerta y salió como una bala hacia la puerta de la casa. Pero Patricia debía haber visto la furgoneta, porque abrió la puerta de golpe y salió a su encuentro. En el centro del jardín Jeff envolvió a la joven entre sus brazos. Patricia entrelazó los brazos alrededor de su cuello y se besaron, abrazándose con fuerza. Brian, que observó toda la escena, pensó que esa era precisamente la forma en que había planeado saludar a Theresa.

Los padres de Patricia salieron para saludar a Jeff.

– ¡Hola, Jeff! Bienvenido a casa. ¿Vas a quedarte esta vez?

– ¡Por supuesto que sí! ¡Y voy a secuestrar a vuestra hija!

– Creo que a ella no le importaría demasiado -replicó la señora Gluek.

Patricia subió a la furgoneta y le dio un beso en la mejilla a Brian.

– Hola, Brian. Hacía ya tiempo que no nos veíamos.

Jeff estaba justo detrás de Patricia.

– Ven aquí, mujer, y pon tu culito donde tiene que estar, en mi regazo.

La furgoneta delante sólo tenía dos asientos. Jeff arrastró sobre su regazo a Patricia, que se rió alegremente, besándole cuando la furgoneta comenzó a rodar.


La cena ya había sido recogida cuando aparcaron frente a la casa de los Brubaker por segunda vez. Los tres fueron al patio, donde Margaret, Willard y Amy estaban esperándoles. Cuando Theresa salió de la cocina, Brian estaba esperándola.

A Theresa le dio un vuelco el corazón, y la agitación comenzó en su interior. Brian extendió una mano hacia ella, que le ofreció la suya, sintiendo un gran alivio, pues al fin él estaba tocándola.

– Ven aquí, quiero hablar contigo. ¿Crees que a tus padres les importaría que diéramos una vuelta?

– En absoluto.

– Díselo entonces. Quiero estar a solas contigo. ¿Se te ocurre algún sitio?

– Hay un parque a dos manzanas de aquí.

– Estupendo.

Mientras caminaban por la acera, de la mano, no dijeron una sola palabra más.

– Hola, Theresa -gritó una mujer que estaba sentada en la entrada de su casa.

– Hola, señora Anderson -dijo alzando su mano libre en ademán de saludo y explicando seguidamente-: Solía cuidar a los niños de los Anderson cuando tenía la edad de Amy.

Brian no podía parar de pensar en el asunto. Echaba una mirada furtiva a los senos de Theresa siempre que tenía ocasión, preguntándose qué secretos ocultaría su ropa, las cosas por las que habría tenido que pasar, si tendría molestias… Pero, sobre todo, se preguntaba por qué no había confiado en él lo suficiente para contárselo.

Una vez en el parque, Brian se detuvo a la sombra de un roble, volviendo a Theresa hacia él.

Ella levantó la vista hacia sus ojos, pero se topó con las gafas de sol.

– Todavía llevas las gafas puestas.

Sin decir palabra, Brian se las quitó.

– Creo que estás un poco enfadado conmigo, ¿verdad? -dijo con voz algo temblorosa.

– Verdad -reconoció él-, ¿pero no podemos dejar ese asunto para luego?

Brian apretó con sus fuertes manos los hombros de Theresa, atrayéndola hacia sí. A ella le latía alocadamente el corazón. Se pegó a Brian, procurando contestar de este modo a su pregunta.

«¿Era esa la mujer que recordaba?»

Brian abrió levemente los labios antes de besarla. Los de Theresa aguardaban expectantes. Entonces, cuando sus bocas se fundieron, Theresa se vio embargada por una sobrecogedora sensación de alivio. Lo que ya habían encontrado el uno en el otro dos veces con anterioridad, seguía estando allí, tan atrayente como siempre y aumentando por el tiempo de la separación.

La boca de Brian poseía la calidez de junio. Además, a Theresa siempre le parecía que Brian sabía a verano, a todas las cosas que amaba… a flores, música, tierra mojada… Theresa recordó el aroma de algo que se ponía en la cabeza, pero Brian se había pasado nueve horas metido en la furgoneta, y ahora su ropa arrugada por el viaje despedía un olor que desconocía… el olor de Brian Scanlon, masculino, atrayente, intenso, un poco agrio, pero todo virilidad.

El beso fue tan ardiente como algunas de las canciones de rock que le había oído cantar, una vertiginosa sucesión de caricias, apretones y movimientos de cabeza que le produjo escalofríos. Theresa puso en el beso todos sus sentimientos, igualando la pasión de Brian. Ella apreció vagamente una diferencia en la sensación de sus senos aplastados contra el pecho de Brian… su pequeñez, la nueva tirantez de los mismos, la capacidad de abrazarla más plenamente…

– Theresa… -le dijo al oído-, tenía que hacer esto primero…

– ¿Primero?

– Me da la sensación de que tenemos que hablar de algo, ¿no crees?

