Capítulo 5

La semana que siguió fue una de las más felices de la vida de Theresa. Tenían pocas obligaciones concertadas, la ciudad a sus pies y dinero para divertirse. Ella y Brian disfrutaban estando juntos, aunque no estaban solos muy a menudo. A todos los sitios iban con Jeff y Patricia, y con Amy, que solía apuntarse con frecuencia.

Se pasaron un día entero en el nuevo zoo, que estaba situado a menos de tres kilómetros de distancia, en la zona este de Burnsville. Allí pudieron ver a los animales en su entorno natural de invierno, y luego estuvieron paseando y tomaron perritos calientes y café.

Era un día sin sol pero luminoso. La escarcha resplandecía sobre el suelo nevado y el paisaje de robles era un espectáculo para la vista. Los animales se movían perezosamente, pero los osos polares estaban muy animados, moviéndose de aquí para allá. Brian y Theresa se detuvieron ante su cercado, con los brazos apoyados en la barandilla, uno junto a otro. Los osos deambulaban, sus pieles eran tan claras e incoloras como el día. Un macho gigantesco levantó el hocico, un punto negro entre toda aquella blancura.

– Fíjate -dijo Brian, señalando-. Las únicas cosas negras que tiene son los ojos, la boca, el hocico y las zarpas. En un témpano de hielo del Ártico son prácticamente invisibles. Pero son lo suficientemente astutos como para saber que su hocico se ve. Una vez vi una película en la que un oso polar se acercaba sigilosamente a una confiada foca tapándose con una pata la nariz y la boca.

Era una nueva faceta de Brian Scanlon: amante de la naturaleza. Theresa estaba intrigada. Se volvió y le miró fijamente.

– ¿Funcionó?

La mirada de Brian se apartó de los osos y se posó en ella.

– Por supuesto que funcionó. La pobre foca nunca supo lo que había pasado.

Se miraban intensamente. Theresa era cada vez más consciente del contacto de sus brazos sobre la barandilla. Brian echó una breve mirada al lugar donde estaban los demás por encima del hombro de Theresa, luego la deslizó hacia sus labios, antes de comenzar a estrechar el espacio que había entre ellos. Pero Theresa era demasiado tímida para dejarse besar en público y se volvió rápidamente para mirar a los osos. Brian continuó con la mirada fija en ella por un momento, antes de erguirse murmurando:

– En otra ocasión.

Al poco rato estaban contemplando las blancas pieles de los visones, cuando Theresa se volvió hacia Brian diciendo:

– Yo creo que no sería capaz de ponerme…

Brian estaba a pocos centímetros de ella, agazapado, tapándose con una mano la nariz y la boca, sus ojos brillaban divertidos.

Theresa sonrió y retrocedió.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Probar el truco del oso.

Theresa estaba riéndose cuando Brian la cercó contra la barandilla. Un beso fugaz cayó sobre sus labios entreabiertos. El beso fue un fracaso por lo que respecta al contacto, pues sus narices frías chocaron y la risa se mezcló entre sus labios. Después del breve contacto, Brian permaneció como estaba, formando con los brazos y el cuerpo una acogedora prisión, mientras ella se pegaba a la barandilla con las manos apoyadas sobre el pecho de su guardián.

– ¿Has visto? -dijo Theresa con voz jadeante-. No funcionó. Vi cómo te acercabas.

– La próxima vez no me verás -prometió Brian.

Y ella deseó que así fuese.


Patricia les enseñó, henchida de orgullo, los bosques del campus universitario de Normandale. Iban paseando por una senda que serpenteaba entre dos edificios con Jeff y Patricia a la cabeza, cuando aquel rodeó el cuello de su novia con el brazo y la estrechó cariñosamente, besándola mientras continuaba caminando. Los ojos de Brian se deslizaron hacia los de Theresa, interrogantes. Pero Amy estaba con ellos y el momento quedó incompleto.

La noche siguiente fueron al famoso «Science Omnitheater» de St. Paul y se instalaron en unos asientos muy reclinados, rodeados por un hemisferio completo de imágenes proyectadas, que les transportó al espacio. Pasaban como centellas entre las estrellas y los planetas con un realismo total, que producía hormigueo en el estómago. Pero la sensación vertiginosa producida por la pantalla circular de 180 grados no era nada en comparación con la causada por Brian cuando cogió la mano de Theresa en la oscuridad, se inclinó hacia ella y extendió su otra mano hacia la mejilla de ella para hacer que le mirase. Durante unos instantes Brian no se movió, permaneciendo recostado sobre la butaca con la luz de la pantalla iluminando su rostro con resplandores plateados. Sus ojos parecían negros como los del oso polar. La poderosa fuerza de gravedad los pegaba a la butaca, y Brian no podía levantar la cabeza sin hacer un verdadero esfuerzo.

La nariz de Brian tocó la de ella una vez más y sus ojos permanecieron abiertos cuando los cálidos labios se rozaron, se acariciaron, y luego exploraron con dulzura la recién descubierta ansiedad que moraba en el interior de ambos. La sensación de impotencia producida por su posición le causó a Theresa una extraña alegría. Los deseos insatisfechos crecían en su interior con cada incursión.

El beso acabó cuando Brian mordisqueó levemente sus labios antes de volverse a recostar en la butaca, observando su reacción.

