CUARENTA Y SIETE

Pasaron unos minutos sin que aflojáramos nuestro abrazo y luego lo hicimos poco a poco.

– Hay que ver si la cueva tiene otra salida -murmuró Oriol a mi oído.

Nos levantamos y revisamos la gruta. La laguna interna continuaba su movimiento, de vaivén; el oleaje exterior no había cesado. Hasta nosotros llegaba su murmullo incansable.

Estábamos en una plataforma relativamente lisa aunque salpicada de piedrecillas y el rayo de sol, que entraba por una grieta unos tres metros por encima de nuestras cabezas, había bajado haciendo un giro de izquierda a derecha sobre la pared rocosa del lado de tierra.

Y allí estaba, un metro más allá del lugar iluminado, pintada sobre la pared: una cruz roja patada. Como la de mi anillo.

– ¡Mira! -señalé a Oriol.

– Está colocada para que le dé el sol de mediodía -comentó después de observarla-. Esta cueva es un escondrijo perfecto.

Entonces aquel rayo de esperanza se apagó y miramos sobresaltados hacia la rendija.

– Son las pardelas que anidan en la grieta -me informó Oriol al observar-. Aquí tienen un buen refugio -un aleteo vino a refrendar sus palabras.

Después añadió abrazándome por el hombro:

– No te preocupes. No se atreverán a entrar, no con este mar. Esperarán a que salgamos.

Me miró a los ojos. Ahora sí podía ver el azul en ellos.

– Lo siento. Siento mucho haberte metido en esto.

– No has sido tú -repuse-. Ya soy mayor de edad, y enteramente responsable de lo que me pueda pasar.

Me abracé a él y nuestros cuerpos desnudos tomaron calor, energía nueva. Fue otro abrazo largo, sin prisas y al soltarnos recuperamos nuestro interés por una posible salida. La rendija por donde entraba la luz estaba encima del agua sobre una pared casi lisa, era inaccesible y pequeña. Imposible salir por allí. A la izquierda de la repisa donde nos encontrábamos, la gruta estaba cegada por grandes bloques de piedra. Inamovibles. Siguiendo hacia la derecha, por el camino que le esperaba al rayo de sol, la cueva continuaba en un fondo de cantos rodados que penetraba en el agua y después de un par de metros volvía a salir al seco. Siguiendo esa senda, a la altura de un metro y medio sobre la superficie líquida, se abría una repisa paralela, más profunda. Estaba oscuro y enfoqué con mi linterna. ¡Había un cofre!

– ¡El tesoro! -exclamé sin excesivo entusiasmo.

Oriol no dijo nada y sin pararnos a comprobar el hallazgo continuamos en aquella dirección buscando una salida. La pared de roca se estrechaba y el suelo subía hasta que quedó un pasaje corto cerrado por grandes rocas. No se podía continuar.

– Eso es todo -suspiró él-. No hay vía de escape.

– Nosotros, el tesoro y la muerte -dije pensativa.

– Al menos moriremos ricos -quiso bromear.

– ¿No quieres verlo?

– Sí, claro.

Enfoqué el haz de mi linterna al baúl. Era un cofre de dimensiones medianas, de madera reforzada con tiras de metal remachado y que se conservaba en un sorprendente buen estado.

– No tiene cierres ni candado -comentó Oriol.

– No los necesita.

Puso su mano sobre la tapa y la levantó sin dificultad.

La luz de la linterna nos dejó ver… piedras. Pero comunes. Un montón de piedras, piedras vulgares, cantos rodados… de los que había a millones en aquella parte de la isla.

Oriol empezó a sacarlas tirándolas por el suelo; parecía haberse vuelto loco.

– ¡No hay tesoro! ¡No hay tesoro! -iba gritando conforme alcanzaba el fondo sin encontrar más que pedruscos.

Se giró mirándome con una sonrisa feliz. Tenía algo en la mano.

– ¡Estamos salvados! -exclamó-. ¡No hay tesoro!

– Artur -dije como atontada-. ¿No nos va a matar?

– ¡Ya no! ¿Para qué? Artur es un tipo racional, un hombre de negocios. No, no lo hará, no se va a exponer por nada. Quizá le gustara hacerlo, pero para él esto es un juego de probabilidades y recompensas. Si no hay beneficio, no se asume riesgo.

Yo no estaba tan segura. Para el anticuario aquello era más que un negocio; recordé sus palabras sobre la deuda de sangre, pero no quise desanimar a mi amigo.

– ¿Qué tienes en la mano? -le pregunté.