– Sí -contestó bajando la vista, comenzando a ruborizarse.

– Vamos.

Cogiéndola de la mano, se dirigió hacia una zona cercana donde había unos columpios solitarios, los mismos que durante el día hacían las delicias de los escandalosos niños del barrio. Un tobogán proyectaba su sombra en la hierba. En el cielo surgían las primeras estrellas. Brian soltó la mano de Theresa y se sentó en un banco; ella se puso a su lado.

– Entonces… -comenzó Brian, dejando escapar un suspiro y apoyando los codos sobre los muslos-. Ha habido algunos cambios.

– Sí.

Brian se quedó callado durante algunos momentos, soltando a continuación una exclamación de impaciencia.

– ¡Demonios! -estalló por fin-. No sé qué decir, por dónde comenzar…

– Yo tampoco.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

Ella se encogió de hombros de un modo muy infantil para ser una mujer de veintiséis años.

– Me daba miedo. Y… yo no sabía qué… bueno, nosotros no…

– ¿Estás intentando decirme que no sabías cuáles eran mis intenciones?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Después de lo que compartimos en Fargo, de nuestras cartas, y dudaste de mis intenciones?

– No, no dudé. Sencillamente pensé que no llevábamos juntos el tiempo suficiente para poder considerar seria nuestra relación.

«Ni siquiera estaba segura de que vendrías…», añadió para sí.

– Para mí, Theresa, no cuenta la cantidad de tiempo, sino su intensidad, y nuestro fin de semana en Fargo para mí fue muy intenso. Creía que a ti te había pasado lo mismo…

– Y así es, pero… pero, Brian, sólo hemos… bueno, ya sabes lo que quiero decir. Entre nosotros no hay ningún compromiso, tú…

Theresa no acabó la frase. Era la conversación más difícil que había tenido en su vida.

De repente Brian se puso de pie, dio unos cuantos pasos y se volvió hacia ella.

– ¿No confiabas en mí lo suficiente para decírmelo, Theresa?

– Quería hacerlo, pero me daba miedo.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Quizás pensaste que era un maniaco sexual que sólo iba detrás de tus senos enormes? ¿Es eso? ¿Pensaste que si me decías que ya no los tenías dejarías de interesarme?

Theresa estaba horrorizada. Nunca se le había ocurrido la idea de que él pudiera considerar semejante posibilidad. Las lágrimas inundaron sus ojos.

– No, Brian, yo nunca he pensado esas cosas, ¡nunca!

– Entonces, ¿por qué diablos no has confiado en mí? ¿Por qué no me dijiste lo que planeabas hacer, dándome tiempo para hacerme a la idea? ¡Por todos los demonios! ¿Sabes la sorpresa que me llevé cuando te vi?

– Sabía que te sorprenderías, pero pensé que sería una sorpresa agradable para ti.

– Lo sé, lo fue… Pero, santo cielo, Theresa, ¿sabes cómo han sido los últimos seis meses de mi vida? ¿Sabes cuántas noches me he quedado despierto en la cama pensando en tu… problema, pensando la manera de liberarte de tus inhibiciones, diciéndome que debía ser el amante más paciente del mundo cuando hiciéramos el amor por primera vez para no causarte ningún temor ni agravar tus complejos? Quizás no hayamos tenido tiempo de compartir muchas cosas, pero hubo algo muy íntimo entre nosotros, nos confiamos nuestros sentimientos más profundos, y pienso que eso me daba derecho a tomar parte en tu decisión, a compartirla. Pero ni siquiera me diste la oportunidad.

– ¡Espera un momento! -exclamó Theresa levantándose de repente-. No tienes ningún derecho a exigirme nada, ningún derecho a…

– ¡Claro que lo tengo!

– ¡Mentira!

Theresa no se había peleado con nadie en su vida y se sorprendió a sí misma.

– ¡Verdad! ¡Te quiero, maldita sea!

– Bonita manera de decírmelo, ¡vociferando como un loco! ¿Cómo iba a saberlo?

– Acababa todas mis cartas diciéndotelo, ¿no es así?

– Bueno, sí… pero eso sólo es un modo típico de acabar una carta.

– ¿Sólo lo tomabas por lo que acabas de decir?

– ¡No!

– Entonces, si sabías que te quería, ¿por qué no confiaste en mí? ¿No te has parado a pensar que hubiera podido ser algo que me habría encantado compartir contigo? ¿Algo que me habría sentido orgulloso de compartir? Pero no me diste la oportunidad, tomando la decisión sin decirme una sola palabra.

– Me duele tu actitud, Brian. Es… es posesiva y demuestra tu desconocimiento de mi problema.

– ¿Mi desconocimiento? ¿Quién tiene la culpa de eso, tú o yo? Si te hubieras tomado la molestia de informarme, ahora no estaría tan desquiciado.

