Capítulo 3

A la mañana siguiente, Theresa se despertó con el estruendo del tocadiscos de Amy. Echó una mirada al despertador y saltó de la cama como si ésta estuviese ardiendo. ¡Las diez! ¡Debería haberse levantado dos horas antes para preparar el desayuno de Brian y Jeff!

En pocos minutos estuvo lavada, peinada y vestida con unos vaqueros y una blusa holgada, blanca, además de una rebeca negra echada sobre los hombros.

Sus padres habían ido a trabajar muchas horas antes. La puerta del cuarto de Jeff estaba cerrada, y se podían oír sus ronquidos. Al parecer, Amy estaba aún en su cuarto, destrozándose el pelo con unas tenacillas eléctricas, mientras Theresa intentaba peinar sus indomables cabellos pasándose la mano por el infame amasijo de rizos que caían hasta sus hombros.

Se dirigió silenciosamente hasta la cocina, pero la encontró vacía. La puerta del sótano estaba abierta… Brian debía haberse levantado ya. Estaba llenando de agua la cafetera cuando él entró sin hacer ruido por la puerta que conducía directamente a la sala.

– Buenos días.

Theresa se dio la vuelta bruscamente, haciendo que el agua volara en todas direcciones, y se llevó la mano al corazón.

– ¡Oh! ¡No sabía que estabas aquí! Creía que todavía estabas abajo.

– Llevo mucho tiempo levantado. Es difícil romper la rutina.

– ¿Has estado todo el tiempo ahí solo?

Brian esbozó una simpática sonrisa.

– No. Con Stella.

– ¿Y qué tal te fue con ella? -preguntó Theresa devolviéndole la sonrisa mientras llenaba de café el filtro y ponía la cafetera al fuego.

– Es una chica vieja y descarada, pero le hablé con dulzura y respondió como una dama.

No era lo que decía, sino cómo lo decía, lo que hizo ruborizarse a Theresa. Había un leve indicio de burla en sus palabras, a pesar de ser absolutamente educadas. Theresa no estaba acostumbrada a oír ese tono de voz cuando hablaba con hombres, y ese tono, combinado con su vaga sonrisa, le daba escalofríos.

– No te oí tocar.

– Nos hablábamos en susurros.

Una vez más, Theresa no pudo evitar ruborizarse.

– Yo… yo siento que no estuviera nadie levantado para prepararte el desayuno. Es mi primer día de vacaciones, y creo que mi cuerpo decidió aprovecharse de ello. Jeff todavía está durmiendo, debió volver tarde.

– Alrededor de las tres.

Así que Brian no había dormido bien. Ella tampoco.

Brian se apoyó contra la puerta. Llevaba unos vaqueros desgastados y ajustados y una camiseta de rugby blanca que delineaba su cuerpo lo justo como para darle un aspecto tentador.

Theresa recordó lo mucho que le había costado dormirse después del extraño modo en que Brian había conseguido agitar sus sentidos, y se preguntó qué le habría quitado el sueño a él. ¿El recuerdo de las escenas más fuertes de la película? ¿Pensar lo que estarían haciendo Jeff y Patricia? ¿O tal vez recordar los momentos en que estuvieron en la cocina, en la penumbra?

– ¿Por qué no te sientas mientras te preparo un zumo de naranja?

Brian aceptó, aunque Theresa no se libró de su mirada ni siquiera después de darle el zumo. Los ojos de Brian la siguieron perezosamente mientras daba la vuelta al bacon, revolvía huevos y ponía pan a tostar.

– ¿Qué habéis planeado Jeff y tú para hoy?

– No lo sé pero, sea lo que sea, espero que vengas.

A Theresa le dio un vuelco el corazón, y se sintió decepcionada por lo que debía responder.

– Oh, lo siento, pero tengo mucho que hacer. Debo ayudar a mi madre a preparar las cosas para la cena de mañana, y por la tarde tendré que arreglarme para el concierto que damos.

– Ah, es cierto. Jeff me lo dijo. ¿Es la orquesta de la ciudad, no?

– Sí. Ya llevo tres años en ella y me encanta…

– Buenos días a los dos.