– No es justo que me marees -murmuró ella.

– ¿Seguro que no es la película?

– Eso creía al principio, pero ahora estoy mucho más mareada.

Brian sonrió, sin apartar la mirada de ella ni un instante. Levantó la mano que apretaba entre las suyas y se la llevó a los labios, humedeciéndola con la lengua al besarla.

– Yo también -dijo Brian suspirando.

Luego se llevó la mano al vientre y la sostuvo allí, envuelta entre las suyas, antes de comenzar a acariciar la delicada piel con las yemas de sus dedos encallecidos y volver a prestar atención a la pantalla. Theresa intentó hacer lo mismo, pero con poco éxito, pues el vuelo espacial le resultaba insípido comparado con el cielo estrellado abierto por el sencillo beso de Brian.


Una noche Brian y Jeff dieron la sesión de rock prometida, a la que Amy invitó a su numerosa pandilla. La casa fue invadida por un tropel de ruidosos adolescentes, que dieron su aprobación al concierto por medio de un silencio repentino y absorto en el instante en que comenzó la música.

A Theresa la engatusaron para que los acompañase al piano y, en menos de diez minutos, los chicos y las chicas estuvieron moviendo el esqueleto en la cocina, porque Margaret había entrado en la sala decretando:

– ¡Nada de bailes en mi alfombra!

Parecía haber olvidado que la semana anterior ella y su marido habían bailado un zapateado sobre ella.

Aun así, la noche fue un éxito rotundo, pues todos los amigos de Amy se fueron convencidos de que Jeff y Brian pronto estarían grabando un disco en Nashville, y Amy no cabía de contento, se sentía la estrella de la película.


El día posterior a la fiesta no había ningún plan acordado. Los cinco estaban reunidos en la sala, charlando y oyendo música. Tenían puesta la radio del equipo estereofónico y, cuando comenzó a sonar una conocida canción, Brian se levantó inesperadamente.

– ¡La canción perfecta para aprender a bailar! -exclamó.

Hizo una exagerada reverencia ante Theresa y extendió la mano.

– Tenemos que enseñar a esta chica a bailar antes del sábado.

– ¿Qué pasa el sábado? -preguntó Amy.

– Noche Vieja -respondió Patricia-. He invitado a estos dos a que vengan a una fiesta que haremos con un grupo de amigos.

– Pero tu hermana alega inexperiencia como bailarina y se niega a venir -añadió Jeff.

Theresa apartó la vista de la mano que Brian mantenía extendida en ademán de invitación.

– Oh, no, por favor, no puedo…

Se sentía de lo más ridícula, con veinticinco años y sin saber bailar.

– Nada de excusas. Es hora de que aprendas.

Theresa replicó lo primero que le vino a la cabeza.

– ¡Nada de bailes en la alfombra!

– Oh, vamos -dijo Amy, reconociendo a continuación-: Las chicas y yo siempre bailamos aquí cuando mamá está trabajando. No se lo diré.

– ¡Eso! -dijo Theresa mirando a Brian y sintiendo que se había puesto colorada-. Baila con Amy.

Para alivio de Theresa, Brian aceptó de buena gana.

– De acuerdo.

Brian dirigió el gesto cortés hacia la más joven de las hermanas.

– Amy, ¿quieres bailar conmigo? Haremos una demostración a la cabezota de tu hermana.

Amy sonrió encantada.

– Creía que no me lo ibas a pedir nunca -replicó descaradamente.

Al observar la escena, Theresa se sintió mucho más joven que Amy, que con catorce años podía levantarse de un salto, responder con un gesto coqueto y disponerse a bailar. Theresa deseó ser tan confiada y abierta como su hermana pequeña. Jeff y Patricia se unieron a la demostración.

– Ahora, fíjate bien -le dijo Jeff a su hermana-. A la una… a las dos…

Como siempre, Jeff consiguió que Theresa se mondara de risa con sus payasadas, pues cogió a Patricia con expresión remilgada y tieso como un palo, manteniéndose a medio metro de ella, haciendo una parodia de la posición tradicional de baile, hasta que la chica se hartó y declaró entre risas:

– Eres un caso perdido, Jeff. Búscate otra pareja.

Jeff no preguntó, sino que entró en acción. En un momento Theresa estaba sentada en el banco del piano mirando, y en el siguiente de pie y aprisionada entre los brazos de su hermano. Con recelo, vio cómo Brian observaba su progreso. Al bailar con su hermano, se hizo patente que tenía un talento natural para el ritmo. Sus pies la llevaban hasta donde se lo permitía su timidez. Pero, después de un rato, comenzó a moverse con más garbo al son de la música.

Jeff y Brian le habían tomado el pelo, pensó después. Probablemente habían estado conchabados desde el principio, pues apenas llevaba un minuto siguiendo el paso de Jeff cuando Brian la cogió de la mano.

– Mi turno, Jeff.

Después de aquello, el asunto de la fiesta pareció quedar resuelto. Y cuando Theresa se llevó subrepticiamente a Patricia para preguntarle lo que se iba a poner el día de la fiesta, la cosa pareció zanjada.

El viernes Theresa llamó a la puerta de Amy y, al no recibir respuesta alguna, asomó la cabeza. Su hermana estaba en trance, tumbada sobre la cama con los ojos cerrados y, cómo no, los auriculares puestos.