– Lo discutí con gente que no perdió los nervios, como tú ahora. Una psicóloga del colegio, una mujer que se había hecho la operación, y el cirujano que después me operaría. Ellos me dieron el apoyo emocional que necesitaba.

Brian se sentía muy dolido. Ahora que sabía que Theresa había acudido a otras personas antes que a él, insinuando que la habían ayudado más de lo que habría hecho él, se sentía incomprendido. Había sacrificado muchas horas de sueño durante los últimos seis meses pensando en el mejor modo de solucionar los problemas de Theresa. Y ahora, al encontrarse que ya no había nada que resolver, se sentía engañado. ¡Ni siquiera sabía cuánto tiempo debía esperar para hacer el amor con ella! ¡Y, demonios, cómo lo deseaba!

– Brian -dijo ella suave, tristemente-. No quería decir eso. No es que pensara que no apoyarías mi decisión. Pero me parecía… presuntuoso mezclarte en algo tan personal cuando no existía ningún compromiso entre nosotros.

Theresa le tocó el brazo, pero permaneció rígido con el ceño fruncido, así que volvió a sentarse en el banco.

Brian estaba muy enfadado. Y dolido. Y se preguntaba si tenía derecho a estar así. Se volvió hacia el banco, dejándose caer sobre el mismo a cierta distancia de Theresa. Se recostó y se quedó mirando las estrellas, procurando aclarar sus pensamientos, controlar sus sentimientos.

Por su parte, Theresa se sentía desolada. Había soñado tantas veces con el día del encuentro… imaginando que en él sólo habría sitio para la emoción y la alegría de verse otra vez… Y ahora se sentía insegura, sin saber cómo afrontar el enfado de Brian. Tal vez tuviera derecho a estar enfadado; tal vez, no. Ella no era psicóloga. Debería haber consultado el problema con Catherine McDonald, haberle preguntado si debía o no contar sus intenciones a Brian.

En cualquier caso, tenía los ojos llenos de lágrimas y se volvió para enjugárselas sin que la viera Brian.

Pero, de algún modo, él lo percibió y acarició a Theresa su brazo desnudo, atrayéndola a continuación.

– Vamos -dijo con dulzura-. Ven aquí… Perdóname, Theresa. No debería haberte gritado.

– Yo también lo siento.

Theresa sollozó y al instante los brazos de Brian la envolvieron.

– Oye, bonita, ¿me concedes un par de días para acostumbrarme? Demonios, ya ni siquiera sé si puedo mirarlos o no. Si los miro, me siento culpable. Si no lo hago, me siento más culpable aún. Y tu familia, todos evitando el tema como si nunca hubieras tenido otra figura. En todo caso, creo que puse más ilusiones de las que debía en esta noche, en lo que iba a ser verte otra vez.

– Yo también. Desde luego, no pensaba que discutiéramos de este modo.

– Entonces, no discutamos nunca más. Regresemos a ver si hay alguien tan agotado como yo. Llevo veinticuatro horas casi sin pegar ojo. Anoche estaba demasiado excitado para poder dormir.

– ¿Tú también? -preguntó, dirigiéndole una sonrisa temblorosa.

Brian le devolvió la sonrisa, le acarició una mejilla y la besó de modo fugaz.

Sólo tenía la intención de darle ese breve beso pero al final no pudo resistir la tentación de llevarse consigo un recuerdo más intenso. Lenta, deliberadamente, volvió a deslizar los labios hacia la boca de Theresa, hundiendo la lengua en los cálidos lugares secretos que tan gustosamente se le abrían. El cuerpo de Brian cobró vida; le temblaron los hombros y sintió un escalofrío en el estómago. ¡Las cosas que deseaba hacer a Theresa! Quería sentir con ella al unísono, fundir sus pasiones. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar? El beso se prolongó, produciendo a ambos una sensación de vértigo.

La forma en que Theresa estaba recostada sobre el banco perfilaba sus senos a la luz de la luna. Nunca la había visto tan encantadoramente atractiva, y sintió una intensa necesidad de tocarla. No necesitaba tocarle los senos, sobre los que se sentía tan inseguro… su vientre tenía un aspecto lo suficientemente bueno, y sus pantalones blancos, muy ceñidos, hacían de sus muslos algo muy tentador. Le entraron ganas de deslizar la mano por su costado, explorar el cálido y anhelado rincón que había entre sus piernas… Pero una cosa podría conducir a otra, y no sabía si ella se encontraba bien, si tenía puntos todavía, cicatrices, ni dónde, ni cuántas…

Y, siempre que comenzaba algo, le gustaba llegar hasta el final.

Pero en último extremo consiguió contentarse con el beso. Cuando concluyó el mismo, Brian se apartó de Theresa con mala cara, arrastrándola con él a través del parque sombrío, rumbo a la casa donde podrían mezclarse con la gente y no tendrían que afrontar la asignatura pendiente… al menos por un tiempo.

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