– Parece una nota. Una nota protegida por un plástico.

Era de Enric y ponía:


Queridos míos. Espero y confío en que algún día leáis esto. ¡Habéis encontrado el tesoro! Ya sois mayores para recompensas de caramelos y chocolates, pero espero que no seáis ni tan jóvenes ni tan viejos como para no disfrutar de la experiencia. Si habéis llegado hasta aquí, habréis vivido días que nunca olvidaréis. Ése es el tesoro de la vida. Que sepáis vivir el resto de ella.


Os quiere, Enric


Nos quedamos en silencio, pensativos. Todo era un juego, una broma. Lo mismo que cuando éramos niños pero en grande.

Carpe diem -murmuré.

Bendito era el juego que nos salvaba la vida. Ahora ya podía pensar más allá de aquellas paredes de roca, más allá del mar y del océano. No estaba aún muy segura de la reacción de Artur, pero nuestra supervivencia era más que probable. Y todo empezó a cambiar. Me di cuenta de que fuera de los escarpines estaba completamente desnuda y sentí un pudor del que antes me había olvidado. Busqué mi pijama con la linterna y me dirigí a él para cubrirme. Me sentía culpable. Era yo, la que había iniciado el intercambio con Oriol, quizá le había forzado. Yo, luciendo en mi mano el anillo de prometida. Aquello estaba mal, muy mal. Una cosa era desearlo y otra hacerlo. Quizá Oriol leyera mi semblante culpable, lo cierto es que me sujetó del brazo me atrajo hacia él y me besó. Me dejé llevar e hicimos de nuevo el amor. Quedó muy claro: aquello le gustaba. Estuvo bien, pero no fue como antes; en esta ocasión sí que noté las piedras.


Nos quedamos sentados uno al lado del otro, tocándonos, y cuando pasó el segundo acaloramiento empecé a sentir frío.

– Había detalles muy extraños -Oriol empezó a hablar, mientras hilaba ideas-. Pero estaba tan obcecado con la aventura que no quería ver. Mensajes antiguos ocultos bajo una pintura. ¡Qué tontería! Eso es de novela, poco original y nada realista. Hoy, en el siglo XXI, tenemos medios para sacar a la luz dibujos rechazados y luego cubiertos por otras pinturas. Pero en el siglo XIII a nadie se le ocurriría esconder un mensaje de esa forma, a no ser que se deseara que quedara oculto para siempre -en su voz sonaba la decepción.

«Somos seres extraños», pensé. «Minutos antes estallábamos de felicidad al saber que todo era una invención, que salvábamos la vida y ahora Oriol, una vez olvidado el miedo, se lamenta.»

– Pero las tablas son auténticas. ¿No es así?

– Sí lo son, pero mi padre, que era un gran restaurador, las manipuló. Hizo las inscripciones con tanto estilo que nos engañó a todos los que las vimos. También hizo un gran trabajo escribiendo los legajos.

– ¿Son falsos?

– El engaño de las tablas lo hace suponer. Y aunque hay detalles sorprendentemente realistas y lo allí descrito coincide exactamente con la historia, bien pudo haberlo inventado todo.

– ¿Crees que Arnau d'Estopinyá es un personaje ficticio? -ahora yo también me sentía decepcionada-. ¿Y el anillo? ¿De dónde salió el anillo?

– No sé de dónde salió el anillo. Pero Arnau sí que existió; su nombre aparece en los documentos de la encomienda templaria de Peñíscola y en los informes de la Inquisición. Lo que no puedo precisar es qué parte de esa historia es cierta y cuál invención de mi padre.

– Pero Enric estaba convencido de que había un tesoro. Mató por ello.

– No creo que matara por dinero. Quizá lo hizo por su ética particular, por su código propio de honor. Sí que andaba detrás de un tesoro, pero todo indica que no fue capaz de encontrarlo y en su lugar montó uno de sus juegos, el póstumo -calló un momento para exclamar:

– ¡Debía haberme dado cuenta!

– ¿De qué?

– Mi padre nos trajo varias veces a esta isla, le encantaban sus fondos marinos. Él la conocía bien, hacía buceo a pulmón y con botella. Demasiada coincidencia.

– ¿Y qué importa eso ahora? -el sol iluminaba ya la cruz en la pared y su claridad me permitía verla bien sin linterna. Le sonreí. Él me devolvió la sonrisa-. ¡Vamos a vivir! ¿Te das cuenta?