Theresa entró, cerró la puerta y tocó a Amy en la rodilla.

– ¿Sí? -preguntó levantando un auricular.

– ¿Te importaría quitarte ese chisme un momento?

– Claro que no. ¿Qué sucede?

Amy se quitó los auriculares y se incorporó.

– Tengo que pedirte un gran favor, cariño.

– Cualquier cosa… dispara.

– Necesito que me acompañes a hacer unas compras.

– ¿Qué clase de compras?

Incluso antes de pedir el favor, Theresa se había dado cuenta de lo irónico que era pedir consejos a una hermana once años, menor que ella.

– Algo para ponerme mañana por la noche.

– ¿Vas a ir a la fiesta?

Por un momento, Theresa temió que Amy fuera a ponerse celosa. Pero, cuando asintió con la cabeza, su hermana saltó alegremente de la cama.

– ¡Fantástico! ¡Ya era hora! ¿Cuándo nos vamos?


Una hora después, las hermanas estaban recorriendo el centro comercial de Burnsville, que constaba de tres plantas de establecimientos. En la primera tienda, Theresa se probó un vestido de terciopelo negro que la hizo estremecerse de ansiedad. Pero nada más meter la cabeza se hizo patente su sempiterno problema: de caderas para abajo tenía la talla nueve, de caderas para arriba habría necesitado una dieciséis.

Theresa vio la mirada de Amy reflejada en el espejo. Nunca habían intercambiado una palabra de su problema. Pero, desolada, la hermana mayor se deprimió repentinamente y adoptó una expresión sombría.

– Oh, Amy, nunca encontraré un vestido con estos malditos pechos.

– ¿Te lo ponen difícil, eh? -preguntó con tono comprensivo.

– Difícil no es la palabra. ¿Sabías que no he podido comprar un solo vestido sin retocar desde que tenía tu edad?

– Sí. Yo… bueno, hablé con mamá una vez de eso… Lo que quiero decir es que, si es difícil para ti… bueno, a mí también me podría pasar.

Theresa se volvió y puso las manos sobre los hombros de su hermana.

– Oh, Amy, espero que no te ocurra jamás. A mí también me preocupas. No le desearía mi tipo a una elefanta embarazada. Es horrible… no puedes ponerte nada… te aterroriza bailar con un hombre y…

– ¿Quieres decir que por eso no querías bailar con Brian?

– Es la única razón. Yo… -Theresa se lo pensó un momento y luego prosiguió-. Tienes catorce años, Amy. Eres lo suficientemente mayor para comprenderlo. Ya sabes que los chicos te miran con curiosidad desde que empieza a crecerte el pecho. Sólo que cuando el mío comenzó a crecer no paró hasta que llegó hasta estas proporciones, y los chicos no tuvieron compasión. Y cuando los chicos se convirtieron en hombres, bueno…

Theresa se encogió de hombros.

– Me figuraba que esa era la razón por la que te ponías esa ropa tan horrible.

– Oh, Amy, ¿tan horrible es?

Amy parecía arrepentida.

– ¡Jo, Theresa! No quería decir eso, sólo que… bueno, sé que nunca te pones el suéter que te regalé el año pasado. Era mucho más bonito que cualquiera de las cosas que tenías; por eso te lo compré.

– Me lo he probado un montón de veces, pero siempre me dio miedo salir de mi cuarto con él puesto.

– Oh… -se lamentó Amy, comprendiendo los dilemas cotidianos que su hermana tenía que afrontar.

– Bueno, podemos elegir piezas separadas y hacer una combinación aceptable, como una falda y un suéter, o algo así.

– Un suéter no, Amy. No me sentiría cómoda.

– ¡Pero no puedes ir a la fiesta con unos pantalones de pana, una blusa blanca y una rebeca de la abuela sobre los hombros!

– ¿Crees que yo quiero?

– Bueno… ¡tiene que haber algo mejor que eso, demonios!

Amy lanzó una mirada horrorizada a la falda pasada de moda que Theresa acababa de descartar.

Theresa recobró su buen humor repentinamente.

– «¿Demonios?» Supongo que mamá no sabe que dices cosas así, lo mismo que no sabe que bailas en la alfombra, ¿eh?

Theresa sabía perfectamente que, a los catorce años, Amy experimentaba con una gama de palabrotas mucho peores que la que acababa de proferir… estaba en una edad en la que se podían esperar tales experimentos.

De repente, el brillo de los ojos de Amy aumentó:

– Oye, ¿y si vemos el suéter del que te hablé? No digas nada hasta que te lo pruebes, ¿de acuerdo? Es ideal -dijo entusiasmada-. ¡El suéter más divino que te puedas imaginar! Le tengo echado el ojo desde antes de Navidades, pero estaba pelada y no me lo pude comprar. Pero, si les queda alguno de una talla más grande, ¡te va a encantar!

Un cuarto de hora después, Theresa estaba delante de un espejo diferente, en una tienda diferente, y luciendo una prenda que resolvía todos sus problemas, además de estar a la moda.

Era un suéter ligero y holgado, de tejido acrílico y color ciruela. Como más que ajustarse a su cuerpo, colgaba del mismo, disimulaba parcialmente su silueta.