Era Amy, que apenas miró a su hermana; sólo tenía ojos para Brian. Aunque él ni siquiera pestañeó al ver a Amy, que iba con unos vaqueros ajustadísimos y un suéter igualmente ajustado. Llevaba el pelo muy bien peinado, rizado y hacia atrás, y eso le daba un aire ingenuo asombrosamente adecuado para una adolescente. Su maquillaje podría haberle enseñado un par de trucos a «Ojos de Goma» algunos años atrás.

– Yo creía que hoy en día las jovencitas se pasaban las vacaciones con cualquier cosa puesta -observó Brian, consiguiendo halagar a la chica sin alentar ninguna esperanza excesiva.

– Hum… -dijo Amy con sonrisa bobalicona-. Eso sirve para demostrar lo poco que sabes.

Pero Theresa sabía muy bien que, si Brian no hubiese estado allí, Amy no se habría tocado ni una pestaña, y tampoco habría salido de su madriguera hasta la una de la tarde.

Amy se acercó a la cocina con afectada elegancia y cogió un trozo de bacon, mordisqueándolo con un aire provocativo que sorprendió verdaderamente a su hermana. ¿Dónde habría aprendido a comportarse de aquella manera? ¿Cuándo?

– Amy, si vas a comer huevos con bacon, coge un plato -la regañó Theresa, repentinamente irritada por los flirteos de su hermana.

Aunque era consciente de lo estúpido que era enfadarse por la nueva faceta que su hermana estaba exhibiendo, no podía negar que estaba resentida. Quizás porque la jovencita no tenía una sola peca en la piel, tenía el pelo de color castaño, con reflejos cobrizos, y una figura que debía ser la envidia de la mayoría de sus compañeras de clase.

Desde la mesa, Brian observó toda la escena: el efímero destello de irritación que la hermana mayor no había podido disimular, la rebeca de «camuflaje», y hasta la expresión de culpabilidad que cruzó su rostro, provocada por los feos sentimientos que no había sabido dominar en aquel momento.

Brian se levantó, se puso a su lado y contempló sonriendo sus ojos llenos de perplejidad.

– Oye, déjame echar el café por lo menos. Me siento como un parásito sentado aquí, mientras tú no paras.

Cogió la cafetera mientras Theresa desviaba la mirada hacia los huevos que estaba sacando de una cazuela.

– Las tazas están…

Theresa se volvió y descubrió que Amy estaba observándolos.

– Amy te enseñará dónde están.

Estaban empezando a comer cuando Jeff salió de su cuarto arrastrando penosamente los pies descalzos. Llevaba unos pantalones viejos e iba rascándose el pecho y la cabeza simultáneamente.

– Me ha parecido oler a bacon -dijo.

– Y a mí me ha parecido oler a rata -replicó Theresa-. Jeff Brubaker, deberías estar avergonzado. Tener aquí a Brian como invitado, y haberle dejado de ese modo.

Jeff se arrastró hasta una silla y se dejó caer en ella.

– Oh, demonios, a Brian no le importó, ¿verdad, Bry?

– Claro que no. Theresa y yo tuvimos una agradable conversación, y me acosté temprano.

– ¿Qué te ha parecido la vieja «Ojos de Goma»? -interpuso Amy.

– Es exactamente tan atractiva como esperaba después de oír las descripciones de Jeff y ver algunas fotos suyas -contestó Brian.

– ¡Bah!

Jeff apoyó los codos sobre la mesa y estudió de cerca a su hermana pequeña.

– ¡Mirad quién habla! -dijo canturreando-. Anda que la mocosa no ha aprendido unas cuantas cosas de la vieja Ojos de Goma.

– ¡Tengo catorce años, Jeffrey, por si no lo habías notado! -exclamó mirando ferozmente a su hermano-. Y hace más de un año que me pinto.

– ¡Ah! -replicó Jeff recostándose de nuevo-. Le pido perdón, Irma la dulce.

Amy se puso de pie, y habría salido de la cocina hecha una furia si su hermano no la hubiese agarrado del brazo y la hubiese hecho aterrizar en su regazo, dónde se sentó cruzada de brazos obstinadamente y con una expresión de enfado y tolerancia a la vez.

– ¿Te apetece venir con Brian y conmigo a comprar los regalos para papá y mamá? Necesitaré que me ayudéis a elegirlos.

