DIECINUEVE

Allí afuera, en una mesa situada en la colorida rosaleda, pletórica en su floración, estaba Oriol, frente a un periódico, sorbiendo café. Al estallido de colores sobre el verde brillante de las hojas se sumaba el sol, prodigándose en manchas brillantes entre las sombras que los árboles proyectaban. Una brisa suave añadía movimiento a la escena y acariciaba mi piel.

Me detuve a contemplarle y me pareció una escena sacada de uno de los cuadros de jardines pintados por Santiago Rusiñol y que colgaban de las paredes de la casona; estaba segura de que alguno de aquellos lienzos reproducía aquel mismo jardín. Llené los pulmones de aire y me di cuenta de que toda la aprensión que el relato alquimista de Alicia me provocó había desaparecido. Me concentré en Oriol, que continuaba leyendo sin percatarse de mi presencia, y me dije que, aunque cambiado, seguía siendo el mismo muchacho del que me enamoré de niña.

– Buenos días -le saludé sonriendo.

– Buenos días.

– Me alegro de que estés aquí -dije para tantearle- y no hayas pasado la noche ocupando alguna propiedad.

Me miró con picardía, invitándome con un gesto a tomar asiento.

Lo hice y empezando a mordisquear una tostada insistí en el tema.

– Me han dicho que cuando no estás dando clases en la universidad te dedicas a ocupar propiedades ajenas.

Me volvió a lanzar esa mirada como diciendo ¿quieres guerra, verdad? Y al fin respondió:

– Propiedades abandonadas -y tomó un sorbo de café-. Hay gente que no tiene hogar y niños pobres que precisan educación y entretenimiento cuando no están en la escuela. Usar una propiedad que a nadie aprovecha, vacía a la espera de que la especulación haga subir el mercado inmobiliario, para ayudar al prójimo es un acto de caridad. No un delito.

– Podrías traerlos aquí; hay mucho espacio que no usáis.

Se echó a reír, estaba encantador. Con tranquilidad extendió mantequilla y mermelada de naranja en su tostada. Arrugó la frente simulando pensar, después empezó a comer moviendo la cabeza con gestos afirmativos, como dándome la razón.

– No es mala idea. Y no lo hago por dos motivos.

– ¿Cuáles?

– Primero, porque mi madre me asesinaría -yo reí.

– Y el segundo, porque esto no está desocupado.

– Pero hay espacio para más gente, ¿por qué no alojas a alguien? -le quería acorralar.

– ¡Anda, abogadilla! -sus ojos azules se clavaron en los míos con una mirada divertida-. Déjame que sea un poco inconsistente en mis principios. Además, mi mamá ya le está dando cobijo a una pobre chica americana, ¿verdad?

No respondí y sonriendo me concentré en el sabor del café, en el placer de la mañana de sol y en recorrer con la vista los árboles, los rosales en flor, el bien cuidado césped y a admirarlo a él, sin disimulos. Disfrutaba del momento.

– Has crecido, muchachote -le dije-. Ya no tienes granitos y estás muy guapo.

Él rió.

– La costumbre en este país es que sea el hombre quien piropee a la chica y no al revés.

– Bueno, pues hazlo -y levanté la barbilla desafiante-. Pero hazlo con mejor estilo que el de ayer noche, por favor.

Me dije «Cristina, estás coqueteando, cuidado, que es pronto. No te pases». Pero ya estaba en marcha y no me apetecía frenar.

Otra vez su mirada divertida. Se tomó su tiempo con el café, las tostadas y lo demás… me hacía esperar. Me dije que sabía controlar bien las pausas, que no se precipitaba y esquivaba bien los ataques tal como hizo cuando cuestioné sus principios. Hubiera sido un buen abogado.

– Tú también has crecido, marimandona -eso era un golpe bajo, me dije. Con ese apodo no muy halagüeño me distinguía Luis y no estaba bien que él lo hiciera-. Tenías unas tetitas de nada y mira qué hermoso promontorio luces ahora. Si no tienen trampa, claro.

– No tienen trampa -me apresuré a aclarar.

No esperaba ese tipo de respuesta. Él hizo otra pausa, como evaluándome. De no tener una buena opinión de mí misma, estaría muy, pero que muy incómoda. Pensé que lo hacía aposta, que por alguna razón me quería castigar.