– ¡Oh, Amy, es perfecto!

– ¡Ya te lo dije!

– Pero, ¿y los pantalones?

Amy echó el guante a unos pantalones de corte elegante y color indefinible: suave, sutil, entre gris y violeta. Luego se echó hacia atrás para contemplar a su hermana mayor y proclamó con la palabra más utilizada por la gente de su edad:

– ¡Divino!

Theresa giró ante el espejo y dio un abrazo a su hermana.

– ¡Lo es! Es perfecto.

Amy estaba radiante de orgullo y continuó dirigiendo la expedición.

– Ahora, los zapatos. Te saca casi una cabeza, así que no te vendrán mal unos cuantos centímetros de propina. Buscaremos unos elegantes y atrevidos, ¿qué te parece?

– Zapatos… ¡a por ellos!

Theresa estaba sacando la cabeza por debajo del suéter cuando recordó la última cosa con la que necesitaría ayuda.

– Amy, ¿te parece que llamaría demasiado la atención si me pusiera un poco de maquillaje?

La sonrisa de Amy se amplió.

– ¡Ya era hora de que te decidieses! -declaró.

– Espera un momento, Amy -dijo Theresa al ver el brillo de los ojos de su hermana-. Todavía no me he decidido…

Pero aquella noche sucedió algo que cristalizó su decisión. Estaba en su cuarto con la puerta abierta, examinando su suéter nuevo, cuando tuvo la sensación de que estaba siendo observada. Levantó la vista y descubrió a Brian en la puerta, mirándola. Era la primera vez que veía su cuarto, y sus ojos recorrieron perezosamente la habitación, deteniéndose en el estante que contenía su colección de figurillas y descendiendo a continuación a la cama, hecha con esmero. Luego regresaron a Theresa, la cual se había apresurado a guardar el suéter en el armario.

– ¿No he conseguido todavía que cambies de opinión respecto a la fiesta?

Brian se cruzó de brazos y se apoyó con indiferencia contra el marco de la puerta.

Theresa nunca había sido objeto de tanta atención por parte de un hombre, tardaría algún tiempo en acostumbrarse. Era desconcertante tenerle examinando su cuarto, que era un lugar demasiado íntimo para encontrarse con él. No sabía a dónde mirar.

– Sí, lo has conseguido, pero no esperes que baile tan bien como Amy.

– Lo único que espero es que en algún momento de la noche me mires a los ojos.

La mirada errante de Theresa revoloteó hasta los ojos de Brian, percibió un brillo burlón y se apartó una vez más, desconcertada.

– Así que ésta es tu guarida -dijo adentrándose en la habitación y haciendo un gesto con la cabeza hacia el estante de las figurillas-. Ya veo que la rana se ha unido a los demás. Me da mucha envidia su posición, mirando a tu almohada.

Brian se detuvo cerca de ella.

Theresa buscó una réplica sin encontrarla, y tragó saliva al sentir cómo le subía el rubor.

– ¿Sabes? Jeff tenía razón -se burló Brian con expresión divertida.

– ¿Ra… razón? ¿En qué?

– El rubor disimula las pecas. Pero no para nunca.

Brian acarició dulcemente con la yema de un dedo su mejilla.

– Es irresistible -añadió.

Luego se volvió y salió del cuarto tranquilamente, dejando a Theresa con la mano sobre la piel que tan suavemente había acariciado. El hormigueo perduraba sobre su mejilla. El roce había sido ligero como una pluma, pero Theresa había notado los callos de los dedos. Aquella sensación y sus bromas la habían dejado con la cabeza llena de mil emociones vertiginosas y el corazón palpitando de excitación.

Aquella noche, más tarde, Theresa llamó suavemente a la puerta de Amy y luego pasó.

– Necesito tu ayuda, Amy. Tienes que enseñarme a maquillarme, y tendrás que dejarme tus pinturas, si no te importa.

Por toda respuesta, Amy esbozó una sonrisa aprobadora y arrastró a su hermana dentro de la habitación, cerrando la puerta decididamente.

Estuvieron haciendo pruebas hasta las tantas. Sentada ante el espejo del tocador de Amy, Theresa experimentó con toda la gama de atrevidos colores adolescentes que había echado en falta en sus sueños de pubertad. La sesión de maquillaje tuvo dos ventajas: no sólo ayudó a la mariposa a salir del capullo, sino que también acercó a las dos hermanas. Dada la disparidad de edades, no habían tenido demasiadas oportunidades de compartir experiencias de aquel tipo.

Amy comenzó utilizando los colores primarios, haciendo un arco iris sobre la cara de su hermana, hasta que Theresa exclamó:

– ¡Parezco un cuadro de la abuela!

– Más bien pareces su paleta -corrigió Amy.

Compartieron unas risas y luego prosiguieron la tarea, buscando el toque adecuado para disimular las pecas y darle un aire sutil y resplandeciente.

Después les tocó el turno a los ojos pero, cuando Amy se inclinó sobre el hombro de Theresa y examinó críticamente en el espejo la pintura azul con que habían untado uno de sus párpados, estallaron en carcajadas una vez más.

– ¡Puaj! ¡Quítamela! Es como llevar manteca en un ojo, y parece que me lo han puesto morado.

– ¡Es verdad!