Sentía una sed terrible y eso evidenció que debíamos salir de aquel lugar irreal, de aquella gruta de las maravillas, antes de perder más fuerzas. El mar afuera, a juzgar por los altibajos del lago interior, continuaba revuelto. Oriol quería salir primero, a pulmón y sin equipo y yo le convencí de que aguardara hasta media hora después de mi propia salida. Artur me creería más a mí y tomaría menos mal la noticia si era yo quien se la comunicaba. Esperaba que sus partes doloridas estuvieran mejor y que no fuera demasiado rencoroso.

Mi salida fue fácil. Bajamos ambos, con el chaquetón vacío de aire, hasta la altura del túnel submarino respirando cada uno por una de las boquillas y cuando ya estaba yo prácticamente fuera me pasó el chaquetón. Le dejé a él la linterna; a partir de aquel punto la luz exterior marcaba el camino.

Respiraba bien y nadé hacia el fondo y hacia mar abierto para sortear las olas y su choque contra el acantilado. Cuando me sentí a una distancia razonable y la resaca del fondo disminuía hinché el chaquetón, saliendo a la superficie agarrada a él. Empecé a respirar el aire exterior por el tubo mientras me orientaba. Allí, a pocos metros estaban los barcos. Fui nadando a ritmo relajado mientras me preguntaba cómo me acogería Artur.


Se lo tomó mal, muy mal. Pero había recuperado sus modales elegantes y supo comportarse con forzada cortesía. A quien no habían tratado nada bien era a Luis. Mi héroe de último minuto había pagado la rabia de aquellos hombres. Tenía la cara amoratada, pero al menos estaba vivo, sonrió feliz al verme, y mucho más cuando comprendió el significado salvador de la noticia que traía.

Oriol había adivinado bien. Artur, disimulando su disgusto de forma admirable, terminó por creer mi historia. Aceptó enviar una lancha neumática que se mantuvo sujeta por un cabo a uno de los barcos para evitar que chocara contra la pared de roca con un par de hombres con equipo de buceo. Oriol se cuidó bien de dejar la nota de su padre donde la había encontrado y fue recogido sin problemas.

Nos convertimos, a la fuerza, en invitados de Artur hasta que sus hombres regresaron del interior de la cueva después de registrarla piedra a piedra. Eso llevó hasta media mañana del día siguiente.

No fue un tiempo desaprovechado. Oriol ahora sí estaba dispuesto a negociar, y se mostró muy persuasivo frente a un desanimado Artur. Dijo reconocer que había una deuda impagable entre las familias Boix y Bonaplata, pero que esa deuda se debía dejar a los muertos. A ellos les tocaba responder ante Dios. Quienes sí podían saldar cuentas materiales eran los vivos, y él, Oriol Bonaplata, reconocía que su padre había robado las dos tablas laterales del tríptico. Estaba dispuesto a comprarlas, como recuerdo, por un valor que incluyera la deuda que su primo tenía con el anticuario. La tabla central había sido propiedad siempre de Enric, ahora era mía y sobre ese punto no iba a aceptar polémica alguna. A mí no se me escapaba que en la cifra que discutían había un sobreprecio importante para que Artur renunciara a cualquier venganza. Fue una negociación dura que no se concluyó hasta la mañana siguiente. Me impresionó, una vez plasmaron el acuerdo en un documento privado, la poca importancia que Oriol parecía dar al dinero y la generosidad que demostró con su primo.

Durante el viaje de regreso, no sabía qué hacer y cómo actuar con Oriol; ambos nos comportamos como si nada hubiera ocurrido dentro de esa gruta. Hasta llegué a dudar por un momento si aquello fue sueño o realidad, y sólo el dolor en mi espalda y los moratones que las piedras le infligieron eran testigos de que lo que allí pasó.

Comenté de forma casual que al llegar a Barcelona tendría que empezar a empacar maletas para mi regreso a Nueva York. Y observé la reacción de Oriol. Él no dijo nada, parecía distraído, como si tuviera cosas más importantes en que pensar. Yo esperaba de él al menos una sugerencia amable, una invitación a que me quedara algunos días más. No lo hizo y eso hirió mi vanidad. O algo más. Llegué a la conclusión de que lo sucedido entre nosotros le tenía sin cuidado, más aún, que él deseaba olvidar el incidente.

En cuanto a Luis, Oriol no quiso escuchar excusas. Dijo que estaban en paz. Ahora la tabla de Sant Jordi también era suya y no importaba si el precio había sido alto o altísimo; para eso estaba la otra herencia que le dejó su padre. Y le dio un abrazo.

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