La irritación de Amy se disolvió como por arte de magia.

– ¿Sí? ¿Lo dices en serio, Jeff?

– Por supuesto que sí.

Jeff la levantó de su regazo y le dio una palmadita en el trasero.

– Arregla tu cuarto y saldremos en cuanto acabemos de desayunar.

Cuando se fue, Jeff se quedó mirando la puerta por la que había salido.

– Lleva unos pantalones demasiado ajustados. Mamá debería hablar con ella.


Cuando se quedó sola, Theresa recordó la conversación del desayuno con no demasiado buen humor. ¿Por qué era tan irritante que Jeff hubiese notado la naciente madurez de su hermana? ¿Por qué se sentía sola y abandonada y, tenía que admitirlo, celosa, porque su hermana estuviera acompañando a Brian Scanlon a unas inocentes compras navideñas?

Como tenía la casa para ella sola, se puso ropa más cómoda y se pasó el resto de la mañana hirviendo patatas y huevos para la enorme ensalada que llevarían a la reunión familiar fijada para la noche siguiente, que era Nochebuena. Por la tarde se lavó la cabeza, se dio un baño, se arregló las uñas y revolvió el cuarto de Amy en busca de una pintura de uñas un poco más atrevida que el brillo que usaba normalmente. Encontró una de su hermana y la probó, pero hizo una mueca al pintarse la primera raya. «Sencillamente, no soy una chica sofisticada», pensó. Pero acabó de pintarse la primera uña, y la sostuvo en alto para examinarla críticamente. Al final, se decidió.

Una vez pintadas las uñas, Theresa no se sintió segura de haber hecho lo correcto. Se imaginó la luz de los focos centelleando en sus manos mientras tocaba el violín. «Soy una persona tímida a la que la naturaleza le ha jugado una mala pasada», pensó, pero decidió dejarse las uñas pintadas.

Preparó un asado de carne para la cena y planchó la larga falda negra y la sencilla blusa blanca que componían el atuendo de las mujeres de la orquesta. La blusa se ajustaba a las líneas de su cuerpo, pero en los conciertos no podía disponer de ninguna rebeca para ocultarse.

Estaba sentada al piano haciendo escalas cromáticas para desentumecer los dedos, cuando regresaron Brian y sus hermanos de hacer las compras.

Jeff la llamó a voces y luego siguió la música hasta la sala. Se inclinó sobre el hombro de Theresa, tocó la melodía de Jingle Bells y se fue a continuación de la sala con dos bolsas llenas de paquetes y seguido por Amy, que iba también cargada. Brian apareció de pronto en la puerta, con las mejillas levemente sonrojadas por el aire invernal y la cazadora abierta. Se detuvo con una mano metida en el bolsillo trasero del pantalón y la otra sujetando una bolsa de papel marrón.

– ¿Por qué no tocas algo? -preguntó.

Inmediatamente, las manos de Theresa abandonaron el teclado.

– Oh, sólo estaba desentumeciendo los dedos para el concierto.

– Entonces, desentumécelos un poco más -replicó avanzando un paso más.

– Ya están desentumecidos.

Brian se dirigió hacia el sofá, y Theresa le siguió con la mirada.

– Magnífico, entonces toca una canción.

– No sé tocar rock.

– Ya lo sé. Eres una persona de clase.

Brian sonrió, dejó el paquete sobre el sofá y se quitó la cazadora, sin apartar la vista de ella ni por un momento. Theresa apretó con fuerza las manos.

– Una persona clásica; quería decir -rectificó con una vaga sonrisa-. Así que, tócame algo clásico.

Theresa se puso a tocar sin partitura, permitiéndose a veces cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás, y Brian atisbo en algunos momentos su expresión de estar como embrujada. Cuando abría los ojos, no los fijaba en nada concreto, y a Brian no le cabía la menor duda de que se olvidaba completamente de su presencia. Volvió a observar sus manos. Frágiles, de dedos alargados y muñecas delicadas… Con qué sutileza se movían. En una ocasión Theresa sonrió, ladeando la cabeza mientras de las yemas de sus dedos brotaban unos acordes trepidantes y ella entraba en ese mundo cautivador que Brian tan bien conocía y comprendía.