A continuación probaron una sombra de ojos verde, pero hacía que Theresa pareciese un semáforo, así que también la eliminaron. Al final se decidieron por un tono malva casi transparente que no ofrecía un mal contraste con el color de su piel y su cabello.

La primera vez que Theresa probó a usar la tenacilla de las pestañas se pellizcó y lanzó un grito de dolor.

– ¡Es como intentar rizar el pelo a una oruga! -se quejó-. Son tan cortas que casi no se ven, y para colmo son tan claras…

– Solucionaremos ese problema.

Pero las lágrimas resbalaron bajo sus castigados párpados, y pasaron varios largos y dolorosos minutos antes de que aprendiera a manejar con soltura la tenacilla. Luego aprendió a darse rimel en las pestañas con un cepillo. Los resultados, la sorprendieron incluso a ella misma.

– ¡Cielos, no sabía que tuviese unas pestañas tan largas!

– Eso es porque nunca habías visto sus puntas.

Eran una maravilla… largas y muy seductoras, y le daban a todo su rostro un aspecto brillante y… sensual.

El colorete resultó un absoluto desastre. Lo quitaron más rápido de lo que lo habían puesto, decidiendo que el color natural de Theresa no se podía destacar más y que lo mejor sería dejar sólo el tono primario.

Hasta entonces, Theresa sólo había utilizado una pintura de labios transparentes que les daba brillo, pero en esta ocasión probó varios tonos, y Amy le enseñó a mezclar hábilmente dos colores y a acentuar el atractivo contorno de su labio superior con un tono más brillante.

Con el maquillaje completado, Theresa parecía otra. Era un cambio drástico, y Amy sonrió ante el espejo.

Aun así, Amy no estaba satisfecha del todo.

– Ese pelo -gruñó irritada.

– Bueno, no puedo cambiar el color y ya sabes que no hay manera de peinarlo.

– Ya, pero podrías ir a la peluquería y ponerlo en manos expertas, a ver qué se les ocurría.

– ¿A la peluquería?

– ¿Por qué no?

– Con todo este maquillaje ya voy a llamar la atención bastante. ¿Qué va a pensar él si aparezco con un peinado diferente?

– ¡Oh, tonterías! Pensará que es increíble.

– Pero yo no quiero que parezca… bueno, que voy a una cita.

– ¡Pero es una cita!

– No, no lo es. Él tiene dos años menos que yo. Voy sólo de relleno, eso es todo.

Pero, a pesar de sus protestas, Theresa recordó las bromas de Brian y tuvo que reconocer que parecía muy satisfecho de ser su acompañante.

Varios minutos después, de pie delante del amplio espejo del tocador del baño, tuvo que morderse el labio inferior para contener la sonrisa de aprobación que quería surcar sus rasgos. Dejó de reprimirse y sonrió de oreja a oreja. ¡Le gustaba su cara! Por primera vez en su vida, le gustaba de verdad. Casi parecía un sacrilegio tener que quitarse la pintura.

Cuando de mala gana abrió el grifo y cogió la barra de jabón, le dio la sensación de que la noche siguiente no llegaría jamás.


Pero el último día del año llegó por fin, y Theresa consiguió hora para una peluquería, aunque era un día muy difícil. Por la tarde regresó a su casa convertida en la orgullosa poseedora de un nuevo peinado.

El consejo de la peluquera había sido muy sencillo: dejar los rizos sueltos con su forma natural y suavizar su tono con un tinte. El color rojo parecía menos chillón y tenía un aspecto más discreto y elegante.

Cuando colgó el abrigo en el armario del vestíbulo, Brian la saludó desde la sala.

– Hola.

Pero Theresa evitó una confrontación directa y salió disparada hacia su cuarto musitando sólo otro breve «hola».

Todo el mundo estaba arreglándose para la fiesta, y en el baño especialmente el ajetreo era muy denso. Theresa se dio una ducha rápida y se metió a su cuarto para echarse unos polvo de talco para después del baño que se había aventurado a comprar. Tenían un suave aroma a flores que recordaba a la mezcla de perfume que se ponían las mujeres antiguamente. Sutil, femenino.

Se detuvo con la borla en la mano y ladeó la cabeza. Por la pared que daba al baño estaban filtrándose diferentes sonidos. Oyó una tos masculina y reconoció que era de Brian. El agua de la ducha corrió durante varios minutos, durante los cuales se oyeron dos golpes, como los de un codo golpeando la pared, mientras las imágenes se sucedían velozmente en la mente de Theresa. Siguió el zumbido de un secador, luego un largo silencio, seguramente del afeitado, después del cual comenzó a tararear Dulces Recuerdos. Theresa sonrió y se dio cuenta de que llevaba un buen rato desnuda, pendiente de lo que sucedía en el baño.

Al volverse para buscar un sostén, vislumbró su impresionante figura en el espejo, y deseó por milésima vez en otros tantos días no haber tenido aquellos horribles senos. Se apartó del espejo y buscó un sostén limpio. Se lo puso con cara de pocos amigos, contemplando la prenda en el espejo. ¡No tenía ningún atractivo femenino! Los tirantes, tenían anchos refuerzos en los hombros para impedir que el peso dañara su carne, pero era inevitable que quedaran marcas. La prenda estaba hecha de un tejido blanco «extra-resistente». ¡Cómo odiaba esas palabras! Y cómo odiaba a la industria de la lencería. Debían una explicación a las cientos de mujeres con su misma talla, por no ofrecerlas un solo sujetador de color melocotón, azul celeste, malva o cualquier otro tono femenino. Aparentemente se suponía que las mujeres de sus mismas proporciones no tenían sentido del color cuando se trataba de elegir ropa interior.