– Y tu trasero. ¡Qué bonitas redondeces!

– ¿Insinúas que lo tengo gordo?

– No, yo diría que es casi perfecto. Las sillas se deben de poner muy contentas cuando se lo depositas encima.

– ¡Qué gracioso! -repuse. Él me miraba divertido, descarado. «No», me dije, «no puede ser homosexual como pretende Luis. Ni el capón que yo me figuraba ayer noche. Pero quién sabe, igual disimula, lo es, y por eso usa ese lenguaje entre soez y cáustico, para desanimarme y mantenerme alejada». Quizá me había mostrado demasiado atrevida.

– Estás muy guapa -concluyó.

– Gracias. Te ha costado decirlo. Aunque no has aprendido demasiado desde ayer noche -y luego de mirarnos con una sonrisa volvimos al desayuno. A pesar de lo poco refinado de los elogios de Oriol y de su agresividad solapada, me sentía feliz y saboreaba el instante. Pero de repente, como en un arrebato, me vino eso que había guardado por tanto tiempo.

– ¿Por qué jamás me escribiste? -le reproché de pronto-. ¿Por qué nunca contestaste mis cartas?

Se quedó mirándome serio. Como si no supiera de lo que le estaba hablando.

– Tú y yo nos decíamos novios. ¿No te acuerdas? Quedamos en que nos escribiríamos -notaba que me salía de dentro una decepción, un dolorcillo, un resentimiento antiguo-. Mentiste.

Continuaba mirándome con sus ojos azules abriéndose con asombro.

– No, no es verdad -dijo al fin.

– Sí, ¡sí lo es! -afirmé yo. Estaba indignada. ¡Cómo podía decir eso! ¡Sería desgraciado! Me esforcé para evitar que se me humedecieran los ojos.

– No. No es verdad -repitió.

– ¿Cómo puedes negarlo? -hice una pausa para respirar hondo-. Niega que nos besamos en aquella tormenta del último verano en la Costa Brava. Y que luego volvimos a hacerlo a escondidas. Aquí mismo, en este jardín; bajo aquel árbol -y me callé. Estaba furiosa y triste. Oriol pretendía robarme el mejor de mis recuerdos de la adolescencia. Estuve a punto de decirle: «Si eres gay y te arrepientes de aquello, dímelo ya. Pero no me mientas». Me sentía muy dolida. Ese sinvergüenza no había contestado mis cartas y ahora se hacía el ignorante-. Niégalo si tienes tripas para hacerlo -insistí. Por un instante iba a decir cojones en lugar de tripas, pero al final me pude controlar y usé lo más cercano que me vino a la cabeza. La traducción en versión suave de la expresión americana.

– Claro que me acuerdo. Nos besábamos y éramos novios. O al menos eso decíamos. Y prometimos escribirnos -estaba serio-. Pero yo no recibí carta alguna tuya y las que yo te envié jamás encontraron respuesta.

Me quedé mirándolo boquiabierta.

– ¿Me escribiste?

Pero en aquel momento apareció Luis, sonriente, y le odié por interrumpir. Cuando alguien tiene la habilidad de fastidiar la usa hasta sin saberlo.

Empezó a charlotear y yo me quedé dudando si Oriol me mentía al decir que escribió.

En la comida hablamos sin recatos sobre el testamento, sobre el tesoro, Alicia nos alentaba a ello. Parecía tan entusiasmada o más que nosotros. Quedó claro desde el primer momento que sería difícil excluirla. No me había dado cuenta, al aceptar su invitación, de que éste era el precio a pagar… O al menos parte de él. Y nosotros estábamos demasiado excitados para callarnos o hablar de otra cosa. Tampoco se moderó Luis, a pesar de las advertencias sobre la madre de Oriol que él mismo me había hecho. Me dio la impresión de que Alicia lo tenía todo planeado. Que sabía lo del tesoro antes que nosotros, que conocía cosas que aún ignorábamos. No hablaba demasiado, escuchaba para formular la pregunta pertinente y después ponderar la respuesta observándonos con atención. El recuerdo de su trance contemplando mi anillo, de sus referencias alquímicas me inquietaba. ¿Qué era lo que esa mujer sabía y callaba?

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