Contemplar el lenguaje de sus manos, de su cuerpo, era como tener la canción no sólo expresada en sonidos, sino también en imágenes. Pensó que la música provocaba en Theresa el mismo efecto que un fuelle sobre unas ascuas, e intuyó las pasiones que yacían ocultas dentro de aquella mujer, cuya conducta normalmente tímida jamás daba el menor indicio de sentimientos tan ardientes.

Cuando acabó la canción, las manos se quedaron inmóviles sobre las teclas, y Brian supo sobre seguro que el corazón de Theresa debía estar latiendo con tanta fuerza como el suyo propio.

Brian puso una mano sobre el hombro de Theresa y ésta se sobresaltó, como si saliera de un sueño.

– Es una música muy agradable -la elogió suavemente.

Theresa sintió el calor de su mano en la carne.

– Creo recordar una película que utilizaba esa música como tema principal -añadió Brian.

– La historia de Eddy Duchin.

Brian apartó la mano, haciendo desear a Theresa que no lo hubiera hecho.

– Sí, eso es. Tyrone Power y…

– Kim Novak.

– Eso es. Kim Novak.

Brian observó la postura de Theresa, el modo en que doblaba los hombros para minimizar la exuberancia de sus senos, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la mirada en su rostro.

– Es de Chopin, uno de mis compositores favoritos.

– Chopin. Lo recordaré. ¿Esta noche también tocarás algo suyo?

Brian estaba muy cerca de Theresa, y cuando ésta alzó la vista, se topó con su mirada. Desde aquel ángulo, la costura que cruzaba el suéter blanco otorgaba a su torso un aspecto desmesuradamente ancho y musculoso. Su voz era dulce y suave como la miel. La mayor parte del tiempo hablaba en ese tono, que era un bálsamo para sus oídos después de las ruidosas bromas de Jeff y la estridencia de las órdenes de su madre.

– No, esta noche será todo música navideña. Empezaremos con Joy to the World, y luego tocaremos un villancico francés muy poco conocido. Seguiremos con…

Theresa cayó en la cuenta de que probablemente a Brian le traería sin cuidado el programa del concierto y cerró la boca.

– ¿Con?

– Nada especial, las cosas típicas de Navidad.

A Theresa empezaba a desquiciarle los nervios la proximidad de Brian y la forma en que parecía estar analizando todas sus facetas, como si estuviera clasificando las cosas positivas y negativas en su mente. De repente, Theresa deseó saber pintarse tan bien como su hermana. Quizá así pudiera disimular sus pestañas tan claras, o realzar menos sus mejillas. En fin, todas esas cosas que Brian podría detectar a tan corta distancia.

– Tengo que pelar patatas para la cena.

Después de inventarse esa excusa, Theresa se levantó y huyó a la cocina, dónde se puso un delantal para proteger la blusa blanca mientras trabajaba.

Poco tiempo después regresaron sus padres del trabajo y en la confusión de la cena, el tranquilo momento con Brian pasó a un último plano en la mente de Theresa. Pero cuando estaba preparándose para salir corriendo con el violín bajo el brazo y el abrigo gris puesto, se quedó parada en el medio de la cocina. Allí estaba Brian, con un paño de secar la vajilla en las manos, y Amy, con los brazos hundidos en la pila y sin haber musitado ni una sola de sus acostumbradas protestas cuando le encargaban ese trabajo.

– Siento tener que salir corriendo, pero debemos estar en nuestros puestos y listos para afinar a las siete menos cuarto.

Jeff estaba hablando con Patricia por teléfono.

– Espera un momento -dijo, y tapó el aparato-. Oye, hermana, hazlo bien, ¿eh?

Theresa levantó el pulgar en señal de triunfo y se dirigió hacia la puerta, que Brian mantenía abierta con una mano mientras con la otra sujetaba el paño y el vaso que había estado secando.

– Buena suerte -dijo él suavemente, y sus ojos verdes se clavaron en su rostro de un modo que resucitó la intimidad que habían compartido junto al piano.

El aire frío se deslizaba por sus piernas, pero ninguno parecía notarlo mientras se miraban. Theresa sintió que la música de Chopin volvía a sonar en su corazón.