Una sola vez, ¡oh, tan sólo una vez! cómo le habría gustado husmear en los mostradores y de ropa interior femenina con braguitas diminutas y sostenes a juego y experimentar lo que se sentía con unas prendas tan provocativas y femeninas sobre su piel. Pero desgraciadamente no le habían concedido la oportunidad.

Una vez puesta la ropa interior, cubrió el sostén de algodón con el suéter e inmediatamente se sintió más benevolente con ella misma y con la industria textil. El suéter era elegante y atractivo y le ayudó a recobrar su excitación. Los pantalones, de suave matiz violeta, se ajustaban perfectamente a sus caderas bien proporcionadas, y los zapatos de tacón alto con finas tiras de piel que había elegido añadían el toque adecuado de frivolidad. Theresa nunca había sentido demasiada afición por las joyas, especialmente por los pendientes, pues sólo servían para hacer más llamativo el rostro de una mujer. Pero, su nuevo tono de uñas merecía algo especial, así que se puso una delicada pulsera de oro alrededor de la muñeca izquierda. Finalmente, cogió un pequeño broche de oro con la forma de una clave de sol y lo insertó en el escote del suéter.

Luego cruzó el vestíbulo y se metió en el cuarto de Amy para reproducir el maquillaje ensayado la noche anterior. Pero a Theresa le temblaban tanto las manos que apenas podía manejar los cepillos y demás utensilios.

Amy se dio cuenta y no pudo resistir la tentación de burlarse.

– Considerando que no es una cita, no deberías estar en ese estado de nervios.

– Oh, ¿se nota? -preguntó consternada.

– Quizás deberías dejar de frotarte las manos en los muslos cada medio minuto, porque si no tus pantalones nuevos van a parecer muy pronto los pantalones de trabajo de un fontanero.

– Es ridículo, lo sé. Desearía parecerme más a ti, Amy. Eres ingeniosa e inteligente, incluso cuando hay chicos delante pareces saber qué decir y cómo actuar. Oh, estas cosas deben parecerte absurdas, viniendo de una mujer de mi edad.

De algún modo, el siguiente comentario de Amy fue el ideal para calmar los nervios de su hermana.

– A él le va a encantar tu nuevo peinado, y tu maquillaje, y también tu conjunto, así que deja de preocuparte. Anda, dame esa sombra y cierra los ojos.

Pero, cuando Theresa echó la cabeza hacia atrás e hizo lo que se le había ordenado, su hermana se halló ante la difícil tarea de aplicar maquillaje en unos párpados temblorosos. Aun así, consiguió reproducir el efecto mágico de la noche anterior, y cuando Theresa se miró en el espejo del tocador de Amy con el maquillaje acabado, se llevó una mano al pecho inconscientemente, en ademán de asombro.

Sonriendo, Amy la animó.

– ¿Lo ves? Te lo dije.

Y, en aquel precioso instante, Theresa la creyó. Se volvió impulsivamente para abrazar a su hermana, pensando en lo feliz que se sentía porque todas aquellas cosas no hubiesen sucedido antes. Era maravilloso experimentar aquellos primeros sentimientos de Cenicienta a los veinticinco años.

– Buena suerte, ¿eh?

La sonrisa de Amy era sincera.

Como respuesta, Theresa le lanzó un beso cariñoso desde la puerta. Cuando se volvió para salir, Amy añadió:

– ¡Ah! Y no te olvides de ponerte un poco de perfume.

– Oh, perfume. Pero no tengo nada. Compré unos polvos de talco, pero se supone que no deben poder olerse.

– Anda, prueba éste.

Escogieron una fragancia sutil y seductora de entre los botes esparcidos sobre el tocador de Amy. A Theresa ya sólo le restaba enfrentarse a Brian Scanlon. Y aquél iba a ser el momento más difícil de todos.

De vuelta en su cuarto, Theresa se movió de un lado a otro, guardando ropa suelta, mirando su reloj cada poco rato. Podía oír las voces de Jeff y Brian en el otro extremo de la casa, juntó con las de su padre y la de Amy. Todos estaban esperándola y, repentinamente, deseó haberse arreglado antes para no tener que hacer la entrada triunfal. Pero ya era demasiado tarde. Sin importarle si estropeaba los pantalones o no, se frotó las manos sobre los muslos por última vez, respiró profundamente y salió.

Todos estaban en la cocina. Sus padres estaban sendos en la mesa tomando café. Amy estaba de pie con las manos en los bolsillos contándole a Jeff que aquella noche iba a cuidar unos niños. Brian estaba junto al fregadero, llevándose un vaso de agua.

Theresa entró nerviosa como una colegiala. Jeff la vio y su reacción fue instantánea.

– Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí… creo que me equivoqué de pareja esta noche.