– Gracias -dijo por fin-. Y gracias también por sustituirme en recoger la mesa.

– Cuando quieras…

Brian sonrió y rozó con la mano la barbilla de Theresa con tanta suavidad que ella se preguntó si lo habría soñado cuando salió a la fría noche.


La gala anual de Navidad de la Burnsville Civic Orchestra se celebraba todos los años en el auditorio del Instituto de Enseñanza Media de Burnsville. Se abrió el telón cuando los músicos estaban abriéndose paso hacia sus puestos en medio del característico bullicio y el ruido de los atriles y las sillas. Salió el director y comenzó la afinación. El monótono sonido de las notas llenó el espacio abovedado del auditorio y poco a poco aumentaron los murmullos del público que iba llenando la sala. Todavía estaban apagadas las candilejas, y desde su puesto en primera línea, Theresa podía ver con claridad los pasillos.

Estaba deslizando su arco sobre un trozo de resina, cuando cesaron sus movimientos y sus labios se entreabrieron en ademán de sorpresa. Abajo, entrando en fila, estaba su familia al completo, además de Patricia Gluek y, por supuesto, Brian Scanlon. Se acomodaron en el centro de la cuarta fila, desprendiéndose de guantes y chaquetas, mientras a Theresa le comenzaban a sudar las manos. Prácticamente, llevaba toda la vida tocando el violín, y hacía muchos años que había perdido el miedo al escenario, pero en aquel momento sintió una desagradable sensación de aprensión en el estómago. Amy la saludó disimuladamente agitando la mano de forma apenas perceptible, y Theresa respondió con un saludo de la misma guisa. Luego miró hacia el asiento contiguo al de Amy y descubrió a Brian devolviéndole el saludo. «¡Oh, no! ¿Habrá pensado que le estaba saludando a él?», pensó. Veinticinco años y saludando igual que sus alumnos de primer grado cuando localizaban entre el público a sus padres.

Pero, antes de que pudiese ponerse más nerviosa, se encendieron las candilejas y el director dio unos golpecitos con la batuta en el borde de su atril. Se puso rígida y se apartó del respaldo de la silla, colocando el violín en posición cuando el director alzó los brazos y dio la nota de obertura de Joy to the World.

A mitad de la canción Theresa se dio cuenta de que jamás había tocado el violín tan bien. Luego, como solista, tuvo que ejecutar un solo y el instrumento pareció cobrar vida bajo sus dedos.

Comenzó tocando para él, pero acabó tocando para sí misma, como requiere la verdadera esencia de la música. Se olvidó de que Brian estaba entre el público y perdió las inhibiciones que la invadían en su vida cotidiana.

Desde la sala en penumbra, él la observaba… no veía a nadie sino a ella. El pelo rojo y las pecas, cuyo brillo le había resultado demasiado llamativo la primera vez que la vio, cobraban sentido debido al ardor apasionado con que se integraba en la música. Observó que sus ojos se cerraron varias veces. En otras ocasiones sonrió y, de alguna manera, Brian supo con certeza que no se daba cuenta de que lo estaba haciendo.

El concierto finalizó con un bis de Joy to the World y el último clamor de aplausos hizo que todos los miembros de la orquesta se pusieran en pie para inclinarse al unísono.

Cuando se encendieron las luces, la mirada de Theresa se deslizó a lo largo de la línea de caras conocidas que había en la fila cuatro, pero al final quedó fija en Brian, el cual estaba aplaudiendo con una sonrisa llena de orgullo, igual que los demás. Theresa le devolvió el gesto con una sonrisa de oreja a oreja, y había deseado que supiera que no era para los otros, sino sólo para él. Brian dejó de aplaudir y le hizo una seña de triunfo levantando los pulgares. Theresa sintió una grata sensación de satisfacción cuando volvió a sentarse para guardar el violín en su funda.

Estaban esperándola en el vestíbulo cuando salió con los guantes y el abrigo puestos, y el violín bajo el brazo.

Todos empezaron a hablar a la vez, hasta que al fin Theresa tuvo la oportunidad de preguntarles agradecida:

– ¿Por qué no me dijisteis que vendríais?

– Queríamos darte una sorpresa. Además, pensamos que podríamos ponerte nerviosa.