La envolvió entre sus brazos y la llevó en un remolino a lo Fred Astaire y Ginger Rogers mientras sonreía maliciosamente. Luego hizo una imitación muy convincente del habla lenta y pesada de Bogart.

– Oye, muñeca, ¿qué tal si lo hacemos esta noche?

Brian volvió la cabeza para mirarla, y el vaso de agua se detuvo a medio camino de sus labios.

Cuando Jeff soltó a su hermana, ésta estaba riéndose, consciente de que Brian había tirado el agua sin beber una sola gota. Se apartó del fregadero y dejó caer pesadamente la mano sobre el hombro de Jeff.

– Mala suerte, Brubaker. Yo se lo pedí primero.

Su mirada aprobadora se posó en Theresa, creando un halo de ilusiones en su corazón.

– ¿No es formidable su nuevo peinado? -inquirió Amy-. Y el conjunto se lo ha comprado especialmente para esta noche.

«Amy Brubaker, podría estrangularte», pensó Theresa.

– ¿De verdad? -preguntó Jeff con mucha guasa.

Luego fue el turno de Margaret.

– Theresa, por favor, date la vuelta. Todavía no he visto lo que ha hecho la especialista en maquillaje.

«¿Tenían que contarlo todo en aquella casa?»

Para mayor mortificación de Theresa, el veredicto de su madre fue:

– Deberías haber hecho eso hace años.

– Estás guapísima, cariño -añadió Willard.

Poco acostumbrada a ser el centro de atención, Theresa sólo podía pensar en escapar.

– Es hora de salir.

Jeff miró su reloj.

– Es cierto. Vosotros podéis ir delante. Patricia llegará en cualquier momento. Vendrá a recogerme en su coche.

Theresa se volvió de golpe, sorprendida.

– ¿No vamos todos juntos?

– No, Patricia tiene miedo de que me pase con la bebida y, como presume de no perder la cabeza jamás, hemos decidido que me deje ella en casa en lugar de al revés.

Theresa se dio cuenta de que debía dar la impresión de que no le apetecía demasiado quedarse a solas con Brian. Pero él fue a coger su abrigo al armario del vestíbulo, y Jeff la empujó hacia la puerta. Así que salió y dejó que Brian le echara el abrigo sobre los hombros. Él llevaba unos vaqueros azules nuevos y un jersey sin cuello azul celeste. Bajo el jersey llevaba una camisa blanca. Cuando estaba intentando meter los brazos por las mangas de su chaquetón de pana de color marrón, Theresa reaccionó educadamente y le ayudó en la tarea. Experimentó un inesperado estremecimiento de placer, ejecutando aquel insignificante acto.

– Gracias -dijo Brian.

Luego se ajustó el chaquetón con un gesto peculiarmente masculino que a Theresa le hizo sentir debilidad en las rodillas. Además Brian olía muy bien. Y repentinamente Theresa sólo deseó salir de la casa y refugiarse en la oscuridad del coche, la cual disimularía los sentimientos que la estaban haciendo enrojecer y palidecer alternativamente.

Dio un beso de despedida a sus padres, que iban a pasar la Noche Vieja en casa, viendo la celebración de Times Square por la televisión. Luego se volvió hacia su hermana y descubrió que estaba siguiendo sus movimientos con expresión melancólica.

– Amy… gracias, encanto.

Su hermana esbozó una débil sonrisa por toda respuesta. Se apoyó de nuevo en el borde de un armario de la cocina y siguió con la mirada los pasos de ambos hacia la salida.

– ¡Oye, sois estupendos los dos! -gritó justo antes de que la puerta se cerrase.

Ellos le dijeron adiós sonriendo y un momento después se vieron envueltos por el frío y el silencio de la noche.

Brian la cogió del brazo mientras caminaban sobre el pavimento helado y, repentinamente, a Theresa se le quitaron las ganas de conducir.

– ¿Te importaría llevar el coche, Brian?

Él se detuvo. Estaban delante del coche, dirigiéndose hacia la puerta del conductor.

– En absoluto.

En vez de dejarla allí, Brian la acompañó al lado del pasajero, abrió la puerta y esperó a que se acomodara.

Cuando Brian subió al coche cerrando la puerta de golpe, los dos comenzaron a reírse.

Sus rodillas estaban clavándose en el panel de mandos.

– Lo siento -dijo Theresa-, tienes las piernas más largas que yo.

Brian revolvió en la oscuridad, encontró el nivelador adecuado y dejó escapar un suspiro de alivio cuando el asiento comenzó a retroceder.

– ¡Buf! ¡Casi no lo cuento!

Theresa le dio las llaves y una vez más revolvió en la oscuridad, buscando a tientas la ranura para el encendido.

– Aquí -dijo Theresa.

En la oscuridad, sus manos se rozaron cuando se inclinó para indicarle el lugar. El roce fugaz le produjo a Theresa una sensación de hormigueo en la mano, luego entró la llave y el coche arrancó por fin.

– Gracias por dejarme conducir. Uno lo echa de menos.

Brian ajustó el espejo retrovisor, metió marcha atrás y se pusieron en movimiento.

El silencio era encantador. El aroma que Theresa recordaba emanaba del cabello y de la ropa de Brian, mezclándose con su propio perfume. Las luces del tablero iluminaban el rostro de Brian, y Theresa deseó volverse para contemplarlo, pero miró hacia adelante resistiendo la tentación.