– ¡Bien, pues lo habéis conseguido! ¡No, no es cierto! Oh, no sé ni lo que estoy diciendo, excepto que saber que estabais entre el público ha hecho del concierto algo muy especial. Gracias a todos por haber venido.

– Lo has hecho muy bien, hermana -dijo Jeff abrazándola.

Entonces Margaret asumió el mando.

– Tenemos que adornar el árbol esta noche, y ya sabéis que vuestro padre siempre tiene problemas con las luces. ¡En marcha!

Se dirigieron hacia el aparcamiento y Theresa preguntó:

– ¿Viene alguien conmigo?

Se dio cuenta de que Amy estaba reservándose su respuesta hasta ver lo que decía Brian.

– Yo voy contigo -dijo Brian, poniéndose a su lado y quitándole el violín de las manos.

– Yo también… -comenzó Amy, pero Margaret la interrumpió en medio de la frase.

– Tú vendrás con nosotros, Amy. Quiero que vayas a comprar leche de camino a casa.

– ¿Jeff? ¿Patricia? -insistió Theresa, sintiendo que había obligado a Brian a decir sí, ya que nadie más lo había hecho.

– Patricia se dejó el bolso en el coche de papá, así que iremos con ellos.

Los dos grupos se separaron y, mientras se dirigía hacia su pequeño Toyota gris, Theresa tuvo la sospecha de que Patricia no se había separado de su bolso en ningún momento.

Se instalaron en el coche y Theresa puso una cinta. La música de Rachmaninoff los envolvió.

– Lo siento -dijo Theresa de pronto, quitando la cinta.

Sin ninguna vacilación, Brian volvió a ponerla.

– Me da la sensación de que crees que soy un fanático del rock duro. La música es la música. Si es buena, me gusta.

Rodaron a través de la noche iluminada por la luna con el encanto y la fuerza de Rachmaninoff acompañándolos, seguido por los compases mucho más suaves del Liebestraum de Listz. Cuando la dulce melodía resonó en sus oídos, Theresa pensó en su traducción, Sueño de Amor. Pero mantuvo la mirada fija en la carretera, pensando que tenía desatada la imaginación a causa del entusiasmo del concierto y la Navidad. Pero no era sólo el concierto y ni siquiera que Jeff estuviera en casa, lo que hacía que aquellas Navidades fuesen tan especiales. Era Brian Scanlon.

– Vi que seguías el ritmo con los pies -dijo en tono burlón.

– ¿Y?

– Signo evidente de una bailarina.

– Todavía estoy pensándolo.

– Estupendo. Porque ya no tengo muchas oportunidades de bailar. Siempre estoy promocionando la música.

– No te preocupes. Si yo no voy, habrá muchas chicas.

– Eso es lo que me preocupa. Chicas sin ritmo que me harán polvo los pies y no pararán de hablar.

– ¿No te gusta hablar cuando bailas?

Theresa siempre se había imaginado que las parejas aprovechaban la proximidad del baile para intercambiar intimidades.

– No especialmente.

– Yo creía que los hombres y las mujeres aprovechaban esos momentos para susurrarse… bueno, lo que se conoce como «dulces naderías».

Brian volvió la cabeza para observar su rostro, sonriendo por la anticuada expresión y preguntándose si conocía alguna otra mujer que la utilizara.

– ¿Dulces naderías?

Theresa intuyó que sonreía, pero mantuvo los ojos en la carretera.

– Yo no tengo conocimiento directo de ninguna, compréndelo.

– Lo comprendo. Yo tampoco.

– Pero pensaré lo del baile.

– Yo ya lo he hecho. Y no me parece una idea nada mala.

Theresa pensó que a pesar de no saber nada de dulces naderías, ella y Brian estaban intercambiándolas en aquel mismísimo instante.

Llegaron a la casa antes que los demás, y Theresa se excusó para marcharse a su cuarto a ponerse de nuevo los vaqueros, la blusa y la rebeca. Desde su cuarto podía oír las notas suaves e inseguras de una canción de moda que Brian estaba sacando del piano con un solo dedo. Estaba de pie, con un pulgar enganchado en el bolsillo trasero de los pantalones, mientras pulsaba distraídamente las teclas con el dedo índice. Alzó la vista. Theresa se cruzó de brazos, y se quedó pensando en todo lo que le gustaba de él… la forma de sus cejas, su forma de hablar pausada, que hacía que se sintiera mucho más a gusto cuanto más tiempo pasaba con él…

– Me ha gustado mucho el concierto.

– Me alegro.

– Es la primera vez que veo a una orquesta en directo.

– No es nada en comparación con la Minneapolis Orchestra. Tendrías que oírla.

– Tal vez la oiga algún día. ¿Tocan cosas de Chopin?

– ¡Oh, tocan de todo! Y el Orchestra Hall es definitivamente increíble. La acústica de la sala es mundialmente famosa. El techo se compone de grandes cupos blancos de todos los tamaños que parecen haber sido lanzados allí y pegados en ángulos extraños. Las notas rebotan en los cubos y…

Theresa había alzado la vista como esperando que el techo de la sala estuviera compuesto por los mismos cubos que estaba describiendo, y en su animación no se dio cuenta del aspecto tan juvenil y atractivo que tenía, ni de que había abierto los brazos de lado a lado.

Cuando bajó la vista, descubrió a Brian sonriendo divertido.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y el alboroto comenzó una vez más.

Cuando la familia Brubaker decoraba su árbol de Navidad, la escena era como un circo con Margaret en el papel de directora. Repartía órdenes a diestro y siniestro: decía qué lado del árbol debía dar al frente, quién debería recoger las agujas de pino esparcidas por la alfombra, quién debería decorar el árbol… El pobre Willard tenía problemas con las luces del árbol, eso era cierto, pero su mayor problema era su mujer.

– Willard quiero que coloques esa luz roja debajo de la rama en vez de encima. Hay un hueco muy grande allí.

Jeff cogió a su madre por la cintura, la balanceó jugueteando y luego le dio un beso silencioso.

– Sí, mi pequeña tortolita. Cierra la boca, mi pequeña tortolita -se burló, ganándose a cambio una sonrisa.

– Habla a tu madre de ese modo, Jeffrey. Pero no olvides que aún te podría dar una buena zurra -le dijo, pero con una sonrisa de oreja a oreja-. Patricia, quítame a este chico de encima.

Patricia se abalanzó sobre Jeff y los dos acabaron en el sofá haciéndose cosquillas entre risas.

Margaret había puesto música navideña en el tocadiscos de la sala, pero Amy también había encendido el suyo en su cuarto, como de costumbre, con rock a todo volumen, y aunque tenía la puerta cerrada las músicas se entremezclaban creando una gran confusión. Jeff canturreaba ambas alternativamente con su voz profunda y áspera y, cuando llegó el momento de colocar los adornos, el teléfono había sonado cuatro veces por lo menos… todas para Amy.

Brian podría haberse sentido fuera de lugar si Patricia no hubiese estado allí también. Cuando llegó la hora de repartir los adornos, para que todos los colocaran a Patricia le dieron un montón, lo mismo que a él. Haber dicho que no era también su árbol de Navidad hubiera sido grosero. Así que Brian se encontró junto a Theresa colgando las relucientes tiras plateadas en las ramas altas mientras ella hacía otro tanto en las más bajas. Patricia y Jeff se habían colocado en el otro lado del árbol, y los señores Brubaker se sentaron para observar aquella parte de la decoración. Amy seguía hablando por teléfono, interrumpiendo de vez en cuando su conversación para ofrecerles algún consejo oportuno.

Acabaron aquella velada tomando sidra y rollitos de canela alrededor de la mesa de la cocina. Eran casi las once cuando terminaron de comer. Margaret se levantó y comenzó a recoger los platos sucios.

– Bueno, creo que ya es hora de que lleve a Patricia a su casa -declaró Jeff-. ¿Queréis venir vosotros dos?

Theresa y Brian alzaron la vista y contestaron a la vez.

– No, yo me quedaré aquí para ordenar esto un poco.

– A mí no me apetece salir otra vez con el frío que hace.

Theresa relevó a su madre de la tarea que había comenzado.

– Estás cansada, mamá. Yo terminaré de recogerlo todo.