– Así que ahí es donde fuiste esta tarde… a la peluquería. Me preguntaba dónde habrías ido.

– Amy y su bocaza.

Pero Theresa sonrió en la oscuridad, y él se rió de buena gana.

– Me gusta. Te queda muy bien.

Ella miró hacia la izquierda y le descubrió observando su pelo tenuemente iluminado, por lo que desvió la mirada rápidamente.

– Gracias.

Theresa deseaba decir que a ella también le encantaba su pelo, aunque verdaderamente el pelo de un hombre le gustaba más largo de lo que permitían las Fuerzas Aéreas, pero le encantaba el olor del suyo, y su color. Aprobaba la ropa que había elegido aquella noche pero, antes de que se decidiera a decírselo o no, Brian sugirió:

– ¿Por qué no pones un poco de música clásica? Luego nos hartaremos de escuchar rock.

La música llenó el incómodo silencio mientras circulaban bajo las indicaciones de Theresa. En menos de un cuarto de hora llegaron al Rusty Scupper, un club nocturno frecuentado por jóvenes, muchos de ellos solteros. Se ayudaron mutuamente con los abrigos y los dejaron en el guardarropa. Luego los llevaron a una larga mesa dispuesta para un grupo grande. Theresa reconoció a alguno de los amigos de Jeff e hizo las presentaciones, observando cómo Brian estrechaba la mano a los hombres y era mirado con admiración por alguna de las mujeres. Theresa observó las miradas de las mujeres y con un sobresalto se dio cuenta de que algunas examinaban a los hombres del mismo modo que éstos hacían con aquéllas. Se sintió confundida cuando una atractiva morena llamada Felice miró a Brian descaradamente, dándole su visto bueno, y le sonrió de forma provocativa.

– Reserva un baile para mí, ¿de acuerdo, Brian? Y asegúrate de que sea uno lento.

– Lo haré -replicó él cortésmente, soltando la mano que había retenido la suya más de lo normal.

Volvió al lado de Theresa, sacó una silla para ella y luego se sentó en la de al lado.

– ¿Quién es? -preguntó Brian en un tono que sólo podía oír ella.

A Theresa no le hizo mucha ilusión oír la pregunta.

– Felice Durand. Es amiga de Jeff y su pandilla desde que estudiaban en el instituto.

– Recuérdame que debo estar monopolizado por ti durante los bailes lentos -replicó con ironía, llenando a Theresa de una inmensa sensación de alivio.

Ella tenía poca experiencia en el terreno de la vida social, y el atrevido examen al que había sometido el cuerpo de Brian Felice, seguido por su invitación a quemarropa, la habían puesto muy nerviosa. Pero, al parecer, no todos los hombres se dejaban pescar por cebos tan obvios como aquel lanzado por Felice. El respeto que Theresa sentía por Brian aumentó otro poco.

Entonces llegaron Jeff y Patricia y la mesa se llenó de conversaciones animadas y risas. Poco después llevaron varias cartas, y Theresa se quedó horrorizada al ver los precios que habían puesto por ser Noche Vieja, pero se dijo a sí misma que una velada con Brian valdría la pena.

Distribuyeron unas cuantas jarras de vino por la mesa, se llenaron las copas y se propusieron brindis. Tocando con su copa la de Jeff, Brian exclamó:

– Por los viejos amigos…

Y tocando la de Patricia y finalmente la de Theresa, añadió:

– Y por los nuevos.

Su verde mirada se clavó en los ojos de Theresa y permaneció estática cuando ella bajó la vista tímidamente hacia el líquido de color rubí y lo bebió.

La cena fue bulliciosa y abundante y, durante su mayor parte, Brian y Theresa escucharon las bromas sin tomar parte. Theresa se sentía aliviada de que Brian, al igual que ella, fuera más bien un extraño. Se sentía unida a él, en un agradable segundo plano.

Cuando acabara la cena empezaría el baile.

El baile. El pensamiento por sí solo llenaba a Theresa de una mezcla de aprensión e impaciencia. No había sido tan complicado girar entre los brazos de Brian aquel día en la sala. Allí, la pista de baile estaría rebosante de gente; nadie se fijaría en ellos. Debería ser fácil someterse al abrazo de un hombre atractivo como Brian, pero al pensarlo, sintió un escalofrío. «Está cargando conmigo», pensó.

En aquel preciso instante se acercó la camarera y habló al grupo desde un extremo de la mesa.

– En cuanto comience el baile, cerraremos el servicio de restaurante, así que, si no les importa, arreglaremos la cuenta de la cena ahora. Muchas gracias.

Automáticamente, Theresa cogió su bolso, al mismo tiempo que Brian sacaba su cartera. Entonces, la mano de Brian se cerró sobre la suya.

– Tú vienes conmigo -dijo simplemente.

Los ojos de Theresa volaron hacia los de Brian. Estaba observándola fija, insistentemente, sus dedos fríos todavía descansaban sobre los de ella, cuyo corazón palpitaba alocadamente.

«Sí», pensó Theresa, «verdaderamente voy contigo.»

– Gracias, Brian.

Él le pellizcó la mano y luego apartó la suya y, por primera vez, Theresa sintió que realmente formaban una pareja.

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