Margaret asintió agradecida y se fue a la cama con Willard, ordenando a Amy que se retirase también. Cuando la puerta se cerró tras Jeff y Patricia, sólo quedaban Theresa y Brian en la cocina. Ella llenó el fregadero de agua espumosa y comenzó a fregar los platos.

– Yo los secaré.

– No hace falta; hay muy pocos.

Rechazando su propuesta, Brian cogió el paño y se puso a su lado. Theresa percibía que Brian se sentía a gusto en silencio, a diferencia de la mayoría de la gente. Podía pasarse largos ratos en silencio sin sentir la necesidad de llenarlos de palabras. Sólo se oía el murmullo del agua y el sonido metálico de los platos.

Después de colgar los paños mojados y apagar todas las luces excepto la pequeña que había sobre la cocina, Theresa sacó un bote de crema de un armario, consciente de que Brian observaba en silencio mientras extendía la crema sobre sus manos.

– Vamos a sentarnos un rato en la sala -sugirió Brian.

Theresa iba delante y se sentó en un extremo del sofá, mientras que Brian se sentó en el opuesto. De nuevo reinó el silencio, y de nuevo fue más relajante que incómodo. Con las luces del árbol, Theresa se sentía como si estuviese dentro de un arco iris.

– Tienes una familia maravillosa -dijo Brian por fin.

– Lo sé.

– Pero empiezo a comprender por qué tu padre necesita de vez en cuando pasar un rato tranquilo mirando los pájaros.

Theresa dejó escapar una risa.

– A veces hay un poco de jaleo. Sobre todo cuando Jeff está en casa.

– Pero me gusta. Yo no recuerdo ningún ruido alegre de mi casa.

– ¿No tienes ningún hermano?

– Sí, una hermana, pero tiene ocho años más que yo y vive en Jamaica. Su marido se dedica a un negocio de exportación. Nunca intimamos demasiado.

– ¿Y tus padres? Tus verdaderos padres, quiero decir. ¿Qué tal te llevabas con ellos?

Brian se quedó mirando las luces del árbol, pensando la respuesta. A Theresa le gustó el detalle. Nada de respuestas impulsivas a preguntas importantes.

– Con mi padre no me llevaba mal; con mi madre, no me llevaba.

– ¿Por qué?

– No lo sé. ¿Por qué hay algunas familias como la tuya y otras como la mía? Si alguien supiera la respuesta, el mundo tal vez sería más feliz.

Su respuesta hizo que se volviera y se encontrara directamente con sus ojos.

Había cosas dentro de aquel hombre que hablaban de una profundidad de carácter que Theresa admiraba cada vez más. Aunque en realidad tenía solamente dos años más que Jeff, parecía mucho mayor que Jeff… incluso mayor que ella misma, pensó. Quizás el haber perdido a su familia había provocado esa madurez temprana. De repente, Theresa pensó en lo horrible que debía ser no tener ningún lugar al que llamar hogar. Ella misma llevaba anclada en su casa más tiempo del aconsejable. Pero lo suyo era otra cosa. Brian dejaría las Fuerzas Aéreas el verano siguiente, y entonces no habría ninguna madre esperándole con pasteles de chocolate. Ningún hermano con el que bromear o ir de compras. Ninguna vieja amiga esperándole con los brazos abiertos…

Pero, ¿cómo estaba tan segura?

– Entonces, ¿no te queda nadie en Chicago?

– Como ya hemos descartado a padres y hermanos, supongo que te refieres a viejos amores.

Theresa bajó la mirada, esperando que las luces rojas del árbol disimulasen el calor que ascendía por su cuello.

– No, no hay ninguna chica esperándome en Chicago.

– Yo no…

– Da lo mismo. Tal vez sólo quería que lo supieras.

El silencio que siguió no podía considerarse relajado, a diferencia de lo que había sucedido anteriormente. Estaba lleno de inquietud.

– Creo que voy a acostarme ya -anunció Brian tranquilamente, sorprendiendo a Theresa.

Ella no era absolutamente candida. Ya había estado sentada en sofás con hombres en otras ocasiones, y después de conversaciones como esa siempre se había producido el «salto».

Pero Brian se puso de pie y se quedó contemplando el árbol un minuto más. Luego contempló a Theresa por un tiempo similar, antes de levantar la mano y murmurar suavemente:

– Buenas noches, Theresa.

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